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''Liberación y después en testimonios de mujeres sobrevivientes de un Centro Clandestino de Detención (Buenos Aires, Argentina)''
Textos y Contextos, núm. 27, pp. 1-16, 2023
Universidad Central del Ecuador

Dossier

Textos y Contextos
Universidad Central del Ecuador, Ecuador
ISSN: 1390-695X
ISSN-e: 2600-5735
Periodicidad: Semestral
núm. 27, 2023

Recepción: 30 Enero 2023

Corregido: 03 Marzo 2023

Aprobación: 22 Marzo 2023

Resumen: La experiencia de la (propia) desaparición y posterior sobrevida a los Centros Clandestinos de Detención (CCD) trastocó las biografías del conjunto de personas que atravesaron el cautiverio. Sin embargo, las violencias generizadas aplicadas principalmente contra las mujeres y las situaciones y dificultades específicas que pesaron sobre ellas con posterioridad a la liberación, produjeron su propia mella. A partir del análisis de las historias de vida de mujeres sobrevivientes recopiladas en el marco de mi investigación doctoral y de testimonios orales disponibles en el Archivo Oral de la Asociación Civil Memoria Abierta, en este artículo exploraré sus recorridos posteriores a la experiencia del cautiverio con el objeto de identificar las singularidades que esas marcas de género fueron imprimiendo en los cursos vitales. Como intentaré argumentar, estas marcas no supusieron la pura agudización de las vulnerabilidades, sino que habilitaron también modos propios de hacer, de transitar y de (sobre)vivir.

Palabras clave: desaparición, sobrevida, género, mujeres, testimonio.

Abstract: The experience of (own) disappearance and subsequent survival to Clandestine Detention Centers (CDC) disrupted the biographies of all those who went through captivity. However, the gendered violence applied mainly against women and the specific situations and difficulties that weighed on them after their liberation, produced their own dent. Based on the analysis of life stories of surviving women collected in my doctoral research and of oral testimonies available in the Oral Archive of the Civil Association Memoria Abierta, in this article I will explore their experience after captivity in order to identify the singularities that these gender marks printed in their vital courses. As I will try to argue, these marks did not imply the pure exacerbation of vulnerabilities, but also enabled their own ways of doing with survival and living.

Keywords: disappearance, survival, gender, women, testimony.

Introducción

La experiencia de la (propia) desaparición y posterior sobrevida a los Centros Clandestinos de Detención (CCD) -emplazados en Argentina durante la última dictadura militar (1976-1983)- [1] trastocó las biografías del conjunto de personas que superaron el cautiverio. En este marco, si bien los procesos de arrasamiento subjetivo atravesaron tanto a detenidas como a detenidos, las violencias generizadas aplicadas principalmente contra las mujeres[2], produjeron su propia mella. Una vez en libertad, y en función de los diversos tiempos personales y de las coyunturas socio-políticas y memoriales, unas y otros fueron recomponiendo -como pudieron- sus vidas. En el caso específico de las mujeres, las dificultades y pesares de los tiempos posteriores a la experiencia límite se solaparon, también, con otras situaciones vinculadas al género que permearon de manera singular esas (sobre)vidas y sus testimonios[3].

A partir del análisis de las historias de vida de mujeres sobrevivientes de un CCD de la Provincia de Buenos Aires, recopiladas en el marco de un trabajo de campo original y de testimonios orales disponibles en el Archivo Oral de la Asociación Civil Memoria Abierta [4], en este artículo exploraré sus recorridos posteriores a la experiencia del cautiverio con el objeto de identificar las singularidades que ciertas marcas de género fueron imprimiendo en los cursos vitales y en la construcción del recuerdo[5]. Como intentaré argumentar, estas marcas no supusieron la pura agudización de las vulnerabilidades, sino que habilitaron también modos propios de hacer, de lidiar con los efectos de la experiencia límite y de (sobre)vivir.

Para avanzar en estas reflexiones, analizaré primero los principales nudos de sentido y las tramas de afectividad que sostuvieron y acompañaron –no sin tensiones– los tiempos inmediatamente posteriores a la liberación (en algunos casos atravesados y tensionados por la maternidad, las tareas de cuidado y la necesidad de garantizar las condiciones materiales de existencia) y, luego, sobre las tramas de interrelación e interpelación que impulsaron a y acompañaron el recorrido hacia nuevos espacios, de mayor visibilidad pública. Desde una perspectiva de género, este artículo recupera, revisa y amplía las principales líneas interpretativas de mi investigación doctoral, que estuvo abocada al estudio de las inscripciones biográficas de la (propia) desaparición en las trayectorias de vida de hombres y mujeres sobrevivientes de distintos CCD en Argentina.

Los primeros tiempos: entre el resguardo/repliegue sobre el ámbito familiar y la reproducción de las condiciones materiales de existencia

Luego de ser liberadas/os, los momentos posteriores a ese “retorno” (o re-aparición) supusieron múltiples dificultades. Como señalan Canelo y Guglielmucci para el caso de exiliadas/os retornadas/os al país y de ex presas políticas –y tal como he podido analizar en la pesquisa doctoral–, “conseguir un empleo, insertarse en la esfera política y recomponer los lazos familiares y afectivos no resultó sencillo para los sobrevivientes de la represión, sobre todo ante la ausencia de políticas estatales que atendieran a sus necesidades cotidianas” (2005, p.177). En este marco, los relatos de hombres y mujeres dan cuenta -entre otros aspectos- de un movimiento de “repliegue” sobre espacios de la vida cotidiana que, ajenos al mundo de la militancia[6], habían albergado al sujeto con anterioridad a su inserción en la escena política (Lampasona, 2017). En primer lugar, la familia aparece para muchas/os como ese espacio del amparo originario que, luego de la experiencia límite, volvería a cobijarlas/os en los momentos más solitarios; al mismo tiempo, el estudio aparece también como un espacio de apelación y apoyo en esos tiempos de extrema vulnerabilidad personal. Mayoritariamente aisladas y conmocionadas por la violencia vivida, muchas de las personas, tras su liberación, fueron encontrando en esas tramas un resguardo posible, un ámbito de sostén que operó en muchos casos como un puntal sustantivo para modalidades incipientes de recomposición y reafirmación subjetiva. Estos procesos, empero, no se produjeron sin conflictos sino que estuvieron atravesados, en muchos casos, por tensiones, diferencias e incomodidades. La desarticulación del mundo hasta entonces elegido y la sensación de soledad en estos nuevos escenarios no resultaban sencillas. Aun cuando esas tensiones -al menos en los casos relevados en este estudio– no alcanzaron gran envergadura, son frecuentes las referencias al silencio o a las dificultades para hablar de lo ocurrido en el seno del hogar y/o en los entornos más próximos.

Ahora bien, estos movimientos, rupturas y reconfiguraciones de los espacios relacionales, que de manera general han atravesado al conjunto de los y las entrevistados y entrevistadas, asumen sus propias especificidades en los testimonios de mujeres si atendemos, en particular, a los modos de evocación y significación de las relaciones intrafamiliares –donde cobran centralidad las referencias a los vínculos parentales–, las relaciones de amistad, la propia maternidad y el ámbito laboral o educativo. En efecto, estos relatos traen consigo las rupturas y pesares de la experiencia de la (propia) desaparición y posterior sobrevida junto con una particular impronta de género, atravesada por los tiempos personales de la reproducción y la crianza, las formas sociales del cuidado, las tramas de afectividad construidas y el sostenimiento de las condiciones materiales de existencia. A continuación, entonces, exploraré algunas de esas historias para pensar la singularidad de estas marcas en su cruce con la pesadez, el dolor y las rupturas de esas (nuevas) vidas en “libertad”.

