Perspectivas
Recepción: 22 Julio 2023
Aprobación: 14 Septiembre 2023
URL: http://portal.amelica.org/ameli/journal/278/2784716003/
DOI: https://doi.org/10.14409/extension.2023.19.Jul-Dic.e0003
Resumen: Las prácticas integrales suponen un camino a transitar por parte de la academia en el intento por trascender el paradigma de las funciones escindidas y de la extensión transferencista como práctica acrítica de vinculación con la comunidad. El artículo analiza algunos de los descriptores que caracterizan el formato de las prácticas integrales entendiéndolas como una forma de integrar funciones, saberes, disciplinas en un espacio de aprendizaje situado que privilegia el territorio y el contacto con la comunidad desde una perspectiva dialógica, multiactoral, interdisciplinaria e intersectorial donde es posible construir sentido colectivamente. De esta manera, se proponen y describen algunos dispositivos que permiten objetivar este tipo de experiencias. Se sostiene que un formato de esta naturaleza contribuye no solo a la formación de futuros profesionales comprometidos con la comunidad, sino también a la posibilidad de transformación de las universidades en la sociedad en que se insertan.
Palabras clave: integralidad de funciones académicas, dispositivo, aprendizaje, territorio, extensión universitaria.
Abstract: Integral practices is a path to be taken by the academy in the attempt to transcend the paradigm of split functions and transference extension as an uncritical practice of linking with the community. The article analyzes some of the descriptors that characterize the format of comprehensive practices, understanding them as a way of integrating functions, knowledge, disciplines in a situated learning space that privileges the territory and contact with the community under a dialogic, multi–actor, interdisciplinary and intersectoral perspective where it is possible to collectively build meaning. In this sense, some devices are proposed and described that allow objectifying this type of experience. It is argued that a format of this nature contributes not only to the training of future professionals committed to the community, but also to the possibility of transformation of universities in the society in which it is inserted.
Keywords: integrality of academic funtions, device, learning, territory, universitary extension.
Resumo: As práticas integrais pressupõem um caminho a ser percorrido pela academia na tentativa de transcender o paradigma das funções cindidas e da extensão de transferência como prática acrítica de vinculação com a comunidade. O artigo analisa alguns dos descritores que caracterizam o formato das práticas integrais, entendendo-as como forma de integrar funções, saberes, disciplinas em um espaço de aprendizagem situado que privilegia o território e o contato com a comunidade sob uma perspectiva dialógica, de atuação múltipla, interdisciplinar e intersetorial onde é possível construir coletivamente o sentido. Nesse sentido, são propostos e descritos alguns dispositivos que permitem objetivar esse tipo de experiência. Argumenta-se que um formato desta natureza contribui não apenas para a formação de futuros profissionais comprometidos com a comunidade, mas também para a possibilidade de transformação das universidades na sociedade em que está inserida.
Palavras-chave: integralidade das funções acadêmicas, dispositivo, aprendizado, território, extensão universitária.
Introducción
“La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar”. (Eduardo Galeano)
Las prácticas integrales constituyen un escenario en el que “lo posible” se conjura con “lo deseable” configurando un horizonte que contribuye a delimitar las discusiones epistémicas que comienzan a perforar las lógicas tradicionalistas imperantes en las universidades latinoamericanas, donde las funciones académicas son concebidas como disociadas (Zavaro Pérez, 2020a).
Las particularidades de este escenario se explicitan en una estructura organizacional que se corporiza en diferentes facultades, secretarías, direcciones, departamentos, cátedras y estamentos, por citar algunos de los compartimentos en los que se concibe de manera escindida el funcionamiento de la universidad como institución. La relación estructura–función no es tampoco tan lineal en tanto emergen en el seno de la comunidad académica posicionamientos que sostienen la necesidad de trascender esa fragmentalidad, y que encuentran en quienes se desempeñan de manera cotidiana en diferentes funciones un vórtice donde convergen y se explicitan las contradicciones que impone la práctica misma.
No es cierto que las funciones académicas puedan acotarse a la docencia, a la investigación y a la extensión universitaria, tal como se configuraban las universidades en el siglo pasado. Los debates que hoy atraviesan a la universidad latinoamericana no solo implican una diversidad de líneas de trabajo en la que las y los académicas/os se reconocen, sino también, y a partir de esa atomización, se plantea una suerte de convergencia en la que los límites de algunas de ellas comienzan a erosionarse e integrarse (Zavaro Pérez, 2020a), al menos en una práctica objetivada en individualidades y en unas pocas experiencias colectivas.
