Miscelánea
Recepción: 27 Diciembre 2023
Revisado: 14 Febrero 2024
Aprobación: 06 Marzo 2024
Resumen: Desde hace más de una década, distintos autores como Michael Friendly o Alain Badiou han señalado críticamente la centralidad de las cifras en la representación de cualquier aspecto de la realidad material contemporánea. Uno de ellos es la violencia, la cual ha llegado a cuantificarse de distintos modos, y a comunicarse y narrarse a través de estrategias de visualización estadística que ya son familiares para todos. Hablar de número de víctimas, número de sobrevivientes, número de masacres, entre muchos otros parece un modo normal, e incluso deseado para dar cuenta de la violencia en sus múltiples formas. Sin proponerse negar el valor de las estadísticas dentro de ciertos contextos, el presente texto busca cuestionar esa tendencia cada vez más extendida a dar cuenta de la violencia a través de números y representaciones numéricas. A través de una reflexión sobre la relación entre cifras e imágenes, propongo pensar críticamente las representaciones numéricas con el fin de poner en evidencia cómo muchas imágenes han asumido, directa o indirectamente, la lógica del conteo numérico, y de pensar qué otras formas de conteo pueden producirse en las imágenes, sin que se reduzca la violencia a un problema numérico. Usando como punto de partida el caso del conflicto colombiano, el texto se propone abrir la posibilidad de un conteo no numérico a través de las imágenes.
Palabras clave: Imagen, cine, cifras, violencia, performatividad.
Abstract:
For over a decade, authors such as Michael Friendly and Alain Badiou have critically pointed out the centrality of numbers within the representation of all aspects of contemporary material reality. Violence, in particular, has come to be quantified in several ways, and to be communicated and narrated through statistical visualization strategies already familiar to everyone. Talking about the ‘number of victims’, ‘survivors in total’, ‘how many massacres’, among many others, seems to be a normal, even preferred way to account for violence in its multiple forms. Far from denying the value of statistics within certain contexts, this text seeks to question this increasingly widespread tendency to account for violence only through numbers and numerical representations. Following a reflection on the relationship between figures and images, I propose a critical approach towards numerical representations, highlighting how images have assumed the logic of numerical counting, directly or indirectly. Using the case of the Colombian conflict as a starting point, the text intends to open the possibility of a non-numerical count through images, and to imagine what other forms of counting can be produced and deployed, without reducing the violence to a numerical problem.
Image, cinema, numbers, violence, performativity
Keywords: Image, cinema, numbers, violence, performativity.
Introducción
“There must be in the poem a number that averts counting”.
Claudel
A mediados de 2018 el Centro Nacional de Memoria Histórica en Colombia lanzó lo que ellos mismos denominaron “la base de datos más importante sobre el conflicto” en el país. Se trataba de “la más importante” por su tamaño, en el sentido de ser “la más completa”, pues recopilaba otras bases de datos que se habían dedicado a registrar los números de víctimas de la guerra en el paí
“There must be in the poem a number that averts counting”. Claudel
A mediados de 2018 el Centro Nacional de Memoria Histórica en Colombia lanzó lo que ellos mismos denominaron “la base de datos más importante sobre el conflicto” en el país. Se trataba de “la más importante” por su tamaño, en el sentido de ser “la más completa”, pues recopilaba otras bases de datos que se habían dedicado a registrar los números de víctimas de la guerra en el país, pero que aún se encontraban fragmentadas y dispersas. Una nota del periódico El Tiempo la presentaba de este modo el 5 de agosto de 2018: “Durante 5 años unas 100 personas participaron de la revisión y procesamiento de 10.236 bases de datos de 592 fuentes de información y documentaron 353.531 hechos para investigar la guerra colombiana. El resultado puede resumirse en otro número escandaloso: 262.197 víctimas fatales en 60 años. Pero es mucho más que eso, es la revisión de historias individuales certificadas una a una para aportar una dimensión más completa de la memoria y del conflicto del país” (Morelo Martinez, 2018). La función de esta base de datos es clara en términos del Centro de Memoria: facilitar la “tarea titánica” de determinar el número de víctimas del conflicto colombiano.
Los números parecen ocupar hoy un lugar fundamental en la construcción de nuestra memoria de la guerra. Tal como el Centro de Memoria en Colombia, múltiples instituciones, públicas y privadas, se han dedicado a ofrecer cifras y estadísticas a través de distintas estrategias de visualización con el fin de dar cuenta de la magnitud del conflicto y de sus consecuencias a lo largo del tiempo. Y no sólo del conflicto interno, sino de toda forma de violencia que afecte directamente el orden social. Lejos de tratarse de información especializada, todos estos datos son presentados, la mayoría de veces, a través de plataformas abiertas y de modos de visibilización que simplifican la lectura y acceso a la información para que cualquiera pueda entenderlo. Infografías, repositorios de datos, tablas, diagramas, plataformas interactivas, etc., se han convertido en modos de representación del conflicto con los que cualquier espectador ha interactuado en algún nivel a través de los medios de comunicación masiva.
El artista colombiano Andrés Felipe Uribe ha hecho patente esta centralidad de los números a través de ejercicios de montaje audiovisual que extraen las cifras usadas en los discursos públicos de reconocidas figuras de la política nacional. Los números, que dentro de un discurso completo parecen pasar desapercibidos como estrategia retórica, se muestran excesivos, e incluso absurdos en estos ejercicios de montaje en los que el lenguaje es reducido a la cifra. El nombre de cada pieza revela la sumatoria de todas las cifras mencionadas en ella. Por ejemplo, en el video Seiscientos setenta y cuatro billones, dos millones, trescientos setenta y cuatro mil setecientos cincuenta y seis, Uribe toma fragmentos del discurso del exsenador Ernesto Macías durante la posesión del expresidente Iván Duque en 2018 y los une resaltando la cantidad de cifras citadas en su intervención. De este modo, se evidencia la centralidad de las cifras dentro de la retórica política nacional en el presente. El discurso político se ha convertido, en gran medida, en un discurso que argumenta desde la cantidad, que ofrece una interpretación de la realidad basada en la cuantificación. Los números logran legitimar cualquier lectura del panorama nacional que se requiera justificar.
Pero lejos de tratarse de una realidad exclusiva de un país afectado por décadas de violencia armada, se trata de un modo de comprensión y representación de la realidad que se adapta a cualquier contexto y fenómeno. Todo aspecto de la realidad material, en cualquier sociedad contemporánea, parece ser susceptible de cuantificarse. Esta multiplicación de las bases de datos basadas en cifras estadísticas, y el sitio central que ocupan en nuestro modo de comprender diversas realidades (entre ellas, la violencia) han llevado a autores como Michael Friendly (2008) a hablar de una “edad de oro de los gráficos estadísticos y la visualización de datos” (p. 502). Aunque para Friendly esta “edad de oro” tuvo una primera aparición en la segunda mitad del siglo XIX, nuestra época representa, en sus propios términos, un “renacimiento” de los métodos estadísticos y las gráficas de visualización surgido desde mediados de los 1970s (p. 531).
