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Tolle, lege! La ambivalencia de las letras en las Confesiones de Agustín de Hipona
Tolle, lege! The ambivalence of texts in the Confessions of Augustine of Hippo
Tábano, núm. 23, pp. 33-53, 2024
Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires

Artículos

Tábano
Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, Argentina
ISSN-e: 2591-572X
Periodicidad: Semestral
núm. 23, 2024

Recepción: 23 septiembre 2022

Aprobación: 13 noviembre 2022

Resumen: La historia que Agustín de Hipona nos cuenta de sí mismo en sus Confesiones nos confronta con la esencial ambivalencia del lenguaje y la textualidad. Por un lado, los textos son ocasión para que los hombres se pierdan en cuestiones vanas y para que alimenten su soberbia. Por otro lado, es a través de los textos que Agustín encuentra el camino hacia Dios y la Verdad: la lectura de Cicerón, de Plotino y, ante todo, de las Sagradas Escrituras, lo llevan a la conversión. Sin embargo, la ambivalencia de las letras muestra su mayor tensión en que es el mismo texto de la Biblia el que, al mismo tiempo, lo aleja y lo acerca a Agustín a Dios. En última instancia, la ambivalencia de las letras se resuelve en el modo en que el lector hace uso de ellas, en el modo en que las toma y se las apropia al modo de ser apropiadas por ellas. Las Confesiones son la historia de un letrado, el drama de una lectura que puede condenarnos tanto como salvarnos.

Palabras clave: Agustín de Hipona, hermenéutica, deconstrucción, texto, Dios.

Abstract: The history Augustine of Hippo tells of himself in his Confessions makes us aware of the essential ambivalence of language and textuality. On the one hand, texts make human beings to get lost in vane things and also help to nurture pride. On the other hand, texts were paramount for the Christian conversion of Augustine: Cicero, Plotinus, and, mainly, the Sacred Scriptures, led the way towards God. However, the ambivalence of language is shown in that it is the same text, the Bible, which, at the same time, turns Augustine against God and also calls for his conversion. The ambivalence of texts, then, is only resolved in the way the reader makes use of it, in the way the reader appropriates and is appropriated by it. Confessions are the history of a rhetoric, a man of letters, the drama of a reader that is losing himself in texts or that finds his way to God through them.

Keywords: Augustine of Hippo, Hermeneutics, Deconstruction, Text, God.

1. La ambivalencia de las letras

La dicotomía entre lo interior y lo exterior atraviesa el drama de Agustín de Hipona. La tardanza, la demora, la errancia por la cual Agustín tarda los años que vive el Señor Jesucristo en alcanzar a Dios (es decir, 33 años), se deben al rodeo por lo exterior para llegar a Aquél que era más interior que lo más íntimo en él. Un rodeo que pasa por los objetos del mundo, por las bellezas creadas, por los amantes, por los hombres y sus alabanzas; un rodeo que alimentaba con la libido y la concupiscencia. Un rodeo que dibujaba el camino desde el interior al exterior, pero que –frustrado Odiseo– no logra el camino de retorno. Esta inquietud, este viaje interminable, este ajetreo neurótico que no encuentra paz, es también la consecuencia de una vida lanzada a las letras. Las Confesiones de Agustín no son sino el testimonio de un retórico, de un bibliófilo, de un escritor, que encuentra en las letras tanto el elemento de la perdición como el de la salvación. El carácter farmacológico de la escritura –aquel motivo platónico que en el Fedro se marida enigmáticamente con el tema del amor– encuentra en Agustín una nueva modulación, esta vez teológico-soteriológica. La ambivalencia de los textos aparece constantemente, una ambivalencia que también se traduce en una cierta actitud ambigua de Agustín frente a la filosofía. Esta ambivalencia espeja la ambivalencia del amor, que o se refiere a uno mismo, o se refiere a Dios, que se juega en que, o bien sirve a lo humano, o bien sirve a Dios (Conf., I, 12, 19).

En todo caso, es claro para Agustín que la “verdadera utilidad de las letras” es la de llevar a Dios (Conf., I, 9). Y esto supone una distinción –platónica, claro está– entre las letras como elemento estético-ficcional y las letras como elemento del pensamiento: a la inutilidad de la poesía y de la literatura, Agustín contrapone la utilidad de la gramática (Conf., I, 13). Pero las letras tienen este poder encantador y tóxico de encadenar el amor de los hombres a ellas, siendo sorprendente “de qué modo guardan diligentes los hijos de los hombres los pactos sobre las letras y las sílabas recibidos de los primeros hablistas y, en cambio, descuidan los pactos eternos de salud perpetua recibidos de ti” (Conf., I, 18, 29). En este desorden de un amor de Palabra, donde la letra humana lo encadenaba alejándolo del Logos de Dios, es que se juega la batalla de Agustín, el retórico, contra la vanidad y la soberbia. Y si en esta batalla, su madre Mónica lo impulsa hacia la Palabra verdadera, su padre lo presionaba para que lograra el éxito en las palabras vanas de su siglo. Como relata Agustín, su padre anhelaba que sea “diserto” (disertus), cuando no lograba –a los ojos de su hijo– más que convertirlo en un “desierto” (desertus): ningún otro destino puede esperarse de unas letras que no están al servicio de Dios (Conf., II, 3). La retórica y el manejo de las letras no hacen sino alimentar la vanidad humana (Conf., III, 4).

Y, sin embargo, son también las letras las que pueden poner en el camino recto a los hombres. Tal, al menos, fue el caso de Agustín, quien, al encontrarse con el texto de Cicerón, el Hortensio, logra avanzar en un camino de crecimiento espiritual. No todo texto filosófico tiene, de todas maneras, esta capacidad educadora y constructiva; más bien al contrario, las artes liberales son también aquellas que alimentan la soberbia, y no la humildad (Conf., IV, 16). La sospecha que suscitan de las letras se encuentra en esta posibilidad de despertar la vanidad y el olvido de Dios como único Señor a quien todo debemos. Así, las letras pueden provocarnos la muerte en vida, es decir, alejarnos de nuestro verdadero fin y felicidad, y condenarnos a una existencia famélica. Como si se tratara de un alimento para el alma, las letras bien pueden nutrirnos o condenarnos a la inanición. Agustín acude a las metáforas culinarias para ilustrar esta ambivalencia de las letras, las cuales son como las buenas o las malas comidas. Así, las “viandas de ciencias” y los “platos del lenguaje” (Conf., V, 3) bien pueden ser “fantasmas y quimeras” que no nutren (Conf., III, 6, 10). Si la filosofía es la búsqueda de la sabiduría es porque estamos hambrientos de la verdad y buscamos nutrirnos de ella (Conf., VI, 10): el estudio y la lectura de los textos hacen a la “salud del alma”, y por ello es preciso abandonar todas las demás cosas de la vida y entregarse enteramente a la investigación de la verdad (Conf., VI, 11, 18). En este sentido, es gracias a “la mano secreta de la medicina de Dios” que Agustín se encuentra con los textos de los platónicos, en medio de su lucha interna con el maniqueísmo y sus doctrinas materialistas (Conf., VII, 9). Y, sin embargo, hay que cuidarse de los alimentos que son como medicamentos, y con los que, con la excusa de la salud, alimenta uno el deleite (Conf., X, 31). Porque el riesgo no se corre tan solo porque los textos sean insignificantes o no nutritivos, sino que el peligro también se esconde en quedar seducido por estos banquetes intelectuales y no querer dejarlos porque alimentarnos de ellos satisface nuestro deseo de aprehender por fin a la Verdad: lo que era tan solo un aliciente para la búsqueda, un alimento para seguir peregrinando, termina siendo el fin de nuestro viaje, contentándonos con lo que tan solo sugiere la verdad en su remisión como signo. También aquí la soberbia es la falta en la que caemos si quedamos atrapados como Odiseo en la isla de la ninfa, porque la satisfacción de comprender los signos y las letras nos hacen olvidar que se trata tan solo de eso, de signos, de paradas o escalas en un viaje que todavía no ha terminado. Agustín llama “concupiscencia de los ojos” al ansia desmesurada de querer conocer a Dios a través de los signos (Conf., X, 35), porque la lectura y la comprensión –lo sabemos– excita también nuestra libido y, por ello, puede ser también ella desordenada. Nuestro destino está en juego, y todo depende de comprender que nuestro amor puede quedar preso en los estadios previos a la verdadera satisfacción: que las letras satisfagan completamente nuestra libido implica que su finalidad queda truncada, porque no es el signo, sino la Verdad la única que puede cumplir y satisfacer plenamente el deseo que nos atraviesa.

