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ENTRE EL GRITO Y EL SUSURRO: LOS EXILIADOS ARGENTINOS ANTE EL TERROR
Between Shouting and Whispering: Argentine Exiles in the face of Terror
Gramma, vol. 34, núm. 71, 2023
Universidad del Salvador

DOSSIER: «TIERRA Y TERROR. LOS HORRORES DE LA LITERATURA ARGENTINA»

Gramma
Universidad del Salvador, Argentina
ISSN: 1850-0153
ISSN-e: 1850-0161
Periodicidad: Bianual
vol. 34, núm. 71, 2023

Recepción: 23 Junio 2023

Aprobación: 15 Julio 2023

Resumen: Este trabajo analiza las relaciones entre exilios y terror durante la última dictadura militar argentina, abordándolas desde dos extremos. Por un lado, planteando algunas escenas del primitivo derrotero del activismo exiliar en la esfera pública internacional, tendiente a poner nombre, caracterizar y dar cobertura jurídica a esta nueva tecnología política con la que la Junta militar pretendía no solo eliminar al «enemigo subversivo», sino disciplinar al conjunto de ciudadanos, reconfigurando las relaciones sociales desde la internalización del miedo, la sospecha, la amenaza, la desconfianza y el individualismo. Y, por otro lado, abordando el primitivo proceso de subjetivación política en el exilio, para hacer foco en algunas de las dificultades tempranas que enfrentaron los desterrados a la hora tanto de enunciar el miedo como causa eficiente de no pocas salidas del país, como de situar al exilio como eslabón de un sistema represivo que tuvo a la violencia homicida y la desaparición forzada de personas como su seña de identidad.

Palabras clave: Terror, Denuncia, Miedo, Identificación, Exiliados, Dictadura Militar, Argentina.

Abstract: This paper analyzes the relationship between exile and terror during the last Argentine military dictatorship, approaching it from two extremes. On the one hand, it presents some scenes of the primitive path of exile activism in the international public sphere, tending to name, characterize and give legal coverage to this new political technology with which the military government intended not only to eliminate the “subversive enemy”, but also to discipline all citizens, reconfiguring social relations from the internalization of fear, suspicion, threat, mistrust and individualism. And, on the other hand, approaching the primitive process of political subjectivation in exile, to focus on some of the early difficulties faced by the exiles when enunciating fear as the efficient cause of many exiles leaving the country, as well as situating exile as a link in a repressive system that had homicidal violence and the forced disappearance of people as its hallmark.

Keywords: Terror, Denouncement, Fear, Identification, Exiles, Military Dictatorship, Argentina.

Introducción

Una semana después de abandonar intempestivamente la Argentina bajo protección de la embajada española en Buenos Aires, tras haber entrevistado a los montoneros, Ana María González y Horacio Mendizábal, Francisco Cuco Cerecedo firmaba una nota para la revista Cambio 16 que tituló «El bife del miedo» (1976, pp. 40-43).

En esas páginas, el periodista español recreaba el clima político que se vivía en el país en agosto de 1976. Señalaba que, en pocos meses, se había pasado del alivio al temor, y que los argentinos sentían estar «viviendo de prestado» (incluyendo periodistas, refugiados latinoamericanos instalados en el país, abogados defensores de presos políticos y gremiales, científicos, profesores universitarios y trabajadores en general). Apenas cinco meses después del golpe militar del 24 de marzo de 1976, Francisco Cerecedo describía en estos términos la situación argentina:

Bajo el pretexto de la lucha antiguerrillera, bandas parapoliciales y paramilitares asolan el país en una santa cruzada contra toda persona conocida por sus ideas progresistas y liberales. […]. La caza de brujas hace furor en Argentina y la Junta Militar no permite que nadie deje de tomar partido. […]. La delación, instigada desde el poder, ha puesto un punto de suspense en las relaciones humanas […]. Aunque el presidente Videla asegura que la nación se encamina a «una democracia adulta con absoluta y plena vigencia de los derechos humanos», los bosques que rodean el aeropuerto de Ezeiza, las aguas del río Paraná y de La Plata o los vehículos abandonados, aportan diariamente su carga de cadáveres sin identificar para las estadísticas. Según sostienen los expertos, en Argentina se está poniendo en práctica el procedimiento denominado ‘body count’ («cuenta de cadáveres»), empleado anteriormente por el alto mando estadounidense en Vietnam, y que ahora se enseña en los cursos de instrucción antiguerrillera que dan los norteamericanos en la zona del Canal de Panamá, al que asisten numerosos oficiales argentinos. A falta de enfrentamiento directo con los guerrilleros, el body count pretende imponer el terror entre la población sospechosa de alentar y simpatizar con la guerrilla, con el fin de privarla de apoyo logístico y de una retaguardia en quien confiar, por medio del exterminio masivo, sin tener en cuenta el costo social y político de la operación. […]. Una psicosis de terror se extiende por el país. No sólo se secuestra de madrugada, sino a la luz del día, en pleno centro, rodeado de testigos. […]. Argentina se alimenta ahora, todos los días, con el bife del miedo (pp. 40-43).

En las páginas que siguen, me propongo recorrer las relaciones entre exilios y terror durante la última dictadura militar argentina, abordándolas desde dos extremos. Por un lado, planteando algunas escenas del primitivo derrotero del activismo exiliar en la esfera pública internacional, tendiente a poner nombre, caracterizar y dar cobertura jurídica a esta nueva tecnología política con la que la Junta militar pretendía no solo eliminar al «enemigo subversivo», sino disciplinar al conjunto de ciudadanos, reconfigurando las relaciones sociales desde la internalización del miedo, la sospecha, la amenaza, la desconfianza y el individualismo. Y, por otro lado, abordando a trazos muy gruesos el primitivo proceso de subjetivación política en el exilio, para hacer foco en algunas de las dificultades tempranas que enfrentaron los desterrados a la hora tanto de enunciar el miedo como causa eficiente de no pocas salidas del país, como de situar al exilio como eslabón de un sistema represivo que tuvo a la violencia homicida —bajo su forma más abyecta, la desaparición forzada de personas y los centros clandestinos de detención y exterminio— como su seña de identidad en el contexto de las otras dictaduras de la Doctrina de la Seguridad Nacional del Cono Sur.

I. Gritar el Terror: los Exiliados y la Denuncia Internacional del «Terrorismo de Estado»

Si como afirma Arlette Farge, «cada época, cultura, clase o grupo social tiene palabras para gritar el escándalo, para decir el miedo, para ahogar su dolor» (2005, p. 16), podríamos afirmar que, en la Argentina posgolpe de Estado del 24 de marzo de 1976, una de esas palabras fue «terrorismo de Estado».

