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Recepción: 21 Junio 2022
Aprobación: 05 Diciembre 2022
Resumen: En este texto se desarrolla la idea de que en la obra de Jean Jacques Rousseau hay dos definiciones de felicidad: una a la que se denomina privada, y que es una experiencia satisfactoria, profundamente subjetiva —que sólo quien la vive puede definir exactamente cómo es—, que está vinculada a las motivaciones personales y cuyos métodos para alcanzarla son variados y elegidos por cada persona. Otra, a la que se denomina pública, que se trata de la capacidad que tienen las asociaciones políticas para vincular a los individuos a través de mecanismos que fortalezcan o suturen las diferentes afiliaciones sociales que son necesarias para que las personas puedan vivir bien. A este último proceso Rousseau lo denomina situación de ser feliz. Para explicar todo lo anterior, se analizan las características de la felicidad moderna y la réplica de Rousseau hacia esa idea de felicidad; también se establece cómo a partir del estudio de las diferentes causas de malestar propone entender la felicidad en una dimensión privada y en una dimensión pública; y por último, se sostiene que en su obra plantea tres agravios provocados por la sociedad moderna que deben ser solucionados por las comunidades políticas para que todas las personas estén en “situación de ser feliz”: el orden, la seguridad y el reconocimiento.
Palabras clave: Rousseau, Felicidad en la filosofía, Vida en comunidad, Felicidad en la literatura, Satisfacción, Felicidad, Participación social, Sociología, Desarrollo de la comunidad.
Abstract: In this text, I develop the idea that in the work of Jean Jacques Rousseau there are two definitions of happiness: one that is called private, which is a satisfying, profoundly subjective experience—that only those who live it can define exactly how it is—which is linked to personal motivations and whose methods to achieve it are varied and chosen by each person. Another, which is called public and deals with the ability of political associations to link individuals through mechanisms that strengthen or suture the different social affiliations that are necessary for people to live well. Rousseau calls this last process the situation of being happy. To explain all of the above, I analyze the characteristics of modern happiness and Rousseau’s response to that idea of happiness; I also establish how, from the study of the different causes of discomfort, he proposes to understand happiness in a private dimension and in a public dimension; and finally, I argue that in his work he raises three grievances caused by modern society that must be resolved by political communities so that all people are in a “situation of being happy”: order, security, and appreciation.
Keywords: Rousseau, Happiness in philosophy, Political community, Community life, Happiness in literature, Satisfaction, Happiness, Social participation, Sociology, Community development.
Hay que ser feliz, querido Emilio; el fin de todo ser sensible es ése, el primer deseo que nos imprimió la naturaleza y el único que no nos abandona.
—Rousseau
Introducción
En este artículo se sostiene que Jean-Jacques Rousseau concebía que el objetivo de las comunidades políticas era poner a los ciudadanos en “situación de ser feliz”. Esta concepción es una definición de la felicidad en un sentido público, que significa que estas comunidades políticas debían restituir los agravios del origen civilizatorio y establecer así mejores condiciones para que las personas pudieran emprender la búsqueda de la felicidad en su sentido privado, esto es, como una experiencia única y subjetiva. La noción situación de ser feliz es resultado de su crítica a la concepción moderna de la felicidad, del análisis teórico, moral y sociológico de las instituciones políticas, y de las reflexiones sobre los sufrimientos individuales y colectivos. A continuación, se desarrollan estas ideas a partir de cuatro apartados. En el primero, se establece cuáles eran las bases de la felicidad moderna a partir del Poema sobre el desastre de Lisboa (1756) de Voltaire. Posteriormente, se plantea la crítica de Rousseau al respecto y los elementos centrales de su propia concepción de la felicidad. Después, se argumenta que, con su reflexión sobre el origen del sufrimiento individual y colectivo, estableció que las comunidades políticas están obligadas a no dejar a los miembros de la sociedad en desolación. Finalmente, se desarrolla la noción de situación de ser feliz y se plantea que, de acuerdo con Rousseau, dichas comunidades políticas deben restituir tres agravios propios del origen civilizatorio: el desorden, la inseguridad y la indiferencia.
La felicidad moderna
En agosto de 1756, Jean-Jacques Rousseau le envió una carta a Voltaire para manifestarle su opinión sobre el Poema sobre el desastre de Lisboa o examen de este axioma: todo está bien, que publicó sobre el terremoto ocurrido en esa ciudad en 1755. En esa carta, escrita mientras se recuperaba de una enfermedad y planeaba escribir Del contrato social, desarrolló algunas ideas sobre las causas del sufrimiento humano y cómo evitarlo. Con ello, adelantó algunos elementos que consideraba que debían tener las comunidades políticas para garantizar el bienestar de sus miembros y planteó una idea de felicidad que contrastaba con la de algunos de sus contemporáneos:
Voltaire […] un hombre colmado de toda suerte de bienes que, desde el seno de la felicidad, se empeña en despertar a sus semejantes con el horrible y cruel espectáculo de todas las calamidades de que él está exento […] le probé que no había uno solo de estos males que pudiese inculparse a la Providencia, y que tuvo su origen en el abuso que hizo el hombre de sus facultades, más que en la misma naturaleza. (Rousseau, 1999: s. p.)
El texto de Voltaire al que se refiere Rousseau convirtió el terremoto en un hecho emblemático, no para gran parte de la población acostumbrada a lidiar con riesgos de todo tipo y a la convivencia de sus creencias religiosas con los sufrimientos terrenales,1 sino para un público que llevaba tiempo cultivando la idea de que ningún dios que fuera bueno y piadoso permitiría que miles de inocentes sufrieran inmerecidamente. La catástrofe era la prueba irrefutable de que la felicidad no podía depender de ninguna Providencia:
Filósofos
errados que gritáis: “todo está bien”.
Corred,
contemplad esas horribles ruinas
[…]
Diréis: ¿es
el efecto de las leyes eternas
Que
necesitan la elección de un Dios libre y bueno?
