Artículos libres
Recepción: 12 Mayo 2023
Aprobación: 21 Agosto 2023
Resumen: En este artículo nos proponemos, en primer lugar, describir un caso de violencia estatal dirigido contra sujetos en situación de vulnerabilidad que se produjo a mediados de julio de 1977 en la provincia de Tucumán. En ese mes, la dictadura militar realizó una serie de razzias en las que detuvo a 25 mendigos que luego fueron abandonados en las serranías catamarqueñas. Por otra parte, vamos a recordar algunos de los actos de solidaridad que efectuaron los vecinos de Los Altos para ayudar a los sobrevivientes de un operativo policial realizado en el marco del terrorismo de Estado. En tercer lugar, analizaremos la posición que asumió la prensa catamarqueña en la cobertura de los hechos y, finalmente, plantearemos una breve reflexión sobre el lugar que la conmemoración de este episodio ocupa dentro de las políticas de la memoria en Catamarca y en Tucumán.
Palabras clave: Vulnerabilidad social, terrorismo de Estado, redes de solidaridad, medios de comunicación, políticas de la memoria.
Abstract: In this article we propose, first of all, to describe a case of state violence directed against subjects in vulnerable situations that occurred in mid–July 1977 in the province of Tucumán. In that month, the military dictatorship carried out a series of raids in which they arrested 25 beggars who were later abandoned in the Catamarcan mountains. On the other hand, we are going to remember some of the acts of solidarity carried out by the residents of Los Altos to help the survivors of a police operation that had been carried out in the framework of State terrorism. Thirdly, we will analyze the position that the Catamarcan press assumed in the coverage of the events and, finally, we will propose a brief reflection on the place that the commemoration of this episode occupies within the memory policies in Catamarca and Tucumán.
Keywords: social vulnerability, state terrorism, solidarity networks, media, memory policies.
Introducción
Con este artículo nos proponemos contribuir al desarrollo de los estudios sobre la violencia política en el ámbito local y regional a partir de la descripción y el análisis de una serie de operativos policiales realizados en la ciudad de San Miguel de Tucumán durante el mes de julio de 1977 y que estuvieron dirigidos contra sujetos en situación de vulnerabilidad. Desde nuestra perspectiva, estas razzias no solo fueron acciones puntuales de disciplinamiento social, sino que deben ser consideradas en el marco de las prácticas represivas que caracterizaron a la última dictadura militar en los espacios provinciales. En este sentido, seguimos a Garaño (2019) cuando afirma que, durante el Operativo Independencia (1975–1977) al ejercicio masivo de la fuerza militar para aniquilar a la guerrilla en «la zona de operaciones» se le unió una incesante acción psicológica con la intención de justificar y ocultar los efectos de la represión y, conjuntamente, se produjo una reconfiguración del espacio rural y urbano como efecto directo de la violencia ejercida (Colombo, 2017).
Según Garaño, a partir del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 se evidenció un cambio en la estrategia represiva y las fuerzas armadas buscaron lograr la adhesión y apoyo de la población mediante un plan de carácter estructural que, supuestamente, resolvería la situación de atraso socioeconómico en la que estaba inmersa Tucumán (Garaño, 2019, p. 18). Por ejemplo, en el marco de este programa, durante la intervención militar del Gral. Domingo Antonio Bussi se fundaron cuatro pueblos en el sudoeste de la provincia (Nemec, 2019) con el fin de controlar el territorio circundante al monte y, al mismo tiempo, se dio inicio a un conjunto de políticas urbanas de erradicación de las casas de adobe, construcción de avenidas y colocación de estatuas ecuestres en los parques que tenían como principal sentido mostrar un San Miguel de Tucumán más pulcro y ordenado (Calvo, 2011, p. 63). Pensamos que, en el marco de este proceso de transformación del paisaje urbano, la presencia de mendigos en las calles y en las plazas de la ciudad se convirtió en un símbolo de indocilidad y de desafío al dominio total que la gestión dictatorial buscaba materializar en la sociedad.
Para desarrollar esta perspectiva en nuestro trabajo, primero procederemos a hacer una reconstrucción detallada del episodio, ubicándolo en el espacio y en el contexto de la época. Además, precisaremos los nombres y roles de los victimarios y, en la medida de lo posible, recuperaremos las identidades de unas víctimas que siguen siendo recordadas con un genérico «mendigos». Mote que, paradójicamente, contribuyó a esfumar su existencia como «pobladores» de una ciudad en la que ya no merecían vivir y de la que eran desplazados hasta afuera de sus fronteras. Este «desplazamiento» también se produjo en la producción historiográfica provincial y regional, ya que la atención prestada por los historiadores profesionalizados a este episodio sigue siendo secundaria, cuestión que nos interesa revisar. Por otra parte, analizaremos la postura editorial que fue asumida por los diarios La Unión y El Sol de Catamarca en la cobertura de los hechos y, en conclusión, plantearemos una breve reflexión sobre el espacio que la conmemoración de este caso ocupa dentro de las políticas de la memoria en Catamarca y en Tucumán.
