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Trayectorias rítmicas en el Caribe hispano: Los casos de Arturo, la estrella más brillante, de Reinaldo Arenas, y La guaracha del macho Camacho, de Luis Rafael Sánchez
Rhythmic trajectories in the hispanic Caribbean: The cases of Arturo, la estrella más brillante, by Reinaldo Arenas, and La guaracha del macho Camacho, by Luis Rafael Sánchez
Boletín de la Academia Peruana de la Lengua, núm. 68, pp. 39-56, 2020
Academia Peruana de la Lengua

Articulos

Boletín de la Academia Peruana de la Lengua
Academia Peruana de la Lengua, Perú
ISSN: 0567-6002
ISSN-e: 2708-2644
Periodicidad: Semestral
núm. 68, 2020

Recepción: 13 Marzo 2020

Aprobación: 14 Septiembre 2020


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial 4.0 Internacional.

Resumen: El goce, el ritmo y la música son elementos constitutivos del imaginario y la identidad del Caribe hispano. La lectura de dos novelas de la segunda mitad del siglo xx, Arturo, la estrella más brillante (1984), de Reinaldo Arenas, y La guaracha del Macho Camacho (1976), de Luis Rafael Sánchez, evidencia cómo ese legado puede dialogar con contextos políticos y sociales diversos. En el primer caso, desde la experiencia de la disidencia sexual y la represión del aparato estatal de la Cuba posrevolucionaria, el ritmo se convierte en un vehículo para canalizar la imaginación y buscar la libertad creativa; en el segundo, la música tradicional, mediada por la cultura de masas, permite una explosión de goce colectivo que dinamiza la sociedad puertorriqueña de los 70, marcada por el estancamiento.

Palabras clave: Caribe hispano, Reinaldo Arenas, Luis Rafael Sánchez, ritmo, goce, música, cultura de masas.

Abstract: Enjoyment, rhythm and music are constitutive elements of Hispanic Caribbean imagery and identity. The interpretation of two novels from the second half of the 20th century, Arturo, la estrella más brillante (1984) [Arthur, The Brightest Star] by Reinaldo Arenas and La guaracha del Macho Camacho (1976) [Macho Camacho’s Beat] by Luis Rafael Sánchez, shows how this legacy can interact with diverse political and social contexts. For the former, from the experience of sexual dissidence and the repression of the state apparatus of post-revolutionary Cuba, rhythm becomes a vehicle to channel the imagination and seek creative freedom; for the latter, traditional music, mediated by mass culture, allows an explosion of collective enjoyment that energizes Puerto Rican society of the 1970s, marked by stagnation.

Keywords: Hispanic Caribbean, Reinaldo Arenas, Luis Rafael Sánchez, rhythm, enjoyment, music, mass culture.

1. Introducción

Desde las primeras representaciones de cronistas e ilustradores, Europa concibe el Nuevo Mundo como un espacio excepcional regido por lo maravilloso. El Caribe, en particular, se constituye como un punto de encuentro cultural poblado por sujetos ante los cuales la identidad europea se definió en términos de diferencia. Tierras vírgenes, abundancia natural, cuerpos locales o traídos desde África para ser esclavizados: todo se convierte en mercancía para que el hombre de la modernidad lleve a cabo el laboratorio del capitalismo.

Si el discurso americano decimonónico insiste en revocar el estatuto de otredad que el imaginario europeo le había adjudicado, diversas corrientes artísticas y culturales reivindican esa diferencia para subvertir su situación colonial durante la primera mitad del siglo xx. Desde el «Manifiesto Antropófago», de Oswald de Andrade, hasta la teorización de lo real maravilloso, de Alejo Carpentier, los intelectuales exhibieron con orgullo la «barbarie» como una forma de postular un modo de vida y una epistemología más satisfactorias que la europea. La celebración de la sensualidad y de una cotidianeidad regida por el goce se convierten en desafíos contra la racionalidad occidental, la moralidad religiosa y el disciplinamiento del estado burgués. En particular, el Caribe fue un espacio privilegiado para dichas operaciones del imaginario, que se nutrieron tanto de la historia y del pasado como de la cultura popular.

