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Los límites del espacio escolar universitario se desdibujan: autorregulación como propuesta al desafío post pandemia
The limits of the university school space are blurred: self-regulation as a proposal for the post-pandemic challenge
Revista ConCiencia EPG, vol. 8, Esp., pp. 49-76, 2023
Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle

Artículos

Revista ConCiencia EPG
Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle, Perú
ISSN: 2517-9896
ISSN-e: 2523-6687
Periodicidad: Semestral
vol. 8, Esp., 2023

Recepción: 03 Septiembre 2022

Aprobación: 04 Enero 2023

Autor de correspondencia: silva.unam@gmail.com


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.

Resumen: El siguiente manuscrito discurre sobre la noción de espacio escolar y cómo esta expresión refiere mucho más que volumen o tamaño de un sitio en el que se enseña o aprende. Se reflexiona sobre la forma en que la pandemia por COVID-19 alteró las características de dicho espacio. Primeramente, se realiza un recorrido histórico para comprender el origen de algunas de las características de los espacios escolares, tratando de establecer la relación entre dichas características y las nociones educativas de cada momento. Posteriormente, se describe la manera en que los espacios escolares evolucionaron y se multiplicaron, especialmente por la llegada de las tecnologías de la información. Finalmente, se describe el impacto que la pandemia tuvo sobre las labores educativas, específicamente a nivel de educación superior. Se propone como una forma especial de comportamiento clave para aprender y enseñar en los nuevos espacios escolares: la autorregulación del estudio.

Palabras clave: Espacio escolar, educación universitaria, autorregulación.

Abstract: The following manuscript discusses the notion of school space and how this expression refers to much more than the volume or size of a place where teaching or learning takes place. It reflects on the way in which the COVID-19 pandemic altered the characteristics of said space. Firstly, a historical journey is carried out to understand the origin of some of the characteristics of school spaces, trying to establish the relationship between these characteristics and the educational notions of each moment. Subsequently, the way in which school spaces evolved and multiplied is described, especially due to the arrival of information technologies. Finally, the impact that the pandemic had on educational work, specifically at the higher education level, is described. It is proposed as a special form of key behavior to learn and teach in the new school spaces: the self- regulation of the study.

Keywords: School space, university education, self-regulation.

Introducción

La educación, entendida en su acepción general, puede suceder en cualquier lugar y en cualquier momento, y constituye un proceso formativo de los individuos respecto a algo del mundo (Masschelein & Simons, 2014). Es decir, implica un proceso de cambio individual y colectivo vinculado con un momento histórico particular (Ponce, 1934/2016). La escuela, por su parte, es una institución que persigue ciertos fines formativos y que generalmente cuenta con un espacio físico bien delimitado: el salón de clases o aula (Fernández, 2018). Es ahí en la escuela, entendida como un espacio y un tiempo diferentes a aquellos destinados para el consumo, la producción o el entretenimiento, donde es posible separarnos del mundo y ponerlo a cierta distancia para contemplarlo y entenderlo (Larrosa, 2019). En definitiva: para estudiarlo.

Estas metáforas espaciales con las que se puede referir el acto de estudiar no son gratuitas, en tanto que el espacio constituye una de las dimensiones fundamentales de la existencia y, por ende, son asequibles e ilustrativas. Y es que el espacio constituye no sólo las causas material y formal de cualquier interacción, sino también la condición sine qua non nada tendría lugar. Porque la disposición y distribución de aquello que lo constituye determina lo que se puede o no hacer ahí: sus potencias. En otras palabras, la categoría de espacio refiere no sólo a una dimensión física, dado que se ubica en coordenadas específicas, sino también, entre otras muchas, a una dimensión psicológica, en tanto auspiciador de diversas formas de relación entre estos y los individuos que ahí se encuentran.

Por esta razón, la reflexión en torno a los espacios escolares ha de trascender lo exclusivamente material, porque el hecho de que existan infraestructuralmente no es condición suficiente para que la relación educativa tenga lugar (Morales et al., 2016).

Se puede plantear, en principio, que los conceptos de espacio escolar y de infraestructura escolar son distintos, pues el primero podría constituir aquella circunstancia en la que tiene lugar una interacción educativa –no necesariamente un aula o salón de clases–, mientras que el segundo refiere a las instalaciones y servicios ofrecidos, que permiten y determinan el funcionamiento de la institución educativa (Instituto Nacional de Evaluación Educativa [INEE], 2007), o lo que es lo mismo, se trata de “los espacios donde los alumnos, docentes y directivos desarrollan las actividades escolares y los servicios que permiten el funcionamiento de las escuelas” (INEE, 2014).

Aquella distinción conceptual implica una extensión del uso regular de la expresión espacio escolar, que se ha empleado para delimitar un territorio y un horario exclusivos de la institución educativa, así como las condiciones materiales que incluye, como lo son las instalaciones, el mobiliario, los jardines y patios, etcétera (Martínez, 2016), muy cercano a la definición de infraestructura escolar. No obstante, se debe recordar que la palabra escuela y sus derivaciones provienen de la palabra griega scholè, cuya traducción en latín, otium, significa ocio, tiempo libre para la contemplación (Larrosa, 2019), por lo que se puede plantear que el espacio escolar incluiría cualquier circunstancia en la que se contemple y se estudie algo del mundo. Esto último es particularmente aplicable en la actualidad, en tanto que en marzo de 2020, la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró el brote de la enfermedad COVID- 19, causada por el virus SARS-CoV-2, como una pandemia (Paho Tv, 2020). Desde ese momento, el mundo entero adoptó medidas sanitarias restrictivas como el confinamiento, el distanciamiento y la paralización de las actividades, afectando significativamente la vida económica, política, social y cultural (Lloyd y Ordorika, 2021). Una de las consecuencias visibles fue que los estudiantes tuvieron que salir de la escuela y buscar otros refugios, los cuales se transformaron en su nuevo espacio escolar.