2. El peregrinaje y el reposo

Uno viaja ciertamente por las letras, a través de la literatura, sobre las barcas de los textos. Puede uno alistarse y emprender la travesía por los océanos insondables e indómitos de la existencia, sabiendo que la posibilidad de naufragar es no solo bastante probable, sino más bien cierta. La calidad de las embarcaciones-textos determinará gran parte del éxito de nuestra empresa, aunque es ante todo nuestra disposición a seguir navegando hasta llegar al puerto definitivo la que terminará por determinar nuestro destino. Habrá momentos en que necesitaremos atarnos al mástil para no quedar embrujados por la belleza falaz de los signos y las letras, que como sirenas aladas intentarán retenernos entre sus líneas. Quizás no es tanto la metáfora de la embarcación la que debería significar a la capacidad traslativa de los textos, sino la de la tripulación: los textos sirven como aquellos remeros que empujan la barca hacia donde queremos llegar los que determinen la suerte de nuestro viaje. Claro que nuestra capacidad de gobernarlos –como los capitanes del barco, como los gobernantes– será en última instancia la que decida sobre la travesía. Como en el caso del auriga frente a los dos corceles, el gobernante del barco debe refrenar los impulsos de algunos remeros a cambiar nuestro rumbo y orillar en islas que no son nuestro destino final. El amor se juega también en esta belleza de las letras, que pueden despistarnos y arrancarnos de nuestro plan de ruta. No solo la embarcación, sino ante todo nuestros tripulantes y nuestro temple como capitanes son los que jugarán el rol decisivo. Y la configuración de nuestra tripulación bien puede ser metáfora para los autores de los textos, para el espíritu de quien lleva adelante las letras de un texto al apuntar a un determinado lugar. Si Cicerón pudo servir a Agustín como tripulación virtuosa, es porque le muestra que las orillas en las que se debe reposar no son estas, sino aquellas otras, no son las islas de una vida disipada, sino las tierras de una existencia virtuosa. Pero, como en toda travesía, uno también cambia de embarcación; también uno renueva su tripulación en las diferentes escalas de su viaje. Una tripulación muy competente, empero, tampoco es decisoria: puede que en nuestro ímpetu obstinado y en nuestra ceguera, no le llevemos el apunte. Es lo que sucederá –lo veremos en breve– con el encuentro de Agustín con las Sagradas Escrituras. Y si una tripulación es incompetente, también puede llevarnos a mal destino al convencernos con su retórica y su supuesta sabiduría, como le sucediera al Obispo de Hipona con la escuela maniquea.

Hay en la vida de Agustín un tramo definitivo, aunque no definitorio, una instancia de embarcación que decidirá ciertamente sobre el éxito final de su navegación. Cuando descubre la nave de los textos de Plotino, cuando encuentra la tripulación de los platónicos, Agustín se embarca según un mapa y un plan de viaje que representa un giro radical en sus pretensiones, en la estipulación de su destino. Al subirse al barco platónico, Agustín se abraza al espíritu de sus navegantes y remeros, quienes preparan al capitán para encarar en el futuro su último mapa trazado con el compás de la Revelación cristiana. En el platonismo, Agustín encuentra el hito fundamental que le abre el horizonte para alcanzar al cristianismo, puesto que es gracias a su filosofía que puede desembarazarse del materialismo maniqueo y considerar lo inmaterial o espiritual. Pero también en ambos ocupa un lugar central el “Verbo” (Conf., VII, 9). Como un filósofo-retórico, Agustín sueña con la imposible y contradictoria unidad entre signo y significante, una unidad que solo puede hallarse en la figura del Verbo de Dios. La ejemplariedad del Verbo-signo es también el fundamento de la ejemplariedad del Verbo-Maestro: Dios es el que da la verdadera ciencia (Conf., I, 15, 24). Como retórico, Agustín busca en las letras el elemento de la Revelación, el momento de la parousía, allí donde se identifican signo y sentido. La filosofía de Platón indica hacia ese maridaje, pero es incapaz de enseñar cómo habitar en esa revelación, en esa inmediación, en ese cara-a-cara frente a Dios, o a la Verdad. Como ilustraba Agustín en De Beata Vita, la filosofía representa el puerto hacia la vida feliz, el lugar de la puerta, del acceso, de la entrada, pero no el espacio de una vida feliz. Es necesario aún otro tipo de paso que uno debe dar para adentrarse a esa tierra prometida.

Pero, aunque Platón manifiesta una actitud sospechosa respecto a lo textual, que no es sino una potencialización de la mediación que es ya el lenguaje mismo, la idea de Revelación en el cristianismo, y su camino de deificación, no se dan aparte de las letras. A diferencia de un sueño platónico en el que el uno se va en soledad hacia lo uno, en un contacto inmediato entre intelecto e intelecto, en el cristianismo la Revelación supone la mediación por el Verbo hecho Carne, y por el modo en que este Verbo hecho Carne se hace Verbo de nuevo en las Escrituras. No hay conocimiento posible de la Verdad, al final de cuentas, que no deba hacer pie en las letras del libro sagrado. Así, en un giro completamente inesperado, en la posición de mayor tensión que pudiera lograrse, el retórico Agustín, cuya vida era ese anhelo por alcanzar lo divino habiendo errado por las letras, recibe como exclamación redentora: tolle, lege!, toma, lee! Tomar, leer. Dos verbos, dos instancias, dos universos. El tomar y el leer. Tomar es también una forma de caracterizar la inteligencia, allí cuando se “aprehende” el objeto, allí donde el intelecto entra en “con-tacto” con lo inteligido. Leer, en cambio, es demorar ese encuentro, es diferir el momento de la unión. Qué verbo rige a cuál en esta escena en el huerto, sino el de leer. Porque las letras aquí son las de las Sagradas Escrituras, y el texto que Agustín encuentra azarosamente al abrir las portadas del Libro son una exhortación a la disciplina: es la promesa de un contacto, promesa que precisa de purificación. Pero para desencadenar dicho proceso de deificación es preciso leer. Aquel que estaba hastiado de las letras, de esos signos sin vida; aquél que vivía de las letras como un mercenario, que comercia con una materia vil; ese que pasaba golosamente de libro en libro, empachándose; Agustín, el retórico, encuentra la salvación en las Letras, en las Escrituras –no cualquier Letra, es cierto–, en un texto, al fin y al cabo. El elemento que lo había envenenado, sobre todo de soberbia, es aquel que logra doblegarlo, humillarlo, tirarlo al suelo para que pida y ore por la gracia de Dios. Si las letras de la filosofía podían llevarlo al puerto de la vida feliz, son las Escrituras Sagradas las que le tienden el puente para su desembarco. Ya no más ese navegar interminable; ya no más esas exploraciones erráticas, saltando de signo en signo, de punto en punto. Ahora las aguas –ese elemento diluviano donde todo es efímero, donde todo corre y todo se pierde– se dejan atrás, y Agustín camina sobre el suelo firme y seguro de la fe, ese andar “peregrino” regido por una Tierra-Agua (porque la tierra del peregrino de Dios es, en rigor, el Cielo, regido por el Aire y el Fuego, el elemento híbrido del pneuma).