Por último, en esta investigación hemos elegido como estrategia de recolección de datos la exploración bibliográfica de textos académicos que están relacionados con el tema, junto a la revisión de las colecciones de los diarios La Unión y El Sol de Catamarca en las hemerotecas locales y la realización de entrevistas semiestructuradas a tres periodistas que integraron el equipo de redacción de La Unión durante el periodo 1976–1983 y a un abogado especializado en delitos de lesa humanidad acaecidos en la provincia de Tucumán.
El episodio en el contexto del Operativo Independencia
En las primeras horas del día 14 de julio de 1977 un furgón policial comenzó a trasladar a un grupo de indigentes que habían sido detenidos en una serie de procedimientos realizados desde el 11 de julio en las calles y las plazas principales de San Miguel de Tucumán. Según relata Pablo Calvo (2011) el interventor militar, general Antonio Domingo Bussi,[1] estaba molesto por la inocultable presencia en la capital de la provincia de una gran cantidad de locos, vagabundos y mendigos que, desde su perspectiva, perturbaban el paisaje urbano en vísperas de las vacaciones de invierno. Para Bussi, la presencia de estos seres era la persistente contracara del progresivo saneamiento moral y físico que la dictadura pretendía realizar en la sociedad y, por eso, ordenó que el jefe de la policía provincial Albino Mario Zimmerman[2] se ocupara de resolver en forma drástica la situación. Con meticulosidad, en tan solo tres noches, los policías llevaron a cabo la tarea asignada por sus mandos superiores y apiñaron en un calabozo de la comisaría 11 a veinticinco personas que eran categorizadas como menesterosos. La elección de este edificio no tenía nada de casual, ya que su funcionamiento estaba a cargo del comisario Carlos Sosa, que, al mando directo de Zimmerman, también participaba de las torturas y de los interrogatorios realizados en el Centro Clandestino de Detención (CCD) de la Jefatura Central de Policía.
Lo obtenido era el fruto del uso de la razzia, una práctica de violencia policial que, en forma rutinaria, era y es utilizada en la Argentina por las fuerzas de seguridad para cercar y detener a individuos que pertenecen a colectivos discriminados históricamente, por ejemplo: pobres, trabajadoras sexuales, indigentes, enajenados mentales, homosexuales y pueblos originarios (Álvarez González, Luna, 2016). Quienes eran arrestados en las razzias solían ser acusados de violar algún artículo de los edictos policiales o eran demorados, sin causa judicial alguna, a la espera de averiguar sus antecedentes penales. El andamiaje jurídico que justificaba a este accionar provenía de fines del siglo XIX, momento en el que la policía obtuvo la atribución de juzgar a los detenidos aplicando penas no mayores a un mes de arresto. Desde entonces, estas prerrogativas fueron aplicadas por la Policía de la Capital, por la Policía Federal desde su creación en la década de 1940 y por todas las policías provinciales (López Perea, 2016). A partir de la segunda mitad del siglo XX, el uso de las razzias se constituyó en un instrumento eficaz para demostrar que la policía controlaba los espacios urbanos actuando contra los sujetos considerados peligrosos. Sin embargo, quienes eran arrestados en estos procedimientos eran víctimas, una y otra vez, de una práctica de etiquetamiento y selectividad que obedecía a parámetros raciales, de género o de clase. Esta condición también se cumplió en las tres razzias del 11, 12 y 13 de julio de 1977, cuando la policía tucumana capturó no solo a quienes vivían en condición de mendicidad, sino que hizo lo mismo con algunos jubilados que caminaban por las calles de los barrios humildes de San Miguel de Tucumán (Calvo, 2011, p.72).
Este episodio de depuración social cobraba pleno sentido en el marco de la trama represiva del Operativo Independencia que, a partir de febrero del año 1975, había delimitado a Tucumán como una «zona de operaciones» en la lucha contra la llamada «subversión17» (Garaño, 2019, p.6). Al respecto, ha señalado Ana Sofía Jemio (2019) que en los inicios de esta campaña militar el mayor impacto de las prácticas represivas estatales y paraestatales ocurrió en la zona rural del sur tucumano, adonde el ejército desplazó a la población humilde y ocupó parajes enteros para impedir que la guerrilla consiguiera algún tipo de apoyo civil. Mientras que, en contraste, por lo menos hasta el mes de marzo de 1976, en San Miguel de Tucumán la violencia represiva tuvo un carácter mucho más selectivo y se dirigió contra quienes eran caracterizados como simpatizantes y militantes de la subversión en los centros educativos, sindicatos y partidos políticos.
A mediados de 1977, el Operativo Independencia ya se encontraba en su fase de consolidación y se esperaba «conquistar definitivamente a la población» mediante una continua acción cívica y psicológica que permitiera demostrar cuánto había mejorado la vida cotidiana de los ciudadanos gracias a la presencia constante del ejército (Garaño, 2019, p.155). Por ello, además de asfaltar calles y de mejorar la infraestructura de los hospitales y escuelas, el Gral. Bussi se propuso homogeneizar en forma brutal al territorio, expulsando de la ciudad a los cuerpos y a los modos de vivir «incivilizados». Esta iniciativa del interventor militar no era un acto aislado, formaba parte de un proceso de reconfiguración socio–espacial iniciado por la dictadura a escala nacional y regional en el que determinados sujetos —por ejemplo, habitantes de las villas, inmigrantes bolivianos y comunidades campesinas— «merecían» ser expulsados o localizados en otro lugar (Salamanca Villamizar, 2019, p.89).