Espacio escolar: pasado y presente

Ésta es la última gran reorganización que han sufrido tanto la escuela como el espacio escolar, y la diferencia entre lo que habían sido y en lo que se han convertido es sustanciosa. Para ilustrar lo anterior, considérense uno de los grandes ejemplos en la historia del país: las estructuras que tuvieron lugar con el sistema lancasteriano o de enseñanza mutua. Durante la primera mitad del siglo XIX existió en México y en otros lugares del mundo un modelo de escuela que se estructuró alrededor del sistema de enseñanza mutua, también conocido como sistema lancasteriano en honor a Joseph Lancaster. Aunque fue él quien popularizó dicho sistema pedagógico, no lo inventó. Según Tanck (1992), el método consistió en que la enseñanza fue graduada por nivel de dominio; hubo un sólo profesor para una gran cantidad de estudiantes. El profesor se apoyó de los monitores, estudiantes más avanzados a quienes se instruyó particularmente durante la primera hora escolar de la mañana, para que, horas más tarde, organizaran la enseñanza del resto de estudiantes.

Este sistema requirió de grandes espacios, por lo que se recurrió a edificios coloniales, en los que acudieron entre 100 y 300 niños simultáneamente. Incluso, se desarrollaron estimaciones que señalaban la posibilidad de que un sólo profesor pudiera atender hasta 1386 estudiantes (Tanck, 1992, p. 498). La distribución de este espacio debía permitir el trabajo individualizado de todos estos estudiantes, por lo que había largas mesas y sus respectivos bancos para acoger a 10 estudiantes, dirigidos por un monitor. Esas mesas estuvieron destinadas para cada una de las aproximadamente ocho clases o secciones, que constituyeron los niveles por los que los estudiantes debieron transitar para concluir con sus estudios de aritmética, escritura, lectura, entre otros. Estas clases lo fueron precisamente en términos de lo que señala Fernández (2018):

En las escuelas sólo comienza a haber clases cuando los alumnos, en vez de ser tratados en parte indistinta y en parte individualmente, pasan a serlo grupalmente o como integrantes de categorías que comparten características, expectativas y actividades, así como unos tiempos, unos espacios, unos contenidos, unos criterios de logro y de evaluación. (p. 63).

Entonces el espacio permitió la distribución de los estudiantes y su adscripción a ciertos grupos según el nivel de dominio que tuvieron sobre el contenido estudiado en ese momento. Fernández (2018) critica duramente a este sistema y, sobre todo, a sus espacios, pues considera que son la máxima expresión de la escuela- fábrica pensada para la producción en masa. Sin embargo, se olvida de que “la construcción de tiempos y espacios en la escuela obedecen a pautas culturales y pedagógicas, y han sido la expresión de determinados momentos históricos” (Meníndez, 2013, p.71). Porque el espacio no sólo es materialidad como acto, sino también como potencia, es posibilitador y organizador de formas de interacción que, aunque se encuentren en cierta permanencia dados los rigurosos tiempos escolares, producen siempre relaciones cambiantes portadoras de un discurso (Meníndez, 2021).

Esta idea de las posibilidades de los espacios estuvo latente desde el siglo XIX, de lo cual son evidencia el Congreso Higiénico Pedagógico convocado en 1882 por el Consejo Superior de Salubridad de la Secretaría de Gobernación, así como los Congresos Nacionales de Instrucción Pública de 1889, 1890 y 1891 (Carrillo, 1999). En dichos eventos se trataron temas sobre la higiene escolar, entendida como aquellas condiciones que mejorarán la salud de los estudiantes en la escuela. Las prescripciones hechas en estos congresos se relacionaron con la ubicación de las aulas; sus fuentes de iluminación; sus materiales de construcción; la distribución y distancia entre estudiantes; el tipo y forma del mobiliario; hasta la indumentaria del aula, como las cartas murales y los carteles pegados en las paredes –ver figura 1– (Félix, 2020).

Aunque ha pasado el tiempo, muchas de las prescripciones de ese entonces se han mantenido en la actualidad. Destaca aquella prescripción que hace referencia a la distancia sugerida entre estudiantes para evitar contagios en caso de enfermedad: 1.5 metros (Meníndez, 2021), ahora mejor conocida como sana distancia. Lo anterior no es de sorprenderse si se considera que fue en el porfiriato, precisamente, cuando hubo un aumento exponencial de las escuelas, y que varias de ellas todavía existen en la actualidad (Meníndez, 2013). De ahí que el prototipo actual de espacio escolar cuente con prácticamente las mismas condiciones que por entonces. De acuerdo con la Ley General de la Educación y el Instituto de Evaluación Educativa – INEE–, los espacios educativos deben estar constituidos por: 1) servicios básicos del plantel –agua, luz y transporte–; 2) espacios escolares suficientes y accesibles –v.gr. mobiliario, aulas, laboratorios, oficinas–; 3) así como por condiciones básicas de seguridad e higiene. De manera complementaria, de acuerdo con el Instituto Nacional de la Infraestructura Física Educativa ([INIFE], 2013) se debe garantizar la existencia no sólo de espacios curriculares, sino también para el mantenimiento del plantel y la interacción con la comunidad escolar. A esto faltaría agregar los materiales de apoyo educativo, pues son los que terminan de dar forma a los distintos espacios.


Figura 1
Aula de clases en la Ciudad de México alrededor de 1900

Nota. “Maestros aplican examen a estudiantes” de la colección Casasola en la Fototeca Nacional.