Fuente: (Voltaire,
1995: vv. 4-5, 15-16)
En mi opinión, el poema es ejemplo del orden moral moderno en el que la felicidad, a diferencia de la concepción dominante en el mundo clásico y la herencia judeocristiana, ya no estaba condicionada por la suerte o por alguna divinidad. Ahora estaba al alcance de las personas y dependía de la acción individual. El sufrimiento no tenía justificación y era algo inmerecido: se venía a este mundo a ser feliz y no a sufrir.
Si a alguien se le puede atribuir el surgimiento de este nuevo paradigma, es a John Locke, quien fue gran influencia para Voltaire y sus colegas (Morant Deusa, 2009). Para Locke (1999), al nacer, la mente es una tabula rasa que se iría pintando a partir de la experiencia. Con este planteamiento, afirma Darrin McMahon (2006), Locke liberaba a los individuos del pecado original y anulaba la justificación del sufrimiento terrenal: si se viene al mundo con la mente en blanco, entonces no hay razón para que se les culpe por cuestiones que no son consecuencia de su libre albedrío y, por lo tanto, construir la felicidad es un asunto que sólo depende de las decisiones de cada individuo a lo largo de su vida. Sin las cadenas del pecado original, las acciones humanas debían partir de un principio diferente al de la búsqueda de la redención. Para Locke (1999), este nuevo principio era el deseo de superar el sufrimiento. Con él, las personas se mantienen en movimiento y se motivan para aprender nuevas cosas o adquirir nuevos bienes. Como afirmó al hablar del placer y el dolor, “el deseo surge gracias al malestar que las personas experimentan por la ausencia de cualquier causa de goce” (Locke, 1999: 210) y es el motor de la actividad de los individuos: éstos buscan placeres, luego otros, y así sucesivamente. Este planteamiento es fundamental para su idea del gobierno civil (Locke, 2014): el Estado tiene la tarea de garantizar la libertad de las personas, pues sólo siendo libres podrían buscar la felicidad. Ser feliz es el fin supremo de todo individuo y no hay fuerza externa que limite sus acciones para conseguirlo, siempre y cuando éstas no obstruyeran las de alguien más. En términos de la teoría política, el Estado sólo debía facilitar la felicidad en el sentido de la libertad negativa: “siempre que no hiciéramos daño a los demás —u obstaculizáramos su camino—, se nos debía permitir seguir el nuestro” (McMahon, 2006: 195).
Pero a lo anterior agregaba un matiz importante: las personas pueden controlarse a sí mismas gracias a la moral. A pesar del ímpetu ilustrado de la secularización de la vida, la dimensión religiosa se mantuvo presente, sobre todo en las reflexiones de la moral. Así como los individuos podrían ser felices por acciones propias, también podían limitar sus instintos más vulgares teniendo como última referencia la gracia de Dios. Esto tendría mucha influencia en el liberalismo británico y también sería fundamental para el liberalismo estadounidense (Escalante Gonzalbo, 2019), tal y como señaló Alexis de Tocqueville en La democracia en América:
Para ser felices en la vida, deben vigilar sus pasiones y reprimir con cuidado sus excesos; que no puede adquirirse una felicidad permanente sino renunciando a mil goces pasajeros y que es preciso, en fin, triunfar intensamente de sí mismo para servirse mejor […]. || Aunque el deseo de adquirir los bienes de este mundo sea la pasión dominante en los norteamericanos, hay momentos de interrupción en que parece que su alma rompe los lazos materiales que la retienen y se escapa impetuosamente hacia el cielo. (Tocqueville, 2002: 487-493)
Así, se construyó una idea de felicidad en occidente con los siguientes rasgos esenciales: 1) la felicidad es posible y el sufrimiento es injusto; 2) es públicamente indefinible, pues los placeres de uno no necesariamente son los del otro; 3) es una responsabilidad individual; 4) el gobierno sólo debe garantizar que el individuo desarrolle dicha responsabilidad libremente sin afectar a los demás; y 5) el resto de límites se los pondrían ellos mismos gracias a la consciencia y a la moral.
Voltaire estaba influenciado por este pensamiento.2 Se sabe que gracias a Madame du Châtelet (Moran Deusa, 2009) conocía bien la obra de Locke y que, junto a la Fábula de las abejas (1714), de Bernard Mandeville, le parecía a él, y a otros, “fascinante”. En su texto Sobre la ley natural, que acompañó al Poema de Lisboa, formuló planteamientos similares a los ya relatados: la ley natural era que las personas anhelan el bien y todas sus acciones se basan en la búsqueda de éste. Dichas acciones se limitan por la conciencia de cada quien, así como por la rectitud moral que habita en sus corazones. El deseo por el bien, que en su aspecto más esencial era la satisfacción de placeres, era lo que sostenía al orden moderno: sufrir es una injusticia y por eso se tiene derecho a buscar cómo ser felices.3 Para Voltaire el terremoto era evidencia de que el sufrimiento era injusto e inmerecido, aunque a veces fuera inevitable. Los que argumentaban que éste era parte de un orden designado por Dios estaban en un error, pues no había lógica racional que sostuviera que éste dejaría sufrir a las personas. En realidad, el orden natural se basaba en que el sufrimiento estaba en todas partes y nada, salvo el propio deseo de los individuos por ser felices, podía enfrentarlo. Ese deseo era el motor de la actividad humana y se traducía en la consecución constante de placeres, que era la única felicidad alcanzable. En sus palabras:
Este mundo,
este teatro de orgullo y de horror
Está lleno de infortunados que hablan de
felicidad
Todo se
lamenta, todo gime buscando el bienestar:
Nadie
quisiera morir, nadie quisiera renacer
A veces, en
nuestros días consagrados al dolor
Enjuagamos
nuestros llantos por medio del placer
Pero el
placer vuela y pasa como una sombra.
