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“¿Estamos en Nueva York o estamos en Buenos Aires?” Un debate entre el tango y el jazz en Caras y Caretas en los años ‘30
“¿Are we in New York or are we in Buenos Aires?” A debate between tango and jazz in Caras y Caretas magazine in the 1930s
Estudios del ISHIR, vol. 12, núm. 33, 2022
Universidad Nacional de Rosario

Artículos libres

Estudios del ISHIR
Universidad Nacional de Rosario, Argentina
ISSN-e: 2250-4397
Periodicidad: Cuatrimestral
vol. 12, núm. 33, 2022

Recepción: 28 Marzo 2021

Aprobación: 03 Julio 2021

Publicación: 30 Agosto 2022


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Resumen: Durante el período de entreguerras, la cultura de masas experimentó una notable expansión en Argentina gracias a un marco socioeconómico y cultural que mejoró las posibilidades de consumo. Este crecimiento, al que también contribuyeron producciones extranjeras, despertó inquietudes vinculadas a la identidad nacional y a la calidad de los productos que la representaban. En este artículo proponemos analizar un debate referido a estas cuestiones que se prolongó por meses en el correo de lectores de una sección de la revista Caras y Caretas. Sus participantes polemizaron sobre el jazz y el tango, exponiendo los motivos por los cuales privilegiaban a alguno de estos géneros. Por ello, consideramos que esta controversia constituye una ventana a las pautas que guiaban los consumos culturales de los contemporáneos. En base al análisis del debate, argumentaremos que, gracias al contraste entre géneros importados y autóctonos, los lectores dieron forma a diferentes definiciones de la identidad nacional y a una distinción fundada en sus preferencias musicales.

Palabras clave: Tango, Jazz, Período de entreguerras, Cultura de masas, Identidad.

Abstract: During the interwar period, mass culture underwent a remarkable expansion in Argentina due to a socioeconomic and cultural framework that improved consumption possibilities. Such growth, to which foreign production also contributed, aroused concerns around national identity and the quality of the products that represented it. In this article, we propose to analyze a debate about these matters, which lasted for months on the “letters to the editor” section of Caras y Caretas magazine. Its participants debated about jazz and tango, explaining the reasons why they favored one of these genres. Therefore, we consider that this controversy provides us a window into patterns that guided contemporaries’ cultural consumption. Based on the debate analysis, we will argue that, due to the contrast between imported and indigenous genres, readers shaped different definitions of national identity and a distinction based on their musical preferences.

Keywords: Tango, Jazz, Interwar period, Mass culture, Identity.

A modo de introducción

En las décadas de 1920 y 1930, la cultura de masas experimentó una notable expansión en Argentina, merced a un marco socioeconómico y cultural que mejoró las posibilidades de consumo. La acelerada multiplicación de la oferta y el creciente poder de difusión de las nuevas tecnologías de comunicación generaron inquietudes sobre sus efectos en vastos sectores de la sociedad. A su vez, las producciones locales debieron competir por sectores del mercado con las novedades que llegaban, principalmente, desde los Estados Unidos, como el jazz y los largometrajes de Hollywood, lo que desató otro tipo de preocupaciones, vinculadas a la identidad nacional y a tono con el clima de ideas vigente durante el período.

En una sucesión de números de la revista Caras y Caretas se desarrolló un debate referido a estas cuestiones, cuyo disparador fue una queja por las emisiones en radio de ciertos cantantes de tango. El resultado sería una discusión, que se prolongó por meses en el correo de lectores de la sección de radio de la revista, entre “defensores” del jazz y “entusiastas” del tango, en la cual cada grupo expondría sus criterios de preferencia de un género sobre otro. Reconociendo el carácter acotado de la controversia que aquí analizaremos, consideramos, sin embargo, que la misma constituye una ventana a las pautas que guiaban a los contemporáneos en sus consumos culturales y a los significados que atribuyeron a estos últimos, en especial porque se trata de un discurso emergente de una revista de alcance considerablemente amplio en un marco en que abundaba un potencial público lector.

Además de esta amplitud social, en muchos casos se puede también constatar la diversa procedencia geográfica de las cartas. Aunque estas fueron en gran medida remitidas desde la ciudad de Buenos Aires, una cantidad importante consigna su origen en otros importantes centros urbanos del litoral como La Plata, Mar del Plata, Rosario y Santa Fe. Una suma menor procede de partidos del interior de la provincia de Buenos Aires, como Ayacucho o Bragado, mientras que sólo una es firmada por un lector de Totoras, provincia de Santa Fe.

Proponemos, entonces, reconstruir los principales argumentos que los lectores esgrimieron para fundar su preferencia por un género u otro, sin descuidar su relación con las estrategias editoriales de la revista en que se enmarcaron y su vinculación con otras secciones de la misma. Nuestra hipótesis es que la floreciente cultura masiva del período, al ofrecer un contraste entre los productos que fueron entendidos por sus consumidores como autóctonos y aquellos que fueron clasificados como foráneos, contribuyó a consolidar diferentes definiciones de la identidad nacional. Siguiendo el clásico trabajo de Anderson (1991: 17-30), entendemos por nacionalismo, más que una “ideología política consciente”, aquel “concepto sociocultural” que brinda el “marco de referencia que se da por sentado” a la hora de concebir el mundo moderno. Sin embargo, algunas de las concepciones de lo nacional presentes en el debate también tuvieron relación, como veremos, con las que promovía el nacionalismo “en sentido restringido” (Devoto, 2006: XII), es decir, aquel movimiento autoritario y antiliberal, influido por el fascismo europeo y el pensamiento católico, que proliferó en la Argentina de entreguerras y se apropió de aquel término para designarse a sí mismo (McGee Deutsch, 1999: 193-247).

Creemos que esta polémica, gracias a la interacción entre lectores con diferentes y similares preferencias musicales, constituye una arena privilegiada para examinar el modo en que los numerosos bienes simbólicos circulantes en el período analizado contribuyeron a conformar identidades colectivas, puesto que estas últimas, entendidas como “puntos de identificación y adhesión”, se constituyen sólo “a través de la diferencia”, es decir, “en relación con el Otro” (Hall, 1996: 18-19). Por otra parte, “debido a sus cualidades de abstracción, la música es, por naturaleza, una forma individualizadora”, pero “al mismo tiempo, y con igual importancia, la música es obviamente colectiva. Escuchamos cosas como música porque sus sonidos obedecen a una lógica cultural más o menos conocida”. Entonces, la misma “parece ser una clave de la identidad porque ofrece, con tamaña intensidad, tanto una percepción del yo como de los otros, de lo subjetivo en lo colectivo” (Frith, 2001: 185, 206). Como ha advertido Matthew Karush (2013: 22), un examen de este tipo comporta especial relevancia, dado que tales identidades, junto a los “valores y aspiraciones” que la “radio y el cine” contribuyeron a conformar en los años ‘30 pudieron “ser la base para la acción política”.

