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Recepción: 06 Mayo 2024
Aprobación: 17 Julio 2024
Resumen: Quisiéramos vivir “bajo el sol de Dios” (Ecl. 8, 15), pero nos descubrimos bajo el sol de Satanás. Nadie más que Bernanos lo ha visto, y también lo ha sabido, pues la literatura alcanza lo que ni la filosofía ni la teología logran expresar, especialmente en lo que respecta al tormento del mal. Oculto bajo la figura del “maquignon picard”, y por tanto de un hombre ordinario, el diablo no se deja ver; prefiere disfrazarse. No existe el mal de un lado y el bien del otro en Bernanos, sino más bien “el mal bajo la figura del bien”. Tal es su suprema astucia, y también su modo más seguro de desenmascararnos. Confundiendo las fronteras, haciéndose pasar por nadie siendo alguien, prefiriendo el “Frío” del hielo al calor de las llamas, y yaciendo con el abad Donissan para quitarle su aliento, Satanás nos acecha siempre, menos para mostrarse que para atraparnos. Una “lectura filosófica” de estas páginas fulgurantes de Sous le soleil de Satan (encuentro del abad Donissan con el maquignon picard) elevará a Bernanos al rango de los más grandes pensadores católicos. Nadie lo había dudado. Pero leerlo y releerlo permite confirmarlo. .
Palabras clave: Bernanos, mal, diablo, satán.
Abstract: We would like to live “under the sun of God” (Eccl 8:15), but we find ourselves Under the Sun of Satan. Nobody has seen this, and also known this, better than Bernanos –for literature reaches what neither philosophy nor theology can say, in particular when it comes to the torment of evil. Hidden under the appearance of the “Picardy horse dealer,” and therefore of an ordinary man, the devil does not let himself be seen; he loves, rather, to disguise himself. We do not find evil on one side and good on the other in Bernanos, but rather “evil under the appearance of good.” This is the devil’s supreme ruse, and his surest way of seeing right through us. Blurring the boundaries, making himself pass for no one when he is someone, preferring the “Cold” of ice to the heat of flames, and lying (down) with Father Donissan to rob him of his breath, Satan is always lying in wait for us –less to show himself than to trap us. A “philosophical reading” of these searing pages of Under the Sun of Satan (Father Donissan’s encounter with the Picardy horse dealer) will elevate Bernanos to the rank of one of the greatest Catholic thinkers. Nobody doubted this. But reading him, and rereading him, permits us to confirm it.
Keywords: Bernanos, Evil, Devil, Satan.
También al padre Donissan[2] le “llegó la hora”, no sólo de entrar en la pasión y “pasar de este mundo al Padre” el día de la Última Cena o del lavatorio de los pies (Jn 13, 1), sino de entrar en combate “bajo el sol de Satanás”, o más bien “con” Satanás, pues en ningún lugar mejor que en esta primera novela Bernanos se enfrentó al mal, o más bien al pecado: “pero había llegado la hora (tanto para Donissan, como quizás también para Bernanos al finalizar la Primera Guerra Mundial) en la que, sin duda, la obra cruel daría su fruto y desplegaría toda su malicia” (Bernanos, 1926, p. 162). Con Satanás, pues, todo llega como un destino, o más bien una maldición, o incluso a una propedéutica. En efecto, era necesario que el padre Donissan, al tomar el camino de Beaulaincourt de Étaples a Campagne para “confesar las almas”, estuviera preparado para ello. No se puede leer el rostro de Satanás en las almas santas sin haberlo conocido antes uno mismo. Mejor aún, había que haberlo visto cara a cara para estar preparado para descubrirlo en el personaje de Mouchette, que, en su pecado y asesinato, toma la forma de una Eva caída. La Biblia sigue siendo la base de esta apasionante, por no decir fascinante, historia del encuentro del padre Donissan con Satanás disfrazado de comerciante de caballos [maquignon],[3] que no parece más que un hombre corriente.[4]
Es como si, en este “hipotexto” bíblico, o en este texto que está “debajo” del texto, Bernanos duplicara en cierto modo las tentaciones de Cristo en el desierto con la tentación de Donissan en el camino de Chalindry: enfrentarse y luchar con el mismo Adversario. Ya se trate del Reino y de la vida pública (Cristo), o de la confesión de las almas y del enfrentamiento cara a cara con Mouchette (Donissan), primero hay que enfrentarse a Satanás, en un enfrentamiento tanto más “diabólico” cuanto que es el ejemplo de una batalla que nos supera. No se trata sólo del “mal ontológico y teológico” que sabemos que derrotó a la humanidad a causa del pecado de Adán: “el alma humana no puede constreñirse lo suficiente como para expresar en términos abstractos la certeza de una presencia real”, confía más tarde Donissan a Mouchette (Bernanos, 1926, p. 197). Pero es también, y, sobre todo, la “figura ética y personificada” de un Satanás que ha venido a abatir, y a combatir, todo lo que aún pueda quedar en nosotros de humanidad, así como de bondad. Para Donissan, se trata de ser vencido y, sin embargo, resistir y resistir siempre, siguiendo el ejemplo de Cristo en el desierto, pasando por la prueba para vencerlo, o mejor aún, para acabar con él: vade retro Satana – “retírate, Satanás”, exclamó el Hijo de Dios con un grito al final de la tercera tentación (Mc 8, 33); y “vete Satanás”, repitió tres veces el santo de Lumbres o el vicario del campo (Bernanos, 1926, p. 178), lanzando finalmente un similar “¡retírate, Satanás!... con los dientes apretados” (Bernanos, 1926, p. 181).
Sería, entonces, que el mismo hombre tiene que enfrentar sus propias tentaciones – aquellas que ciertamente tentaron a Cristo (riqueza, poder y honor), pero que ahora se manifiestan en nuestra existencia como tantos rasgos concretos que nunca deberían haber sido nuestros, y de los cuales bien podríamos prescindir: pequeños o grandes arreglos con el “diablo” en forma de mentiras, calumnias, escrúpulos, pornografía, orgullo, falta imperdonable o borrachera – no solo hacia otros (violencia) sino también hacia uno mismo (perversión). Ya no ver al diablo, sino vernos a nosotros mismos viendo al diablo. O, mejor aún, ver al diablo viéndose a uno mismo. Este es el mayor “truco del diablo” de Bernanos: ocultarse como hombre –por eso toma la capa más banal bajo la apariencia de un “comerciante de caballos” [marchand de chevaux] o de un comerciante de caballos de Picardía [maquignon picard][5]– y hacer que Satanás en él se tome por hombre y sea visto como hombre, bajo la apariencia de un “doble” que ya no podremos distinguir de nosotros mismos:
y el vicario de Campagne vio de pronto ante sí a su doble, una semejanza tan perfecta, tan sutil, que se comparaba menos a la imagen reflejada en un espejo que al pensamiento singular, único y profundo que cada uno alimenta en sí mismo [...]. Por mucho que se esforzara, ya no le era posible distinguirse de su doble y, sin embargo, conservaba a medias el sentimiento de su propia unidad. (Bernanos, 1926, p. 180)
Borrar las fronteras
Satanás no puede ser reconocido o identificado en Bernanos más que en cualquier otro lugar. De ahí el gran esfuerzo por descubrirlo –no sólo para combatirlo, o, mejor dicho, que ahí reside la verdadera lucha– entendido por “diabólico”. Por este disfraz y este travestimiento, del diablo en simple hombre, se revela y se juega precisamente lo diabólico como tal. Todos conocemos la famosa regla del “mal disfrazado de bien” en los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola (1985): “que aquel que da los ejercicios se dé cuenta de que aquel que los recibe está siendo atacado y tentado bajo la apariencia del bien” (p. 32). Y todos pueden experimentar esto: es creyendo que están “haciendo caridad” como pueden jugar con el odio y la superioridad bajo apariencia de bondad. Pero tanto en Ignacio como en Bernanos, no somos sólo nosotros los que estamos en juego, sino Dios mismo en lucha con esta figura personificada –Satanás, diablo o adversario, poco importa. Habría que no haber estado nunca sometido a un combate –una tentación tanto del orgullo como de la carne– para no saber cuán grande es la lucha espiritual entre Dios y el diablo, y cuánto nos sobrepasa, aunque seamos ante todo el escenario, o más bien el campo de juego. No es que uno no tenga nada que ver con ello, o que uno no haga nada al respecto, todo lo contrario. Pero en eso no es luchando como saldré de ello, porque estos “Poderes” me superan ampliamente, sino reconociendo que la guerra ya ha sido ganada por otro, aunque yo siga siendo su víctima en un abandono que no deja de abrumarme. Por tres veces, Donissan no cesa de “desandar su largo camino” y de volver al “círculo infernal” de esta misma partida (Bernanos, 1926, p. 167), pues nadie sale victorioso de la lucha si no es arrastrado por otro.