Fuente: (Voltaire, 1995: vv. 207-2013)
La réplica
Rousseau no estaba de acuerdo. No le parecían correctas sus conclusiones sobre Dios, ni que la felicidad fuera algo tan mundano como la satisfacción constante de placeres mediante la fiesta o el lujo.4 Tampoco creía que fuera correcto afirmar que los vicios individuales traerían beneficios colectivos y no coincidía con la idea de que los métodos privados para encontrar la felicidad eran iguales a los públicos. Aunque concibe que el sufrimiento es inmerecido y la felicidad posible, plantea otro tipo de orden natural: los únicos responsables de los dolores terrenales son los individuos, y esto se debe, en gran medida, a la necesidad de estar en constante movimiento para satisfacer placeres. Los individuos olvidaron las cosas realmente importantes y confundieron los fines de las comunidades políticas con los suyos. Mientras que ellos debían emprender, a su manera, la búsqueda por ser felices, las comunidades debían procurar que todos estuvieran en situación para emprenderla. Puede parecer un asunto menor, pero la diferencia es sustancial. Si bien estaba convencido de que la felicidad es una cuestión íntima, también lo estaba de que hay elementos compartidos que influyen en ella. A diferencia de otros filósofos de su época, pensaba que las motivaciones individuales y colectivas no van en un mismo sentido, sino que corresponden a planos diferentes que en ciertos momentos se contraponen, pero en otros se complementan.
Se argumenta que Rousseau distingue dos formas de felicidad: una privada y otra pública que, tomando en cuenta sus reflexiones en los Fragmentos políticos, se define como situación de ser feliz. La primera es una cuestión subjetiva, que sólo puede ser descrita por quien la experimenta. La segunda son elementos comunes que favorecen a que todos puedan buscar la felicidad. Dichos elementos no pueden garantizar la felicidad privada, pues ésta se concreta, en última instancia, en el individuo, pero son necesarios para que todos los miembros de una sociedad política estén en situación para serlo. En este sentido, Rousseau es republicano (Rubio Carracedo, 2000), pues considera que para concretar la felicidad no basta con la posibilidad de autocontrol ni con la ausencia de interferencias de otros en su búsqueda: hay que eliminar las condiciones de coerción externas que la limitan; es decir, hay que mejorar aquellas situaciones fuera del dominio del individuo (Skinner, 2005; Pettit, 2006). Así, su interés está en las condiciones que permiten que la felicidad se pueda buscar, en verdad, libremente: “es imposible imaginar una mejor situación que procurar que todas las personas sean tan felices como puedan ser” (Rousseau, 1994: 43; traducción propia).
En la carta en cuestión, le reprochó a Voltaire que, al decir que todo estaba mal y que el terremoto era la prueba de que Dios no existía, condenaba a los individuos a enfrentar el sufrimiento por ellos mismos. Sus postulados no ofrecían ninguna forma real de alivio: “en lugar de los consuelos que yo esperaba, sólo conseguís afligirme; se dirá que teméis que yo no vea cuán desdichado soy, y según parece dais en creer que me tranquiliza mucho el probarme que todo está mal” (Rousseau, 2006: 85). En su opinión, no había necesidad de demostrar que el sufrimiento existe y que mucho de éste proviene de fuerzas fuera del control humano. Eso es algo que todos sabían. Lo importante era desentrañar los fundamentos de dicho sufrimiento y encontrar formas para soportarlo y mejorar la existencia: “no se trata de saber si cada uno de nosotros sufre o no, sino si era bueno que el universo existiese y si nuestros males eran inevitables en su constitución” (Rousseau, 2006: 98). Por tanto, Voltaire erraba. Si Dios no existe, no había razón alguna para reclamarle. Y si existe, tampoco habría por qué hacerlo, pues sus asuntos no son los mismos que los de la humanidad. Los teólogos se equivocaban en querer atribuirle las cosas buenas de la vida a su voluntad, y los filósofos, en querer negar su existencia evidenciando las malas: “las objeciones por una y otra parte son insolubles, porque versan sobre cosas acerca de las cuales el hombre no tiene una idea verdadera” (Rousseau, 2006: 96).
Con esto, Rousseau eludió el debate sobre la existencia de Dios sin alejarse del espíritu de la época del sufrimiento inmerecido. Sostuvo que lo importante era conocer los elementos que todo orden político debía tener para que cada uno de los individuos pudiera vivir bien o, dicho de otra forma, estuviera en libertad para buscar la felicidad: “De esta forma, la simple adición de un artículo parece hacer mucho más exacto el aserto en cuestión, y en lugar de todo está bien, sería mejor decir: el todo está bien o todo está bien para el conjunto” (Rousseau, 2006: 87). Así cambió el orden propuesto por Voltaire. Abrazó el reclamo del sufrimiento injusto, pero señaló como único responsable a la sociedad y también como la única capaz de resolver sus propios problemas. Con ello exploró el terremoto desde otra óptica: los problemas eran que las casas estaban mal agrupadas, la falta de conocimiento en su construcción o que se ignoraron los peligros existentes en donde las habían edificado: “Sin abandonar vuestro poema de Lisboa, convendréis, por ejemplo, en que la naturaleza no había agrupado allí mil casas de seis a siete pisos, así que, si los habitantes de esta gran ciudad hubiesen estado más dispersos y alojados de otro modo, el estrago podría haber sido menor” (Rousseau, 2006: 87).
Ya para finalizar, realizó un último reclamo. En su opinión, mientras que Voltaire tenía todos los placeres a la mano, había quienes no tenían nada y sólo les quedaba la idea de Dios para hacer más digerible la existencia. A ésos pretendía dejarlos desamparados y convencerlos de que la felicidad estaba en seguir sus deseos.