El contexto

Durante los años de entreguerras, la sociedad argentina fue objeto de pronunciadas transformaciones que darían un renovado impulso a la cultura de masas. Los grandes centros urbanos del litoral, cuya fisonomía ya había sido profundamente alterada por la primera oleada inmigratoria, experimentaron un nuevo crecimiento con las migraciones internas de la década de 1930. Al mismo tiempo, la sustitución de importaciones intensificada a lo largo de aquel decenio condujo, durante la primera mitad del mismo, a un desarrollo de las infraestructuras nacionales y las comunicaciones que procuró articular las distintas regiones productivas del país y extender la urbanización intensamente desarrollada en aquellas grandes metrópolis hacia el resto del territorio. La ciudad de Buenos Aires se erigió en el epicentro de este impulso modernizador: sus rascacielos, amplias avenidas y sistemas de transporte materializaban y simbolizaban los sueños modernistas (Ballent y Gorelik, 2001). Esta y otras metrópolis como Rosario, entre 1920 y 1940, extendieron su red tranviaria, su superficie pavimentada y el suministro de energía eléctrica, abriendo paso, junto al remate de lotes en cuotas, a la conformación de nuevos barrios en sus periferias (González Leandri, 2001; Gutiérrez y Romero, 1995: 69-105). Estos bruscos cambios despertaron reacciones en algunos de los sectores que componían aquella sociedad, parte de los cuales confluyeron en el arriba referido movimiento nacionalista. Sin duda, dichos fenómenos no eran nuevos, como tampoco lo eran las respuestas que generaron: ya durante los años del Centenario, e incluso en el último cuarto del siglo XIX, comenzó a señalarse en el seno de las elites la necesidad de promover una educación patriótica que generara un espíritu de pertenencia entre la creciente masa de jóvenes e hijos de inmigrantes y, simultáneamente, a buscarse una esencia nacional en el interior del país, a salvo de las incesantes mutaciones de la metrópoli (Devoto, 2006: 1-119). Pero no sería hasta el definitivo agotamiento del ciclo agroexportador y la vinculada crisis del consenso liberal (Plotkin, 2007: 27-49) que hasta entonces imperaba entre las elites argentinas, que tales posturas adoptaron un carácter decididamente reaccionario en el seno del nacionalismo. Allí convergieron, hacia los años ‘30, aquellos tópicos con otros, como la revalorización de la herencia hispánica y del catolicismo, para dar forma, en el plano ideológico, a una constelación de grupos de carácter autoritario –en ocasiones inspirados por los coetáneos fascismos europeos– que “consideraron al liberalismo, a la democracia y al marxismo como factores enlazados y disolventes” (McGee Deutsch, 1999: 196). Como hemos sugerido más arriba, las fronteras entre los discursos propios de dicha forma de nacionalismo y los de un más difuso sentido de pertenencia a la nación, en parte derivado del éxito de años de escolarización masiva, no siempre se distinguen nítidamente en los documentos del período, de modo que su solapamiento y extensión a través de diversos ámbitos sociales constituyó un rasgo perdurable de la Argentina de entreguerras (Cattaruzza, 2016).

Estas respuestas políticas no deberían opacar el hecho de que aquellas transformaciones fueron acompañadas y estimuladas por cierta bonanza económica y una mejora en los niveles de vida, a pesar de las pronunciadas disparidades regionales. Luego de las alteraciones sucedidas en torno a los años de la Gran Guerra, durante la década de 1920 el salario real experimentó un crecimiento sostenido. La crisis de 1930 y la caída del PBI que esta supuso interrumpieron temporalmente aquella holgura, aunque sus efectos no fueron tan devastadores como en los países centrales. Para 1933, la recuperación económica ya estaba en marcha y en 1937 la renta per cápita volvió a los niveles de 1927. A pesar de la baja de ingresos, la “sociedad de consumo” en que se había transformado la Argentina a principios de la centuria –una demandante de bienes “novedosos” y durables que excedían a los de las meras necesidades básicas– ya estaba consolidada (Rocchi, 2014).

A los mayores márgenes de gasto, el incremento de la población urbana y el desarrollo de las comunicaciones se sumaron las crecientes tasas de alfabetización –también resultado de décadas de educación elemental– para engrosar el potencial público lector de una expansiva y diversa oferta editorial (Prieto, 2006: 13-15). Para 1930, Argentina importaba 137 mil toneladas de papel para diarios, una cantidad mayor a la adquirida por el resto de Sudamérica en su conjunto (Rocchi, 2014: 165). Los magazines semanales como Caras y Caretas y el periodismo popular, cuyo modelo arquetípico fue Crítica, introdujeron numerosas innovaciones que apuntaban a competir más eficientemente por la atención de este público, la que también fue cautivada por proyectos editoriales como Claridad o Tor, que ofrecían obras del canon occidental a precios módicos y, en el caso de la última, también folletines sentimentales de gran circulación (Sarlo, 1988: 19-22). Tal competencia, empero, tampoco podría haber ocurrido sin una mayor ponderación del tiempo de ocio, a la que contribuyeron la sanción de la jornada laboral de 8 horas en 1929 y del sábado inglés en 1932 (González Leandri, 2001). En este contexto, las ofertas de entretenimientos se diversificaron con la proliferación de los cinematógrafos durante los años ‘20 y espectáculos deportivos crecientemente populares como el fútbol o el boxeo. Incluso en los hogares, las ondas de radio penetraban por medio de los receptores, cuya demanda se expandió considerablemente durante la década de 1930. Para 1935, Argentina contaba con 600.000 radios, lo que transformaba a este electrodoméstico en el más consumido del país durante aquel decenio, por encima de planchas, teléfonos o heladeras a hielo (Matallana, 2013: 151-153; 2015: 150; Rocchi, 2014: 167). La cantidad de receptores y estaciones, de hecho, superaba ampliamente a las de otros países latinoamericanos y a las de casi todos los europeos, a excepción de Alemania, Francia e Inglaterra (Matallana, 2015: 156). La escasa intervención estatal –que con sus regulaciones sobre la publicidad y la programación aceptó tácitamente el carácter comercial de la nueva industria– y la ausencia de intereses extranjeros abonaron el terreno para que la radio se expandiera notablemente de la mano de empresarios de origen humilde que invirtieron capitales obtenidos, principalmente, en la venta minorista, como Max Glücksmann o Jaime Yankelevich (Karush, 2013; Matallana, 2013). Según Matthew Karush (2013: 94-95), su condición de outsiders desprovistos de los pruritos morales de los grandes empresarios los libró para reconocer y explotar los gustos populares del público, a cuyas demandas buscaron responder de la manera más exacta posible. Como resultado de ello, el 70% de la programación radial, entre 1925 y 1935, fue ocupada por programas musicales, y, a partir de aquel último año, su participación en el dial descendió progresivamente en favor de los radioteatros (Matallana, 2013, 2015). En estas condiciones, la radio –más que los fonógrafos y discos, cuyo precio resultaba elevado en comparación a los receptores– se transformó en el principal vehículo de difusión musical a nivel nacional (Karush, 2013; Matallana, 2015). El debate que nos ocupa se sitúa, entonces, en la “década dorada” de este medio y, puntualmente, en el último año del auge de la programación musical, constituida entonces, en su mayor parte, por tangos y jazz –aunque con una clara primacía de los primeros– (Jáuregui, 2010; Matallana, 2015: 155).

La controversia, por lo tanto, trata sobre dos de los principales consumos culturales del período en su momento álgido. Asimismo, la existencia de una polémica de estas características se explica por las transformaciones acaecidas durante las primeras décadas del siglo XX en el mundo editorial. Como se ha sugerido más arriba, en aquellos años, el modelo periodístico tradicional fue progresivamente desplazado por diarios y revistas dirigidos por periodistas profesionales, financiados mayormente en base a la publicidad y enfocados en la interpelación de porciones más amplias de público por medio de diversas estrategias (Rogers, 2008; Saítta, 2013; Sarlo, 1988).1 Entre estas, se contó la inclusión en diferentes publicaciones de secciones que daban lugar a la participación de los lectores como forma de afianzar el vínculo entre ambos, como la que dio forma al debate que proponemos analizar (Bontempo, 2012; Rogers, 2008). A juzgar por su omnipresencia en las revistas de circulación masiva, su éxito fue considerable.2 Paula Bontempo (2012) vincula la incorporación de una sección de este tipo3 –en este caso, un “consultorio” para problemas sentimentales– en Para ti a las estrategias editoriales ya aludidas: a la vez que generaba la ilusión de una comunicación estrecha entre la publicación y sus lectoras, quienes quisieran obtener una respuesta a su pregunta se verían empujadas a adquirir el siguiente número. Como resultado de ello, se deduce que al menos algunas de las cartas enviadas a la sección debieron ser auténticas. De todos modos, el pacto de lectura establecido entre este espacio de la revista y el público, argumenta la autora, se sostenía en una presunción de veracidad, de manera que las misivas incluidas en la misma, fueran genuinas o no, necesariamente debían construir una voz verosímil en la que las lectoras pudieran reconocerse. Desde tal perspectiva, la publicación insistía en que las preguntas y sus respuestas podían resultar útiles para cualquier lector con el mismo problema. Por último, Bontempo sostiene que la sección, gracias a estas características, funcionaba como un espacio de recepción de los intereses e inquietudes del público.