En el presente ensayo, me propongo explorar cómo el goce, el ritmo y la música se constituyen como elementos del imaginario del Caribe hispano, particularmente en la segunda mitad del siglo xx. Luego, me ocupo de dos novelas, Arturo, la estrella más brillante (1984, fechada en 1971), de Reinaldo Arenas, y La guaracha del Macho Camacho (1976), de Luis Rafael Sánchez, que ofrecen dos posiciones ante dicha tradición. Ambos textos, escritos en situaciones políticas muy distintas, ejemplifican también cómo el goce, el ritmo y la música adquieren significados específicos al dialogar con sus respectivos contextos.

2. Del saboreo de cierta manera: barrocos y postmodernos

La recuperación del legado del barroco colonial y su posterior desarrollo en el neobarroco es uno de los proyectos que indagan en torno a la especificidad latinoamericana y caribeña. En «La curiosidad barroca» (1957), José Lezama Lima imagina la diferencia americana a partir de la experiencia cotidiana de una figura criolla, el señor barroco. Lejos de las guerras religiosas europeas, el señor barroco, emanación del barroco americano, revierte la austeridad moral del discurso contrarreformista para entregarse plenamente a la avidez intelectual y el disfrute de una naturaleza prodigiosa. Si Carpentier encuentra la expresión americana a partir del examen de la Historia en su célebre prólogo a El reino de este mundo (1949), para Lezama esta se revela en la vida cotidiana.

El sentido que articula dicha experiencia es el gusto, que se convierte en el modo predilecto de goce. Aparecen conceptos como «banquete barroco», el «saboreo» o la «golosina intelectual», para luego afirmar que «El banquete literario, la prolífica descripción de frutos y mariscos, es de jubilosa raíz barroca» (Lezama, 1993, pp. 90-91). Como se evidenciará más adelante, el sentido del gusto proporciona un léxico privilegiado para nombrar el placer, sea originado por la comida, el baile, la música o el erotismo.

La noción del señor barroco postula una valoración de la sensualidad ajena al pragmatismo empirista o a la moral puritana de los héroes del individualismo moderno al modo de Robinson Crusoe. Sin embargo, la existencia de ambas presupone un mismo sistema colonialista de explotación esclavista. Aunque en ocasiones pueda aparentar lo contrario, en el mundo que proyecta Lezama el goce solamente puede ser ejercido por la élite criolla, aquel «primer americano que va surgiendo dominador de sus caudales» (1993, p. 81). En esta primera instancia, el placer no subvierte las relaciones coloniales ni es accesible a los sectores populares.

Severo Sarduy, escritor muy cercano al psicoanálisis, el pensamiento postestructuralista y el círculo de Tel Quel, retoma la herencia barroca y de Lezama desde una perspectiva diferente. En «El barroco y el neobarroco» (1972), el goce del juego verbal genera un exceso —referido en términos de superabundancia, prodigalidad y derroche— que no puede ser incorporado en el orden capitalista. Esta economía de la desmesura transgrede la moral utilitarista y pervierte su lenguaje (el de la comunicación) al convertirlo en vehículo del erotismo. En la línea de Bataille, Sarduy afirma que «el desperdicio [está] en función al placer» (p. 182) y que es subversivo en tanto desestructura la hegemonía epistémica del logos occidental. El lenguaje neobarroco, «la frase de Lezama» (p. 183), incorpora y recrea las prácticas de goce y deviene revolucionario.

Otros autores desarrollan proyectos semejantes en dirección opuesta. En su artículo sobre la socialidad estética de la negritud, Laura Harris analiza dos iniciativas intelectuales de mediados del siglo xx enfocadas en la cultura popular: la escritura de C. L. R. James sobre el juego del cricket en Puerto España y los proyectos de Hélio Oiticica en torno a la samba de Río de Janeiro. El interés de ambos autores no consiste en verter las formas populares a un lenguaje culto y así legitimarlas, sino en reivindicar el valor de las prácticas en sí mismas como modos de crear lazos sociales y propiciar el descubrimiento del placer o la «felicidad del cuerpo» (2012, p. 58).