Colmado de gloria y desengañado de vanas grandezas, vivís libre en el seno de la abundancia; seguro de la inmortalidad, filosofáis sobre la naturaleza del alma; y si el cuerpo o el corazón sufre, tenéis a Tronchín5 como médico y amigo. Pese a ello no encontráis más que mal sobre la tierra. Mientras que yo, un hombre oscuro, solitario y atormentado por un mal sin remedio, medito con placer en mi retiro y encuentro que todo está bien. ¿De dónde provienen estas aparentes contradicciones? Vos mismos me lo habéis explicado: vos disfrutáis, pero yo espero, y la esperanza lo embellece todo. (Rousseau, 2006: 103)
Lo anterior describe a grandes rasgos el modelo de la felicidad de Rousseau: 1) el sufrimiento es el mayor agravio en contra de la humanidad; es injusto e inmerecido pues la felicidad es posible; 2) la sociedad es la principal perpetradora de dicho agravio, gracias a sus vicios y deficiencias organizativas; 3) por tanto, las sociedades políticas deben generar las condiciones necesarias para corregir dichas deficiencias; 4) y con ello no sólo establecer los límites para que los individuos continúen su camino hacia la felicidad, sino también una serie de elementos institucionales y morales que, si bien no la garantizan, la facilitan.
El sufrimiento y la desolación
Ahora bien, Rousseau plasma la diferencia entre la felicidad en su sentido privado (la de la propia experiencia) y la felicidad pública (la forma en que las comunidades políticas pueden organizarse de tal manera que los individuos no sufran las calamidades de la organización moderna). Esto lo hace a partir de la reflexión e identificación sobre sus propios dolores y los que sufren los demás a causa de la ineficiencia de las comunidades políticas y de su experiencia personal. Varios años después de la carta sobre el poema, y luego de ser perseguido por varias de sus publicaciones, se dedicó a estudiar la soledad y dejó registro de las sensaciones que experimentó a lo largo de su vida. Como resultado, escribió tres obras que vieron la luz en 1782, hasta después de su muerte: Los diálogos, Las confesiones y Las ensoñaciones. Estas obras pueden describirse como diferentes descripciones del sufrimiento que sintió durante diversos momentos de su vida. Todos ellos los concibió desafortunados y sin merecimiento alguno, pues ninguna persona tan sensible y amante de lo realmente importante como él tendría por qué padecerlos. Fernando Escalante Gonzalbo (2000) expone que, con este sufrimiento, Rousseau inauguró una nueva forma de sensibilidad y que ésta es la razón por la que sus lectores lo encuentran cercano y familiar. Pero reflexionar sobre el sufrimiento no era algo atípico para la época ni algo exclusivo de Rousseau. Por ejemplo, en 1777, David Hume (2009) estudió los malestares en torno al suicidio, al que veía, alejándose de la tradición judeocristiana, con “respeto y tolerancia”, como una salida cuando la vida resulta insoportable. Opinión muy similar a la de Tomás Moro y Michel de Montaigne, quienes fueron muy importantes para Voltaire y Rousseau, que también veían al suicidio como una posibilidad de alivio (Bauzá, 2018).
Si esto era así, ¿entonces en qué consiste la originalidad de Rousseau? Escalante afirma que se debe a tres razones. La primera es el descubrimiento del yo que sufre y su exhibición pública. A Rousseau no le basta con ser consciente de su sufrimiento: necesita que los demás lo observen. Se reconoce a él mismo como un ser único y sensible gracias al sufrimiento, pero requiere que el público no sólo se dé cuenta de que lo es, sino que además conozca que reflexiona públicamente sobre sus sensaciones. Por ejemplo, en Las ensoñaciones parece negar al lector y dar a entender que el destinatario del texto es él mismo, pues ya aceptó que el público le ha dado la espalda y que sólo quiere revivir aquellos momentos de su vida en los que fue feliz y pudo contemplarse a sí mismo tal y cómo es: “su lectura me recordará la dulzura que siento al escribirlos, haciendo renacer así para mí el pasado” (Rousseau, 2016: 56). Pero cuando el público se adentra en su obra puede percibir que el autor, en realidad, dejó la puerta entreabierta y lo mira de reojo mientras. Hay un cierto gozo por mostrarse transparente (Starobinski, 1983). Es un juego, un descuido que permite que el lector pueda observarlo a escondidas en sus ensoñaciones más profundas que lo han llevado a un lugar inalcanzable para nadie más: “todo se ha acabado para mí en la tierra. No se me puede hacer ni bien ni mal. Nada que esperar ni que temer me queda en este mundo, y heme aquí tranquilo en el fondo del abismo, pobre mortal infortunado, pero impasible como Dios” (Rousseau, 2016: 53).
En segundo lugar, según Escalante Gonzalbo (2000), está la descripción de dos formas de sufrimiento. Una es la oposición con uno mismo, que se puede describir con la contraposición del filósofo con el hombre. A veces escribe el filósofo, convencido de que la felicidad en su sentido clásico es tranquilidad, autosuficiencia y mantener las necesidades equilibradas con sus deseos. Pero en otras ocasiones lo está haciendo el hombre, aquél que no puede evitar caer en la mentira, en el robo, en los placeres del cortejo amoroso y que incluso reniega la paternidad varias veces mandando a sus hijos al hospicio. La otra es la oposición del individuo con la sociedad, la tensión que hay entre la espontaneidad de los sentimientos y las convenciones de la sociedad. Vivir civilizadamente significa abandonar o reprimir ciertas sensaciones, incluyendo las valiosas, que a veces son sustituidas por otras mundanas y artificiales. La hipocresía de los modales, la búsqueda de la felicidad en los placeres más efímeros y las conversaciones vacías en los salones de la aristocracia serían algunos ejemplos de esto.