“Estos hombres son supuestos apóstoles, obreros fraudulentos disfrazados de apóstoles de Cristo. Y no es de extrañar, ya que el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz” (2 Cor 11, 13-14). Esta es la frase de la Segunda Carta de San Pablo a los Corintios que subyace en todo el encuentro entre el comerciante de caballos de Picardía [maquignonpicard] y el padre Donissan. Lo sorprendente de esta reevaluación filosófica de la escena es la “banalidad del mal”, según la expresión de Hannah Arendt (2002)[6] –un demonio tanto más poderoso cuanto que adopta la forma de un hombre y toma los contornos de la vida más ordinaria. Al fin y al cabo, qué puede haber más banal que un “comerciante de caballos” [maquignon], un comerciante de caballos [marchand de chevaux], o incluso un comerciante [marchand] de “asnos”, que esta vez negociará “almas”, como se “vende el alma al diablo”: “el comerciante de caballos [maquignon] de Picardía estaba allí, en el mismo lugar, como si nunca lo hubiera abandonado. La mano del futuro santo de Lumbres retrocedió. ¡Qué extraño! Después de haber soportado tantas visiones singulares y feroces, apenas se atrevía a levantar los ojos ante esta apariencia inofensiva, este hombre tan prodigiosamente parecido a tantos otros” (Bernanos, 1926, p. 182). “Ves ante ti a un pobre hombre con las cualidades y defectos de su estado...”, el comerciante de caballos [maquignon] vuelve a engañar a Donissan, que acaba de desenmascararlo como la efigie de Satanás, “un corredor de bidets normandos y bretones... un tratante de caballos, dicen...” (Bernanos, 1926, p. 175).
Esto es porque, en el mal, nadie sabe lo que pertenece al sueño, o más bien a la realidad. Mejor aún, es haciendo pasar la realidad por un sueño como el adversario se insinúa, difuminando los límites y derribando las barreras, como el “muchacho jovial [...] agarra el alambre de espino de una valla invisible, sosteniéndolo cortésmente a distancia para facilitar el paso” (Bernanos, 1926, p. 168). Y el propio Donissan no sabe si está despierto o soñando, en su encuentro con el comerciante de caballos de Picardía [maquignon picard]. El Descartes (1979) de la primera Meditación Metafísica parece haber pasado ya por esta distinción imposible entre el sueño y la vigilia: “como si de repente”, confiesa el filósofo, “hubiera caído en aguas muy profundas, estoy tan sorprendido que no puedo ni afirmar los pies en el fondo, ni nadar para sostenerme por encima de él” (p. 77 / AT IX, 18). Incluso antes de su combate con el diablo en la llanura de Étaples, el padre Donissan ya no sabía si estaba soñando o despierto, a causa de su fatiga, por supuesto, pero también porque la pesadilla del adversario a veces puede ser peor que su realidad: “Sus ojos, que había mantenido bien abiertos en la oscuridad, estaban ahora llenos de sueño [...]. Antes de que pudiera expresarse, el miedo se apoderó de él por completo. Era como una pesadilla lúcida, que poco a poco le iba comiendo el sueño, despertándole por grados” (Bernanos, 1926, p. 165).
Y después de luchar con el comerciante de caballos [maquignon], figura del diablo, y de encontrarse con el joven cantero, figura de Cristo, Donissan ya no sabe si ha estado soñando o, mejor aún, dónde está la realidad. Pero, a decir verdad, poco importa. Como sabemos, y como Bernanos (1943) ha atestiguado a menudo, la esencia de la realidad es “sobrenatural”, o no lo es: “un día tendrás la prueba de que lo sobrenatural no recibe su merecido” (p. 1525).[7] Los sueños rozan a menudo la locura, y el propio Descartes (1979) se apresuró a señalarlo, aunque rechazándolo: “¿Pero qué, están locos? [...] sin embargo, aquí tengo que considerar que soy un hombre” (p. 69 / AT IX, 14). No sería el caso de Bernanos, que contemplaba plenamente la posibilidad de una locura que pudiera afectarme, deshumanizarme y hacerme perder definitivamente el equilibrio. Mejor aún, hizo del satanismo el paso mismo del sueño a la locura, de modo que denunciarlo se vuelve irrealizable, o al menos imposible, en cuanto ya no sabemos dónde está Satanás, ni dónde estamos nosotros mismos: “¿He estado soñando? O más bien intentó pronunciar las sílabas, articularlas en el silencio. Era para acallar otra voz que, mucho más claramente y con una lentitud terrible, preguntaba en su interior: ‘¿Estoy loco?” (Bernanos, 1926, p. 191).
Así que no importa si estás soñando o despierto. Satanás, mucho más poderoso por supuesto que un genio maligno inventado por el hombre como “ficción metodológica” (Guéroult, 2015), está ahí, tanto en el sueño como en la vigilia, y probablemente más virulento en este mundo imaginario que no deja de tocarme la fibra sensible que en esta supuesta realidad en la que lo sobrenatural en sí no tiene cabida. Desde el punto de vista fenomenológico, Bernanos practica desde hace tiempo la “reducción”, en el sentido de que la realidad no se limita a los hechos tal como se cuentan. Hay que saber “poner entre paréntesis” (epoché)lo que llamamos mundo, aunque sea sin eliminarlo, para interesarse y ver el mundo real, que es el de nuestra interioridad. Y este es el lugar de la intimidad que Satanás viene a habitar, no tanto para conquistar como para pervertir, pues siempre permaneceré allí como en el espectáculo de mi propio egoísmo. Yo que estaba dentro (en mí), aquí estoy fuera (fuera de mí). Pero este afuera no es más que el “yo vuelto del revés”, que esta vez ya no sabe dónde habitar: “¡ah! el hombre que siente huir, como por un colador, su voluntad, su atención y luego su conciencia”, confiesa Bernanos, mientras Donissan parece bordear el sueño y la locura en su encuentro con Satanás, que acaba de alejarse, “mientras su interior oscuro, como la piel vuelta de un guante, aparece de pronto fuera, sufriendo una agonía muy amarga, en un instante que ningún péndulo puede medir” (Bernanos, 1926, p. 191).
