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Abordajes indisciplinados sobre lo que la calidad educativa (nos) hace
What Quality Education provokes in us: Some Unruly Approaches
El cardo, núm. 19, 2023
Universidad Nacional de Entre Ríos

Espacio abierto

El cardo
Universidad Nacional de Entre Ríos, Argentina
ISSN-e: 1851-1562
Periodicidad: Anual
núm. 19, 2023

Recepción: 08 Agosto 2022

Aprobación: 20 Marzo 2023

Publicación: 09 Mayo 2023

Resumen: Este artículo se inscribe en una investigación dedicada a la exploración de escenarios y subjetividades docentes en el nivel superior en clave narrativa, en el marco de una universidad pública argentina. Se propone, específicamente, abrir el significante «calidad educativa» frente al carácter de mantra mediático que ha adquirido recientemente ante una pandemia y postpandemia que han visibilizado y exacerbado escenarios muy desiguales en diferentes escuelas del territorio. Este trabajo, como contrapeso, se afirma en la voluntad político-pedagógica de no perder de vista la equidad en la búsqueda de la valoración de lo educativo. En el encuadre metodológico de la investigación cualitativa, aunque desplazándose por sus bordes, aprovecha registros autobiográficos y encuestas narrativas realizadas con docentes del nivel superior para eventualmente construir desde la autoetnografía un conjunto de interlocuciones entre bibliografías, vidas y sentipensares respecto de los significantes que se ponen en juego al hablar de calidad. El afán de la investigación y su informe se sitúan, primordialmente, no tanto en de-finir qué es la calidad, sino más bien en explorar lo que (nos) hace en nuestras prácticas docentes, en un contexto singular, como conocimiento situado. Los posicionamientos teóricos se respaldan especialmente en el giro descolonial y lo que aporta a la discusión específica, aunque se manifiestan también deudas con las pedagogías críticas, las teorías queer, la antimetodología y los giros afectivo y performativo, entre otros.

Palabras clave: calidad de la educación, giro descolonial, investigación cualitativa.

Abstract: This article falls within a research project devoted to the exploration of teaching scenarios and subjectivities in higher educational contexts from a narrative perspective at an Argentinian state university. Its main purpose is to open up the signifier “educational quality”, which has recently become a media mantra in the context of a pandemic and postpandemic which have exhibited and exacerbated deeply unequal scenarios in different schools of our country. As a counterbalance, this work sustains itself on the political and pedagogical determination of not losing sight of equity in the search for valuing education. Within the qualitative methodological framework, although moving along its edges, this article profits from autobiographical registers and narrative surveys carried out among higher education teachers during the pandemic to build up, from auto-etnography, a set of dialogues among bibliographies, lives and feelings/thoughts regarding quality. It is primarily focused not so much on defining what quality is, but rather on exploring how it affects (us) our teaching practices, in a particular context, as situated knowledge. Theoretical positions are supported especially by the decolonial turn and what it provides to this specific discussion. In addition, the present work owes some of its insights to critical pedagogies, queer theories, the anti-methodological approach, the emotional and performative turns, among others.

Keywords: quality education, decolonial turn, qualitative research.

Introducción

La calidad educativa se ha vuelto un tema de agenda, especialmente mediática, en los últimos tiempos. Como en un deja vú, un loop interminable de esta fase moderna del régimen colonial-capitalístico (Rolnik, 2019), la escuela vuelve al centro de la disputa cuando a la sociedad le pica algo, como dijo aquella vez Larry Cuban (1990)1. Abrir el significante «calidad» se ha vuelto urgente, pero, especialmente, se ha tornado importante desde la intención político-pedagógica de no ceder la ilusión—también moderna, concedemos—de crear unas mínimas condiciones de equidad en el acceso a ciertos bienes sociales prioritarios.

Este es el escenario que anima las conversaciones que siguen, y que deben leerse en clave autoetnográfica en los sentidos que describen Ellis, Adams & Bochner (2010). Forma y contenido del artículo se ofrecen, entonces, en la continuidad en que se manifiestan en las tramas vitales de nuestras existencias, subvirtiendo las fronteras analíticas, ficcionales, que nos hemos habituado a patrullar en la academia (Solanas, 2017; Ahmed & Schmitz, 2014). Esto implica unas cuantas indisciplinas metodológicas—entre las cuales el uso de la primera persona del plural y la explicitación de las marcas contextuales son seguramente las que se harán evidentes en lo inmediato—que podrán comprenderse en la discusión del apartado correspondiente.

Tal vez sea propicio aclarar, también en el inicio, que la discusión que nos convoca queda anudada a un tipo particular de habitar la investigación como verbo, más que como sustantivo, que en esta ocasión queda amarrada a la vocación de explorar qué (nos) hace la calidad, más que a buscar su de-finición (Pérez, 2016). Apelamos a la poética de los saberes (Ranciere, 2012) y a la fuerza erótica y fecunda de lo nómade (Deleuze & Guattari, 1987), y entonces cancelamos momentáneamente la tecnología del testigo modesto (Haraway, 1997) y nos implicamos en construir una narrativa entre muchas posibles, ineludiblemente signada por las marcas contextuales y biográficas que afectan nuestro punto de vista—y que incluyen en nuestro caso esa marca peculiar que Silvia Rivera Cusicanqui (en Cacopardo, 2018) y tantos otros han señalado como herida colonial.

Este texto, que zigzaguea entre criterios de cientificidad modernos y alter(n)ancias (Yedaide, Porta & Ramallo, 2021), se inscribe en un Proyecto de investigación denominado La construcción de subjetividades docentes en los Profesorados: narrativas y (otras) prácticas en la Universidad y los Institutos Superiores de Formación Docente de Mar del Plata2. Con el propósito de abordar preocupaciones emergentes frente a la pandemia COVID-19, los objetivos centrales de esta investigación se fueron desplazando recientemente para explorar las condiciones en que se compuso la continuidad pedagógica y aprovechar los nuevos regímenes de luz (Deleuze, 1990) que la coyuntura generó. Particularmente, la instancia de trabajo de campo que aquí compartimos profundizó la indagación respecto de los discursos y sentires relativos a la calidad en el nivel superior.