Finalmente, «el furgón partió repleto, hacia el sur. La helada aseguraba la ausencia de testigos» (Calvo, 2011, p.74) y recorrió sin contratiempos toda la ruta 38 hasta el límite de Tucumán con la provincia de Catamarca. El objetivo final de este largo viaje era dejar a su carga humana en una zona inhóspita comprendida entre las afueras de la localidad tucumana de Huacra y la Cuesta del Totoral en el departamento Paclín de Catamarca para que, desorientados, no pudieran volver a la ciudad. Entre los que fueron abandonados en distintos puntos de la Cuesta del Totoral estaban Pachequito, el Loco Vera, el Loco Perón, Vera, la Alemana, Mannix y Satélite. Todos eran presencias muy conocidas en el Parque Avellaneda, la plazoleta Dorrego y el Parque 9 de Julio.
Según contaron luego algunos de los sobrevivientes a los periodistas del diario La Unión, con ingenuidad creyeron en las falsas promesas de abrigo y de comida que les hicieron los policías y terminaron caminando solos, bajo el más crudo frío invernal, en medio de las serranías catamarqueñas y a decenas de kilómetros de la población más cercana: Bañado de Ovanta .
Seguramente, sin los actos de espontánea solidaridad realizados por los habitantes de las localidades de La Merced, Los Altos, La Viña, Alijilán y El Bañado, la mayoría de los «espantapájaros vivos» (Calvo, 2011, p.80) habrían sufrido una lenta muerte por inanición, sed e hipotermia. Pero no fue así. A medida que se los descubría, desorientados y hambrientos, en los pueblos catamarqueños se calentaba agua sin demora, se los abrigaba con frazadas y se juntaba el alimento necesario para cocinar los improvisados guisos comunitarios. En la localidad de Los Altos, «catorce desarrapados habían sido recogidos en tandas, por una camioneta y un patrullero» (Calvo, 2011, p.79) y la médica del pueblo, Aurora Pico Zossi de Ahumada, se encargó de improvisar los primeros auxilios para salvaguardar sus vidas.
La denuncia vecinal y la investigación periodística de la «infamia»
A tan solo un año del golpe de Estado y en una coyuntura que estaba signada por el incremento de los secuestros, asesinatos y desapariciones en todo el país, los vecinos de la localidad de Bañado de Ovanta no solo se organizaron en la madrugada del 14 de julio para ayudar de la mejor manera posible a los hombres y mujeres que encontraron en los descampados, sino que ese día tuvieron el increíble arrojo de escribir una nota dirigida al director del diario La Unión de Catamarca en la que, sin eufemismos, denunciaron «la infamia» cometida,
… en el día de la fecha, a primeras horas de la mañana, ingresaron a esta población varias personas desconocidas las cuales llamaron la atención por su condición física y aspecto personal que dista mucho de ser personas normales (…) manifestaron haber sido trasladados desde la Provincia de Tucumán en un carro celular perteneciente a la mencionada provincia, los que fueron abandonados dentro de la jurisdicción de este Departamento en grupo de cuatro personas cada uno a dos kilómetros de distancia, con la amenaza de que no intentaran regresar a territorio de Tucumán, dejando aclarado que son personas de condiciones muy humilde y otros enfermos al parecer algunos trataríanse (sic) de linyeras o cirujas. (Diario La Unión, 20/07/77, p.1)
El diario que los vecinos habían elegido para publicar su denuncia era propiedad del Obispado de Catamarca y fue fundado en 1928 por el monseñor Inocencio Dávila y Matos, primero como El Porvenir y, a partir de 1931, continuó su trayectoria con el nombre de La Unión. Hasta mediados de la década de los 90 (momento en el que el diario pasó a manos privadas) las notas editoriales de La Unión eran apreciadas por sus lectores como un preciso indicador del posicionamiento público de la Iglesia católica provincial en relación a los avatares del ámbito local y nacional. Durante gran parte del siglo XX, La Unión fue protagonista de resonantes episodios de confrontación con el poder político local. Por ejemplo, en los años 1954 y 1955 contribuyó a cohesionar la postura de los laicos católicos catamarqueños en contra del primer gobierno peronista (Perea, 2010), en noviembre de 1970 tomó un decidido rol de apoyo a la rebelión popular conocida como el Catamarcazo (Álvarez, 2006) y, luego del 24 de marzo de 1976, publicó una serie de notas en las que reclamaba por la pronta resolución de la situación penal de los catamarqueños que estaban a disposición del Poder Ejecutivo Nacional (Perea, 2023). Esas notas despertaron los airados reclamos del interventor militar de la provincia, coronel Jorge Carlucci, que exigió sin demasiado éxito al obispo Pedro Alfonso Torres Farías poder leer las pruebas de galera de La Unión antes de su publicación (Perea, 2023).