A diferencia del señor barroco lezamiano, estos sujetos gozosos pertenecen a los sectores sociales más pobres, comunidades afrodescendientes que viven en espacios marginales reminiscentes a los tiempos de la esclavitud como los barracones trinitenses o las favelas cariocas. Los elementos fundamentales de la performance del cricket o la samba son el ritmo y la improvisación[1]. Para Harris, estas actividades no son solo actos de supervivencia, sino fundamentalmente una respuesta creativa y crítica a las condiciones opresivas de la esclavitud en el Nuevo Mundo (2012, p. 61). De ese modo, el ritmo se concibe en términos de una forma colectiva de goce y resistencia.

Uno de los pensadores que ha reflexionado más sobre el lugar del ritmo en la cultura caribeña es Antonio Benítez Rojo. En su ya clásico libro La isla que se repite. El Caribe y la perspectiva postmoderna (1992), el escritor cubano identifica un modo de ser caribeño que es indescriptible y que designa con la fórmula aproximativa «de cierta manera». Lo fundamental es que «caminar, bailar, tocar un instrumento, escribir de cierta manera […] [desplaza] a los participantes hacia un territorio poético marcado por una estética del placer» (p. 37). Esta experiencia se vuelve accesible cuando el performer se conecta con el ritmo tradicional y el vehículo más expeditivo para lograrlo es la improvisación. Lo que caracteriza, continúa el ensayista, la experiencia caribeña es que tal fenómeno estético se da en el marco de representaciones rituales y colectivas, que coincide así en lo fundamental con James y Oicitica.

No obstante, el ritmo en la concepción de Benítez Rojo trasciende a las actividades concretas como la música para convertirse en un principio organizativo de la sociedad del Caribe. Por esa razón, el ritmo caribeño es en realidad «un metarritmo, al cual se puede llegar por vía de cualquier sistema de signos, llámese éste música, lenguaje, arte, texto, danza, etc.» (1998, pp. 34-35). El ritmo no se concibe como suceso excepcional en el tejido cultural caribeño, sino que forma parte de las actividades de la vida cotidiana como el simple acto de caminar.

Este fenómeno se explica a partir de la influencia africana en la región. Si bien el ritmo es un elemento de diversas culturas, Benítez Rojo sostiene que en Occidente «es un producto residual, domesticado y sistematizado […] vaciado de significación cosmogónica y social durante el proceso europeo de cristianización política» (1998, p. 205). El periodo en que se lleva a cabo este proceso es el de la modernidad[2]. En cambio, el ritmo africano —ubicuo, fluido e irreductible a las convenciones de la escritura musical— está profundamente imbricado con su sociedad y contiene «la ley, el mito, la historia y la profecía del grupo» (Benítez Rojo, 1998, p. 205)[3].

En ese sentido, el Caribe se constituye como un espacio sincrético, «un significante hecho de diferencias» (p. 36), en el que coexisten formas sociales distintas, pero donde el elemento central lo constituye el sustrato no occidental. Esta concepción esencialista, que atraviesa toda la tradición de Carpentier y del realismo mágico, es sin duda cuestionable, sobre todo a partir de los movimientos demográficos de las últimas décadas que han descentrado y deslocalizado la idea de una identidad cultural en la región. Lo importante aquí es reconocer que el ritmo es una noción que se ha sedimentado como elemento de imaginarios diversos como el latinoamericano, el panafricano o el de las distintas tradiciones nacionales y regionales que confluyen en el Caribe. En La isla que se repite, la trayectoria iniciada desde Lezama —el modo de ser exclusivo de un sujeto como el criollo de la élite— se ha hecho extensiva a toda la sociedad y a casi todas las actividades que practica. Durante el siglo xx, ese constructo intelectual, profundamente arraigado en distintos niveles de la sociedad, entra en contacto y conflicto con narrativas diversas como la del poder estatal, la lucha revolucionaria y los medios de comunicación de masas.

3. De la nueva trova al diluvio de la música

La Revolución cubana es un suceso histórico cuyas innumerables aristas exceden el alcance de este texto. Aquí basta decir que supuso una transformación de la vida de la isla en todos sus niveles. Las relaciones entre la cultura, el arte y el Estado se redefinieron en términos más o menos explícitos a partir de «Palabras a los intelectuales» (1961), en el que Fidel Castro esboza los lineamientos de la moral del revolucionario. En este nuevo orden, la libertad individual, en el ámbito público o privado, queda asegurada solamente si contribuye a fortalecer la Revolución, que ha dejado de ser un medio para convertirse en un fin en sí mismo. El lema del discurso barre con las ambigüedades: «dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada»[4].

