Reseñas
Se puede afirmar que el Premio Nobel de Literatura en su edición de 2022 fue un tácito reconocimiento a la autoficción, término que se ha vuelto usual para referirse a novelas que recrean verídicamente la vida o episodios de la vida de sus autores. Entre los posibles los ganadores se había especulado sobre dos que pertenecen a esta categoría: el noruego Karl Ove Knausgård (nacido en 1968), autor de una saga autobiográfica que lleva ya varios tomos, titulada –no sin ironía– Mi lucha; así como el todavía más celebrado y exitoso novelista francés Emmanuel Carrère (nacido en 1957), virtuoso narrador que a menudo describe detalles de su vida íntima con una impudicia que ronda el exhibicionismo y la trivialidad.
El premio recayó, sin embargo, en Annie Ernaux (nacida en 1940) una autora con una trayectoria más militante y con obras más breves y aparentemente más llanas y deliberadamente desprovistas de “ornamento” estilístico, que contrasta con los estilos más ampulosos y las poses de gran novelista de Knausgård y Carrère. La decisión suscitó controversia. Hubo una reacción airada de parte de algunos críticos y escritores, quienes señalaban que la decisión era una claudicación de la Academia Sueca, que anualmente elige al laureado, ante la moda multiculturalista y que, con ello, se decantaba por una autora que instrumentaliza la literatura para la causa feminista y otras banderas caras a la izquierda intelectual.
La obra más conocida Ernaux es El acontecimiento, relato desgarrador de su vivencia de un aborto clandestino. En esta y en sus otras novelas muestra que lejos de escribir panfletos es una gran escritora que logra renovar la forma de la novela con un trabajo fino, consciente y sostenido sobre el lenguaje y la construcción narrativa. Ello queda en evidencia en la novela que hemos elegido comentar, El lugar, que recrea otro episodio de su vida aparentemente menos controversial, pero no menos decisivo: la muerte de su padre y la tormenta personal que suscita esta pérdida.
El título del libro no remite, como cabría esperar, a un lugar físico: el sitio donde transcurre la infancia de la autora, el pueblo natal de su padre o donde este fallece. Se refiere, más bien a la ubicación social e ideológica, desde donde se recuerda y escribe la experiencia de vida. Allí nos expone lo que involucra hablar de una voz que no ha sido recogida por la literatura francesa: la que cuenta como experiencia propia qué significa crecer dentro de la clase obrera. Este es el mundo de su padre y el suyo. Pero poder recrearlo trae consigo una cuota de dolor y el esfuerzo de ingresar en un terreno incógnito. Supone además haber cruzado, sin posibilidad de retorno, la frontera de clase, de colocarse del lado burgués, letrado, y, en cierto sentido, renegar de los suyos. Eso es lo que cuesta ver a su padre y su relación con él desde el otro lado de una brecha abismal de la diferencia de clase. El lugar nos habla del padre, pero también es un testimonio del desgarramiento de la escritora, de la pérdida del vínculo familiar que requiere salir del destino de subordinación del origen social y de la consecuente dificultad de hablar de un pasado que trae vergüenza y se desea olvidar.
Para recrear ese mundo, la autora explora en primer lugar la gran literatura francesa que tiene como tema la infancia o la experiencia de crecer:
“Yo leía literatura ‘de la auténtica’ y copiaba frases, versos, que creía que explicaban mi ‘espíritu’, lo inefable de mi vida, como: ‘La felicidad es un dios que camina con las manos vacías’...” (Ernaux, 2020, p. 43).
Pero descubre que tiene poco que ofrecerle, autores como Marcel Proust o François Mauriac no hablan de su mundo. La infancia de una burguesía deslumbrada por el advenimiento del mundo moderno, no tiene nada que ver con el mundo en que crece su padre, quien vive las carencias y los padecimientos del tránsito del campesinado a la clase obrera. Frente a esos mundos protegidos, cargados de magia e idealizados desde el recuerdo, descubre que “(e)l panorama de mi padre era la Edad Media” (Ernaux, 2020, p. 14).