Convertido al Señor, al Verbo hecho Carne, a la Verdad revelada, Agustín renuncia a su posición como maestro de retórica:

Y me agradó en presencia tuya no romper tumultuosamente, sino substraer suavemente del mercado de la charlatanería el ministerio de mi lengua (ministerium linguae meae), para que en adelante los jóvenes que meditan no tu ley ni tu paz (meditantes non legem tuam, non pacem tuam), sino engañosas locuras (insanias mendaces) y contiendas forenses (bella forensia), no comprasen de mi boca armas para su locura. (Conf., IX, 2)

El debate entre Platón y los sofistas se hace teología política: el único uso legítimo de la palabra y del discurso no se mide en relación a la verdad universal, sino que se desarrolla en la meditación de la ley de Dios, única ley que trae la verdadera paz y la verdadera universalidad de un único Reino. La palabra es un ministerio, y dicho ministerio se hace en nombre del único verdadero Soberano, que es Dios: solo Dios puede asegurar y traer la paz a los hombres, y garantizar una ciudad verdadera, en la que cada uno está al servicio del bien común (afirmación que es el núcleo de su De Civitate Dei). La palabra, cuando no sirve a Dios, es charlatanería, y no hace sino excitar y provocar el odio y la contienda entre los hombres. Los retóricos (sofistas) solo dan las armas necesarias para que puedan algunos hombres instalar e imponer su ley arbitraria e injusta sobre los otros hombres. En cambio, aquellos que usan debidamente la lengua son aquellos que meditan sobre la ley de Dios, aquella que trae su paz. No se trata de una meditación en abstracto, una reflexión en soledad, un acto de una inteligencia que piensa por sí misma; se trata de una meditación lectora, de una reflexión sobre lo que está escrito en las Tablas de la Ley, de una inteligencia que piensa gracias a y en el medio de las letras. Se trata de un pensamiento que necesariamente es palabra, verbo, lengua, pero que debe atender a las verdaderas letras para poder desarrollarse y desplegarse con verdad. Como todo en el hombre, también el pensamiento debe servir a Dios, y eso significa algo muy concreto: solo el pensamiento que se dedica a la lectura de las Escrituras es verdadero pensamiento, y solo en el uso de una lengua que es no tanto la propia como el eco de la lengua de Dios se encuentra el uso legítimo de la palabra.

Por fin llegó el día en que debía ser absuelto de hecho de la profesión de retórico, de la que ya estaba suelto con el afecto; y así se hizo (quo etiam actu solverer a professione rhetorica, unde iam cogitatu solutus eram). Tú sacaste mi lengua de donde habías ya sacado mi corazón (eruisti linguam meam, unde iam erueras cor meum). (Conf., IX, 4)

Se trata de una absolución, de un perdón que es también un desatar. Se trata de que la lengua de Agustín ya se desprende de las falsas letras, así como su corazón se había desafectado de los falsos amores. La profesión de retórico no era más que el vínculo que lo encadenaba aún a las imposturas y falsedades (como aquél matrimonio de Agustín que lo ataba a los amores mortales), una instancia institucional del mundo que necesitaba ser suspendida para dejar de servir al mundo y convertirse en ministro del Reino. No se puede servir a dos señores, y la retórica es también un ministerio, pero a la Ciudad de los hombres. En la lectura de los Salmos de David encontraba Agustín el gozo de su nueva ciudadanía, de sus cánticos de fe a su Soberano verdadero: “¡Qué voces, sí, te daba en aquellos salmos y cómo me inflamaba en ti con ellos y me encendía en deseos de recitarlos, si me fuera posible, al mundo entero, contra la soberbia del género humano!” (Conf., IX, 4). Las Escrituras excitaban el amor, ahora hecho lealtad, juramento, servicio. Porque en la auténtica lealtad al verdadero soberano es donde se encuentra la salud y la felicidad. Aquellos sacramentos que los maniqueos ignoraban, y que rechazaban, cuando era, en rigor, el único antídoto (antidotum) que podía sanarlos (Conf., IX, 4). Si el hombre está enfermo de soberbia, y atado a las palabras que provienen de ellos, encadenándolos al mundo, son las Escrituras y los sacramentos lo único que sirve como remedio. Antídoto. Letra contra letra; Palabra contra palabra; Soberanía contra soberanía. El Salmo 4, 3, le sirve de armonía a su canto: “Hijos de los hombres, ¿hasta cuándo habéis de ser pesados de corazón? ¿Por qué amáis la vanidad y buscáis la mentira?”. Cuestión de asumir la verdadera posición del hombre como siervo de Dios, cuestión de asumir la verdadera lealtad, aquella que lleva a la verdad huyendo de la soberbia. Hasta tanto, el corazón pesa y no puede levantar la vista ni ser levantado; hasta tanto, no queda sino una existencia y un pensamiento fantasmático, un pensamiento que toma a los fantasmas como si fueran verdaderas. Hasta tanto, no le queda al hombre sino hacerse vano y desparramarse por “las cosas que se ven y son temporales” (Cor., 2, 4, 18) y “van con pensamiento famélico lamiendo sus imágenes” (Conf., IX, 4). No hay hambre que ceda cuando se alimenta uno de platos que no nutren, o cuando los intestinos están indispuestos. Antídoto: la sanación también es dolorosa. “Heriste mi corazón con tu palabra y te amé” (Conf., X, 6, 8).

Tomar, leer. Dos verbos. Si las Escrituras tomaron el corazón de Agustín, y lo elevaron a las alturas de lo divino, ahora es la lectura lo que prepara a tomar la realidad de Dios –o casi. Porque la lectura, aún de las Palabras de Dios, son todavía mediación, son todavía promesa y primicia de la Verdad, un tentempié para lo que es el Banquete Celestial. Peregrino aún, en búsqueda de Dios, y en deseos inflamados por unirse a Él, las Sagradas Escrituras no llegan a satisfacer del todo la sed de Agustín. La fe es alimento, y si las Escrituras santas nutren de verdad, y ya no se trata de comer alimentos que no nutren –esos fantasmas de lo verdadero–, tampoco llegan estos alimentos a satisfacer plenamente el hambre de verdad. Si bien, a su vez, la terapéutica que brindaba la filosofía no alcanzaba a brindar una salud robusta, la fe –y todos los sacramentos– no dejan tampoco de ser “remedios”. Por cierto, estos remedios no parecen adolecer de la ambivalencia de un “fármakon”: a diferencia de la droga, el remedio no parece tener contraindicaciones, ni acarrear efectos adversos. (Aunque no debemos olvidar que las letras de las Sagradas Escrituras, no animadas por el Espíritu, eran también aquellas mismas que alejaban en su momento a Agustín de la fe). Si las letras de los libros humanos de la filosofía podían llevar, a la vez, a un camino hacia el Verbo, como a la peor de las soberbias, si las letras ofrecían, a la vez, un camino simbólico y diabólico, las letras de Dios apuntan tan solo a Dios y a su misterio, y en ese indicar, sanan. Como el médico paradigmático y prototípico –Jesucristo–, las Sagradas Escrituras llevan en su signo la presencia del Alimento que nutre. La verdadera terapia es también un método, la salud es cuestión de andar un camino verdadero: “Yo soy el camino, la verdad, y la vida”. Y, sin embargo, la salud indica tránsito y proceso; la salvación, en cambio, ya no conoce salud porque no conoce enfermedad; no conoce alimento, porque no conoce necesidad. En la visión de Ostia, Agustín, su madre, y sus amigos, prueban un bocado del alimento último, aquel que ya no es alimento porque sacia de una vez para siempre. Una visión que ya no precisa de ninguna mediación porque es ya un “tocar”, un “aprehender”, y por tanto un ser aprehendido, un ser tocado, un ser “tomado”. Luego de un ejercicio discursivo y filosófico que remite al ascenso platónico en el Banquete, recorrieron gradualmente Agustín, su madre y sus amigos todos los seres corpóreos.