Al establecer la triada conformada por el poder, los artistas o intelectuales y el pueblo, Castro efectúa un reparto de las obligaciones de cada parte en pro de mantener el nuevo orden. La responsabilidad del poder consiste en adoptar un rol vigilante, formalizado a partir de la creación de instituciones estatales que supervisen la adecuada interacción entre creadores e intelectuales y el pueblo. Esta se concibe en términos de la relación asimétrica entre el maestro y el discípulo. La función del arte es eminentemente didáctica; su misión, formar la sensibilidad y los valores del ciudadano revolucionario[5].

Se trata de una estructura jerárquica que parte de la necesidad de «educar» al pueblo —alfabetizarlo, despertar «la afición del teatro», etc.— para acercarlo a la cultura de élite. La posición de privilegio de esta última no se cuestiona en sí misma, sino cuando difunde los valores de la sociedad burguesa. Sin embargo, además del pueblo, el intelectual también necesita actuar bajo la tutela del Estado, el cual se arroga la función de supervisarlo por medio de sus instituciones y el ejercicio de la «crítica constructiva». Con una honestidad sorprendente, Castro afirma que quien resulta un problema para la Revolución no es el mercenario que se vende a los poderes de turno, sino el intelectual honesto cuya acción pueda desestabilizar al régimen.

Las condiciones del nuevo orden dificultan el surgimiento de proyectos artísticos fundados en la cultura popular; en términos más generales, podría afirmarse que el gobierno revolucionario se propone reinventar la propia noción del pueblo cubano. El artista debe «esforzarse por llegar al pueblo», pero no para satisfacer sus deseos como lo haría la cultura de masas, sino para «elevarlo». El «descenso» a las manifestaciones culturales populares, revitalizador para James u Oicitica, traza la dirección opuesta a la estipulada por los lineamientos gubernamentales. Incluso la reivindicación irracionalista de una ontología latinoamericana, presente en Carpentier y en Lezama, tampoco tiene cabida en el proyecto castrista de «Palabras a los intelectuales». Este, por el contrario, presupone una racionalidad, cuyo logos, principio y finalidad es la Revolución.

Tal como afirma Juan Otero Garabis, la forma musical que concilió las exigencias a veces contradictorias del régimen fue la nueva trova cubana.

Opuesta tanto a la «canción de consumo», de contenidos banales, como al arte de élite, alejado de la realidad cotidiana, la obra de autores como Silvio Rodríguez busca alcanzar una síntesis entre el ideal revolucionario y el ideal estético. En «Playa Girón», canción estructurada con la retórica del discurso político, se plantea cuestiones similares a las de Castro para postular un punto medio del nuevo arte, que debe encontrarse «fuera de la vanguardia o evidente panfleto». Por razones como esta, Otero ofrece una interpretación kitsch de Rodríguez en tanto el cantautor borra los límites entre alta y baja cultura (2000, pp. 213-214).

No obstante, cabe resaltar las diferencias entre su proyecto estético y el de los autores desarrollados al inicio de este ensayo. En términos musicales, la nueva trova supuso, por lo general, la relegación de la tradición afroamericana, la casi ausencia de la improvisación y una inversión de valores con respecto a otras formas caribeñas: el privilegio de la interpretación individual sobre la colectiva, de la melodía sobre el ritmo, del lenguaje verbal sobre el musical, de patrones rítmicos de tres y cuatro pulsaciones sobre los polirritmos y patrones de dieciséis (Quintero Rivera, 1998, pp. 396-397)[6]. La nueva axiología responde menos al carácter democrático de las músicas mulatas que a un ethos racionalizador que desconfía de las formas rítmicas irregulares, la improvisación y la creación colectiva[7].