Detectar a Mouchette en su pecado, incluso más que en el simple hecho del crimen del que querría ser acusada, es entrar así en “la historia arrebatada desde dentro” (Bernanos, 1926, p. 205), como lanza Bernanos de forma notable en acentos péguyistas (Le dialogue de l'histoire et de l'âme charnelle).[8] No es que la vida de Mouchette sea peor que cualquier otra. Al fin y al cabo, incluso habiendo cometido un crimen, su vida sigue siendo una “vida plana”, una vida “como cualquier otra”. Y tal vez sea precisamente eso lo que no soporta: “tu vida repite otras vidas”, le dice el padre Donissan, “todas iguales, vividas planamente, justo al nivel de los comederos donde tu ganado come su grano” (Bernanos, 1926, p. 204). La malicia en realidad es la más común, incluso en los crímenes más grandes. Y tal vez eso sea lo más difícil de soportar, no solo para Mouchette, sino también para aquellos que desearían, con el diablo, convertirse en “portadores de luz” o “Luci-fer”, enorgulleciéndose de un mal que, en realidad, ya nos ha invadido a todos, sin distinción alguna:
como humildes hechos de la vida cotidiana, sin ningún brillo, atrapados en la malicia más común –como guijarros en su barro– secretos monótonos, mentiras monótonas, divagaciones monótonas, divagaciones del vicio, aventuras monótonas que un nombre pronunciado repentinamente iluminaba como un faro, para luego caer de nuevo en una oscuridad donde la mente aún no distinguía nada, pero que una especie de horror sagrado denunciaba como un hormigueo de vidas oscuras. (Bernanos, 1926, p. 204)
Al final, Donissan no sabe, o ya no sabe, si esto le ocurrió a él. Pero en realidad no importa. Lo único que importa es que “algo” haya ocurrido –en el padre Donissan como teatro de la lucha entre Dios y Satanás en el corazón de su subjetividad: “uno de estos personajes –imaginario o no– se alejó” (Bernanos, 1926, p. 184). También con Bernanos, como con el psicoanálisis, la fenomenología y la literatura, no existe lo “real” por un lado y lo “imaginario” por otro, al menos para el novelista. También podemos partir del modo de lo imaginario, porque allí se encuentran las fantasías donde se fomenta la realidad, y allí también se confunden las fronteras y caen los puntos de referencia en los que aún creíamos poder fijarnos.
Mi nombre es nadie
La frontera imposible entre lo real y lo imaginario toma entonces el relevo de la brecha imposible entre Satanás y uno mismo. En ninguna parte se parece tanto el Diablo a mí mismo como en Bernanos, tan alter ego (otro yo mismo .autre moi-même]) que ya no veo un alter ego .otro que yo mismo .autre que moi-même]). Imbuido de él, o más bien atacado por él, el Padre no sabe a qué atenerse, o más bien dónde está e incluso quién es, en este juego de dos caras con el casamentero del pecado. Pues el adversario no me separa de él, sino a mí de Dios. Lejos de estar “con nosotros” (Emmanu-el) para “reunirnos” (sunbolon), el diablo se pone “entre nosotros” para dividirnos (diabolon): “Hay algo entre Dios y el hombre, y no una figura secundaria”, confesará más tarde el santo de Lumbres (Bernanos, 1926, p. 257).
“Algo”, no sólo “alguien”, entre Dios y el hombre. Esto es lo que Bernanos ve perfectamente. El mal en persona es también el mal cuyo nombre es nadie –no uno sino todos (pluralidad), no alguien sino algo (neutralidad). “El mal no es nadie” porque es “todos” en primer lugar, todos nosotros, por supuesto, pero también la legión o el ejército, lo que significa que no será diezmado tan fácilmente. “Mi nombre es legión porque somos muchos”, dice Satanás por boca del hombre del espíritu inmundo en el Evangelio de Marcos (Mc 5, 9), y “solo nosotros –¡nosotros, digo! – solo nosotros no somos sus incautos (vuestro amo y lo que les tiene reservado) y, de su amor o de su odio, hemos elegido –por una astucia magistral inconcebible para vuestros fangosos cerebros– su odio...” (Bernanos, 1926, p. 177).
Y “el mal no es nadie” porque entonces no es “nada”, o más bien algo y no alguien. La neutralidad se impone a la singularidad, después de que la pluralidad haya destruido la unicidad: “en el mismo instante, lo que tenía delante se desvaneció” (Bernanos, 1926, p. 180), observa Donissan cuando el comerciante de caballos [maquignon] desaparece para descubrirse como su más inverosímil doble. “Eso no es lo queyo necesito”, exclama el Padre (Bernanos, 1926, p. 181, subrayado de Bernanos) –hasta el punto de concluir en el colmo de la neutralidad, cuando la conversación con Satanás ha terminado: “lo que se levantó y chapoteó suavemente en el barro fue el último y supremo actor de aquella noche inolvidable” (Bernanos, 1926, p. 192, subrayado de Bernanos).
La ipseidad [l’haeccéité] o singularidad de Satanás se invierte en neutralidad, y esta es su artimaña suprema. Finge ser uno cuando es muchos, ser verdaderamente uno (el mal en persona) pero disfrazado de algo (mi nombre es nadie).[9] Así pues, el mal es tanto la otra cara de la alteridad como su negación. El otro lado de la alteridad, porque no es el otro, sino el otro del otro. No es que el mal sea simplemente “la privación del bien” (Tomás de Aquino), o lo “oculto en el abismo que es Dios mismo” (Schelling), sino en que siempre es el uno quien “se hace pasar por el otro”: Dios cuando es el diablo, la luz cuando es la oscuridad, la bondad cuando es la malicia. La confusión es su mejor modo de manifestación. Es creyendo apretar a Dios (el Otro) como Donissan abraza en realidad al diablo (el Otro del Otro), y es encontrando consuelo en el pecado como ya no sabemos lo que es el bien: “te estreché contra mi pecho; te acuné entre mis brazos”, grita el tratante de caballos antes de desaparecer o de no haber estado nunca. “Cuántas veces más me mimarás, pensando que aprietas al otro contra tu corazón. Pues tal es tu señal. Tal es el sello de mi odio hacia ti” (Bernanos, 1926, p. 184).
Pero el diablo es también el otro del otro, hasta el punto del vacío del Totalmente-Otro, incluido él mismo. Y tal es la paradoja última de la lógica del mal, que Monsieur Ouine esta vez y al final de la vía bernanosiana denunció perfectamente, haciendo de la falta del otro el lugar del encierro más completo. “El infierno es la ausencia de cualquier otro, incluso de Satanás”, ve perfectamente Jean-Luc Marion en Le mal en personne (1986), indicando así, pero solo de pasada, la posible referencia al Monsieur Ouine bernanosiano como extremo de una soledad no solo de finitud sino también de pecado. El texto bernanosiano es lo suficientemente inédito como para que sea necesario citarlo, porque nunca se ha dicho lo que dice el cura de Fenouille. Podemos ciertamente, y nunca dejaremos de insistir en ello, hablar del pecado como de una ruptura con el otro, y por tanto de un encerrarse en sí mismo en el puro egoísmo. Pero Satanás va más lejos, porque es más fuerte o, más bien, más astuto. Sabe y comprende que permaneciendo como adversario que lucha contra la humanidad, permanece de algún modo presente en ella, aunque sea como enemigo o como otro invertido. Por tanto, es necesario retirarse del infierno para dejar que el hombre mismo se hunda en él, pues es en el extremo de la soledad donde estará definitivamente solo: “Y ahora el mismo diablo se ha retirado de ti”, exclama Fenouille. “¡Oh, qué solos estamos en el mal, hermanos míos! Pobres hombres, de siglo en siglo, sueñan con romper esta soledad... en vano” (Bernanos, 1934, p. 1490. Cursiva añadida por el autor).