A este último propósito también contribuyeron otras estrategias comerciales. Entre ellas, la que Cecilia Gil Mariño (2015) ha definido como una “convergencia mediática”. Hacia la década de 1930, al tiempo que la modernización técnica ampliaba la oferta de los productos culturales y, en consecuencia, las prácticas de sus consumidores eran alteradas, los empresarios comenzaron a orientar su producción hacia la satisfacción de este público atento a las novedades brindadas por los diferentes medios. Como resultado de ello, las primeras realizaciones del cine sonoro, por ejemplo, se afirmaron sobre la fama de las estrellas de radio –como cantantes de tango– y otorgaron a ellas los primeros papeles protagónicos, mientras que las transmisoras se beneficiaban de la revalorización que tal protagonismo suponía. A su vez, publicaciones especializadas –como Sintonía o Radiolandia– se presentaron como mediadoras entre los lectores y aquellos astros, quienes respondían las preguntas que los primeros enviaban por medio, precisamente, de instrumentos como el correo –algo que merecería la reprobación de Roberto Arlt en un aguafuerte de 1932–.4 De este modo, aquella convergencia fomentó un “círculo virtuoso de consumo que fortalecía y alentaba el desarrollo mutuo” (Gil Mariño, 2015: 42) anudando diferentes audiencias por medio de vínculos como un star system compartido o, directamente, a través de intercambios que beneficiaban a todas las partes implicadas. En este sentido, aquellas publicaciones también destinaron secciones a la publicación de comentarios de sus lectores sobre filmes o programas radiales. La participación de estos últimos, entonces, además de formar parte de las estrategias de la industria editorial, se insertó en este entramado sinérgico del que pudieron valerse diferentes medios para auscultar las preferencias del público o la recepción de sus diversas producciones. Asimismo, como subraya Andrea Matallana (2013: 155), empresarios como los ya mencionados Jaime Yankelevich o Max Glücksmann aprovecharon e impulsaron este modelo por medio de la integración vertical de sus compañías.

La inauguración de la sección Radio Cocktail en Caras y Caretas se inscribe, entonces, en este marco. De acuerdo con Geraldine Rogers (2008), esta revista impulsó, durante las primeras décadas del siglo XX, varios de los cambios que ya hemos señalado, como un financiamiento basado fundamentalmente en la publicidad o la inclusión de numerosas fotografías, ilustraciones y caricaturas en cada ejemplar. Una de las principales novedades que el magazine introdujo en el mercado editorial, inspirado en revistas estadounidenses y europeas similares, fue su carácter misceláneo, útil para atraer múltiples lectores por ejemplar y captar los diversos intereses que, hasta entonces, se encontraban representados de forma fragmentada en diferentes publicaciones. En un momento en el que amplios sectores de la población recién se incorporaban a la cultura letrada, la publicación puso al alcance de su público una amplia oferta de información y entretenimiento sin exigir grandes inversiones de capital cultural. En palabras de la autora, se trataba de “una suerte de enciclopedia barata, entretenida, fácil de transportar y coleccionable para quienes no solían frecuentar librerías ni bibliotecas”. Estas características explican el notable éxito de la revista, cuya tirada, a partir de la década de 1920, superaba los 150.000 ejemplares semanales (Ochoa Thompson, 1976: 11).5 Por estos motivos, frecuentemente se ha subrayado su amplia circulación, su influencia y su capacidad para trascender fronteras sociales (Bontempo, 2012; Eujanian, 1999: 95-106; Rogers, 2008). Consideramos, entonces, que estas características convierten a Caras y Caretas en un objeto privilegiado de estudio. Su carácter generalista nos permitirá encontrar relaciones intertextuales entre las cartas que pretendemos analizar y lo publicado en otras secciones de un mismo número (Rogers, 2008: 21-23). Asimismo, entendemos que esta voluntad de catch all, junto a su amplia circulación, constituyen claras ventajas a la hora de rastrear representaciones extendidas en la sociedad de entreguerras.

“¿Estamos en Nueva York o estamos en Buenos Aires?”

El origen de la polémica de marras parece estar in nuce ya en la propia creación de una sección dedicada a la radio en la publicación. En su número 1835, la revista explicitó los propósitos que guiaban su inauguración:

considerando que la radiotelefonía no alcanzó todavía su grado máximo de perfeccionamiento, tanto en su parte técnica como artística (…) se aplaudirá generosamente toda iniciativa (…) que signifique un paso adelante en la cultura y en el mejoramiento de las transmisiones (…) nos proponemos, pues, dedicar[le] (…) toda la atención que se merece como medio de cultura, pero trataremos también, sin ahorrar esfuerzos, de encauzarla en rumbos decisivos hacia un nacionalismo amplio y puro, tal como lo requiere ya imperiosamente el alto grado de civilización alcanzado por el país en todas sus manifestaciones de vida colectiva.6

Procurando contribuir a tal aspiración de encauzamiento, Caras y Caretas pronto puso “el micrófono de sus páginas al servicio de los lectores. Quejas, aplausos, observaciones y todo cuanto interese a los radioescuchas” sería “bien recibido y retransmitido al público”. La convocatoria fue acompañada por una carta –que suponemos publicada con fines ilustrativos– firmada por “A. Vispa” donde, con ironía, se recomendaba al “señor director” prodigar “felicitaciones y aplausos a las broadcastings que intercalan en sus programas generales números cantados en inglés. Es una forma amable de retribuir la cortesía de las estaciones angloamericanas que transmiten diariamente números en nuestro idioma”.7 Esta misiva se transformaría en el anuncio de una batalla contra lo que se entendía como un exceso de extranjerismo o “esnobismo” y que en los subsiguientes números de la revista se libraría con insistencia. El blanco predilecto de los ataques sería el jazz, encarnación sonora de aquellos rasgos.

Ese objetivo se encontraba en sintonía con algunas de las aspiraciones –pocas veces concretadas– de las agencias estatales. En una de las primeras entrevistas que realizó la flamante sección, el director general de Correos y Telégrafos, Carlos Risso Domínguez,8 señalaba que la reciente repartición de frecuencias efectuada por su dirección procuraba “el encauzamiento paulatino de los programas, siguiendo un proceso evolutivo hacia una orientación definida y de características propias, de acuerdo con el medio ambiente cultural y artístico alcanzado por el país”, a la vez que las resoluciones del organismo propenderían a desarrollar el “sentimiento nacionalista” y a evitar “el predominio de las transmisiones de ambiente extranjero sobre las de carácter nacional”.9

Aspiraciones similares se hallaban extendidas en diversos actores sociales durante el período de entreguerras. Las diferentes fuerzas políticas, más allá de su posición en el espectro, advirtieron rápidamente el poder de difusión de los medios de comunicación masiva y el carácter estratégico de sus productos (Guiamet, 2017; Rubinzal, 2016). Por ello, buscaron intervenir en este campo, tanto a través de producciones o proyectos propios como censurando, fiscalizando o aprobando las circulantes, de modo que los intentos de “encauzar” las fuerzas desatadas por la cultura de masas –aunque variara el destino hacia el que se las procuraba orientar– excedían a Caras y Caretas y sus lectores. Como argumenta Mariela Rubinzal (2016), particularmente entre “las derechas” (McGee Deutsch, 1999), la inquietud por el empleo del ocio entre sus filas y, más específicamente, por el contenido de los productos culturales que ocupaban ese tiempo fue evidente. En el seno del movimiento nacionalista, a pesar de la heterogeneidad que lo caracterizaba, existía un acuerdo –sostiene la autora– en torno al peligro que representaba la propagación de realizaciones reprobables a través de los medios masivos. Asimismo, diarios católicos como El Pueblo contaban con secciones dedicadas a la programación radial y, especialmente, a su “calificación moral”. Estos instrumentos buscaban “guiar a los devotos en sus elecciones de películas para pasar el tiempo libre”, de manera que, a la vez que se condenaban impertinencias como que un cura “jugara un rol absurdo”, se celebraba la “obra nacionalista” realizada por La peña radial de Salvador del Priore. También la Asociación Folklórica Argentina (AFA), fundada en 1937 y ligada al nacionalismo, tenía entre sus principales propósitos la preservación de un espíritu nacional que sus asociados creían amenazado por la “cosmópolis babélica” –escenario de contaminación del núcleo rural portador de aquella esencia– y la cultura de masas. En su boletín, estudiado por Matías E. Casas (2019), la agrupación recomendaba a sus socios las producciones que creía auténticamente nacionales y, al igual que muchas columnas y cartas de lectores de Caras y Caretas, cuestionaba el excesivo espacio que se otorgaba a la música “extranjera” en las broadcastings, en detrimento del folclore. Asimismo, las piezas de tango, por estar ligadas a la urbe materialista que se expandía acechando al espíritu argentino, eran mayormente rechazadas en dicho boletín por el jurista Santo Faré, presidente de la asociación. Para contrarrestar la influencia de las emisiones radiales, agrega Casas, la AFA proyectó la organización de una “discoteca folklórica”.