Este artículo está organizado en cuatro grandes secciones. Comienza con la explicitación de los merodeos entre las experiencias y los amarres, simultáneamente autobiográficos y bibliográficos, que constituyen ese fenómeno que Elizabeth St. Pierre (2017) gusta llamar «etnografía previa de larga duración» y al que aludiremos oportunamente. Las discusiones de los marcos categoriales relativos a la calidad—los grandes relatos o narrativas maestras que Lyotard (1979) y Bamberg (2004) denominan teorías —se encuentran enhebrados allí con otras narrativas minúsculas, propias, que reponen claves de lectura. La segunda parte se territorializa y despliega un desarrollo teórico-conceptual convencional respecto de ciertos pilares epistemológicos y ontológicos sobre los cuales se edifica el problema de la calidad educativa. Una tercera sección comparte las decisiones metodológicas que sustentan no solamente la opción de narrativa en capas de la primera parte, sino fundamentalmente el ingreso de los contenidos del trabajo de campo, que constituye la cuarta y última parte. Allí se despliegan los aprendizajes generados y se destraba la cerrazón del significante «calidad» para colaborar con el reconocimiento situado de lo que (nos) hace.

Una narrativa en capas3 como punto de partida: Del ruido del prime time a la gobernabilidad

Quienes escribimos estas líneas nos hemos encontrado en diversos caminos y experiencias vitales que, de uno u otro modo, dan sentido a la problemática que buscamos aquí compartir. Somos, entre otras cosas, docentes de nivel superior, y dentro de las muchas inquietudes y desconciertos que nos habitan y nos hermanan (duelos, maternidades múltiples, deseos, amores, libertades), nos estamos preguntando desde hace un tiempo por «la calidad» en educación. Nuestras voces y sus sonoridades se articulan con las de otras y otros que han buscado darle sentido anteriormente, y con quienes siguen en esa búsqueda hoy en día. Si bien el interrogante ha sido abordado formal y extensamente en otras oportunidades por Braslavsky & Tiramonti, (1990), Filmus (1995), Braslavsky (2006), Rodríguez Arocho (2010), entre muchos, no ha perdido vigencia. Por el contrario, la pandemia de covid-19 ha amplificado algunas voces poniendo en el centro del debate social nuestras prácticas docentes, nuestros criterios, capacidades, disponibilidades y desaciertos.

Nos inquieta hablar de calidad en el mismo sentido para todas y todos. También, y al adoptar junto a Gutierrez (2019) una postura frente a este significante y pensarlo en términos de acceso y desarrollo de aprendizajes y experiencias socialmente valiosas, nos preguntamos ¿de qué manera podríamos determinar cuáles son esas experiencias? ¿Qué expresiones quedan silenciadas? ¿Podríamos establecer universales? ¿Desde qué parámetros las elegimos? ¿Es deseable que todas las voces hagan eco en el mismo lugar? ¿Por qué no nos satisface hablar de «calidad»? ¿Qué condiciones geo-políticas desconoce de nuestros territorios? ¿Cuántas otras palabras tenemos o podemos crear para que suene aquello que deseamos poner en valor? Estas y otras preguntas guiaron el camino que nos trae hasta aquí, y que deseamos compartir y multiplicar.

Oímos cómo la demanda por más calidad en la educación argentina resuena en los medios masivos de comunicación, las redes sociales, las conversaciones en la calle; incluso ha dado paso al fortalecimiento de organizaciones no gubernamentales de familias que vieron en las clases presenciales una «garantía de calidad» durante la pandemia4. Los modos en que el sentido común va amplificando estas nociones y el peligro de que el aire se llene de ruidos estridentes y difusos vuelven necesaria una escucha atenta de los discursos que lo colonizan.

En términos institucionales, encontramos el caso de CABA, donde, tal cual señalan Vior, et al. (2014), existe hace más de dos décadas un sofisticado y amplio sistema centralizado de evaluación educativa que abarca a estudiantes, docentes, instituciones y programas especiales en todos los niveles y modalidades, y que dio paso hace algunos años a la creación de la Unidad de Evaluación de la Calidad y la Equidad Educativa, es decir, a la institucionalización de esta búsqueda incansable por más calidad. Los organismos capaces de «medir» estos indicadores son una consecuencia socio-histórica del propio devenir de las instituciones educativas en los sistemas capitalistas de occidente, que incorporan la evaluación de la calidad de la educación como política pública.

De acuerdo con Pineau (2001), esto se explica porque, desde sus orígenes, la escuela se constituyó como la institución por excelencia que la modernidad creó para formar los ciudadanos que necesitaba, a partir de la incorporación de rutinas y procedimientos orientados al disciplinamiento de los cuerpos y su correspondiente orden social, moral y político. Junto a Foucault (1996), entendemos que este poder disciplinario tiende a la producción de determinado tipo de conductas en pos de lograr la normalización, es decir, incorporar lo esperable para un sector de la sociedad. Es en este contexto en el que se desarrollan los exámenes en búsqueda de determinados saberes consagrados, destinados a calificar, clasificar y castigar desde formatos estandarizados. Como señala Grinberg (2015), las prácticas de evaluación devienen acciones de monitoreo y seguimiento ligados a la lógica de la racionalidad y el control.

En los últimos tiempos las prácticas de medición se recrudecieron particularmente en Argentina con el neoliberalismo, que entroniza en los sistemas educativos lógicas del mundo empresarial tales como asegurar, medir, controlar, y certificar la calidad como si se tratase de la producción en serie de un objeto. Vega Cantor (2014), en la historización que hace del término, cuestiona fuertemente su uso por considerar que su naturalización conlleva trampas ideológicas. En primer lugar, plantear la calidad desde una lógica del mercado implica la satisfacción del cliente, que es siempre una de las variables de medición más subjetivas. Los grupos de familias autoconvocadas que presionan, promueven y exigen cambios en las instituciones parecerían ocupar el lugar de defensa del consumidor, reclamando entre gritos por un producto que no cumple con sus expectativas. En segundo lugar, la obtención de registros cuantitativos sobre el rendimiento y la medición de la calidad a través de las evaluaciones estandarizadas promueven un sistema competitivo premiando a las escuelas mejor puntuadas y castigando a las perdedoras. Además, esta mirada empresarial de la educación con frecuencia corre el riesgo de asumir que por contar con ciertas condiciones e instalaciones materiales se producirá una propuesta de calidad.

Aprovechando la lente ampliada que dejó el fenómeno de educación en pandemia, surgen algunos interrogantes: la accesibilidad ¿garantiza propuestas de «calidad» en los entornos virtuales de enseñanza? Acordamos con Maggio (2021) en que la inclusión digital es un derecho y sin embargo nos preguntamos ¿qué estándares son los que rigen nuestras experiencias en un mundo que se (nos) resiste a abandonar sus viejos moldes?