Nombrar la escalada represiva convertida en «sistema» luego de que los militares ocuparon el centro del Estado; visibilizar las razones profundas que explicaban la «masacre»; propiciar que la comunidad internacional se comprometiera activamente en la denuncia de las «masivas y generalizadas violaciones a los derechos humanos», produciendo sanciones que fueran más allá de los gestos simbólicos y se concretaran en condenas políticas, económicas y de recorte de la ayuda militar a la Junta gobernante; y convertir las herramientas simbólicas elaboradas al calor del activismo antidictatorial en nuevas categorías jurídicas incorporadas al Derecho Internacional Humanitario, fueron, como veremos, tareas centrales para algunas organizaciones del exilio argentino, entre ellas, la Comisión Argentina de Derechos Humanos (CADHU)[1].

Sin pretensión de avanzar en una reconstrucción pormenorizada de las luchas exiliares, quiero hacer foco en algunos escenarios entre 1976 y 1983, donde la CADHU, sus principales referentes y también artistas e intelectuales que eran parte de sus apoyos dieron forma a la urgencia y la preocupación por gritar el «terror argentino» a una comunidad internacional que, al tiempo que se mostraba renuente a comprender la magnitud de la «tragedia» que se vivía en el país, fue utilizada como caja de resonancia y/o como último recurso para salvar miles de vidas en peligro inminente.

Primera Escena: cuando el Estado Deviene Terrorista

El 28 y 29 de septiembre de 1976, los abogados cordobeses Lucio Garzón Maceda y Gustavo Roca, que pocos meses antes habían llegado a Europa huyendo del terror, denunciaban, ante el Sub-Comité de Relaciones Internacionales de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos y en su condición de víctimas y testigos, que «en la República Argentina están teniendo lugar graves, masivas, sistemáticas y persistentes violaciones a los derechos humanos, civiles, políticos, económicos y sociales» (CADHU, 2020, s. p.)

Su alocución ante los congresistas norteamericanos intentó aportar pruebas irrefutables de la represión que estaban sufriendo muy especialmente los abogados defensores de presos políticos y gremiales y los trabajadores y sindicalistas, pero sin olvidar la persecución hacia el mundo de la cultura, el periodismo, las universidades, las familias de presos políticos o los refugiados latinoamericanos. Asimismo, apuntó a denunciar que esa «represión política, social y religiosa» estaba lejos de haber llegado a su nivel más alto, aunque el sentido común indicara que tras las atrocidades vividas durante la Segunda Guerra Mundial, ninguna sociedad civilizada sería capaz de soportar nuevamente que miles de ciudadanos fueran secuestrados, torturados, humillados y maltratados en dependencias policiales o militares (legales y clandestinas), mientras decenas de cuerpos mutilados se acumulaban en las costas de los ríos y lagos, provocando el «horror» de algunos compatriotas y la «actitud pacífica y contemplativa» de otros.

Más allá de que la denuncia le valió a la CADHU ser catapultada a la condición de «usina subversiva», y a sus voceros ser blancos de una campaña de repudio de la ciudadanía cordobesa por su condición de «antiargentinos» y «traidores a la Patria»[2], pocos meses después de la intervención de la CADHU ante el congreso de los EE. UU., Gustavo Roca declaraba ante la prensa mexicana:

… cuando un país como el nuestro ha llegado a tal nivel de crueldad, de ferocidad, de persecución y de violación de los derechos humanos ningún argentino puede negar su voz para que la denuncia de estos hechos se conozca en el mundo entero. De allí que hayamos pedido sanciones para la Argentina hay una distancia muy grande. La Argentina, además, no son sus fuerzas armadas que la torturan, la encarcelan, la asesinan diariamente, y la someten a la explotación. La nación son los trabajadores, los que estudian, los que crean riqueza y cultura para el beneficio de todos. A esa Argentina le debemos lealtad, de sus dolores hablamos (Burgos, 1977, p. 54).

Pero hablar de la «tragedia» no bastaba. Para esta organización del exilio, era necesario que la «crueldad» y la «ferocidad» de la Junta militar y sus miles de crímenes adquirieran espesura política por referencia a la historia argentina, latinoamericana y mundial. Así, su primer desafío fue responder a la negación, el silencio y la descalificación oficiales que, en no pocas ocasiones, apelaban al eufemismo o a la deformación[3] para cimentar «consensos», desviar la atención internacional, eludir su responsabilidad política y, finalmente, alejar la acción de la Justicia.

En este contexto, la CADHU se propuso, muy tempranamente, elaborar una interpretación integral del ejercicio de la violencia en la Argentina que refutara lo que, a su juicio, eran pseudoexplicaciones en el marco de la «guerra psicológica» que llevaban adelante las Fuerzas Armadas (FF. AA.). Así desde sus intervenciones ante el Congreso de los EE. UU. y la Comisión de Derechos Humanos de la ONU (1977, febrero), y, sobre todo, tras la publicación de la edición madrileña de Argentina. Proceso al genocidio (1977, marzo), la CADHU se dio a la tarea de contestar tres argumentos fuertes de la exculpación de la Junta presidida por el general Jorge Rafael Videla. A saber: 1. Que si existían violaciones a los derechos humanos (DD. HH.) eran producto del accionar de «grupos de incontrolados de derecha» que escapaban del control de las FF. AA., meras «espectadoras» de este drama (CADHU, 1977, feb. 4, conferencia de prensa, Ginebra); 2. Que las torturas, asesinatos, fusilamientos sin juicio y otros métodos violentos aplicados a prisioneros eran efectos no deseados de la «guerra civil» que sacudía al país; y 3. Que la lucha contra «el terrorismo de izquierda» estaba minando la unidad castrense, enfrentando en el seno de la Junta el «ala pinochetista» al «ala blanda» (CADHU, 2020, s. p.).

Para la CADHU no había duda de que «la acción represiva y asesina» que sufría la sociedad argentina se explicaba por relación al «terrorismo de Estado», en tanto solo el «aparato estatal militarizado y estructurado es capaz de provocar tantas víctimas en tan poco tiempo» (Fuchs, 1977, s. p.). En tal sentido, en la conferencia de prensa organizada por la CADHU, durante la inauguración del 33.° periodo de sesiones de la Comisión de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidades (ONU) en Ginebra, denunciaba:

¿Quién puede en la Argentina, secuestrar de 2.000 a 2.500 personas por mes, utilizando para ello numerosos automóviles cada vez, que atronan las calles con sus sirenas, transportando comisiones de veinte a treinta hombres armados, sin que ninguna de ellas fuera detectada en 10 meses, dentro de un Estado militarizado con controles permanentes en las calles y rutas? ¿Cómo y por quién pueden ser sacados de las cárceles los prisioneros políticos para ser torturados y asesinados? ¿En dónde pueden ocultarse unos 10.000 secuestrados que aún no han sido asesinados? ¿Quiénes al margen del Estado pueden establecer un campo de concentración y tortura en la principal base militar asiento del Presidente de la Junta Militar? (1977, s. p.).