El infierno se convertirá entonces en el más solitario y aislado de los lugares, ya que el hombre morirá allí solo, como siempre morimos solos. Para Bernanos, el pecado tiene un “aspecto” que no tiene nada que envidiar al aspecto de la muerte. Pecar es estar solo, abandonado por todo y por todos, incluido el propio Satanás. Él sabe mejor que nadie que aún sería demasiado, no para dejar que el hombre se libere, sino al contrario y de antemano para dejar que se hunda solo: “de aquí al fin del mundo”, admite siempre el sacerdote Fenouille, “el pecador tendrá que pecar solo, siempre solo: pecaremos solos al morir. El diablo, como ves, es el amigo que nunca se queda hasta el final...” (Bernanos, 1943, p. 1490). Satanás, como el “amigo que nunca se queda hasta el final” en Monsieur Ouine (1943), que no sigue el camino con el hombre solo para dejar que el hombre tropiece y caiga por su cuenta, era ya la figura, o más bien el repliegue, del comerciante de caballos de Picardía [maquignon picard] en Le soleil de Satan: “No te acompañaré tan lejos [es decir, de Étaples a Campagne]”, dice riendo ligeramente, con una risita amistosa...” (Bernanos, 1926, p. 168); o de nuevo, “vas y vienes, no te encariñas. Nos tomamos nuestro placer al pasar” (Bernanos, 1926, p. 169): o, por último, “te dejo para que continúes por tu cuenta más adelante”, añade, como con pesar. ¿Tienes prisa por volver a Campagne?” (Bernanos, 1926, p. 170).
De ahí el hecho de que “el comerciante de caballos [maquignon] se apartó ligeramente como para dejar a Donissan un lugar donde caer” (Bernanos, 1926, p. 174). Porque el lugar donde cae, en este caso el padre Donissan, es el del propio Satanás, que le deja el lugar y se lo abre, pero sin acompañarle esta vez –él que es en esencia el infiel, o el que no permanece con nosotros “hasta el final”, incluso en el mal, para dejarnos aprisionar en él. Lento pero seguro, el diablo “nos deja caer” en todos los sentidos de la palabra: caer de nosotros mismos y sobre nosotros mismos, y también abandonarnos. Lenta pero segura, la caída es ineludible, incluso en el encuentro cuerpo a cuerpo de Donissan con Satanás, que Bernanos no dejaría de escenificar o representar: “Le pareció entonces que se deslizaba en el silencio de una caída oblicua, muy suave [...]. Luego, de repente, la duración misma de este deslizamiento le asustó: midió su profundidad” (Bernanos, 1926, p. 172). “Caigo, luego existo. Esa es la convicción esencial del novelista” (Richard, 2017, p. 11). En esta sola frase, Philippe Richard resume de manera impactante y definitiva lo que significa para Bernanos la caída de cuerpo entero,que, sin embargo, sigue siendo siempre una promesa, incluso una “nueva infancia”: “una nueva infancia, toda una infancia”, murmuró M. Ouine en voz baja, “con el acento de un enorme deseo” (Bernanos, 1961, p. 1554).
Yo soy el Frío mismo
El comerciante de caballos de Picardía [maquignon picard] estará entonces caliente, o más bien se llenará del propio calor de Donissan, aspirando su aliento y llenándose de él, en una especie de de-creación que no dejaremos de comentar, en apoyo de Bernanos. Pero como tal, este “asesino de almas” (Bernanos, 1926, p. 176) es “el Frío mismo” –no sólo en cuanto que resiste al frío, sino en cuanto que “hace frío”, o más bien “es frío”. Una especie de ontología fría caracteriza a Satanás en el apogeo de su anonimato. Su neutralidad es la de un ser refrigerado, pues no hay nada peor que estar congelado hasta el punto de dejar de respirar. El fuego del infierno era caliente, y ahora es frío, o, mejor dicho, está helado. Ya no nos contentaremos con consumirnos sin consumirnos nunca, como la “Gehena eterna” o el “tormento de las llamas” de la parábola del rico y Lázaro (Lc 16, 24). Esta vez, sin embargo, me moriré de frío, porque nadie más estará allí para calentarme de nuevo, incluido el hedor de un Satanás que podría haberme hecho creer en algún tipo de alteridad persistente: “puedo soportar el frío”, dice el comerciante de caballos [maquignon], “yo puedo soportar el frío y el calor maravillosamente. Pero me sorprende verte todavía ahí, sobre ese barro helado, sentado inmóvil [...]. Yo soy el Frío mismo. La esencia de mi luz es un frío intolerable” (Bernanos, 1926, p. 175).
Monsieur Ouine (1943) vuelve a confirmarlo, o más bien a referirse a él, como si de la primera a la última novela se hubiera completado el círculo y cerrado la obra: “siempre se habla del fuego del infierno, pero nadie lo ha visto, amigos míos. El infierno es frío” (1490). Aquí Bernanos se une a Dante, o más bien se inspira en la Divina Comedia de Dante. Pues en el noveno y último círculo del Infierno, formado por “cuatro zonas”, es el “fondo de todo el universo” el que se encuentra allí, según el poeta, precisamente donde habita Lucifer. No hay fuego en el fondo de este mundo infernal, sino una “morada helada”, un lago alimentado por las aguas del Cocito, cuyo aspecto helado lo reduce al silencio y a la mayor inmovilidad: “habiéndome dado la vuelta”, confiesa Virgilio en el punto más bajo de su descenso al Infierno, “vi ante mí, bajo mis pies, un lago que, a causa de la escarcha, parecía más vidrio que agua” (Canto XXXII, 8).
Hay cosas peores que el fuego: la escarcha. Y hay algo peor que el calor: el frío. De hecho, a veces sufrimos hasta que ya no podemos sufrir más, y ese es el mayor sufrimiento. Ya no es el ardor agudo de las llamas, sino el silencio helado de la escarcha. Se puede decir esto en el caso de un traumatismo, que también se llama “fuera del fenómeno” [hors phénomène], pero también podemos verlo, y más aún, en el caso de un pecado, aunque la culpa haya sido causada. Lo peor no es que pueda seguir ocurriendo lo peor o lo mejor, sino que se eliminen las propias condiciones de llegada. El frío es la muerte, y a veces se puede vivir como un mortinato, sobre todo cuando uno se hunde en un infierno que llega a ser tal que ya no se puede experimentar, al menos desde dentro:
el rostro del santo de Lumbres tenía la palidez y la rigidez de un cadáver. Su sufrimiento se expresaba por su boca vuelta hacia arriba en las comisuras en una mueca dolorosa que parecía una sonrisa espantosa, por sus ojos duramente cerrados y por la contracción de todas sus facciones. Pero apenas se inclinó ligeramente hacia un lado. Permanecía sentado sobre el regazo de su capa, en una siniestra inmovilidad. (Bernanos, 1926, p. 174)
El infierno ya no son “los otros” (Sartre), sino “el infierno es sin los otros”, incluido el propio Satanás, que prefiere alejarse y dejarnos solos. Y ya no “el infierno es caliente” (Gehena), sino “el infierno es frío” (Dante, Bernanos) –tal es la doble ausencia creada por el mal, que significa que hay cosas peores que dejar de ser, a saber, estar siempre sin poder prescindir de uno mismo.