En junio de 1977, Susana y su compañero fueron secuestrados y trasladados a lo que posteriormente pudo identificar como el CCD “El Vesubio”. Se habían conocido algunos años antes, cuando Susana se incorporó a la Juventud Peronista y desarrollaba tareas de alfabetización en inquilinatos –de profesión docente, señalaría en nuestros encuentros que, tuvieron lugar entre noviembre de 2011 y febrero de 2012, que eso fue “lo que seguí haciendo toda mi vida, alfabetizar”–. Al momento del secuestro habían dejado de tener una militancia activa, pero continuaban funcionando como apoyo de compañeros y compañeras que así lo necesitaran. Ella estaba embarazada de pocos de meses. En septiembre de ese año fue liberada; su compañero, sin embargo, permaneció en condición de detenido-desaparecido hasta que en 2009 fueron identificados sus restos. Con un embarazo avanzado y su compañero desaparecido, una vez liberada volvió a vivir en su casa materna, de donde se había ido tiempo antes –y conflictivamente, al menos en un principio–para iniciar la convivencia con su compañero. En los nuevos tiempos que instalaba la (sobre)vida, de extrema vulnerabilidad afectiva, emocional y económica, esa sería su principal estructura de sostén. Ya en los primeros tiempos posteriores a su liberación, comenzaba a sentir la soledad por los compañeros ausentes –algunos desaparecidos, otros exiliados– y, fundamentalmente, la de su compañero. Pero también, y de manera acuciante, por las compañeras de cautiverio –algunas de ellas embarazadas– que luego de su liberación habían quedado en el CCD, y que continúan desaparecidas.[7] En este sentido, los primeros tiempos eran de un profundo pesar. Al recordar su propia liberación, señalaba:

R: (...) me preguntaban adónde iba a vivir. Le dije la casa de mi mamá, no me iba a ir sola… (...) Le di la dirección de mi mamá y ahí, bueno, toqué el portero eléctrico. Como si hubiese ido a comprar el pan, porque… tipo robocop llegué, viste. (...) ¡Ah, era mi cumpleaños! ¡Yo ni sabía el día que era! ¡Era mi cumpleaños! [Sonriendo, como evocando el absurdo] Eran las 12 de la noche del 16, o sea, empezaba el 16 de septiembre, que era mi cumpleaños. Mi mamá se había tomado valium y mi abuela dice ‘¿quién es?’, y yo le digo ‘Susi’. ¡Y nadie podía creer! Yo escuchaba gritos por la escalera…

E: ¿Y vos en ese momento qué…?

R: [Se emociona y responde, entre lágrimas] No, no, no… Yo estaba como no… No, no… Era como… O sea que nunca pude ser la misma, ¿entendés? No, ¡no era alegría por nada! No. No podía decir… Para mí eso no era libertad, sabiendo que estaban secuestradas las chicas ahí. Eh… No, era como que no… Es un lugar que no tiene retorno, no sé. Hay algo que quedó ahí. Eh… Y, sí, yo estaba contenta de ver a mi mamá, a mi abuela, pero… ¡nada tenía sentido!

En ese marco, Susana se fue recluyendo sobre sus vínculos más cercanos. Si bien ese espacio constituía para ella un pilar sustantivo, su regreso no significaba empero un retorno sin tensiones ni cuestionamientos. Como dijimos, Susana había elegido dejar su hogar materno en el marco de su relación y regresaba, ahora, sin su compañero y en una situación de extrema fragilidad. En su testimonio de junio de 2003 para el Archivo Oral de Memoria Abierta, sostenía –profundamente emocionada–:

Era como muy difícil vivir (...), o sea, me era muy difícil ser feliz en ese momento, ¿entendés? O sea, poder disfrutar (...). Porque no era sólo esto que pasaba con la gente que quedó en el Vesubio y que yo sabía que estaban ahí y que no los podía ir a buscar ni hacer nada, eran mis otros compañeros… O sea, que no había nadie más que mi familia, de la cual yo me había ido. O sea, ¡que volví con mi mamá cuando yo me había ido de la casa de mi mamá! O sea, era un quiebre por todos lados. (...) Y mientras, yo seguía (...) y lo esperaba a O.[8]

La llegada de su pequeño la encontró abocada de lleno a su cuidado, abriéndose a nuevas y profundas afectividades pero reforzando, también, la crudeza y los miedos propios de esos tiempos:

E: ¿Y estos primeros tiempos con J. cómo fueron?

S: Y, bueno, para mí era como… era estar, digamos, ¡era lo que me salvaba a mí! Era lo único que me gustaba de vivir, era eso, estar con J. Qué sé yo [sonríe], era…, sí, como una relación así, muy… Bueno, de estar todo el tiempo con él, y también tenía cosas de mucho miedo de que se me muera. O sea… Pobre, ¿no? La verdad que lo jorobaba bastante porque si dormía mucho, lo despertaba, lo cuidaba mucho, tenía mucho miedo que le pasara algo. (...) Fue terrible. ¡Todos esos años! Digamos, por un lado, signados por el nacimiento de mi hijo, que fue algo hermoso. Lo único que realmente valía la pena vivir, ¿no? Pero, después yo, qué sé yo, ¿qué te puedo decir? [Vuelve a emocionarse, sigue hablando sollozando] Yo todas las navidades no me movía de ahí, esperando a O... O sea, no me convencía, no podía creer que lo hubiesen matado, ¿entendés? Porque yo decía ‘si a mí me dejaron libre, no lo pueden matar a él. O sea, si yo sé que…, yo soy testigo de que él…’, ¿entendés? Yo pensaba eso…

Ante los diferentes pesares, en esos años, retomó sus estudios de magisterio, donde pudo recomponer poco a poco nuevos espacios de pertenencia:

Yo empecé como a separarme un poco de lo que era J., un poco más a vivir más mi vida, cuando empecé el profesorado de vuelta en el Mariano Acosta, ¡que tuve amigos, ahí! Empecé a tener amigas y amigos, a estudiar, digamos. Pero igual, no… [Con un tono bajo, triste] Era muy, muy difícil… (...) Los únicos que habían quedado, así, compañeros de militancia queridos, también se fueron. Así que, bueno, por eso fue importante cuando empecé a armar todos esos lazos en el Mariano Acosta. [Con un tono más animado] Y, bueno, así que empecé a estudiar y a estar con ellos. Lo llevaba a J., también, a la cantina porque no tenía dónde dejarlo. Así que lo dejaba ahí en el bar del Mariano Acosta que me lo cuidaban, y me iba a estudiar. Él tenía 2 años. Así durante toda la carrera.

Para Susana no fue sencillo llevar adelante sus estudios. No sólo por la crianza de su pequeño sino también porque debió enfrentar otras dificultades, entre las rutinas cotidianas y “los prejuicios”. Sin poder hablar abiertamente sobre la suerte de su compañero, se presentaba al mundo como madre soltera y debía enfrentar, con ello, un cúmulo de dificultades cotidianas que remitían no solo a lo burocrático sino, fundamentalmente, a lo emocional:

Él tenía 2 años. Así durante toda la carrera, ¿no? Y él empezó a ir a jardín maternal, y bueno. Y era difícil. Por otras cosas, también. Porque él llevaba mi apellido y había como mucho, todavía en esa época, mucho prejuicio, viste. (...) me decían ‘no, pero usted, ¿por qué necesita?’, ‘porque tengo que trabajar y no tengo dónde dejarlo’. Y me decían ‘no, no…’. Porque ahí iban todos los hijos, suponete, de las chicas que trabajaban o…, viste. Entonces, había prejuicio con J. P., conmigo, digamos, como que no necesitábamos esos lugares. Así que, bueno, siempre…, viste, problemas. Por ejemplo, la ley esta de los milicos que las madres solteras no podían ser maestras. Entonces, yo hice toda la carrera y en uno de los exámenes, una mina que era una guacha, me dijo ‘Usted nunca va a ser maestra’. ¿Entendés? Porque yo era madre soltera.