Ese contexto puede aportar una perspectiva novedosa para leer Arturo, la estrella más brillante, la novela breve de Reinaldo Arenas. Aunque no presente en todo momento, la música y el ritmo cumplen un papel significativo en el desarrollo narrativo del texto. Arturo, el protagonista, es un escritor homosexual recluido en uno de los campos de trabajo forzado del Estado. Su existencia transcurre entre la sordidez de la prisión y la exuberancia del mundo imaginativo y de ensoñación que construye. En una imagen que sintetiza bien esta concepción dicotómica, el protagonista cae fulminado al final del relato por uno de los guardias del campo «mientras alcanzaba la línea monumental de los elefantes regios» (Reinaldo Arenas, 1984, p. 80).

La música aparece por primera vez en la escena donde un joven Arturo asiste a un concierto de un pianista soviético. Se trata de una forma cultural de élite, la música clásica occidental, como lo evidencia la presencia de una orquesta, un director y el escenario del teatro y el telón. El impacto de la música es profundo y purificador, cubre de «nobleza, de un raro prestigio, los cuellos de los espectadores» (1984, p. 24) y enaltece acontecimientos vulgares (p. 26). Además, desplaza con suavidad a Arturo por geografías fantasiosas y exóticas compuestas de torres, jardines, exquisitos varandales, pensamientos chinos y flores gigantescas. El impulso creador del protagonista, ya sea en su escritura como en sus ensoñaciones, parece surgir de ese instante primigenio. En momentos como antes de la aparición del amante o al final de la novela, escucha «el encanto, el hechizo, el diluvio de la música» (p. 70), que tiene el poder de transportarlo al territorio de la imaginación.

Aunque oblicuamente, la escena condensa muchas de las tensiones presentadas en las páginas anteriores. Por un lado, la cualidad ennoblecedora del concierto se condice con el proyecto castrista de educar al pueblo y elevar su «nivel cultural». La nacionalidad del instrumentista incluso hace pensar que su presencia obedece a algún proyecto estatal de cooperación entre países comunistas. La condición de la música es incorpórea y solo se conoce por sus efectos en el oyente, pues la performance —esencial en las formas populares afrocaribeñas— es invisible al lector. Por otro lado, la imaginería con que el narrador casi sinestésicamente «traduce» los sonidos en formas visibles no deja de ser problemática para el régimen. A diferencia de la nueva trova, que privilegia las referencias cotidianas, el mundo de Arturo recrea una imaginería modernista con ecos surrealistas que está más cerca de Darío que de Martí, de las chinerías que de «Nuestra América». Cuando esta ensoñación estética se materializa en textos que luego los guardias encuentran, su lenguaje es incomprensible para los agentes del orden. La imaginación, podría desprenderse, no tiene lugar en el logos de la Revolución.

Las menciones a la cultura popular, aunque escasas, son igual de significativas. La única referencia explícita es la de Celeste, un mulato adolescente que «cantaba guaguancó con una ronca e inimitable voz de puta trasnochada y sentimental, casi trágica» (1984, p. 41). A diferencia del pianista soviético, el cantante es una presencia corpórea y extravagante reconocible por su cabellera teñida de azul. La performance está cargada de adjetivos que la sitúan en la realidad concreta. En cambio, no se sabe qué efectos provoca en Arturo, quien lo aplaude para evitar llamar la atención y poder dedicarse a su escritura. En la dicotomía que articula la novela, el concierto de piano está más cerca de la imaginación y los cantos de Celeste, de la realidad.

Más ilustrativo es el pasaje donde Arturo, luego de la desesperación del cautiverio, diseña su estrategia de supervivencia: «había que danzar, había que integrarse al barullo y chillar, como una puta había que, sencillamente, mover las nalgas, como un esclavo había que, obligadamente, inclinarse ante el surco» (1984, pp. 34-35, énfasis mío). Aunque no especifica qué es precisamente lo que baila, se trata de un baile y canto colectivos, de movimientos eróticos y feminizados, y de probable linaje afrocubano, como la mención a la esclavitud permite suponer. Esta descripción y la de Celeste presentan evidentes continuidades y ofrecen la misma perspectiva del arte popular, denigrante para quien lo practica, lo que sin duda se acentúa debido a las relaciones asimétricas de poder entre los performers y el público.