Recuperada de http://mediateca.inah.gob.mx/repositorio/islandora/object/fotografia%3A214522

El panorama que se ha descrito permite entender un poco mejor la forma general en la que se estructuran los espacios escolares. Sin embargo, debe reconocerse que la distribución de las aulas, mobiliario y todos los elementos de la infraestructura adoptarán formas diferentes respecto al tipo educativo, nivel, modalidad, opción educativa, e incluso el modelo educativo vigente. A propósito de lo anterior, para el caso de México, existen ejemplos acerca de cómo cada modelo educativo implantado –lo cual se hace prácticamente cada sexenio– representa cambios importantes respecto a los objetivos y ámbitos relevantes en la educación. Por ejemplo, a partir del 2006 hubo un interés explícito por el uso de la tecnología en la educación y para ello se propuso el programa Enciclomedia, el cual, entre otras cosas, supuso la incorporación de diferentes herramientas tecnológicas a las aulas de primaria en los grados de 5° y 6°, pero que no en todos los casos se obtuvieron los resultados esperados, pues las condiciones de las aulas no eran aptas para su uso (Azamar, 2016). Esto permite traer a la discusión el hecho de considerar lo que ya existe en los espacios escolares y plantear la incorporación de nuevos elementos buscando una integración real a las aulas, no sólo como adaptaciones o ajustes superficiales o accesorios.

Hecha esta salvedad, en la tabla 1 se presenta un análisis de los espacios escolares en el tipo educativo básico en sus tres niveles –preescolar, primario y secundario–, recuperando sus objetivos generales y diseño arquitectónico básico, a partir de los cuales se señalan las habilidades que se favorecen y observaciones generales. De manera adicional a este análisis y recuperando como eje el campo de conocimiento de Lenguaje y Comunicación del plan vigente en educación básica (Secretaría de Educación Pública, [SEP], 2017), es posible identificar que existe cierta congruencia entre lo que se plantea como aprendizajes esperados y las distribuciones generales en las escuelas.

Tabla 1
Análisis del espacio escolar en Educación Básica

Tabla 1 (cont.)


Tabla 1 (cont.)


Nota Elaborada a partir de los criterios normativos por nivel educativo del tipo Básico según el Instituto Nacional de la Infraestructura Física Educativa ([INIFED], 2013; 2019a; 2019b; 2019c). *Para el campo de formación de Lenguaje y Comunicación se señalan los objetivos que el espacio, tal cual se prescribe por la entidad arriba mencionada, deberían satisfacer.

Debe considerarse el hecho de que el espacio en sí mismo no es el único factor que determina y organiza formas de interacción para que se lleve a cabo la enseñanza y el aprendizaje, pues existe una serie de factores adicionales que pueden o no ser de tipo físico que inciden sobre el proceso educativo. Al respecto, Bonaiuto (2019) refiere diversas investigaciones llevadas a cabo durante los últimos 50 años, de las que se destacan las siguientes:

  • Sobre el efecto de las dimensiones del espacio escolar, se ha encontrado que espacios pequeños disminuyen la percepción de aislamiento y contribuyen al establecimiento de vínculos entre la comunidad.

  • Sobre el efecto de la cantidad y las condiciones generales en la que se encuentran los edificios escolares, se ha encontrado que pocos edificios y que estén mantenidos en buen estado contribuye a un mayor tiempo de socialización entre la comunidad y a mejores resultados de aprendizaje, respectivamente.

  • Sobre el efecto de un ambiente escolar ruidoso, se ha encontrado que dichos ambientes pueden generar problemas de concentración en los estudiantes, así como reducir los tiempos de enseñanza, en tanto que debe hacerse pausas constantemente para que el sonido disminuya, o bien, repetir lo explicado por no haber sido escuchado.

  • Sobre el efecto de la temperatura y la calidad del aire, se ha encontrado que altas temperaturas se asocian con peores desempeños en actividades de tipo lingüístico o físicas, así como que una ventilación insuficiente conlleva peores resultados de aprendizaje.

  • Sobre el efecto del tipo de iluminación natural y artificial, se ha encontrado que las luces fluorescentes promueven mayor activación física inapropiada para la dinámica de un salón de clases, en comparación con luces incandescentes.

  • Sobre el efecto del mobiliario escolar y su disposición, se ha encontrado que depende de múltiples factores y que, por ende, no se puede señalar que exista un arreglo perfecto para promover interacciones escolares adecuadas para el aprendizaje.

Como se puede observar, las características físicas de la escuela, además de las condiciones organísmicas de sus actores y su historia de interacción (León et al., 2011), contienen la potencia educativa del espacio escolar. Es decir, la conjunción de estas dimensiones promueve formas de interacción específicas en tanto posibilidad, que se actualizan a partir de la función que le sea conferida. Un espacio grande ubicado en un edificio moderno que cuente con bancas ergonómicas, mesas, pizarrones, ventanas para iluminar y ventilar el lugar, y demás mobiliario, no es un aula sino hasta que se hace uso de ella como tal. Esto último constituye la dimensión funcional de la interacción educativa (Morales et al., 2016), que sólo puede tener lugar sobre el contexto de condiciones materiales específicas. Como ejemplo podemos señalar los seminarios, los talleres y las prácticas, que según Ibáñez (2007), son los espacios de las interacciones en la Educación Superior por antonomasia, y se diferencian más por su función que por las condiciones materiales que las determinan, las cuales podrían ser esencialmente las mismas para cada caso.

Los seminarios consisten en aquella circunstancia en la que se promueve la discusión y el diálogo entre quienes hacen parte de ella, por lo que propicia el desarrollo de habilidades discursivas. Los contenidos que hacen parte de este tipo de espacios escolares consisten en conceptos, teorías, modelos y demás ejemplares normativos (Carpio & Cárdenas, comunicación personal, agosto de 2005). Por otra parte, los talleres consisten en aquella circunstancia en que los participantes llevan a cabo actividades de carácter procedimental, a manera de aprender haciendo, lo cual propicia el desarrollo de habilidades instrumentales, que pueden entenderse como la manipulación y el uso apropiado de aparatos e instrumentos disciplinariamente definidos. Los contenidos que hacen parte de esta forma que adopta el espacio escolar universitario consisten en técnicas, procedimientos, herramientas, etcétera, que serán empleados para resolver o analizar eventos o problemas (Op. Cit., 2005). Finalmente, las prácticas están determinadas por situaciones y problemáticas reales, de las cuales se deriva una dimensión disciplinariamente definida, que es aquella a la que se prestará atención según sea el caso. En estos espacios se desarrollan habilidades profesionales, de resolución y de análisis, y que están conformadas por contenidos tales como problemas reales, concretos y específicos (Op. Cit., 2005).

