ARTÍCULOS
Recepción: 08/06/23
Aprobación: 12/10/23
Resumen: Las novelas de Pablo Farrés constituyen una reflexión sobre la violencia que supone lo humano. En su tercera novela, El reglamento (2013), esta reflexión se sitúa en los orígenes extrahumanos que constituyen la ley. Pero la prehistoria del hombre sobrevive en el humano civilizado, de manera que la interrogación sobre los orígenes sangrientos de la civilización involucra siempre el origen biográfico del individuo. En esta novela, el reglamento implica no solo la ley política, sino también el código de la lengua y la regla que hace de la realidad un todo coherente. Lo que amenaza al individuo con la violencia física y sexual, la esquizofrenia y la afasia es, al mismo tiempo, el fundamento extra humano del Homo Sapiens. En El reglamento, la historia argentina, pero también la de Occidente, es una fábula atroz sobre el autoritarismo, el fascismo y la obediencia en clave de sometimiento sexual y de bajo materialismo excrementicio.
Palabras clave: bajo materialismo, animalidad, violencia política.
Abstract: Pablo Farrés’ novels reflect on the violence that constitutes the human nature. In his third novel, El reglamento [The regulations] (2013), the reflection takes place in the extra-human origins that constitute the law. However, the prehistory of man survives in the civilized human, consequently the interrogation about the bloody origins of civilization always involves the biographical origin of the individual. In this novel, the regulation implies not only political laws, but also the language code and the rules that make reality a coherent whole. What threatens the individual with physical and sexual violence, schizophrenia and aphasia is, at the same time, the extra-human ground of Homo Sapiens. In El reglamento [The regulations], Argentine history, but also West history, is an atrocious fable about authoritarianism, fascism and obedience in terms of sexual submission and low excremental materialism.
Keywords: low materialism, animal nature, political violence.
1. Tesis: violencia y analidad
En los orígenes del contractualismo, Thomas Hobbes conjetura que los vivientes humanos salen del estado de naturaleza mediante un pacto en el que se funda la sociedad civil y el Estado. En esa especulación, pues tal estado es una fábula filosófica, Hobbes imagina que el hombre natural se encuentra aislado y en guerra permanente con los otros hombres. Su libertad es absoluta, pero por eso mismo lo es la de sus semejantes: lo que puede hacer a otros es lo que otros pueden hacerle a él. El miedo a morir violentamente es lo que hace al hombre natural renunciar a su libertad para que el Estado lo proteja (Bobbio, 1991, p. 104-115).
En la obra de Farrés, el miedo es constitutivo de la subjetividad, la pasión originaria del viviente. En El reglamento, el miedo hobbesiano a morir violentamente se transmuta en miedo a ser violado. La autobiografía del narrador, director de escuela que debe escribir un reglamento para el Régimen, constituye una ontogénesis que es además una filogénesis del hombre farresiano. Pues la escuela que dirige, el colegio Hugo Wast (escritor nacionalista de derecha para la historia de la literatura argentina), es la misma a la que asistió durante su educación secundaria. La ficción epistolar que asume la novela al comienzo, en forma de carta al Ministro, muy pronto se vuelve historia paranoica que se remonta a la infancia, al primer día de clases, en el que el protagonista, por miedo o timidez, se defeca encima a la primera media hora (lo abyecto excrementicio atraviesa toda la obra de Farrés). La circunstancia desemboca en una serie de humillaciones (por parte de la maestra, los compañeros, el director, el padre) y una amenaza concreta (de algunos compañeros): “(...) desde ese día que me cagué en clases habían prometido limpiarme la mierda del culo” (p. 28).