Hacia el otro extremo del espectro ideológico, durante los meses en que ocurría el debate que nos ocupa, los socialistas también atendieron a la creciente injerencia del espacio radiofónico en el éter, aunque mostraron mayor preocupación por la presencia en el mismo de la Iglesia que, en efecto, había logrado adaptarse a las nuevas formas de comunicación.10 Si bien generalmente se ha supuesto el rechazo frontal de aquel partido hacia la cultura de masas, este osciló, de acuerdo con Javier Guiamet (2017), entre la explotación de las posibilidades que ofrecían las nuevas tecnologías para realizar, en palabras del dirigente Ángel M. Giménez, “una obra cultural” y el rechazo de los productos por ellas difundidas que pudieran pervertir “el gusto en vez de educar”. Desde esta perspectiva, de modo similar a lo propuesto por aquel editorial de Caras y Caretas, los socialistas buscaron “hacer de la radio un vehículo de elevación cultural” y uno de los principales obstáculos en el camino hacia dicho encumbramiento era, a sus ojos, el tango. Sus dirigentes rechazaban este género por ser una expresión “arrabalera” y de “mal gusto”, acercándose, en este punto, más a los nacionalistas. Sin embargo, como subraya Guiamet, tanto estas reservas como el internacionalismo del partido de Justo, se atenuaron en una noticia de La Vanguardia en la que se advertía la llegada de Gardel a Hollywood, quien interpretaría, según se sostenía allí, “asuntos típicamente argentinos (…) bien conocidos por el público porteño”. El partido, de todos modos, no otorgó a la fiscalización y la censura un papel relevante y, sobre todo durante los años ‘30, vio en la radio un medio para transmitir conferencias y boletines que extendieran el alcance de su doctrina.

En cuanto a Caras y Caretas, a pesar de aquellas declaraciones de principios, durante casi un año las “quejas” de los lectores –que luego merecerían un apartado especial llamado “Las protestas del público”– fueron esporádicas y se refirieron a cuestiones como el molesto volumen de los speakers de vecinos, al exceso de publicidades o a las competencias lingüísticas de los “presentadores”. Las aspiraciones de “encauzamiento” parecían haber naufragado, hasta que una carta firmada por unos “vecinos de Villa Luro” desató una serie de réplicas y referencias en las sucesivas epístolas de la sección que terminarían dando forma a un tenso debate. Los firmantes de la misiva protestaron contra las emisiones del presentador y letrista Lopecito, a quien juzgaron como un “exponente de la incultura y el mal gusto” que atentaba contra los buenos fines de la radio popularizando “el 'arrabalerismo' y la 'poca educación'”.11 Pocos números más adelante, “varios vecinos de La Plata” respondieron a aquellos lectores “de un barrio suburbano de la capital”, manifestando su derecho a protestar también “contra los programas donde intervienen jazz [sic]”, al que veían como una “música exótica” que “hiere nuestros oídos” con “instrumentos exóticos, diremos y que se denominan en un idioma que no es el nuestro”.12 La respuesta de los platenses se publicaba en un contexto en que la revista volvía a arremeter contra estos ritmos extraños. Unas semanas antes, en una breve columna de la sección se celebraba que, ante lo que se entendía como un “recrudecimiento de la jazz [sic] y sus derivados, algunos directores artísticos de responsabilidad” se propusieran “sin caer en excesos, iniciar una contraofensiva esgrimiendo el arma de la canción nativa (pero no arrabalera)”. A criterio del anónimo autor, “ello se hacía necesario, pues, escuchando radio, uno se hace esta pregunta: ¿Estamos en Nueva York o estamos en Buenos Aires?”.13 En el siguiente número, un lector reiteró casi textualmente estas palabras: “hay días en que uno se cree vivir en el centro mismo de Nueva York, pues hacia cualquier lado que gire el dial no oye sino cantores y orquestas de jazz”.14

Después de excitados los ánimos por aquellos vecinos de Villa Luro, el debate giraría en torno al nacionalismo y el “buen gusto”, preocupaciones que se esbozaban en aquella página que inauguró la sección de radio. Es probable que la intención de la publicación haya sido dar cauce, con apoyo de sus lectores, a aquellos propósitos patrióticos que creía representados en varios de ellos. Así lo sugiere un breve comentario publicado por los editores en la sección a un mes de iniciada la controversia, donde se destacaba que “en Radio Belgrano” se disponían a “abandonar un poco la música jazz para darle también un poco de categoría a la música folklórica americana. Las ‘protestas del público’ no caen en saco roto”.15

Sin embargo, no todos los suscriptores compartían las mismas preocupaciones. A aquellos vecinos de La Plata respondió un lector bajo el pseudónimo de “Perico Palmeti”, acusándolos de estar guiados por un “nacionalismo que los ciega”. Para este participante, escuchando sólo “música nacional” los “radioescuchas moriríamos atacados de tristeza”, en cambio, “la jazz” [sic] era “alegre” y provocaba “ganas de bailar hasta en los más pataduras”.16 Al siguiente número, en contraste, Raúl Luar advirtió un “escandaloso avance de la música jazz en la radio” y le respondió a “Perico Palmeti” que no creía que “nuestra música” incitara “a las siestas”. Por el contrario, “asistiendo a los bailes” podía notarse que “cuando los fuelles rezongan el lenguaje del alma nativa y sale el tango perezoso y dormilón, la sala se llena de bailarines poseídos, sin duda, de una emoción bien argentina. ¡Ah, tango nuestro!”.17 Pronto proliferaron respuestas que dejaron en evidencia cómo para algunos la dicotomía entre géneros era entendida como una disputa donde la soberanía cultural estaba en juego. Un lector sostuvo que “que diga un argentino que el tango es pésima música no lo debemos de admitir” y que los intérpretes de jazz “por lo menos debían de cantar en castellano, pues un extranjero que habite en el país está obligado a comprender el castellano”. En el mismo número, otro participante solicitaba que “tengamos un poco de amor propio (…) hay que defender lo nuestro porque si no lo hacemos nosotros no va a venir ningún extranjero a hacerlo”.18 Con este objetivo, Rodolfo Rodríguez, a quien le agradaban los tangos “y también la música folklórica” propuso que “las estaciones transmisoras” suprimieran “el 50% de la música de origen negro importada de Estados Unidos”.19 En línea con esta sugerencia, una lectora de la “ciudad universitaria y culta” de La Plata expresó sus “deseos de que las jazz [sic]” fueran “declaradas por su actuación en estado de extrañamiento dentro del territorio nuestro” y, unas líneas más abajo, “Mano a mano” encontraba que esta música “por su abundancia” tenía “caracteres de invasión”.20 Asimismo, mientras el debate tenía lugar, la revista publicaba una sección especial en la que se preguntaba, en cada número, a diferentes compositores sobre la existencia de un “eclipse del tango”. Muchos artistas expresaron sus alarmas ante la predilección de las direcciones radiales por la “producción extranjera”, el “espíritu de imitación” imperante entre los jóvenes y el “esnobismo” que conducía a privilegiar producciones norteamericanas. Julio de Caro, por ejemplo, señaló la necesidad de “impedir que formas extrañas a nuestro ambiente musical lo invadan y comprometan en su destino”.21 Esta nítida diferenciación entre géneros resulta curiosa si tenemos en cuenta que, apenas diez años atrás, las “típicas” grababan discos en los que los tangos se alternaban con shimmies. Recién hacia 1930, ambos serían objeto de ejecución por orquestas especializadas (Jáuregui, 2010; Karush, 2013: 74-75).