Las cifras de víctimas mortales de regímenes dictatoriales, guerras y conflictos internos se han naturalizado como parte de nuestra comprensión de la historia y del presente. Diariamente circulan números y estadísticas que intentan dar cuenta de las consecuencias de la violencia a distintas escalas. Contar los muertos se ha vuelto una práctica cotidiana de la que difícilmente se podría dudar. Ahora bien, ¿por qué contamos los muertos? Aunque parece una pregunta obvia, que podría responderse diciendo: para saber a cuántos de los nuestros hemos perdido, para llevar memoria de las consecuencias de la guerra, etc., el valor de preguntar no está solamente en una respuesta inmediata, sino en lo que el interrogante abre: ¿de qué modos nos hemos acostumbrado a contarlos? ¿Qué valor le damos a esas cifras en nuestra comprensión de la realidad? ¿Qué formas de contar los muertos son las que se han legitimado institucionalmente y por qué? ¿Cuál es su límite? Y, sobre todo, ¿es posible pensar en otros modos de conteo en los que se haga visible aquello que las cifras no dejan ver?
No es mi objetivo aquí afirmar que producir cifras del conflicto, contar las víctimas, es un error, o que son representaciones de poca utilidad en nuestro contexto, que sólo sirven a la retórica de los políticos de turno para perpetuarse en el poder. En países afectados sistemáticamente por la violencia, como Colombia, la importancia de las cifras va más allá del simple conteo y la cuantificación. Como afirma el investigador Camilo Sánchez (2010), “contar significa también valorar, visibilizar, denunciar y evaluar” (p. 46). La pregunta es, más bien, qué tipo de visibilización aportan y qué invisibilizan en ese mismo movimiento del mostrar. El problema no está en la existencia misma de las cifras, o en el ejercicio práctico del conteo, sino en la transformación de este tipo de representación en un espacio hegemónico de comprensión de la realidad. El problema aparece en el momento en que la cifra se vuelve indudable. No un número en particular, sino la lógica misma de la cifra, el momento en que confiamos en que la representación estadística de la realidad puede cubrirlo todo, o en el que se vuelve la condición para la comprensión y visibilización de un fenómeno. Dentro de esta lógica, me interesa indagar por la posibilidad de comprender la creación de imágenes como un campo donde se piense críticamente la representación numérica de la violencia. Las prácticas creativas pueden transformar la lógica del conteo, recuperando aspectos centrales de las realidades representadas que el conocimiento estadístico tiende a dejar de lado cada vez más.
Es importante, entonces, comprender cómo surge la práctica contemporánea del conteo de muertos subrayando los supuestos fundamentales que la componen: a qué fines responde, y qué es lo que queda por fuera en su lógica singular de visibilización. Posteriormente, será posible trazar una relación entre esta lógica particular de conteo y las imágenes técnicas surgidas en el siglo XIX: la fotografía y el cine. Las imágenes no son solamente modos de visibilización de las cifras, sino que ellas mismas han cumplido funciones análogas a las de los números en un conteo. Comprender esa relación más profunda entre imágenes y cifras es vital para poder indagar, finalmente, cómo es posible que en las imágenes se produzca una comprensión distinta del conteo en la que todo aquello que queda afuera de la cifra adquiera una nueva relevancia.
1. Contar los muertos
Contar los muertos ha sido una actividad crucial para los vivos, entendida como un modo de construir comunidades sociales e históricas. Basta recordar los registros de los cementerios medievales, o, más atrás, la práctica de nombrar a los muertos en batallas tan común en la poesía épica. El conteo, sin embargo, no siempre ha significado lo mismo o ha tenido las mismas finalidades. Dentro de esta larga historia de prácticas de cuantificación, Jacqueline Wernimont (2018) identifica una transformación crucial dentro de las formas de registro de los muertos: el paso de los registros de las iglesias a las listas públicas de mortalidad a finales del siglo XVI. Estas listas aparecen en Londres alrededor de 1592 como un medio para monitorear los entierros y calcular las estadísticas semanales de mortalidad en la ciudad (las listas se harían aún más populares después de 1665 con la llegada de La Peste a la ciudad). Las listas se imprimían y se vendían al público general individualmente o por suscripción. Estas listas, pero sobre todo la práctica de conteo asociada a ellas, sirvieron como base de un cambio de lógica en el registro de los muertos que se consolidaría entre el siglo XVIII y XIX: el paso del registro con una finalidad conmemorativa al conteo con una finalidad comercial y epidemiológica.
Es útil destacar algunos detalles de las primeras listas de mortalidad publicadas en el siglo XVI. El derecho de publicar y vender las listas de mortalidad era exclusivo de las parroquias de la ciudad, las cuales, en algún punto, llegan a asociarse para controlar el monopolio de su distribución. El levantamiento de los datos, sin embargo, no era exclusivo de la iglesia, pues se comprendía que era imposible que un empleado parroquial estuviese presente cada vez que alguien fallecía. La corona decretó, entonces, que cada vez que ocurriera una muerte sin presencia de un empleado parroquial, el sepulturero o cualquier otra persona que realizara el entierro debía reportar los detalles de la muerte que había presenciado. Los oficiales, además, instaban a realizar “la cuenta más certera y exacta posible de las distintas enfermedades y de sus afectados” (citado por Wernimont, 2018, p. 24), y subrayaban la necesidad de un conteo honesto y verdadero.
Es esta necesidad de un registro detallado y honesto lo que define la forma de las listas de mortalidad: su composición es tremendamente simple, dando la sensación al lector de que se trata de vehículos transparentes de significado. En su encabezado, anuncian su contenido como un registro completo de las muertes en la ciudad: “las enfermedades y muertes de esta semana”. Sin embargo, sus datos provenían del conteo de entierros en parroquias anglicanas, privilegiando el entierro de hombres libres (hombres blancos anglicanos), los cuales eran transformados retóricamente en la categoría general “números de muertos”, identificando incluso sus causas (número de entierros no es igual, claramente, a número de muertos).
La organización de la información también es importante: las causas de muerte están organizadas alfabéticamente en una columna, acompañadas por un número en frente de cada nombre. Las listas copiaban, de este modo, el ordenamiento espacial de los libros de partida doble (como se conocen en contabilidad) que dividían las operaciones mercantiles en columnas de “debe” y “haber”. Aunque este procedimiento puede parecernos obvio y natural, la elección retórica de la cifra numérica implica una importante transformación histórica. Los números se presentan aquí como descriptores simples de fenómenos singulares, los cuales parecen garantizar la exactitud de los detalles registrados. Los números tenían una ventaja adicional: permitían presentar estadísticas que cubrían períodos más amplios de tiempo a través de una simple operación aritmética. Este registro de las muertes a través de cifras implicaba suprimir una gran cantidad de información que en ocasiones quedaba archivada en los depósitos de las parroquias. La contabilidad de la cifra producía un extraño placer de control racional, que invisibilizaba radicalmente tanto la singularidad del cuerpo muerto (con su espacialidad y duración propias), como el trabajo de aquellos que recopilaban la información de ese mismo cuerpo (la mayoría de las veces, mujeres que trabajaban en las parroquias). La selección de lo que se registraba suponía una finalidad fundamental: que las listas pudieran ser leídas con rapidez, especialmente por los oficiales de la corte. Como afirma Wernimont (2018),
Al producir las mismas cuentas formales y ordenadas cada semana, los empleados de las parroquias fueron capaces de eliminar cualquier marca de incertidumbre o error en la cuenta de los muertos. Si los libros de partida doble produjeron un mundo idealizado en el que el riesgo y el trabajo humano habían sido invisibilizados, las listas produjeron un mundo irónicamente idealizado en el que el reporte de epidemias y muertes masivas aparecía tan claro y ordenado como un libro de contabilidad. (p. 28)
La relación con el registro contable no debe perderse de vista. Contamos muertos como contamos bienes de consumo. En el siglo XVII, el alcalde de Londres ordenó incluir al final de las listas el precio semanal del pan en la ciudad. Así, el conteo de muertes se volvió algo tan regular y cotidiano como el precio del pan, en tanto las dos cifras aparecían mediadas por una interfaz textual basada en el rigor y la exactitud de la lógica contable. Muertos registrados con la misma lógica y en el mismo espacio que las mercancías de consumo cotidiano.