Las coordenadas espacio-temporales de la novela son deliberadamente vagas, aunque el nombre de colegio, así como de algunas calles y barrios, dejan adivinar la ciudad de Buenos Aires. Esta vaguedad permite aludir a la historia del autoritarismo y la violencia estatal de América Latina, pero también considerar nuestro mundo contemporáneo en el que un “régimen” global gestiona las subjetividades e incluso más allá, como un futuro distópico en el que reina el fascismo absoluto. Resulta más interesante, en todo caso, considerar el tiempo en relación con la autobiografía del narrador, pues el realismo del comienzo será desbordado por “un tiempo sin tiempo” (Moyano, 2022, p. 164):1 treinta años han pasado desde su humillación de primer año de la secundaria y el momento en el que escribe; veinte, desde la creación del Régimen. Es decir que el protagonista sitúa su miedo originario con anterioridad respecto del Estado del cual forma parte en el presente de la escritura como funcionario. Su infancia es entonces el estado de naturaleza del hombre primitivo: la sexualización que conlleva la madurez, el paso del niño al adulto, consiste en el sometimiento violento. Hacerse hombre es, paradójicamente, ser tratado como una mujer: “(...) no debió llamarme Carlita, pero tampoco tenía por qué decirme todas esas cosas que dijo acerca de mis mariconadas y de mi condición de maricona (...)” (p. 27).
El encargo del Reglamento le fue asignado porque, sin proponérselo, ganó fama de escritor redactando discursos escolares de índole patriótica y pedagógica, en un tiempo en el que la Literatura ha desaparecido. El carácter ficcional de la ley hace del protagonista un escritor:
Estimadísimo señor ministro: entiendo que la dificultad de escribir cualquier Reglamento reside en la paradoja por la cual, necesariamente, para establecer una ley cualquiera debería poseer ya antes la ley que me permita establecer la justicia de cualquier ley, como si en verdad para pensar la certeza de las reglas necesitara un pensamiento más originario que por sí mismo dictaminara la certeza de mi pensamiento sobre las reglas y así infinitamente (…). (p. 11)
Esta paradoja, o aporía, separa la ley (el derecho) de la justicia. El establecimiento de cualquier ley, que dirime lo que está bien y lo que está mal, no puede más que realizarse sin fundamento, de manera originariamente violenta y por fuerza, puesto que lo justo o lo injusto varían de acuerdo a las particularidades de una sociedad o cultura: se obedece a las leyes por una autoridad, una creencia en ellas, no por ser justas o injustas, puesto que el que obedece (o el que desobedece) puede no estar conforme con su aplicación, no considerarla justa. Es lo que se llama el fundamento místico de la autoridad (Derrida, 1997).
Dijimos que el protagonista de El reglamento superpone ontogénesis y filogénesis: su infancia es, también, la infancia del Homo Sapiens. En el estado de naturaleza hobbesiano, el hombre salvaje se confunde con la mera vida animal, puesto que priman sus apetitos y sus instintos. En la obra de Farrés, la infancia es siempre animal, salvaje, cruel. Más todavía, puesto que la antropología farresiana particulariza una animalidad que, como tal, sería demasiado genérica: se trata del perro, es decir, del animal domesticado cuyas inclinaciones lo acercan a lo bajo material más abyecto. Ser tratado como un perro, metafórica o literalmente (puesto que los hombres-perro encarnan corporalmente este pathos en otras novelas del autor –paradigmáticamente en Literatura argentina [Arce, 2022]–), es la condición de todo viviente. En la humillación y el terror originarios del protagonista, en donde tiene su origen la ley, la interdicción recae sobre el órgano abyecto por antonomasia, el ano. La animalidad se abandona cuando se suprime ese orificio, que justamente los perros husmean y exhiben con tanto ahínco.