En la cama con Satanás
Del lenguaje pasamos al cuerpo. Para Bernanos, explicar el mal no es la manera de extirparlo. De ahí su labor como poeta (1962b) o novelista (1926), más que como filósofo. Querer analizar el mal, o peor aún, intentar darle razones, sigue siendo darle la razón, y también darle un lugar. Es demasiado honor para un Satanás que debería ser olvidado. Basta con hablar de él para que exista. Las buenas palabras no bastan cuando “la realidad es sobrenatural”. En este sentido, ya no nos contentaremos con este “otro hielo” de conceptos, esta vez sobre el tema del mal y del pecado. Las elucidaciones, e incluso las abstracciones, no dicen nada del alma viva, desgarrada en todos los sentidos:
el lenguaje humano no puede constreñirse lo suficiente para expresar en términos abstractos la certeza de una presencia real”, escribe pensativamente Bernanos en el corazón del encuentro entre Mouchette y Donissan, “pues todas nuestras certezas son deducidas, y la experiencia no es para la mayoría de los hombres, en el atardecer de una larga vida, más que el final de un largo viaje en torno a su propia nada. No hay más evidencia que los resortes lógicos de la razón, no hay más universo que el de las especies y los géneros. No hay fuego, salvo el divino, que fuerce y derrita el hielo de los conceptos. Y, sin embargo, lo que el padre Donissan ve en esta hora no es un signo ni una figura: es un alma viva, un corazón sellado para siempre. (Bernanos, 1926, p. 197-198)
Así pues, es “yaciendo con Satanás”, o incluso “durmiendo con Satanás”, como el mal penetra verdaderamente en nosotros, según una metáfora que es, si no erótica, al menos completamente carnal. Hay que preparar el lecho del odio, igual que se forra el del amor, pero esta vez con un mimo: “El comerciante de caballos tiende su pesada capa en el suelo, en la cresta de un terraplén. Pone a su compañera sobre él, casi a la fuerza” (Bernanos, 1926, p. 171). Si la follaba o la violaba, nunca lo sabremos. Porque el padre Donissan se entrega y también se resiste, de tal manera que consentir el pecado, sobre todo cuando se trata del diablo o del mal personificado y pronto desenmascarado, significa entrar en lucha, en lugar de rendirse inmediatamente:
Y, sin embargo, el desdichado sacerdote, tan extrañamente humillado, resiste todavía, reúne sus últimas fuerzas [...]. Le guste o no, es difícil no vincular esta aventura, apenas menos misteriosa, al desconcierto que, unas horas antes, le había detenido en seco y alejado incomprensiblemente de su objetivo. (Bernanos, 1926, p. 171)
Pero el diablo aprovecha el resquicio para hacerle ceder, si no para engañarle, al menos para seducirle. El padre Donissan “recuerda que no tiene ningún amigo”, y es sin duda por eso, dice Bernanos, por lo que “una palabra humana (la del tratante de caballos) puede ser agradable de oír así, inesperadamente, y qué dulce es” (Bernanos, 1926, p. 168). Pero ya no se trata de amigos, sino de amantes. El cuerpo es el lugar de la pasión, así como del impulso. Y todo el mundo lo sabe. Nadie puede resistirse a él, aunque quiera esconderse de él, ya se trate de su propio cuerpo o del cuerpo de otro. Al no tener amigo, el santo de Lumbres tampoco tiene amante. Así que la oportunidad era demasiado buena. Tumbado en la cama con Satanás, en la figura del comerciante de caballos de Picardía [maquignon picard], se da un buen motivo para entregarse a un eros desviado. Al fin y al cabo, no es gran cosa, ni siquiera nada, sobre todo si la pasión toma falsamente la apariencia del amor para conquistarle: “¿Por qué este último encuentro no ha de ser una ayuda o una remisión?”, se pregunta Donissan, creyendo colocarse bajo el “sol de Dios” (Ecl. 8, 15), cuando en realidad está ocupando su lugar, o acostándose, bajo el “sol de Satanás”? “Ah, es demasiado duro callar, rechazar una mano tendida” (Bernanos, 1926, p. 171). Como el “vértigo de la libertad” de Kierkegaard, pero aún más como la “mala fe” de Sartre, el padre renuncia a su mano y entrega su mano al diablo –no como el jinete que podría volver a tomar la mano de su jinete después de haber bailado el vals (Kierkegaard, 1990), o la mujer del café que sabe sin atreverse a admitirlo ante sí misma que debe retirar su mano para no ceder (Sartre, 1943).
Pero aquí no hay libre albedrío, ni libre elección. Ha bastado oír la suave voz del tratante de caballos para que te rindas. “Todo es cuestión de comienzos” –en el caso del amor, por supuesto, donde los primeros acercamientos deciden si nos acercamos el uno al otro, o incluso si nos codeamos. Pero “todo es cuestión de comienzos” también, y quizá incluso más, cuando se trata del odio. Una vez que has empezado a ceder a él, es poco probable que puedas salirte con la tuya. Así, el padre Donissan no solo sucumbe a él, al mal en sí, sino que se entrega aún más a él. Nada le gusta más a Satanás que alguien venga a colaborar con él:
el desdichado sacerdote coge esta mano (comerciante de caballos de Picardía [maquignon picard]), la aprieta, e inmediatamente su corazón se calienta extrañamente en su pecho. Lo que un minuto antes le había parecido ingenuo o peligroso, ahora le parece juicioso, necesario, indispensable. ¿Acaso la humildad desdeña toda ayuda? (Bernanos, 1926, p. 171)
Es la artimaña definitiva, pero esta vez implica corporeidad, o incluso intercorporalidad. Porque cuando la pasión se traduce en pulsión, lo orgánico también está implicado. Es entonces el cuerpo el que habla, e incluso el que piensa, aniquilando de un plumazo todas las buenas razones para filosofar. Es cierto que podemos vivir la “doble vida” en el modo del amor o en el modo del odio. Pero también podemos vivir o dejarnos vivir “a todo gas”: en una pasión o un impulso que no sabemos adónde va, ni hasta dónde puede llevarnos. La cuestión del comienzo en el acto de libertad, precisamente ese punto en el que la voluntad, de hecho, el cuerpo, cede para dejarse llevar, se convierte en el lugar mismo de la lucha, tanto carnal como espiritual, en la que Donissan es aspirado, por así decirlo. La voz de la serpiente del Génesis resuena de nuevo, pero esta vez en un combate cuerpo a cuerpo. Se trata de algo nuevo, en el combate entre Satanás y Donissan, que nunca se había oído ni descrito como tal antes de este encuentro en Bajo el sol de Satanás: “Agárrate fuerte...”, recomienda el comerciante de caballos de Picardía [maquignon picard] al tumbar al padre en su lecho para abrazarlo mejor, “no te caigas hasta que haya pasado este pequeño arrebato. Soy realmente tu amigo –mi camarada–, te quiero mucho” (Bernanos, 1926, p. 173).
Igual que los amantes se abrazan antes de erotizarse, el objetivo es abrazar el cuerpo del otro para tranquilizarlo. No hay nada peor que el amor que es pura violencia. Y el comerciante de caballos de Picardía [maquignonpicard], o Satanás para abreviar, también lo sabe. Donissan nunca habría consentido la violación satánica de su cuerpo herido. Pero es a la máscara del amor, o más bien de la ternura, a la que se siente atraído, creyendo una vez más ver luz donde hay tinieblas, o entregarse al amor donde se fomenta el odio:
Duerme sobre mí, infante de mi corazón –continuó la voz en el mismo tono. Abrázame fuerte, bestia estúpida, pequeño sacerdote, camarada mío. Descansa. Te he buscado y cazado. Y aquí estás. ¡Cómo me quieres! Pero cuánto mejor me querrás, porque no pienso abandonarte, querubín mío, mendigo tonsurado, viejo compañero para siempre. (Bernanos, 1926, p. 173)
Entonces, ¿con quién estoy tratando? ¿Con Dios o con el diablo, hasta el punto de dejarme mimar por una madre que ha venido a devorarme? ¿Quién soy yo para dejarme engañar de este modo? ¿No será, como le confesará más tarde Donissan a Mouchette, que “la búsqueda y la posesión del mal implican una horrible alegría” (Bernanos, 1926, p. 200)? Para Bernanos, esta es toda la ambigüedad, nunca resuelta y siempre alimentada por una vaguedad muy buscada. Pues así es la existencia. A los que creen con demasiada facilidad que están los buenos por un lado y los malos por otro (maniqueísmo), o que el trigo y la paja pueden crecer por separado, contrariamente a lo que indica la parábola del sembrador (Mt 13, 13), el novelista les replicará, o más bien les mostrará, que Satanás nunca está tan presente para mí, ni siquiera en mí, como cuando se esconde y parece hacerme bien cuando ya me está destruyendo. La seducción del ángel de luz engañó a Donissan, y el Padre tardó algún tiempo en ver bajo la máscara del comerciante de caballos de Picardía [maquignon picard] el rostro de Satanás que, por primera vez, había conocido realmente: “Gracias –dijo el padre Donissan, rebosante de gratitud. Le agradezco su amabilidad y su caridad. Tantos desconocidos me habrían dejado sin ayuda: hay buenas personas que tienen miedo de mi pobre sotana” (Bernanos, 1926, p. 168).