La soledad anudada a su condición de “madre soltera” densificaba los pesares por la ausencia de su compañero -silenciada en esos tiempos-, por las pérdidas y por sus propias vivencias. Aun así, Susana terminó sus estudios, fue recomponiendo nuevos entramados de relación y en los primeros tiempos de la democracia inició su recorrido de denuncia y búsqueda. En esos tiempos, incluso, volvió a formar pareja. Y fue ese sostén afectivo –el de los nuevos lazos y de su propia familia, que incluía a sus vínculos de origen y a los padres de su compañero– el que le permitió comenzar a reponerse, al menos parcialmente, y sostener también su participación en la trama pública. Ese recorrido testimonial, que se iniciaría tempranamente, estuvo orientado fundamentalmente a la búsqueda de su compañero y a aportar información sobre los detenidos-desaparecidos. Pese a ello, y como ella misma señala, debieron pasar muchos años hasta lograr una escucha y un entendimiento de su propia condición de sobreviviente que solo los pares (o algunos de ellos) podrían brindarle. En ese recorrido, el pesar y los dolores vinculados con la pérdida de su compañero y de muchas de sus amistades se solaparían así con las vicisitudes, amores y temores que planteaba su maternidad, con su condición de estudiante y madre “soltera”, y con su propio recorrido, reposicionamiento y búsqueda personal como sobreviviente[9].

Al igual que Susana, Nieves cursó su primer embarazo en cautiverio. Militante de Vanguardia Comunista al momento de su desaparición, Nieves había sido secuestrada en julio de 1978, en el establecimiento escolar donde daba sus primeros pasos como maestra. Inmediatamente fue llevada al CCD “El Vesubio”, donde permaneció detenida hasta mediados de septiembre cuando fue legalizada y alojada finalmente en el penal de Devoto[10]. En mayo de 1979 obtuvo la libertad[11]. A diferencia del caso anterior, Nieves no confirmaría su estado sino hasta su salida del Vesubio. Su compañero era un exiliado uruguayo que vivía junto con ella en la clandestinidad y ella había decidido no dar información sobre esa relación:

(...) yo ni sabía y dudaba que estaba embarazada. (...) pero no decía porque tampoco yo iba a invocar a nadie, digamos, yo decía que era soltera, que estaba sola. Y en Mercedes me hacen un análisis de sangre y ahí descubren que estoy embarazada. Me dicen: ‘felicitaciones, está embarazada’, yo me quería morir porque dije ‘Dios mío, ¿qué será de mi vida?’, yo todavía no estaba legal y… no eran las mejores circunstancias para tener un hijo.

Luego de la experiencia del CCD, los tiempos en la cárcel habían sido también de una profunda reconfiguración personal. Allí cursó gran parte de su embarazo y allí nació su hija, lo que despertaría en ella dudas y temores. Las dificultades de la maternidad en el contexto del encierro –esto es, en el marco de un cúmulo de medidas disciplinarias y formas de aislamiento que apuntaron, entre otras lógicas de desarticulación subjetiva y política, a “desmaternalizar a las madres” (D’Antonio, 2011, p.168)”–[12] se complementaban con dinámicas de contención y de cierta socialización del cuidado y los afectos (Guglielmucci, 2005)[13]. Así lo recordaba en nuestros encuentros:

Tuve un parto bien, normal, sin grandes problemas diría yo, pero todo era en la incertidumbre porque yo no sabía nada, no entendía nada, estaba sola ahí adentro [...]. Cuando nació la nena me ayudaron mucho mis compañeras, ellas algunas eran madres, tenían más experiencia y yo estaba sola y no sabía ni cómo cambiar un pañal, ellas me enseñaron. [...] Nació en marzo. Y yo salgo en mayo. Y, bueno, ya a esa altura parecía que ya los chicos se podían quedar con las mamás, o sea que ya los últimos meses yo ya sabía que la nena se iba a poder quedar y tenía esperanzas de salir con ella. Era todo una situación muy rara, de mucha desestructuración porque vos pensá que yo era joven y no entendía mucho.

Allí también se produjeron los primeros reencuentros familiares, y se propiciaron –con la complejidad y precariedad que esa nueva situación de reclusión suponía– las primeras formas de recomposición personal y vincular: “Pero bueno, a pesar de eso la cárcel era otra cosa, era estar con compañeras, era estar segura, era saber que no nos iban a matar, era poder compartir con otras experiencias. Era otra historia, digamos, nada que ver”.

Luego de este período, la vida en “libertad” imponía profundas transformaciones. El mundo de interacción se había reducido drásticamente, al tiempo que la propia vida ya no era la misma: Nieves no solo había estado desaparecida, sino que ahora era mamá. Sin poder volver a dar clases en la escuela pública ni regresar a la facultad –actividades que la ocupaban con anterioridad a su secuestro–, las dificultades emocionales y materiales que imponía esta nueva realidad la obligaban a volver a vivir en su casa materna. De allí se había ido tiempo antes de su secuestro, ante la necesidad de preservación que imponía el avance sostenido del proceso represivo. En nuestras conversaciones, Nieves recordaba esos tiempos con pesar, como parte de “un antes y un después”:

Todo lindo cuando nos liberaron, todo hermoso, bárbaro, llegaste a casa, estábamos todos pero…, o sea, tu vida se había partido: yo ya tenía un sumario en la escuela, no podía volver a la escuela, no podía volver a la Facultad porque había perdido la regularidad y tenía que hacer todo un trámite para poder volver. Pero además no estaba bien anímicamente, estaba angustiada, tenía una hija, no tenía trabajo… O sea, todo hermoso al principio pero después la realidad de la cotidianeidad es que tu vida fue un antes y un después.

La relación con su compañero se había sostenido durante el tiempo que duró su detención. Sin embargo, en ese contexto de vulnerabilidad, las diferencias se fueron acrecentando hasta que finalmente se separaron. En conversaciones posteriores, en el marco de una entrevista realizada en 2016 para el Archivo Oral de Memoria Abierta, Nieves reforzaba:

Lo recuerdo como momentos sumamente difíciles porque, claro, ¡salís y perdiste todo! Tu trabajo, tu estudio, tus compañeros o con los que quedaron mucho no te podés ver… [...] ¡Yo estaba muy angustiada porque había cambiado 180 grados mi vida! El nacimiento de la nena, que ya no era lo mismo moverte cuando querías y sentir que no le podías dar todo lo que ella necesitaba, ¿no? [...] Los primeros meses me tenían que ayudar económicamente. Mi mamá me ayudó recontra mucho con la nena [...], me fui a vivir con mi compañero en mi casa, arriba que había una piecita [...], [pero] al año y medio nos separamos.

Con los meses, Nieves pudo ir reacomodando esa cotidianidad, repartida entre el cuidado de su hija, la reinserción laboral como docente en el jardín de infantes que dirigía su mamá y la reanudación de los estudios universitarios. Fue allí, en efecto, que comenzó a armarse de un nuevo grupo de socialización:

Al año siguiente, sí, empecé a trabajar en el jardín de mi mamá a la tarde y a cursar en la facultad. Y eso ya como que me fue dando un respiro, un volver a la rutina. Mi mamá me cuidaba a la nena cuando yo iba a trabajar o cuando iba a la facultad y, bueno, me fui haciendo de algún grupo de pares en la facultad, nuevos grupos porque los que habían arrancado conmigo ya estaban más adelante… Y bueno, me aboqué, o sea, mi meta era terminar.