Reconocemos varios intentos de redefinir «calidad» desde perspectivas contrarias a la lógica mercantilista. Uno de ellos ubica como parámetro el acceso a la educación, reconociendo en las políticas públicas una dimensión fundamental para su concreción, lo cual requiere que se garanticen al mismo tiempo condiciones y oportunidades para que se produzca el aprendizaje (Gentili, 2014). Desde este enfoque, nos asaltan nuevas inquietudes: ¿cómo y quién determina que estos aprendizajes fueron alcanzados? ¿Son necesarios los mismos aprendizajes para todos?

¿Puede la búsqueda de la calidad anudarse a la equidad y la justicia social? Daniel Filmus (1995) hace un relevamiento de investigaciones que dan cuenta del alto grado de deterioro y segmentación del sistema educativo a partir de los trabajos de Braslavsky (1985) y Bertoni, et al. (1984), vinculando los resultados a las políticas educativas llevadas adelante por el gobierno de facto en la década del 70. En su capítulo «Calidad: Discurso elitista o demanda democratizadora», Filmus (1995) reivindica la calidad educativa como demanda democratizadora, da cuenta de la diversidad en las significaciones que se le dan al concepto de calidad, y entiende que ante los datos obtenidos se escuchan múltiples soluciones parciales. El texto recupera los aportes de Graciela Frigerio, quien reconoce el valor de las políticas públicas como elemento para sostener el marco democrático para que las instituciones puedan cumplir su mandato: distribuir, socializar el saber socialmente elaborado y crear condiciones para la construcción del lazo social; demanda que es sostenida por el movimiento democratizador desde la década del 80.

Jan Masschelein y Maarten Simons (2014) entienden que la escuela es un artificio, es decir, que no es el estado natural del aprendizaje ni del conocimiento, pero es la institución que confiere un «sello de calidad», un certificado de cualificación que acredita resultados y aprendizajes supuestamente adquiridos. En defensa de la escuela pública, los autores plantean las acusaciones y demandas que enfrenta la escuela desde un veredicto del tribunal económico: su falta de eficacia y utilidad. La escuela no es rentable ya que se la mide en relación con la producción de resultados de aprendizajes –preferentemente en términos de competencias. Atender a la eficacia (alcance de los objetivos), a la eficiencia (logro de dichos objetivos con celeridad y a bajo costo) y al rendimiento (conseguir cada vez más con cada vez menos) conduce a la adopción de estas variables como directrices que guían el trabajo en nuestros escenarios educativos hoy por hoy.

Gutierrez (2019) aboga por la calidad entendida como «el compromiso por democratizar el acceso y apropiación de los bienes culturales de toda la población y en especial, de quienes se encuentran en situaciones de mayor desventaja social» (p. 9). En este sentido, reivindica la formación como un derecho que debería garantizar tiempos para el estudio, centralidad de los saberes disciplinares, pedagógicos y culturales; y un tejido relacional que deje siempre abierta la posibilidad de que la reflexión y el intercambio nos permitan revisar las prácticas de enseñanza.

Foucault ingresa a la disputa a través de Silvia Grinberg (2015), quien problematiza las prácticas de evaluación y su vinculación con las nociones de «calidad» a partir de preguntarse por nuestros modos de saber, de producir verdad y de revisarnos para tomar distintos cursos de acción. En este sentido, la autora ve en los programas como PISA la clave desde donde entender cómo la calidad se ha transformado en un horizonte de sentido para la elaboración de políticas educativas al tiempo que es también una estrategia de gobierno. Luego de trazar una genealogía desde la Grecia Antigua, pasando por la Edad Media y la Modernidad, llega hasta nuestro siglo XXI para plantear que los modos actuales de estar en el mundo han reemplazado el examen estándar normalizador por prácticas flexibles centradas en la autoevaluación y autorregulación, que se desprenden de una mirada individualista y superflua, centrada en el «tú puedes», y que hace de la ambigüedad un cuestionable elemento a ligar con los aprendizajes. En este sentido, la autora coincide con el cuestionamiento a las escalas que se utilizan actualmente para la medición de la «calidad» con lógicas de mercado, pero suma a la discusión sus interrogantes respecto de las propuestas laxas, la imagen del docente como orientador (y no como enseñante y evaluador) y la autorregulación de los sujetos. Sostiene dicho señalamiento haciendo especial énfasis en las realidades de estudiantes del conurbano bonaerense que, de acuerdo con las investigaciones realizadas por la autora y su equipo, buscan en la escuela contenidos socialmente significativos de los que poder dar cuenta a través de, por ejemplo, métodos de evaluación. Se presenta aquí un exquisito nudo controversial: la utilización de las prácticas disciplinadoras implicaría corrimientos de lugares supuestamente autoritarios y verticalistas que, no obstante, se muestran como garantía en el reparto de condiciones necesarias para las vidas dignas.

En este nuevo universo del «tú puedes» (Grinberg, 2015), de adaptarse a los cambios, de ser flexibles, de vivir en la permanente incertidumbre –incluso, agregaríamos, de alejarnos de los esencialismos y heterónomas que aún (nos) rigen— existe el riesgo de relativizarlo todo, incluso lo que vale la pena conservar (sí, conservar). Entonces, ¿qué parámetros podemos inventar para cambiar el modo en que le damos valor a lo que sucede al interior de los escenarios educativos que habitamos?

Pensamos en Laurel Richardson (1997) y sus esfuerzos por crear tecnologías otras para la validación de las investigaciones sociales. Nos entusiasma componer unos nuevos significantes para definir el valor de lo educativo, abandonando el término «calidad» o activando, como propone Flores (2017), las opciones políticas del lenguaje y travistiendo su sentido abyecto. Sentimos, no obstante, que no saldremos nunca del terreno de la ambigüedad, de una cierta indefinición por la incapacidad de establecer, de una vez y para todas/os, el objeto primordial de la valoración. Nos preguntamos, ¿qué riesgos tiene vivir cómodas/os en la ambigüedad? ¿Qué intencionalidades político-pedagógicas y condiciones éticas quedan en riesgo?