El fundamento místico de la ley tiene, entonces, en El reglamento, un carácter excrementicio: “Si existiera la posibilidad de un Reglamento, éste no hablaría de otra cuestión que de las acciones necesarias para aniquilar, señor ministro, al dios de la caca que estropea nuestras existencias (…)” (p. 30). El ano es el órgano inútil, improductivo, animal, objeto de mero goce. Es, con Gilles Deleuze y Felix Guattari, el órgano anti-capitalista, motivo por el cual es el primero en ser privatizado y colocado fuera del campo social (2010, p. 148). La auto imposición de no defecar, consecuencia de ese miedo primitivo, es la regla personal que se da el protagonista, pero que sirve como proto-reglamento para su aplicación social:2
Ese, entonces, fue mi primer reglamento, mi reglamento personal, el mismo que propongo a usted como ley general para el Régimen: prohibir el tránsito de la mierda, saber establecer reglas que controlen la locura del esfínter hasta reducir a nada todo gasto inútil. (p. 30)
Junto con el ano, hay otros dos órganos a los que el protagonista les presta especial atención: el cerebro y la boca. En cuanto al primero, abunda en la narrativa de Farrés una consideración fisiológica de la conciencia como cerebro, natural o artificial, humana o no humana: “el soporte físico de la consciencia (el cerebro, la cerebralidad) como umbral para ritualizar el pasaje de lo humano a lo poshumano, de lo humano a lo in-humano” (Conde de Boeck, 2023, p. 91). Respecto del segundo, por la importancia dada a la palabra y porque una técnica para evitar la defecación que se inventa el protagonista es el vómito. La autopercepción del cuerpo es entonces no orgánica, como la del esquizofrénico (Deleuze-Guattari, 2010, p. 24): “El ano se mueve: desde la cola se desplaza hacia la boca, desde la boca se instala en nuestro cerebro” (Farrés, 2013, p. 36). El movimiento de ascenso del ano constituye la sublimación: la privatización individual del órgano es correlativa del carácter social del Falo como centro organizador de la sexualidad (Hocquenghem, 2009, p. 72-73). La sublimación farresiana, imperfecta o incompleta, deja huellas en la boca y en el cerebro, esos órganos de la espiritualidad humana, los del pensamiento y el lenguaje.
Ese reglamento que es primero “mental”, personal, se inscribe en el cerebro tanto como la humillación que le depara la violencia de sus compañeros varones. La boca, que será también objeto de vejación sexual, es primero verborrágica por temor y por nerviosidad, y muy pronto silenciosa por imposibilidad de comunicar. En la segunda parte, el sabor del excremento se asociará al carácter fecal de la lengua (entendida como lenguaje-habla pero jugando con la acepción del órgano sensorial). En Literatura argentina, hay una conexión entre la escritura, la boca y el ano: la literatura se relaciona con lo bajo-material excrementicio, mientras que la espiritualidad implica una Voz sin cuerpo o sin la materialidad abyecta del cuerpo. Dice el narrador, que es un niño-perro:
Según mi padre, sólo él sabía lo difícil que resultaba alcanzar ese lugar y encontrar los modos de sostener la renuncia al trato con la propia mierda de modo constante. La evolución, la escala y las jerarquías debían hacerse todos los días y a cada instante, decía mi padre. La batalla que libraba el cerebro contra la boca-ano, el puro pensamiento de la Voz contra el mero hundirse en la mierda, se daba en el campo del lenguaje. Una lucha que siempre estaba al borde de transformar la lengua en un alimento excremental. (Farrés, 2020, p. 7)
El segundo capítulo de El reglamento termina con la autopercepción esquizofrénica que descompone la unidad de la propia corporalidad y la afasia que vuelve extrañas las conexiones entre las palabras y entre los sonidos que las componen:
(…) un reglamento que permita hacer del mero amontonamiento de manos, brazos, piernas, cráneo, un cuerpo; un reglamento que facilite el secreto de la palabra que seguía a la palabra, qué oración venía después de la oración, cómo era eso de hablar. Me escuchaba hablar y no encontraba relación entre una palabra y otra, me escuchaba hablar y no encontraba más que un amontonamiento de sonidos. (p. 109)
En el recuerdo de su infancia humillada, sin embargo, el protagonista, que le roba al padre un revólver para defenderse de la amenaza, pasa a formar parte de ese grupo de compañeros amenazantes, que consiste en una enumeración, siempre incompleta y vaga, con repeticiones y omisiones, de apellidos, como los que se dicen en voz alta en una toma de asistencia escolar. Ese cambio, que al final de la novela será minado por la ambigüedad y la duda, significa el pasaje de humillado a verdugo; en efecto, lo que el protagonista habría compartido con “los únicos amigos” (p. 43) que ha tenido en toda su vida, además de juegos y fiestas, es la violación colectiva de un chico llamado Watsac o Wacsac al que rebautizan Gamarra:
(…) penetrándolo hasta embadurnarnos la pija con la mierda de Gamarra para que Gamarra termine limpiándonos con la lengua, un día tras otro, desde el primer día que había entrado a clase hasta aquella tarde en que terminó colgándose del cuello en una de las vigas del baño del Instituto. (p. 42)
Esta escena, en la que se reescribe otra similar de “El niño proletario” de Osvaldo Lamborghini, tendrá proyección ulterior en la novela y será clave de la ambivalencia del lugar del protagonista en relación con el grupo. En la segunda parte, el protagonista, abrumado por no poder escribir el reglamento, y atacado por una especie de afasia, imagina que los alumnos de la escuela son suicidas en potencia: pues la violencia institucional ejercida sobre ellos constituye una especie de dispositivo o máquina para producir la muerte voluntaria. El suicidio de un niño por ahorcamiento, que recupera la imagen del niño proletario de Lamborghini que no se suicida (son los niños burgueses que lo violan los que lo asesinan colgándolo de un árbol), se reitera en la obra de Farrés, como en El libro del buen olvido: “Ya no teníamos dudas de lo que había sucedido con Andrés Jorsman. El chico se había suicidado colgándose de una soga en el baño del Reformatorio a la edad de trece años” (Farrés, 2021, p. 139). La misma edad que el protagonista de El reglamento cuando se defeca el primer día de clases.