A pesar de estas embestidas, los comentarios en defensa del jazz no tardaron en aparecer y, junto con ellos, las expresiones de rechazo al género comenzaron a menguar. De esta moderación, empero, no cabe inferir una voluntad democrática por parte de la sección, pues, vista la existencia de lectores contrarios a aquella batalla, la misma se transformaría en un debate conveniente para “atrapar” a sus participantes. En su momento álgido se dedicó una página completa a la publicación de las cartas de los contendientes e, incluso, el entusiasmo despertado por la polémica llevaría a los responsables de la sección a advertir que poseían “cientos de cartas” referentes a “las controversias entre el tango y el jazz” y que, entre ellas, se notaba “un leve predominio de la canción nativa, pero no del tango”. Los editores confiaban en que “dicha encuesta” serviría de “legítima base” para todos aquellos que desearan conocer “el real ambiente que existe alrededor del actual género popular de la música”.22 Sin embargo, las cartas publicadas mostraban un panorama bastante diferente, puesto que, como lo sugieren las propias palabras de la revista, los contendientes se ocuparon principalmente del tango y el jazz, ya fuera para defender o atacar a uno u otro género. Entre ellos, más bien, hemos notado una ligera predominancia de los detractores de “la música exótica”, especialmente durante los primeros momentos del debate, cuando la publicación procuraba contribuir a la reducción de su participación en la programación radial.

Uno de los recurrentes argumentos de los defensores del jazz fue que quienes lo cuestionaban carecían de buen gusto e, incluso, de los conocimientos suficientes para apreciarlo. Un “Viejo suscriptor” encontraba una “minúscula cifra de música nacional de valor frente a la avalancha de tangos con letra canallesca” que el participante “Bloom”, en el mismo número, no dudó en calificar como “verdaderas enciclopedias del bajo fondo” que ofendían “todo sentimiento de buen gusto”.23 Otro lector, bajo el alias de “Jazzman Bíblico”, consideraba que aquellos que criticaban a esta “música orquestada prolijamente (…) que ha llamado la atención de grandes críticos musicales europeos” eran “pobres de espíritu” y “tiernos gustadores de melodías fáciles y resobadas”.24 Andrés F. Zabala fue más específico y argumentó que para “interpretar” al jazz había “que saber qué es África y qué Estados Unidos, distinguir un saxo alto de uno bajo” y “saber lo que significa en trompeta un agudo sostenido de dieciséis compases”.25 Tiempo después, “Orfeo” opinaba que “siempre han legislado en materia de arte las minorías selectas; en consecuencia el jazz negro no se dirige a las multitudes, sino a los pocos que pueden gustarlo”. Para este lector, el “mayor elogio” que este género podía recibir era que lo atacara “la inmensa mayoría de los incultos musicales”. Unas semanas más adelante, el participante “A.P.G.” acodaría con esta opinión, argumentando que “es muy natural que la mayoría prefiera el tango, porque el tango lo hacen los que tampoco entienden de música (…) no se puede hacer música culta sin ser músico culto”. Este género, proseguía, debía ser puesto en “el lugar que le corresponde: la industria y el comercio”.26 Respecto a su carácter extranjero, los amantes del jazz argumentaron reiteradamente, de forma casi textual, que “la música no tiene fronteras” ni “nacionalidad” o, como “Perico Palmeti”, que el “nacionalismo” cegaba a los detractores del género.27

Varios lectores se hicieron eco de la asociación entre tango, mal gusto y bajos fondos que realizó “Bloom”, incluso aquellos que no se proponían defender a su contrincante. “Un joven suscriptor” argumentaba que “al rechazar al jazz” no lo hacía “por nacionalismo y menos aún por defender al tango, al cual, mientras no sea depurado, lo consideraré ‘nuestra vergüenza’”.28 En este sentido, para “Alejandrito”, había que “reconocer que la mayoría de las canciones nacionales” eran “escritas con letras inspiradas en los bajos fondos”. A pesar de que este lector consideraba “excelente” la idea de que la música fuera “cantada en castellano” y que el “jazz negro” no era tan “agradable de escuchar por sus sonidos discordes”, también creía que los tangos hacían “sentir molestos a quienes escuchan, especialmente si entre ellos se encuentran damas o niños de regular educación”. Cuando esto sucedía, confesaba, tenía que “cortar la audición para evitar que el lenguaje procaz y obsceno” se “infiltrara” en el hogar.29 Otros polemistas tuvieron muchas menos contemplaciones al cuestionar estos aspectos, como “Una lectora”, que, sin más, protestó “contra las típicas”, “contra bandoneonistas de las capas sociales humildes” y “contra la ignorancia del público que las soporta”.30

Algunos participantes, como aquel “joven suscriptor”, juzgaban que estos motivos eran suficientes para negar la argentinidad del tango en favor del folclore. Para quien se identificaba con el pseudónimo de “La Verdad”, aquella “música de arrabal, degeneración de la habanera cubana, jamás fue música argentina”. Asimismo, argumentaba que este género contenía “la música y la letra que más daño causan a nuestra niñez y que, bailado, más perversiones causa a la juventud”. Por ello, concluía: “tenemos verdadera música criolla que puede difundirse (…) para limpiar las malas costumbres que están invadiendo al país”.31 Andrés F. Zabala, quien ya había listado las competencias indispensables para apreciar el jazz, también se preguntó: “¿Dónde dejan a nuestra verdadera música, a nuestro maravilloso e incomparable folklore?”, pues el tango era “indigno de nuestro país, nacido en cuna por demás innoble, producto de mentes congestionadas”.32 También el lector Ignacio Guillo acordaba en que había “algo muy superior” a este género, que “por su belleza melódica, por su fuerza evocadora y por la noble e ingenua pureza de sus versos” se podía “con todo orgullo calificar como ‘nuestro cancionero nacional’”, nacido “en el corazón de nuestro país, libre de la influencia cosmopolita del arrabal”.33 En un registro similar, “La Verdad”, no satisfecha con su previo ataque contra el tango, agregó que este, “música llorona y dormilona”, era “la negación del carácter viril, decidido y valiente del criollo de verdad”. Por ello, invocaba “la obra de cultura de Caras y Caretas. Combata sin desmayo el tango y el fox (…) música de negros llorones los primeros y estridencias de instrumentos o conciertos de animales los segundos [sic]”.34 Lo llamativo de esta carta es que la negritud dejaba de ser patrimonio del jazz –como en la mayoría de las misivas que se refieren a él– para convertirse en un atributo de los cantantes de tango, probablemente como resultado de aquella identificación del género con la habanera cubana.

Frente a las acusaciones de mal gusto e incultura, algunos lectores no negaron la existencia de tangos de baja calidad, aunque este reconocimiento no justificaba, para ellos, la condena al género in toto. Por el contrario, “Juan sin Vueltas” admitió a otra participante que había “tangos que conmueven y tangos que indignan” y, en la misma página, el marplatense “S.J.V.”, para quien el jazz era “una verdadera plaga en la radio”, propuso “a los jazzistas” que escucharan “a Filiberto y su orquesta”.35 Un muchacho, indignado ante las intervenciones de “La Verdad”, le dedicó una “carta abierta”. Allí sostenía que “compositores geniales se han inspirado sobre muy modestas melodías populares” y, por ello, el jazz influía “en toda manifestación musical del siglo XX”. En cuanto al tango, señalaba que aquella participante nombraba “el arrabal como si se tratara de un hormiguero de compadritos y mafiosos”, olvidando “a la barriada obrera que trabaja, lucha y sufre”. El firmante era el escritor Bernardo Kordon, por aquel entonces, según señalaba en la carta, “un joven de 19 años”.3637

