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El joven Loayza
Boletín de la Academia Peruana de la Lengua, núm. 68, pp. 261-266, 2020
Academia Peruana de la Lengua

Notas

Boletín de la Academia Peruana de la Lengua
Academia Peruana de la Lengua, Perú
ISSN: 0567-6002
ISSN-e: 2708-2644
Periodicidad: Semestral
núm. 68, 2020

Recepción: 05 Julio 2020

Aprobación: 14 Septiembre 2020


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial 4.0 Internacional.

Hace dos años, en París, falleció Luis Aurelio Loayza Elías, destacado escritor peruano y miembro correspondiente de la Academia Peruana de la Lengua. A partir de entonces, en distintos diarios y revistas han aparecido varias notas sobre su obra, en las que se destaca la jerarquía de su prosa, y algunos comentarios de carácter biográfico, casi todos relacionados con su vida adulta y su modo de ser parco, poco efusivo. Estos apuntes se refieren a la parte menos conocida de su vida: su niñez y su juventud; de ahí que, sin negar que sea poco original, lleven el título que creo que mejor corresponde a sus primeros veintitantos años.

Loayza y yo nos conocimos en 1940, en lo que se llamaba Preparatoria, en el Colegio Villa María, que en esa época era un colegio mixto. Con otro de los pequeños alumnos, Carlos Rodríguez-Pastor Mendoza, estuvimos matriculados juntos desde entonces; luego, continuamos en el Colegio Santa María y, posteriormente, en la Universidad Católica hasta que en 1957 concluimos nuestros estudios universitarios en la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas. Nos graduamos como abogados, profesión que ninguno de los tres ha ejercido con especial dedicación. Creo que Loayza nunca intentó hacerlo. ¡Dieciocho años en la misma aula no es poca cosa! Pronto Loayza preparó y sustentó su tesis titulada El interdicto de obra ruinosa para optar el grado de Bachiller en Derecho; dos semanas después, cuando aún tenía 23 años, obtuvo la licenciatura en Derecho y de inmediato viajó a Europa. Aunque nunca lo dijo, tengo la impresión de que llevó sus estudios hasta el final atendiendo alguna presión familiar. En estos apuntes quiero referirme solo a dos aspectos importantes de su vida: su vocación por el ajedrez y su memoria.

Lucho y yo nos hicimos más amigos hacia mediados de la instrucción secundaria, cuando me pidió que le recordara las normas que regían el ajedrez, juego que ya le habían enseñado pero cuyas reglas había olvidado. Esto lo recuerda, sin mencionar el nombre, en su texto Fragmentos: ajedrez. Una vez puesto al día, aprovechábamos cada oportunidad que se nos presentaba para jugar ajedrez. Como ambos éramos alumnos tranquilos, durante un par de años disfrutamos de la satisfacción de que se nos colocara en carpetas contiguas, en la última fila al fondo del salón, y cuando se trataba de una lección aburrida, intentábamos jugar a ciegas. En esta modalidad, Loayza era imbatible: era difícil superar las primeras ocho —alguna vez, hasta diez— jugadas antes de inclinar respetuosamente al rey. Con un entusiasmo contagioso por el ajedrez, fundamos el Club de Ajedrez Esteban Canal, nombre de un antiguo ajedrecista peruano radicado en Italia. La decena de afiliados nos reuníamos para competir en torneos de un par de fines de semana de duración; algunas veces optábamos por los «campeonatos relámpago», variedad del ajedrez que con los años consideramos aberrante.