La construcción de esos nuevos vínculos no había resultado sencilla; como ella misma señalaba, sus compañeros incluso la miraban con sospecha.[14] En su testimonio del Archivo Oral de Memoria Abierta, señalaba al respecto:

Eso tampoco fue así tan fácil porque los compañeros de la facultad que te veían no sabían si habías salido porque habías cantado y habías tenido una actitud de miércoles, o porque saliste a marcar gente. Entonces medio como que nadie quiere estudiar con vos. Por suerte encontré una compañera que yo conocía de la primera y [...] ella era militante del PC, o ex militante, y entendía un poco la situación porque tenía compañeros que les había pasado lo mismo. Y bueno, con ella empecé a estudiar algunas materias, a anotarnos juntas y ahí fue como un poco más llevadero.

Hasta entonces, “había perdido prácticamente todo”. La mayoría de sus vínculos se habían desarticulado y sólo había logrado mantener el vínculo con ex compañeras que habían permanecido detenidas con ella en Devoto, y con su amiga de toda la vida:

Había perdido prácticamente todo: se desarmó el grupo, se desarmó el trabajo, se desarmó la Facultad, quedás desestructurado, quedás en..., fuera de todo contexto. Porque, además, al salir en época de dictadura no te podías juntar con la gente, menos la gente que era..., que tendría miedo, qué sé yo. Eh, la gente de antes porque no era conveniente y con la gente que sabía de tu vida, medio como que te miraba y no sabía si la contagiabas o no la contagiabas, era una sensación así que yo tenía. [...] No tenía muchos grupos de amigos, porque mis amigos, la mayoría no estaban o estaban desaparecidos o no los podía ver o no era conveniente que los vea o qué sé yo qué… Salvo con estas dos compañeras de Devoto que me veía así, a veces los fines de semana… Y con V., [...] amiga mía de la vida.

Ya en democracia las alternativas se fueron ampliando, y Nieves logró poco a poco retomar su tarea docente en la escuela pública y terminar la facultad. Por largos años, sin embargo, permaneció en silencio, pues no se sintió en condiciones de asentar su denuncia. En relación con la instancia de la CONADEP, en su testimonio para Memoria Abierta señala: “No tuve la fuerza ni estuve cerca de la Asociación de ex Detenidos. No, ya te digo, esos dos mandatos (tanto de Coordinación Federal como de mi mamá), y creo que la nena incluso me retuvieron varios años”. Como ella misma refiere en su testimonio, los años posteriores a su liberación habían estado atravesados por cierto imperativo de silencio que anudó tanto la requisitoria de las fuerzas represivas al momento de su liberación como un pedido expreso de su madre, por ese entonces enferma: “[...] mi mamá se puso mal, estaba enferma y me pidió que no vaya [a la CONADEP], que ya… que otra vez ella no iba poder resistir si a mí me pasaba algo”. Aun así:

Eso no quitaba que cualquier manifestación, algún acto o presentación de libros, todo eso que sí se empezaba a realizar [...] yo asistía. Pero no militaba. [...] Pero claro, también mi mamá se enfermó con una leucemia que no tenía buen pronóstico, yo estaba sola con la nena, tenía que ir a visitarla al hospital, transfusiones, llevarla, acompañarla mucho, y eso también me limitaba. Porque además yo tenía que trabajar… Bueno, eran bastantes cosas.

Los mandatos de silencio y los propios miedos parecían solaparse entonces con un cúmulo de dificultades cotidianas que habían complejizado esa vida en libertad. Allí, los pesares por lo vivido y las ausencias se articulaban con las necesidades de sostén, con las tareas de cuidado y reproducción de la vida material y con su propio rol como madre. Al igual que en otros casos, sólo el tiempo y los espacios de contención y escucha adecuados irían propiciando nuevos reencuentros y modos de revisitar sus propias vivencias, animándola a romper el silencio y a emprender su propia participación en la escena pública. Pero eso no llegaría sino muchos años después, hacia mediados de los años ‘90.

Como se desprende de estos recorridos, y como puede observarse también para el caso de otras historias sobrevivientes (Lampasona, 2017), al proceso de ruptura anudado a la (propia) desaparición se contrapuso un repliegue y un apoyo sobre espacios de interacción –principalmente, la familia de origen y/o los estudios– que hasta los momentos previos al secuestro se habían visto eclipsados por la actividad política. Para el caso específico de estas mujeres, sin embargo, las tareas de cuidado –fuertemente atravesadas, en estas y otras trayectorias, por la maternidad–, de reproducción y de sostenimiento de las condiciones materiales de existencia tensaron, al tiempo que densificaron, esa cotidianeidad marcada por la dureza de la sobrevida, las ausencias, las distancias y los silencios. Como advierte Jelin (2010, p.82), las responsabilidades de organización doméstica y de cuidado han recaído históricamente sobre las mujeres, condicionando y demarcando sus propias trayectorias. Esta condición socio-histórica emerge también, aunque con sus propios matices, corrimientos y singularidades, en la vida de las militantes; en efecto, y como se desprende del abordaje de Oberti, las desigualdades de género atravesaron también a las propias organizaciones políticas de los ‘70. Sin embargo, como destaca también la autora, aun con esos condicionamientos “las militantes transgredieron las normas y los límites sostenidos en siglos de dominación patriarcal y constituyeron para sí una praxis [...], un proceso de subjetivación que las desplaza del lugar tradicional” (2015, p.236) y configura desde allí atravesamientos mutuos y singulares entre vida cotidiana y prácticas políticas. En el caso específico que nos convoca, algunas de esas marcas de género pueden rastrearse también en los recorridos posteriores y en sus formas de evocación, tensando y agudizando las situaciones de vulnerabilidad, las desarticulaciones y reconfiguraciones producidas por los procesos de violencia. Así también, en la construcción de lugares singulares desde los cuales estas mujeres fueron transitando, habitando, diciendo y (re)configurando sus propias sobrevidas. Con todo, si las tramas de relación que acompañaron y sostuvieron los cursos vitales de las personas sobrevivientes estuvieron vinculadas, no tan solo con el ámbito privado de interacción sino también, en muchos casos, con formas más o menos activas de participación en el espacio público, en los testimonios que aquí se analizan esas tramas emergen dotadas de un profundo valor emocional y se sostienen en una amalgama de múltiples afectividades. Sobre algunas de estas emergencias avanzaré en el próximo apartado.

Sobre los acercamientos a la trama pública. Y de las afectividades como soporte

Los momentos y espacios para la toma de la palabra y/o la intervención pública de los y las sobrevivientes han sido y continúan siendo diversos. En el marco de esas inserciones, tanto para los hombres como para las mujeres entrevistados/as, las instancias de interpelación de los otros y el (re)encuentro con pares –principalmente sobrevivientes– asumen una notoria centralidad al momento de considerar los procesos (siempre abiertos) de reafirmación y recomposición subjetiva (Lampasona, 2017).[15] En el caso particular de las historias de mujeres que aquí se analizan, esos entramados asumen un particular clivaje, también, en la figura de los hijos y en los lazos fraternos de sostén y referencia –como las amistades vinculadas con la militancia y/o el cautiverio–. Y esa urdimbre de prácticas, interacciones y afectividades, donde se entretejen y solapan los ámbitos “privados” de interrelación con aquellos más vinculados a la trama pública, permea de manera singular la narrativa del propio curso vital.[16]

La historia de Laura trae, como en otros casos, la problemática del aislamiento y el silencio de los primeros tiempos, en conjunción con un marcado repliegue sobre el espacio privado de interacción. A comienzos de 1970, Laura había iniciado su militancia en la Unión de Estudiantes Secundarios (UES); a finales de mayo de 1976, ella y su madre fueron secuestradas de su domicilio. Según sus propias estimaciones, durante los días que duró su cautiverio permaneció detenida en “El Vesubio” hasta concluir el recorrido en Campo de Mayo, de donde ambas fueron liberadas.[17] Al poco tiempo, lograron partir junto a su hermana a un breve exilio en la ciudad de Nueva York (Estados Unidos). Luego de trasladarse a Israel, donde permaneció por algunos meses junto a su novio, decidió volver definitivamente al país en marzo de 1977

L: Mi novio se suponía que tenía que volver a hacer el servicio militar. [...] Y yo, que… ¡yo si él volvía, yo volvía! Yo no me iba a quedar sola en Israel, ni… ¡ni tenía donde ir! [...] Y yo tenía… ¡17 años todavía! O sea, que no era fácil tomar una decisión. [...] Todos me decían que estaba loca, que no volviera, que no volviera, que no volviera… ¡Que sí, qué sí! Que yo iba a volver… Volví…

E: Esto ya era en el ‘77.