Entre las humillaciones que sufre el protagonista, está la del padre, que lo trata como mujer: “(…) diciéndome una y otra vez Carlita de acá, Carlita de allá, nenita sucia, nenita maricona, nenita llorona (…)” (p. 45). No obstante, la apelación de la madre es a su masculinidad. La eliminación de su analidad por medio de la prohibición de defecar tiene como consecuencia física la transformación de su ano en una vagina y el aumento del volumen corporal, que emula un embarazo. De modo retrospectivo, el terror originario a los compañeros y a las figuras de autoridad (maestra, director, padre) se transforma en amor por el Régimen y por el padre, es decir, en sublimación que conecta el orden fálico de la sexualidad social con el carácter cefálico de la autoridad política (Derrida, 2010, p. 48-50 y p. 264): la apelación a la feminidad del protagonista se interpreta como un deseo paterno de tener una hija mujer, deseo que se cumple en la transformación que desemboca en un hermafroditismo.
Sin embargo, esa metamorfosis es equívoca puesto que la incertidumbre originaria acerca de ese agujero se confunde con la indistinción posterior: “¿Había existido algún trabajo de mi parte para lograr la conversión del ano en vagina, o la naturaleza ya me había engendrado hombre y mujer en uno?” (p. 45). Esta oposición entre trabajo y naturaleza evoca el pensamiento marxiano-hegeliano y el método dialéctico, lo que permite extraer algunas consecuencias respecto de la concepción de los géneros en ésta y en otras novelas de Farrés (la transexualidad es un motivo recurrente en su obra). La distinción hombre-mujer es entonces cultural, mientras que lo natural es la analidad en la medida en que es la experiencia de la vida exteriorizada: el terror del Sistema (hegeliano-edípico) es a los flujos despersonalizados, a la amenazada de disolución de la individualidad en la des-subjetivación que implica hacer del ano un órgano socialmente catexizado (Hocquenghem, 2009, p. 78).3 Si se siguen los momentos dialécticos (la tripartición de los capítulos los evoca), puede conjeturarse que el hermafrodita es la síntesis de los momentos previos: tesis de la masculinidad y antítesis de la feminidad (negación de la analidad).
No obstante, esta síntesis es disyuntiva, paranoico-esquizofrénica (Deleuze-Guattari, 2010, p. 22): no implica la “superación” de los dos estadios precedentes, sino la separación al interior mismo de la síntesis. La esquizofrenia o pérdida de la identidad farresiana escapa a la captura edípica: a pesar del padre y de la madre, el deseo y el terror son sociales, des-subjetivantes. Dijimos que la infancia era siempre animal, perruna. También puede decirse que es siempre social, gregaria. De ahí la insistencia con la institución escolar,4 así como en otras novelas se trata de otras instituciones (el reformatorio en la citada El libro del buen olvido). De ahí la jauría de Literatura argentina, de la cual trabajosamente se recorta el protagonista. El amor al Régimen, reflejo del amor al padre, no puede más que ser una idealización-sublimación retrospectiva, pues lo originario es el terror a los compañeros varones, esa horda hobbesiana. El amor al Régimen (padre-Estado) es la espiritualización fálica de una represión de lo bajo material anal.