De este modo, el debate llegaba gradualmente –quizás buscando su clausura y demostrando que el panorama no podía ordenarse tan prolijamente como pretendía la revista– a lo que el lector “Urbanus” denominó “el término medio para conformidad de todos”. A su “modo de ver, toda música, sin tener en cuenta su país de origen, es buena si ella es grata al oído”. Observaba, por lo tanto, que “hay tangos y tangos como hay foxtrots y foxtrots” y “entre los primeros” destacaba a “maestros” como “Filiberto, Firpo y Fresedo”, quienes habían “elevado” el género “a una categoría que no hubieran soñado sus predecesores”.38 En aquellas entrevistas donde se trataba sobre un probable “eclipse del tango”, Juan de Dios Filiberto dijo no ver una amenaza en la “invasión” de música “extranjera”, sino en “el menguado estudio” y en la “carencia de condiciones técnicas” con que se abordaban “los problemas de la música popular”. Los entrevistadores, intentando recrear una atmósfera de trabajo y erudición, subrayaron que habían sorprendido al compositor ojeando un ejemplar de La música en la antigüedad de Curt Sachs en su escritorio, a la vez que el boquense procuraba afirmar la compatibilidad entre popularidad y “obras grandes” citando el caso de El Danubio azul de Strauss.39 Estapuesta en escena se vinculaba a los ya aludidos intentos de los contemporáneos por “elevar” la cultura de masas, lo que no hace más que confirmar que, en su percepción, el tango de baja calidad era la regla y estos “maestros” la excepción. Como se ha señalado (Gil Mariño, 2015; Karush, 2013), las publicaciones especializadas del período compartían esta impresión, aunque, evidentemente, se cuidaban de no menospreciar a los géneros que constituían el principal material de sus páginas y el interés de sus lectores. De acuerdo con Matthew Karush (2013), los esfuerzos de compositores como de Caro o Fresedo por “mejorar” el tango abrevaron en instrumentaciones y arreglos del jazz, su principal competidor, y fueron generalmente celebrados por las revistas. Sin embargo, hacia mediados de la década de 1930, los mayores éxitos comerciales quedaron en manos de la vertiente “rítmica” del género –como la de Juan D’Arienzo– en detrimento de las aventuras melódicas de aquellos “maestros”. De modo similar, la impronta delineada por Yankelevich en Radio Belgrano, frecuentemente denostada por su “mal gusto”, terminó imponiéndose con facilidad frente a proyectos como los de Splendid o Excelsior que procuraron, vanamente, buscar aquella presunta “elevación”.

Es evidente que las discusiones hasta aquí reseñadas tienen como objeto central, en un contexto de creciente globalización y masificación cultural, la cuestión de la identidad. En este escenario, de acuerdo con Cecilia Gil Mariño (2015: 72, 87), “la música fue un factor de suma importancia en el delineamiento de la cantera de sentidos de las comunidades imaginadas” y, siguiendo a Jesús Martín Barbero, la autora subraya que “el cine y la radio transmutaron la idea política de la nación en vivencia, en sentimiento y cotidianeidad”. En el caso de este debate, la música permitió que los lectores se reconocieran a sí mismos como parte de un colectivo en la “experiencia directa” que proporcionó la discusión (Frith, 2001: 212). Desde tal perspectiva, resulta indudable que, en la polémica, el estatus del tango como símbolo nacional aparece mejor posicionado, aunque cuestionado por aquellos lectores que veían en el folclore la auténtica representación de una supuesta esencia argentina, apoyándose, en ocasiones, en discursos de corte nacionalista similares a los que portaban las derechas durante el período. Que dichas perspectivas se hayan visto reflejadas –junto a otras de aires espiritualistas– en una sección de correo de lectores de la prensa masiva induce a reflexionar sobre la difusión alcanzada por estas ideas. Sin embargo, en la mayoría de las cartas, el tango convive de manera poco problemática con el folclore como representación de la música “nacional”. Como se ha mostrado, la predilección por estos géneros aparece en la controversia estrechamente vinculada a una defensa de “lo nuestro” en oposición a lo extranjero o, más sutilmente, anexa a una idea de disfrute o a un orgullo vinculado a su triunfo en el exterior, como el que expresó un lector al sostener que el tango era “conceptuado en el mundo entero con admiración y respeto como música argentina”.40 Estas expresiones podrían constituir ejemplos de un “modo nacionalista” de dar cuenta de diversas cuestiones durante el período, extendido, al contrario de que aún suele suponerse, más allá de los grupos “filofascistas” (Cattaruzza, 2016: 19). Desde esta perspectiva, la batalla de Caras y Caretas contra el jazz quizás resulte menos llamativa. El “nacionalismo” del que hacían gala los lectores de la revista, entonces, no parece ser aquel “xenófobo” y “reaccionario” –quizás a excepción del que portaba “La Verdad”– que los amantes del jazz creían ver, sino más bien el resultado de una cosmovisión como la que expresaba la lectora María Esther López de Vega, quien advertía “en el universo una geografía musical”, “divisiones (…) con su música característica, con su sello propio en cada país”. En un mundo que percibían cada vez más intercomunicado, entonces, los suscriptores disputaron y se preguntaron sobre las características que debían distinguirlos en ese mapa. Si bien aquella participante se distanciaba de quienes restaban importancia a las “fronteras” al argumentar que de estas resultaba una “música racial (…) gustada por quienes tienen las mismas características etnológicas afines”,41 lo cierto es que incluso los defensores del jazz asociaban este género a “un pueblo grande, fuerte, dinámico y acostumbrado a realizar cosas enormes en todo género de actividades” o a “ese pueblo algo humillado, algo despreciado, trasplantado al sur del gran país”.42 Es decir, para estos lectores resultaba inconcebible un jazz argentino, aun cuando existían numerosas orquestas nacionales que interpretaban el género (Corti, 2015). Lo que sí discutían era la posibilidad de que alguien sin “características etnológicas afines” pudiera disfrutarlo.

Pero a este género no sólo se asociaba lo “americano” o lo “negro”, sino también al “vivir dinámico y apresurado de la actual generación”, lo que lo transformaba en “la misma expresión de la inquieta vida moderna”.43 De acuerdo con Matthew Karush (2013: 76), en Argentina, el jazz se había transformado en un “significante sónico de la modernidad” en un contexto en el que, como ha señalado Cecilia Tossounian (2013), lo norteamericano en general, más que lo europeo, era percibido de la misma forma. Junto con el jazz o el cine de Hollywood, según esta autora, “la mujer moderna” encarnó otro de aquellos significantes. Si bien se trató de un fenómeno global que no puede esquematizarse como efecto de una transmisión del centro a la periferia, dicha figura fue interpretada en Argentina como una innovación procedente del norte, encarnada en las estrellas de los filmes o en imágenes de jóvenes bellas, provocativas y liberales que, en su accionar desinhibido, amenazaban las jerarquías de género y, por lo tanto, la estructura social. Aunque muchos la consideraron como un modelo distante del que el país estaba a resguardo, otros juzgaron que su penetración en el ámbito local ya era un hecho. Esta introducción se efectuaba, según intelectuales y periodistas de la época, por medio de la emulación de aquellos modelos de comportamiento y estrellas extranjeras por parte de las muchachas porteñas. Muchos observaron en esta conducta un peligroso vehículo de contaminación de los valores locales y la femineidad argentina. A poco de comenzar el debate, aquel lector que decía sentirse por momentos en el centro de Nueva York se lamentaba en la misma carta por las “niñas que a pesar de su cultura y fina sensibilidad se dedican al subalterno arte de imitar el canto de las artistas de cine”.44 Unas semanas después, la revista publicó un artículo del periodista Luis Pozzo Ardizzi45 en el que este decía ver “la tradición (…) aventada por las girls, petites y las babies que lo están invadiendo todo”, aunque el último reducto de la autoctonía, el gaucho, estaba “llevando su última carga contra el asfalto”a “punta de rasgueos de guitarra y zapateo criollo”. Incluso en las proximidades del desenlace de la controversia, Luis Teisseire sí creyó avizorar un “eclipse del tango”, propiciado por el “esnobismo” y el “espíritu de imitación de nuestra juventud, contagiada por las extravagancias que ofrecen a diario los films del norte”. El entrevistador encontraba en estas palabras un resumido “cuadro de la sociedad moderna, en la que las chicas no se creen elegantes si no se peinan a lo Kay Francis” o “fuman a lo Joan Crawford”.46

Los bienes, imágenes y símbolos circulantes en la cultura de masas global “invadían”, en la percepción de muchos coetáneos, el ámbito local. Las jóvenes representaban en este contexto, merced a su actitud emuladora, uno de los eslabones más débiles en la cadena que enlazaba los productos culturales importados con las conductas e imaginarios sociales. Diego Roldán (2012) ha mostrado cómo ya durante las primeras décadas del siglo XX, en la ciudad de Rosario, las autoridades municipales estaban convencidas, como el lector “Alejandrito”, de los “estímulos imitativos irradiados por el cine”, fundamentalmente eficaces entre niños y mujeres. Las acusaciones de “esnobismo” de los artistas entrevistados y la ansiedad de los lectores ante la “plaga” del jazz forman parte, entonces, de representaciones más amplias sobre la cultura de masas. Tossounian destaca como expresión típica de este estereotipo a Beba, la protagonista de una historia por entregas publicada, precisamente, por Caras y Caretas. Se trataba de una muchacha de clase alta, frívola y despreocupada ante las eventuales consecuencias de sus imprudentes actos orientados por los últimos gritos de la moda y las estrellas de cine.