El tercer y último elemento según Escalante Gonzalbo (2000) es el orden moral inteligible que sostiene su idea de sufrimiento. Éste se caracteriza por dos elementos: por un lado, es inmerecido siempre y cuando no haya una acción premeditada, una intención que lo haya provocado. Por otro lado, es producido por la sociedad, cada vez más asfixiante y contraria a la virtud. Con estos dos elementos no sólo se quita la responsabilidad sobre el sufrimiento, sino que tiene en quién descargar la culpa:
Si desde mis primeras calamidades hubiera sabido no oponerme a mi destino […] todos los esfuerzos de los hombres, todas sus espantosas maquinaciones habrían carecido efecto sobre mí y no habrían turbado mi reposo con todas sus artimañas como no pueden turbarlo de ahora en adelante con todos sus éxitos; que gocen cuando les plazca con mi oprobio, no me impedirán gozar de mi inocencia y acabar mis días en paz a pesar suyo. (Rousseau, 2016: 57)
Se plantea que a estos tres elementos hay que agregar otro: Rousseau transmite la sensación de agobio producto de la falta de ciertas afiliaciones sociales. No sólo es un crítico de la sociedad, sino que también anhela que ésta sea menos hostil: necesita y a la vez sufre los vínculos sociales. En el fondo detesta ser obligado a estar solo. Puede ser que en algunos pasajes de su obra pueda dar a entender lo contrario, pues también relata que disfruta aislarse. Las largas caminatas sin ningún acompañante, los días solo en casa o las ensoñaciones del paseante solitario parecen indicar que también asociaba la felicidad con la soledad: “me hallo cien veces más feliz en mi soledad de lo que podría ser viviendo con ellos” (Rousseau, 2016: 51). Pero en más de una ocasión distingue entre el gozo y el sufrimiento de la soledad. La diferencia entre las dos está en la libertad. Como cualquiera, disfruta de tener tiempo para sí. Es feliz cuando es libre y reflexiona o practica la botánica sin que lo molesten. Pero sufre cuando percibe que lo obligan a estar solo: cuando huye de Ginebra, cuando su prestigio ha sido manchado públicamente o cuando siente que tanto sus amigos como la sociedad lo aborrecen y están mejor sin él (Rousseau, 1999).
Hay una anécdota de Rousseau con Bernardin de Saint-Pierre que sirve para ilustrar esto. Los dos solían frecuentarse en casa del primero para conversar y comer. Pero en alguna visita, Rousseau, “con un aire austero y sombrío”, fue grosero y corrió a su amigo. Como no era la primera vez que sucedía algo así, Saint-Pierre decidió dejar de visitarlo. Dos meses después, Rousseau lo buscó y le preguntó por qué no se veían más. Cuando le explicó que se debió al mal recibimiento en casa, se disculpó: “Hay días en que quiero estar solo. Amo mi intimidad. Por mucho que se haga, de la sociedad uno sale casi siempre descontento de sí y de los otros. ¡Vuelvo tranquilo, contento de mis paseos solitarios! No he faltado a nadie, nadie me ha faltado. Me molestaría veros demasiado a menudo, pero más molesto estaría aún de no veros nunca” (Rousseau, 2016: 283). En la cita lo importante es que, aunque se esfuerza por tener momentos de soledad, éstos no pueden ser permanentes. Siempre tiene que volver a la comunidad para sentirse mejor. Le molesta vivir al ritmo de la sociedad, pero todavía más no sentirse parte de ella:
Heme aquí pues, solo en la tierra, sin más hermano, prójimo, amigo ni compañía que yo mismo. El más sociable y más amante de los humanos ha sido proscrito por un acuerdo unánime. Han buscado, en los refinamientos de su odio, el tormento que sería más cruel para mi alma sensible y violentamente ha cortado todos los lazos que me ataban a ellos. (Rousseau, 2016: 47)
Para Rousseau, la soledad, en un sentido, está ligada a la autodeterminación, al gozo que experimentan los individuos por no depender de nada más que de ellos mismos. Es tal la valía que le da a esta sensación que considera que es la característica esencial de las personas en el estado de naturaleza (Rousseau, 2010): en éste no dependían de condiciones externas salvo de las fundamentales. No necesitaban ni de la ayuda ni de la aprobación de nadie más. Vivían plenamente. Pero en otro sentido, la soledad está vinculada a no estar completo, a la inevitable sensación de no ser autosuficiente y que se necesitan elementos externos. Más que de soledad, se trata de desolación. Desolación proviene del latín desolatio, que a su vez se desprende del verbo desolare, que significa ‘asolar, abandonar, dejar solo’ y que tradicionalmente se asocia con las sensaciones de tristeza y angustia. Tiene una estrecha relación con sollus, que como sustantivo sirve para referirse al ‘suelo o la base’ y, como adjetivo, a algo ‘entero, no roto’. Su contraparte es consolatio, ‘aliento o confort’, que se deriva de consolare, ‘consolar, confortar’. En francés, consola, que viene de console, quiere decir ‘lo que sostiene’ (Chiozza, 2008). Cuando alguien se encuentra desolado es porque ha sido abandonado, está roto, no tiene forma de sostenerse ni quién lo consuele. Por tanto, la felicidad no depende exclusivamente del individuo, sino de la forma en la que la sociedad pueda reforzar los vínculos entre los individuos.