Cuerpo a cuerpo
Luego viene el famoso “beso de Satanás” –que se entiende, sin duda, como una pantomima del beso de Judas (“Jesús le dijo: ‘Judas, con un beso has traicionado al Hijo del Hombre’”(Lc 22, 48)– pero también como el acto de besar, tanto en el sentido erótico como vulgar del término, a la humanidad entera:
no temas por tan poco”, intenta tranquilizarle el comerciante de caballos de Picardía [maquignon picard], “he besado a otros además de ti, a muchos otros. ¿Te digo una cosa? Me los follo a todos, despiertos o dormidos, vivos o muertos, esa es la verdad. (Bernanos, 1926, p. 174)
El Adversario imita el amor cuando se convierte en odio. Es una cuestión de ofrenda, como en el eros y en el ágape eucarístico –“tomen, esto es mi cuerpo” (Mc 14, 22)–, pero esta vez a la inversa. Liturgista al servicio del mal, Satanás, bajo la apariencia del comerciante de caballos de Picardía [maquignonpicard], ya no exige que las piedras se conviertan en pan, como en la tentación a Cristo en el desierto –“Si eres Hijo de Dios, ordena que estas piedras se conviertan en pan” (Mt 4, 3)–, sino que consagra la propia piedra, o el “guijarro del camino”, como lugar de la más bella ofrenda, revelando así la perversión del ágape, incluso en el acto eucarístico: “agachándose con singular agilidad, recogía un guijarro al azar del camino, lo levantaba entre los dedos con la mirada hacia el cielo, pronunciaba las palabras de la consagración y las terminaba con un relincho de alegría” (Bernanos, 1926, p. 178). El santo de Lumbres lo recordaría a la hora de bendecir o, mejor dicho, de levantar al niño en contraofrenda para resucitarlo, transformando esta vez la piedra del cadáver en carne viva, pues en ello radicaba la vocación de Aquel que solo llama al amor:
Levanta al pequeño como una hostia [...]. No suplica un milagro, lo exige. Dios se lo debe, Dios se lo dará, o todo es un sueño [...]. Y no se le negará esta señal, pues la fe que mueve montañas puede resucitar a los muertos... Pero Dios sólo se entrega al amor. (Bernanos, 1926, p. 268)
“Has recibido el beso de un amigo”, dijo tranquilamente el comerciante de caballos [maquignon], apretando los labios contra el dorso de su mano (Bernanos, 1926, p. 174) –“Oh sonrisa, oh beso de traición” (Bernanos, 1926, p. 154), había anunciado ya Donissan tras su conversación con el padre Ménou-Segrai, justo antes de tomar el camino de Beaulincourt a través de la llanura hacia Étaples. Pero ¿qué tipo de beso era, una pantomima del eros por el que los amantes se abrazan, se besan y se aman? El comerciante de caballos de Picardía [maquignon picard] y el santo de Lumbres se enzarzan en un verdadero abrazo de amor cuerpo a cuerpo, o fingido, en el que mi propio aliento bien podría transponerse al del otro, y viceversa:
Un brazo rodeó sus lomos en un abrazo lento, suave, irresistible. Dejó caer completamente la cabeza hacia atrás, apretada contra el hombro y el cuello (del comerciante de caballos de Picardía [maquignon picard]). Tan fuerte que podía sentir el calor de su aliento en la frente y las mejillas (Bernanos, 1926, p. 173)
El abrazo boca a boca pasa de ser erótico a médico, o casi quirúrgico. Es decir, un abrazo en el que ya no se trata sólo de amar, aunque los cuerpos estén entrelazados, como ya hemos subrayado (“Duerme sobre mí, niño de mi corazón” (Bernanos, 1926, p. 173)), sino también de resucitar, de insuflar vida, o más bien de vaciar al otro de su propia vida.
Para Bernanos, todo es cuestión de aliento, o más bien de “respiración”, al igual que ocurre con la creación de Adán en el segundo relato de la creación: “Entonces Yahvé Dios modeló al hombre del barro de la tierra y sopló en su nariz aliento de vida, y el hombre se convirtió en un ser vivo” (Gn 2, 6). Pero lo que se hacía al derecho (o en la dirección correcta) bajo el sol de Dios –dar vida o respirar– se hace ahora al revés(o en la dirección opuesta) bajo el sol de Satanás. Como confiesa el párroco de Ambricourt en un elocuente paréntesis del Journal d'un curé de campagne [Diario de un cura rural], que lo dice todo sobre su autor:
(A veces pienso) que Satanás, que pretende apoderarse de la mente de Dios, no sólo la odia sin comprenderla, sino que la comprende al revés. Sin darse cuenta, va río arriba en vez de río abajo y se agota en absurdos y espantosos intentos de rehacer todo el esfuerzo de la creación en sentido contrario. (Bernanos, 1961, p. 1087)
“Comprender los pensamientos de Dios al revés”, “ir río arriba en lugar de río abajo”, “rehacer todo el esfuerzo de la creación en sentido contrario”: de esto trata realmente la escena de Donissan con el comerciante de caballos de Picardía [maquignon picard], no tanto erotizada como desvitalizada. No es solo una cuestión de amor y odio, sino también de vida y muerte: de “perder el aliento” hasta el punto de vaciarse de sustancia, o de “recuperar el aliento”, incluso después de un esfuerzo desmesurado. La “crisis” no es sólo de sentido, sino ante todo de existencia. Vivir o morir, eso es lo que está en juego en el pecado, no sólo subsistir biológicamente, sino seguir viviendo del soplo de vida que Dios había insuflado a Adán:
Sin embargo, cuando, en burla o sacrilegio, la sucia boca apretó contra la suya y le robó el aliento, la perfección de su terror fue tal que el movimiento mismo de la vida quedó suspendido, y creyó sentir que su corazón se vaciaba de sus entrañas. (Bernanos, 1926, p. 174)
El beso de Satanás es un contra-beso, “al revés”, o “en sentido contrario”, como dice Bernanos. Donde el aliento de Dios en el Génesis tenía por objeto dar la vida y crear (a través de las fosas nasales que inspiran), el boca a boca del diablo exhala, da la muerte o decreta en Le soleil de Satan [El sol de Satanás] (a través de la boca que exhala). El comerciante [maquignon] que abraza a Donissan le vacía de su sustancia en un “boca a boca inverso”, inspirando y espirando. Le “roba el aliento”, por decirlo con Bernanos, hasta que “siente que le vacían las entrañas del corazón”. El mal vacía al ser, o más bien al otro, de su sustancia. Y así será, propiamente hablando, “desustancializado”, para seguir a San Agustín (1998) –pérdida o ausencia de sustancia, nihilización o “al borde de la pura nada (usque ad quod omnino non est)” (p. 385)[10]. Es decir, un pensamiento sobre el que Bernanos no cesaría de volver o reiterar: “el hombre intrépido, como doblegado y arrancado de la tierra por la enorme llamada de la nada, se ve esta vez perdido sin retorno” (Bernanos, 1926, p. 177).