Nos interpela el vínculo entre nuestras emociones y la manera en que operan en el campo de lo social (Cuello, 2019) y nos preguntamos: ¿tienen los afectos algún lugar en la búsqueda de «calidad»? ¿Cómo se ve afectada nuestra noción de «calidad» cuando el deseo de sostener vínculos de amorosidad con las y los estudiantes está condicionado por los entornos virtuales de enseñanza? Nos hemos encontrado con situaciones en que alguna práctica docente que juzgamos valiosa no fue recibida del mismo modo por nuestras y nuestros estudiantes; también sucede que algún aspecto de nuestra labor es ponderado por ellas y ellos en sentidos que no habían sido previstos. En medio de este fluir de inquietudes y sentires, sentipensamos que, si hay algo a lo que denominar «calidad educativa», para nosotras está asociado al intercambio, a la búsqueda de estímulos en la co-construcción con las/los estudiantes, a la reflexión y a la posibilidad de transformación

Bases ontológicas y epistemológicas de la preocupación por la calidad

En el espíritu de la propuesta de Guerra Bravo (2019), advertimos la necesidad de re-definir la preocupación por la calidad desde un posicionamiento epistémico que posibilite la re-construcción de un «ser» disminuido y depredado por la mirada colonizadora y el sistema imperial impuesto, apostando en esta búsqueda de sentidos y significados por la «rehabilitación del logos propio del pueblo latinoamericano» (2019, p. 53).

En sintonía con la composición autoetnográfica precedente, y con la fuerza de las revueltas epistémicas del giro poscolonial, los feminismos, la teoría queer y los nuevos materialismos, nos arrogaremos la potestad de contar una historia sobre lo que conocemos respecto de la calidad que, al descreer y desconfiar de la validación correspondentista o adecuacionista, se interesa por la autenticidad catalítica y educativa, tal cual señalan Guba & Lincoln (2012). No abarca todos los sentidos disponibles ni se revela exhaustiva de las condiciones existentes, sino que se aboca a describir los arraigos del discurso en la comunidad académica que integramos y buscar honrar, como nos invita Braidotti (2015), la cualidad irremediablemente parcial de toda teoría. Se distingue del apartado anterior porque busca explorar los basamentos epistemológicos y ontológicos que sostienen aún hoy a la calidad como insignia de valor educativo, y porque, al igual que plantea Nordstrom (2018), se territorializa y despliega los marcos categoriales convencionalmente.

Entendemos que hay dos dominios semánticos prioritarios que se intersectan cuando hablamos de calidad en la docencia e investigación educativa en nuestros contextos de práctica, además de un refrán, diría Berardi (2018), y un énfasis contextual. El primero de esos dominios puede describirse, como lo ha hecho Adriana Puiggrós (1996), en términos de operación discursiva, y situarse en el auge neoliberal en nuestro país en la última década del siglo xx—aunque su pregnancia actual parecería indicar que el tiempo transcurrido desde entonces no ha debilitado su fuerza instituyente. Oportunamente, los aires reformistas de los años 90 en Argentina rezaban: «los sistemas escolares son ineficientes, inequitativos», mientras describían sus «productos» como «de baja calidad» (Puiggrós, 1996, p. 90). El mito de la unicidad—al que volveremos para hablar del refrán—se sostenía en una jerga organizacional en términos de retorno de la inversión, eficiencia y eficacia y quedaba asociado, como señala Yedaide (2017), a un lenguaje pedagógico sobre-encriptado y tecnificado, que propiciaba a la vez un efecto de divorcio cada vez más pronunciado entre la docente y el investigador5 y una creciente urticaria social hacia lo pedagógico.

Al compás de un impulso «modernizador» que se extendía no solo al resto de las instituciones sociales sino al mundo occidentalizado en general, se aprovechaban las crisis y fracturas entre aquello que se percibía obsoleto y se cimentaba allí la justificación de su abandono y reconfiguración absoluta. Puiggros (1996) observa que la calidad desde esta vertiente macropolítica se transformó en una estrategia de disciplinamiento y control que oportunamente maridó maravillosamente con la regulación afectiva mediante una biopedagogía sostenida a partir de los mantras de la responsabilidad individual y la virtuosidad del gobierno de sí, tal como adelantamos en la narrativa en capas en interlocución indirecta con Grinberg (2013). Efectivamente como sostienen Grinberg (2013) y Grinberg & Langer (2013), lejos de haber cedido terreno, estas formas de gerenciamiento se han afincado en los últimos años, aunque no sin resistencias. La obstinación con las pruebas y mediciones internacionales y los movimientos promovidos desde organizaciones primariamente financieras y luego educativas—como las fundaciones que otorgan reconocimientos a los maestros más destacados del mundo—gozan de plena vigencia y salud en la actualidad del brazo de un sentido común que ha quedado cautivo de la ilusión de la calidad como marca del avance civilizatorio. Allí, nuevamente, se anudará el refrán al que aludiéramos.

Antes de abordar plenamente el mito de la calidad desde el posicionamiento descolonial, conviene desarrollar brevemente el segundo dominio semántico que intersecta con esta potente operación discursiva y sus ecos contemporáneos. Para esto nos referiremos a la Nueva Agenda de la Didáctica que, impulsada desde el entorno rioplatense al resto del territorio nacional y la región por Edit Litwin (1996), instaló en el ideario de muchas comunidades de investigadores en educación la posibilidad de la buena enseñanza. Alentada por las propuestas de Gary Fenstermacher, que además impulsaba el quiebre del todavía vigente maridaje entre enseñanza y aprendizaje, Litwin (1996, 1997, 2008) encontraba poderosas razones ya en los años 90 para dedicarse a la exploración, documentación y reflexión respecto de la buena enseñanza, las buenas configuraciones didácticas o las buenas prácticas de enseñanza, como alternativamente se han ido nombrando. Como señala Edelstein (1996), la posibilidad de reconocer las construcciones metodológicas imbricadas en las propuestas y el despliegue de la enseñanza abonaba la disputa del «proceso de enseñanza-aprendizaje» como lo que Fenstermacher (1989) llamara una ecuación necesaria, y habilitaba la consideración de múltiples aristas para cada dimensión.