En situación de ser feliz
En consecuencia, se argumenta que las reflexiones de Rousseau sobre el sufrimiento lo llevan a concebir dos planos distintos de la felicidad: uno privado, ligado a la subjetividad de la experiencia personal, la autosuficiencia, y la autenticidad; y otro público, vinculado a la forma en la que el cuerpo político enfrenta los males compartidos. En sus palabras:
¿Dónde está el hombre feliz, si acaso existe? ¿Quién lo sabe? La felicidad no es placer; no consiste en una modificación pasajera del alma, sino en un sentimiento permanente e interior que solo quien lo experimenta puede juzgar; nadie puede, entonces decidir con certeza que otro es feliz ni, por consiguiente, establecer los signos certeros de la felicidad de los individuos. Pero no ocurre lo mismo con las sociedades políticas. Sus bienes, sus males son todos manifiestos y visibles, su sentimiento interior es un sentimiento público. Para todo ojo que sabe ver, [las sociedades políticas] son lo que parecen y se puede sin temeridad juzgar acerca de su ser moral. (Rousseau citado en Waksman, 2013: 108-109; énfasis agregado)6
Ningún gobierno puede obligar a los ciudadanos a vivir felizmente; el mejor es el que los pone en situación de ser felices. (Rousseau, 1994: 43; traducción propia con énfasis agregado)
En este fragmento, Rousseau explica que la felicidad en su sentido privado es indescriptible. Es tan íntima y subjetiva que nadie puede definir externamente cómo es. Hay muchas formas de buscarla y depende de cada quien descifrar cuáles son los mejores métodos para lograrlo. Es un estado tan excepcional que se podría decir que, en última instancia, la felicidad sólo se concreta en el individuo a partir de la experiencia. Pero también sugiere que no es suficiente con la posibilidad de que cada quien busque la felicidad y tampoco con que otras personas no interfieran en ello. Es necesario fomentar un contexto en el que exista la posibilidad de la autorrealización, sin interferencia directa de la felicidad de uno sobre la del otro y sin el dominio de condiciones externas sobre el individuo. Esto no garantiza que todos concreten la felicidad pues, como se ha dicho, se logra personalmente, pero sí generaría condiciones propicias para que todos pudieran buscar la fórmula para hacerlo. En el mundo de lo privado, “ningún gobierno puede obligar a los ciudadanos a vivir felizmente”, pero en el de lo público, “los pone en situación de ser felices” (Rousseau, 1994: 43: traducción propia).
Se propone entender la situación de ser feliz como contar con todos los elementos necesarios para buscar la felicidad en libertad. La libertad no sólo entendida como el establecimiento de límites para que cada quien pueda continuar su camino sin entorpecer el del otro, sino también como la eliminación de las formas de opresión estructural que impiden la realización plena de los individuos. Para ello, las sociedades políticas deben generar mecanismos de afiliación social para que cada uno de ellos pueda sostenerse y mantenerse vinculado al todo. Estar en situación de ser feliz es no vivir en desolación. ¿Y cómo saber sobre qué problemas hay que construir mecanismos que fomenten o suturen las afiliaciones sociales? Rousseau deja pistas a lo largo de su obra. En ella desarrolló agravios de la sociedad que debe demandarse que sean resueltos por las instituciones políticas. Se resaltan tres agravios principales: el desorden, la inseguridad y la indiferencia.
El desorden se refiere a cómo el surgimiento de la sociedad terminó con el orden natural y sus beneficios: el gozo de la soledad, la libertad, el autorreconocimiento, la vida sin temores, etcétera. En el momento en el que a alguien dijo “esto es mío y halló gentes lo bastante simples para creerlo” (Rousseau, 2010: 161), surgió la civilización y junto a ésta una serie de problemas nunca antes vistos: el deseo como motor de la acción humana, la necesidad de ser reconocido como parte del resto, el trabajo forzado y la falta de momentos para ser ocioso y disfrutar de la propia existencia. En sus palabras:
La extremada desigualdad en el modo de vivir, el exceso de ociosidad en los unos, el exceso de trabajo en los otros, la facilidad de irritar y satisfacer nuestros apetitos y nuestra sensualidad, los alimentos demasiado rebuscados de los ricos que alimentan con yugos opresores y les debilitan de indigestiones; la mala alimentación de los pobres de la que son deficitarios con mayor frecuencia […] la fatiga y el agotamiento del espíritu, los disgustos y las penas sin número que han soportado en todos los estados y que continuamente roen las almas: he aquí las funestas pruebas de que la mayoría de nuestros males son obra nuestra y los habríamos evitado casi todos si hubiéramos conservado el modo de vida simple, uniforme y solitario que nos prescribió la naturaleza. (Rousseau, 2010: 127)
Por eso la primera demanda es el orden. Las comunidades políticas deben ser capaces de compensar todas las faltantes que provocó su constitución y situar todas las cosas en el lugar que le corresponden. Esto es que las expectativas sean claras, que cada quien tenga el lugar que se merece, que las reglas sean justas, que la moral que une al cuerpo político sea compartida y seguida por todos, y que los espacios están cuidadosamente diseñados para que cada acto se realice adecuadamente de tal forma que todas las personas puedan desarrollarse plenamente.
Rousseau describe su idea de orden en Las ensoñaciones. Ahí afirma que sólo fue feliz en la isla de Saint-Pierre. La isla tenía un orden perfecto: se encontraba en medio de un lago y tenía como vecina a otra isla que estaba sin habitar. En ella había sólo una casa que, aunque pequeña, era tranquila y acogedora. Ahí vivían un recaudador, su esposa y los sirvientes, gente buena. La casa tenía todo lo necesario para que pudiera sentirse cómodo, apilar sus libros y disfrutar de la conversación con su pareja, Marie Thérèse Levasseur, o con los demás habitantes. Incluso tenía una trampilla que le permitía huir de las visitas inesperadas. Sólo en ese lugar experimentaba realmente la felicidad: “no una felicidad imperfecta, pobre y relativa, sino una felicidad suficiente, perfecta y plena” (Rousseau, 2016: 124).