Ese descubrimiento y el esfuerzo por ser fiel a su propio mundo, de distanciarse de la infancia idealizada por la tradición, la lleva paradójicamente a tomar otro camino. Debe construir un nuevo estilo llano y directo, que se puede calificar de “objetivo”, pero no porque hable de objetos sin importar las palabras, sino todo lo contrario. Porque necesita anclar las vivencias en un mundo concreto y en las palabras que lo designan. De allí la dificultad que le ha significado escribir esta obra:
Desde luego no siento ningún placer al escribir, en este empeño por mantenerme lo más cerca posible de las palabras y las frases oídas, resaltándolas a veces con cursiva. No para indicarle al lector un doble sentido y ofrecerle la satisfacción de una complicidad, que yo rechazo en cualquiera de sus formas, nostalgia, patetismo o burla. Simplemente porque esas palabras y esas frases dibujan los límites y el color del mundo donde vivió mi padre, donde también viví yo. Y donde jamás se tomaba una palabra por otra” (Ernaux, 2020, p. 24).
La autora se distancia del tópico del placer de la escritura, pero afirma otra forma en que la cuestión del lenguaje adquiere protagonismo, se necesita recuperar una manera única de decir, de hablar el mundo. De esta manera, nos ofrece en su autoficción una nueva forma de narrar, de decir, distinta a la mirada burguesa que elevó la infancia al estatuto de objeto de nostalgia e idolatría. Para lograrlo se necesita articular una voz nueva:
Cómo describir la visión de un mundo donde todo cuesta mucho. Está el olor de la ropa limpia una mañana de octubre, la canción de moda en la radio zumbándote en la cabeza. De pronto, el vestido se engancha por el bolsillo en el manillar de la bicicleta y se rasga. El drama, los gritos, el día echado a perder. ‘¡Esta chiquilla no tiene cuidado con nada!’ Obligada sacralización de las cosas. Y detrás de todas las palabras, de unos y otros, también de las mías, la sospecha de las envidias y las comparaciones (Ernaux, 2020, p. 31).
Y esto es lo propio de la literatura, inventar nuevas formas de decir, resolver la carencia de formas y palabras para hablar de una experiencia, creando nuevas formas. Pero llegar a esta nueva escritura ha sido un doloroso un proceso de extrañamiento y de un retorno demasiado tardía, cuando el reencuentro con el padre ya no es posible:
Descifrar esos detalles se me impone ahora como una necesidad más acuciante que cuando los rechacé, segura de su insignificancia. Únicamente una memoria humillada podía permitirme conservarlos. Me doblegué a la exigencia del mundo donde vivo, que se esfuerza por hacerte olvidar los recursos del mundo anterior como si fueran algo de mal gusto (Ernaux, 2020, p. 39).
La atención que el premio Nobel ha dado a la autoficción al escoger a Annie Ernaux, nos ofrece un terreno más amplio e interesante de examinar las fronteras entre “ficción” y “realidad” que el del ya desgastado debate en torno a lo testimonial, que elevó, al menos en el mundo latinoamericano, cierta apropiación del relato etnográfico al estatuto de forma literaria suprema. Ernaux nos ofrece una estrategia de explorar la experiencia de dominación y marginación que no es un mal remedo del periodismo o de la investigación social, sino un camino legítimamente literario que asume a fondo la preocupación por el lenguaje y los modos de narrar. Sólo así es capaz de ofrecer un recorrido por los mapas sociales y los mundos de vida de la Francia de posguerra.
Referencias
Ernaux, A. (2020). El lugar. Tusquets Editores.
Notas de autor
Enlace alternativo
https://revistas.uca.edu.sv/index.php/realidad/article/view/9010/9310 (pdf)