A pesar de las múltiples transformaciones sufridas por las prácticas de registro que aparecieron con las listas de mortalidad (la principal de ellas, tal vez, la emergencia de las ciencias estadísticas en los siglos posteriores), los supuestos de las prácticas contemporáneas con las que contamos los muertos siguen siendo muy similares: suponen modos de recolección de la información detallados y honestos; ordenan numéricamente la información bajo una retórica de la totalidad (de cubrir una muestra suficiente del aspecto de lo real que buscan representar); producen un modo de visualización y organización (textual y gráfico) de acuerdo a unos fines específicos y a unos modos concretos de circulación. En últimas, reducen un ámbito de lo real a una lógica cuantificable traducida a través de distintas interfaces de visualización.
Cabe aclarar que no intento aquí hacer una crítica general al uso de cifras para contar los muertos, sino poner en evidencia la lógica desde la que funciona esta práctica. El componente numérico ha llegado a valorarse como un dato objetivamente aceptable, como aquello que define el sentido de validez de un modo de describir y conocer un fenómeno particular. Autores como Ian Hacking (2006) y Alain Badiou (2008) han señalado cómo esta lógica se ha expandido, en nuestra época, a todos los ámbitos de lo real. Hacking, por ejemplo, rastrea el surgimiento del espíritu estadístico en la época del Renacimiento, pero afirma que sólo hasta el siglo XIX la voluntad de matematización de todos los procesos naturales y humanos tendrá su despliegue. Es en el contexto de la optimización económica de los procesos productivos que instituciones de diversa naturaleza, tanto estatales como privadas, se vuelcan sobre el mundo en su conjunto en cuanto objeto cuantificable. De ahí surge la necesidad, no solo de matematizar la realidad humana, sino, además, a través de la estadística, de domesticar el azar a través del establecimiento de principios de análisis probabilísticos que hagan previsibles todos los comportamientos de la naturaleza y de lo humano. Dentro de este marco de referencia se consolida la práctica de cuantificar los procesos sociales desde sus manifestaciones más macro hasta sus expresiones más ínfimas, desde los fenómenos más tangibles hasta los más inmateriales. Así, como afirma Badiou (2008), todos los ámbitos del conocimiento han sido invadidos por la necesidad de la cifra: la política, las ciencias del hombre, las representaciones culturales, la economía. Todo el conocimiento ha sido “burocratizado” por la estadística. Lo que importa en nuestra época no es la correspondencia externa entre las cifras y la realidad, sino la correspondencia interna entre números, entre ciertos números que miden un aspecto de la realidad y otros números que miden otro aspecto. Dice Badiou (2008), “vivimos en la era del despotismo de las cifras” (p. 1).
2. Cifras e imágenes
Aunque parezcan problemas completamente distintos, el asunto de las cifras de la violencia y el ámbito de la imagen comparten una importante cercanía que vale la pena pensar críticamente. ¿Cómo la imagen se asocia con esta retórica de la objetividad producida por el imperio de los números? La respuesta más directa es pensar en la imagen como un importante medio de visualización de los datos. Todo registro numérico supone una interfaz, y los cuadros que nacieron de la adaptación de la lógica contable a los registros de muertes encontrarían en las imágenes un aliado retórico fundamental. Hoy, accedemos a las cifras a través de imágenes de distintas naturalezas, la mayoría de ellas predeterminadas y asociadas de antemano con la lógica de la objetividad estadística.
Sin embargo, la relación entre imágenes y cifras es más compleja que las prácticas de infografía o de ilustración de informes numéricos. Incluso en casos en que no hay cifras explícitas de por medio, históricamente la imagen ha cumplido una función análoga a la del registro numérico en ciertos contextos específicos. Puede ser útil recordar que en sus orígenes el cine mismo apareció como producto de una serie de investigaciones que intentaban cuantificar los procesos de movimiento de los cuerpos. El cine, como plantea David Oubiña (2009), es el resultado de un largo proceso de experimentación sobre la descomposición y análisis del movimiento a lo largo del siglo XIX.
En 1872, Leland Stanford, exgobernador de California, le encargó al fotógrafo Edward Muybridge fotografiar a Occident, uno de sus caballos de carreras con el fin de contemplar las diferentes fases del galope. Stanford quería comprobar las conclusiones sobre el movimiento hechas años atrás por el fisiólogo francés Etienne Jules Marey, quien había afirmado que, al galopar, el caballo mantenía los cuatro cascos en el aire a pesar de que el ojo humano no pudiera verlo. Los primeros intentos de Muybridge de capturar el movimiento de Occident en el hipódromo de Sacramento fracasaron. El proceso fotográfico del colodión húmedo requería varios segundos de exposición y no permitía descomponer el movimiento del animal. Después de varios intentos con obturadores mecánicos y tiempos de exposición, el 11 de junio de 1878 logró la primera serie de fotografías de un caballo en diferentes etapas de movimiento, a través de la disposición de varias cámaras a lo largo de una pista.
El éxito de los experimentos de Muybridge en la captura del movimiento de los caballos lo llevó, después de 1879, a ampliar su repertorio de sujetos fotografiados, incluyendo muchos otros animales, hasta que en agosto de ese año empezó a registrar el movimiento humano. Estas primeras fotografías lo llevaron a emprender un extenso estudio del movimiento en 1884, con la colaboración de la Universidad de Pensilvania. Además de producir 124 fotos de animales, y 562 fotos de movimiento humano, Muybridge incluyó en la publicación el análisis de ocho secuencias de movimiento progresivo a través de un sistema de notación gráfico diseñado por él mismo.
Estos experimentos de sistematización del movimiento serían retomados una década más tarde por los ingenieros Frank y Lilian Gilbreth, esta vez usando una cámara de cine. La pareja usó este método por primera vez en 1912 en la New England Butt Company con el fin de medir y optimizar los movimientos de los trabajadores. Los Gilbreth construyeron un ‘cuarto de mejoramiento’ en el que colocaban a cada trabajador sobre un fondo blanco con una cuadrícula negra, la cual permitía estudiar posteriormente las medidas del movimiento de los trabajadores. Además de la cuadrícula, los Gilbreth siempre incluían un cronómetro que adaptaba su ritmo a la velocidad de cuadros por segundo de la cámara. Todos los datos extraídos de las imágenes se consignaban en tablas detalladas que permitían su sistematización y análisis.
Con estas puestas en escena, la pareja Gilbreth buscaba mejorar el método que Frederick Taylor había popularizado unos años atrás para optimizar el movimiento de los trabajadores. El uso de la cámara cinematográfica prometía un método más científico que el de Taylor, quien basaba su observación en la medición de acciones con un cronómetro. Los Gilbreth eliminaban la subjetividad del operario que cronometraba la acción, reemplazándolo con un ojo mecánico. La cámara registraba y daba la impresión de medir objetivamente el movimiento. Las tablas de datos complementaban esta sensación de objetividad a través de una disposición detallada de la información. En algunas ocasiones, llegaron incluso a construir pequeñas maquetas con cables para espacializar las líneas de luz, y estudiar de manera más detallada los detalles del movimiento.