¿Cuál era el origen de esa felicidad? La tranquilidad y la libertad que provocaba que todo a su alrededor estuviera perfectamente acomodado. El bienestar que produce tener certezas y no vivir en la incertidumbre. Cuando quería estar sólo, le bastaba con subirse a una balsa y detenerse en medio del lago, para luego acostarse, mecerse conforme la corriente y perderse en sus sueños mientras miraba el cielo. Y si no tenía ganas de hacerlo, pasaba la tarde en la otra isla y disfrutaba de sus paisajes, sus matorrales, flores y tréboles. Le gustaba tanto ese lugar que incluso tuvo la idea de criar conejos, los cuales se acoplaron perfectamente. Su concepción del orden de las sociedades políticas no dista mucho de lo que experimentó en la isla de Saint-Pierre: los ciudadanos deben tener entornos amigables, espacios de recreación y servicios suficientes para desarrollarse plenamente. Por eso es que, en sus textos políticos, influenciado por Maquiavelo, no sólo se concentra en el entramado institucional y la legitimidad que lo sostiene, sino también en otros detalles que considera fundamentales para mantener el orden: el clima, el origen de las naciones, la extensión territorial, las diferentes formas de gobierno y los detalles culturales (Rousseau, 1988). También considera que un país con orden y referencias claras sería capaz de inculcarle a sus ciudadanos el amor por lo común y por las leyes, que serían, tal y como plantea el republicanismo, la base de toda convivencia. Así, se conformaría el gobierno de la ley, y los individuos serían capaces de apreciar los valores de lo público: el bien común, base para que cualquiera inicie la búsqueda personal por la felicidad. Esto último, cabe aclarar, no quiere decir que lo individual está por debajo de lo colectivo, pues, “además de la persona pública, había que considerar a las personas privadas que la componen, y cuya vida y libertad son naturalmente independientes de ella” (Rousseau, 2012: 65). Más bien, significa que para mejorar la vida de cada uno de ellos se necesitaba fortalecer “los compromisos que nos vinculan al cuerpo social”, los cuales “son obligatorios porque son mutuos” (Rousseau, 2012: 66).
El segundo agravio es la inseguridad. Rousseau, a diferencia de Thomas Hobbes, pensaba que ésta es producto de la sociedad moderna y no su origen. De hecho, sugiere que éste, como otros pensadores ilustrados, comete el error de transferir los valores modernos al supuesto estado de naturaleza. Plantea que en dicho estado nadie era plenamente consciente de los riesgos, pues el miedo a la muerte no se había instalado en la mente humana. El miedo y la noción de riesgo surgirían con la civilización: “las palabras grande, pequeño, fuerte, débil, rápido, lento, temeroso y atrevido […] producirían al fin […] algún tipo de reflexión, o, mejor, una prudencia maquinal que le indicaba las precauciones más necesarias a su seguridad” (Rousseau, 2010: 164). Por eso, la segunda demanda es la seguridad. Al igual que la mayoría de los pensadores de su época, la asociaba principalmente a la protección frente al riesgo de sufrir violencia por parte de otra persona o, en el caso del Estado, de otra nación. Desde luego, esta demanda es parte de la sensibilidad burguesa que, años después, quedaría plasmada en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano: la seguridad como uno de los derechos inalienables de todas las personas. Pero también tiene algunos elementos que podrían venir de Maquiavelo, quien planteaba lo siguiente: “¿qué beneficios acarrea a una persona el vivir en libertad, el vivir en seguridad […] el poder disfrutar libremente de sus posesiones sin pasar ansiedad, el de no sentir miedo respecto del honor […] y el no temer por uno mismo” (en Pettit, 2006: 8).
El último agravio es la indiferencia. Rousseau sostiene que con las sociedades modernas surge el deseo de ser reconocido y que la mayoría cree que se logra con cuestiones “artificiales”: el lujo, la opulencia, el estatus, la apariencia o el lugar de residencia: “a fuerza de verse, no se puede pasar sin verse […] Cada cual comienza a contemplar a los otros y a querer ser contemplado él mismo y la estimación pública tuvo un precio […] nacieron, por una parte, la vanidad y el desprecio; por otra, la vergüenza y la envidia, y la fermentación causada por esta nueva levadura produjo finalmente compuestos fatales para la felicidad y la inocencia” (Rousseau, 2010: 169). Rousseau conocía lo que era ser invisible. Hay dos pasajes en Las confesiones que lo relatan bien. El primero ocurrió en la residencia del conde Gouvon, en donde conoció a la señorita de Breil, de quien estaba enamorado. Tristemente para él, ella ni si quiera notaba su existencia. Le resultaba un accesorio más de la vivienda, cuestión “normal”, pues un criado no podría esperar un trato diferente. El único momento en el que ella notó su presencia fue cuando el Conde le pidió que realizara una traducción del francés que complació a todos los presentes, incluyéndola. Sólo así, mostrando que tenía una cultura distinta a los plebeyos, pudo ser parte de la conversación. Esto duró sólo por un instante, pues después cada quién regresó al lugar que le “correspondía” (Rousseau, 1999). El segundo sucedió cuando estaba de visita en Lyon y un hombre le dio albergue y comida. Cuando el lionés notó que Rousseau estaba realmente hambriento, y que no tenía malas intenciones, le compartió más alimentos y una botella de vino que tenía escondidos en una bodega. Cuando el ginebrino quiso pagarle, el hombre se mostró temeroso y le explicó que, si el fisco y el visitador de bodegas se enteraban de que tenía un poco más de lo necesario, le cobrarían tantos tributos que no podría sostenerse. Así que le rogó que por favor no le pagara ni le comentara a nadie lo sucedido. Fue ahí que sintió “un odio inextinguible que después se creció en [su] corazón contra las vejaciones que sufre el pueblo desdichado y contra sus opresores” (Rousseau, 1999: s. p.). Por esta razón, odiaba los actos lujosos y privados (Roselló Soberón, 2020). Le parecía inmoral publicitar la diferencia, exhibir la desigualdad y que los salones estuvieran repletos de personas que sólo podían hablar de sus prendas, sus nuevas adquisiciones y pretendieran ser inteligentes y elocuentes. Pero, peor aún, detestaba que la minoría que gozaba de estas cosas quisiera imponerle su visión de mundo a una mayoría que les resultaba indiferente. Ésa es una de las razones principales por las que debatió con Jean Le Rond D’Alembert la idea de establecer una compañía de teatro en Ginebra (Rousseau, 2009). Uno de los puntos centrales de Rousseau es que el teatro parisino quería imponer una visión privada y elitista de la realidad. Para Pablo Piccato (2015), el ginebrino pensaba que el teatro era antidemocrático porque “constreñía la mirada y opinión del público, promoviendo la duplicidad de la persona y el carácter” (44).