Hasta entonces, nos ilustrábamos en técnicas ajedrecísticas siguiendo los comentarios que aparecían en algunas revistas argentinas, como Hobby y Rojinegro, y analizábamos con detenimiento las partidas que se reproducían en sus columnas. Por eso, nos eran familiares los nombres de Lasker y Capablanca, entre los ajedrecistas ya legendarios; de Najdorf, que radicaba en Argentina y que alguna vez jugó simultáneas en el Perú, y de Julio Súmar, entre los campeones nacionales. Un buen día Loayza llegó a nuestras reuniones con un «tratado sobre las aperturas» y, a la semana siguiente, con otro sobre «mates»; a la siguiente, otro sobre «los alfiles», y a la subsiguiente, con temas parecidos. Con la versación que adquirió Loayza sobre el ajedrez, nuestro club y —casi de inmediato— nuestras reuniones desaparecieron. Todos mantuvimos nuestra fidelidad con el ajedrez pero no con el rigor obsesivo de Loayza, a quien ya no le interesaba competir con rivales medianos como nosotros ni a nosotros con un jugador tan superior.

Ya en la Universidad Católica, la vocación de Loayza por la literatura era marcada: leía mucho, muchísimo, y pronto se familiarizó con Borges, Cortázar y Arlt, a quienes, con excepción del primero, pocos conocíamos, y sus aportes en aquella notable revista que fue Mar del Sur se hicieron cada vez más frecuentes. Un día de agosto de 1955, apareció en la Facultad de Derecho con el primer número de Cuadernos de composición, publicación no venal con un tiraje de 150 ejemplares numerados. Era característica de los Cuadernos que cada texto reproducido viniera firmado por su autor. Así, el primer número —no recuerdo si aparecieron otros—, cuyo tema era La Estatua y que tengo a la vista, se editó respetando el orden alfabético de los autores y cada uno de ellos suscribía el texto del cual era autor: Luis Loayza, Abelardo Oquendo, Alejandro Romualdo y Sebastián Salazar Bondy. En diciembre del mismo año, también con el sello de Cuadernos de composición y con el mismo tiraje, apareció la primera publicación de Loayza: El Avaro. Lo que recuerdo de esta, su opera prima, es que recibió un reconocimiento mínimo por parte de la crítica, probablemente, debido a dos razones: su limitado tiraje, ya que no se difundió lo suficiente entre críticos y comentaristas, pero, en particular, porque se vivían momentos preelectorales (concluían los ocho años del gobierno de Odría) y el público prefería la lectura furtiva de Tres años de lucha por la democracia en el Perú, del expresidente José Luis Bustamante y Rivero, quien había sido depuesto por Odría en 1948, o las novelas de Ciro Alegría, quien llevaba mucho tiempo deportado en el extranjero, y los aficionados a La literatura peruana, de Luis Alberto Sánchez, quien en la edición de Guarania, ofrecía la primera visión completa de nuestra literatura.

Cuando concluimos nuestros estudios de licenciatura, Loayza viajó a Europa y, por un tiempo, le perdimos el rastro. En realidad, es posible que buena parte de sus amigos limeños también le perdiera el rastro, ya que era un corresponsal algo incumplido. Bastante incumplido, podría decir. De regreso al Perú, durante un par de años, estuvo vinculado al periodismo hasta que postuló con éxito a un puesto de traductor en la oficina de Naciones Unidas en Nueva York. Según él mismo, contó alguna vez, buen número de sus colegas traductores eran, como él, adictos al ajedrez y descubrieron que el trabajo que la ONU les señalaba para cinco días podían completarlo en cuatro, lo que les permitía disponer de tres días a la semana ¡para jugar ajedrez! Por estos años, le perdí el rastro nuevamente, pero lo cierto es que debió alcanzar un nivel muy respetable en el juego ciencia. Digo esto porque Bobby Fisher, campeón mundial de ajedrez, jugó en Nueva York en simultáneo contra diez tableros: Loayza fue uno de los elegidos para competir y el campeón mundial no pudo doblegarlo.

