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«PANCETA, HOMO FABULATOR»
Gramma, vol. 32, núm. 67, 2021
Universidad del Salvador

Creación

Gramma
Universidad del Salvador, Argentina
ISSN: 1850-0153
ISSN-e: 1850-0161
Periodicidad: Bianual
vol. 32, núm. 67, 2021

Yo nací en la primavera escorpiana de 1942. Y, desde mi llegada a este mundo y hasta que alcancé la juventud, viví en la calle Costa Rica, más cerca de la avenida Juan B. Justo que de la avenida Dorrego. Esa subzona del barrio de Palermo ha recibido, ahora, la denominación de Palermo Hollywood, y, según parece, goza de cierto glamour de carácter comercial.

Sin embargo, en aquellos tiempos de mi niñez y adolescencia era un barrio modestísimo, de gente trabajadora, de viviendas humildes y de chicos en las veredas.

Algunos de nombre, algunos de vista, unos más, unos menos, todos los vecinos de mi cuadra eran relativamente conocidos por todos los vecinos. Si mis ánimos me lo permitieran, yo podría escribir algo así como una Mitología de la calle Costa Rica, ya que el material anecdótico es más que abundante. Tal vez lo haga algún día del futuro imprevisible.

Pero ahora me limitaré a concentrarme en uno de nuestros personajes más notables.

Su apellido, español, empezaba con G y terminaba con Z; su nombre de pila era desconocido. Ambos resultaban innecesarios, ya que todos lo llamaban Panceta y se dirigían a él con ese vocativo, que aceptaba con absoluta naturalidad.

Poseía, en efecto, una panza descomunal que, en sucesivos pliegues, se desarrollaba in crescendo hasta bastante más por debajo de la cintura. Tendría apenas cincuenta años; se hallaba jubilado por invalidez debido a afecciones cardíacas originadas, posiblemente, en su sobrepeso y su sedentarismo, causas y efectos, recíprocos, cada uno del otro.

Vivía casi enfrente de mi casa. Al atardecer sacaba a la vereda una silla de estera y un banquito de madera. En la silla se sentaba él; en el banquito, a su derecha, depositaba un atado de cigarrillos, una caja de fósforos, una botella de vino tinto y un vaso.

Panceta concitaba la presencia de seis u ocho chicos del barrio, que lo rodeábamos, interesados en escuchar los episodios autobiográficos que, sin dejar de beber vino y de fumar, relataba con estilo neutro, como no dándoles demasiada importancia a pesar de desempeñar en ellos un papel protagónico.

No conformaban sucesos heroicos ni sangrientos. Más bien pertenecían a la modalidad literaria, no diré fantástica, pero sí insólita.

1. Carambola a Tres Bandas

—Hace años —dijo, en cierta ocasión— me vi obligado a pasar la noche durmiendo en un lugar bastante raro…

Pensé que había dormido dentro de un ataúd.

No. Panceta no cultivaba la vena macabra sino la improbable. Había debido pernoctar en un pueblo de la provincia de Buenos Aires, en un hotelucho donde todas las habitaciones se hallaban ocupadas, por lo cual los dueños del establecimiento le improvisaron un lecho…

—¿Dónde? —nos preguntamos los asistentes, pensando, como alternativas, en la cabina de un camión o en el asiento trasero de un auto.

No. El lecho se había constituido en la planta baja del hotel, sobre la única mesa de billar, a la que los anfitriones dotaron, en la ocasión, de almohadas, sábanas y frazadas para hospedar la abundante humanidad de Panceta.

En seguida comentó que, tras aquella experiencia, nunca había vuelto a dormir tan agradablemente como entonces, hasta el punto tal de que, cada noche, en su cama convencional, no dejaba de añorar aquella confortable mesa de billar donde lo habían favorecido los más dulces sueños.

2. El Tigre Dermatólogo

En otra oportunidad anticipó que iba a contar una anécdota donde no había quedado bien parado, sino quizá en situación algo ridícula, pero que, en honor a la verdad, de la que era devoto, la referiría tal cual ocurrió.