Para Rousseau, los ginebrinos ya vivían en un mundo lleno de apariencias como para, además, ser parte de un espectáculo pensado en París sin el conocimiento de la cultura ni las necesidades de Ginebra. En vez de teatro, lo que el pueblo necesitaba eran reuniones sociales y fiestas populares, espectáculos que impulsaran el reconocimiento al otro y la idea de comunidad: “la mejor herramienta para preservar la coherencia entre la moralidad y la política era la libre interacción de los ciudadanos expresada en la opinión pública” (Piccato, 2015: 44). Incluso Rousseau era tolerante a la ebriedad y cierto nivel de erotismo en las fiestas populares, pues consideraba que eran expresiones espontáneas que hacían que todos los presentes pudieran reconocer en el otro una sensación similar a la que ellos experimentaban (De Mingo Rodríguez, 2012). En su opinión, más que ser un espectador, lo que le hacía falta al público era observarse y reconocerse a sí mismo. Por eso, la tercera demanda es el reconocimiento. Para Rousseau, es indispensable que todas las personas sean tratadas dignamente. Todos debían tener derecho al orgullo, a la estima pública; es decir, que, junto a la valía que cada quien se asigna, ésta fuera reconocida por los demás o, al menos, su derecho a poder reclamarla (Piccato, 2015). Consideraba que la principal forma de conseguirlo era a través de la voluntad general, que es la máxima expresión del reconocimiento mutuo. Sólo a través de ella, todos los miembros de la sociedad son igualmente dignos: autosuficientes, autocontrolados y con legitimidad, es decir, soberanos. Como plantea en la carta de Voltaire: “el todo está bien para el conjunto” (Rousseau, 2006: 87).
Aquí hay que hacer una última aclaración. No se plantea que su simpatía por el colectivo significa que proponía que la individualidad debía disolverse en lo común.7 Se considera que era consciente de la excepcionalidad de cada individuo e incluso disfrutaba sentirse único y en algunas veces “superior” a los demás, así que no parece factible suponer que realmente pensara que la esencia que lo hacía diferente debiera desaparecer en aras de la felicidad del todo. Más bien pensaba que la dignidad, además de ser una condición individual, es una asignación colectiva. Aunque se afirma que todas las personas la tienen, para que se concrete, sociológicamente hablando, es indispensable que alguien más la reconozca. El problema, pensaba Rousseau, es que la principal forma de conseguir ese reconocimiento en la sociedad moderna es a través de la distinción, en vez de la igualdad, lo que significa que algunos son más dignos que otros.8
La noción de la voluntad general de Rousseau es una respuesta al público al que le escribe Voltaire, que construyó una idea de universalidad basada en su particularidad: hombres blancos de la nobleza o con propiedad que hablaban de la posibilidad de ser feliz, pero que la limitaban a métodos que seguían resaltando la desigualdad original. En contraste, la voluntad general es un público ampliado radicalmente, que tomaba consciencia de sí mismo y unía a las comunidades políticas bajo nuevos valores. Con esto no rechazaba que en un contexto debía resaltarse lo particular y lo excepcional, sino que proponía que para que todos pudieran gozar de esa condición, para explorar al máximo su sensibilidad, base de la felicidad privada, era necesario que otro reconociera igualmente su valía. La dignidad de los miembros de una sociedad política debía ser resultado de que todos se reconocieran a partir de que compartían la virtud y el mismo orgullo: “el pacto fundamental sustituye, por el contrario, por una igualdad moral y legítima lo que la naturaleza pudo poner de desigualdad física entre los hombres y que, pudiendo ser desiguales en fuerza o en genio, se vuelven todos iguales por convención y de derecho” (Rousseau, 2012: 58). Así se entiende mejor esta polémica frase: “Hacer que el hombre sea pleno y no podrás hacerlo más feliz. Hay que entregarlo al Estado o dejarlo integro para sí mismo; pero si se divide su corazón, entonces los dejarán hecho pedazos” (Rousseau, 1994: 41; traducción propia). O los individuos debían ser tan autosuficientes como en el estado de naturaleza o debían contar con todas las situaciones posibles para mantenerse como parte del todo. De lo contrario, estaban condenados a la desolación.
En conclusión
En primer lugar, se planteó que Rousseau ofrece un modelo de felicidad diferente al impulsado por pensadores como Locke y Voltaire. A diferencia de ellos, no hace énfasis en los aspectos privados de la felicidad ni considera que los principales métodos para alcanzarla son individuales, sino que tiene elementos comunes: la felicidad también pertenece al mundo de lo público y pueden ofrecerse mecanismos colectivos para favorecer su realización. Posteriormente, se estableció que Rousseau reflexionó sobre su propio malestar y lo contrapuso con el de las comunidades políticas, y con ello desarrolló un original planteamiento del sufrimiento colectivo, basado en la desolación. Dicho planteamiento permite distinguir y relacionar la felicidad privada de la pública: la primera es una experiencia satisfactoria, profundamente subjetiva (que sólo quien la vive puede definir exactamente cómo es), que está vinculada a las motivaciones personales, y los métodos para alcanzarla son variados y elegidos por cada persona. La segunda se trata de la capacidad de las asociaciones políticas de sostener a los individuos a través de mecanismos que fortalezcan o suturen distintas afiliaciones sociales necesarias para que las personas puedan vivir bien. A esto se ha denominado situación de ser feliz. La última aportación es que se identifican tres demandas que deben ser satisfechas por las comunidades políticas para que los ciudadanos vivan en situación de ser feliz: el orden, la seguridad y el reconocimiento. El primero se refiere a que todo esté lo mejor diseñado para favorecer al bienestar de las personas; el segundo, a los mecanismos para salvaguardar la integridad de las personas frente a riesgos producto de la violencia o de las contingencias sociales y naturales; y el tercero, a que la dignidad de todos los miembros sea reconocida por igual.
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Notas