En este sentido, la CADHU consideraba que era estéril preguntarse quién había tirado la primera piedra o qué grado de responsabilidad tenían las organizaciones político-armadas en la escalada de violencia que vivía la Argentina, toda vez que, como había explicado Garzón Maceda al senador Frazer en el Congreso de los EE. UU., «cuando aparecen cuerpos acribillados a balazos, se trata de personas que estaban como rehenes del gobierno» (CADHU, 2020, s. p.).

Asimismo, para la CADHU, el «terror» no era propiedad de un sector de las FF. AA. argentinas, sino que, como «instrumento de la política», era aceptado por los sindicados como «halcones» o «duros» (los Menéndez), pero también por las «palomas» o «moderados» (los Videla). En esa línea, Garzón Maceda recordaba que, meses antes del golpe, había sido el propio Videla el que había declarado «van a morir todos los que sean necesarios para poder mantener el orden y la reorganización del país». Por ello, la CADHU insistía en que «diferenciar entre Videla y Menéndez e[ra] ralentizar la comprensión pública de lo que el Ejército Argentino está tratando de hacer en el Cono Sur», amplificando su política de «desinformación» y «engaño» al pueblo argentino y a la comunidad internacional toda (CADHU, 2020, s. p.).

Atendiendo a las dificultades que enfrentaban a la hora de visibilizar la sofisticación represiva de los militares argentinos en comparación con la «barbarie primitivista del régimen de Pinochet», los exiliados de la CADHU avanzaron en una doble vía. Por un lado, desbordando los límites de ciertas figuras jurídicas clásicas del Derecho Internacional Humanitario («genocidio»); y, por otro lado, esforzándose por dar un encuadre histórico-político a la enumeración de hechos de violencia que poblaban las denuncias, poniendo en evidencia, de este modo, que esa «dominación por el terror» involucraba dos tipos de violaciones a los DD. HH.: las «abiertas», las de la pseudojuricidad represiva de la Junta militar, o sea, las que resultaban de la presencia permanente de las FF. AA. y de Seguridad en las calles que crea[ban] «un clima de intimidación y de terror», configurando «una verdadera ocupación militar» del territorio nacional; y las «encubiertas», cuyo trágico saldo eran los miles de muertos, presos políticos y desaparecidos, «argentinos de toda clase y condición social y latinoamericanos refugiados», «secuestrados por grupos armados que innegablemente forma[ba]n parte de las FF. AA. y la policía», sometidos a «crueles torturas y vejámenes en campos militares de concentración, cárceles clandestinas y locales policiales, y cuyas vidas [en palabras de Rodolfo Mattarollo ante la Comisión de DD. HH. en la ONU (febrero 1977)], estaban en peligro inminente» (CADHU, 2014, pp. 84-85).

Un par de meses después de la audiencia ante la ONU, Eduardo Duhalde, Lidia Massaferro, Lucio Garzón Maceda, Gustavo Roca, Rodolfo Mattarollo y Roberto Guevara denunciaban que, con el pretexto de defender la nación del «enemigo subversivo», los militares argentinos —los «nuevos Cruzados de Occidente»— habían lanzado una auténtica «caza de brujas» sometiendo a la población argentina al «asalto desembozado y feroz» del «terrorismo de Estado» (CADHU, Los militares argentinos y la caza de brujas, junio 1977, p. 1).

Como habían señalado ante la ONU, el «terrorismo» se había convertido, en la actualidad, en el «método para la comisión de graves y flagrantes violaciones de los Derechos Humanos» y refería a

… situaciones donde la dominación por el terror se intenta no ya desde el llano político en la búsqueda del control del estado, sino por parte de los detentadores del poder, para garantizar su permanencia y la consecución del estado totalitario mediante la aplicación generalizada del terror a toda la población (CADHU, 1977, p. 2).

Segunda Escena: ¿Locos, Demonios, Compatriotas, Homo Rationalis?

Dos años después del golpe de Estado, la CADHU seguía preocupada por poner en evidencia que el «terror, con su secuela interminable de asesinatos y torturas» era —en palabras de Eduardo Luis Duhalde— el resultado de la «aplicación fría y planificada del proyecto de exterminio de la militancia política y de los sectores más activos y de vanguardia de la clase obrera, tendiente al dominio y sometimiento del conjunto de los trabajadores» (1978, p. 50).

En ese sentido, para Duhalde, ni el golpe, ni los «dos años de terror», ni las cifras pavorosas de víctimas —que para entonces ascendían a 8.000 asesinados, 20.000 secuestrados en su «mayor parte muertos en los campos de concentración tras inenarrables torturas», y 20.000 presos políticos— podían explicarse como una colección de «hechos aislados» o de «excesos» de un grupo de militares «irracionales» y «crueles», asimilables en su «arbitrariedad» y «sadismo» a los clásicos «tiranuelos de republiquetas […] descritos por la literatura latinoamericana» (1978, p. 50).

Para Duhalde, la razón última del proyecto represivo «ejecutado por el conjunto de las FF. AA. Argentinas» con el apoyo del Pentágono y de las «burguesías terrateniente, industrial monopólica y financiera» era «someter y quebrar a la clase obrera» (1978, p. 51). Sin embargo, «cada acto de terror» debía ser entendido tanto en su «efecto directo» sobre la «víctima eliminada», como en su «poder simbólico». En este sentido, el «terror» como práctica homicida se convertía también en un instrumento de desmovilización, fragmentación social y producción de sujetos inficionados por el miedo y susceptibles de convertirse en futuras víctimas de la «masacre» si no eran funcionales a la «operación de cirugía» necesaria para asegurar la «estabilidad del sistema capitalista» (1978, p. 50).

En pleno auge del tema argentino en la esfera pública transnacional por la próxima celebración del Mundial de Fútbol en el país, Duhalde escribía para la revista madrileña Triunfo:

... el asesinato de familias enteras o el habitual secuestro de los familiares de los perseguidos tiende a crear la imagen de que el militante político pone en riesgo de muerte a su familia, y por ende, ésta debe repudiarlos y aislarlos, o mejor aún, denunciarlos, como forma fundamental de protección (1978, p. 50).