Torres Farías era conocido por sus posiciones conservadoras y si bien también tuvo en su diócesis a sacerdotes y laicos comprometidos con la Teología de la Liberación, lejos estuvo de apoyar e incentivar sus actividades. Esto quedó en evidencia cuando, en noviembre de 1971, se realizó la Conferencia Episcopal que zanjó la tensión que existía entre renovadores y conservadores a favor de los segundos (Di Stefano–Zanatta: 2000, p.532). En los años 60, Torres Farías había integrado las filas del episcopado reformista, pero en 1971 su actitud era muy distinta, pues, como una parte mayoritaria de la jerarquía católica, comenzó a mostrar su preocupación por la radicalización de algunos laicos y sacerdotes y se propuso exigirles absoluta disciplina y moderación en sus actos y declaraciones públicas. Similar actitud esperaba Torres Farías del diario La Unión, que tenía su sede en la céntrica calle San Martín, al lado del palacio episcopal catamarqueño. Gracias a esa cercanía física, de acuerdo a los testimonios, el obispo se reunía todas las noches en su oficina de la residencia con el director de La Unión, el padre Manuel José Calvimonte y con el coordinador general periodístico, Alberto Lindor Ocampo, para decidir la tapa del día siguiente y autorizar la publicación del editorial de esa jornada.[3]
Durante décadas, trabajar en La Unión implicó para sus periodistas estabilidad laboral, prestigio personal y aprendizaje continuo en una redacción «de lujo». Esta impresión de «excelencia» era compartida por muchos de sus lectores, para quienes el diario era la representación misma de la verdad.[4] A partir de 1990, esta consideración se puso en crisis, debido a la cobertura que La Unión hizo del femicidio de María Soledad Morales. En esa instancia, fue criticado duramente por reproducir «la versión» del gobierno provincial sobre el crimen. Según recuerda un entrevistado, ese es el momento que signó su decadencia y que dio inicio a la hegemonía en el escenario informativo local del diario El Ancasti.[5]
Posiblemente, esos antecedentes que mostraban a La Unión como un diario capaz de desafiar al poder político fueron decisivos para que los vecinos de Bañado de Ovanta se decidieran a firmar con sus nombres y apellidos una nota manuscrita que fue entregada en las últimas horas del 14 de julio a la mesa de entradas de la redacción de La Unión.[6] Como solía ocurrir con todas las cartas al director, el primero que leyó la misiva fue Alberto Lindor Ocampo y el gravísimo carácter de lo denunciado lo incitó a chequear los datos en el lugar de los hechos,
Al otro día, muy temprano, agarré mi auto, pasé la Cuesta de El Totoral y llegué a La Viña. Me habían dicho que en la iglesia de la localidad había algunos mendigos pernoctando. Seguí hasta la zona de Los Altos y luego hasta la Merced. Ahí tuve la certeza de que lo denunciado por los vecinos era toda verdad. Los mendigos habían sido sembrados en medio de un frío terrible, con 8 grados bajo cero (…) al otro día fui con Víctor Manuel Conzalvo y otra persona que manejaba el auto y contemplamos la cobertura. Sacamos más de 600 fotos y grabamos tres o cuatro casetes con los testimonios. Todo eso fue visto y escuchado por el Obispo, que actuó con mucha valentía y resistió a las presiones de Bussi y Carlucci que buscaban evitar que el diario siguiera publicando al respecto. La nota, fotos y casetes se guardaron en la caja de seguridad del Obispado porque se sabía el peso que todas esas pruebas tenían.[7]
El 17 de julio de 1977, el matutino católico tituló en primera plana: «Catamarca se ha convertido en refugio de desposeídos». El autor de la nota fue Roberto «Robertito»[8] Vera, juez de paz y corresponsal del diario en La Merced y, desde la redacción capitalina, se envió a Víctor Manuel Conzalvo para que acompañara a Robertito Vera en la búsqueda de información y en la realización de las entrevistas a las vecinas y los vecinos. En los días siguientes, La Unión profundizó una cobertura periodística que contribuyó a demostrar la responsabilidad de las autoridades tucumanas en el abandono de «gente sin piernas, ciegos, todos ancianos que no pueden ni caminar... nada».[9]
Al publicar sobre lo ocurrido, La Unión (con su humilde tirada de 10.000 ejemplares cotidianos que se repartían en todo el territorio provincial) fue, en esta circunstancia particular, un ejemplo de valentía periodística. El diario catamarqueño no enmudeció ante la violencia ejercida por la dictadura contra los mendigos tucumanos. Mientras, en ese mismo contexto histórico, otros grandes medios gráficos nacionales apoyaban con mayor o menor estruendo a la política represiva de la dictadura y, solo en ocasiones, recurrían al uso de entre líneas y de eufemismos para hacer alguna mención a las violaciones de los derechos humanos (Saborido, Borelli, 2011).