Lo mismo ocurre con la caída del diablo como castigo para los que querían ser iguales a Dios: pérdida en la nada o abandono en el vértigo de una figura de Satanás que nunca dejará de caer. “¡Has caído del cielo, estrella brillante, hijo de la aurora! Has caído a tierra, vencedor de las naciones”, proclama el profeta Isaías, para asegurarnos una victoria ya ganada (Is 14, 12). Y el propio Cristo comenta en el Evangelio de Lucas, para los que todavía creen, y piensan, que Lucifer no ha pasado plenamente al cristianismo: “Jesús les dijo: vi a Satanás caer del cielo como un rayo” (Lc 10, 18). La fórmula es ciertamente sorprendente, como lo es la glosa de Bernanos –pocas veces la prosa nos ha hecho vacilar hasta tal punto, describiendo una situación en la que la novela parece renovar, o al menos “existenciar”, toda la lectura de la Escritura:
Aquel que, con ambas manos en la punta extrema del mástil, perdiendo de pronto el equilibrio gravitatorio, viera no el mar, sino todo el abismo sideral ahondándose e hinchándose bajo él, y bullendo a trillones de leguas de distancia, la espuma de las nebulosas en gestación, a través del vacío que nada mide y que atravesará su eterna caída, no sentiría un vértigo más absoluto en el hueco de su pecho. (Bernanos, 1926, p. 177)
Así que aquí estamos en el punto más bajo, donde Satanás nos ha llevado con él en su caída, y probablemente al padre Donissan como pionero. Lucifer, o ese falso “ángel de luz” disfrazado de comerciante de caballos de Picardía [maquignon picard], no ha terminado de atormentar al Padre. Paradoja de las paradojas, ahora ha venido a resucitarlo, dándose cuenta de que lo único peor que morir al mal es sobrevivir a él. Porque en este caso, y solo en este caso, nunca dejaré de sufrir esta “caída del diablo” que, a causa de su orgullo, quiso desorganizarlo todo. Tras haber succionado a Donissan en una reanimación boca a boca destinada a vaciarle tanto de su aliento como de su sustancia, el comerciante de caballos [maquignon] se esfuerza ahora por calentarle, cuya vocación es seguir siendo un ser helado. Satanás, que es “el Frío mismo” –y cuyo infierno, como hemos demostrado en apoyo de Dante, es peor que todos los fuegos de la Gehena (Bernanos, 1926)– pretende ahora combatir el frío del Vicario de Campagne, cuyo cuerpo parece congelado. Sin duda lo calentará para que siga viviendo, pero ya no con la vida del todo-otro, sino sólo con la vida del “otro” del otro, es decir, de sí mismo. La vida nunca está tan neutralizada como cuando su origen ha cambiado de sentido, o se respira “al revés”:
¡Levántense, Dios mío! ¡Pónganse de pie, maldita sea! ¡Hace un frío que hiela la sangre, doy mi palabra! Deslizó sus dedos bajo la sotana y palpó el corazón. Luego, con una sucesión de gestos más rápidos y, por así decirlo, instantáneos, le tocó la frente, los ojos, la boca. Después, volvió a tomar sus manos entre las suyas, y sopló dentro de ellas su aliento. (Bernanos, 1926, p. 175)
¿Qué ocurre entonces para que todo cambie? ¿Será que Satanás, a los ojos de Bernanos y en su vertiginosa caída, se convierte en el único dueño de la vida? ¿Y que Donissan no tenga entonces más remedio, como nosotros, que entregarse y consagrarse a él? Nada es menos cierto, al menos para el autor de Sous le soleil de Satan [Bajo el sol de Satanás]. Porque la batalla no ha terminado, en unas páginas que, de hecho, no cesan, como si la escala de la lucha se midiera también por la capacidad de resistencia del hombre. Desde la sensación y la denuncia casi carnal de Satanás, hasta la caída del diablo y sus repercusiones, pasando por sus restos, la lucha contra el mal nunca se gana. Y Donissan sabe que luchará contra él hasta el amargo final, evitando convertirse en su víctima para siempre y ser definitivamente abatido por el diablo.
Tu experiencia ha terminado
De repente, monseñor, el Padre, como nombra o llama el comerciante de caballos de Picardía [maquignon picard], ve e intuye que se trata de Satanás –y que bajo el ángel de la luz (“El buen Dios te recompensará por tus molestias, dice” (Bernanos, 1926, p. 169)), se esconde en realidad el ángel de las tinieblas (Vade Satana, o “Vete Satanás”, escribe Donissan tres veces, siguiendo el ejemplo de Cristo durante su tentación en el desierto (Bernanos, 1926)). Del Maligno oculto, pasamos al Adversario denunciado. Pero como el ataque es carnal –la reanimación boca a boca impuesta por el comerciante de caballos de Picardía [maquignonpicard] al padre Donissan, sin aliento–, la respuesta también será carnal, o no será. No se trata de elucubraciones o abstracciones en esta invasión del mal en Bernanos, como hemos dicho, sino más bien de una “alma viva” o de un “corazón sellado para todos los demás” que no se dejará desustancializar fácilmente (Bernanos, 1926).
Así pues, fue muy pronto, incluso antes de este encuentro cuerpo a cuerpo con Lucifer, cuando el vicario de Campagne “supo que aquello de lo que había estado huyendo durante toda aquella noche execrable, por fin lo había encontrado” (Bernanos, 1926, p. 173). Donissan “conocía” a Satanás, como Adán “conocía” a Eva, en el sentido bíblico y erótico del término: “Adán conoció a Eva, su mujer, y ella concibió y dio a luz a Caín” (Gn 4, 1). Una vez más, todo se desarrolla en la mímica de la lógica erótica. Pero esta vez, y este es el gran giro de la escena, el Padre tiene la iniciativa, o toma la iniciativa. Mejor aún, deja que Dios o la fuerza que hay en él, es decir, el Espíritu Santo, libren esta batalla, que en realidad no es (solo) suya: “¿no fue ante éste, y sólo ante éste, que el otro había huido?”, se dice Donissan más tarde, cuando acaba de conocer al Portador (Bernanos, 1926, p. 189; en cursiva en el texto). En realidad, el amor “sabe” porque hace nacer una certeza de la que no puede haber duda. Y el vicario de Campagne “conocía” a Satanás, y que se trataba efectivamente de Satanás, a partir de la misma certeza, paradójicamente amorosa o del “orden del amor”, porque sólo el amor o la atestación dejan ver, y hacen ver, el odio o la detestación. Hay una evidencia inmediata en el acto de desenmascaramiento, pues amar ya no es dejarse engañar: “era la primera vez, y sin embargo lo reconoció sin dificultad” (Bernanos, 1926, p. 173).