Y subimos (ascendebamus) todavía más arriba, pensando, hablando y admirando tus obras; y llegamos hasta nuestras almas y las pasamos también, a fin de llegar a la región de la abundancia indeficiente, en donde tú apacientas a Israel eternamente con el pasto de la verdad, y es la vida la Sabiduría, “por quien todas las cosas existen” (Juan 1, 3), así las ya creadas como las que han de ser, sin que ella lo sea por nadie; siendo ahora como fue antes y como será siempre, o más bien, sin que haya en ella fue ni seráConf. IX, 10, 25, sino sólo es, por ser eterna, porque lo que ha sido o será no es eterno. Y mientras hablábamos y suspirábamos por ella, llegamos a tocarla un poco con todo el ímpetu de nuestro corazón (et dum loquimur et inhiamus illi, attingimus eam modice toto ictu cordis); y suspirando y dejando allí prisioneras las primicias de nuestro espíritu, tornamos al estrépito de nuestra boca, donde tiene principio y fin el verbo humano, en nada semejante a tu Verbo, Señor nuestro, que permanece en sí sin envejecerse y renueva todas las cosas. ()

La ascensión filosófico-mística es un gradual despojo de lo que tiene tiempo, de lo que difiere, de lo que es mediación, de lo que es sin ser absolutamente. La inteligencia hablante y meditante llega en un instante único y milagroso “casi”, “un poco”, “de algún modo” a tocarla: apenas se acercaron lo suficiente, la boca y su lengua volvieron a perderla, a alejarla. El verbo humano no es como el Verbo divino, porque no puede permanecer en sí, es decir, porque difiere, porque es significativo en tanto que remite a otro; el verbo humano es ya un verbo indeficiente, que está de alguna manera muerto, que es tan sólo el pálido reflejo de una realidad que nos ilumina, el cadáver de la verdad atisbada –a diferencia de la creatividad del Verbo divino que, al hablar, da vida, que por su hablar hay algo así como la Verdad. La presencia y la inmediación de Dios y de su Verdad se enfrenta a la imposibilidad de abandonar las mediaciones y el devenir del hombre. El tocar implica el ser tocado, el abrazo que funde a los amantes y los hace uno. Todavía esto no es posible; no aún. “Casi tocan” con todo el ímpetu de su corazón-deseo-amor al que Es. Para poder fundirse y tocarlo verdaderamente, es preciso despojarse completamente de la carne, el símbolo y la realidad misma de nuestro diferir, de nuestra necesidad de mediaciones, el elemento mismo de la lengua que, al hablar-leer, deja de tocar. Sería preciso volver al principio del ciclo de la inspiración y del entusiasmo, para volver a ser tomado, prendido, por lo divino: si callase .taceant) la carne, el yo, y todas las cosas de este mundo, y dirigieran el oído hacia aquel que las ha hecho, y sólo él hablase, no por ellas, sino por sí mismo, no por lengua de carne, ni por otras mediaciones de ángeles, teofanías o enigmas, sino que lo oyéramos a él mismo, a quien amamos en todas las cosas que ahora escuchamos, entonces podríamos “elevarnos y tocamos (attingimus) rápidamente con el pensamiento la eterna Sabiduría” (Conf. IX, 10, 25). De la lectura-escucha a la actividad del intelecto, al hablar, a la discursividad, para volver a la escucha pura, ahora ya sin mediaciones de ningún tipo. Una pura escucha, una pura pasividad, una pura recepción que se hace un tocar porque se es tocado.

La theosis cristiana, a diferencia de la platónica, sabe siempre que la iniciativa es siempre de Dios, desde el principio, en el proceso, y en el final. Este estado de pura receptividad implica la ausencia del elemento de opacidad, de resistencia, que es el cuerpo. Este estado precisaría de una pura transparencia, o transoyencia, en el que el canto de Dios sea nuestro cantar, en una especie de canto hímnico extático donde no hay otro que Dios en nosotros. Este estado precisa para continuarse que sean alejadas de Dios todas las visiones de índole inferior, y sea esta pura escucha de Dios la que “arrebatase, absorbiese y abismase en los gozos más íntimos a su contemplador” (Conf. IX, 10, 25), para poder acceder a esa vida sempiterna que casi tocan en ese “momento de intuición por el cual suspiramos” (Conf. IX, 10, 25). Pero esto –dice Agustín– solo será posible en la resurrección, allí donde la carne sea asumida completamente por Dios para ser glorificada, es decir, para hacerse himno sin tiempo, y así ser nosotros “inmutados” (Conf. IX, 10, 25). Sólo la resurrección puede prometer ese eterno presente sin mutación ni diferencia; solo en ella habrá verdadero tocar al ser tocados.

No es extraño que Mónica muera a los pocos días: probado Dios, ya no se gusta la vida. El corazón ya no se inquieta porque descansa en Dios, porque se acuesta sobre él y por fin cesa en su andar. Tampoco allí habrá razón para que haya Sagradas Escrituras: allí, ni letras ni textos, sino solo visión, y ni siquiera un ver –con sus distancias– sino un “habitar” –en su intimidad y cercanía: eso que el platonismo no supo enseñar, y que solo el cristianismo pudo brindar. El platonismo supo soñar con la inmediación, en ese ímpetu místico y mistérico; el cristianismo supo hacerlo real y lograr la ansiada theosis. La deificación, empero, solo fue posible porque el Verbo se hizo Carne, aunque la iluminación de Dios y su goce perfecto ya no precisen ni lenguaje ni signos. El Verbo es ya tan solo una metáfora para indicar la acción del intelecto, y su dimensión objetual: en el Verbo-sin-signo, en el Verbo insiginificante, es que todos seremos divinos, allí donde Dios será todo en todos. Y cuando Dios verdaderamente habla, cuando la Verdad es la que habla, entonces ya ningún signo es significante:

Oiga yo y entienda cómo “hiciste en el principio el cielo y la tierra”. Moisés escribió esto, lo escribió y se ausentó: salió de aquí, por ti, para ti, y ahora no lo tengo delante de mí. Porque si estuviera le asiría (tenerem), y rogaría, y conuraría por ti, para que me declarase estas cosas, y yo prestaría los oídos de mi corazón a las palabras que brotasen de su boca. Claro es que si me hablase en hebreo, en vano pulsaría a mis oídos ni mi mente percibiría nada de ellas; mas si las dijera en latín, sabría lo que decía. Pero, ¿de dónde sabría si decía verdad? Y dado caso que lo supiese, ¿lo sabría alguna vez por él? No; la verdad –que no es ni hebrea, ni griega, ni latina, ni bárbara– sería la que me diría interiormente, en el domicilio interior del pensamiento, sin los órganos de la boca ni de la lengua, sin el estrépito de las sílabas (intus utique mihi, intus in domicilio cogitationis, nec hebrea nec graeca nec latina nec barbara veritas sine oris et linguae organis, sine strepitu syllabarum diceret): “Dice verdad”, y yo, certificado, diría al instante confiadamente a aquel hombre: “Dices verdad”. No pudiendo, pues, interrogarle, ruégote, ¡oh Verdad!, de la que lleno habló él cosas verdaderas; ruégote, ¡oh Dios mío! –y perdona mis pecados–, que me des a entender a mí las cosas que concediste decir a aquel tu siervo. (Conf., XI, 3, 5)

El signo se hace insignificante en el intelecto, en el domicilio interior, allí donde la escucha es sin órgano, donde el oír se da sin oído; allí es donde toda lengua y todo lenguaje desaparece; allí, en la iluminación de una Verdad sin mediaciones; allí donde se silencian por fin las sílabas y sus estrépitos sonidos, allí donde las sílabas –metáfora de la diferencia y del diferir, de un antes y un después– dan lugar a la inmediación y a la presencia eterna y pura.