Piénsese en el caso de la carrera de Derecho, en la que los conceptos, herramientas y problemas de ese campo de conocimiento dependen de la rama de especialización –v.gr. derecho corporativo–. De esta manera, los estudiantes deben desarrollar habilidades para explicar los fenómenos que les competen a partir de los conceptos específicos de la rama –i.e. sociedad mercantil; persona moral; accionistas; capital social; entre otros–. Pero no basta con saber hablar como – abogados corporativos–, sino que los estudiantes deben desarrollar las habilidades necesarias para revisar códigos, identificar artículos, interpretar leyes, etcétera –i.e. código de comercio; ley general de sociedades mercantiles; entre otros–. Esto les servirá para resolver problemáticas específicas en sus prácticas profesionales o servicio social, siendo una carrera en donde se promueve la inserción laboral desde muy temprano en la formación.

Espacios escolares presenciales y emergentes durante la pandemia

Al menos hasta abril de 2020, las Instituciones de Educación Superior (IES) cerraron sus puertas en 185 países, afectando a más de mil quinientos millones de estudiantes en todo el mundo, los cuales representan casi el 90% del total en este nivel formativo (Marinoni, Van´t Land y Jensen, 2020). Pero eso no es todo, el cierre de las universidades también afectó las actividades de investigación y de extensión (Ordorika, 2020). A partir de entonces, las universidades se han enfrentado a problemáticas de diversa índole que han puesto a prueba su supervivencia, entre las cuales se encuentran su financiamiento, la reducción de cuotas como medida de apoyo a los estudiantes, la eliminación de programas académicos, la disminución de las matrículas, la reanudación de los procesos académicos, entre otras (Lloyd y Ordorika, 2021). De estos inconvenientes, hubo uno que demandó la participación y los esfuerzos de estudiantes, familiares, profesores, trabajadores, administrativos y autoridades: la continuidad de los procesos académicos.

En el contexto Iberoamericano, la mayoría de IES pausaron sus actividades en cuanto fue anunciada la emergencia sanitaria con el fin de garantizar la salud de la comunidad. La primera respuesta fue recurrir a estrategias basadas en el uso de tecnologías digitales para la continuidad académica y, pronto, tal como sucedió en otros niveles formativos en donde el aula se volvió “virtual”, se buscó emular los espacios escolares universitarios aprovechando tales medios. No obstante, como la experiencia lo evidenció, este camino no fue sencillo ni homogéneo, sino que estuvo lleno de escollos y fue diverso en sus formas y resultados.

En el tiempo que ha durado el abandono de las escuelas ha sido común escuchar, principalmente de estudiantes y sus familiares, que no se aprendió o, en el mejor de los casos, que se aprendió menos que en la educación presencial (Instituto Nacional de Estadística y Geografía [INEGI], 2021; Marlasca, 2020). Esta queja dio origen a un antagonismo innecesario entre la llamada educación presencial y todo aquello realizado en las escuelas antes de la pandemia, a menudo tildado bajo los calificativos de virtual o a distancia. Sin embargo, existen diferencias sustanciales entre estas modalidades.

Lo que se ha vivido en la educación superior durante la pandemia es denominado por los especialistas como Educación Remota Emergente –ERE–. Esta se caracterizó por el cambio repentino de las actividades académicas presenciales a un modo alternativo por la crisis sanitaria, y, en la mayoría de los casos, se valió de tecnologías digitales (Hodges, et al. 2020; Miguel, 2020; Mosquera, 2020). Esta modalidad emergente, como su nombre lo sugiere, ha sido útil al enfrentar condiciones adversas para la educación en otros momentos. A lo largo de la historia, se ha recurrido a la ERE en periodos de guerra, durante huelgas estudiantiles, en desastres naturales y en otras situaciones que han obligado al desalojo de las escuelas. No existen atributos inherentes a esta modalidad, por lo que cada vez que se ha empleado, ha adquirido matices muy particulares. En el contexto actual, y de manera muy general, esto se tradujo en que “el proceso formativo pasará a ser de presencial a virtual, pero sin perder las formas propias de las clases presenciales: sincronización del espacio tiempo, actividades y retroalimentación, horarios rígidos y el mismo número de contenidos” (Miguel, 2020, p. 17).

Desde 2019 hasta la fecha, universidades y organismos en todo el mundo han realizado grandes esfuerzos para caracterizar a detalle el fenómeno educativo en diferentes niveles formativos. Con base en algunos de estos informes, a continuación, se presenta un panorama general de lo acontecido en la región Iberoamericana en relación con los espacios escolares y su transformación durante la crisis sanitaria. Durante la pandemia, la infraestructura universitaria tuvo que adaptarse para el cumplimiento de las medidas sanitarias. Por ello, varias instituciones se vieron en la necesidad de acondicionar instalaciones o construir nuevos espacios para dar continuidad a algunas de sus actividades, y otras tantas implementaron modalidades no presenciales o híbridas hasta que fuera posible un retorno seguro. Ya se ha dicho que la existencia de instalaciones y mobiliario no garantiza que se cumplan las funciones de un centro educativo, aunque también se ha hecho énfasis en que sería un error suponer que las instalaciones no tienen relevancia. Por lo tanto, y por obvio que parezca, aunque la decisión de clausurar temporalmente las escuelas “ha venido urgida por el principio de salvaguarda de la salud pública” (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura [UNESCO], 2020, p 13), es relevante cuestionarse qué tan viable era mantener las clases dentro de la universidad. En medio de “un contexto en el que las grandes acumulaciones de personas generan, por la naturaleza de la pandemia, graves riesgos” (UNESCO, 2020, p 13), queda claro que la infraestructura de varias universidades no hubiese sido la más adecuada. Para que las clases presenciales permanecieran en las escuelas, algunos aspectos de la infraestructura escolar hubieran tenido que alterarse o cambiarse por completo. Las dimensiones de las aulas son un claro ejemplo. Considérese lo siguiente: las recomendaciones sanitarias sugieren una distancia mínima de 1.5 metros entre cada persona para reducir el riesgo de contagio, pero las aulas suelen dar cabida a cerca de 50 estudiantes por grupo –el doble de la cantidad recomendada por la OCDE– (Salinas, 2021). Sin duda, algo difícil de cumplir.