No obstante, existe una diferencia sustancial entre ambas performances. En el caso de Celeste, no existe ningún indicio de que su trágica sentimentalidad sea una impostura. Por el contrario, para Arturo, «danzar» forma parte de un conjunto de actividades —el trabajo de la caña, las relaciones sexuales con el guardia, los códigos cotidianos— que debe realizar para engañar al otro que lo vigila y así dedicarse a lo que valora verdaderamente: su creación literaria y la pasión amorosa. De un modo muy distinto a como lo concibe Benítez Rojo, la danza y la música se convierten en prácticas de resistencia al poder, si bien en sí mismas no proporcionan ningún goce al ejecutante. La colectividad degradada de la que el protagonista forma parte no le provee ningún vínculo positivo ni solidario, pues el ámbito privado en la novela es el único en el que la libertad es posible.

El concepto de ritmo, ese elemento aglutinante y fundante de la identidad caribeña, está casi ausente en Arturo, la estrella más brillante. Aparece en la escena de la última ensoñación del protagonista, luego de una extensa enumeración de elementos naturales. Allí, el narrador describe un universo

donde no había leyes de ocasión, mezquinas y cambiantes, sino las inalterables, divinas leyes amparadas por la intuición y el ritmo —el rigor de las lluvias, la armonía y el equilibrio de las esferas— que nada tienen que ver con la histérica, cambiante, ciega y sucia trayectoria de esa figura tenebrosa, encorvada, pobre, asustada y esclavizada que había sido él (que son ellos, los otros, los demás, todos) [...]. (Reinaldo Arenas, 1984, p. 73)

Contrario a la ubicuidad y fluidez del ritmo africano, el ritmo que concibe Arenas tiene raíz pitagórica y es divino, riguroso, inalterable, armónico, equilibrado[8]. Se opone, sobre todo, a la dimensión humana, demasiado humana, de Arturo, Celeste, la colectividad, el autor y sus lectores. Se opone incluso al estilo de la propia novela, compuesta por una inagotable oración, siempre nerviosa, cambiante e inestable. Rige el equilibrio de un mundo que solo puede existir en la imaginación.

4. De la guaracha fenomenal y otras contradicciones

En una década marcada por conflictos sociales y políticos, Luis Rafael Sánchez publica La guaracha del Macho Camacho, texto que rápidamente adquiere el estatuto de clásico de la literatura puertorriqueña. Entre las lecturas más frecuentes, la novela se ha concebido como alegoría de una nación fragmentada, como un diálogo entre la alta y baja cultura, como crítica de los medios de comunicación masivos o como reivindicación del lenguaje callejero. La fascinación que se muestra en el libro de Sánchez por diversas manifestaciones de la cultura popular se entrecruza con un tono paródico. La ambivalencia del texto ha sido una de las grandes interrogantes de diversos investigadores: ¿cuán celebratorio o pesimista, cuán reivindicativo o crítico, es ante las formas populares que recrea? Sin pretender agotar ese debate, cabe resaltar que las oscilaciones interpretativas tienen un correlato con las tensiones de la izquierda puertorriqueña, opuesta tanto al tradicionalismo hispanista como al imperialismo estadounidense, e interesada en encontrar un lenguaje adecuado para darle forma a la nación[9].

Por medio de diferentes secciones, en la novela se relata las historias de cinco personajes que conforman un panorama de la sociedad puertorriqueña como el senador Vicente Reinosa o la cortesana China Hereje. La novela tiene dos hilos conductores: el tráfico (el «tapón»), en el que todos los personajes se encuentran estancados, y la «Guaracha del Macho Camacho», la canción que suena en la radio a cada momento y con la cual los personajes se relacionan de diversa manera. La música cumple un rol fundamental en el texto, aunque aparece siempre mediada por la tecnología. Su presencia casi nunca es directa, sino que llega a los personajes (y lectores) a través de los medios de comunicación, en particular la radio. La composición que da título a la novela constituye, de modo omnipresente, su «banda sonora» al articular escenas, personajes y situaciones diversas. La reproductibilidad técnica permite esa simultaneidad, al mismo tiempo que deslocaliza la performance musical. Esta nunca es aurática, como el concierto de piano en la novela de Arenas, si bien en distintos momentos se alude a una performance originaria que aparece «traducida» en lenguaje verbal a los oyentes.