Un antiguo integrante de la redacción recuerda que, para el obispo Pedro Alfonso Torres Farías, esto era «un pecado imperdonable que no se podía callar»[10] y debido a ello consideró necesario hacer todo lo posible para esclarecer las responsabilidades sobre lo ocurrido. Si bien La Unión había manifestado algunas expectativas positivas sobre el desarrollo del «Proceso de Reorganización Nacional», lo «imperdonable» en este caso era la violencia ejercida contra los integrantes más vulnerables de una grey que el buen pastor católico siempre debía guiar y proteger.
La Unión hizo algo más. Carlos Gutiérrez (51 años), Juan Silvestre Salguero (75 años) y Ramón Antonio Guzmán (57 años), estaban internados en el Hospital Departamental de la Merced y gracias al diario pudieron relatar, con sus propias palabras, «el abominable suceso».
Gutiérrez era boliviano y vivía en Tucumán desde 1945. Durante muchos años se había ganado la vida con su oficio de sastre, pero la tuberculosis y una enfermedad al corazón le impidieron seguir trabajando. Gutiérrez apenas podía alimentarse y subsistía en la miseria casi absoluta, que apenas se paliaba con la ayuda de sus vecinos. Según su propio relato, en la tarde del 17 de julio se trasladaba dificultosamente a un hospital para tratar sus dolencias, pero fue alcanzado por un jeep de la policía y detenido «en un calabozo común junto a otras personas con sus mismas condiciones y con diversos defectos físicos», aun cuando «nunca anduve dando mala vista por el centro».[11] Salguero y Germán contaban situaciones parecidas. En sus declaraciones se preocuparon por remarcar que ninguno de ellos era mendigo por elección. Según contaron, habían sido detenidos en la calle, confinados en un calabozo y luego arrojados en el territorio catamarqueño. Con todo lo vivido, Salguero y Germán tenían un resto de piedad para relatar el sufrimiento ajeno, el de una pobre mujer que «fue maltratada delante de su marido al que le faltaba una pierna y también fue arrestado».[12] El «terrible maltrato» que no podía ser descripto explícitamente en La Unión —por pudor o por horror— es rememorado, a más de cuatro décadas, por quien hizo las entrevistas a los sobrevivientes en el hospital,
La esposa de un lustrabotas al que le faltaba una pierna, también fue apresada cuando quiso averiguar sobre los motivos de la cárcel del marido. Los policías, para burlarse, de puro sádicos, la hicieron violar por un enajenado delante de todo el mundo. Así de crueles e inhumanos eran.[13]
En el cuerpo de una mujer pobre de Tucumán, que tan solo se atrevió a preguntar por el destino de su ser querido en la comisaría 11, se replicaba la violencia sexual ejercida contra las detenidas desaparecidas en los campos clandestinos de detención y, esta vez, en el calabozo se eligió instrumentalizar el castigo ejemplificador, para mayor goce de los torturadores, con un otro–inhumanizado: «el loco», «el enajenado».
El Sol de Catamarca y la representación negativa de los mendigos como forma de exculpación
Si al entrevistar a las víctimas, el diario La Unión intentó reconstituir la humanidad y dignidad de los «espantapájaros» abandonados, cual basuras, en los gélidos cerros, por su parte, el otro diario local, El Sol de Catamarca, optó por no enviar ningún corresponsal al lugar de los hechos. En esa oportunidad, El Sol fue fiel, una vez más, a su autoimpuesto rol de vocero oficioso de la dictadura y reprodujo la parca declaración auto exculpatoria del genocida tucumano, en la que se afirmaba,
Lejos de tratarse de un grupo de lisiados, tullidos, ciegos y locos, se trataba en su gran mayoría de contraventores de disposiciones municipales y policiales y de prófugos crónicos de centros asistenciales, a quienes la Policía, en un exceso de celo, malinterpretando órdenes de la superioridad policial y en una acción propia de elementos negativos, pretendió resolver un problema social desplazándolo más allá de la frontera provincial. (Diario El Sol, 23/07/77, 1)
El Sol era propiedad del «Gallego» Tomás Álvarez Saavedra, un empresario de origen bonaerense que se autodefinía como católico tradicionalista y peronista ortodoxo (Perea, 2023, p.157). Durante los años 70 y 80, el grupo empresarial que lideraba realizó importantes inversiones en el Noroeste, Cuyo y Córdoba, principalmente a través de la cadena de casinos y hoteles Sussex (Ariza, Moreno, 2021, p.160). Desde su primer número publicado a principios del año 1972, el tabloide cotidiano se convirtió en la expresión periodística de los intereses comerciales y políticos de Álvarez Saavedra y, al mismo tiempo, procuró competir en ventas e influencia con los diarios La Unión de Catamarca y El Independiente de La Rioja que se publicaban en formato sábana. Para lograrlo, y como parte de una estrategia de expansión comercial y de fortalecimiento editorial, en enero de 1973 el matutino comenzó a imprimir en sus talleres gráficos dos ediciones diarias que contenían noticias locales diferenciadas para Catamarca y La Rioja. Desde ese momento, y con los matices en la cobertura de las noticias que eran propios de cada equipo de redacción, El Sol de La Rioja y El Sol de Catamarca atacaron sistemáticamente a quienes consideraban sus enemigos declarados: los católicos tercermundistas, la izquierda marxista y el peronismo revolucionario.