El método completo de los esposos Gilbreth consistía en ejercicios diversos de espacialización: el cuarto con cuadrículas, las tablas de sistematización de la información, las maquetas de los trazos de luz, pero, sobre todo, el dispositivo cinematográfico. La imagen, como la tabla, mide, cuantifica, en tanto dispone la acción en un espacio-tiempo particular.
Aunque este uso de la cámara cinematográfica puede parecer extraño y aislado respecto a sus usos narrativos y de entretenimiento, estaba contenido en los orígenes mismos del cine. Noel Burch (1987) señala el modo como en el nacimiento del cine confluyen una línea lírica o mitológica, que buscaba vencer la muerte (Burch la llama “ideología frankensteiniana”), y una línea científica que buscaba descomponer el movimiento y, por lo tanto, conocer la realidad en detalle. El médico y fotógrafo Jules Marey fue uno de los más fieles representantes de esta segunda línea. Antes de realizar sus famosos estudios del movimiento a través de la fotografía, Marey ya había realizado mejoras al esfigmógrafo del fisiólogo alemán Karl von Vierordt: un instrumento médico usado para representar gráficamente la presión sanguínea. Esta misma idea de traducir ciertos movimientos del cuerpo a imágenes que permitieran cuantificarlos, estuvo en la base de sus experimentos de cronofotografía iniciados en 1882. Todos sus métodos de observación, como afirma Douard (1995), estaban orientados a representar visualmente aquello que no podía ser observado directamente por el ojo humano. Esta fue, precisamente, una de las críticas que hizo Marey al cine en 1899:
Pero, en fin, lo que muestran habría podido verlo directamente nuestro ojo. No ha añadido nada al poder de nuestra vista (…) Porque el auténtico carácter de un método científico radica en suplir la insuficiencia de nuestros sentidos o en corregir sus errores. Para llegar a ello, la cronofotografía debe renunciar a representar los fenómenos tal y como los vemos. (citado en Burch, 1987, 29)
Lo que podía el cine, aún más que la fotografía, era precisamente la descomposición detallada del movimiento. Por eso, para Marey, sólo la imagen ralentizada o acelerada tenía sentido en el cine, pues solo ellas permitían percibir aquello que escapaba al ojo humano. La cámara, de este modo, se convertía en una herramienta de traducción análoga a otros muchos aparatos destinados a cuantificar o graficar el movimiento. En este caso, sin embargo, esta voluntad de cuantificación no condujo inmediatamente a cifras sino a imágenes en movimiento. Como lo plantea Vilhem Flusser (2017), las imágenes técnicas (fotografía y cine) nos permiten ver lo que de otro modo es abstraído en las cifras. Es decir, las imágenes técnicas traen consigo una nueva epistemología en la que la voluntad de cuantificación (abstracta) y la imagen figurativa se articulan. Desde los registros de la fotografía institucional que hacen del cuerpo un objeto mensurable hasta las cámaras de seguridad que permiten cuantificar la velocidad y trayectoria de un vehículo, las imágenes técnicas integran la medición y la figuración en lo que supone una nueva objetividad. Así, en las imágenes técnicas se unifican la abstracción matemática y la objetividad técnico-figurativa.
Un corto ejemplo puede servir para ilustrar este asunto. A final del siglo XIX nuestra percepción del hambre sufrió una transformación fundamental: de ser visto como una consecuencia de fenómenos naturales o de los flujos cambiantes del mercado, el hambre pasó a ser vista como un problema social cuyas causas se ubicaban en la negligencia y abandono estatal, y no en la falta de restricción moral de los pobres (como llegó a sugerir Malthus (1998) a final del siglo XVIII). En esta transformación fueron fundamentales las crónicas periodísticas de las grandes hambrunas en Europa y Asia las cuales retrataban al hambriento como una víctima inocente respecto a su propia condición, esperando la ayuda de otros más privilegiados. Dichas crónicas encontraron un apoyo fundamental en la fotografía documental la cual mostró al público europeo los cuerpos hambrientos de dichas víctimas que vivían a la distancia.
La composición de dichas imágenes sigue siendo familiar para nosotros, y revela con claridad una construcción particular del cuerpo hambriento: un grupo de hombres, mujeres y niños hambrientos, semi-desnudos posando para la cámara en medio de un paisaje desolador. La composición era absolutamente simple e, independientemente del contexto, era siempre la misma. Los hambrientos miraban directamente a la cámara mientras permanecían juntos de pie o sentados. Las huellas del hambre y la enfermedad eran evidentes en sus cuerpos: miembros extremadamente delgados, abdómenes inflados en los niños, ojos hundidos, y esqueletos visibles bajo la tensa piel. El hambriento no era representado realizando alguna acción cotidiana, sino posando exclusivamente para la cámara, casi pasivamente respecto a su propia condición. Esa pasividad, a través del contacto visual directo con la cámara, apelaba a las emociones de los observadores, llamándolos a asumir un papel activo para solventar la situación de las víctimas. Gracias a su singularidad técnica, la fotografía enfatizaba la presencia física que las crónicas escritas apenas podían sugerir. En las fotografías, las víctimas del hambre eran visibles como pura materialidad, como cuerpos desnudos. La composición reforzaba el efecto de la imagen como evidencia de una realidad material (y, por lo tanto, verdadera). Esos cuerpos eran incluso más físicos que otros. Sus huesos marcados, sus órganos sobre o subdimensionados desafiaban la percepción de normalidad del espectador. Estas figuras anormales eran, al mismo tiempo, cuerpos dóciles y pasivos que aceptaban su nuevo espacio simbólico, y cuerpos deformados esperando por una solución real.
Un importante antecedente de estas imágenes fue la combinación de datos estadísticos y descripciones literarias en las crónicas periodísticas del siglo XVIII, como se evidencia en publicaciones como Diario del año de la Peste de Daniel Defoe en 1722. Igualmente, la ilustración periodística ya había mostrado la eficacia de combinar imágenes y textos en las crónicas de distintos eventos de actualidad desde el siglo XVIII. Sin embargo, los usos periodísticos de la fotografía, extendidos en el siglo XIX, introducirán importantes transformaciones a la relación entre cifra e imagen: la imagen ya no está ahí para evocar una imagen mental (literatura) o ilustrar lo que se describe en el texto (prensa ilustrada), sino que la imagen empieza a funcionar ella misma como una cifra, como un índice de realidad.
Así lo muestran las imágenes del hambre descritas anteriormente: la fotografía funcionaba como una herramienta de conteo (no numérico): en lugar de dar cuenta de la singularidad de cada uno de estos sujetos en contextos totalmente diversos, produjo una noción abstracta y unificada del cuerpo hambriento eliminando todo rastro de individualidad, y haciéndolo clara y rápidamente reconocible para un observador externo. No es gratuito que la fotografía fuera usada como una herramienta fundamental en las campañas sanitarias de países latinoamericanos como Brasil a principios del siglo XX cuando, además de un fenómeno social, se construyó al hambre como una enfermedad. Así, junto a los cuerpos médicos que visitaban las regiones más pobres para medir sus cuerpos y determinar su índice de desnutrición (y, por lo tanto, determinar si sufrían realmente de hambre), entraban las cámaras fotográficas para registrar dichos cuerpos en su materialidad inmediata. Las imágenes documentales de la población seguían los mismos principios que las imágenes de los hambrientos de la segunda mitad del siglo XIX: un grupo de campesinos pobres posaban para la cámara para exhibir las marcas del hambre en sus cuerpos. De este modo, las cifras médicas (el índice de masa corporal, por ejemplo) adquirían materia a través de la imagen. La fotografía cuantificaba al igual que lo hacía la cifra. Levantamiento de cifras y registro en imágenes iban de la mano.