La elección de la guaracha obedece a ciertas motivaciones. Se trata de un género que refleja «una especie de diario del acontecer anecdótico de la sociedad, al nutrir sus líricas de comentarios jocosos sobre algunas noticias» (Otero, 2000, p. 202). Así como la nueva trova tiene un componente cotidiano, pero su tono carece de pretensiones poéticas o reflexivas y, por el contrario, tiende a la picardía y el doble sentido (Díaz Quiñones, 2000, pp. 24, 26). Al menos, al inicio, la «Guaracha del Macho Camacho» circula por un sector social y étnicamente específico: el compositor es un sujeto mulato popular y la canción solo se legitima una vez que la ejecutan en Loíza, pueblo puertorriqueño de mayoritaria población afrodescendiente. Allí los músicos se exponen «al juicio exigente y sabio de la negrada cangrejera, dueña del sabor que es» (Sánchez, 1976, p. 255). En las antípodas del concierto clásico que busca elevar al público, aquí la audiencia es la que posee el sabor y, por ende, un saber «de cierta manera»; es ella la que está en condiciones de autentificar la calidad de los ejecutantes y no a la inversa.

Ahora bien, si el circuito de producción de la guaracha es popular, la reproducción lo amplía hasta convertirlo en masivo. Nadie puede escapar al influjo de la canción, incluso quienes como Graciela Alcántara, por su posición social y conservadurismo moral, no la toleran. Como anuncia el locutor, la respuesta general es «el primer e indispensable favor del respetable público, después de ocho semanas de absoluta soberanía» (1976, p. 129). A partir de ello, se puede deducir que si este hacer música «de cierta manera» está ligado a la cultura afrodescendiente en su origen, ya forma parte de una sensibilidad colectiva. La letra de la guaracha se dirige a un público diverso, «lo mismo pal de alante que pal de atrás», tanto para la «nena bien guasona que se mima en un fabuloso Cadillac» como para sujetos de origen popular.

El locutor proporciona al oyente/lector un acceso privilegiado a la guaracha, sobre todo porque la letra recién se revela al final de la novela. El aparato retórico utilizado para describir la canción —comparaciones, juegos verbales— la sitúa en el horizonte de la tradición caribeña, ya que retoma muchos de los tropos comunes expuestos a inicios de este ensayo. El lenguaje de la comida sigue siendo el predilecto para referirse al goce, como evidencia la abundancia de adjetivos utilizados para referirse a la guaracha[10]. Aunque invisible, la performance posee una importancia significativa a partir de las descripciones de los instrumentistas y las invitaciones al público. El fenómeno musical se vuelve indesligable de su condición escénica a pesar de que, por las limitaciones del medio tecnológico, deba utilizarse el lenguaje verbal para reconstruirla en la imaginación de los radioyentes.

La descripción de Corino Alonso, el bongosero, ejemplifica cómo el ritmo, la música y el erotismo aparecen en un mismo continuo semántico. Sin embargo, también establece una clara relación de poder para el sujeto masculino que castiga, fuetea y tortura «los cueros», palabra ambigua que puede designar tanto los bongós como la piel humana desnuda. Sus apodos refuerzan esta ligazón, ya que resaltan su virilidad (mamito, papasón, fuápate) y vinculan a la mujer (las nenas) con el instrumento golpeado (1976, p. 245). Esta escena ofrece otra entrada a uno de los problemas con que los críticos se han topado en la novela y que, en general, puede hacerse extensiva a toda la cultura del ritmo caribeño o, para usar el término de la novela, el «vacilón». ¿Se trata de una manera de reforzar condiciones sociales de desigualdad? ¿O de una forma de liberación? En este último caso, ¿quién es capaz de ejercer esa libertad?

Otro pasaje que convoca preguntas similares es el de las dos Soledades, dos mulatas que bailan la guaracha sobre la capota de un Mustang azul durante el tapón[11]. Las lecturas más optimistas resaltan la agencia de las «Sole», su libertad para gozar del baile, provocar al otro y «jorobar la pita» (1976, p. 229) sin tener que entregarse a su deseo, y el contraste entre su desinhibición y la represión o «beatería insular» del senador Vicente Reinosa. Desde esa perspectiva, «El baile y vacilón de las Sole representa más bien el reconocimiento de la incapacidad de transformarlo [el tapón] —de salir de él— y la búsqueda de un espacio de “libertad” dentro del tapón» (Otero, 2000, p. 91). Sin embargo, las descripciones las retratan ambivalentemente como sujetos con agencia y objetos del deseo masculino. Ellas, «los culazos olímpicos de unas hembrazas» (Sánchez, 1976, p. 229), aparecen para entretener el ocio del senador, quien se dirige a encontrarse con la China Hereje, su cortesana de turno. La agencia sexual de las tres mujeres coexiste con un sistema de explotación y desigualdades donde el género, la raza y la clase son elementos determinantes.