3. El arte de la lectura: la exégesis contra la letra

Tomar, leer. Dos verbos, dos momentos. Sería absurdo pensar que a partir de estos dos momentos se sigue necesariamente aquel tercer momento de ser tomado, poseído por Dios. Ya antes Agustín había recibido el mismo imperativo binómico: tolle, lege! Su madre Mónica le había insistido desde pequeño a tomar las Sagradas Escrituras y a leerlas. Pero no por ello había Agustín sido tomado por el Espíritu de Dios. Más bien, rechaza él a las Escrituras al compararlas con los textos de Cicerón; en retrospectiva (al modo de confesión), Agustín dice no poder “penetrar en su interior (non penetrabat interiora eius)” por su soberbia y vanidad, pues las Escrituras no habían sido escritas para los soberbios ni clara para los soberbios, sino “a la entrada baja y en su interior sublime y velada de misterios (incessu humilem, successu excelsam et velatam mysteriis)” (Conf., III, 5, 9). El interior y el exterior; tomar, leer. Dos pares. Hay algo del tocar, del tomar, que solo es posible gracias al leer. Pero hay algo del leer que ya implica un cierto tomar. Porque ahora no se trata de tomar desde el exterior, sino de tomar desde dentro: se trata de penetrar. El tomar el texto es, en rigor, el tomarlo desde dentro, o, mejor, el introducirse en él, el penetrarlo, vencer la resistencia epidérmica para alcanzar lo interior, lo que le es íntimo. Dos momentos: incessu, successu. Solo una vez dentro es que las letras despiertan a su verdadero (y velado) sentido. No antes. Después. Penetrado el texto se logra el éxtasis de su exposición, el gozo de su revelación. Agustín no había podido “tomar por dentro” a las Escrituras, y las medía (compararem) con otros textos, porque las tomaba por el lomo, por su parte manipulable, ponderable, comparable, aquella parte que puede ser puesta al lado de otro, su parte objetiva, expuesta, mundana, secular. Agustín no veía en las Escrituras más que un texto más entre otros, un libro más del siglo.

Para tomar por dentro, hay que saber leer. Ante la letra, contra la letra. Una cuestión de exégesis. Si la letra puede ser venenosa, es preciso un antídoto, o, mejor, una adecuada administración del fármakon. Como un farmacéutico, hay que saber la composición del veneno, y entender su fórmula. Solo así se puede recetar la lectura, administrar su potencia medicinal; de lo contrario, provoca la muerte y la intoxicación. Ante la letra, contra la letra. El sintagma de Pablo de Tarso, “la letra mata, el espíritu vivifica” (2 Cor., 3, 6), representa aquí la armadura de clave de las Confesiones: solo una letra tomada por el espíritu (no por los órganos de la carne) puede ser benéfica, puede ser curadora, puede ser salvífica.

No es Pablo, sin embargo, el que logra espiritualizar la lectura de Agustín; mucho menos, Agustín. Se necesita un farmacéutico que sepa administrar con igual maestría la letra y el espíritu; se necesita un retórico que sea, a su vez, un teólogo; es preciso un hombre de letras que sepa del espíritu, un hombre que sepa ya penetrar las letras con el espíritu, tomarlas desde dentro. Para enseñar cómo gozar del interior, es necesario un hombre experimentado en el arte de la penetración. Es el Obispo de Milán, Ambrosio, quien oficia de introductor a este arte de la lectura. Con su elocuencia es capaz de llevar de la mano a Agustín desde la letra hacia el espíritu. Pero hay que saber hablar y leer: Ambrosio juega con las mismas armas con las que cuenta Agustín. Hay que saber manipular la letra para vencerla, para atravesarla, para trascenderla. De a pasos, claro; gradualmente. La retórica sabe de sugerencias, de la dulzura y amabilidad, de la suavidad y la seducción. Ambrosio, “a él era yo conducido (ducebarabs te) por ti sin saberlo, para ser por él conducido a ti (per eum ad te ducerer) sabiéndolo” (Conf. V, XIII, 23). Ambrosio, el conductor, el pedagogo, el e-ducador.

Y aún cuando no me cuidaba de aprender lo que decía, sino únicamente de oír cómo lo decía (cum enim non satagerem discere quae dicebat, sed tantaum quemadmodum dicebat audire) –era este vano cuidado lo único que había quedado en mí, desesperado ya de que hubiese para el hombre algún camino que le condujera a ti–, veníanse a mi mente, juntamente con las palabras que me agradaban, las cosas que despreciaba, por no poder separar unas de otras, y así, al abrir mi corazón para recibir lo que decía elocuentemente, entraba en él al mismo tiempo lo que decía de verdadero; mas esto por grados (et dum cor aperirem ad excipiendum, quam diserte diceret, pariter intrabat et quam vere diceret: gradatim quidem). Porque primeramente empezaron a parecerme defendibles aquellas cosas y que la fe católica –en pro de la cual creía yo que no podía decirse nada ante los ataques de los maniqueos– podía afirmarse sin temeridad alguna, máxime habiendo sido explicados y resueltos una, dos y más veces los enigmas de las Escrituras del Viejo Testamento, que interpretados por mí a la letra, me daban muerte (cum ad litteram acciperem, occidebar). Así, pues, declarados en sentido espiritual (spiritaliter) muchos de los lugares de aquellos libros, comencé a reprender aquella mi desesperación, que me había hecho creer que no se podía resistir a los que detestaban y se reían de la ley y de los profetas. (Conf. V, 14, 24)

Ante la letra y contra la letra, la lectura espiritual de Ambrosio –gracias a su elocuencia y al uso de las letras– no logra, sin embargo, convertir a Agustín. Es necesario que el confesor encuentre la salida del materialismo maniqueo y acceder a la realidad del espíritu para que pueda convertirse. Pero Ambrosio le siembra la duda, le hace sucumbir a la posibilidad de que la doctrina católica pueda ser verdadera. “Si por una parte la católica no me parecía vencida, todavía aun no me aparecía vencedora” (Conf. V, 14, 24). Agustín deja a los maniqueos y comienza una vida de duda, una vida académica. Será el platonismo el que le otorgue el antídoto para leer espiritualmente, porque lo abre a la realidad del espíritu. Pero Ambrosio, el retórico inspirado, el lector espiritual, logra lo que Mónica había deseado toda su vida: que Agustín permanezca catecúmeno en la Iglesia católica y abandone la secta maniquea. Ante la lectura perniciosa de las Escrituras, se abría una posibilidad de recibir la “doctrina sana”: Ambrosio mismo era quien recomendaba como una regla segura (regulamdilligentissime commendaret) que “la letra mata y el espíritu vivifica (litteraoccidit, spiritus autem vivificat)”, “al exponer aquellos pasajes que, tomados a la letra, parecían enseñar la perversidad, pero que interpretados en un sentido espiritual, roto el velo místico que los envolvía, no decían nada que pudiera ofenderme, aunque todavía ignorase si las cosas que decía eran o no verdaderas” (Conf. VI, 4, 6). La salud depende del médico, de quien sabe administrar la droga, de quien lejos de generar la intoxicación, despierta la sanación. Ante la letra, contra la letra; un médico contra otro médico; ante la droga, contra la droga; droga contra remedio.