Figura 2
Simulación del contagio en un aula con 25 en donde el docente es el paciente 0

Nota. Esta ilustración contempla ventilación, uso de mascarillas, sana distancia y renovación del aire cada hora y, aun así, el riesgo de contagio está latente.

Recuperado de Zafra y Salas (2020).

Es probable que algunas escuelas tuvieran los recursos suficientes para procurar esta condición, aunque hubiera surgido otro problema. Las recomendaciones ante la pandemia para los escenarios en donde confluyen varias personas incluyen: el lavado de manos, el uso de gel desinfectante, la sanitización constante, el monitoreo de la temperatura corporal y contar con espacios ventilados (Secretaría de Salud, 2020). Algunas escuelas e instituciones universitarias, sin embargo, presentaban condiciones de hacinamiento antes de la pandemia, y sólo un porcentaje menor de ellas cumplía con las condiciones mínimas para garantizar un espacio seguro. En el caso de México, las estimaciones señalan que cerca de 81% de los inmuebles escolares de todos los niveles educativos se encuentran en condiciones mínimas de sanidad (Salinas, 2021), lo que incluye recursos como agua y sanitarios limpios, a pesar de ser una condición básica infraestructural (INEE, 2014).

Un impedimento más para utilizar los espacios escolares universitarios fue el surgimiento de nuevas funciones y demandas para las universidades. Varias IES públicas y privadas con capacidad de investigación realizaron aportes importantes a los sistemas nacionales de salud, como la producción de vacunas, evaluación de medicamentos y desarrollo de pruebas de detección del virus. Algunas universidades, incluso, brindaron sus espacios para la atención de pacientes enfermos de COVID-19 (Marquina, et al. 2022). Así como la casa se convirtió en el espacio escolar, las universidades, a su vez, se transformaron en hospitales, laboratorios de investigación biomédica, fábricas, centros de distribución, etc.

¿Era posible mantener las clases dentro de la universidad? La respuesta es no. Por una parte, las escuelas cedieron sus instalaciones para otros espacios que, debido a la magnitud de la crisis, fueron más apremiantes. Por otra parte, más allá del grado o nivel formativo, las escuelas deben asegurar condiciones sanitarias e instalaciones adecuadas para la comunidad escolar para prevenir problemas de salud (INEE, 2010), y queda claro que, incluso antes de la pandemia, muchas instituciones no podían dar cobertura a las demandas básicas de sanidad. Por lo tanto, para solucionar la ausencia de los espacios escolares, la universidad recurrió a la modalidad emergente, aunque la tarea no fue nada sencilla. Entonces, surge una segunda pregunta: ¿los nuevos espacios fueron los idóneos para las actividades académicas?

Para la mayoría de los países iberoamericanos, el tránsito a la ERE fue parcial, ya sea porque no todas las escuelas siguieron con sus actividades, como aquellas que cerraron indefinidamente, o porque no todos los programas de estudio fueron adaptados en su totalidad. En relación con esto último, algunas universidades dejaron en segundo término las asignaturas de tipo práctico –aquellas que promueven el desarrollo de habilidades profesionales– y otras modificaron sus legislaciones para permitir a los estudiantes cursar la totalidad de los créditos de una licenciatura sin tener que asistir a las instalaciones, como ocurrió en Perú, por ejemplo (Figallo, González y Diestra, 2020).

En buena medida, esta mala transición se debió a la falta de experiencia para brindar servicios y educación en modalidades no presenciales. Las universidades que ya ofertaban modelos a distancia y abiertos antes de la pandemia tuvieron una transición más sencilla que aquellas que no tenían la infraestructura necesaria. Como muestra, se encuentran el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, en México, que adoptó un modelo digital después de solo una semana del cierre de las clases presenciales; y la Universidad de Sao Paolo, en Brasil, cuyas plataformas posibilitaron cerca de 12 mil videoconferencias diarias, 200 exámenes de tesis y 170 títulos de posgrado a tan solo un mes del cierre (Lloyd y Ordorika, 2021).

El tipo de herramientas que se utilizaron también varió en función de la experiencia en modalidades no presenciales. Las IES primerizas no contaban en un inicio con plataformas para la comunicación entre docente y estudiantes, o para la asignación de recursos y actividades, por lo que tuvieron que recurrir al correo electrónico o aplicaciones de mensajería instantánea. Esto provocó que las actividades fueran de lo más disímiles, pues cada universidad tuvo que planificar los cursos con las herramientas que tenían a su alcance, fueran muchas o pocas, se tuviera dominio sobre ellas o no. Por ello, llama la atención la situación que se vivió en Chile, cuyas universidades se apegaron a un plan nacional que orientó y unificó el soporte tecnológico y pedagógico (IESALC, 2020, como se citó en Lloyd y Ordorika, 2021).

Si bien, algunas instituciones redoblaron esfuerzos para implementar poco a poco plataformas y herramientas diseñadas explícitamente para las actividades académicas a distancia, no se consideró por completo la brecha digital que vive Iberoamérica, entendida como la desigualdad existente para acceder a las TIC, ya sea por los recursos económicos para adquirir dispositivos, por las propias capacidades digitales e incluso por los valores asociados a su uso (Lloyd, 2020). Todas las universidades enfrentaron, en distintas proporciones y sin excepción, este reto, pero los datos muestran una cruda realidad para la región, pues el desarrollo del ecosistema digital se posiciona por debajo de regiones como Europa, América del Norte y los Estados Árabes, y se encuentra apenas por arriba de África y Asia (Romero, et al., 2020).