No obstante, si la integralidad supone un horizonte de transformación para las universidades contemporáneas y futuras, resulta imperioso concebir y discutir formatos y dispositivos posibles en los que estas experiencias puedan ancorar y de ese modo contribuir a formular y co–construir ese sendero de transformación que aun hoy parece una utopía. Este, sin dudas, es un gran desafío en lo inmediato y, al menos en términos teóricos, el propósito de estas líneas.
De la extensión a la integralidad
Es cierto que los debates sobre integralidad son en los últimos años el emergente de algunas reflexiones teóricas provenientes del campo de la extensión universitaria. ¡No es casual!
La extensión —entre las funciones académicas— fue configurándose como aquella que posibilitó articular el contacto “cuerpo a cuerpo”, real y sostenido de las/os universitarias/os con la comunidad. En ese proceso se fueron forjando vínculos que contribuyeron a alimentar en las/os vecinas/os y referentes barriales los imaginarios sobre “lo universitario” que hoy preceden al trabajo en territorio y que, a su vez, forman parte de las tradiciones que ha logrado acumular la práctica extensionista.
Las primeras experiencias contribuyeron a consolidar un paradigma transferencista que no ha sido ajeno a la lógica positivista (Serna Alcántara, 2017) que imperó en la universidad de los siglos XIX y XX, que aún perdura a pesar de algunas críticas, y que refleja cómo el conocimiento académico se ha posicionado respecto de otras formas de conocer el mundo y de reconocerse en él a partir de la naturaleza de ese saber. Suponer que el rol de la extensión universitaria es “evangelizar” a la sociedad acercándole un conocimiento mesiánico que permitiría explicar la realidad de los barrios y los modos en que las y los vecinas/os podrían relacionarse con ella ha sido casi un despropósito que, no obstante, ha arraigado en muchos proyectos de extensión que todavía circulan en las barriadas donde se “extiende” el trabajo de las/os extensionistas.
Sin embargo, en algunas de las universidades latinoamericanas, y de cara a la coyuntura social que ha atravesado la historia del sistema educativo en la región (Cano Menoni, 2017), comenzó a gestarse un movimiento crítico que ha ido perfilando un contexto en que el vínculo con el territorio es pensado desde una perspectiva dialógica, constructivista y emancipatoria. Las ideas de Freire (1973) sobre la extensión y los debates que el texto ha suscitado en las/os extensionistas han tomado cuerpo en diversas manifestaciones del trabajo comunitario de las universidades. En ese contexto, un nuevo paradigma problematizador (Zavaro Pérez, 2020b) delimita nuevos modos de relación en los que la práctica extensionista se redefine interpelada por la mirada de la comunidad que comienza a encontrar en las/os universitarias/os un interlocutor válido con quien formular diagnósticos participativos y, sobre la base de ellos, planificar una secuencia de problemas a abordar que, incluso, en algunas experiencias han terminado por configurar agendas de problemas sobre los que definir las estrategias de intervención.
Aun así, y a pesar de que la extensión crítica (Tommasino y Cano, 2016) ha contribuido a redefinir a la extensión desde su praxis, poniendo en discusión la polisemia que la caracteriza y los modelos (modos) en los que se explicita, revisándolos desde un pensar sobre el hacer, el enfoque complejo que requiere el abordaje de los problemas en territorio, desde un paradigma crítico, reconfigura el rol social de las universidades y contribuye a impulsar una suerte de reforma en la que las prácticas integrales se presentan como horizonte de transformación.
En clave de integralidad…
Si bien la idea de integralidad resuena como colofón de muchos debates que hoy empiezan a totalizar parte de la agenda universitaria de la extensión, y esta aparece como la posibilidad de dar un salto cualitativo hacia una universidad diferente que es posible construir, también es alarmante que, en la mayoría de los foros de discusión, de los conversatorios, jornadas y congresos, muchas de las prácticas extensionistas tradicionales comiencen a ser presentadas bajo el paraguas de la integralidad, sin que exista un análisis profundo de los supuestos y las implicancias que definen el formato.
No existe un consenso sobre el tema, ni definiciones inequívocas al respecto, pero abstenerse de una caracterización, al menos incipiente, en pos de una construcción colectiva, reviste el peligro de que la diversidad de experiencias que se presentan bajo esta denominación (pero que terminan reproduciendo lo instituido, aunque de manera maquillada), terminen por convertirlas en una práctica igual de polisémica.