Autores como Jared Green (2006) han analizado la importancia de este tipo de usos antropológicos de la fotografía en el siglo XIX como base de algunas de las teorías realistas del siglo XX. Las ciencias sociales encontraron en la imagen técnica un medio de representación que captura, reúne y exhibe datos sobre la realidad humana. La imagen fue una herramienta fundamental en la producción de una poética somática en la que el cuerpo humano podía ser medido, clasificado y asignado a un lugar en el mundo. Jean Louis Comolli (2011) ha designado este conjunto de operaciones como la producción de una “ideología de lo visible”, la cual daría origen a la percepción del cine como un gran archivo en movimiento a través del cual el mundo se categorizaba y se exhibía a sí mismo. Boleslaw Matuszewski, uno de los principales camarógrafos de los hermanos Lumière, escribió en 1898 uno de los primeros manifiestos del cine, llamado Una nueva fuente de la historia. En él, proponía por primera vez la necesidad de crear archivos cinematográficos, y exaltaba la capacidad de la nueva máquina de capturar y reproducir todos los elementos de la vida contemporánea:
Esta colección, necesariamente limitada en un principio, crecerá en la medida en que el interés de los fotógrafos cinematográficos se mueva de temas puramente recreativos o fantásticos hacia acciones y eventos de interés documental; de la porción de vida como de interés humano hacia la porción de vida como muestra representativa de una nación y un pueblo. (Matuszewski, 2012)
El cine se mostraba, para muchos de estos primeros entusiastas de la máquina, como la suma de las tecnologías de clasificación del siglo XIX.
Podría pensarse que a pesar de estos usos de las imágenes que se extienden aún hasta el presente, hoy, en muchos contextos, las imágenes han asumido una tarea distinta, e incluso opuesta a la cuantificación. Cuando el cine se ha ocupado del conflicto colombiano, por ejemplo, ha tendido, en la mayoría de los casos (y en los mejor intencionados) a oponerse a las retóricas objetivizantes de las víctimas al ofrecer relatos singulares sobre la violencia. El cine documental, por ejemplo, ha privilegiado el testimonio (oral y visual) como un modo de singularizar la experiencia de la guerra más allá de la frialdad abstracta de los números que nos bombardean a diario. Esta opción voluntaria por el relato subjetivo ha sido incluso teorizada como uno de los giros fundamentales del documental contemporáneo, el llamado ‘giro subjetivo’, el cual ha cuestionado, desde hace ya varias décadas, el ideal de objetividad que pareció definir al documental en sus orígenes. Autores como Antonio Weinrichter (2005) sugieren que ese es, precisamente, el punto de partida para pensar el documental hoy: su innegable subjetividad. Pero lejos de ser una afirmación reduccionista que condena a la imagen al reino de lo puramente personal, se trata de una invitación a pensar de otro modo lo que entendemos hoy por “objetividad” en la imagen audiovisual. La objetividad, como exigencia a la imagen y como necesidad retórica colectiva, no ha desaparecido; seguimos exigiendo que ciertas imágenes den cuenta de lo real. En esa medida, no podemos refugiarnos en la constatación de lo subjetivo para, desde ahí, criticar y oponernos al reduccionismo de las cifras y a su ilusoria objetividad. De este modo, correríamos el riesgo de reducir la imagen a narrar experiencias subjetivas, y a las cifras y bases de datos a satisfacer nuestra necesidad de objetividad. Y olvidaríamos, en esta reducción, la especificidad de la imagen técnica audiovisual y su construcción retórica a lo largo de la historia.
Cabe preguntarse, entonces: ¿hay que deshacerse de las cifras y, sobre todo, de la práctica de contar, del esfuerzo de enumerar y de llevar un registro detallado de la memoria, para privilegiar los testimonios de experiencias subjetivas? ¿Hay que asumir una postura conciliadora en la que afirmemos que las dos cosas son importantes y debemos mantenerlas (contar con números y contar historias subjetivas)? O mejor: ¿pueden las imágenes artísticas funcionar como una práctica otra de conteo y construcción de archivo (práctica alternativa)?
3. Imagen y performatividad
Para pensar esta posibilidad de una práctica otra, quisiera aproximarme a las bases de datos de una manera análoga a como Stella Bruzzi ha propuesto abordar el documental contemporáneo: como un acto performativo. En su libro El nuevo documental, Bruzzi (2009) propone repensar la relación entre el documental y la realidad a partir del concepto de performatividad:
Mientras el ethos detrás de las antiguas películas de observación era usar sujetos tan acostumbrados a actuar que no notaran las potencialmente intrusivas cámaras documentales, el ethos detrás del documental performativo moderno es presentar a sus sujetos de modo que se acentúe el hecho que la cámara y el equipo de filmación son intrusiones inevitables que alteran cualquier situación en la que entran (p. 190).
La noción de performatividad (distinta a la propuesta por Bill Nichols (1997) en sus reconocidas modalidades documentales), la toma Bruzzi (2009) del pensamiento de Austin: los documentales performativos describen y ejecutan una acción. Esto implica algo que puede parecernos obvio: el documental sólo existe en tanto es performado, la imagen es resultado de una interacción entre la acción de filmar y la base factual de lo real. Bruzzi (2009) lo describe en términos de una negociación dialéctica entre la acción de quien filma y la realidad filmada. Esto no equivale a afirmar de manera simplista que la imagen es subjetiva, sino a afirmar una tensión permanente que constituye a la imagen y que se hace visible en ella: el intento performativo por captar la realidad, la cual solo se hace visible en una de sus “caras”, gracias, precisamente, a la acción misma de filmar. La imagen no tiene que elegir entre dos polos, objetividad o subjetividad, sino comprenderse a sí misma y revelar la tensión que la constituye.
Podríamos afirmar lo mismo sobre las cifras: toda base de datos es performativa. Aprehende lo real, solo en tanto se comprende a sí misma como ejecución y descripción de una acción a través de la cual se compone lo real. Y no me refiero con esto solamente a los modos de visualización de los datos, los cuales pueden aceptarse más fácilmente como adaptaciones e interpretaciones que pueden variar radicalmente dependiendo de sus autores y de sus fines. Me refiero a los datos mismos, a lo que se conoce como “datos brutos” o “datos primarios” de los cuales se derivan las cifras, infografías y bases de datos que consumimos cotidianamente.