Más de cuatro veces había sugerido atesorar un pasado trashumante. Se hallaba ahora en Gualeguaychú, Entre Ríos, donde, por esos días, se había presentado un circo. A manera de publicidad, sus coloridos carromatos desfilaban por las calles exhibiendo domadores, payasos, trapecistas, prestidigitadores, acróbatas, écuyères

Panceta asistía a la procesión y hasta había advertido, según destacó, la indudable mirada de enamoramiento que le lanzó la más bella y joven de las écuyères.

Al carromato femenino lo seguían los de los animales amaestrados. Estos se repartían en tres jaulas: un oso pardo, un orangután y un tigre. Desfilaron el plantígrado y el primate frente a Panceta, cuyos ojos arrobados se iban tras el carromato donde viajaba la enamoradiza amazona.

Pero, cuando el tigre pasaba frente a él, hétenos aquí que la inoportuna fiera satisfizo sus deseos de hacer pis con un terrible y caudaloso chorro, a fortísima presión y en diagonal, que, tras rebotar en el piso de la jaula, cayó, a modo de ducha amarillenta, sobre la cabeza de Panceta.

—Así fue —ratificó—. Una orina muy, muy caliente, más de ciento veinte grados centígrados: prácticamente me derritió los sesos y me hizo caer al suelo, desmayado. Tuvieron que llevarme, en ambulancia, al hospital municipal, donde permanecí cinco días, al borde de la muerte, en terapia intensiva.

Los concurrentes, yo entre ellos, embelesados.

—No obstante —agregó—, no hay mal que por bien no venga. Yo me estaba quedando calvo pero, gracias a la orina del tigre, que posee comprobadas cualidades medicinales, no solo nunca más perdí un solo pelo, sino que además volvieron a germinar los que se me habían caído.

Y se pasó ambas palmas, ida y vuelta, por los costados de la cabeza.

3. La Escena del Crimen

Omití decir que, desde su silla en la vereda, solía exhibir armas de fuego, felizmente —creo— descargadas. Su propósito no era agresivo ni amenazante sino didáctico: explicaba, con calma y sabiduría, las características técnicas de cada una e informaba, en cada caso, para qué eventualidad serían aplicables.

En su calidad de «experto en balística» había sido contratado —aseguró— por la Prefectura Naval Argentina a fin de que elaborase un informe sobre un asesinato cometido en cierta isla del delta del Tigre. En efecto, Panceta inspeccionó la escena del crimen, observó las huellas de los impactos de bala, midió superficies, realizó cálculos matemáticos y, con su eficacia habitual, tomó las notas necesarias para la ulterior redacción del documento definitivo.

Concluida su labor, y de regreso a bordo de la lancha prefecta, solicitó descender en otra isla cercana, pues deseaba visitar una precisa casa extraviada entre profusa vegetación. Allí, afirmó, siete sicarios, al mando de un esbirro apodado Rayo Exterminador, habían asesinado, el año 1901, al exgobernador Juan Manuel de Rosas. No satisfecho con esta información escueta, en seguida abundó en detalles sobre circunstancias de tiempo y de lugar, las armas utilizadas, los diálogos suscitados entre víctima y homicidas, hasta desembocar en el trágico final del episodio.

Mi cultura histórica no es precisamente mi punto fuerte. Y aún menos lo era en mi niñez. Sin embargo, no dejé de advertir que, de acuerdo con lo aprendido en la escuela primaria, su relato tenía nula vinculación con la verdad. Además, tampoco resultaba creíble que la Prefectura no dispusiera de sus propios peritos balísticos (suponiendo, por otra parte, que Panceta lo haya sido).

Desde luego, permanecí en silencio, pues jamás habría incurrido en la osadía de contradecir las fabulaciones de Panceta.

4. Diputado y Marcador Central

En otra ocasión se hallaba Panceta, abstraído, en la avenida de Mayo, contemplando alguna vidriera.

—En eso, siento que, desde atrás, me dan unos golpecitos en el hombro derecho. Giro la cabeza y, ¿qué veo?: el flaco Arturo, que me saluda.