La fidelidad al filósofo norteamericano, no obstante, se discontinuaba en el afán de aprender, mediante un acercamiento sistemático y riguroso, de aquellas prácticas potentes que en el nivel universitario desplegaban docentes extraordinarios. En otras palabras, a contrapelo de la tajante distinción que Fenstermacher retenía entre productores y ejecutores de conocimientos pedagógicos, Litwin (1996) animaba a construir conocimiento a través del acercamiento a grandes docentes y sus prácticas. Esta impronta ganó popularidad y constituye en el entorno local de referencia6 una narrativa maestra con fuerza instituyente (Yedaide, 2017). La calidad en este dominio semántico no se mostraba, a diferencia del anterior, como resultado de unos indicadores o datos relevados tecnocráticamente, sino bajo la impronta de un modelo más artesanal, incluso artístico, de aproximación a las prácticas docentes que se destacaban y reconocían. Dirán Porta & Yedaide (2013) que la proliferación de emprendimientos orientados a documentar tales prácticas, no obstante, muchas veces se abstraían de poner en cuestión los criterios para la bondad de la enseñanza y traicionaban los quiebres político-pedagógicos que Litwin había propiciado.

El énfasis contextual, que presentamos antes como fuerza también interviniente en el escenario local, se manifiesta precisamente en la tradición del Grupo de Investigaciones en Educación y Estudios Culturales de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata, que ha sido altamente influyente en la popularización de los estudios sobre buena enseñanza y profesores memorables, como podemos encontrar en Álvarez, Porta & Sarasa (2010). Oportunamente en ese mismo seno se fueron produciendo en la última década las interpelaciones más desafiantes a esta referencia singular a la calidad—que, como anticipábamos se distanciaba de la mirada neoconservadora al punto de optar por el vocablo «buena» enseñanza mayoritariamente y solo excepcionalmente virar hacia «enseñanza de calidad»—a partir de una insubordinación epistémica más amplia y profunda con el advenimiento del giro descolonial.

Ahora sí parece prudente, entonces, referirnos a lo que metafóricamente presentamos como refrán citando a Franco Berardi (2018). Sobre la propuesta de Féliz Guattari del ritornello, Bifo se interesa por posar la atención en la pérdida de la sensibilidad y la habilidad de vibrar de un organismo «cuando anquilosa sus obsesiones, sus códigos de interpretación» (Berardi, 2018, p. 41). Este modo de vincularse con el entorno, comprendemos con ellos, es necesario y se podría analogar a las orientaciones a las cuales alude Sara Ahmed (2019). Nos colaboran, acá y particularmente, a comprender que el amarre de la calidad en el imaginario podría comprenderse por la ritualización y mistificación de la universalidad, la neutralidad y la generalización—todas tecnologías propias de la modernidad/colonialidad.

Es posible que ya no sea necesario presentar al giro modernidad/colonialidad, aunque parece oportuno, sin embargo, aludir a las particulares resonancias que se aprovechan aquí. En la base de su arsenal epistémico hay tres grandes cuestiones que cobran magnitud en este análisis: la colonialidad en términos de Quijano (1997), las opciones cosmogónicas reexistentes según Santos (2003) y Rivera Cusicanqui (2018), y el modo en que ambas destronan a la epistemología del punto cero, tal cual enuncia Castro-Gómez (2005).

La colonialidad del poder es central por su reconocimiento de la continuidad civilizatoria del proyecto moderno, frente al cual los estudios postcoloniales quedaban miopes. La colonialidad del saber—como la describe Edgardo Lander (2001)—, más precisamente, señala en la dirección de las arquitecturas de sentido no desmanteladas, que siguen rigiendo como guiones en las vidas y las instituciones. Su vigencia responde a la potencia heurística que aporta a las discusiones sobre los pilares de la cientificidad moderna-colonial, que quedan desnudados en sus condiciones históricas y en el inevitable atravesamiento del poder en la investigación, como dan cuenta Lincoln (2011) y Kincheloe & McLaren (2012). La complicidad de la ciencia social moderna en los distintos tipos de imperialismos ya ha sido expuesta y es disputada por Segato (2015) y Smith (1999, 2005); si bien hay plena conciencia de la imposibilidad de pensar por fuera de la matriz que Haraway (1997) ha dado en llamar «@Segundo_milenio», también es difícil esconder las intencionalidades políticas de las investigaciones y los modos en que condicionan la preservación de ciertas inequidades que se traducen dolorosamente en indignidades.

Las historias de las otras gentes—esas oportunamente redefinidas como lo otro de lo Europeo/avanzado/civilizado, cuyos saberes, nos dice Santos (2006, 2010), quedaron del otro lado de la línea abismal relegados como desperdicios—han resistido al paso del tiempo, se han resignificado y trenzado con los saberes legitimados y han conseguido resurgir como esos ríos subterráneos alguna vez bloqueados por los esfuerzos de las conquistas que, tal cual señala Rolnik (Como se cita en Bardet, 2018) arrasaron con los cuerpos y las naturalezas con el mismo criterio y por los mismos motivos. Hoy se despliegan como cosmogonías alternativas, verdaderas opciones ontológicas y epistémicas que claman autoridad irrefutable como modos de tramitar el sentido de la experiencia vital. En su presencia se hace prácticamente imposible defender los criterios de validez absoluta tras los cuales se escondiera durante tanto tiempo la mirada eurogestada del mundo, también provinciana, ceñida a lo local.

Allí entonces aflora la tercera cuestión que descompone el carácter consagrado que había conseguido el refrán moderno/colonial que atañe a la discusión sobre la calidad: la epistemología del punto cero, que desconoce y niega la posición del enunciante, pero además separa al enunciado de su historia y, a su vez, a su Historia del resto del cuento que completa su sentido junto con los procesos y momentos de su oportuna e intencionada construcción. Lyotard (1979) sostiene que el lenguaje de la ciencia descansaba su legitimidad en el poder del legitimado, al tiempo que Haraway (1997) reconoce la contingencia como cualidad inevitable de toda narrativa social, destrona al testigo modesto y, a su paso, arrasa con la objetividad absoluta, la neutralidad y la generalización. Entonces podemos acordar que todo conocimiento es situado (Haraway, 1988) y que la ignorancia no es más que un efecto de poder (Sedgwick, 1990).

Estar sin Verdad ni Método, así en mayúsculas, transforma en irracional y mítico el intento por asir la calidad, como cualquier otra condición de práctica, como una cualidad neutral, universalmente común o desambiguada. Abre la pregunta sobre el significante, porque al tiempo que desarma toda pretensión sensata de de-finirlo también enciende las preocupaciones por los acuerdos que de todas maneras parecemos necesitar para seguir. Entendemos que la consigna del zócalo televisivo que pide con una economía demencial una respuesta inmediata a un problema complejo es autoritaria y nociva, pero sabemos que hay un universo de sentidos adheridos a esta palabra que necesitamos validar. Tal como manifestaban nuestras iniciales exploraciones autoetnográficas, para algunos se trata de garantizar la distribución equitativa de bienes sociales convenientes—como un modo de ampliación de la ciudadanía crítica—; para otros es reaseguro de condiciones de competitividad, desarrollo o éxito.