Es curioso el lenguaje que usamos para referirnos a los procedimientos con los cuales se producen las estadísticas con las que narramos nuestra realidad: los datos se “recolectan”, “registran”, “recogen”, “compilan”, “archivan”, “procesan”. Se trata siempre de operaciones que suponen que los datos ya están ahí, en sí mismos, transparentes, esperando que accedamos a ellos (igual a como muchos imaginaban a los hambrientos: parados esperando en medio de la nada que los europeos fueran a ayudarlos). Como bien afirman Gitelman y Jackson (2013), los datos no simplemente existen. Ellos tienen que ser generados: “los datos necesitan ser imaginados como datos para existir y funcionar como tales, y la imaginación de los datos implica una base interpretativa” (p. 3). Alguien debe producir los datos en la misma operación en la que los “recolecta”. El título de la compilación de Lisa Gitelman (2013) señala acertadamente este punto: “datos brutos es un oxímoron”.
Los números y cifras, y más tarde los gráficos y diagramas como modos privilegiados para visibilizar los datos, no son en sí mismos medios para expresar del modo más fiel posible la objetividad de los datos brutos, sino que es gracias a ellos que hemos llegado a percibir los datos como datos, como una especie de materia abstracta y objetiva. Es en esos modos de visibilización y transmisión donde los datos pierden su carácter performativo, donde son desprovistos de las prácticas, de los espacios-tiempos que los componen para convertirse en supuestas huellas objetivas directas de lo real.
Algunas manifestaciones artísticas han asumido la tarea de construirse como prácticas de conteo alternativas recuperando el carácter performativo de los datos. Cito un ejemplo muy simple pero, para mí, muy potente: Roberto Bolaño (2011) dedicó la sección más extensa de su novela 2666 a la enumeración y catalogación de los asesinatos y desapariciones de mujeres ocurridos en la región de Santa Teresa, México, entre 1993 y 1997, dentro del mundo de ficción construido por la novela. Se trata de más de 350 páginas de la llamada “Parte de los crímenes” en la que Bolaño describe, uno tras otro, los modos de aparición de los cuerpos muertos:
La siguiente muerta fue encontrada cerca de la carretera a Hermosillo, a diez kilómetros de Santa Teresa, dos días después de haberse localizado el cadáver de Lucy Anne Sander. El hallazgo correspondió a cuatro peones y al sobrino del dueño del rancho. Buscaban, desde hacía más de veinte horas, reses huidas. Los cinco huelleros iban a caballo y, tras comprobar que se trataba de una muerta, el sobrino envió a uno de los peones de vuelta al rancho, con órdenes de avisar al patrón, mientras ellos permanecían allí, perplejos ante la postura del todo anormal del cadáver. Éste tenía la cabeza enterrada en un agujero. Como si el asesino, un loco, sin duda, hubiera pensado que con enterrarle la cabeza bastaba. O como si creyera que al cubrir de tierra la cabeza el resto del cuerpo se haría invisible a cualquier mirada. El cadáver estaba boca abajo, con las manos pegadas al cuerpo. Le faltaban los dedos índice y meñique de ambas manos. En la parte del pecho se adivinaban manchas de sangre coagulada. Llevaba un vestido de tela ligera, de color morado, de los que se abrochan por delante. No llevaba medias ni zapatos. En el posterior examen forense se dictaminó que, pese a las abundantes cuchilladas recibidas en el pecho y en los brazos, la causa de la muerte fue estrangulamiento, con rotura del hueso hioides. No se apreciaron señales de violación. El caso lo llevó el policía de la judicial José Márquez, quien no tardó mucho en identificar la muerta como América García Cifuentes, de veintitrés años, que trabajaba como mesera en el bar Serafino’s, propiedad de Luis Chantre, quien tenía un largo prontuario como proxeneta y de quien se decía que era soplón de la policía. América García Cifuentes compartía casa con dos compañeras, ambas meseras, quienes no aportaron datos sustanciales a la investigación. Lo único que quedó establecido sin lugar a duda fue que América García Cifuentes había salido de casa a las cinco de la tarde rumbo al bar Serafino’s en donde trabajó hasta las cuatro de la mañana, hora en la que el bar había cerrado. Jamás volvió a su casa, declararon sus compañeras. (págs. 514-515)
Una tras otra, las descripciones de Bolaño le devuelven al conteo de las muertas la corporalidad que las cifras invisibilizan; les restituye un nombre, un origen, un cuerpo singular. Sin sentimentalismos victimizantes, la escritura, en su densidad y duración, permite la aparición del cadáver, no sólo como materia presente (la cual es más evidente en medios de representación como el cine, la fotografía o el teatro), sino como cuerpos que afectan y son afectado por el espacio; que afectan y son afectados por otros cuerpos, en este caso vivos, que las observan, las examinan y hablan sobre ellas. Bolaño, sin dejar de contar las muertes, hace visible la performatividad del cadáver, su forma de aparición, las acciones que lo rodean, incluida la acción de su asesino que alcanza a sugerirse en medio de las palabras.
Este ejemplo muestra la potencia de las prácticas artísticas al transformar los modos del contar y de hacer visibles otros tipos de conteos. El artista no sólo ofrece más información, como si se tratara de un problema de cantidad de datos, sino que transforma la lógica de composición de los datos mismos. Los ficciona de un modo diferente.
Un ejemplo más: El 6 de noviembre de 2002 la artista colombiana Doris Salcedo creo una de sus intervenciones escultóricas más célebres: a las 11:35 am una silla apareció en la fachada del Palacio de Justicia en el centro de Bogotá, colgando casi en el vacío. La silla descendió desde el techo del edificio a la misma hora en la que 17 años antes fue asesinada la primera víctima de la toma del Palacio de Justicia[1]. Durante las 53 horas siguientes, tiempo exacto que duró la toma, descendieron 280 sillas, cada una coincidiendo con la hora en la que se había reportado el asesinato de una nueva víctima. La pieza, más que una escultura, fue un performance, tal como lo narra uno de los participantes encargados de descolgar las sillas desde el techo del Palacio:
Comenzamos a las 11.35 a.m. porque a esa hora mataron a la primera persona. Teníamos varios objetos deslizándose por la fachada con diferentes ritmos. La sincronización era muy importante. Y el tiempo era el elemento esencial en esta obra que duró sólo 53 horas: el mismo tiempo que duró la toma. El juego de planos tenía entre 300 y 400 páginas. Cada papel era una duración para un determinado patrón. Ese día hicimos una performance bajo la dirección de Doris. Ella estaba abajo, en la calle, desde donde nos dirigía y nosotros estábamos arriba, haciendo que funcionase. Todo estaba etiquetado y había una numeración que debíamos seguir, como en una pieza musical en la que uno lee la música y la interpreta. (citado por Blue M., 2016)
El tiempo aparece nuevamente como un factor central en esta pieza. El conteo realizado por Salcedo recupera la duración del acontecimiento violento. La cifra se materializa, no solamente a través del cuerpo metafórico de la silla vacía, sino en la duración de la acción, en el ritmo de los movimientos creado por los intervalos entre las muertes. La acción recupera la performatividad de todo conteo. Lo que me parece más interesante de esta pieza es que esta recuperación performativa solo es posible porque en su práctica la artista (y sus colaboradores) construyen una base de datos propia, re-crean un amplio conjunto de hechos relacionados con la toma del Palacio con el fin de extraer de ellos, de componer los datos que les interesaban: la hora exacta de cada muerte. La base de datos se convierte después en una partitura de movimientos (de 300 a 400 páginas según el testimonio anterior), en un modo de visualización diseñado para revelar la naturaleza compositiva de los “datos brutos” y no para ocultarla bajo la retórica de la objetividad. Salcedo, a través de la acción, o Bolaño a través de la escritura ficcionan una base de datos de los muertos en la cual la cifra adquiere una duración.