Sin embargo, las “niñas bien”no eran el único enlace de lo extranjero con lo local. Todo indica que el jazz era entonces percibido, en palabras de Sergio Pujol (2004: 7), como “un berretín de la clase alta”, a pesar de que, como es evidente, era casi tan popular como el tango –más allá de las notorias diferencias en la magnitud de tal estimación–. Algunos meses después de finalizado el debate, una breve columna en Caras y Caretas observaba que “a la luz de la luna, en las terrazas y canchas de tenis de los clubs de moda, en los salones de los grandes hoteles, en las lujosas mansiones cuyos jardines se transforman en verdaderas fantasías de ensueño, las ‘jazz-bands’ dominan”.47 Asimismo, para el ya citado lector Ismael Guillón, otra vía de infiltración del género americano eran los “doctores dedicados exclusivamente al estudio y comentario de discos de jazz negro”,48 una impresión que los comentarios elitistas anotados más arriba reforzaban. Podemos inferir de ello que la idea del género como una “especie de tradición culta alternativa” (Cook, 2001: 71) ya se insinuaba por entonces en Argentina, ligada a su separación en estilos que comenzaron a consumirse, por una parte, mayormente para el baile –el swing de Goodman– y, por otra, exclusivamente para la escucha –el “hot” que los lectores asociaron a lo “negro”– (Berendt, 1994: 93, 617-625; Jáuregui, 2010: 91; Pujol, 2004: 52). En este sentido, encontramos sugestivo que los polemistas se refirieran a los aficionados del jazz como “doctores”, esnobs o “niñas” de “cultura y fina sensibilidad”, y que, a la inversa, los defensores del género –cuya extranjería nadie discutió– acusaran de incultos a sus detractores y se identificaran con minorías selectas en oposición a “multitudes” guiadas por el “mal gusto”.

Esto permite vislumbrar la incipiente constitución de un espacio sociocultural, de mayores dimensiones que en tiempos previos, dividido entre lo “alto” y lo “bajo”, un clivaje que tendría importancia y largo aliento en la historia política nacional (Ostiguy, 1997). El debate sugiere que el consumo de los productos de la cultura de masas en expansión estaba dando lugar a la conformación de identidades contrastantes ubicadas en aquel espacio, que luego podrían ser cargadas con contenidos políticos (incluso en el seno del grupo social que suele ser aglutinado bajo la etiqueta de “sectores populares”). Como ha argumentado Matthew Karush (2013), los medios masivos, al alimentarse de las tradiciones populares para otorgar la autoctonía que los productos importados no podían ofrecer, difundieron “asociaciones plebeyas” que entronizaban al “pobre” como portador de valores morales positivos en oposición al “rico” egoísta e inescrupuloso, abriendo paso a la dicotomía simbólica sobre la que arraigaría el peronismo. Como resultado de ello, la cultura de masas argentina no habría producido, a diferencia de la estadounidense, discursos que aglutinaran coherentemente al colectivo nacional y, en consecuencia, sus productos no habrían satisfecho la totalidad del mercado local. La controversia que hemos analizado permite observar un proceso similar desde el punto de vista de la recepción del público. Desde tal perspectiva, puede apreciarse cómo los lectores delinearon identidades al discutir sobre sus preferencias musicales. Sin que necesariamente difirieran de forma sustancial sus posiciones socioeconómicas o sus capitales culturales, los participantes del debate terminaron posicionándose en una escala jerárquica basada en el gusto o la nacionalidad de lo consumido. Como ha sostenido Graciela Montaldo (2016), la masificación de lo estético por medio de mecanismos “dinámicos” de producción y difusión amenazó la integridad de las fronteras delineadas en este campo por la modernidad. El temor a la “contaminación” plebeya que esto supuso obligó a “retrazar” dichos límites en el mercado, generando nuevos sistemas de legitimación evidentes en las categorías del “mal gusto”, lo kitsch o lo “cursi”. En este sentido, los defensores del jazz –y algunos del folclore– enfatizaron su distinción estética, mientras que los del tango se mostraron más preocupados por delinear una diferenciación nacional. El gusto, la educación, la “cultura”, el “espíritu” y la “sensibilidad”, más que las características morales, aparecieron como metonimias de la clase social, sobre todo para los detractores del jazz.

Comentarios finales

En el marco socioeconómico y cultural propicio de entreguerras, los novedosos medios masivos ampliaron considerablemente su influencia sobre la sociedad. Para conseguirlo, se valieron, más allá de las innovaciones tecnológicas, de diferentes estrategias comerciales que dieron lugar a una retroalimentación entre las diversas ramas del entretenimiento. Tal expansión despertó inquietudes e intentos de canalizar las fuerzas desatadas por los modernos instrumentos de difusión, incluso entre los propios responsables de este desencadenamiento. Efectivamente, el inusitado consumo de los productos ofrecidos por la cultura de masas de entreguerras, e incluso aquellas estrategias comerciales imbricadas en las propias producciones, tuvieron efectos sociales. El debate analizado, representante de los instrumentos que procuraban captar mayores audiencias, nos ha ofrecido una ventana a una de aquellas consecuencias: la conformación de identidades sociales a las que los nuevos productos dieron lugar. Las opiniones vertidas por los lectores de Caras y Caretas sobre los dos géneros que ocuparon la mayor parte de la programación durante la era dorada de la radio permitieron observar una difundida asociación entre tango, folclore y nación y la emergencia de un espacio de distinción en el propio seno de la cultura de masas que podría iluminar posteriores identificaciones políticas. Si bien no es posible constatar la autenticidad de la totalidad de las intervenciones, el hecho de que formaran parte tanto de aquellas estrategias de auscultación como de los ardides editoriales para “atrapar” a sus lectores nos sugiere que una buena parte de ellas fueron genuinas o, cuanto menos, reconstrucciones verosímiles del lector promedio.

Sin duda –y como lo deja entrever el paulatino cierre del debate–, las preferencias de los oyentes no se encontraban tan polarizadas como la controversia lo sugiere. Sin embargo, el hecho de que la revista la haya presentado de este modo, y que muchos lectores no hayan cuestionado tal disposición, es significativo: quizás ilustre una esquematización y estereotipos difundidos entre quienes disfrutaban de la música o la radio en general. Tampoco desestimamos, por lo tanto, el papel que el mero goce seguramente desempeñó en el gusto por alguno de los géneros o incluso ambos, aunque limitar el análisis a este factor equivaldría a resignar la posibilidad de extraer implicancias de mayor alcance político y cultural –que, por otra parte, los propios lectores pusieron en juego– en dichas preferencias.49 En este sentido, más que la defensa de una identidad cristalizada o previamente constituida, los detractores del jazz dieron forma, por medio de su identificación con otros géneros que alcanzaban el estatus de “nacionales”, a una marca distintiva en un concierto cultural global que, ante sus ojos, amenazaba con sumirlos en la indiferenciación, conquistando el gusto de jóvenes modernas, esnobs y “doctores”. Sin embargo, los productos de la cultura masiva ofrecían no sólo la materia prima para dar forma a una identidad nacional, sino también para establecer distinciones fundadas en el gusto. De este modo, un mercado en expansión comenzaba a dar lugar a una dinámica que, en un mismo movimiento, cohesionaba y dividía, dando forma, en el plano local, a un espacio sociocultural sobre el que podrían operar apelaciones e identificaciones políticas a mayor escala que en tiempos previos. La controversia permite vislumbrar la conformación de este ámbito, a la vez que constituye una ventana a representaciones y discursos circulantes en sectores más vastos que los que generalmente son considerados en los análisis de la sociedad del período. A este respecto, el debate invita a reflexionar sobre la repercusión de ciertas ideas, como las nacionalistas, en espacios que no constituyen las tradicionales zonas de estudio, como los partidos políticos, los intelectuales u organizaciones de la sociedad civil. Las inquietudes ante los contenidos que los nuevos medios difundían se vieron también extendidas entre numerosos participantes, quienes compartieron esta preocupación con otros actores sociales del período. El carácter eminentemente comercial de la radio parecía desvirtuar la capacidad de una novedosa tecnología para divulgar a una escala sin precedentes contenidos que, a ojos de los contemporáneos, contribuirían a alcanzar fines más elevados que el mero entretenimiento. Por último, la polémica llama la atención sobre una actitud más difusa respecto a lo nacional, también operante en estos sectores amplios, en un período del desarrollo del país y del estado en que los significados ligados a ello cobraban especial relevancia.