Si como afirmaba Duhalde, la implicación institucional de las FF. AA. en el proyecto represivo alejaban al «Proceso de Reorganización Nacional» de otras dictaduras pasadas o presentes; y como denunciaba Rodolfo Mattarollo (CADHU, 2014, p. 289), la magnitud de la «masacre» permitía hablar de un «genocidio argentino»[4] —en la línea del genocidio nazi, estadounidense en Vietnam o del que estaba perpetrando Pinochet en Chile—; ¿cómo exponer frente a la comunidad internacional a sus responsables?; ¿cómo visibilizar la racionalidad de sus comportamientos violentos sin caer en el facilismo de la demonización?; y ¿cómo mostrar que lo abominable era explicable por referencia a lo humano y lo político, y a lo colectivo más allá de lo patológico individual?

Frente al «terrorismo de Estado» y, en particular, frente a su más abyecto extremo —las desapariciones forzadas— resultaba urgente domeñar el «sentimiento de lo diabólico» que se imponía al escuchar tantos testimonios del «inframundo» de los centros clandestinos de detención, aunque sabiendo que desnudar «los propósitos, los métodos y las consecuencias de las desapariciones» no eliminaba, como señaló Julio Cortázar ante los asistentes al coloquio sobre desaparición forzada de París en 1981:

… [ese] trasfondo irreductible a toda razón, a toda justificación humana y es entonces que el sentimiento de lo diabólico se abre paso como si por un momento hubiéramos vuelto a las vivencias medievales del bien y del mal, como si a pesar de todas nuestras defensas intelectuales lo demoníaco estuviera una vez más ahí diciéndonos: «¿Ves? Existo: ahí tienes la prueba» (Cortázar, 1984a, p. 29).

Mientras los militares se aprestaban a dejar el poder sellando el pacto de silencio e impunidad, Cortázar recuperaba su alocución de París de enero de 1981, ahora ante la Comisión Independiente sobre Cuestiones Humanitarias de la ONU, insistiendo en la necesidad de no perder de vista cuáles fueron los mecanismos de racionalidad que hicieron posible la práctica sistemática de la desaparición forzada de personas en la Argentina.

Para el autor de Rayuela, las desapariciones no fueron solo «un mecanismo de represión» dirigido a eliminar a los «enemigos reales o potenciales (incluso “los que no lo son, pero caen en la trampa por juegos del azar, de la brutalidad o el sadismo”» (Cortázar, 1984, p. 139), sino una tecnología que permitió:

… injertar, mediante la más monstruosa de las cirugías, la doble presencia del miedo y de la esperanza en aquellos a quienes les toca vivir la desaparición de seres queridos. Por un lado, se suprime a un antagonista virtual o real; por el otro, se crean las condiciones para que los parientes o amigos de las víctimas se vean obligados en muchos casos a guardar silencio como única posibilidad de salvaguardar la vida de aquellos que su corazón se niega a admitir como muertos (Cortázar, 1984, p. 139).

En tanto «técnica» de «muerte» y de «miedo» (Cortázar, 1984, p. 140), convertida en sistema para el «exterminio físico, mental y moral de la población» (Cortázar, 1984, p. 142), la desaparición forzada de personas mostraba su rostro más ignominioso por su carácter profundamente humano y familiar. Así lo explicaba Cortázar en París:

… si de algo siento vergüenza frente a este fraticidio que se cumple en el más profundo secreto para poder negarlo después cínicamente, es que sus responsables y ejecutores son argentinos o uruguayos o chilenos, son los mismos que antes y después de cumplir su sucio trabajo salen a la superficie y se sientan en los mismos cafés, en los mismos cines donde se reúnen aquellos que hoy o mañana pueden ser sus víctimas. Lo digo sin ánimo de paradoja: más felices son aquellos pueblos que pudieron o pueden luchar contra el terror de una ocupación extranjera. Más felices, sí, porque al menos sus verdugos vienen de otro lado, hablan otro idioma, responden a otras maneras de ser. Cuando la desaparición y la tortura son manipuladas por quienes hablan como nosotros, tienen nuestros mismos nombres y muestras mismas escuelas, comparten costumbres y gestos, provienen del mismo suelo y de la misma historia, el abismo que se abre en nuestra consciencia y en nuestro corazón es infinitamente más hondo que cualquier palabra que pretendiera describirlo (Cortázar, 1984, p. 32).

Tercera Escena: en una «Guerra Total», Todos Son «Soldados» y Todos son «Enemigos»

A finales de 1978, mientras se acumulaban las condenas internacionales por las sistemáticas violaciones a los DD. HH., la CADHU París hacía un llamado a la «conciencia de la humanidad civilizada» y denunciaba que el gobierno presidido por Videla había desencadenado «una persecución ideológica y política generalizada» en el marco de lo que calificaba de «guerra total» librada tanto en el terreno militar, como en «todos los aspectos de la vida social, política, económica o cultural». Esa «guerra total» que amenazaba la nación —esa nación convertida en patrimonio exclusivo de las FF. AA.— exigía que cada ciudadano se comportara como un «soldado», entendiendo que no existían comportamientos neutrales: solo era posible estar «a favor o en contra de la Nación» (CADHU, 1978, jun.-jul., p. 1).

Dentro de esta concepción de «guerra total» y de «guerra interna», el «enemigo» bajo el «genérico mote de subversivo» incluía, según denunciaba la CADHU, «no solamente al combatiente revolucionario o el político o dirigente sindical que profesa ideas revolucionarias», sino también al

… clásico demócrata liberal que no se resigna a ver caer los principios tradicionales que informan su mundo; el intelectual, el científico o el estudiante que se inquieta por los problemas que agitan la cambiante y completa realidad contemporánea; el obrero que reclama salarios y mejores condiciones de trabajo y de vida; el delegado de fábrica que reclama el cumplimiento de las leyes laborales vigentes aun; el abogado que defiende los derechos y la dignidad humana; el médico que brinda asistencia al militante herido; el poeta que canta al futuro; el artista que reclama libertad para su obra; el familiar que se angustia y llora por la persecución a su ser querido. Aún el neutral y hasta el indiferente integran también las filas del «enemigo» en tanto no aplauden ni participan del sangriento festín militar. Es imprescindible así intimidar a tanto «enemigo» impreciso e indeterminado; a la vez que hay que amparar a quienes conducen y participan de esta guerra sucia (CADHU, 2014, pp. 47-48).