Es verdad que podía sanar creyendo (sanari credendo poteram); y de este modo, purificada más la vista de mi mente (purgatior acies mentis meae), poder dirigirme de algún modo hacia tu verdad, eternamente estable y bajo ningún aspecto defectible. Mas como suele acontecer al que cayó en manos de un mal médico, que después recela de entregarse en manos del bueno, así me sucedía a mí en lo tocante a la salud de mi alma (ut malum medicum expertus etiam bono timeat se committere, ita erat valetudo animae meae); porque no pudiendo sanar sino creyendo, por temor de dar en una falsedad, rehusaba ser curado, resistiéndome a tu tratamiento, tú que has confeccionado la medicina de la fe y la has esparcido sobre las enfermedades del orbe, dándole tanta autoridad y eficacia (quae nisi credendo sanari non poterat et, ne falsa crederet, curari recusabat, resistens manibus tuis, qui medicamenta fidei confecisti et sparsisti super morbos orbis terrarum et tantam illis auctoritatem tribuisti). (Conf. VI, 4, 6)

Cuestión de pericia, el médico bueno no es aquél que crea el remedio, sino aquél que lo administra bien. Porque la medicina es la fe, son las Escrituras. Pero no pueden sanar sino en su justa administración, en su justa interpretación. Solo creyendo puede uno sanar –dice Agustín–, pero solo leyendo bien puede uno creer. Cuestión de exégesis, cuestión de exégeta, de lector y de retórico: Ambrosio es el buen médico, el experto, aquel que puede suministrar la medicina correctamente, aquella medicina que Dios mismo ha labrado en su farmacia para enfrentar las enfermedades y morbosidades del mundo. Una medicina que es eficaz por su autoridad, por ser obra de Aquél que puede sanar, salvar, dar vida, y vencer la muerte. Ambrosio la administra, Dios la produce. Y Dios sintetiza esta droga porque nos es necesario creer para hallar la verdad, para lo cual reviste Dios con “soberana autoridad” a las Escrituras en todo el mundo porque solo por ellas puede el hombre creer y buscar a Dios. Pero para aceptar dicha autoridad, es preciso primero reconocerse “enfermos para hallar la verdad por la razón pura (essemus infirmi ad inveniendam liquida ratione veritatem)” y comprender que “nos es necesaria la autoridad de las Sagradas Letras (auctoritatesanctarum litterarum)” (Conf., VI, 5).

Los encuentros y desencuentros de Agustín con las Sagradas Escrituras muestran que, de alguna manera, el Espíritu (pneuma) no es capaz de sublimar completamente el signo (gramma). Tal elevación será llevada adelante –Dios y su inspiración mediante– por quien la lea: Agustín se alejaba de Dios cuando leía sin la asistencia y sin la inteligencia debida aquellas letras que parecían afirmar cosas absurdas e increíbles acerca de Dios. Una lectura “literal” de las Escrituras no podía sino expulsar a Agustín de cualquier posibilidad de conversión. Es gracias a Ambrosio que logra comprender (leer) las Escrituras en su sentido “espiritual”. Una exégesis espiritual logra atravesar el signo, abrirlo a su significado y al referente verdadero, ambos perdidos en la mera grafía, ambos tachados por la misma tinta que les da nacimiento. La exégesis espiritual (analógica) logra ascender (anagógica) desde lo bajo de los trazos hasta lo alto del sentido, y desde la letra al Verbo. Pero en la analogía (en la cual prima la diferencia sobre la similitud), la Escritura deja de ser “escritura”, el signo deja de ser “ese” signo, y el significado trans-figura, trans-cribe lo que estaba escrito. En algún grado, ya no leemos lo que está escrito, sino que leemos lo que permanece sin letra. En esta paradoja de un sentido que va contra el signo, en un movimiento meta-fórico, las Escrituras se tornan insignificantes como tales. Es preciso el concurso de la Tradición, de la Iglesia, de los Maestros… y sobre todo del Espíritu para que la escritura vuelva a nacer, vuelva a ser significativa, vuelva a ser Escritura (con mayúsculas, esta vez).

Las Escrituras, las Letras, sean o no las sagradas, no pueden sino ser ambivalentes, una ambivalencia que no se juega tan solo desde el lado receptor del lector, sino también del lado emisor del escritor. Es Moisés, el primer hagiógrafo, quien era considerado hasta no hace mucho como el autor del Pentateuco, de los primeros cinco libros del Antiguo Testamento, quien –de hecho– da comienzo a una escritura que es ya signo, que es ya susceptible de diversas interpretaciones, una escritura que no puede ser el mero calco, o la trans-cripción de las palabras de Dios. Quizás la tensión deba ser rastreada en el nombre mismo de hagió-grafo, en la cual entran en conflicto la grafía con lo hagios, la escritura ante lo sagrado. Claro que lo sagrado es ya mediación, e indica una primera distancia respecto a lo divino. La escritura de lo sagrado implica, empero, una distancia potenciada, una distancia respecto a una primera lejanía, una mediación de la mediación. Y, sin embargo, esta mediación de la mediación parece apuntar a sobrepasar la distancia, a anularla, a hacerla inefectiva. En la escritura de lo sagrado, lo sagrado se quiere accesible, público, seguro, inolvidable; pero, al hacerse escrito, se pierde la inmediación de la oralidad y de la ritualidad: la sabiduría oral de los Primeros Padres de la fe, su práctica efectiva y su vida santa pasan al papel, se hacen signo, y así se torna vulnerable. La escritura como un fármakon bien puede rastrearse aquí, en el paso dado por los Padres de la fe en el momento decisivo de la Escritura. También hay aquí algo que se pierde, algo que se expone a su usurpación, mal uso, profanación, prostitución. Y, sin embargo, esta pérdida enfrenta aquella otra, siempre “signada por el olvido” (qué frase tan hermosa para seguir reflexionando en torno a ella); ese miedo a que –de no quedar escrito– las enseñanzas de la fe y las prácticas soteriológicas se perderán para siempre en la noche del olvido, se embarcarán en la nave del olvido.

(Pequeño excurso: me pregunto si acaso las estrategias para “inmunizar un texto” no supone neutralizar esta ambivalencia, suspender esta dimensión farmacológica de lo que se escribe. Habría que ver si acaso en las mismas Escrituras o en los primeros exégetas hay algo así como una justificación absoluta de la literalidad de las Escrituras como un modo en que la inspiración y la Revelación divinas se salvan. Acá en Agustín parece al menos introducirse una duda el respecto. Pero quizá fundamentalmente se salven a las Escrituras en su objetividad –en el proceso de su escritura, como escritura inspirada, etc.– pero se “carguen las tintas” sobre los lectores, es decir, dejando la ambigüedad y la ambivalencia farmacológica no del lado texto, sino del lado de la interpretación. Quizás por ello el binomio gramma-pneuma sea correlativo entre el autor y el lector: para que haya una interpretación verdadera de un texto, se debe re-crear las condiciones de su escritura, en tanto que el autor estaba él mismo inspirado al escribir, en tanto que una “letra espiritualizada” ya se había realizado en el hagiógrafo, y gracias a lo cual el intérprete puede a su vez espiritualizar la letra al leerlo. Quizá haya aquí una fuente y un origen teológico de la hermenéutica basada en la intención del autor, en la comunión con el espíritu del escritor para alcanzar la verdad del texto: ¿no es llamativo que esta hermenéutica haya sido explicitada por el teólogo protestante, traductor canónico de Platón y exégeta, Friedrich Schleiermacher?).