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Notas

* El autor desea agradecer a los/as revisores/as anónimos/as por sus útiles comentarios y sugerencias.
1 Si bien este fenómeno ha sido matizado para el interior bonaerense (Pasolini, 2006: 46-59), la presencia de cartas procedentes de esta región, señalada en nuestra introducción, permite inferir que el alcance de este tipo de publicaciones excedió la capital.
2 Incluso merecerían, décadas después, una referencia en la célebre Boquitas pintadas, ambientada en la década de 1930: al adentrarse en la habitación de la joven Mabel Sáenz, el narrador detiene su atención en una carta enviada por la muchacha, bajo el pseudónimo de “Espíritu Confuso”, al Correo del corazón de la revista Mundo femenino, donde describe sus dilemas amorosos con Juan Carlos Etchepare. Puig, Manuel (1969). Boquitas pintadas. Buenos Aires: Sudamericana.
3 En su tesis doctoral sobre la editorial Atlántida, la autora ha examinado el Epistolario sentimental de la revista Para ti, donde las lectoras del magazine realizaban consultas amorosas a la presunta psicóloga Leda, encargada de la sección.
4 Allí, el escritor sostenía irritado que habían sido precisamente las misivas que “las radioescuchas” le enviaban las que lo habían llevado a dejar “de hablar por la radio”, ya que “no era posible perder el tiempo con semejante clientela”. No obstante, inmediatamente afirmaba que las que le remitían los lectores de sus columnas sí eran “interesantes” y que por eso “allí lo tenían” escribiendo, lo que también puede interpretarse como un guiño, cercano a aquellas estrategias de afianzamiento, al público de El Mundo. Arlt, Roberto (1992). Aguafuertes porteñas: cultura y política. Buenos Aires: Losada.
5 Adamovsky y Arza (2012: 454) afirman que durante las décadas de 1920 y 1930, algunos números alcanzaron el cuarto de millón de copias.
6 Caras y Caretas. 2 de diciembre de 1933, Nº 1835.
7 Caras y Caretas. 16 de diciembre de 1933, Nº 1837.
8 Ex Auditor General de Guerra y Marina y redactor del reglamento de justicia militar vigente entre 1926 y 2008. Aparentemente hostil al yrigoyenismo, fue pasado a disponibilidad por el general Dellepiane en 1929, aunque la decisión se revirtió tras el golpe de 1930. Luego de pasar a retiro en 1932, fue nombrado al frente de esta dirección (Caras y Caretas, 2 de abril de 1932, N° 1.748; Abásolo, 2008: 461-462).
9 Caras y Caretas. 23 de diciembre de 1933, Nº 1.838.
10 Durante el Congreso Eucarístico de septiembre de 1934, monseñor Napal narró el arribo de Pacelli y las diferentes ceremonias del evento en transmisiones que fueron elogiadas por Caras y Caretas (27 de octubre de 1934, N° 1.882). También por aquellos años, Yankelevich contrató al sacerdote para la conducción de un programa en Radio Belgrano (Matallana, 2013: 156).
11 Caras y Caretas. 27 de octubre de 1934, N° 1.882.
12 Caras y Caretas. 17 de noviembre de 1934, N° 1.885.
13 Caras y Caretas. 3 de noviembre de 1934, N° 1.883.
14 Caras y Caretas. 10 de noviembre de 1934, N° 1.884.
15 Caras y Caretas. 1 de diciembre de 1934, Nº 1.887.
16 Caras y Caretas. 24 de noviembre de 1934, N° 1.886.
17 Caras y Caretas. 1 de diciembre de 1934, N° 1.887.
18 Caras y Caretas. 23 de febrero de 1935, N° 1.889.
19 Caras y Caretas. 29 de diciembre de 1934, N° 1.891.
20 Caras y Caretas. 5 de enero de 1935, N° 1.892.
21 Caras y Caretas. 2 de marzo de 1935, N° 1.900.
22 Caras y Caretas. 13 de marzo de 1935, N° 1.902.
23 Caras y Caretas. 16 de febrero de 1935, N° 1.898.
24 Caras y Caretas. 9 de marzo de 1935, N° 1.901.
25 Caras y Caretas. 2 de febrero de 1935, N° 1.896.
26 Caras y Caretas. 11 de mayo de 1935, N° 1.907; 11 de mayo de 1935, Nº 1.910.
27 Caras y Caretas. 24 de noviembre de 1934, N° 1.886; 2 de febrero de 1935, N° 1.896; 16 de febrero de 1935, N° 1.898.
28 Caras y Caretas. 2 de marzo de 1935, N° 1.900.
29 Caras y Caretas. 6 de abril de 1935, N° 1.905.
30 Caras y Caretas. 16 de marzo de 1935, N° 1.902.
31 Caras y Caretas. 9 de marzo de 1935, N° 1.901.
32 Caras y Caretas. 2 de febrero de 1935, N° 1.896.
33 Caras y Caretas. 16 de marzo de 1935, N° 1.902.
34 Caras y Caretas. 27 de abril de 1935, N° 1.908.
35 Caras y Caretas. 13 de abril de 1935, N° 1.906.
36 Caras y Caretas. 1 de junio de 1935, N° 1.913.
37 Apenas un año después de la controversia, el muchacho, ligado al comunismo y al antifascismo, publicaría su primer libro de cuentos, La vuelta de Rocha. Brochazos y relatos porteños, editado por Claridad. Allí cuestiona a la cultura de masas norteamericana, especialmente al cine de Hollywood, como un dispositivo funcional al imperialismo (Celentano, 2012: 3-4). Asimismo, en palabras de Eduardo Romano (2006: 2), en estas narraciones “el discurso tiende a estetizar un ámbito y unos actores sumidos en la abyección”, aunque eso no implica “que los aspectos sórdidos” ni los términos “vulgares e incluso lunfardescos” sean eludidos. De allí en adelante, su obra abordará mayormente la marginalidad social en un registro que Romano ubica entre los boedistas y Arlt. También durante estos años, de acuerdo con Matthew Karush (2013: 188), Kordon publicaría una serie de artículos en la revista Sintonía en los que, en contraste con la carta citada, la influencia del jazz sería señalada como responsable de la “decadencia” en que el autor encontraba sumida a la cultura argentina.
38 Caras y Caretas. 23 de marzo de 1935, N° 1.903.
39 Caras y Caretas. 9 de marzo de 1935, N° 1.901.
40 Caras y Caretas. 23 de marzo de 1935, N° 1.903.
41 Caras y Caretas. 8 de junio de 1935, N° 1.914.
42 Caras y Caretas. 24 de noviembre de 1934, N° 1.886; 16 de febrero de 1935, N° 1.898.
43 Caras y Caretas. 16 de febrero de 1935, N° 1.898.
44 Caras y Caretas. 10 de noviembre de 1934, N° 1.884.
45 Caras y Caretas. 12 de enero de 1935, N° 1.893.
46 Caras y Caretas. 27 de abril de 1935, N° 1.908.
47 Caras y Caretas. 21 de diciembre de 1935, Nº 1.942.
48 Caras y Caretas. 10 de noviembre de 1934, Nº 1.884.
49 Como ha señalado Andrés Bisso (2012) al examinar los disfraces de carnavales en la Buenos Aires fresquista, “la gratuidad simmeliana de quienes se disfrazan para carnaval, sin otra razón que divertirse, puede funcionar(y sin duda lo hace) para quienes realizaron ese acto, pero eso no nos parece óbice para intentar descifrar por nuestra parte, posibles lecturas que extiendan a un panorama político-cultural más amplio, las decisiones del acto de disfrazarse y sus múltiples incidencias”.


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