Brevísima y deliberada pausa, para que alguien preguntara lo que preguntó:

—¿Quién es el flaco Arturo?

Leve rictus de Panceta: «Contestaré obviedades».

—Don Arturo Frondizi[1]. Nos dimos un gran abrazo y, a continuación, él me llevó a su despacho de la Cámara de Diputados. Ahí, entre café y café, conversamos largo y tendido, y rememoramos tiempos de nuestra juventud…

Panceta quedó unos instantes mirando el cielo, como reconstruyendo aquellos años venturosos. Según resultó, Frondizi y él eran íntimos amigos desde hacía décadas. La amistad, paradójicamente, se había iniciado en circunstancias en que Frondizi le había aplicado a Panceta —aquí sonrió con dulzura— una cantidad de dolorosas patadas. ¿Cómo pudo ocurrir tal cosa…?

—El flaco jugaba de zaguero central en las inferiores de Almagro, y yo era centrodelantero en Excursionistas. El partido se disputaba en nuestra cancha de Pampa y Miñones. Dos o tres veces lo gambetié y lo dejé en ridículo, pero al cuarto intento, Frondizi, que era un tipo de pocas pulgas, me encajó un patadón que me hizo volar por el aire (en esa época yo era todavía más delgado que ahora). En divisiones inferiores de la Primera B de aquellos años los referís no expulsaban a nadie. De manera que, en cuanto pude, le asesté a Frondizi un planchazo en la espinilla. Y así seguimos durante todo el partido, patada va, patada viene, codazo te pego, codazo me pegás, rodillazos, puntapiés y hasta algún tirón de pelo…

Terminado el partido, se suscitó un amago de pugilato entre Frondizi y Panceta, ambos afectados de temperatura belicosa, pero, merced a la intervención de los presentes, la pelea no llegó a concretarse. En los vestuarios hubo charlas y chistes entre los futbolistas de ambos equipos. Y, sea como fuere, el zaguero tricolor y el delantero albiverde se estrecharon las manos, y salieron juntos a la calle. Un par de compartidas cervezas en las barrancas de Belgrano había terminado por sellar la añeja amistad mantenida hasta el momento en que Panceta nos contó esa historia.

Confieso mi incomodidad. Siempre tuve la certeza de que las narraciones de Panceta constituían pura mistificación, pero, en este caso, me visitó cierta inquietud: ¿y si esta vez Panceta hubiera dicho la verdad? Es decir, esencialmente la verdad, claro que adornada por los detalles dictados por su imaginación…

No lo sé: no me atrevería a inclinarme ni en favor de la verdad ni en favor de la mentira como inspiradoras de esta historia de Panceta.

Me quedo con la duda…

5. Puñetazos Mortíferos

En los cuentos de Panceta ningún anacronismo resultaba ilógico: aunque él anduvo por este mundo durante ciertos precisos años, no nos parecía incoherente que algunas de sus hazañas hubieran ocurrido antes de su nacimiento, y otras, después de su partida hacia la eternidad.

En una de sus aventuras militaba, según dio a entender, en una especie de unidad rebelde que se oponía a no sé cuál despotismo instalado en un país, aparentemente tropical, cuyo nombre se negó a revelar. En este caso, Panceta y su cuñado Guillermito (un nuevo personaje, jamás mencionado con anterioridad) se dirigían a realizar una difícil misión de espionaje en las filas enemigas.

Viajaban en una moto Gilera al comando de Guillermito, mientras Panceta, tripulante, ocupaba el asiento trasero. En un puesto de control, fuerzas armadas del enemigo les dan la voz de alto. Hay un sargento a la derecha y un cabo primero a la izquierda del vehículo. Ambos sostienen ametralladoras livianas en posición de apresto. Piden identificación a Guillermito, que les extiende su cédula de identidad. Los suboficiales cotejan la foto del documento con el rostro de su propietario y, viendo que todo está en orden, se lo devuelven.