Aquí nuevamente Agustín parece ser consciente de esta ambivalencia que se da también desde el lado de la escritura. En el libro XII de las Confesiones, la cuestión del conflicto de las interpretaciones aparece tratado explícitamente cuando trata acerca de la eternidad de Dios a partir de los textos del Génesis, atribuidos a Moisés. El problema aparece cuando personas “que honran y colocan como nosotros en la cumbre de la autoridad que ha de seguirse a aquella tu Santa Escritura, editada por el Santo Moisés (per sanctum Moysen editam sanctam Scripturam tuam)” (Conf. XII, 16, 23), y que, sin embargo, contradicen algunas cosas que Agustín afirma. Aquí, nuevamente, se juega el rol del Espíritu sobre la Letra, porque debe ser Dios mismo “el juez (arbiter) entre mis confesiones y sus contradicciones” (Conf. XII, 16, 23). La inspiración de Moisés está fuera de duda, pues escribía “por revelación del Espíritu (cum revelante spiritu)” (Conf. XII, 17, 24). El conflicto se da porque los detractores de la interpretación de Agustín reclaman que ellos dicen “lo que aquél varón sintió (sensit) y lo que en aquellas palabras expresó (hoc verbis istis elocutus est)” (Conf. XII, 17, 24). En esta posibilidad de diferentes interpretaciones se juega también la cuestión de la intención misma del escritor, la cual queda no solo inaccesible para los lectores, sino quizás inaccesible también a él mismo.

Mas pudiéndose entender diversas cosas en estas palabras, las cuales son, sin embargo, verdaderas, ¿qué inconveniente puede haber para mí que te las confieso ardientemente, ¡oh Dios mío, luz de mis ojos en lo interior!; qué daño, digo, me puede venir de que entienda yo cosa distinta de lo que otro cree que intentó el sagrado escritor? Todos los que leemos, sin duda nos esforzamos por averiguar y comprender lo que quiso decir el autor que leemos, y cuando le creemos veraz, no nos atrevemos a afirmar que haya dicho nada de lo que entendemos o creemos que es falso. De igual modo, cuando alguno se esfuerza por entender en las Sagradas Escrituras aquello que intentó decir en ellas el escritor (dum ergo quisque conatur id sentire in scripturis sanctis, quod in eis sensit ille qui scripsit), ¿qué mal hay en que yo entienda lo que tú, luz de todas las mentes verídicas, muestras ser verdadero, aunque no haya intentado esto el autor que lee, si ellos es verdad, aunque realmente no lo intentara (etiamsi non hoc sensit ille, quem legit, cum et ille verum nec tamen hoc senserit)? (Conf. XII, 18, 27)

Más allá de la crítica filosófica que emprende Agustín para reclamar que es su interpretación la correcta, lo interesante aquí es notar que el conflicto de las interpretaciones está ya en el seno mismo del hagiógrafo, quien escribe movido por el Espíritu y, en ese sentido, es también insignificante lo que el autor humano quiso o no expresar. De alguna manera, el conflicto está en la misma hagiografía, puesto que es el Espíritu el que escribe, no el hagiógrafo. Tal es la dificultad del carácter inspirado de las Escrituras Sagradas: el hagiógrafo no escribe por su cuenta, no escribe en su nombre, sino que escribe “en nombre de” Dios. En las Letras sagradas el autor es Dios mismo, en la figura de su Espíritu, quien traza el signo con mano humana. En la hagiografía hay una especie de éxtasis de escritor, una especie de posesión del escritor que es movido por el Espíritu. Por ello, en realidad, es superfluo querer acceder a la intención del autor, porque esta intención es desconocida incluso para él mismo. No hay intención porque, si la hubiera, entonces la autoría del texto sagrado recaería sobre el hagiógrafo, y no sobre el Autor verdadero. Si la intención de Moisés moviera la mano de Moisés, entonces sería Moisés el autor del escrito, un texto más entre los muchos textos del mundo, producido por un autor más entre los muchos autores del siglo. Pero si la mano de Moisés inscribe los signos sobre el soporte de su trazo, no es la intención de Moisés la que dicta sus movimientos. Sin embargo, no es tampoco Dios el que mueve la mano como un titiritero. Si hay una intención de Moisés al escribir lo que escribe, pensando en los lectores de su texto, esto no significa que esta intención baste para llegar a la verdad del texto. He aquí el enigma de la hagiografía: que la intención del escritor sirve a la intención de Dios, aunque no sepa de qué manera lo hace. En otras palabras, se trata de una intención que no se logra aprehender completamente, una intención que no se pertenece a sí misma del todo, una intención que está superada como intención por administrar una intención que le es más original. Así, la interpretación de las Sagradas Escrituras será un ejercicio por el cual intentamos llegar a la intención de Dios al inspirar los textos a través de la intención del hagiógrafo que de hecho los escribe.

Oídas, pues, estas cosas y consideradas según la capacidad de mi flaqueza –la cual te confieso, ¡oh Dios mío!, que la conoces–, veo que pueden originarse dos géneros de cuestiones cuando por medio de signos (per signa enuntiatur) se relata algo por nuncios veraces: una si se discute acerca de la verdad de las cosas, otra acerca de la intención del que relata (si de veritate rerum, alterum, si de ipsius qui enuntiat voluntate dissensio est). Del mismo modo una cosa es lo que inquirimos sobre la creación de las cosas, que sea verdad, y otra qué fue lo que Moisés, ilustre servidor de tu fe, quiso que entendiera en tales palabras el lector y oyente (aliter autem quid in his verbis Moyses, egregius domesticus fidei tuae, intellegere lectorem auditoremque voluerit). En cuanto al primer género de disputa, apártense de mí todos lo que creen saber las cosas que son falsas. Respecto del segundo, apártense de mi todos los que creen que Moisés dijo cosas falsas. Júnteme, Señor, en ti con aquellos y góceme en ti con ellos, que son apacentados por tu verdad en la latitud de la caridad, y juntos nos acerquemos a las palabras de tu libro y busquemos en ellas tu intención a través de la intención de tu siervo, por cuya pluma nos dispensaste estas cosas (accedamus simul ad verba libri tui et quaeramus in eis voluntatem tuam per voluntatem famuli tui, cuius calamo dispensasti ea). (Conf., XII, 23, 32)

Pero, justamente por estas complicaciones hagiográficas, no podemos decir que alguien pueda alcanzar la intención del hagiógrafo al escribir. Aún más, una afirmación del desquicio del hagiógrafo también podría traer varias cuestiones complejas, empezando por dudar de la autoridad del hagiógrafo mismo. Por eso, no es raro que Agustín dé marcha atrás y matice lo que había abierto como problema al afirmar que, aunque un lector no pueda acceder a la intención de Moisés, no duda “que aquel gran varón veía en su mente, cuando decía estas palabras, que percibía la verdad y que la expresaba aptamente” (Conf., XII, 24, 33). Así, Agustín vuelve a traer el conflicto de las interpretaciones a la cuestión de los lectores, y lo hace con un giro que hace de la lectura una “apropiación”, pero, a la vez, un acto que debe estar al servicio de todos. En otras palabras, cada lectura implica una cierta apropiación de un texto que, sobre todo en el caso de las Escrituras, está dirigido a todos los hombres y tiene, por ello, una dimensión pública que le es esencial, pero que, por esta razón, no puede ser privativa. Así, “cualquiera que reclame para sí propio lo que tú propones para disfrute de todos, y quiera hacer suyo lo que es de todos, será repelido del bien común hacia lo que es suyo, esto es, de la verdad a la mentira” (Conf., XII, 25, 35). Aquí la exégesis literal vuelve a ponerse en cuestión, pues quien se apropiase del sentido de un texto por la letra podría interrumpir el ejercicio del pensamiento y del espíritu para aprehender su verdad. Nuevamente, la letra vivificada por el espíritu es el único modo en que la lectura sea, de hecho, salvífica, y ello porque recupera el orden de la caridad de Dios al revelarse y al inspirar las Escrituras, una caridad que se hace real en la exégesis cuando se abre a las posibilidades de sus sentidos y al uso público de la letra, aquella lectura que, aún siendo diversa, puede encontrarse en la fuente de amor que es el autor divino.