En julio de 1977, El Sol de Catamarca decidió no publicar ningún testimonio de las víctimas de las razzias o de quienes los habían rescatado. Por el contrario, en su cobertura se aplaudió la decisión de Bussi de «no dialogar con periodistas de ningún otro medio gráfico catamarqueño».[14] En la perspectiva de este medio de comunicación, La Unión era responsable de sobredimensionar lo ocurrido y de acusar sin fundamentos al gobierno tucumano, debilitando su legitimidad en una coyuntura donde la subversión seguía siendo, siempre para El Sol, una ominosa amenaza.
Por si fuera poco, en una edición posterior de El Sol, su editorialista Rodilver Alberto Bamonte igualó las culpas entre los «malos policías» y los mendigos lisiados que, consideraba, formaban parte de una «lucrativa mafia» que había hecho de su situación de vulnerabilidad una profesión. Para fortalecer esta argumentación, Bamonte recurrió en su columna titulada «Desde mi atalaya» a una serie de estereotipos y de mitos urbanos sobre las personas sin hogar que todavía hoy siguen reproduciéndose en una gran cantidad de discursos de carácter negativo que eluden problematizar la situación de marginación y exclusión social a la que son sometidos una parte de quienes habitan las grandes ciudades,
«La casa que no hace hueco para el necesitado, solo merece la destrucción». Esta metáfora tan profunda revivió en mi subconsciente un suceso ocurrido hace pocos días, el del abandono de mendigos lisiados de otra provincia en la nuestra, y pensé en la inconmensurable sabiduría de Dios que encaminó los pasos de aquellos que conducían a los menesterosos hacia tierra catamarqueña, donde la bondad de su gente se puso nuevamente de manifiesto tendiendo su ayuda generosa al sufriente.
Así fue realidad aquella verdad que dice: «la moneda que dejas caer en la mano extendida hacia ti, es la única cadena de oro que une tu rico corazón con el corazón amante de Dios».
Catamarca, en el noble gesto de sus hijos hacia quien necesito de su caridad, fue una vez más ese hueco de amor donde se cobijó la desgracia del prójimo. Pero si hacemos un análisis objetivo de los hechos, nuestro criterio debe abrirse en abanico para abarcar todas las facetas de un suceso que tuvo como protagonista a dos grupos totalmente disímiles pero que no obstante conviven en nuestra sociedad. Por un lado, a malos policías que detentan el poder y lo utilizan indiscriminadamente en contra de sus semejantes, más débiles intelectual y físicamente. Por otro lado, mendigos lisiados, que en la mayoría de los casos aprovechan su desgracia corporal para proyectarla en lucrativo comercio a expensas del humanitario sentimiento de sus semejantes.
Y para muestra basta un botón. Sabido es que un mendigo lisiado que en una calle céntrica de esta capital clama la solidaridad del prójimo a través de la limosna, es propietario de varias casas y hasta a veces oficia de usurero.
Hace algunos años atrás, un conocido médico catamarqueño residente en Tucumán, por aquel entonces, ahora vive en Córdoba. Impresionado por la gran cantidad de mendigos lisiados en la capital de la vecina provincia tucumana, procuró la creación de una entidad que cobijara y ayudara a aquellos, pero bruscamente tuvo que abandonar sus propósitos altruistas bajo amenaza de muerte de los propios menesterosos. ¡Estos formaban parte de «una mafia» que había hecho de la mendicidad una profesión por todas las de la ley!
(…) En el caso de los mendigos lisiados, el suceso al que hacemos referencia muestra dos serias fallas, en nuestra sociedad: el peligro que encierra el uso arbitrario del poder en quienes en lugar de administrarlo lo detentan y la mendicidad (sea comercio o no) expuesta desde cualquier ángulo a la consideración política. En este último caso, y en una acción mancomunada de reparticiones nacionales, provinciales y comunales y en todo el ámbito del país, deben detectarse casos existentes y convergerlos hacia establecimientos especiales, para que, los que estén realmente abandonados y sin recursos, no solo se los cobije sino se los reeduque para que se sientan útiles a la sociedad, o en caso de imposibilidad total reciban la atención y el cuidado que merecen.
Una forma directa de evitar el triste caso que recientemente afectó a catamarqueños y tucumanos y lo que es más importante, se dejará de engañar y estafar en muchos casos el sentimiento de la comunidad. (Diario El Sol, 26/07/77, p.6)
La construcción del vago, mendigo o mal entretenido como figura delictiva no era una novedad, ya que su existencia puede rastrearse en los tiempos de la Colonia[15] y aún antes. En 1977, esta representación negativa del fenómeno de la mendicidad se renovaba en las declaraciones del general Bussi y en la columna periodística de Alberto Bamonte. El Sol de Catamarca elucubraba sobre engaños y estafas, pero la cobertura de La Unión era inapelable y las pruebas obtenidas en la investigación, cuantiosas. Por lo tanto, el hecho ya no podía ser relativizado convincentemente. Para sumar malestar, los diarios Clarín y La Nación informaron sobre lo ocurrido y, con la difusión de esas cuantas líneas concisas, la noticia adquirió una escala nacional.