Otro aspecto relevante es el de los dispositivos utilizados. El dispositivo más usado para las actividades académicas por parte de los estudiantes fue la computadora portátil; en segundo lugar, los teléfonos inteligentes; y en tercera posición, los ordenadores de escritorio. Además, un porcentaje importante de estos dispositivos era compartido con otros familiares – también estudiantes o trabajadores–, y otros tantos eran prestados o rentados, como ocurrió en México (INEGI, 2021). Para intentar remediar esto, las IES abrieron centros de cómputo para estudiantes, entregaron computadoras, tablets, laptops y becas de conectividad. No obstante, la disponibilidad de dichas tecnologías no garantizó su buen uso, pues millones de profesores, trabajadores y estudiantes tuvieron que adaptarse a nuevas formas de trabajo, de enseñanza y de aprendizaje, sin contar con las competencias necesarias en el uso de las herramientas y tecnologías empleadas (Ibáñez, 2020).

El panorama que se ha presentado hasta el momento permite suponer que algunas quejas que recibió la educación emergente, especialmente el descontento de los involucrados y la denuncia por la falta de calidad, se debieron parcialmente a la transformación de los espacios escolares y todo lo que esto implicó. Dadas las características de la ERE, de los dispositivos y de su uso compartido, parece que las circunstancias en las que ocurrieron las interacciones didácticas no fueron las más favorables. Los nuevos espacios que albergaron los seminarios, los talleres y las prácticas universitarias fueron cambiantes y, probablemente, no contaron con las condiciones idóneas para las actividades académicas; las fronteras entre la escuela y otros espacios –como producción o descanso–, se borraron, lo que comprometió también las actividades económicas, familiares y de esparcimiento.

Para algunos autores fue un error intentar reproducir las clases tradicionales pese a la ausencia de los espacios donde se impartían y tras perder la interacción cara a cara con y entre los estudiantes (Schmelkes, 2020). El afán por estar en las clases impactó a muchos estudiantes de manera adversa: en su mayoría, sacrificaron la comodidad, la tranquilidad y la intimidad, y fue común la presencia de distracciones y la improvisación de espacios en casa –en el mejor de los casos–, a pesar de no contar con recursos infraestructurales. Hubo entonces estudiantes que compartieron espacios de manera simultánea con otros miembros de la familia, algunos más recurrieron a centros de cómputo –particulares y públicos–, y otros tantos tuvieron que emprender la búsqueda de redes inalámbricas abiertas en centros comerciales, calles, parques y otros establecimientos variados.

En los seminarios, las interacciones entre docentes y estudiantes ocurrieron a través de videollamadas. Para ello, tuvieron que buscar el lugar más silencioso de sus casas, en el que no hubiera tantas interrupciones, el más cómodo, el más iluminado, el que tenía mejor recepción de internet o el único disponible. Valiéndose de una mesa, un escritorio, las piernas o simplemente las manos con las cuales sostener el dispositivo -que no siempre era el más adecuado-. Por supuesto, siempre a expensas del ruido del exterior, de los problemas de comunicación, de los rostros distorsionados y las pantallas pasmadas; de intrusos o curiosos. Casi siempre se trató de un docente exponiendo algún tema y preguntando a los estudiantes, quienes tenían la posibilidad de responder de manera oral -micrófono- o escrita -chat-. Algunas veces, se trató de un diálogo a ciegas, ante la dificultad de observar el rostro de los estudiantes; otras, de un soliloquio. No se debe olvidar que “estar conectados” no es sinónimo de estar en el seminario.

Por su parte, los laboratorios y talleres no corrieron con la misma suerte. Varias instituciones suspendieron por un largo tiempo estos espacios ante la complejidad de encontrar un sustituto conveniente, cercenando a muchas carreras de un elemento medular para cumplir los objetivos de formación profesional (Schmelkes, 2020). La reflexión y planeación permitieron, eventualmente, recurrir a simuladores por computadora, prácticas caseras con elementos asequibles o elaborados por los propios estudiantes. Otros recursos fueron los videos o los estudios de caso para poner en contacto a los estudiantes con situaciones que, en otras circunstancias, solo son posibles con instrumentación, insumos y espacios especializados como microscopios, organismos vivos o inertes, sustancias, compuestos y cajas de condicionamiento operante, por citar solo algunos ejemplos. También debe mencionarse el papel de familiares -incluyendo mascotas- que fungieron como espectadores, usuarios, pacientes, colaboradores o sujetos experimentales.

En el presente, después de muchos esfuerzos y aflicciones, muchas universidades han retornado gradualmente a los antiguos espacios escolares mediante modelos híbridos o totalmente presenciales. Aunque los riesgos sanitarios han disminuido y podría pensarse que la ERE ha quedado atrás, es necesario reflexionar las enseñanzas que nos deja este periodo de crisis porque no todo ha sido en vano. Por ejemplo, la educación remota permitió contar con recursos que de otra forma serían impensables, como reunir a docentes y expertos de ubicaciones geográficas diferentes en una misma clase, seminario, congreso o cualquier otro evento. También permitió la interacción con imágenes, videos, plataformas, programas, juegos y una gran variedad de recursos para favorecer las experiencias de enseñanza y aprendizaje.

Para Illich (1974), un sistema educativo idóneo debe cubrir tres objetivos:

“proporcionar a todos aquellos que lo quieren el acceso a recursos disponibles en cualquier momento de sus vidas; dotar a todos los que quieran compartir lo que saben del poder de encontrar a quienes quieran aprender de ellos; y, finalmente, dar a todo aquel que quiera presentar al público un tema de debate la oportunidad de dar a conocer su argumento” (p.110).

En este sentido, las modalidades no presenciales tienen bondades que no deben ser descartadas, las más obvias son, quizás, la posibilidad de crear nuevos tiempos y espacios, y la oportunidad de ampliar las posibilidades educativas. No se debe olvidar que la pandemia no ha concluido todavía y es probable que perdure durante un largo tiempo. Sus secuelas en la vida social, política y económica seguirán latentes, incluyendo los espacios escolares. La nueva tarea de la universidad será implementar acciones guiadas por la planificación de interacciones que puedan ser promovidas en una cantidad más amplia de circunstancias, tanto dentro de las aulas como fuera de ellas.