Algo similar ocurre en la instalación La sombra de Nicholas de David Gurman, instalada en 2009 en San Francisco: una gran campana de iglesia colgaba en frente de una tela blanca sobre la que proyectaba su sombra. La campana se encontraba conectada a un sistema robótico de movimiento que la hacía sonar cada vez que se reportaban muertes de civiles iraquíes a través de la página IraqBodyCount.org. En esta base de datos se registraban las muertes violentas resultado de la intervención militar en Irak en 2003. La base de datos sólo registraba las muertes documentadas que habían sido reconocidas públicamente. Sin embargo, en su página, tenían una sección adicional llamada “eventos recientes” donde se registraban las muertes reportadas por testigos y personal de emergencias, normalmente dentro de las 48 horas siguientes a la muerte. La base de datos no consideraba este conteo como oficial, sino que lo categorizaba como “provisional”. Es este conteo el que Gurman usó para mover la campana. Durante los 66 días que estuvo expuesta, la campana sonó 906 veces.
El espectador de la pieza no tenía acceso a las cifras ni a la base de datos. Sólo tenía noción del conteo por el movimiento y el sonido de la campana. Su experiencia del conteo no era lineal; no sabía a qué número correspondía cada sonido, como no podía estar seguro de cuánto tiempo había pasado exactamente entre la muerte real y su materialización a distancia en la campana. De este modo, Gurman transformó la experiencia eminentemente visual y racional de las bases de datos numéricas en una experiencia corporal de la duración. Un espectador podía contemplar la instalación durante un largo rato sin escuchar sonido alguno, o podía pasar casualmente por el lugar en el justo instante de un repicar. El visitante se enfrentaba, incluso, a una expectativa problemática: para tener una experiencia “completa” de la obra, anhelaba el sonido de la campana, pero entendía inmediatamente lo que la realización de su expectativa implicaba.
La duración del conteo de Gurman contrastaba con la duración del tiempo real al que las cifras nos han acostumbrado en nuestro tiempo. Páginas como Worldometers le ofrecen al espectador la experiencia de un conteo en tiempo real de un diverso número de variables a nivel mundial. El visitante a la página tiene la sensación de que cada cambio en las cifras implica una correspondencia inmediata con un fenómeno real; por ejemplo, con una persona muriendo de hambre en el mundo. Aquí se materializa la dialéctica entre la duración del espectáculo frente a las duraciones de la muerte.
Algunas piezas artísticas nos recuerdan la materialidad de las cifras, de los datos brutos. Las cifras pesan y ocupan un espacio, como en Un millón de pasaportes finlandeses de Alfredo Jaar. Las cifras suenan y reaccionan a la proximidad del espectador, como en Pan-Anthem de Rafael Lozano-Hemmer. Las cifras amenazan con destruir la materia, como en Lazos de sangre, de Antanas Mockus, en la que una bandera de México baja lentamente hacia un recipiente con ácido cada vez que ocurre un nuevo asesinato violento en el país. La potencia del arte parece radicar en la distorsión del mecanismo de conteo (sin que esto implique dejar de contar). Y, como lo plantea Camilo Restrepo en su ensayo audiovisual La impresión de una guerra (2015), una imagen distorsionada también nos permite captar algo de lo real.
Pero no podemos (ni debemos) afirmar que estos procedimientos son exclusivos del arte. Diversas prácticas sociales han producido formas de conteo autónomas, no institucionales, que registran aquello que las retóricas oficiales parecen despreciar por considerarlo inútil. Las víctimas han aprendido a contar las formas de la violencia; han construido sus propios museos y memoriales. En ocasiones, incluso los victimarios han llevado cuentas de sus propias acciones[2]. Muchas prácticas espontáneas, como la apropiación de las tumbas de NNs en diferentes pueblos rivereños de Colombia, han producido conteos informales y cotidianos -los cuales se han hecho visibles en piezas audiovisuales como Réquiem NN de Juan Manuel Echavarría (2013), o en el reportaje Los Escogidos de Patricia Nieto (2012)-. Todas estas prácticas superan la mera cuantificación de las cifras, pues transforman el conteo en una práctica permanente con una temporalidad propia, un espacio (geográfico o corporal) que las hace posibles.
4. Conclusión: un (otro) conteo audiovisual
¿Es posible pensar en el cine (o el audiovisual en general) como un lugar de producción de un conteo crítico sobre las cifras mismas? Hoy es necesario pensar cómo contar nuestros muertos en el audiovisual (en la doble acepción de narrar y de enumerar). Más que dar una respuesta definitiva a esta pregunta sugiriendo un modo correcto en el que el cine puede contar, quisiera concluir este texto planteando un punto que considero central para pensar un conteo otro, un conteo alternativo dentro del audiovisual.
Un cineasta sobresale en la historia del cine por su pulsión a contar. Los títulos de sus películas lo revelan: “Dos o tres cosas que sé de ella” (1967), “Uno más uno” (1968), “Número dos” (1975), “Alemania año 90 nueve cero” (1991), “2 x 50 años de cine francés” (1995), “Seis veces dos” (1976) -entre otros que sugieren secuencialidad: “Alphaville” (1965) o “La última palabra” (1988)-. En el cine de Godard, la enumeración parece ser el principio básico del montaje. En la primera secuencia de su ensayo audiovisual Guión para la película Passion (1982), él mismo lo representa: sentado frente a la sala de montaje, cuenta secuencialmente preguntándose en qué lugar debe ir cada plano.
En una secuencia de la película Historia(s) del cine (1989), Godard discute con Serge Daney sobre la importancia del conteo cronológico. Daney afirma que es muy importante producir cronologías históricas. Sin embargo, hoy el exceso de información ha hecho imposible construir secuencias, lo que ha resultado en una desaparición de la conciencia histórica. Godard acepta la necesidad de secuencias cronológicas, pero rechaza la idea de que el pasado se haya vuelto incontable para nosotros. “No se trata de que haya demasiadas películas… cada vez hay menos… Yo diría, diez películas: tenemos diez dedos, entonces hay diez películas” (Godard, 1989). Para Godard, a diferencia de Daney, la enumeración no es imposible. Solo es asunto de usar los dedos para contar. No importa si nos detenemos en diez o en cien mil, lo que ocurre al asociar el conteo con nuestros dedos es que usamos una herramienta concreta para hacer una selección particular. Dicho de otro modo, la cifra es siempre el resultado de las herramientas de las que disponemos para contar. Esta es la cuestión que le interesa a Godard: qué implica contar a través de una herramienta como el montaje cinematográfico.
Puede sonar obvio y hasta tautológico, pero esa es la conclusión a la cual nos lleva Godard: al contar (enumerar), al crear una secuencia, se determina simultáneamente qué cuenta (qué importa). Contar implica siempre una investigación abierta de los criterios desde los cuales se identifican casos particulares y se ordenan en series generales. Este es, para Godard, el único modo de hacer historia. El material bruto de los acontecimientos se transforma en historia en y a través del acto de contar, de distribuir secuencialmente. Dentro de esta lógica, el montaje es (o debe ser) performativo: produce el dato histórico en la medida en que lo ordena de un modo particular. El conteo muestra su modo de ordenamiento y relación, en lugar de concentrarse solamente en la cifra como resultado abstracto.