L: ‘77. ¡El peor momento! ¡Era marzo del ‘77! O sea… ¡Momento espantoso! Era muy peligroso volver en ese entonces… Y yo vuelvo, y me pongo a estudiar, me meto en la facultad… y empiezo a hacer como… ¡borrón y cuenta nueva!

Ese “borrón y cuenta nueva” implicaría en efecto, casi a modo literal, una “vida nueva”, una cotidianeidad signada por la desvinculación de sus compañeros –algunos desaparecidos, otros en el exilio–, el silencio sobre lo vivido y un marcado distanciamiento respecto de su historia previa, que se sostendría por años:

Y, bueno, y yo vuelvo y… a vivir con mi vieja. Y, claro, yo tenía esta sensación de que ya… Bueno, primero hago… ¡Ya está! O sea, todos los que habían sido mis amigos estaban yéndose o ya se habían ido o habían caído o… Con lo cual, yo empiezo como una vida… nueva. Me anoto en la facultad, me pongo a estudiar, este… Y ahí (esto es parte de esto), bueno, y… ¡nunca más hablo de lo que pasó! Porque… como que una forma de sostenerlo era… ¡olvidarte que pasó, digamos!

Como señalan Jelin (2002) y Pollak (2006), entre otros, el silencio supuso en muchos casos no un vacío sino un modo de sobrellevar la radicalidad de la experiencia límite y recomponer algo de la propia identidad avasallada. En este sentido, lejos de configurar una mera “imposibilidad” implicó, por el contrario, una forma posible de resguardar “espacios de intimidad” (Jelin, 2002, p.96) y de sobrevivir.

Durante esos años, Laura realizó sus estudios universitarios y se recibió de Arquitecta. Como en los casos anteriores, ese marco fue propiciando nuevas redes y espacios sociales de pertenencia, alejados de sus entornos previos. Una vez iniciada la democracia, la muerte de su madre le impidió afrontar –como ella misma señala– la realización de una denuncia pública sobre lo vivido:

Por ahí ese era el momento de hablar, que era lo de la denuncia de la CONADEP, y hubiera sido el momento de contarlo todo. Y yo estaba…, nada, había muerto mi vieja una semana antes y yo estaba destruida. Y la verdad que no tuve energía en ese momento para hacer ninguna denuncia. Y ahí pasó el tiempo y, viste, y ya después uno se acostumbra a no hablar de algunas cosas [sonríe].

Así prosiguieron los años, se casó y tuvo a sus tres hijos. En este tiempo, aquel repliegue se fue reconfigurando paulatinamente; Laura fue recuperando sus vínculos con compañeras/os de militancia y amigas/os de la escuela secundaria, ámbito que -según refiere- marcó fuertemente su biografía: “el colegio… pasó a ser mi vida a partir de que entré, digamos. Toda mi vida social pasaba por ahí. Mis amigos, mi grupo de pertenencia…”. Hacia finales de los años ‘90, su participación en el armado de la placa conmemorativa de los alumnos desaparecidos de su escuela propició nuevos encuentros y formas de vinculación con ese (su) pasado:

Eso fue una cosa muy..., también, como el primer paso, que fue en el ‘98. Ahí fue..., también, un volver a vivir, que nos hizo bien. Era muy reparador, aparte. [...] Fue importante porque además fue buscar material, contactarse con las familias, fue muy movilizante. Cada uno como que se puso un desaparecido al hombro y se contactó con la familia, o trató de buscar información, fotos, cosas... Bueno, fue... traerlo, de nuevo.

A esos reencuentros se anudarían también otros acontecimientos, intervenciones y prácticas que, atravesados fuertemente por aquellas tramas afectivas vinculadas con su militancia y los años de su juventud, fueron marcando su propio recorrido y los modos de re-vincularse con su pasado; entre ellos, la convocatoria a comienzos de los años 2000 para brindar su testimonio en un libro colectivo sobre la experiencia del exilio –compilado por amigas y compañeras de militancia–, su participación en la Comisión Pro Monumento de lo que luego sería el Parque para la Memoria[18] y las restituciones de los restos de amigas y compañeras desaparecidas emergen como referencias ineludibles de esos nuevos tiempos vitales:

El otro día hablaba con una amiga mía por esto, porque se estaba pensando en organizar el homenaje a otras personas. Entonces me decía: ‘Vamos a terminar como, viste, los ex combatientes de guerra que quedan 2 y todos hechos...’ [ríe]. Porque, claro, no es que somos muchos, viste... Pero bueno, ¡por algo estamos en este mundo! [sonríe] A lo mejor ese es... recordar a los otros. Y nada, con el tiempo estos temas son muy importantes en mi vida.

En este marco, entonces, Laura fue reencontrándose desde nuevos lugares e interrogaciones con su propia historia y fue inscribiendo, también, sus vivencias en la escena pública. En su evocación, dos “hitos” aparecen como los disparadores que demarcaron –a modo de sostén, interpelación y acompañamiento– las temporalidades y condiciones de posibilidad de su testimonio: su participación en el libro ya referido y la demanda de sus propios hijos que, ya adolescentes, exigían conocer algo más de su historia. En su testimonio del Archivo Oral de Memoria Abierta, brindado en mayo de 2011, Laura señalaba:

Creo que el libro de los chicos del exilio fue la primera vez que sentí que podía hablar del tema. Que es liberador siempre. (...) Se me acercó B., que era mi amiga. Además del libro los conozco a todos, digamos. El libro está hecho de un grupo muy cercano, entonces era mi testimonio y el de todos los demás. Era muy cuidado, estaba hecho desde gente que me quiere, entonces me sentí… Era la mejor forma, digamos. Para mí fue muy importante. O sea, yo lo sentí como que me dieron la posibilidad de hablar. Realmente me hizo bien, y se los dije. Para mí era un alivio dar testimonio allí. Mis hijos fueron también otros de los grandes detonantes de que yo hablara. (...) Cuando llegaron a la adolescencia me empezaron a preguntar cosas de esos años. Bueno, ellos ya tenían alguna información, pero me empezaron a preguntar más en detalle. También ellos leyeron el libro, o sea, se fueron encadenando varios hechos.

Como analiza Guglielmucci para el caso de las presas políticas (2005), “el relevo generacional” asociado a las preguntas e interpelaciones de los propios hijos y de los de sus compañeros de militancia desaparecidos –agrupados, principalmente, en la agrupación HIJOS– configuró un puntal significativo para sus propias formas de rememoración, para la toma de la palabra y para el reencuentro, incluso, con otros/as compañeros y compañeras en el intento de reconstruir colectivamente ese pasado, las violencias y las ausencias (2005, p.12, 13). Eran ellas quienes podían, en efecto, narrar la militancia y contar sobre el destino de sus padres. En el caso de las (y los) sobrevivientes de los CCD, como parte de ese colectivo de ex militantes, estas interpelaciones animaron también nuevas preguntas, revisiones y rememoraciones de lo vivido. Para Laura, las referencias a sus propios hijos y a sus amistades más próximas, vinculadas con ese período sustantivo de su pasado –aquel que le brindara una fuerte impronta identitaria, de pertenencia–, van demarcando una trama de afectividades que, desde las prácticas de homenaje, la rememoración e incluso desde su propio hacer profesional, sostienen y dan sentido a su intervención pública y, más aún, acompañan la recuperación reflexiva de sus propias vivencias.