Así mientras la «masacre» mostraba su rostro más brutal, la CADHU entendió que no bastaba con denunciar ante la comunidad internacional las «bases ideológicas» de la política represiva de las FF. AA. argentinas —la «Doctrina de la Seguridad Nacional­»[5]—, desnudando al mismo tiempo sus conexiones represivas regionales ­—esa coordinación que, años más tarde, designaría como la «internacional del terrorismo de estado» (CADHU, 1981, p. 1)—; sino que era vital, además, poner en evidencia que el éxito del plan represivo de la Junta militar radicaba en que no buscaba únicamente «aniquilar a los movimientos de oposición reales», sino también a los sindicados como «enemigos potenciales» e incluso «imaginarios».

Asimismo, reiteraba que las FF. AA. comprometidas institucionalmente en la represión no solo estaban produciendo «actos de represalia» contra blancos seleccionados por su militancia, activismos del más variado tipo y/o relevancia público-política, sino que promovían «hechos aleccionadores» que involucraban a sujetos cuya «condición de subversivos» resultaba difícilmente reconocible (CADHU, 2014, p. 129). Hechos que servían para inscribir el terror en las relaciones sociales, más allá de la víctima directa y su entorno más cercano (familiar, laboral, militante), incluyendo a aquellos otros sujetos que, sin ser parte de los apoyos (políticos, ideológicos, sociales, económicos) del régimen, integraban esa «zona gris» de la sociedad poblada por los indiferentes, los apáticos, los aliviados y los acomodaticios[6].

Si como afirmaba Cortázar ante la ONU, en noviembre de 1983, las desapariciones forzadas inscribieron lo siniestro en el corazón del contrato social argentino desde la multiplicación de esas muertes sin cuerpo[7] que dejaban a sus seres queridos en el «interminable horror del vacío», las marcas del «terrorismo de Estado» eran mucho más poderosas y quizás indelebles (Cortázar, 1984, p. 137).

De hecho, mientras Videla se aprestaba a renovar la credibilidad interna e exterior llamando al «diálogo político», la CADHU había elevado, una vez más, su voz ante la comunidad internacional, señalando que, junto a aquellas manifestaciones represivas que parecían exceder la imaginación más fértil empeñándose en situar a la Argentina en el podio de la criminalidad estatal (CADHU, 2014, p. 171), estaban esas otras políticas más sutiles, menos brutales, pero no por ello menos perversas, que eran las que estaban permitiendo a las FF. AA. perpetuarse en el poder más allá de la acumulación de pronunciamientos y condenas. En agosto de 1980, la CADHU denunciaba desde la capital española:

… existe un generalizado sentimiento de terror, de intimidación colectiva, permanentemente reforzada por declaraciones, actitudes e intenciones del poder público. La sensación de desprotección total, con un poder judicial totalmente sometido a los dictados del gobierno militar y autoridades civiles que responden a directivas castrenses, se agudiza por el impacto de la maquinaria de propaganda, fundada en la distorsión más grosera de la información y la utilización de los mecanismos más burdos de manipulación y exaltación del «chauvinismo» y la permanente apología de las actitudes hostiles y violentas como medios de solución de las controversias […] y para garantizar la hegemonía militar en el aparato estatal. Si a eso se une el duro castigo de la economía en los sectores sociales más desprotegidos y el retorno a prácticas propias del llamado «capitalismo salvaje» en las relaciones obrero-patronales, puede tenerse un pálido panorama de la realidad social argentina moldeada por cuatro años de ejercicio ilimitado del poder por los militares argentinos (CADHU, 1980, p. 8).

II. Susurrar el Miedo: los Exiliados y la Dificultad para Visibilizarse en la Narrativa del «Terrorismo de Estado»

Hasta aquí he analizado la articulación de la narrativa del «terrorismo de Estado» como parte del trabajo de denuncia de los exiliados argentinos, con foco en la tarea desplegada por una de sus organizaciones más importantes por su apuesta por la acción humanitaria multilateral: la CADHU.

Ahora bien, revisando las centenares de denuncias elaboradas por la CADHU, e incluso ampliando la mirada a otras muchas organizaciones de perfiles muy variados que fueron parte del activismo exiliar de los argentinos durante la última dictadura militar, es posible constatar que las menciones al exilio, la situación de los exiliados[8], su encuadre como violación a los derechos humanos[9] y, sobre todo, la visibilización de los exilios en general, y de ciertos exilios en particular[10], como consecuencias del terror estatal­ resultan no solo escasas, sino también marginales[11].

De hecho podríamos plantear que, cuando los desterrados argentinos «alzaron»[12] la voz para denunciar lo que estaba ocurriendo en el país, cuando esa «voz» pretendió operar como un arma para salvar la vida de los «secuestrados», mejorar las condiciones de detención inhumanas que sufrían los prisioneros reconocidos por el Estado o conseguir la libertad de «desaparecidos» y presos alojados en cárceles de máxima seguridad, la demanda en torno a la situación de los expatriados y las referencias a lo que sus exilios tenían que ver con el «terrorismo de Estado» fueron más bien discretas y como parte de un relato en sordina ante una audiencia-mundo al que le costaba todavía comprender no solo la magnitud de la «tragedia» que sufría el país, sino, sobre todo, identificar la responsabilidad estatal en las violaciones a los DD. HH.

Sin temor a equivocarme, podría afirmar que las referencias al exilio ni siquiera tuvieron fuerza cuando el último presidente de facto, el general Reynaldo Bignone, se aprestaba a dejar el poder tras la convocatoria a elecciones. Mientras los argentinos asistían al llamado «show del horror» (Feld, 2010), la consigna por el retorno de los exiliados como parte de la lucha por la recuperación de los derechos y de las libertades pisoteados por el «terrorismo de Estado» se mantenía en los márgenes del debate público. Y no solo no alcanzando centralidad en los programas de los partidos políticos, las demandas sindicales o las consignas de los organismos de derechos humanos, sino dentro del heterogéneo universo de los exiliados. En esa coyuntura, si el exilio fue audible, fue, más bien, un reclamo secundario que se coló circunspecto bajo el discurso tranquilizador del «regreso de los argentinos en el exterior». Ese mismo discurso que los militares habían agitado aleatoriamente en diversos momentos durante el periodo 1976-1983, pero no para referir a la situación de los perseguidos, huidos, expulsados, opcionados, asilados o refugiados en el contexto del «terrorismo de Estado», sino para blanquear una presencia creciente de nacionales fuera del país desde mediados de la década del 1970. Presencia que, desde las esferas oficiales, se atribuía a la demanda de «cerebros» argentinos por parte de los países desarrollados, a la «fantasía viajera» de los sectores medio-altos de la sociedad argentina o a los efectos de la «violencia subversiva» y del «caos» político-económico-moral del último gobierno peronista que había provocado la estampida de centenares de miles de ciudadanos de bien que esperaban el momento oportuno para regresar a la patria.