4. He aquí mis confesiones: tómelas, léalas.

Si las letras pueden, a un mismo tiempo, perder a los hombres y salvarlos, Agustín debe administrar su propia escritura para que esté al servicio de Dios. Para ello, necesita primeramente abandonar cualquier pretensión mundana de escritura, cualquier intento de glorificación que produzca su arte de escribir (y nadie dudaría de la maestría y el oficio de escritor de Agustín), cualquier gozo en el aplauso de sus coetáneos, que no es sino “humo y viento” (Conf., I, 17, 27). Precisa amar su escritura no por ser la suya, sino amarla en tanto que es un ministerio para Dios, su Señor: escribir para los hombres, solo porque tal es el servicio que le presta Agustín como retórico a Dios. Escribe para los hombres y para sí mismo, no buscando la gloria de los hombres ni de sí mismo, sino la gloria de Dios. Aún más, siendo estas escrituras autoreferenciales debe evitar el segundo peligro de un género que puede exaltar al escritor como tal, en una especie de autoglorificación, en un intento de salvar su vida haciéndola inmortal gracias a que los lectores exaltarán su figura. Los peligros de soberbia, de ese amor desordenado a uno mismo que es el origen y la fuente de todo mal y de toda perdición, debe ser sublimada, cancelada, desplazada hacia el amor a Dios. Por ello, un dispositivo fundamental en la autobiografía de Agustín es la del constante pedido de perdón, y la constante furia con la que se trata a sí mismo, rebajándose a la miseria en cada página, pidiendo a Dios misericordia para que acepte su mezquindad y su ruindad. “Confesiones” titula Agustín a su autobiografía: desde el primer momento sabemos que se trata de un hombre culpable, criminal, que pone por escrito su pedido público de perdón al Soberano a quien ha ofendido.

Ante sí mismo, contra sí mismo: las confesiones de Agustín son un modo de auto-ataque, una acusación y un juicio a sí mismo, que no conoce piedad, sino que pide piedad del Juez que lo absolverá o que lo condenará. Y en este movimiento retórico, Agustín hace que su confesión sea universal, pues, en algún grado, todos somos igualmente culpables de no amar a Dios debidamente. Agustín escribe sus confesiones “para que yo y quien lo leyere pensemos de qué abismo tan profundo hemos de clamar a sí” (Conf., II, 3, 5). Si ciertamente Dios no necesita escuchar a su siervo, porque nada le es secreto, quien precisa de este testimonio es quien lo escribe y aquellos que lo lean, hombres el uno y los otros. Una especie de auto-terapia, las confesiones es un estilo de escritura en el que el culpable hace mea culpa y puede pedir públicas disculpas, clamar al Señor por el perdón, no ante el tribunal del siglo, sino ante el único Juez que puede absolverlo. Y, gracias a estas públicas disculpas, alentar a todo lector a hacer lo propio: asumir su pecado y su miseria, y pedir con igual énfasis el perdón que este hombre declama. Las confesiones son ellas mismas un acto de humildad contra la soberbia, un acto de gratitud hacia Aquél que es médico y que ha sanado al pecador, llevándolo por el camino que lleva a la plenitud y a la felicidad, que se encuentra en este mismo terapeuta que es Dios (Conf. II, 7, 15). Las Confesiones no tienen sino este único objetivo de servir a Dios, de forma que quien las lea –como quien las escriba– no pueda sino glorificar al único digno de Gloria. Cuestión de performatividad: la escritura y la lectura de las Confesiones llevará a abandonar cualquier amor enfermo, y excitar el único amor que salva. Una forma bastante elegante de un escritor que le dice a sus posibles lectores: tolle, lege!

¿Por ventura, Señor, siendo tuya la eternidad, ignoras las cosas que te digo, o ves en el tiempo lo que se ejecuta en el tiempo? Pues ¿por qué te hago relación de tantas cosas? No ciertamente para que las sepas por mí, sino que excito con ellas hacia ti mi afecto y el de aquellos que leyeran estas cosas (non utique ut per me noveris ea, sed affectum meum excito in te et eorum, qui hace legunt), para que todos digamos: “Grande es el Señor y laudable sobremanera” (Salm. 95, 4). Ya lo he dicho y lo diré: por amor de tu amor hago esto. Porque también oramos y, no obstante, dice la Verdad: “Sabe vuestro Padre qué es lo que necesitáis aun antes que se lo pidáis” (Mat., 6, 8). Hacémoste, pues, patente nuestro afecto confesándote nuestras miserias y tus misericordias sobre nosotros (affectum ergo Nostrum patefacimus in te confitendo tibi miserias nostras et misericordias tuas super nos), para que nos libres enteramente, ya que comenzaste; para que dejemos de ser miserables en nosotros y seamos felices en ti, ya que nos llamaste; y para que seamos pobres de espíritu, y mansos, y llorosos, y hambrientos, y sedientos de justicia, y misericordiosos, y puros de corazón, y pacíficos. He aquí que te he referido muchas cosas: las que he podido y las que he querido, por haberlo querido tú primero, a fin de que te confesase, Señor Dios mío, “porque eres bueno, porque tu misericordia es eterna” (Salm. 117, 1). (Conf., XI, 1)

BIBLIOGRAFÍA

Agustín de Hipona (1946). Confesiones. BAC.

Notas de autor

* Martín Grassi es Profesor y Licenciado en Filosofía (UCA) y Doctor en Filosofía (UBA). Investigador Adjunto de CONICET en la Facultad de Filosofía y Letras de la UCA. Profesor de “Antropología filosófica” y de “Teología filosófica” en el Departamento de Filosofía de la UCA. Investigador Post-doctoral de la Fundación Alexander von Humboldt en el Instituto de Hermenéutica de la Universidad de Bonn y en el Instituto de Ciencias Jurídicas y Filosóficas de la Universidad Paris I, Panthéon-Sorbonne (2018-2020). Investigador Post-doctoral de la Universidad de Oxford y de la Fundación John Templeton en el Instituto de Hermenéutica de la Universidad de Bonn y en el Ian Ramsey Centre for Science & Religion de la Universidad de Oxford (2016). Ha publicado artículos en revistas científicas especializadas en filosofía y es autor de los libros: Ignorare Aude! La existencia ensayada (Ediciones IAA, 2012); (Im)posibilidad y (sin)razón: La filosofía, o habitar la paradoja (Letra Viva, 2014); La comunidad demorada: Ontología, teología y política de la vida en común (Letra Viva, 2017); El dios de los ladrones: La disputa por los sentidos del mundo (SB Editores, 2021); Una historia crítica de la idea de vida: El paradigma bio-teo-político de la autarquía (SB Editores, 2022); Phármakon: Desalojos del deseo y la escritura (SB Editores, 2023); La metafísica del nosotros de Gabriel Marcel (UCA, 2023); The Ghost of Totalitarianism: Deconstructing the Pneumatological Nature of Christian Political Theology (Mohr Siebeck, 2024).


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