Algo semejante podría decirse de la guaracha, forma popular difundida por los medios de comunicación masivos, los cuales se proponen convertirla en un producto atractivo en el mercado. La crítica ha llamado la atención de la contradicción entre el mundo retratado en la novela, la sociedad estancada cuya metáfora es el tapón, y el lema optimista de la canción, «la vida es una cosa fenomenal». Más allá de la evidente ironía, vale la pena recordar que muchas de las manifestaciones culturales caribeñas o de la diáspora africana han surgido —James y Oicitica proporcionan dos buenos ejemplos— en situaciones de precariedad material. Lo complejo es que la novela evidencia cómo estas respuestas creativas y afirmativas se reintegran al mismo sistema que perpetúa las condiciones de desigualdad. Inasibles desde posturas maniqueas, el goce, el ritmo y la música estructuran el imaginario caribeño y constituyen prácticas culturales que, sin dejar de ser problemáticas, son también ampliamente creativas.

5. Conclusiones

Durante el siglo xx, autores provenientes de distintas corrientes artísticas y teóricas como el neobarroco, lo real maravilloso o el posestructuralismo configuraron un imaginario caribeño en el que el goce, el ritmo y la música ocupaban un lugar central. Antonio Benítez Rojo sistematiza este modo de aproximación a la realidad —basado en la herencia africana, y cuyos fundamentos son la improvisación y el placer sensorial— a partir de la fórmula «de cierta manera». Si el ritmo es un producto residual y domesticado para Occidente, en el Caribe, dice Benítez Rojo, es, por el contrario, un elemento que atraviesa todas las prácticas sociales.

Las novelas del Caribe hispano analizadas en el presente artículo ejemplifican cómo estas nociones se adaptan y transforman en contextos políticos concretos. Desde la experiencia de la disidencia sexual, Reinaldo Arenas incorpora en Arturo, la estrella más brillante (1984, fechada en 1971) el ritmo como un vehículo de libertad en la Cuba posrevolucionaria marcada por la represión estatal. En la vida del protagonista, recluido en un centro de detención para homosexuales, la imaginación le permite refugiarse en un mundo de ensoñación alejado de los tormentos y las vicisitudes de la cotidianeidad. Para ser liberador, el ritmo se vive desde una experiencia individual: las pocas menciones a la música popular tienen una connotación negativa que remite a prácticas de opresión como la esclavitud o la explotación sexual. Entre otras razones, el proyecto del protagonista fracasa porque, por su misma naturaleza, no puede adquirir una dimensión colectiva.

Por el contrario, en La guaracha del Macho Camacho (1976), de Luis Rafael Sánchez, la canción del famoso cantante invade las vidas de diferentes sujetos de la sociedad puertorriqueña de la década de 1970. La radio es el vehículo que permite difundir masivamente la guaracha, que una manifestación popular irrumpa en la vida cotidiana y la convierta, al mismo tiempo, en producto de la sociedad de consumo. Los valores comunitarios de la improvisación y el goce coexisten con un sistema económico que tiende a incorporar y transmutar en mercancía los actos de disidencia y los cuerpos que los realizan. En una posición intermedia entre el optimismo de Benítez Rojo y el pesimismo de Arenas, la novela de Sánchez es, al mismo tiempo, celebratoria de la cultura caribeña y consciente de la necesidad de dinamizar una sociedad cuya metáfora es el tráfico que impide el desplazamiento y la fluidez. Como todos los autores aludidos en este ensayo, su propia escritura —rítmica, sugestiva, caribeña «de cierta manera»— pone en práctica ese proyecto y es evidencia de que puede concretarse.

BIBLIOGRAFÍA

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