Afirmar que el exilio como dispositivo represivo y/o consecuencia de la represión estatal fue susurrado por los propios exiliados frente al grito que profirieron en torno a otras violaciones a los DD. HH. —sobre todo, a la hora de formalizar denuncias, interpelar a la comunidad internacional y multiplicar la solidaridad de actores no gubernamentales y gubernamentales— no supone desconocer las huellas de las diferentes modalidades de destierro en la reconstrucción exiliar de las características que asumió el ejercicio de la violencia estatal desde el golpe del 24 de marzo de 1976 e incluso en el bienio previo. De hecho, las marcas de las diferentes modalidades de exilio (los formalizados y los informales, los públicos y los secretos, los legitimados y los vergonzantes, los requeridos y no requeridos, los negados por el poder y los autonegados) y su explicación por referencia al terror —o sea al «uso arbitrario, por parte de órganos de autoridad política, de coerción severa contra individuos o grupos, la amenaza creíble de tal uso, o la exterminación arbitraria de tales individuos o grupos» (Corradi, 1996, p. 89)— están allí, pero aparecen como huellas sutiles que buscan una mirada atenta que apueste a poner blanco sobre negro y que visibilice aquello que los exilios dicen de la singularidad represiva del «terrorismo de Estado».

En las páginas que siguen, voy a valerme de un relato autobiográfico para reponer esta narrativa discreta que formateó los primeros pasos del proceso de subjetivación de los exiliados en cuanto «víctimas para sí»[13] (Sánchez León, 2019). Proceso que más allá del tiempo transcurrido sigue siendo un factor de explicación no menor —aunque ciertamente no el único— de la lenta y dificultosa inscripción del destierro en la memoria social de la represión estatal en la Argentina (Jensen, 2008), con sus efectos deletéreos en la reproducción de ciertas «jerarquías de sufrimiento» (Lastra, 2019) y en la despolitización del proceso exiliar de los años 1970, esto es, en el divorcio de las trayectorias personales de destierro del sustrato colectivo que las contiene y explica.

Y vuelvo al comienzo de esta intervención y a lo que decía Arlette Farge acerca de que cada sociedad tiene una palabra «para gritar el escándalo, para decir el miedo, para ahogar su dolor» (2005, p. 16).

Si como he tratado de demostrar, en la Argentina de los años 1970, una de esas palabras fue «terrorismo de Estado» y los exiliados denunciaron tempranamente que el «terror» era una «forma específica de poder» en mano de la Junta militar (Corradi, 1996, p. 89), ¿por qué les costó contar sus salidas del país como eventos represivos y/o consecuencias (directas o indirectas) de la represión estatal-paraestatal?; ¿qué implicaba asumirse víctimas del miedo en un sentido amplio?; ¿qué tenía que ver el miedo con la sobrevivencia, la protección, la evaluación del peligro, pero no con la sobrevivencia, la protección o la evaluación del peligro en general, sino con las formas específicas que asumieron bajo un régimen que sistemática y racionalmente procuró «inducir y multiplicar el terror», propiciando una «cultura del miedo» que privó a los ciudadanos de «la oportunidad de calcular y prever las consecuencias de sus acciones», en tanto ni siquiera la «conformidad» fue garantía plena para conservar la vida, la libertad o la integridad física (Corradi, 1996, p. 89)?; ¿cómo compatibilizar valores como el heroísmo, la lucha por la «liberación» o «el amor a la patria» tan caros a la moral revolucionaria, con el sentirse aterrados para luego salir del país tras pasar por la cárcel, el «chupadero», con una «recomendación» oficial de abandonar el territorio nacional, o luego de ser cesanteado o declarado prescindible de su trabajo en empresas o instituciones estatales o simplemente por sentir la muerte en los talones tras el secuestro de compañeros de militancia, trabajo o seres queridos?; ¿cómo autoidentificarse «exiliados del miedo» si para muchos de esos nacionales no era posible disociar palabras de diferente orden como «miedo», «cobardía», «vergüenza», «egoísmo», «culpa» o «traición» —palabras que el discurso de las organizaciones político-armadas y la prédica castrense contra la «campaña antiargentina» insistían en situar como parte de la misma estructura de sentido—?; ¿cuán dificultoso fue contarse aterrados en la también ardua tarea de mostrar que la Argentina vivía bajo «terrorismo de Estado»? Y, finalmente, ¿cuánta de esa dificultad podría estar operando cada vez que el exilio se convierte en tema de agenda pública y cuando escuchamos afirmaciones como la que sigue: «¡Si seguimos así vamos a indemnizar hasta a los asustados[14]!»? (Entrevista realizada por la autora a un alto funcionario de DD. HH. del gobierno de Carlos Menem, Buenos Aires, 15/7/1999[15]).

Y pongo fin a mi intervención compartiendo el testimonio de Carlos Ulanovsky[16]. Recordemos que poco después de las elecciones que llevaron a la presidencia a Raúl Alfonsín, el periodista publicaba, en Buenos Aires, una crónica de su exilio mexicano que recogía las experiencias de otros muchos connacionales de la diáspora dictatorial. Escrito al calor de la conmoción, la zozobra y las tensiones que la guerra de Malvinas introdujo en las comunidades del destierro, Seamos felices mientras estamos aquí resulta un buen registro para comprender esa temprana y conflictiva relación de los exiliados con el «terrorismo de Estado», en lo que esa relación decía de su condición de sujetos aterrados o víctimas del miedo.

Decía Ulanovsky en uno de los relatos que integran el libro y cuyo título es «Exiliados del miedo»[17]:

Éramos, en principio, gente que, en el mejor de los casos, venía de una elección dolorosa. Llegábamos desde el miedo, esa estación empobrecedora, nuevo límite que abrió riesgos desconocidos y nos recortó de nuestra vida elegida y habitual. El miedo lo hace sentir a uno desconocido y ausente, indefenso y resentido, en ocasiones, directamente despreciable. La sensación de miedo seccionó a la Argentina en dos entidades probablemente irrecuperables. Y no es difícil pronosticar un regreso complicado de ambas márgenes del parteaguas, porque ya no somos los mismos. Nos hemos transformado en los argentinos de antes y de después del miedo. El miedo nos limitó, nos hizo sufrir, nos hizo más pequeños, nos sacó canas, nos quitó esperanzas, tiempos y amigos.