Justificación de las decisiones metodológicas: lo post-cualitativo y otras rebeldías

Reconocemos en la escena actual la convivencia de matrices interpretantes que se disputan—tal como hemos anticipado en una de las capas de la narrativa anterior—entre lo instituido en el tiempo/ espacio de la modernidad/colonialidad y aquello que se rebela, se inventa o reinventa y gesta nuevas condiciones de autorización. El panorama es tal que se advienen nuevas etiquetas, como lo postcualitativo propuesto por St. Pierre (2013, 2017), las antimetodologías descriptas por Nordstrom (2018), así como nuevas formas de concebir, vivir y contar las investigaciones que encontramos en Kuby & Christ (2018), Marn & Wolgemuth (2017), Denzin (2018), Beaunae, Wu & Koro-Ljungberg (2011), Fulchiron (2014) y Gregorio Gil (2014).

Resulta prácticamente imposible y crecientemente irrelevante construir, en términos de Rolnik (2019), una cartografía ordenada de los movimientos tectónicos que van agrietando nuestra superficie topológico-relacional del mundo. Además de los giros (lingüístico y hermenéutico, ontológico, narrativo, erótico, afectivo, entre muchos) se multiplican las opciones ahora evidentes de lo que Santos (2003) ha descripto como cosmogonías alguna vez borradas; esto se trenza de forma caótica, superponiéndose y co-afectándose de modos indisciplinados con las fuerzas provenientes de la propia actividad científica, incluso de las llamadas ciencias duras. Los desarrollos más desafiantes de la física, la química y la biología han potenciado lo que las ciencias humanas y sociales insinuaban en esas otras lenguas que hablan.

En estos contextos se experimentan, además, revueltas sociales que arrastran movimientos de des- y re- autorización y que se van encaramando sobre las instituciones con cierto afán desintegrador solo parcialmente exitoso pero voraz. Parecería atinado decir que la relación de fuerzas entre las instituciones y el instituir—entre sustantivo y verbo—se va ladeando a favor del segundo. Nordstrom (2018) nos dice que en la investigación esto supone la combinación de territorializaciones y desterritorializaciones en un movimiento serpenteante que reconoce, como señalan Lincoln (2011) y Yedaide & Porta (2021), la vigencia de las regulaciones moderno-coloniales El paisaje se vuelve entonces discontinuo, incluso controvertido y ambiguo, y conviven formas híbridas y alter(n)adas. Para la vida académica esto ha supuesto, en los últimos tiempos especialmente, un esfuerzo por justificar decisiones respecto de la validez, la objetividad y la estrategia metodológica a la vez que se van ensayando desmarcaciones (Yedaide, Porta & Ramallo, 2021).

Dentro de las apuestas más radicales se sitúa, sin dudas, aquella que se orienta a la autoetnografía. Es disruptiva porque se ubica, a partir de lo que Bérnard Calva (2019) llama una ética relacional, en los entremedios de lo social y lo personal, la literatura y la ciencia, la rigurosidad y la erótica, y, sumando a Ellis, Adams & Bochner (2010), la academia y el activismo social. Viene respaldada, además, por las crisis y desdibujamientos del siglo XX (de la representación, de la confianza, de los géneros) y se preocupa por la insinceridad del ocultamiento de quien investiga como problema no solo epistemológico, sino fundamentalmente ético-político. Sin correrse de una postura analítica, la autoetnografía hilvana las palabras autorizadas de los grandes referentes de las disciplinas, pero expone en lugar de esconder los diálogos que estas propician con las voces que, a propósito de consultarlas, les dialogan. Por supuesto, hacer autoetnografía conlleva aprovechar la apertura contemporánea de otros significantes—tales como la verdad, la validez y la generalización—que, como observa Flores (2013), están siendo interrumpidos por las perspectivas feministas, descoloniales y queer, entre otras. No obstante, también implica hacerse de unos métodos rigurosos, como lo que Richardson y St. Pierre (2005) llaman Procesos Creativos Analíticos (cap por su nombre en inglés)—prácticas de escritura cualitativa que transparentan las refractaciones frente a las experiencias vitales en la amalgama inevitable de lo personal, lo disciplinar, lo histórico, el género, la literatura, etc.

La «narración en capas», que Laurel Richardson atribuye a Carol Ronai y a Patti Lather y Chris Smithies, es una estrategia de escritura que se compone en la intersección de lo literario y lo académico. Multiplica o difracta el registro autobiográfico a partir de su interlocución con textos científicos en una forma que logra combinar lo mejor de ambos mundos: «la ciencia es una lente y el arte creativo es otro. Vemos más profundamente usando dos lentes», dice Laurel Richardson (en Bernard Calva, 2019, p. 55).

La intención de componer parte de este artículo como narrativas en capas—tanto para la sección que expone algunas matrices teórico-conceptuales sobre la calidad, como para la discusión de los contenidos propiciados en la instancia de trabajo de campo—se fundamenta también en la postura postcualitativa tal como la viene proponiendo Elizabeth St. Pierre (2013,2014, 2017). Como ella misma desarrolla en sus artículos, el quiebre en su modo de vivir la investigación respondió a la imposibilidad de separar con éxito pasado y presente, sentimiento y escucha, lo propio y lo ajeno. Allí queda cimentada su tesis respecto de la etnografía previa de larga duración—esa condición que hace que nunca ingresemos realmente al territorio, puesto que ya estamos situados en las mallas semióticas continuas que habitamos, y que además intraactúan con/entre lo que existe para finalmente hacer emerger los acontecimientos de sus relaciones. Desde esta perspectiva, no sería posible (ni honesto) hablar de calidad educativa sin dar cuenta de todo lo ya conocido, las experiencias implicadas y las condiciones (afectivas, biográficas, sociales, contextuales, disciplinares, etc.) que se enredan en esta categoría.

Sabiendo entonces que había que registrar, primero, lo conocido, nos dispusimos a conversar y construir, antes dentro del equipo y luego en diálogo con nuestras/os colegas de la educación superior, otros relatos que hicieran manifiesto el conjunto de significaciones que se activan respecto de la calidad. Con ese objetivo, elaboramos una encuesta narrativa (ver Anexo I) como primer gesto hacia la expansión de este diálogo. Definimos, además, grabar un video de presentación de la encuesta que pudiera transparentar nuestro locus de enunciación, haciendo explícita nuestra voluntad de alejarnos del paradigma neoliberal antes mencionado. Expuestas de cuerpo entero, contamos que deseábamos abrir interrogantes respecto de la eventual necesidad de resignificar la noción de «calidad» y explorar la conveniencia de inventar nuevos términos que nos permitan poner (otras) palabras a las valoraciones que hacemos de lo que sucede en los escenarios educativos que habitamos.