Ante el cada vez mayor escándalo mediático que se producía por la investigación de La Unión, los dictadores Carlucci y Bussi intentaron deslindar responsabilidades sobre lo ocurrido y acordaron realizar una investigación conjunta que, convenientemente, demostró que todo se «debió al exceso de celo» de unos funcionarios tucumanos. Para cubrir las apariencias, Bussi ordenó sancionar a los responsables del fallido operativo y los señalados fueron el comisario Carlos Sosa y el jefe de la Policía tucumana, Mario Alberto Zimmerman, quien dejó el mando de la fuerza y, como «castigo», se convirtió en secretario de Seguridad de Tucumán, un cargo que jerárquicamente estaba por encima del jefe de Policía.
Finalmente, el 19 de julio de 1977, un grupo de 24 «menesterosos» se subió a un avión oficial con la renovada promesa de ser atendidos en los hospitales y, quizás por primera vez en sus humildes vidas, sintieron lo que era volar.[16] Con este nuevo traslado, regresaban a su vida de constante marginación, se esfumaban de la atención periodística y dejaban de ser una molesta preocupación para los gobernantes.
Las razzias de los mendigos dentro de las políticas de la memoria
A más de seis años de las razzias contra los mendigos en las calles y plazas de San Miguel de Tucumán, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) comenzó a tomar miles de testimonios en todo el país sobre las violaciones de derechos humanos que habían ocurrido durante la dictadura. Sin embargo, ni en su informe ni en los que fueron generados por las comisiones legislativas creadas por los Estados provinciales de Tucumán y de Catamarca[17] se registró denuncia o testimonio alguno que estuviera relacionado con «los mendigos de Bussi».
Como con otros episodios de violencia estatal dirigida contra los sujetos subalternos del NOA, las narrativas concebidas desde los campos de la literatura, el periodismo, el teatro y el cine ayudaron al resguardo y a la transmisión de un pasado que era invisibilizado por la historiografía hegemónica. En julio de 1977, luego de escuchar comentarios sobre las razzias, el poeta Leopoldo Castilla escribió «La redada», un cuento que recién sería llevado al cine en 1987 por el director salteño Rolando Pardo (Franco, 2012). Durante el año 1991, Bussi intentó volver a la gobernación y la película jugó un rol decisivo en su derrota electoral cuando fue exhibida en forma gratuita en las plazas tucumanas. En 1984, el dramaturgo tucumano Carlos Alsina puso en escena a su obra teatral «La limpieza», una pieza que obtuvo el premio del Fondo Nacional de las Artes y se editó como libro en 1988 (Fernández, 2015). En enero de 2004, Carlos Tomas Eloy Martínez escribió en el diario La Nación el texto «La expulsión de los mendigos», una nota que indignó al dictador que estaba bajo arresto domiciliario acusado de la comisión de delitos de lesa humanidad. Bussi asumió que su honor había sido mancillado por el reconocido escritor y le inició una querella por calumnias que fue rechazada por la justicia en marzo de 2006. En 2011, el periodista Pablo Calvo publicó «Los mendigos y el tirano: Bussi y la emboscada a los mendigos de Tucumán», un libro que es, hasta la fecha, la investigación más rigurosa que se conoce sobre el caso.
En 2003, el Congreso de la Nación anuló las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida. A partir de ese momento, se iniciaron centenares de causas judiciales ligadas a la investigación de los delitos de lesa humanidad en todo el país, pero recién en el año 2011 la Unidad Fiscal de Coordinación y Seguimiento de las Causas por Violaciones a los Derechos Humanos del Ministerio Público Fiscal inició una investigación preliminar sobre el caso. Desde la Unidad Fiscal se despacharon oficios para localizar testigos vivos en la zona que estuvieran dispuestos a ayudar en la reconstrucción histórica de los hechos. Sin embargo, no se profundizó en esta línea investigativa y, desde entonces, la causa no avanzó mucho más. Jurídicamente, el horror padecido en las serranías catamarqueñas por estos seres humanos categorizados como vagos, mendigos y locos, no mereció la misma atención que las violencias sufridas por quienes habían sido representados predominantemente como las víctimas directas del terrorismo de Estado durante la transición democrática.
En el ámbito de la historia profesionalizada, las redadas del mes de julio del 77 no se han convertido en un objeto de investigación destacado y, cuando se habla de ellas, suelen ser mencionadas únicamente como notas al pie en la mayoría de los trabajos dedicados a analizar la represión estatal y paraestatal en Tucumán y en Catamarca. Tampoco, hasta ahora, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación señalizó al Hospital de La Merced y a los improvisados lugares de atención de los mendigos en la localidad de Bañado de Ovanta como sitios emblemáticos del terrorismo de Estado en la provincia de Catamarca.