En el tiempo en que pasé viviendo en México conocí muchas clases de exiliados: lo normal en todos fue que para volver a juntar las fichas del rompecabezas tuvimos que contar más de cien veces nuestra historia. Pero fundamentalmente se la contábamos a un interlocutor exigente y desconocido: nosotros mismos.

Confieso que, en un principio, me molestaba presentarme diciendo que yo era un exiliado o escuchar que un mexicano me nombrara de ese modo. Mis resistencias tenían que ver con que el término estaba sólida y a veces únicamente asociado con lo político, y yo, desde una posición de humilde reconocimiento, no me sentía a la altura de lo que habían sido los exiliados políticos de otros tiempos como Alberdi o Sarmiento y ahora eran Solari Yrigoyen o Cámpora. Por otro lado, muchos argentinos, formados en la costumbre del control ajeno, se solazaban en un pasatiempo tenso e inútil. Medir cuánta necesidad de salir del país había tenido cada uno de los que llegaban. No todos tenían una razón terrible, dramática. Parecía que las medidas debían estar dadas por actos de enorme heroísmo personal y todo lo que viniera debajo de eso no valía. Entonces, ¿cómo podía sentirse un tipo como yo que había salido corriendo de su país sólo… porque tuvo miedo? En un momento dado, esta razón parecía una nimiedad, pero en la medida que fue pasando el tiempo y pudimos relatarnos fraternalmente nuestras sencillas historias se entendió el miedo como lo que había sido: un fantasma recortador que nos obligó a cambiar de cielos y de proyectos. Recién entonces los tipos como yo pudimos asumirnos más conscientemente como exiliados. Desde entonces, las preguntas de los insidiosos de siempre comenzaron a perder el efluvio maldito. Ya se sabía qué responderle a quien preguntara. «Y fulano, ¿por qué se fue de la Argentina?». «Porque tenía miedo» pasó a ser una respuesta de calidad completa. Haberse sentido manoseado por la sospecha era un motivo más que valedero para necesitar irse del país.

La asimilación de ese perfil de exiliado —el que se había ido empujado por el miedo— se integró finalmente al heterogéneo paisaje del exilio y su conocimiento completó y enriqueció una experiencia cultural, argentina y dispersa por todo el mundo (1983, pp. 33-35).

Referencias Bibliográficas

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Sánchez León, F. (2019, may. 5). «Víctimas y victimistas, perpetradores y negacionistas. Reconocimiento e identidad en la cultura memorialista». La Gaceta de los Miserables, 1-8.

Ulanovsky, C. (1983). «Exiliados del miedo». Seamos felices mientras estamos aquí. Pequeñas crónicas del exilio. Buenos Aires: De la Pluma, 33-35.