Otro aspecto que quiero destacar de Loayza es su memoria. Recién ingresados en la universidad, Lucho y yo nos incorporamos al Seminario de Literatura Castellana, en el Instituto Riva Agüero de la Universidad Católica, dirigido por Luis Jaime Cisneros, maestro inolvidable que había realizado sus estudios al lado de Amado Alonso, Roberto Giusti y otros filólogos de la misma talla en la Facultad de Letras de la Universidad de Buenos Aires. Para inducir a los alumnos en la lectura, Cisneros utilizaba con gran éxito un recurso que manejaba muy bien: dedicaba los sesenta minutos de una de las sesiones semanales —y algunas veces más— a dar lectura, con una voz extraordinariamente bien impostada y algo de teatralidad, a textos escogidos con especial cuidado. Entre otras, recuerdo las reuniones dedicadas a Martín Fierro, de Hernández, que no pudimos continuar porque, por entonces, el mercado limeño no tenía en venta ediciones aceptables.

Pero las sesiones dedicadas a la lectura de Don Quijote fueron insuperables, en las que completamos, quizás, la primera veintena de capítulos de la primera parte, algo más allá del Elogio de la edad de oro. Casi todos disponíamos de la magnífica edición española de Martín de Riquer para la lectura del texto cervantino, y así, pudimos entender lo que era en realidad una edición crítica, pues los dos tomos de la edición cervantina de 1605/1615 habían pasado a ser, en las diferentes ediciones anotadas, seis volúmenes en la de Diego Clemencín (1833), seis u ocho en las de Francisco Rodríguez Marín (1916 y 1928) y cuatro en la de Rodolfo Schevill (1928). Pero mientras todos seguíamos entusiasmados con las aventuras del ingenioso hidalgo, Loayza se interesó, además, en el Prólogo:

Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse.

Del cual había memorizado un par de páginas; nos repetía algunos de los primeros capítulos:

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero…

Se lucía haciendo memoria de las diez composiciones que aparecen como prolegómenos de la obra, en especial de la última, el soneto en que Cervantes parodia «Diálogo entre Babieca y Rocinante»:

¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado? porque nunca se come y se trabaja.

Pues ¿qué es de la cebada y de la paja? No me deja mi amo ni un bocado.

Y allí surge una anécdota: en el primero de los tercetos, continúa el diálogo y Babieca pregunta:

¿Es necedad amar? No es gran prudencia. Metafísico estáis. ¡Es que no como![1]

Y el texto hizo mucha gracia a todos los amigos del grupo. Muchas veces, al encontrarnos, alguno de nosotros parodiaba a Babieca:

«¿Metafísico estáis?». Nos levantábamos y nos íbamos a disfrutar de nuestros interminables cafés y a polemizar, tratando de resolverlos con soluciones de gabinete, sobre el hoy cada vez mayor número de problemas reales irresolutos de nuestro país.

La relación cotidiana que nuestro grupo de amigos y compañeros de estudios tuvo con Lucho Loayza se redujo mucho a mediados de la década del 50 y concluyó allá por 1958, a raíz de su primer viaje a Europa, tal como señalé antes. Haber concluido los estudios universitarios o haber conseguido un trabajo rentado obligó a cambiar de actitud. Todos enrumbamos por caminos diferentes; algunos mantuvimos nuestros intereses juveniles, pero otros no. Sin embargo, superado el primer bienio del fallecimiento de Lucho Loayza, agrada recordar algo del tiempo que describe en «Una piel de serpiente», en la que presenta nuestro barrio y algunos del grupo han creído verse representados.

Quizás convenga concluir para no derivar hacia otros aspectos de su vida. Luis Loayza fue un joven tímido que nunca hizo gala de su inteligencia ni su memoria. Su longevidad contrasta con la brevedad de su obra, gustaba de la perfección y, analizados con detenimiento, es posible reparar en que hasta el menos significativo de sus textos pone de manifiesto el esmero con que fue preparado. Es evidente que ya ocupa un lugar dentro de la literatura peruana. Ojalá que la contracción que, evidentemente, tenía cuando cogía lápiz y papel para escribir pueda servir de modelo para todos los jóvenes autores de hoy.

Notas

[1] El resaltado es nuestro.


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