La historia de Silvia[19] también pone de manifiesto la centralidad de esas tramas e interpelaciones. Militante de la Juventud de Vanguardia Comunista, a mediados de julio de 1978 fue secuestrada y detenida –también– en lo que tiempo después supo que era “El Vesubio”. Tras dos meses de cautiverio, fue también legalizada y trasladada al Penal de Devoto hasta mayo de 1979. Al igual que para Nieves –a quien había conocido durante los estudios secundarios y con quien mantuvo su amistad a lo largo del tiempo–, los meses de prisión habían dado lugar a cierta recomposición de lazos y de reencuentro con su familia, aun en las condiciones adversas y de peligro latente que –como ya fue señalado– significaba la cárcel. Como en los casos anteriores, los primeros tiempos en libertad no fueron sencillos:

A mí me costó muchísimo cuando salí. Yo no… no me sentí bien afuera… (...) Y yo sentía como que… Y, ¡la culpa! La culpa del sobreviviente, la culpa de que vos estás libre y los otros están encerrados… Y aparte había otra cosa que… vos ahí adentro no tenías muchas decisiones que tomar, estando afuera vos tenés que decidir: a qué hora te levantás, a qué hora comés… Ahí sonaba el silbato, te tenías que levantar, sonaba el silbato, te tenías que acostar. Y afuera tenías que empezar a hacer tu vida… Y por ahí la vida que teníamos que hacer afuera no era la que queríamos… Yo, por ejemplo, enseguida empecé a trabajar. El papá de una amiga de mi hermana me consiguió en una administración de propiedades. El tipo sí sabía quién era yo, ¡pero el resto no! Entonces yo viví... ¡sin contarle a nadie! Era como que yo me sentía más libre adentro, porque todo el mundo sabía quién era, qué pensaba. En cambio afuera era…, por ejemplo, ¡ocultándome!

En ese marco, Silvia se casó con F. –su pareja al momento de la desaparición– y fue madre de cuatro hijos. Ese “ocultarse” significaría para Silvia un profundo retraimiento sobre ese espacio privado de interacción y, fundamentalmente, el silencio y la distancia de la mayoría de los vínculos construidos en el marco de la militancia:

Yo no vi a nadie más, a nadie más… Fue un insilio terrible… Encima que yo, F. no sé si para protegerme no me preguntaba y yo para protegerlo a él no le contaba y… ¡y yo no lo hablaba con nadie! ¿Cuándo fue el Juicio a las Juntas? ¿En el ‘85?... entonces un día recibo el diario, yo ya tenía a mis dos hijos mayores, y recibo ‘Página’, y entonces veo en la portada a E. [una compañera de cautiverio y detención], sentada en el banquillo, declarando… ¡Y me puse a llorar sola! Y yo no tenía teléfono en ese departamento… Y lloraba y leía, y lloraba y leía, este… todo lo que habíamos vivido y todo lo que ella relataba…, todo lo que yo había tenido guardado y lloraba y lloraba y lloraba… Pero, ¡nada!, viste, cuando vino F. le dije ‘Mirá esto’ y… ¡nada! Será por eso que ahora tengo tanta necesidad y hablo con todo el mundo. (...) Yo a las marchas iba, embarazada y todo he ido a las marchas, a las rondas de las Madres, pero no hablaba con nadie, iba sola, iba y volvía sola… [suspira].

A lo largo de los años los propios pesares por lo vivido –signados significativamente por ese “sentimiento de culpa” al que hacía referencia– se anudaron con dificultades familiares –principalmente vinculadas con la enfermedad y posterior muerte de uno de sus hijos– y económicas; en este sentido, y al igual que en casos anteriores, la complejidad de la (sobre)vida se superpuso con las tareas de cuidado y de reproducción de la vida material demarcadas por la delicada situación intrafamiliar. A mediados de los años ‘90, con anterioridad a la muerte de su hijo A., Silvia asentó la denuncia de su caso para la tramitación de la reparación económica por su condición de sobreviviente y presa política –hasta ese entonces “no había dicho nunca nada”–, pero no fue sino hasta los años 2000 que su testimonio asumiría nuevos sentidos y recorridos:

Estuve mucho tiempo con la enfermedad de A. y la debacle económica de mi familia, estuve como muy metida para adentro para sostener a mi familia, entonces había como… anteojeras. Cuando falleció A. en octubre del ‘98 y en mayo del 2000 me separo, empiezo… a mirar hacia afuera. Y ahí me busca M. [el sobrino de una compañera de cautiverio cuyo bebé había sido apropiado].

El interés por su relato implicaría para ella un acontecimiento de profunda relevancia afectiva. La búsqueda de esos otros, que requerían e interpelaban su palabra, resignificaba sus propios modos de pensarse y de revisar su propio pasado: “¡Y entonces ahí mi palabra… tomó valor! Tomó valor…”. El impacto subjetivo de esa convocatoria, que ponía en el centro de la escena su propia experiencia y reconocía la legitimidad de su palabra, se anudaría a otros acontecimientos personales y sociales que la impulsarían a una revisión profunda de su historia, y a tomar la palabra. En el plano familiar, el diálogo con sus propios hijos se iría también reconfigurando: “Y con mis hijos, por ejemplo… Bueno, como en casa de eso no se hablaba, después empecé a hablar un poquito más, que yo ya estaba separada y empezó a venir mucho M. también a casa”. A nivel social, la bajada de los cuadros de los represores en el Colegio Militar por parte del entonces presidente Néstor Kirchner produjo también un clivaje profundo en ese revisar-se y revisitar la propia historia. En la amalgama de estos procesos, Silvia comenzó incluso a hablar de ese pasado en múltiples espacios que hasta entonces habían resultado profundamente cercanos –como los encuentros con sus compañeras de secundario o sus sesiones de terapia–, pero en los que “nunca hablamos de esto”. A partir de aquí, también, iniciaría una activa participación en el campo de los derechos humanos; en efecto, si bien hacía tiempo que asistía a los actos anuales de homenaje a los desaparecidos del Vesubio, estos acontecimientos la impulsaron a una participación activa en ese espacio que resultaría, en términos subjetivos, de un profundo valor reparador:

Así que hice como vínculos de mucha amistad y de compañerismo, ¿no? Con ellos, con todo el grupo. (...) Y fue muy reparador. Sí, fue reparador porque… como que… ¡ese era un lugar que yo me debía! Era un lugar de pertenencia, ¡que yo me debía! ¿Porque dónde podría hablar yo…? Si bien, ya te digo, lo puedo empezar a hablar, fui a dar alguna charla, o puedo hablar con vos, o puedo… ¿dónde mejor me van a entender?[20]

Como fue analizado en la investigación que enmarca este escrito, el reencuentro con pares significó muchas veces –aunque no siempre– una instancia profundamente reparadora para muchas y muchos sobrevivientes (Lampasona, 2017); la idea de un “lenguaje común”, de un entendimiento y una vivencia compartidos supuso para los y las sobrevivientes una posibilidad de sutura[21]. Y en este marco de recomposición personal e intersubjetiva, “ese tema” que para Silvia aparecía como “un título” inabordable –incluso entre sus vínculos más íntimos– iría poco a poco permeando, redefiniendo y ampliando ese universo de afectos y de sostén.