Ahora hacen lo mismo con Panceta. Este finge que, con ambos brazos, va a hurgar en sendos bolsillos laterales de su pantalón en busca de credenciales y, cuando nadie podría preverlo, extrae de esas profundidades, con inusitada violencia, sus puños izquierdo y derecho: en diagonal ascendente, producen terrible impacto en las respectivas mandíbulas del cabo primero y del sargento, quienes se derrumban noqueados, o tal vez muertos.

(Panceta era hijo único y soltero: ¿cómo, entonces, contaba con un cuñado?).

6. Una Lección de Civismo

Los años y sus cambios fueron transcurriendo. No sabemos si lo que sigue sucedió antes o después de los contundentes puñetazos de Panceta.

Un nuevo gobierno, afín a los ideales de Panceta (que jamás sabremos cuáles eran), se ha instalado en la República.

El gobernador de la provincia de Buenos Aires, que acumula en su currículum dos títulos universitarios (abogado y médico), convoca a Panceta al despacho oficial de la ciudad de La Plata.

Panceta, vistiendo traje oscuro, camisa blanca y corbata sobria, se presenta. El gobernador le manifiesta que, en el Gran Buenos Aires, quedan tres intendencias vacantes: es necesario cubrirlas con una persona de altísimos valores ciudadanos, elevada cultura y máxima eficacia ejecutiva. Los tres distritos son San Isidro, Tres de Febrero y La Matanza.

—Sin duda —agrega—, a mí me encantaría que usted, ingeniero Panceta, fuera, simultáneamente, intendente de los tres partidos. Pero, por desdicha, las normas no nos permiten tal conducción conjunta.

El gobernador, algo avergonzado por tropezar con dicho obstáculo legal, logra reponerse:

—Entonces le ruego, querido y admirado ingeniero Panceta, que usted elija el distrito de su mayor agrado y quedará de inmediato nombrado en condición de intendente vitalicio.

(El texto anterior constituye mi paráfrasis del relato de Panceta. En este punto traslado la acción a la calle Costa Rica: el narrador, sentado en su silla de estera, y frente a él, el auditorio infantil).

Tras la palabra «vitalicio», Panceta introdujo un largo silencio, esperando, y logrando, que alguno de nosotros —tal vez, yo— le formulara la pregunta que le formuló:

—Y usted, ¿cuál eligió?

Panceta sonrió:

—No era cuestión de elegir porque sí no más. Le dije al gobernador que solo asumiría si se me aceptaba una serie de condiciones que presentaría al día siguiente.

Sin nueva dilación, Panceta reanudó su historia:

—Volví a casa, puse una hoja en la máquina de escribir y redacté mis condiciones: constaban de veinticinco puntos. Llamé por teléfono al gobernador y le comuniqué que ya tenía listo el documento prometido. Diez minutos más tarde un helicóptero aterrizó en el patio de mi casa; era un funcionario de la gobernación que llegó desde La Plata a retirar mi escrito.

Nuevo silencio: ¿cuál habrá sido la respuesta oficial?

—Al día siguiente me llama el gobernador y me dice: «Querido ingeniero Panceta. Muy agradecido por su buena voluntad y por su deseo de colaborar con la ingente obra patriótica que hemos emprendido».

Yo trataba de adivinar: ¿cuál destino habrá elegido nuestro intendente, San Isidro, Tres de Febrero o La Matanza?

Pero una sombra de decepción turbaba el rostro de Panceta:

—No quise asumir ninguna intendencia. Yo le había propuesto al gobernador veinticinco condiciones. Él, de inmediato, se reunió con el presidente de la nación para analizar mi protocolo. De las veinticinco exigencias me aceptaron solo veinticuatro.

Y, con los nudillos de su mano derecha, aplicó veinticuatro sonoros golpes sobre el banquito de madera, haciendo trepidar botella y vaso.

—¿Y entonces…?

—Entonces hice lo que todo ciudadano altivo debe hacer: no acepté el cargo. Y preferí continuar en el llano.