La división esquizofrénica del protagonista, hombre-mujer o hermafrodita (división cerebral o biológica), desemboca en la autofecundación: el narrador se embaraza de sí mismo (p. 48). El texto parece ficcionalizar o, mejor aún, experimentar novelescamente con el pensamiento de Deleuze-Guattari: “(…) ya era el hombre de la autoproducción absoluta, más bien, el hombre de la autoproducción infinita, sin gasto inútil, el hombre que encarnaba el sueño del Régimen” (p. 48). En efecto, pareciera que la novela se vale de la imaginación filosófica de El Anti-Edipo para destruir tanto la captura edípico-psicoanalítica como para hacer irrisión de la interpretación histórico política, hegeliano-marxiana:
Diez años, entonces, permitiendo que la gente se parara en la calle para observar al fenómeno, escuchando una y otra vez “mirá al gordo ese”, sin saber, desde luego, ninguno de todos aquellos, que siniestros y cobardes dedicaron su vida al mero regodeo en un agujero que yo había aprendido a borrar de mi cuerpo, digo, sin saber que eso que llamaban gordo no era sino el fin de la historia, que esa bola descomunal y perfecta era el horizonte de toda humanidad… (p. 48-49)
2. Antítesis: reglamento y obediencia
Lo que interrumpe la redacción de la carta es la invitación a una cena con sus antiguos compañeros con motivo de un aniversario del egreso y el llamado telefónico de uno de ellos. El protagonista sospecha, tanto en la invitación como en el llamado, una renovada tentativa de continuar la humillación sufrida en la infancia. Según el viejo compañero que lo llama, el grupo sigue en contacto, pues todos trabajan de un modo u otro para el Régimen, algo de lo que el protagonista duda que sea verdad. La interrupción pone en evidencia un primer desdoblamiento: el protagonista se da cuenta de que no está escribiendo ningún reglamento, sino “mierda autobiográfica” (p. 59), por lo que decide ir a la escuela a escribir, ya que ese mismo día tiene que entregarlo.
La secuencia que trascurre en la escuela está atravesada por una serie de desdoblamientos que parecen atribuibles a la locura o ensueño o afasia, por lo menos si quiere conservarse el verosímil realista, que la novela va minando con episodios de incongruencia narrativa, pero de innegable conexión imaginaria. Estando ahora en posición de autoridad, las vicisitudes de la institución asedian al director con repeticiones que evocan su propio pasado o, también, el protagonista traduce a los términos de su pasado lo que ocurre en el régimen autoritario del presente. Esta ambivalencia no puede ser resuelta. Pues la cronología es menos importante que la experiencia cíclica del tiempo o ese tiempo sin tiempo que evocábamos más arriba. Siendo la historia solamente la escritura del reglamento (o más bien la imposibilidad de escribirlo), la contemporaneidad del relato es tan improbable como el pasado del protagonista y ambos se yuxtaponen en una experiencia que mezcla los dos tiempos, volviéndolos alucinatorios, pesadillescos.
En la escuela, el intento de escribir el reglamento fracasa una vez más: lo que se lee de lo escrito no se corresponde con lo que se pensó escribir. Sin embargo, cuando la funcionaria subalterna lee lo que el director escribió, lo encuentra perfectamente adecuado y parece corresponder a lo previamente concebido. Entonces el protagonista comprende que puede leer las palabras por separado pero no puede unirlas en oraciones o frases: le falta el “reglamento”, es decir, la regla (gramatical) que le permita conectar las palabras. La reflexión inicial sobre el fundamento místico de la ley pasa del orden del derecho al de la lengua, pero estos dos órdenes están conectados: el derecho depende de la inscripción de la ley, de la civilización de la escritura.