El abogado Bernardo Lobo Bugeau, querellante en varias causas de crímenes de lesa humanidad, considera que este episodio es demostrativo de una profundización de las históricas prácticas persecutorias por parte del Estado argentino contra las personas que sostenían «costumbres de personas libres y callejeras». Según su valoración, en el escaso interés por el progreso de la investigación se encuentra,
Más que un indicio de una justicia segmentada, que cuando los pobres son sujetos que promueven delitos son rápidamente investigados y cuando son víctimas —en este caso de crímenes de lesa humanidad, tormentos críminis causae porque era en sitios helados y probable desenlace fatal— no se actúa.[18]
Para la última dictadura militar, quienes estaban históricamente ubicados en lo más bajo de la escala social eran únicamente relevantes cuando ayudaban —con su expulsión— a restaurar las fronteras simbólicas y materiales que separaban al ciudadano normal del otro bestializado.
A casi cinco décadas de la «infamia» que fue descubierta gracias a la valentía y al coraje de los vecinos de Paclín y de Ambato, estos 25 espectros siguen siendo una referencia secundaria en la narrativa historiográfica profesionalizada y son, tan solo, un listado de nombres ordenado alfabéticamente en un expediente que espera el agregado de otra foja judicial.
Consideraciones finales
En un esclarecedor trabajo sobre las razones estratégicas y simbólicas que motivaron la fundación de cuatro pueblos en el pedemonte tucumano por parte de la dictadura, Santiago Garaño ha sostenido que, desde sus inicios, el Operativo Independencia tenía dos objetivos manifiestos: aniquilar toda forma de oposición en el territorio provincial y transformar las relaciones sociales con el fin de producir «una sociedad ordenada, disciplinada, silenciosa y armoniosa» (Garaño, 2015, p.169). Para alcanzar estos fines, en Tucumán y en todo el país, se recurrió al uso masivo de la represión estatal y paraestatal. Las operaciones militares, amenazas, secuestros, detenciones y asesinatos fueron presentados como los únicos medios eficaces para derrotar al enemigo interno. A partir del 24 de marzo de 1976, la dictadura militar intensificó el uso del terror sobre la sociedad y también decidió aplicar una serie de políticas públicas de carácter refundacional que produjeron graves consecuencias en los sectores populares. Durante este periodo histórico, de manera premeditada y alevosa, se erradicaron barrios humildes en los grandes centros urbanos y en las zonas rurales, como en el caso tucumano, se desplazó a poblaciones campesinas e indígenas. Este proceso de expulsión compulsiva de los habitantes más pobres de las ciudades a la periferia o a la frontera pretendía resolver «de raíz» problemas de carácter estructural. Empero, lejos de ser una solución, era una atroz forma de ocultar las consecuencias de la miseria.
Desde nuestra perspectiva, es en el marco de este plan general que debe contextualizarse al episodio de las razzias de los mendigos tucumanos durante el mes de julio de 1977. En su reducida escala, los operativos ordenados por Bussi y que fueron cumplidos diligentemente por la policía tucumana contribuían a la materialización de una racionalidad militar que, supuestamente, convertiría a San Miguel de Tucumán en una ciudad más ordenada y más atractiva estéticamente. Visto así, para la dictadura se hacía necesario eliminar la «basura» humana que «ensuciaba» las plazas y las calles y transportarla lo más lejos posible del ejido municipal.
Sin embargo, la resistencia y solidaridad de los humildes con otros más humildes surgió cuando menos se lo esperaba. Los vecinos de las localidades de La Merced, Los Altos, La Viña, Alijilán y El Bañado socorrieron a los hombres y a las mujeres que fueron abandonados por sus carceleros en la helada intemperie. Todavía más, con coraje colectivo se preocuparon luego por denunciar lo ocurrido. Antes los hechos, el diario católico La Unión de Catamarca fue coherente con su histórica posición de defensa de los derechos constitucionales (Ariza, 2021) y realizó una investigación que permitió reconstruir «la ruta de la infamia» y exponer la responsabilidad del gobierno tucumano en todo lo acaecido. Por su parte, El Sol de Catamarca asumió, una vez más, su alineamiento ideológico con el «Proceso» y se ocupó de responsabilizar a las víctimas de sus padecimientos mediante el uso de un discurso estigmatizador y racista.
Todavía hoy, la mayoría de los nombres y apellidos de las víctimas siguen siendo desconocidos, pues la justicia federal no ha logrado avances significativos en la investigación preliminar que se inició en 2011. En noviembre de ese año, Antonio Domingo Bussi falleció en San Miguel de Tucumán. Al momento de su deceso, el octogenario represor cumplía arresto domiciliario en un lujoso country y, aunque fue procesado por otros crímenes de lesa humanidad, no fue imputado por este caso. Lo mismo ocurrió con el comisario Albino Mario Zimmerman, que murió impune en el año 2010, mientras era juzgado por su responsabilidad en la desaparición de 22 personas.
Casi cinco décadas después, el caso «de los mendigos de Bussi» sigue desnudando los límites materiales y simbólicos del reconocimiento estatal sobre la violencia ejercida contra sujetos que históricamente son discriminados en nuestro país. Consideramos que la última dictadura militar fue un escenario de exacerbación de estas prácticas que, en julio de 1977, sirvieron para seleccionar a un grupo de 25 hombres y mujeres muy humildes y convertirlas en víctimas propiciatorias para la implementación de un modelo de sociedad disciplinada de la que eran excluidas en forma radical.
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