Me atreví a pensar que el llano consistía en la silla de estera desde donde Panceta acababa de aleccionarnos. Además, nunca supimos cuáles fueron las veinticuatro condiciones aceptadas. Y mucho menos la rechazada número veinticinco.

7. Calcutense Ilustre

En otra ocasión Panceta declaró que le dolía un poco la cabeza, posiblemente debido —arguyó— a haber pasado despierto toda la noche, sentado frente a su máquina de escribir, en la tarea de redactar su autobiografía.

—Sin embargo, el dolor más insoportable que sufrí en mi vida fue el de una otitis-laberintitis, que me atacó en el mismo instante en que contraje también conjuntivitis.

Según contó, en alguna época se había aficionado a las culturas orientales y había seguido cursos de yoga y de diversas disciplinas espirituales de la India, hasta alcanzar la cúspide de la más compleja de todas, denominada nirvanamiento esencial. En la Argentina solo tres personas habían ascendido hasta ese grado de perfección. Uno de ellos, a la sazón de ciento catorce años de edad, era un paisano que vivía en un rancho de adobe en la Quebrada de Humahuaca. Otra era una señorita llamada Hebestela, de edad desconocida, residente en la calle Ombú, de Palermo Chico. El tercero de estos afortunados era el mismo Panceta.

De este modo el Instituto Meditación y Sapiencia, donde había cursado Panceta, lo envió, en su carácter de mejor alumno, como becado a la ciudad de Calcuta. Allí fue recibido, con todos los honores, por una comisión que presidía Rabindranath Tagore. Lo agasajaron con un banquete de bienvenida y lo nombraron calcutense ilustre.

Poco tardó en anudar una hermosa amistad con Tagore, hasta el extremo de que, un buen día, el escritor le propuso a Panceta que se iniciara como Sabio Holístico mediante una inmersión en el Ganges, el río sagrado de la India.

—Yo estaba un poco indeciso, pero Bindra (así lo llamaba yo a Tagore) me sirvió de ejemplo y me exhortó a imitarlo. Ahí mismo se despojó de su blanca túnica y, para mi sorpresa, en lugar de ropa interior, vestía un pantaloncito bermuda, estampado con imágenes a todo color de claveles, jazmines y mariposas. Se arrojó de cabeza al agua, para evitar el desagradable panzazo de los inexpertos y, al emerger de la zambullida, barbas y larguísimos cabellos empapados, con ademanes juveniles me invitó a hacer lo mismo.

Por descuido, Panceta no se había provisto de atuendo natatorio; su ropa interior era un calzoncillo negro, muy discreto: no slip ni mucho menos colaless sino tipo boxer. Aunque en ese lugar se aglomeraba una multitud, lo cierto es que a nadie le interesaba lo que Tagore y Panceta hicieran o dejaran de hacer, de manera que, tras breve vacilación, el discípulo se quitó el calzado, las medias, el pantalón y la remera donde lucía el emblema albiverde de Excursionistas, y quedó sin otra prenda que el calzoncillo.

Entró en las aguas, terriblemente contaminadas, del Ganges y, chapuzón va, chapuzón viene, él y Tagore se entretuvieron largo rato jugando con una gigantesca pelota de goma.

—La experiencia resultó inolvidable. Pero, de regreso en mi bungalow de cañas de bambú, me di cuenta de que prácticamente no veía nada y de que, al mismo tiempo, un espeluznante dolor de oídos me taladraba el cerebro. El agua infecta del río me había inoculado simultáneas conjuntivitis y otitis-laberintitis.

Por fortuna, no tardó Tagore en visitar a Panceta, llevando en su alforja dos vasijas de porcelana china con sendas pócimas prodigiosas: una pomada verde, aplicada en los ojos del doliente, terminó en un santiamén con la conjuntivitis; un ungüento rosado, introducido en ambos oídos, extirpó para siempre la torturante laberintitis.

Enriquecida por iluminadores diálogos, continuó la cálida relación entre los dos intelectuales. Pero llegó el triste momento en que Panceta, después de un semestre en la India, se despidió, con lágrimas en el rostro, y regresó a Buenos Aires.