Las tres palabras que alternan más o menos como sinónimos en la novela son “ley”, “norma” y “reglamento”.5 A pesar de su solapamiento, podemos acotar un sentido más preciso de cada una: “ley” corresponde al derecho, “norma” a la lengua y “reglamento” a la disciplina, esto es, al orden de los cuerpos o a las reglas internas de las instituciones. En efecto, tanto para el presente como para el pasado del protagonista, no se trata tanto de la ley como expresión del derecho (ámbito de un Régimen que parece kafkiano, indiscernible), sino del reglamento en cuanto disciplina del cuerpo individual y del cuerpo social.
El problema con el que se encuentra el director de escuela es que los estudiantes no presentan ninguna resistencia al reglamento. Pasivamente, se dejan violentar por la funcionaria subalterna. Parecería que la omnipresencia del Régimen vuelve vacuo el reglamento, una redundancia que solo existe para poner a prueba la autoridad del director de escuela. El protagonista cree escuchar el apellido extranjero (tal vez polaco) del antiguo compañerito suicidado, Watsac o Wacsac. Ese ruido, que molesta a la autoridad, es interpretado por la funcionaria subalterna como el sonido de un celular, una de las cosas que el reglamento prohíbe, lo que lleva a la requisa del estudiante Gamarra, cuya coincidencia de nombre con el niño abusado en su infancia es uno de los elementos que introducen en el capítulo las repeticiones que lo vuelven extraño, onírico o alucinatorio. Al no encontrar el objeto ni en la mochila del estudiante ni en ningún lado, todos alumnos del grado y del instituto son sometidos a la requisa que incluye no solo la revisión de sus elementos personales sino de sus cuerpos y especialmente de sus anos, esa atribución singularísima que caracteriza al control policial.
La indiferencia ante el reglamento es lo que vuelve a la ley “letra muerta”: la pasividad de la víctima (tópico lamborghiniano-sadiano) problematiza su carácter de tal. El reglamento pide obediencia o resistencia, pero la indiferencia lo inutiliza. Los estudiantes del colegio Wast (significante que parece estar en ese apellido Watsac o Wacsac) ni siquiera se suicidan, aunque parezcan suicidas, y la aparición de Gamarra colgado de una viga del baño precede la aparición del mismo estudiante con vida. El suicidio es, también, un ejercicio de libertad y de asunción humana de la muerte como finitud de la existencia, tal como Georges Bataille lo lee en Hegel:
Si el animal que constituye el ser humano no muriera, lo que es más, si este no tuviera la muerte dentro de sí como fuente de su angustia, tanto más fuerte cuanto que la busca, la desea y a veces se la provoca voluntariamente, no habría ni hombre ni libertad ni historia ni individuo. (Bataille, 2008a, p. 287)
En esos veinte años transcurridos, la perfección totalitaria del Régimen ha resultado en una interiorización de la ley: “Hoy, cuando el Régimen ha encarnado la vida, la escritura de la ley -y más aún la de un simple reglamento escolar- se hace inútil y redundante” (p. 12). La vida, por el contrario, requiere transgresión: “En ese mundo es muy difícil vivir, en ese mundo no hay transgresión, no hay dolor, no hay caos, no hay nada…” (p. 109). No se trata entonces de vivir sin reglas, sino de que haya reglas que puedan ser transgredidas. Como en el pensamiento de Bataille, no se trata ni de la revolución sexual ni de la revolución política, sino de una transgresión que no distingue lo sexual de lo político, lo biológico de lo cultural. En este punto también el texto parece jugar con el pensamiento batailleano sobre Hegel, pero aplicándole una torsión que lo lleva más allá de sus límites.
3. Síntesis disyuntiva: la vida ilimitada
En el tercer capítulo, el parto-defecación interrumpe la escena de sometimiento del estudiantado escolar. El protagonista interpreta el nacimiento del hijo del Régimen: “La ley del Régimen no había desaparecido, más bien, yo la había llevado a su propio extremo, ahí donde su resplandor se confunde con su nada para hacerse mera y simple vida” (p. 115). Por el contrario, los estudiantes, que aplauden y vitorean la repentina transgresión de la autoridad, no ven ningún nacimiento, sino el desfondamiento de la ley, la caída del Falo en la exteriorización anal de lo excrementicio: someten a la funcionaria subalterna e inician la caza de los otros profesores del colegio, cuando el protagonista abandona la escuela. En efecto, el presunto hijo del Régimen (igual que el engendrado en El fiord de Lamborghini, alegoría metamórfica de la abstracta autoridad y, en definitiva, del Estado), que habría significado un triunfo de la ley sobre la vida y la clausura de la historia, finalmente es un vacío en el medio de la mierda: “El dios caca, el espíritu de toda la mierda que nos condena a un cuerpo que no deja de reproducir la historia triunfaba sobre el Régimen” (p. 120). Este dios excrementicio es también el de Bataille (Surya, 2012, p. 21).