¿Qué hay entonces de esa primera vez, en el amor por supuesto, pero también en el odio? ¿De qué manera los amores nunca mienten, al menos en sus comienzos, aunque luego se pierdan por exceso de cálculo y engaño? También en este caso, la experiencia es carnal, y los significados espirituales invertidos significan que se trata efectivamente del diablo y no de Dios: “Era la primera vez que el santo de Lumbres oía, veía, tocaba al que fue el asociado más ignominioso de su dolorosa vida” (Bernanos, 1926, p. 173). “Oír”, “ver” y “tocar” a Satanás, del mismo modo que los discípulos, al comienzo de la primera epístola de San Juan, dicen haber oído, visto y tocado, en este mismo orden, a Cristo, por quien somos salvados: “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, lo que nuestras manos han tocado con la Palabra de vida” (1 Jn 1, 1). El hipotexto bíblico del encuentro satánico entre Donissan y el comerciante de caballos de Picardía [maquignon picard] vuelve a ser deslumbrante. Bernanos encripta su prosa con una especie de Evangelio o Buena Nueva a la inversa, mostrando cómo la artimaña de Satanás consiste precisamente en imitar a Cristo, para destituirlo mejor. Y puesto que el Hijo de Dios se encarnó, también Satanás tuvo que dejarse aprehender por los sentidos, ya que el contacto cuerpo a cuerpo es por lo que todo tiene que pasar primero. “Oír, ver y tocar al que fue el asociado más ignominioso de su dolorosa vida” (Bernanos, 1926, p. 173) no es solo desenmascararlo, sino también conocer carnalmente lo que es estar atado a él, o dejarse seducir por él, algo que toda la escena confirmará una y otra vez.
“Tocó su frente, sus ojos, su boca”, como hemos señalado, “luego, de nuevo, tomó sus manos entre las suyas e insufló su aliento” (Bernanos, 1926, p. 175). La frente, los ojos, la boca, ¿no son los rasgos y los ritos del bautismo, pero también de la extrema unción, precisamente donde el signo de la cruz deberá demostrar que Satanás ha sido a la vez expulsado y denunciado? “¿Renunciáis a Satanás, a sus pompas y a sus obras?”, decía la liturgia bautismal (y con esas palabras exactas en tiempos de Bernanos) –“sí, lo rechazo” debe ser entonces la respuesta del futuro bautizado si tiene edad para hablar (o sus padrinos para sustituirle), y “sí, lo rechazamos” debe ser la respuesta de corazón de la asamblea. Lo que era común ayer todavía se dice hoy, aunque sea reemplazando las “pompas” y las “obras” de Satanás por sus “obras” y su “seducción”, lo cual, sin embargo, no deja de nombrarlo: lo que sorprende, y sorprenderá siempre, a los fieles que hoy lo han olvidado. Y el propio comerciante de caballos de Picardía [maquignon picard] lo admitirá. Y ahí es donde le salió el tiro por la culata. Nadie pudo resistirse a la señal de la cruz, ni siquiera aquel “otro disfrazado” que, bajo la apariencia de Satanás, quiso inmiscuirse en el cuerpo del hombre hasta el punto de succionarle el aliento de vida:
tus manos me han hecho mucho daño... y también tu frente, tus ojos y tu boca... Nunca más los volveré a calentar; literalmente me han helado el tuétano, me han congelado los huesos; son las unciones, sin duda, tus sagradas unciones de aceites consagrados –brujería. No hablemos más de ello... Déjame ir... (Bernanos, 1926, p. 176)
¿Se “irá”, entonces, Satanás, y “adónde irá”? Nadie lo sabe, al menos en el episodio bernanosiano. Sin duda se considerará derrotado, como él mismo admitirá. Ha perdido, al menos por esta vez: “Tu experimento ha terminado”, le dice el comerciante de caballos de Picardía [maquignonpicard] a Donissan para liberarle, pero también y sobre todo para liberarse a sí mismo. “No sabía que fueras tan fuerte. Estoy seguro de que volveremos a vernos más adelante. Incluso, si lo deseas, no volveremos a vernos. Por un momento, ya no tengo ningún poder sobre ti” (Bernanos, 1926, p. 176). La batalla de Getsemaní había terminado, y el Padre, como Cristo, o más bien como el vicario de Cristo, tampoco se había hundido. “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”, leemos en el Evangelio de Lucas (Lc 22, 4) –y “es tu voluntad la que no he podido forzar, oh bestias extrañas que sois” (Bernanos, 1926, p. 177), como haciéndose eco de Satanás derrotado por Donissan, o más bien por la fuerza de Dios en él: “No tengo poder”, respondió tristemente el Padre Donissan, “¿por qué tentarme?”. Bernanos, por supuesto, se hizo eco de las palabras de Jesús a Pilatos: “No tendrías poder sobre mí si no te hubiera sido dado de lo alto; por eso el que me ha entregado a ti tiene un pecado mayor” (Jn 19, 11). “No, esta fuerza no viene de mí, y tú lo sabes”, continúa Donissan. “Sin embargo, hace tiempo que te observo con cierto provecho. Ha llegado tu hora” (Bernanos, 1926, p. 178-179).
La hora de Satanás –y no la de Donissan esta vez– ha llegado, porque Dios es “fuerza”, y el Espíritu Santo es “fuerza”. Esto es lo que Bernanos no omitió en esta gran inversión, y lo que la teología contemporánea haría bien en no olvidar: “Hijo mío, el espíritu de fuerza está en ti” (Bernanos, 1926, p. 133), le había confiado ya el padre Menou-Segrais al padre Donissan, y el episodio del comerciante de caballos de Picardía [maquignon picard] no haría sino confirmarlo más tarde. No sólo Getsemaní no estaba lejos, sino que el santo de Lumbres seguía también sus pasos, siguiendo al Pasar Getsemaní en su sufrimiento y en su tránsito. La priora se lo confesaría a la Madre Marie en el Diálogo de las Carmelitas (1926b), relatando las palabras de su antigua priora Madame Arnoult, entonces de noventa años: “Quien entra en Getsemaní no vuelve a salir”. ¿Sientes que tienes el valor de permanecer prisionera de la Santísima Agonía hasta el final? (Bernanos, 1926b, p. 1598).
¿Saldrá entonces Donissan del Huerto de los Olivos? Nada es menos cierto, al menos hasta que se complete el Apocalipsis o Revelación. Porque Satanás no muere, o no muere enseguida, y tampoco el “cadáver” del comerciante de caballos de Picardía [maquignon picard]. Este pellejo, muerto o drenado de su sangre –que, en rigor, son sus restos, como todos los restos– nunca deja de hablar, y nunca deja de hablar al hombre. La escena no tiene fin, como hemos dicho, ni tampoco sus giros, pues el diablo nunca termina de ponerse en escena, y así vuelve a ella:
Mientras duró la oración, el otro siguió gimiendo y chillando, pero con fuerza decreciente. Cuando el Vicario de Campagne se puso en pie, se quedó completamente callado. Él [el comerciante de caballos de Picardía [maquignon picard]]) yacía como un cadáver [...]. Del cadáver inmóvil surgió una nueva voz [...]. (Bernanos, 1926, p. 179)
La oración no mata a Satanás, pero lo mantiene vivo, que es otra cosa muy distinta. Es en la oración donde se librará la batalla, porque todo se juega en el interior de uno mismo: “Te clavaré en el centro de mi oración como a un búho”, dice Donissan al cadáver de Satanás, que nunca podrá morir, ni quiere hacerlo. Pues el que ve en la noche (el búho) permanecerá en silencio, como petrificado e inmovilizado, en el exceso de luz (la oración). Esa es la verdadera crucifixión. La “angustia de la finitud” (salvación por la solidaridad), por supuesto, pero también y sobre todo la “angustia del pecado” (salvación por la redención), este es el sentido bernanosiano de un Cristo que ha venido a salvarnos –en una kénosis, incluida la kénosis del hombre, que es necesaria para todos y cada uno de nosotros, para que Dios mismo pueda unirse a nosotros allí, y habitar allí con nosotros:
cada uno debe descender dentro de sí mismo, y a medida que desciende la oscuridad se espesa hasta alcanzar la toba oscura, el yo más profundo, donde se agitan las sombras de los antepasados, donde ruge el instinto, como el agua bajo la tierra. (Bernanos, 1926, p. 188)
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Notas