Notas

* Doctora en Historia y magíster en Historia Moderna y Contemporánea por la Universidad Autónoma de Barcelona. Es profesora ordinaria de grado y posgrado en la carrera de Historia del Departamento de Humanidades de la Universidad Nacional del Sur (Argentina), investigadora independiente del CONICET y directora del Núcleo de Estudios sobre Historia Reciente, Memoria y Derechos Humanos (UNS). Correo electrónico: silvinajensenmail@gmail.com
[1] La CADHU se autodefinió como «organización civil y no partidaria», cuyo objetivo de denuncia y de solidaridad la llevó a constituirse en referente del activismo humanitario a escala transnacional. Surgida en Buenos Aires, en abril 1976, pronto quedó reducida a su «Delegación Internacional» con sedes formales en Madrid, en París y en Washington, y una presencia menos orgánica en México, en Holanda, en Bélgica, en Suiza y en Suecia. Entre sus integrantes, se destacaba un nutrido grupo de abogados penalistas y laboralistas, en su mayoría filiados con las organizaciones revolucionarias de la izquierda peronista y no peronista (marxista, trotskista), pero también contó con intelectuales, periodistas y artistas (Alipio Paoletti, Julio Cortázar, Julio Le Parc, Vicente Zito Lema, David Viñas, Ricardo Carpani, Humberto Constantini, integrantes del Consejo Asesor). De su historia de activismo exiliar, destacamos los nombres de Gustavo Roca (Madrid), Eduardo Duhalde (Madrid), Lidia Massaferro (Roma, Madrid y otras ciudades europeas), Rodolfo Mattarollo (París), Manuel Gaggero (Madrid, Nicaragua) y Carlos González Gartland (México) (CADHU, 1978).
[2] Campaña que fue parte de las operaciones de acción psicológica promovidas desde la comandancia del iii Cuerpo de Ejército, a cargo del general Luciano Benjamín Menéndez.
[3] Intervención de Julio Cortázar en el acto organizado por la CADHU en Madrid con motivo del 5.° aniversario del golpe de Estado, 26/3/1981 (Amorós, 2014, pp. 388-393). Años más tarde fue incluido en Argentina: años de alambradas culturales (1984, Buenos Aires: Muchnick, pp. 63-69). También fue publicado por la revista Crisis (n.° 51, feb. 1987, pp. 25-26).
[4] Cuando se lanzó la edición de Argentina. Proceso al Genocidio (Elías Querejeta, 1977), el diario El País publicó un artículo titulado «El genocidio argentino» (10/4/1977). Esa misma noción fue usada por la CADHU en la presentación del caso argentino ante el Parlamento Europeo en mayo de 1978 (CADHU, 1978).
[5] Como señalaba Juan Corradi, la Doctrina de la Seguridad Nacional y sus conceptos de «guerra total», «global», «permanente» y «apocalíptica», y dirigida a «enemigos internos», «arrasa con las distinciones entre tiempos de paz y de guerra, civiles y militares, sociedad civil y campo de batalla» (Corradi, 1985, p. 174).
[6] Resulta importante recoger una distinción que hacía la CADHU entre los aterrados y los cómplices. Para la CADHU, no había neutralidad entre aquellos que «teniendo voz no hicieron oírla, entre los que por su posición privilegiada no podían ser silenciados pero prefirieron callar y otorgar, todos aquellos que por sus jerarquías y representación en distintos organismos de la sociedad civil: iglesias, partidos políticos, sindicatos, organizaciones empresariales, prensa, colegios de abogados, entidades profesionales, sociedades de escritores, instituciones científicas…optaron por vivir la ficción de que nada estaba ocurriendo. Esos dirigentes no son neutrales y ocupan un lugar en el campo de los victimarios, porque su acción hubiera podido salvar la vida de millares de argentinos, cuyo genocidio prefirieron consentir» (CADHU, «Libertad, justicia y democracia para Argentina. A cinco años del golpe militar», en Amorós, 2011, p. 377).
[7] En el coloquio de París, Cortázar decía: «… y si toda muerte humana entraña una ausencia irrevocable, ¿qué decir de esta ausencia que se sigue dando como presencia abstracta, como la obstinada negación de la ausencia final? Ese círculo faltaba en el infierno dantesco, y los supuestos gobernantes de mi país, entre otros, se han encargado de la siniestra tarea de crearlo y de poblarlo» (Cortázar, 1984, pp. 30-31).
[8] Frente a las escasas referencias a la persecución que derivó en la salida de país de miles de nacionales, el activismo exiliar argentino se ocupó tempranamente de visibilizar el peligro que se cernía sobre los latinoamericanos refugiados y asilados en el país. Recuperando la acusación de Amnistía Internacional que afirmó que, en la Argentina de Videla, ser «extranjero» era ser «subversivo», la CADHU historizó el ciclo de violencia que, al menos desde el verano de 1974, se cernía sobre los «refugiados de los países hermanos» y denunció que, tras el golpe, la avanzada represiva los convirtió en blancos privilegiados no solo de políticas de vigilancia y control, sino de detenciones, secuestros, torturas, asesinatos y entrega compulsiva a sus países de origen en el marco de la coordinación represiva policial-militar regional (CADHU, 2014).
[9] Uno de los documentos donde más explícitamente los argentinos de la diáspora incidieron en la problematización del exilio como una de las «trágicas consecuencias de la política puesta en práctica por la dictadura militar en el campo de los derechos humanos» (1979, p. 3) fue la Declaración dada a conocer durante la Conferencia Internacional sobre el Exilio y la Solidaridad Latinoamericana en los años 70, que tuvo lugar en la ciudad de Mérida en octubre de 1979. Esa declaración reponía una pluralidad de experiencias exiliares en sus conexiones con otras modalidades y dispositivos represivos, desde los amparados en la pseudojuridicidad de la dictadura hasta los que fueron consecuencia de la «creación de condiciones de terror que han hecho, más que necesario, vital en su más profunda connotación del término, el abandono de la patria» (1979, p. 11). Esto sin olvidar referir a represión extraterritorial y a las campañas de desprestigio a la que los militares sometían a ciertos nacionales que habían logrado cruzar las fronteras (Cortázar et al., 1979, pp. 1-16).
[10] Me refiero a los que Carlos Ulanovsky (1983) llamaba «los exiliados del miedo». No me extiendo porque recupero esta categoría más adelante.
[11] Aunque el tema excede los propósitos de esta intervención, cabe aclarar que hablo de escasez por referencia a otros procesos de violencia política masiva en el siglo xx (la guerra civil española, otras dictaduras de la Doctrina de la Seguridad Nacional en el Cono Sur), en los que los exilios se convirtieron rápidamente en sinécdoque o cifra del terror político.
[12] La CADHU utilizó la consigna «Cada voz que se alce puede salvar una vida en Argentina» para denunciar la «política opresiva de la dictadura militar y los actos de genocidio de que es víctima el pueblo argentino», según versa el prólogo de la edición madrileña de Argentina. Proceso al genocidio, fechado en Buenos Aires, en enero de 1977 (CADHU, 2014, p. 29).
[13] Si bien la identidad presupone el reconocimiento de un «otro social» y/o «institucional», siguiendo a Pablo Sánchez León (2019) intentamos pensar la condición de víctima de los exiliados atendiendo a los tempranos procesos de «autoidentificación» que protagonizaron en la contemporaneidad dictatorial («víctima para sí»). Es claro que, por razones de espacio, omitimos considerar la variedad de subjetividades exiliares (heterogéneas social, político-ideológicamente, por referencia a edad, género, trayectorias de militancia, países de residencia, compromisos antidictatoriales, entre otras variables). Pero, a riesgo de producir una mirada de trazo grueso, considero que los exiliados argentinos expresaron muy tempranamente cierta incomodidad para autoidentificarse como víctimas del terrorismo de Estado. Incomodidad que, en sus múltiples articulaciones y rearticulaciones a lo largo de las décadas y ante diferentes interlocuciones e interpelaciones sociales e institucionales, fuera y dentro del país, ha estado en la base de la lenta visibilización del exilio (ciertos exilios) en la narrativa del «terrorismo de Estado». Sin embargo, esa incómoda temprana autopercepción como víctima —y esta es la hipótesis que subyace a este trabajo— no obturó ni su organización, ni su activismo antidictatorial, ni su compromiso en la articulación de narrativas que dieran cuenta de las razones, modalidades y consecuencias de la violencia estatal, atendiendo tanto a sus formas brutales, como a los efectos residuales del miedo en la trama societal.
[14] Cabe señalar que expresiones con contenidos similares a los del alto funcionario menemista se escucharon en abril de este año, cuando la prensa masiva dio cabida a la polémica por el fallo de la Justicia federal en beneficio de la actriz Nacha Guevara por los 2800 días que pasó en el exilio.
[15] Recordemos que, en noviembre de 1998, los diputados Marcelo López Arias, Carlos Becerra, Emilio Martínez Garbino, Dolores Domínguez, Marcela Bordenave, José Dumón, Julio Díaz Lozano, Alfredo Villalba, Juan Pezoa y Humberto Roggero presentaron un proyecto de reparación al exilio («Régimen de beneficios para aquellas personas argentinas, nativas o por opción y extranjeros residentes en el país, que hayan estado exiliadas por razones políticas entre el 6/11/1974 y el 10/12/1983» (Cámara de Diputados de la Nación. Trámite Parlamentario, n.° 187, p. 8852).
[16] Su primer exilio mexicano ocurrió luego de la clausura de la revista Satiricón y cuando las amenazas de la Triple A lo hicieron temer por su vida. Su pasaje por Confirmado, La Opinión y Noticias lo habían convertido en blanco de publicaciones como El Caudillo de la Tercera Posición o El Burgués, ambas ligadas a la derecha peronista. En 1976 regresó por unos meses al país, pero, en abril 1977, volvió a huir a México, donde permaneció hasta el final de la dictadura.
[17] Atendiendo a mi interés por acceder al temprano proceso de subjetivación exiliar, recupero el relato de la primera edición del libro (De la Pluma, 1983), que luego tuvo otras tres ediciones ampliadas y actualizadas desde su experiencia de retorno al país y ante el nuevo drenaje poblacional provocado por la crisis de 2001 (Sudamericana, 2001; Debolsillo, 2011; y Marea, 2018).


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