El formato estuvo pensado para que la encuesta fuese recibida como una invitación; no queríamos agregar asedio o fatiga a la sobrecarga de nuestra labor. También deseábamos dar cuenta del respeto que tenemos por nuestra profesión docente y de la horizontalidad con la que vivimos nuestro lugar en la investigación. En el video breve contamos quiénes somos, en qué estamos pensando y por qué nos parece valioso sumar más y más voces a esta conversación sobre «calidad educativa». Allí mismo invitamos a nuestras y nuestros colegas a responder las preguntas de manera anónima, y ofrecemos, como alternativa a la escritura, la posibilidad de que graben sus respuestas en formato de audio y nos las envíen.

Las reflexiones que siguen se han elaborado sobre la base de catorce respuestas de colegas de distintos institutos superiores de formación docente de la provincia de Buenos Aires y de universidades públicas de Argentina. Nos entusiasma pensar que este es solo el primer paso para una polifonía que agregue más y diversos timbres a una composición sonora siempre situada y comprometida con el lugar que ocupamos en los escenarios educativos.

Nuestras composiciones corales en torno a la calidad: una nueva narrativa en capas

Compartimos en este apartado las composiciones corales, polifónicas, que se han conformado a propósito de las encuestas. Ellas colaboran, creemos, en la posibilidad de tensionar nuestras posturas iniciales y complejizar los debates7.

A propósito de la pregunta sobre si comparten la preocupación respecto a la «calidad» en sus prácticas, todas y todos colegas coinciden en la voluntad de alejarse de la lógica neoliberal que se impuso en los últimos años, pero no adscriben al término un único significado. Algunas voces se alzan con determinación en rechazo al uso de esta palabra para referirse a sus prácticas, ya que la vinculan con «recuerdos y sentimientos de frustración, angustia e impotencia» (Susana) vividos durante la década del 90. Quienes, en cambio, postulan una resignificación de ese mismo término también se preguntan si es posible/deseable encontrar un «significante total» con el riesgo de quedar atrapados en «marcos moderno- coloniales con pretensiones universalistas y generalizables» (María). Otras voces nos cuentan que piensan en la calidad de su trabajo desde concepciones como «dar lo mejor» (Emilce), «llevar adelante un currículum situado» (docente del isdf 52), «apropiarse de y transformar la cultura» (Patricio), o como «algo abstracto que se define según quien la enuncie» (Diego). Si bien hay evidentes disonancias, todas y todos coinciden en la resistencia a que sus prácticas sean sometidas a una evaluación externa. Susana nos comparte su deseo de que podamos pensar la calidad con términos que provengan de la estética y de la ética, es decir, de lo «bello y de lo bueno». ¿Podría ser esta una invitación a imaginar la vibración que generen esos nuevos términos como impulsora de cambios en nuestras concepciones/percepciones?

Byung-Chul Han (2015) ha escrito sobre la salvación de lo bello. Nos conduce a pensar que el «me gusta» de las redes sociales es un tipo desafectado de respuesta, que se corresponde con la belleza de lo liso, de lo imperturbante… Con él, preferimos una estética que tironee de la ética: esa afección de cuerpo completo, ese estado de perplejidad, quietud y tensión que nos provoca el encuentro con lo bello como sublime, inconmensurable, abrumador… Si la belleza no inquieta, no hago ese otro esfuerzo necesario para salir de mí y al encuentro con lo otro y, como dice Han (2015) siguiendo a Scarry, «La retirada del sí mismo es esencial para la justicia» (p. 87).

Nuestras/os colegas contaron que, cuando distintos actores de la sociedad exigen calidad en la formación o desempeño docente, resuenan palabras como «demanda, presión, exigencia, o simplemente demasiado»: «se espera que los docentes vivamos para cumplir con expectativas de otros» (Alexia), «todos buscan un responsable cuando fracasan las escuelas» (docente del isdf 52). Es especialmente interesante cómo en apariencia se percibe «desde afuera» la demanda codificada en términos afiliados a la lógica neoliberal que «desde aquí» se rechaza. La eficiencia, la exclusividad, la meritocracia y el esfuerzo quedan anudados a estos reclamos, que se traducen en términos concretos en más tiempo y dedicación para atender demandas de otros siempre sostenidas por la autogestión.

¿Podríamos hablar de la potencia de ese discurso managerial de lo educativo como lo que Bamberg (2004) llama una narrativa maestra que preformatea nuestra propia comprensión, aun cuando busquemos perforar su poder a través de nuestras narrativas minúsculas y situadas?

Con las y los colegas que se involucraron en las encuestas hablamos, también, sobre los entornos virtuales de enseñanza. La pregunta es inevitable en contextos de presencialidades alter(n)adas. Reconocimos una preocupación en nuestras y nuestros interlocutores, aún entre quienes se desharían con gusto del término, por los modos en que ciertas condiciones obturan la búsqueda de calidad (que sigue siendo, parece, un vocablo útil para designar aquello que deseamos que suceda). Se habla de la complejidad que representa la enseñanza en la virtualidad y de la dificultad de sostener estrategias que promuevan la co-construcción del conocimiento con otros. Se suma a esta preocupación la falta de acceso a dispositivos y conectividad por parte de muchos estudiantes.

Otras voces expresan entusiasmo con la inclusión de las TIC en la enseñanza y placer al observar que las y los docentes tenemos que explorar otros mundos (para muchos desconocidos) que nos permiten un enfoque integral de los contenidos. Recuperan y comparten orgullosas/os propuestas muy interesantes gestadas con creatividad desde nuevos entornos y necesidades; plantean que el diseño de estas estrategias demanda mayor elaboración desde el punto de vista didáctico, pero aluden a la idea de responsabilidad docente en la necesidad que se impone de «disponer la mesa de otras formas» (María). Ponen en valor también la flexibilización en los horarios para el enseñar y aprender como una potencialidad de los entornos virtuales, y la oportunidad que nos ofrece este tiempo de preguntarnos qué estábamos enseñando y por qué.