Esta revelación de la nada que está en el fondo material excrementicio proporciona un inesperado sentimiento de serenidad: “Hoy sé que esa serenidad de la que hablo se llama inmanencia, se llama vida, estar en la vida, decirle sí a la vida” (p. 120). Pero lo que recupera el protagonista es, paradójicamente, la propia muerte. Pues solo lo que vive es capaz de morir. Todas sus fantasías sobre el suicidio se vuelven de repente posibilidad. El suicidio es la forma concreta, para el narrador, en la que lo abstracto de la muerte proporciona sentido a la vida: “…porque cuando no tenemos ninguna justificación para matarnos, entonces no tenemos ninguna justificación para vivir” (p. 137).
El protagonista asiste a la fiesta de sus ex compañeros armado con la pistola de su padre que llevaba a la escuela, de modo que la tercera parte también constituye una síntesis disyuntiva: presente y pasado coexisten en un espacio de pesadilla; niños y hombres intercambian sus papeles en una circularidad sin fin, como en la alegoría que César Aira lee en “El niño proletario”: “Los niños imaginarios toman el papel de los adultos reales, como podrían hacerlo los animales de la fábula” (2021, p. 100). En la reunión encuentra presuntamente a Gamarra, ese estudiante violado y suicidado, cuyo mote se justificaba por la dificultad de pronunciar su apellido. Presiente que Gamarra ha asistido para asesinar a sus verdugos. Pero es el tal Gamarra, pues la identidad de los otros (así como la propia) es siempre en esta tercera parte conjetural, quien se entrega a la rememoración obscena y sardónica de los abusos que cometían, como grupo, sobre ese estudiante de apellido impronunciable y entonces el protagonista tiene la impresión de que habla de sí mismo en tercera persona. Sin embargo, el tal Gamarra impreca al narrador: “Sos vos el que tiene que hablar, al fin de cuenta sos el único que sabe de lo que estamos hablando, hablá, cuál es el gusto de tu mierda, hablá, para qué carajo viniste” (p. 141).
El recuerdo de ese cambio en el protagonista, que de víctima devino verdugo, se revela como encubridor, si afirmamos la temporalidad realista de la novela, que separaría un pasado de infancia de un presente de adultez. Pero conjeturamos que la tercera parte sostiene contradictoriamente la existencia de los dos tiempos. Sea como fuere, habría sido el protagonista el que fue violado por sus compañeros, pero no ha podido más que narrárselo a sí mismo como si él fuera otro. No obstante, lo importante no es determinar la verdad de la historia en relación con una presunta represión o con un delirio esquizofrénico que verosimilice la irrealidad que se apodera de la novela. Es más bien la idea lo que hay que subrayar: la víctima siempre es el otro. El reglamento es una fábula inquietante sobre la alteridad. El otro es otro porque es víctima, incluso cuando soy yo. Es la perversión e inversión de la ética levinasiana: la anterioridad y preeminencia del Otro respecto del sujeto (Derrida, 2010, p. 142). El otro no se da nunca (no tiene, como para Derrida, fenomenalidad), pero porque se desdobla siempre, es cada vez otro, sin rostro ni nombre.