—Nunca más tuve el honor de volver a ver a Bindra, y tiempo más tarde supe que había fallecido en su Calcuta natal. Pero conservo un entrañable recuerdo de él…

En el suelo, a la izquierda de su silla de estera, se hallaba un mínimo cartapacio de cuero marrón. Panceta se inclinó, lo tomó y de su interior extrajo un librito: El cartero del rey, de Rabindranath Tagore, un ejemplar color limón de la Editorial Losada.

—Bindra tuvo la generosidad de dedicarme el volumen que yo, previsoramente, había llevado a la India.

Creo que fui el primero en estirar la mano para poder leer la dedicatoria con que Tagore había agasajado a Panceta. En la portada, bajo el nombre del autor y el título del libro, mis ojos tropezaron, ¡ay!, con un laberinto, en tinta azul, de caracteres indescifrables.

Mostramos cierto desconcierto. Pero Panceta acudió en auxilio de nuestras ignorancias:

­—Bindra hablaba inglés pero no español. Sin embargo, le rogué que me escribiese la dedicatoria en bengalí, ya que yo domino perfectamente ese idioma. ¿Quieren saber qué puso…?

Tras calarse los lentes, Panceta tradujo al español, no sin alguna duda estilística, el texto bengalí de Tagore:

—A mi distinguido (o estimado) amigo de las pampas sudamericanas, profesor (o maestro, o gurú), Panceta, dedico esta humilde (o modesta) obra literaria, como testimonio de amistad y afecto (o cariño). Muy cordialmente, Bindra.

8. Rosaura a las Cinco

Según Panceta, no había mañana en que no recibiese alguna carta. La mayor parte provenía de discípulos pertenecientes a diversas ramas del saber que solicitaban su consejo ante problemas abstrusos. Asimismo una cantidad considerable era enviada por mujeres que, arrobadas, le declaraban su amor, aun sin conocerlo personalmente.

Concentrado en cuestiones científicas esenciales, solía desechar estas propuestas femeninas. Pero de vez en cuando accedía a concretar una cita galante con alguna de sus flechadas, confiando en el azar y entregado al hechizo que implican la sorpresa y lo desconocido.

El mismo día en que cumplió treinta años recibió cierta misiva… Un sobre rosa, con perfume de violetas. El remitente solo consignaba: Rosaura, avenida Melián tal número, Buenos Aires.

La letra, en tinta azul, era redondita, muy agradable y prolija, aunque algo infantil.

Como de la nada, surgió un sobre rosa en la mano de Panceta. Se solazó con su fragancia, extrajo una hoja y nos leyó textualmente:

Estimado Sr. Arquitecto Panceta:

Quizá le sorprenderá la presente.

En el diario El Día he leído la nota sobre su visita de asesoramiento al gobernador bonaerense. Confieso que he quedado prendada de su inteligencia, de su elevado criterio y, ¡no se ría de mí!, también me he enamorado de su presencia física.

Me encantaría conocerlo personalmente, para charlar, intercambiar ideas y tal vez iniciar una relación afectiva que, ojalá, pueda desembocar en nuestra boda.

En caso de que usted esté de acuerdo, lo esperaré el sábado 7, a las 17 horas, debajo del reloj del andén 3 de la estación ferroviaria de La Plata.

No es necesario que conteste esta epístola. Yo lo aguardaré con el corazón palpitante. Si usted me hiciera el favor de apersonarse, yo me sentiría la más dichosa de las mujeres. Si, en cambio, usted decide no asistir, también lo comprenderé y me retiraré compungida y desdichada, pero no rencorosa.

Yo a usted lo conozco perfectamente. Pero creo útil describirme a grandes rasgos: soy pelirroja con algunos reflejos rubios; tengo catorce pequitas sobre la nariz y las mejillas; delgada y esbelta, mi estatura alcanza un metro con setenta centímetros; y, a diferencia de ciertas damiselas, revelaré mi edad: treinta y cinco años.

Lo saludo con afecto y me permito enviarle un beso.