Consideraciones finales

Las historias de vida sobre las que se basó este estudio traen consigo la marca de las rupturas suscitadas en y por la (propia) desaparición y de los procesos (siempre abiertos) de recomposición de la propia subjetividad avasallada. Para hombres y mujeres, las dificultades, los dolores y reconfiguraciones de la vida posterior a la experiencia límite han producido profundos clivajes cuyas persistencias pueden rastrearse en el presente. Para el caso específico de las mujeres sobrevivientes, los efectos del dispositivo desaparecedor se solaparon también con desigualdades y marcas de género que -signadas en muchos casos por las tareas de cuidado y la reproducción de las condiciones materiales de existencia- tensionaron y complejizaron los años posteriores a la liberación, permeando en algún punto el peso subjetivo de lo vivido y el dolor de las ausencias. Sin embargo, lejos de remitir a una pura agudización de esos pesares, desde esas mismas marcas –o incluso a pesar de ellas–desplegaron también modos propios de hacer y de vincularse desde los cuales habitaron y se dieron a sí mismas una (sobre)vida posible, y efectivamente vivible. A modo de esa praxis que proponía Oberti (2015), unas y otras fueron reconstruyendo un mundo propio sobre la base de afectividades de diverso orden, que albergaron tanto las tramas íntimas como espacios de socialización más amplios.

Si bien no se ha profundizado aquí, debe señalarse que los hombres traen también en sus relatos la pesadez de ese después, poblado de dificultades laborales, materiales, relacionales y afectivas, y donde la desarticulación de los universos previos de interacción, la relevancia de los nuevos ámbitos de socialización y sus propias paternidades encuentran también un lugar significativo en la evocación. Sin embargo, es posible identificar entre unos y otras –y sin anular aquí la incidencia de mi propio lugar como entrevistadora mujer– diferencias de énfasis en los nudos de sentido emergentes en los testimonios, en las formas de evocación de los pesares, de la re-construcción de lo íntimo y/o de las tramas de afectividad, entre otros aspectos.

Este escrito ha sido un intento por aproximarme a estas diferencias adentrándome, en particular, en los modos en los que las marcas de género fueron imprimiendo matices a la experiencia de la (propia) desaparición y posterior sobrevida en mujeres sobrevivientes. Atenta a ello, las preguntas necesariamente se amplían: ¿Cómo abordar comparativamente esas diferencias en los modos de evocación de las militancias, cercenadas por la desaparición forzada? ¿Cómo rastrearlas en los apremios subjetivos, materiales y afectivos del “después”? ¿De qué manera se inscriben en estas historias las maternidades y paternidades? ¿Qué particularidades imprimen los intercambios y vínculos intergeneracionales? Sobre algunas de estas interrogaciones avanzaré en futuros abordajes.