En 2007, el director francés Jean-Gabriel Periot realizó el cortometraje Nijuman no borei (200.000 fantasmas) (2007), en el cual trabaja con una vasta serie de fotografías del edificio del Memorial de Paz de Hiroshima, la estructura arquitectónica más cercana al hipocentro de la explosión atómica en 1945 que logró quedar en pie después del impacto. El edificio, hoy conocido como la Cúpula Genbaku o la Cúpula de la Bomba Atómica, había sido construido en 1914 con el fin de albergar la Exposición Comercial de la Prefectura de Hiroshima. El 6 de agosto de 1945, el avión del ejército estadounidense B-29 Enola Gay soltó la bomba atómica apodada Little Boy sobre la ciudad de Hiroshima. Esta impactó a 150 metros del edificio, destruyendo el 69% de las edificaciones de la ciudad, y asesinando instantáneamente a más de 140.000 personas (además de las personas que murieron en los días y semanas siguientes por los efectos de la radiación). A través de un riguroso trabajo de archivo, Periot recupera entre 900 y 1000 fotografías de la Cúpula Genbaku desde su construcción hasta el año 2006.
El corto dispone estas imágenes fijas una encima de la otra, organizadas cronológicamente, manteniendo como eje la cúpula en el centro de la composición. Cada fotografía mantiene su formato original, de modo que zonas de la pantalla quedan vacías y vuelven a llenarse de repente cuando se pasa de una imagen a la otra. Ninguna de ellas cubre completamente a la anterior, sino que el rastro de la sobreposición es permanentemente visible. Una composición musical basada en un loop de piano y una voz en off recitada a modo de canción acompañan las imágenes. Cada fotografía parece haber sido tomada desde distintos lugares de la ciudad, con distintas finalidades: en algunas el edificio ocupa el lugar central, en un espacio vacío en el que la mirada sobre la arquitectura parece ser central. En otras, el edificio sobresale en el fondo, casi imperceptible, mientras en el frente aparecen personas que posan para la cámara o que fueron capturadas inesperadamente en su vida cotidiana.
El nombre del cortometraje, 200.000 fantasmas, viene del número aproximado de víctimas mortales de la explosión atómica (víctimas instantáneas o que fallecieron días después). Periot aclara que su objetivo era mantener viva la memoria de esas víctimas, la cual parecía diluirse de la historia en Occidente:
¿Por qué en occidente no conocemos realmente acerca de esas ciudades y lo que pasó allí? Probablemente porque los japoneses fueron ‘los malos’. Pero, cómo pudieron los ejércitos que descubrieron los campos de concentración arrojar una bomba atómica sobre la población civil unos meses después, es una pregunta imposible de responder. Para mí, esta película es más acerca de la memoria de Hiroshima, y la pérdida de esa memoria, que una película sobre la ciudad. (Periot, 2007)
Sin embargo, la película no muestra nunca a las víctimas. Ni siquiera parece concentrarse en las personas que eventualmente aparecen en las fotografías. Su eje es, más bien, la reconstrucción de un tiempo y un espacio. Todas las fotografías (entre 900 y 1.000 imágenes) son organizadas cronológicamente. De este modo, Periot reconstruye el tiempo de la tragedia. No simplemente del bombardeo, sino de lo que estuvo antes y vino después de él. Contrario a Marey, que diseccionaba el tiempo a través de su análisis del movimiento, Periot recompone una duración. Y al igual que ocurría con Marey, este ejercicio de montaje permite ver algo que el ojo humano no podría captar de otro modo: los fantasmas. Sólo al ordenar las imágenes, al reproducirlas en orden temporal, al disponerlas en el espacio del encuadre tomando como eje la Cúpula Genbaku, se hacen visibles esos fantasmas que allí perecieron. La sucesión de una imagen fija tras otra, percibiendo con claridad la huella de cada fotografía que se ubica en el cuadro, produce una inevitable sensación de sucesión, de conteo. Como si alguien tomara las fotografías impresas y las arrojara una por una sobre una mesa para verlas, pero también para contarlas.
En esa sensación de conteo resuena el nombre de la película, el número de las víctimas que ya no pueden estar presentes en la imagen. Los fantasmas no aparecen en las imágenes, dentro de ellas. Aparecen entre las fotografías que se suceden una tras otra, como enumerándose una a una. Y en ese orden sucesivo es donde aparece la singularidad del acontecimiento. El montaje cuenta, sin enumerar, sin producir cifras. Ordena y distribuye sin que lo que importa sea primordialmente la cantidad. Y, aun así, la cifra está ahí: 200.000 víctimas, 1.000 imágenes. La película construye su cifra desde una lógica singular del conteo, del montaje.
En Alphaville, uno de los personajes afirma: “Una vez conocemos el número 1, creemos que conocemos el número 2, porque 1 más 1 es igual a 2. Pero hemos olvidado que primero debemos saber el significado de ‘más’” (Godard, 1965). La corta reflexión planteada en este texto nos muestra que el montaje cinematográfico debe ser entendido, precisamente, como una investigación que construye, siempre de un modo distinto, lo que entendemos por ese “más”, por el intersticio entre las imágenes, por el espacio entre un número y otro (o por el tiempo entre un número y otro, como sugerían las piezas de Doris Salcedo y David Gurman). En la creación de imágenes no se presupone la relación entre las cifras, la lógica del conteo. Sino que el conteo piensa su misma lógica de articulación.
Vale la pena retomar el problema inicial para cerrar la presente reflexión. El problema no es el conteo o las cifras en sí mismas. No he intentado aquí hacer una crítica de las cifras en general o del conocimiento estadístico. La pregunta inicial se dirigía a la práctica de contar los muertos, y al uso de la imagen como una herramienta de dicho conteo. ¿Pueden las imágenes servirnos para contar nuestros muertos de un modo distinto a como se cuentan a través de las cifras? ¿O debemos seguir atrapados en la creencia dual de que las imágenes solo cuentan (narran) mientras las cifras cuentan (cuantifican)? No hay una fórmula que resuelva el problema, sino la necesidad de una práctica de creación permanentemente crítica que piense distintos modos de contar desde la imagen.
Referencias
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[1] El 6 de noviembre de 1985, un grupo de guerrilleros del Movimiento 19 de abril (M-19) se tomó las instalaciones del Palacio de Justicia, sede del poder judicial en Colombia. El edificio se encuentra ubicado hasta hoy en la llamada Plaza de Bolívar, donde se ubican otras importantes sedes estatales, como el Congreso de la República, la Alcaldía Mayor de Bogotá, y la Casa de Nariño, residencia presidencial. La toma se extendió por 27 horas, marcada por fuertes enfrentamientos con la Policía y el Ejército Nacional quienes ingresaron violentamente al edificio para retomar su control. Algunas fuentes hablan de 101 personas muertas, aunque siguen abiertas múltiples investigaciones al respecto.
[2] Diversos testimonios de la guerra en Colombia dan cuenta de personas que marcaban su propio cuerpo con cicatrices o tatuajes para llevar la cuenta de cada una de sus víctimas. Así ocurría con alias “Guasón”, quien tenía un tatuaje de un árbol en su abdomen, y por cada víctima que asesinaba se tatuaba una cruz colgando de ese árbol. Ver: https://www.bluradio.com/blu360/antioquia/supuesto-homicida-se-tatuaba-cruces-y-cuervos-por-cada-crimen-que-cometia-en-medellin Consultado el 24 de octubre de 2022.