En el final, la reunión se vuelve un baño de sangre, entre acuchillamientos y disparos del protagonista, pero nadie muere. En la síntesis disyuntiva, vida y muerte coexisten, en una “fiesta” (p. 145) que evoca el tiempo sagrado de Bataille:6
Estaba conectado con ellos, nos comunicábamos sin necesitar palabras para entender qué era lo que nos unía, porque lo que nos unía era el milagro revelado de la imposibilidad de morirnos, la alegría de saber lo que desde entonces se abría para nosotros, para el Régimen, y la humanidad toda. La tierra nueva de la infinita sobrevivencia, la venida de un tiempo que ya sin tiempo celebrábamos haciéndonos mierda unos a otros, acuchillándonos y dejándonos acuchillar, derrumbándonos y volviendo a levantarnos. (p. 145)
El fin de la historia hegeliano es el fin de hombre:
Ya no hay historia, el futuro es un pasado que ya fue, la vida por lo tanto es puramente biológica. Ya no existe entonces el hombre propiamente dicho. Lo humano (el Espíritu), tras el fin definitivo del hombre histórico, se ha refugiado en el Libro. (Bataille, 2008b, p. 327)
La fiesta sagrada, la transgresión, es en El reglamento una experiencia posthumana, en la que la posthistoria de Hegel se vuelve vida-muerte indistinta. La “ley de la vida”, es decir, la finitud, es la que se transgrede en la fiesta final, en la que no falta la risa batailleana. Pero esta transgresión, al faltarle la muerte, se vuelve imposible, una farsa:
Eso es lo que pensaba –luego de la alegría furiosa que me había embargado durante la última media hora–, que en verdad la vida ilimitada, la vida sin muerte, sin reglamento ni ley, de fondo nos obliga a simular un éxtasis falso. (p. 150)
El protagonista vuelve a casa y acuchilla a sus padres, esperando que revivan. Pero la novela termina sin que ellos despierten, con el protagonista escribiendo el reglamento, que es lo que estamos leyendo, y oyendo la risa de sus compañeros: “seguían riéndose de mí, celebrando su fiesta en aquella casa de la calle Matienzo, comentando cómo yo me había quedado sin nada, sin la muerte definitiva que tenía que haberles dado…” (p. 151). Una vida ilimitada: esa sería la traducción contemporánea del fin de la Historia hegeliano. La nueva humanidad, o posthumanidad, advendría con el triunfo sobre la muerte. El sueño tecnocientífico de una vida ilimitada es la pesadilla farresiana de una vida sin muerte: el protagonista no puede matarse ni aniquilar a sus compañeros de escuela: “Ni la muerte de ellos, ni mi propia muerte, ninguna, nada, solo el juego anoréxico e idiota de una vida que ilimitada nos dejaba sin Historia, sin adversarios, sin el goce de la muerte” (p. 151).
Conclusiones
La obra de Farrés constituye un ejercicio radical de experimentación novelesca y esfuerzo de pensamiento que solo se separan a los fines del análisis, pues la ficción se entrama con la especulación de manera indisoluble, sin caer en exposición de ideas ni tampoco en la ficcionalización de teorías filosóficas. La intertextualidad no tiene en cuenta las clasificaciones genéricas: Sade, Lamborghini, Deleuze y Guattari, Hegel, son textualidades convocadas como texturas de un mismo continuo de ficción teórica o de especulación ficcional. El reglamento es una fábula siniestra sobre el fascismo inherente a la sociabilidad humana: no hay, para esta novela, Estado ni civilización, sin autoritarismo. Este pesimismo no lo compensa ningún sueño revolucionario, sino que es apenas atenuado por una apelación a la revuelta, un elogio de lo bajo-material como rechazo de toda trascendencia y una apuesta por la transformación incesante que trastoque los binarismos fundantes de la metafísica y la política occidentales.
Referencias bibliográficas
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Arce, Rafael. (2022). Memorias de un niño perro. La inhumanidad de lo humano en la narrativa de Pablo Farrés. Terra roxa e outras terras, 42(1), 33-45. https://bitly.ws/XNAP
Bataille, Georges. (2008a). Hegel, la muerte y el sacrificio. En La felicidad, el erotismo y la literatura (1944-1961) (pp. 283-309). Buenos Aires, Adriana Hidalgo.
Bataille, Georges. (2008b). Hegel, el hombre y la historia. En La felicidad, el erotismo y la literatura (1944-1961) (pp. 310-337). Buenos Aires, Adriana Hidalgo.
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Notas
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