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Notas

[1] Tras el golpe militar del 24 de marzo de 1976 se instalaron a lo largo del territorio nacional cientos de CCD en los que fueron secuestradas, torturadas y detenidas, clandestinamente y por motivos políticos, miles de personas. Mientras que la inmensa mayoría fue asesinada y sus cuerpos desaparecidos, una parte menor de las y los detenidas/os fueron liberadas/os; para profundizar en las lógicas deshumanizantes del dispositivo concentracionario, ver: Calveiro, 1998. Ahora, si bien los procesos de desaparición forzada se desplegaron de manera sistemática a escala nacional durante el período del gobierno militar (1976-1983), su despliegue en el territorio tucumano a partir de febrero de 1975, en el marco del denominado “Operativo Independencia”, amplía esos límites temporales. En los primeros años de la transición democrática -iniciada el 10 de diciembre de 1983 con la asunción del presidente electo Raúl Alfonsín- y a lo largo de casi 40 años de democracia se implementaron, en diferent
[2] El estudio de estas formas de violencia encuentra antecedentes insoslayables: Jelin (2002; 2017), Aucía (2011), Bacci et al (2012), Álvarez (2015), Sutton (2018), Bacci (2019). Como plantean las autoras, las mismas excedieron la dimensión puramente sexual y supusieron formas múltiples de objetualización, vulneración y feminización de los cuerpos. Si bien los testimonios comenzaron a masificarse y hacerse audibles durante la primera década del nuevo siglo –en el marco de la reapertura de las causas judiciales por delitos de lesa humanidad–, estos relatos circulaban ya en las instancias de denuncia abiertas en los primeros tiempos de la transición; en efecto, como señalan las autoras de Memoria Abierta (2012), Álvarez (2015) y Jelin (2017), los testimonios sobre violencia sexual contra las mujeres comenzaron a producirse en los primeros tiempos de la transición democrática. Sin embargo, el particular interés en el crimen de la desaparición forzada coadyuvó a una subsunción de la violencia sexual al problema de la tortura (Jelin, 2017, p.226) y a la inaudibilidad de esos relatos. Asimismo, los propios tiempos personales y familiares de las testimoniantes influyeron también en la delimitación y los alcances de esas intervenciones (Bacci, 2020, p.125).
[3] En consonancia con lo señalado por Jelin (2002; 2017) respecto de las formas disímiles de recordar y testimoniar de mujeres y hombres, es posible advertir que unas y otros evidencian, en efecto, formas divergentes de recordar y de narrar no sólo la (propia) desaparición sino también los tiempos posteriores a la liberación. Como plantea la autora, existiría una correlación entre las formas de socialización vinculadas al género y las prácticas del recuerdo: “Las mujeres tienden a recordar la vida cotidiana, la situación económica de la familia [...], sus miedos y sentimientos de inseguridad. Recuerdan en el marco de relaciones familiares, porque el tiempo subjetivo de las mujeres está organizado y ligado a los hechos reproductivos y a los vínculos afectivos” (Leydesdorff, Passerini y Thompson, 1996). En el caso de las memorias de la represión, además, muchas mujeres narran sus recuerdos en la clave más tradicional del rol de mujer, la de “vivir para los otros”. Esto está ligado a la definición de una identidad centrada en atender y cuidar a otros cercanos, generalmente en el marco de relaciones familiares. La ambigüedad de la posición de sujeto activo/acompañante o cuidadora pasiva puede entonces manifestarse en un corrimiento de su propia identidad, queriendo “narrar al otro” (Jelin, 2002, p.107-108). Algunas de estas singularidades aparecen, en efecto, en los testimonios.
[4] Como su presentación lo indica, Memoria Abierta es una organización no gubernamental que resulta de la alianza de diferentes organismos de derechos humanos, y está destinada a la promoción de la memoria sobre el pasado reciente y las luchas por verdad y justicia. Entre sus principales líneas de acción se destacan: la construcción de un profuso Archivo Oral con entrevistas audiovisuales a víctimas, activistas, referentes y expertos/os del movimiento de derechos humanos y espacios afines; la patrimonialización de documentos institucionales y personales; y la reconstrucción topográfica de sitios vinculados con la represión y el terrorismo de Estado. Actualmente, es una de las principales instituciones de referencia en estas temáticas. Para más información, ver: memoriaabierta.org.ar
[5] De manera general, se puede mencionar que las historias de vida que componen este escrito han tenido –en diferentes momentos y con distintos grados de participación– algún tipo de inscripción en la trama pública, sin que ello supusiera necesariamente el despliegue de trayectorias testimoniales (Messina, 2012; Feld y Messina, 2014) o militancias activas en el campo de los derechos humanos. Por su parte, si bien han atravesado la experiencia de cautiverio en el CCD “El Vesubio”, interesa analizar no la situación de reclusión en dicho CCD sino los tiempos personales, los espacios de interacción y las formas de vinculación con el testimonio y/o la trama pública que se sucedieron con posterioridad a la liberación.
[6] Cabe destacar que la totalidad de personas entrevistadas en el marco de la investigación doctoral -incluidos los casos que aquí se analiza- habían tenido algún tipo de participación política durante los años ´60 y ´70.
[7] Como señalan las investigadoras del Archivo Oral de Memoria Abierta, la singularidad de la experiencia de las mujeres que atravesaron sus embarazos durante el cautiverio –tanto las de quienes parieron durante su secuestro, cuyos hijos e hijas fueron apropiados y que continúan desaparecidas, como de aquellas que lo hicieron en “libertad” o que, incluso, perdieron sus embarazos durante sesiones de tortura y/o abuso sexual– permaneció relativamente ocluida dada la magnitud que asumieron los crímenes cometidos y lo siniestro de la apropiación de menores (2012, p.53). Sin embargo, advierten, tanto los embarazos como la maternidad en sí mismos fueron objetos de formas específicas de violencia que marcaron de manera significativa la vida de quienes sobrevivieron a dichas prácticas, no solo en términos de la dimensión reproductiva sino también, y fundamentalmente, en lo emocional y en las proyecciones de vida. Como arrojan los testimonios, si la experiencia de estas mujeres estaba atravesada por un “plus de angustia”, se anudaba también a expectativas de vida que promovían formas singulares –aun cuando precarias y cargadas de miedo y violencia– de atravesar el cautiverio y la cotidianeidad del CCD (2012, p.56). Las vivencias de Susana al interior del CCD no fueron ajenas a esta lógica. Como ella misma señalaba en nuestras conversaciones, aun después del “traslado” de su compañero, el crecimiento de su panza la aferró -al menos por un tiempo- a la idea de la supervivencia.
[8] Como señala Fabiana Rousseaux, la desaparición enfrenta al deudo a un duelo singular: “(…) al sostener la indeterminación de la muerte provoca la ilusión del borramiento de ésta manteniendo viva la posibilidad de un encuentro” (2007, p.383).
[9] Desde la restitución democrática hasta el presente, Susana ha declarado en diferentes instancias y actualmente participa activamente del movimiento de derechos humanos. En este sentido, es dable mencionar que la entrevistada sostiene en el presente una activa militancia en derechos humanos y en su tarea cotidiana como docente de fracciones sociales vulnerables; ese recorrido, de profundas pérdidas y dolores, se sostiene en una trama heterogénea de afectividades y espacios de socialización. En su testimonio del 2003 para Memoria Abierta, Susana hacía un balance de ese recorrido y señalaba: “Yo aprendí a convivir con todo esto. O sea, yo nunca pude hacer un corte [...] Sí, esto es parte del pasado pero también es presente para mí. Para mí no existe eso de que ya pasó. O sea, yo sí que soy feliz [...]. Mi segundo marido también falleció, en el ‘88, de cáncer. Y también fue un golpe terrible. Pero yo me volví a enamorar. Y yo amo a mi marido, somos muy compañeros, o sea… Él también me acompaña en todo esto, él me entiende… Con mi hijo también tenemos una relación muy buena en la que podemos seguir entre todos integrando toda esta historia que no es sólo mía [...]. También está mi suegra, la mamá de O., que vive y que también es parte nuestra. Y, bueno, también yo veo a hijos de compañeros desaparecidos [...], todos los años rendimos un homenaje donde me encuentro con la familia de estos compañeros que quedaron allá y, bueno, estar con ellos es estar un poco con los que dejé, ¿no? Así que, bueno, esa es mi forma de ser feliz. Por ahí no es la misma que la de otros, pero a mí eso me hace bien”.
[10] Como enfatizan Calveiro (2007) y D’Antonio (2011), la experiencia carcelaria y la detención ilegal en los CCD dan cuenta de un “continuum represivo” (Calveiro, 2007, p.16) que, desde la práctica legal y clandestina, visible e invisible, buscó doblegar y desarticular las organizaciones políticas de los años ‘60 y ‘70 y las subjetividades de sus militantes. Para conocer las singularidades del dispositivo concentracionario, ver: Calveiro (1998); para adentrarse en la vida al interior de las cárceles, ver Guglielmucci (2005 y 2006), Garaño y Pertot (2007), D’Antonio (2011), entre otros.
[11] Realizamos nuestros encuentros con Nieves entre abril y mayo de 2012.
[12] Como señala la autora, al igual que en los CCD la maternidad en las cárceles del Sistema Penitenciario también constituyó un “foco de represión [a partir del cual] las mujeres militantes fueron privadas del ejercicio de sus funciones maternas, impidiéndoles realizar lo que los mismos represores consideraban la verdadera función de la ‘naturaleza’ femenina: concebir y criar hijos” (2011, p.167). Esto se tradujo en aspectos tales como las malas condiciones de reclusión y alimentación para madres y niños/as, el cierre del pabellón exclusivo y la disminución del período de permanencia en el ámbito penal de los niños y niñas de los 2 años a los 6 meses de edad. Todo ello –advierte la autora– se produjo en el marco de una política de violencia simbólica y material que apuntó a la desubjetivación sexual y de género de las presas políticas, y que puso de manifiesto la articulación entre las lógicas de visibilización/invisibilización del sistema sexo-género dominante y las del sistema represivo.
[13] La experiencia carcelaria constituyó para muchas mujeres –de las cuales una gran cantidad había atravesado previamente la detención ilegal en los CCD– un espacio de interacción y de (re)composición de lazos que marcó sus trayectorias de vida (Guglielmucci, 2006). Esto, empero, no anuló la existencia de diferencias y tensiones entre las detenidas, y de múltiples pesares anudados al proceso represivo, a las condiciones de reclusión y aislamiento y a la distancia de los afectos (Guglielmucci, 2005).
[14] Sobre los procesos de estigmatización y sospecha de delación que pesaron sobre los sobrevivientes, ver Longoni (2007).
[15] Debe aclararse que no todos los encuentros y/o espacios compartidos con otros sobrevivientes han configurado instancias reparadoras y/o de reconocimiento; por el contrario, muchos de nuestros entrevistados y entrevistadas –como también se refiere en otros materiales testimoniales– coinciden en señalar la existencia de múltiples posiciones, conflictos y diferencias. Con todo, y como fue señalado previamente, la instancia de la alteridad constituirá una condición ineludible para la toma de la palabra y, en un sentido amplio, para los procesos de elaboración y reposicionamiento subjetivo.
[16] Nuevamente, no me refiero aquí a diferencias sustantivas entre las dinámicas relacionales de hombres y mujeres sino, fundamentalmente, a sus modos de significación y evocación. En efecto, en el caso de los entrevistados varones también emergerán esas tramas –singulares, de acuerdo a cada caso– entre mundo privado y espacio público –incluso cuando estas incursiones fueran marginales o esporádicas–. Sin embargo, unas y otros traerán ese mundo de afectividad y participación con diferentes tonos, énfasis, profundidades y relevancias enunciativas, y serán particularmente las mujeres quienes darán un peso sustantivo a la narración de esas tramas afectivas y de sostén en el relato de sus trayectorias.
[17] Nuestros encuentros tuvieron lugar durante julio de 2011.
[18] Emprendimiento memorial ubicado en la Costanera Norte de la Capital Federal e inaugurado durante los años 2000.
[19] Nuestros tres encuentros tuvieron lugar durante marzo de 2012.
[20] Para un análisis pormenorizado en la trayectoria de la Comisión, ver: González Tizón (2018).
[21] Como destaca también Guglielmucci para el caso de las presas políticas, las instancias de reencuentro configuraron no tanto un espacio de identificación política sino, ante todo, la posibilidad de rememorar algo de lo compartido, de reconocimiento mutuo, “un espacio donde poder regenerar la trama afectiva” (2005, p.15).


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