Hace tiempo ya que estamos habitando dos mundos, como propone Alessandro Baricco (2019), aunque hay que reconocerle a la pandemia el don de generar cierta transparencia para desnudar nuestras solidaridades y nuestras miserias. Si bien las redes sociales son ambientes materiosemióticos en los cuales la mayoría hace ya tiempo desplegamos partes de nuestros habitares, parece que no pudiéramos soltar esta otra idea de otro tiempo, cuando hablábamos de las «TIC» como una dimensión opcional de nuestra experiencia. Y entonces la virtualidad se vuelve un depósito de esas frustraciones, de la añoranza de un pasado nunca vivido, una excusa para ver dificultades que le preexistían.

Nos gusta la voz de Mariana Maggio (2021), entonces, cuando define la disponibilidad tecnológica como condición indispensable para participar de la vida social y para garantizar el acceso a los contenidos primordiales –que no debieran pensarse como información o unidades de conocimiento solamente, sino como capacidades de desenvolvimiento en estos dos mundos ahora convivientes. También la seguimos en su afán de aprovechar este envión para finalmente transformar la educación en los sentidos que hace tiempo están pendientes.

Priorizar los contenidos y lograr que lo que sucede valga la pena son, como plantea Maggio, algunas de las pistas que se van configurando en la escena postpandémica.

En general, las voces que conversaron con nosotras están a favor de alojar la demanda de hablar de la calidad; están dispuestas a repensar el interior de las prácticas del nivel superior –un nivel que observa y evalúa todo excepto a sí mismo, denuncian. Plantean la consigna de resistir la idea hegemónica de calidad, pero con maniobras que nos eviten caer «en una oposición tan radical que nos deje en lo mismo de siempre» (Patricio). La calidad ligada a la inclusión, a la experticia del conocimiento disciplinar y al desarrollo de habilidades también se incorporan a esta charla, mientras alguien susurra que debemos ligarla a nuestro erotismo y «hacer lo posible por encender el deseo del otro» (Emilce).

Conclusiones

Este texto se ha dedicado a abordar la calidad como un significante en disputa, explorando las relaciones que provoca entre nuestros deseos y prácticas pedagógicas. Lo hemos construido desde zonas liminales, ensayando instancias de lo que Nordstrom (2018) llama antimetodologías. La intención no ha sido, sin embargo, innovar por el placer de deslumbrar o sorprender, sino más bien alcanzar cierta coherencia entre las lentes interpretantes (afectadas por los giros y torsiones ontológicas y epistemológicas del escenario contemporáneo) y las responsabilidades ético-políticas que abrazamos como opción pedagógica. No es posible borrar las marcas biográficas y geopolíticas que nos habitan sin reparar en las toxicidades con que estos hábitos (la neutralidad, la objetividad) extienden la continuidad civilizatoria de lo moderno/colonial y sus dolores.

Apostamos así por dos narrativas en capas, que hilvanaran las voces de las investigadoras con las y los referentes de la biblioteca, primero, y que se enredaran con las otras palabras que se compusieron durante el trabajo de campo luego. También desplegamos, fieles a la tradición científico-académica, un análisis fundamentado de los apoyos ontológicos y epistemológicos que todavía hacen posible al discurso de la calidad en los términos cotidianos, así como una justificación debidamente respaldada de las decisiones metodológicas adoptadas—nos referimos a la autoetnografía en términos generales, y las narrativas en capas, específicamente (Bernard Calva, 2019;Richardson & St. Pierre, 2005;Richardson, 1997).

El significante «calidad» se abrió por momentos y dejó entrever un campo de fuerzas; como todo instituido en este tiempo convulso, conviven bajo su insignia operaciones discursivas anudadas a las formas más resistentes de lo moderno con narrativas que buscan perforarlas. Entendemos a estos relatos minúsculos como ritmos que alteran al refrán, a modo de lo que Rolnik (2019) nos comparte como micropolíticas activas del deseo; se implican en la disputa de lo que es la calidad precisamente porque la atención ha migrado hacia lo que (nos) hace.

En lugar de respuestas, contamos con la saludable proliferación de muchas, nuevas, preguntas: ¿cómo resistir—interrumpir, vulnerar—aquello que (nos) hace la «calidad educativa» cuando actúa como rúbrica mediática? ¿Cómo podríamos travestir ese significante hegemónico en favor de sostener algún horizonte utópico en las batallas contra el dolor y la injusticia social? ¿Cómo eludiremos las respuestas únicas, afectados como estamos por la monocultura de la modernidad-colonialidad? Estos son algunos de los interrogantes que nos mantienen despiertos y erotizados, dispuestos a fracasar frente a lo que encontramos en Halberstam (2018) como la toxicidad de las positividades contemporáneas. Resulta estimulante entonces seguir a Sara Ahmed (2017) en su deliciosa invitación a revolucionar no sólo los sujetos sino también los predicados.

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Notas

1. Se alude aquí a la famosa frase, tantas veces citada por Marilina Lipsman y replicada en foros y discusiones académicas, «Cuando a la sociedad le pica algo, se rasca en la escuela».
2. Se enmarca, a su vez, en el Grupo de Investigación sobre Escenarios y Subjetividades Educativas (GIESE), del Centro de Investigaciones Multidisciplinarias en Educación de la Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina.
3. En la sección que especifica las decisiones metodológicas aludimos a este tipo de instrumento de investigación, propio de la autoetnografía (Richardson, 1997).
4. Solo a modo ejemplo, podemos mencionar a la Red de Familias y Padres Organizados por la Educación surgida en septiembre de 2020 o al Observatorio Argentinos por la Educación, una organización no gubernamental cuya propuesta se basa en el relevamiento cuantitativo de datos en todas las provincias de nuestro país y cuyos informes adquieren formatos tan peculiares como un fixture de equipos de fútbol.
5. La generización de estos términos (la docente y el investigador) es, por supuesto, intencional. Busca exponer el ethos patriarcal de las instituciones de producción de conocimiento tal como las conciben Segato (2018) y Maffia (2016).
6. Nos referimos a la comunidad de investigadores en educación afiliados—por estudios de posgrado, pertenencia a planta docente o de investigadores, etc.—a la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata, en Argentina.
7. Utilizaremos para las citas textuales de las encuestas la codificación pautada con cada interlocutor/a. Si bien esto atenta contra la uniformización del criterio, privilegia la condición de las/los participantes de la investigación como sujetas/os políticas/os (Gregorio Gil, 2014).


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