A propósito de esto último, será importante la identificación y modificación de aquellas circunstancias en las que el fenómeno educativo no presencial tiene lugar, al igual que como se ha hecho con las interacciones dentro del salón de clases, sistematizando las condiciones que faciliten formas de estudio y de enseñanza efectivas. Por esta razón es fundamental contar con un marco teórico de trabajo, para conceptualizar la dimensión individual del fenómeno educativo y entender las particularidades que implican estudiar y enseñar. Sólo así se podrán plantear perspectivas ajustadas a la nueva realidad, basándose en lo que corresponde a cada actor, las condiciones que circunscriben esta interacción y sus finalidades.

La autorregulación del desempeño como seña particular de los modelos no presenciales

Es importante insistir que los espacios escolares a los que se ha hecho referencia a lo largo del texto no se reducen a lugares, sino a la forma en la que se organizan los personajes, los materiales, los contenidos y los objetivos en una interacción didáctica (Carpio, et al., 1998; León, et al., 2011). En el modelo de la interacción didáctica se puede identificar al que enseña, al que aprende, lo que se debe enseñar y aprender, el medio o circunstancia en la que se enseña y aprende, los criterios a satisfacer para determinar que se ha enseñado o aprendido algo, el contexto institucional y social de la interacción, así como sus metas y valores, sus compromisos y su ideología (ver Figura 3).


Figura 3
Modelo de interacción didáctica

Nota. Si bien el modelo enfatiza la dimensión psicológica de la interacción educativa, coincide en identificar que esta depende de una gran cantidad de factores

Tomada de León et al., (2011).

El modelo es útil para realizar un análisis de la interacción educativa en su dimensión psicológica. Al proponer un modelo interactivo, cada uno de los factores entra en una relación de interdependencia con los demás, o si se prefiere, en una relación de afectaciones recíprocas entre factores. Así, el cambio en el valor de uno de los factores altera toda la configuración y el sentido final de la interacción. No es un modelo causalista entre dos factores. Aun así, es posible usar el modelo para deliberar sobre cómo el cambio en uno de los factores aumenta o disminuye la probabilidad de que la interacción educativa sea realmente didáctica, cumpla sus finalidades.

Considérese la alteración de algunas características del factor vinculado al que enseña, de sus habilidades y sus competencias. En otros trabajos (Silva, et al., 2014) ya se han desarrollado algunos apuntes sobre cómo a partir del modelo de interacción didáctica mencionado y un modelo de desarrollo psicológico (Carpio, et. al., 2007) se puede avanzar hacia una descripción del desempeño de enseñar. De forma general, se describen las interacciones que tiene el docente como habilidades para planificar sus cursos, explicitar al estudiante lo que se debe hacer, explorar las habilidades con las que cuenta inicialmente quien aprende, ilustrar para quien aprende las formas apropiadas e inapropiadas de hacer o decir algo, supervisar el ejercicio del hacer o del decir de acuerdo a los criterios explicitados, retroalimentar el desempeño de quien aprende y finalmente evaluar si lo que hace el aprendiz se corresponde con lo definido en los objetivos. No se describen simplemente siete habilidades de la enseñanza, sino siete formas generales de desarrollar habilidades o competencias, por ello los autores las denominan ámbitos de desempeño.

Es oportuno retomar el modelo de interacción didáctica para analizar los cambios que surgieron a partir de la pandemia, así como algunas propuestas para facilitar interacciones más adecuadas. Entre los actores educativos, quien enseña se enfrenta a situaciones que podrían variar mucho o poco en la exigencia para planificar, explicitar, explorar, ilustrar, supervisar, retroalimentar y evaluar. Hubo profesores cuya labor había sido tan constante antes de la pandemia, es decir variaba poco, que a la llegada de la misma tuvieron enormes dificultades para definir nuevas habilidades, ajustarlas a la desafiante situación y enseñar en los formatos ya mencionados, con un retraso en la agenda de objetivos educativos y con el uso intenso de aparatos y tecnologías que a su vez evolucionaron mucho en los últimos dos años y medio que ha durado la pandemia.

Cabe resaltar que el desconocimiento de los docentes de la pedagogía característica de la educación no presencial propició que las clases magistrales se reprodujeran en videoconferencias (Schmelkes, 2020). Además, la brecha digital, repercutió en el desfase tan notorio entre las habilidades del docente del entorno presencial y los ajustes que demandaba el entorno virtual. En este sentido, los compañeros de clase tuvieron un papel fundamental en la mediación del uso de los recursos tecnológicos para solventar diversos problemas que ocurrieron durante las clases (Buitrago, et al., 2021; Díaz-Barriga, 2020).

Sin embargo, la importancia de los compañeros ya era evidente en la historia educativa del país, pues se sabe que las condiciones infraestructurales han demandado que exista mayor cantidad de estudiantes en proporción a la cantidad de docentes adscritos a los distintos niveles educativos (OCDE, 2020). Se esperaría que esta proporción estuviese más equilibrada en el nivel superior, debido al porcentaje de la población que lo conforma –11.3% del 100% que incluye el sistema educativo mexicano–, pero la disparidad continúa siendo notoria. Con base en la Dirección General de Planeación, Programación y Estadística Educativa en el 2021, en el país existen 401,367 docentes (distribuidos en normal licenciatura, licenciatura y posgrado) en comparación con 4,030,616 estudiantes (SEP, 2021). Lo anterior ha implicado que el docente presente dificultades para promover las habilidades y competencias profesionales en todos los estudiantes, recurriendo a la tutoría entre pares –TP– como recurso didáctico, hecho que se evidenció de nuevo con el confinamiento.

Hernández y Facciola (2019) analizaron 26 artículos empíricos sobre las variables involucradas en la TP para el desarrollo de habilidades académicas como la lectura, la escritura y las matemáticas en distintos niveles educativos. En lo que compete al nivel superior los criterios recurrentes son: 1) la distribución de los participantes en grupos pequeños, b) el mantenimiento de los roles y c) la participación voluntaria y explícita de los estudiantes.