Rosaura

—¿Por qué —nos preguntó Panceta— me citaba en La Plata, viviendo en la avenida Melián? En todo caso, si le gustaban los trenes, podríamos habernos citado en la estación Belgrano R.

Sea como fuere, picado por el bichito de la curiosidad, Panceta decidió ir.

Ya en La Plata, se dirigió al andén 3, debajo de cuyo reloj se hallaría, teóricamente, la señorita Rosaura, pelirroja con reflejos rubios, de un metro setenta, delgada y esbelta, y de treinta cinco años de edad.

Y allí se encontraba, sonriente, una mujer que, antes de que él pronunciase palabra, le estampó un beso en cada mejilla.

Al instante Panceta registró varias divergencias entre el autorretrato poético y la realidad física.

El cabello no solo carecía de reflejos rubios, sino que, elevándose a modo de cresta de pajarraco, ardía en el furibundo fucsia de las tinturas capilares. Las cifras guardaban una inversión simétrica: la dama no medía un metro setenta sino un metro treinta y cinco; y no tenía treinta y cinco años sino setenta. La proclamada esbeltez del cilindro había capitulado ante la rotundez de la esfera. La nariz, más pico de tucán que de ruiseñor, regía el pintarrajeado laberinto del semblante, de donde habían desaparecido las catorce pequitas.

Ante esa conjunción de gallo de riña sobrealimentado y ranforrinco multicolor, Panceta quedó petrificado y a punto de sufrir un infarto que podría arrastrarlo a la sepultura. Pero, sin que atinara a saber cómo ni por qué, unos minutos más tarde Rosaura y él habían abandonado la estación.

­—Padecí un suplicio —nos dijo— que no le deseo ni a mi peor enemigo: tuve que varear a mi partenaire, de escueta minifalda y generoso escote, por las calles de La Plata. Caminamos un rato al azar, mientras ella hablaba y hablaba sin que yo le prestase la menor atención.

Entonces Rosaura le sugirió que la invitara a tomar algo…

—Encima —reflexionó, apesadumbrado— de que se había burlado de mi candidez, quería hacerme gastar plata…

En cuanto pudo, se desentendió de la doncella y, herido de ultraje, emprendió el regreso a Buenos Aires. Durante el trayecto, como previsible consuelo, no pudo no rememorar el feliz romance que, en su pasada estadía en el reino de Moscovia, había disfrutado con otra Rosaura, la princesa heredera del trono. Y finalmente se juró a sí mismo no concertar nuevo encuentro con ninguna de sus múltiples enamoradas.

A esa breve altura de mi infancia acepté como verdadera la historia del chasco de La Plata. Sin embargo, transcurrido algún tiempo, me resultó fácil advertir que Panceta me había precedido unos cuantos años en la lectura de más de una obra literaria.

9. El Placer del Homo Fabulator

No fueron las únicas andanzas que relató, y recuerdo otras parecidas, que tal vez exhume en el futuro.

En algún momento dejamos de verlo y ya no hubo otras historias ni público que las escuchara. No mucho más tarde supimos, con tristeza, que Panceta se encontraba ahora relatándole sus hazañas a san Pedro.

Mi niñez me hizo creer auténticas sus narraciones. Pero no tardé demasiado tiempo en convencerme de que constituían mentiras desde la primera letra hasta el punto final. Detalle que no tiene nada de reprochable: Panceta era feliz ejercitando el arte u oficio de inventar historias. Tal es uno de los placeres supremos de que goza el fabulador, y hablo con conocimiento de causa…

Sin embargo —ruego ser creído—, en esta evocación me he ceñido, como es mi costumbre, a la más rigurosa verdad.

Notas

* Profesor de Lengua y Literatura. Desde 1969 hasta la actualidad, ha publicado más de ochenta libros (cuentos, novela, ensayo, entrevistas). Correo electrónico: fersorrentino@gmail.com
[1] El primero de mayo de 1958 el doctor Arturo Frondizi asumiría la presidencia de la nación; este relato se desarrolló con anterioridad a esa fecha.


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