Por otra parte, la gestión grupal entre estudiantes ha sucedido de manera espontánea y poco planificada sin intervención del docente necesariamente. De acuerdo con Mustapha et al. (2021), el uso de dispositivos electrónicos para generar grupos de ayuda y organización estudiantil incrementó durante la pandemia. Inclusive, algunos autores como Albarello, Hernando y García (2021) han sugerido que el aprendizaje colaborativo y la tecnología digital mantienen una relación estrecha en la actualidad, sin necesidad de que los usuarios de los dispositivos se conozcan en persona.

A pesar de que la colaboración entre compañeros es relevante, no se puede prescindir del docente porque es quien tiene contacto directo con el contenido disciplinar, en tanto que pertenece a una comunidad paradigmática específica (Carpio et al., 2005). No obstante, algunas de las nuevas formas de interacción didáctica implican que el profesor no pueda supervisar la actividad del aprendiz de la misma manera que se hace presencialmente. Entonces los estudiantes deben regular su propio comportamiento para aprender, siendo autodidactas. Ser autodidacta no se reduce a estudiar en solitario, sino que consiste en formas de comportamiento de estudio promovidas por las instituciones educativas a través de la labor del profesor. Dicho esto, es posible afirmar que se aprende a ser autodidacta, lo cual implica que el estudiante haga de manera autónoma aquello que antes hacía bajo la suplementación del profesor en la dinámica de clase. Entonces ¿qué debe decirle el profesor a sus alumnos para que estos se vuelvan gestores de su espacio escolar? Si no es posible que los estudiantes se vuelvan autodidactas mediante instrucción, entonces ¿qué debe hacer el profesor para que eso ocurra?

En primera instancia, el docente debe estar en una constante actualización para saber cómo emplear las herramientas digitales y los recursos didácticos que implementará en las clases; no hay que esperar la emergencia de otra pandemia para que tales herramientas cambien y sea necesario renovarlas. Asimismo, es más efectivo enseñar a los estudiantes a confeccionar las circunstancias más pertinentes de aprendizaje con base en los medios con los que se cuente –de hecho, este ya era un objetivo que persigue la formación universitaria, pero las falencias del sistema educativo se hicieron más evidentes con la pandemia–.

Como sucedió con la diferencia entre el espacio físico y el interactivo, los medios o recursos también son susceptibles de clasificarse en estructurales . funcionales. Si bien, el retorno al modelo presencial ahorra problemas inherentes a las viviendas de docentes y estudiantes, el caso del joven que se distrae fácilmente con sus compañeros, le incomoda participar o tiene dificultades para atender las instrucciones de algún ejercicio ¿no se encuentra en el mismo espacio físico que el que participa y sigue instrucciones? ¿será problema de la clase aburrida del profesor? Por otra parte, existen docentes que se esfuerzan por explorar las competencias del grupo y diseñar las secuencias didácticas más atractivas para abordar algún tópico, pero los estudiantes no participan o cometen muchos errores pese a las retroalimentaciones tan detalladas que reciben, entonces ¿se encuentran en otro espacio que no es el aula de clase? Lo anterior es un ejemplo de que el desafío se encuentra en la creación de un espacio funcional para intentar garantizar un mejor desempeño del que aprende y del que enseña, no de la modalidad de la enseñanza o de la asistencia a las aulas.

El docente deberá ser ágil en proponer actividades que faciliten que los estudiantes a) identifiquen el estado actual de alguna habilidad –i.e. comprender definiciones de conceptos–; b) reconozcan si esa habilidad es suficiente para satisfacer el criterio que demande la actividad –i.e. para elaborar un cuadro comparativo hay que establecer relaciones entre los conceptos, no solo ‘comprenderlos’; c) delimiten con qué libros, revistas, materiales o personas pueden desarrollar una nueva habilidad que sí satisfaga el criterio en caso de que no cuenten con ella; d) monitoreen sus progresos hasta ajustarse al criterio en cuestión –i.e. elaborar el cuadro comparativo estableciendo relaciones claras entre los conceptos que lo conforman– y e) determinen si la retroalimentación del docente es suficiente para identificar sus errores y aciertos en aras de cambiar su desempeño en futuras ocasiones.

En el mismo sentido, el carácter científico que certifica a los profesionistas puede enriquecer las condiciones de vida del país, es decir, recurrir a la observación fundamentada con la teoría, ser sensible a los cambios de los fenómenos, por mencionar algunos, lo que Ruy Pérez Tamayo denominaría ‘espíritu científico’ facilita que se entre en contacto con condiciones susceptibles de alterar, entre ellas, las circunstancias en las que se aprende.

Un ejercicio similar al anterior es el que se propone que el docente le enseñe a realizar a los estudiantes para que regulen su propio desempeño generando preguntas sustanciales sobre las situaciones en las que se encuentran, reflexionando sobre la pertinencia de ciertas prácticas y haciendo ajustes en aquello que puedan cambiar para desarrollar las habilidades y competencias necesarias. Existen cursos, seminarios, talleres, eventos académicos, congresos, entre otros, para aprender lo que los docentes no pudieron abordar durante las clases. Un psicólogo no se forma únicamente con la acreditación de la malla curricular.

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Notas de autor

Autor corresponsal Héctor Octavio Silva silva.unam@gmail.com

Información adicional

Para referenciar este artículo: Silva Victoria, H. O., Gaguera-Rosales, R., Olvera-Hernández, S. L., De la Rosa- Herrera, A. y Reyes-Aristen, A. J. y Pedraza- Herrera, A. (2023). Los límites del espacio escolar universitario se desdibujan: autorregulación como propuesta al desafío post pandemia. Revista ConCiencia EPG, 8(Especial), 49-76. https://doi.org/10.32654/ConCiencia/eds.especial-4

*: Este trabajo fue realizado en el marco del proyecto PAPIIT IN302523 de la DGAPA – UNAM



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