En ese contexto, es importante que el camino a la integralidad, incluso con el entusiasmo que pueda suscitar en un sector de la academia, en particular en quienes se sienten comprometidas/os con la transmutación de sus propias prácticas, pueda delimitarse por ciertos descriptores que representen los acuerdos alcanzados sobre los significados y significantes inmanentes al formato. De hecho, no se trata de que la integralidad encarne la metamorfosis de la extensión, aun cuando la extensión crítica pueda constituir el punto de partida en ese proceso, sino que esta termine diluyendo —en el plano de lo pedagógico— los límites que disocian a las prácticas académicas, integrándolas.
Tommasino y Rodríguez (2010), en un documento referido a la II Reforma de la Universidad de la República (UDELAR) mencionan algunas de las características que deberían regir —en ese contexto— el proceso de transformación de la extensión hacia la integración de las prácticas (Tommasino et al., 2010) y si bien el tema ha sido desarrollado con posterioridad (Cano Menoni y Castro Vilaboa, 2016; Tommasino y Stevenazzi, 2016; Bonicatto, 2019; Zavaro Pérez, 2020c; Barreraset al., 2022), considero que profundizar en algunas de las especificidades del formato que pudieran operar como descriptores puede constituir un insumo para el debate y la caracterización del espacio.
Una de las claves del formato es la integración de las funciones académicas, no como articulación entre temas de investigación, proyectos de extensión y prácticas docentes, sino como instancias en la que estas funciones, que han sido concebidas y delimitadas como compartimentos estanco de la vida académica, encuentren puntos de dilución en los que se fundan sus fronteras (Zavaro Pérez, 2020a). De esta manera, el abordaje de un determinado tema no solo debería explicitarse desde el punto de vista teórico, sino también a partir de la implementación y naturalización consciente de aquellas metodologías que conforman el campo disciplinar y que son puestas en diálogo en instancias de verificación (en el caso de los contenidos de corte científico) o de otras formas de explicitación que dependen de la lógica y las tradiciones disciplinares, siendo que los modos en que históricamente la universidad se ha relacionado con el territorio —desde la extensión— se consolidan e integran en la manera de concebir la experiencia y la naturaleza de los saberes que en esa instancia circulan.
Este modo de integrar las funciones en experiencias concretas no puede concebirse al margen de la comunidad, pero esta no solo es un punto de referencia, sino el escenario mismo del trabajo y uno de los propósitos de la intervención. Los problemas, que son parte de la cotidianidad del territorio y de sus habitantes, constituyen el eje central que da contexto a la práctica, sentido y ductilidad. En esa coyuntura, los problemas se constituyen en problemas de estudio, en objeto de reflexión y, sobre todo, en hipótesis de transformación (Zavaro Pérez, 2020c), fomentando en las/os estudiantes un aprendizaje mediante el trabajo colaborativo que delega responsabilidades en ellas/os (Sánchez y Ramis, 2004), sin que este modelo desvirtúe el rol de las/os docentes como mediadores del conocimiento. Este enfoque no solamente convierte a la práctica en una experiencia situada, sino que además convoca a la comunidad, siendo que en esa convocatoria subyace otra de las razones de la importancia del formato.
En este sentido, el abordaje de la problemática no es referencial, sino que se constituye en una situación en la que se resignifica la práctica. No se trata de una referencia para desarrollar un tema teórico, sino de un problema concreto que debe ser diagnosticado y en cuyo diagnóstico es preciso desplegar diferentes metodologías en un marco analítico que privilegia la circulación de opiniones, de puntos de vista y de enfoques en los que se ponen en diálogo los saberes académicos, las experiencias de las/os especialistas en el tema y el conocimiento de la comunidad. No es tampoco un diálogo en el que un tipo de conocimiento se transfiere acríticamente, sino una experiencia en la que saberes y perspectivas se focalizan en la problematización y la producción de conocimientos.
Claro, los problemas no siempre son fácilmente abordables y mucho menos es posible lograr una resolución inmediata. Una de las causas de esto es la complejidad que supone la multiplicidad de dimensiones que los atraviesan. He ahí otro de los descriptores de la integralidad: la necesidad de trascender el paradigma simplificador y fragmentario que ha caracterizado a la enseñanza de las disciplinas, de tal suerte que esa problematización suponga una mirada compleja. Categorías propias de la noción de complejidad (Eschenhagen, 2007; Flores, 2011) como escala, recurrencia, temporalidad, concatenación, nivel de organización, interrelaciones, intersubjetividad, entre otras tantas, resultan significativas en el modo de abordarlos.
El enfoque interdisciplinar al abordar la complejidad, entonces, se hace necesario e imprescindible. De esta manera, el problema se convierte en un nodo de convergencia de puntos de vista y de desarrollos teórico–metodológicos donde diferentes disciplinas buscan puntos de encuentro que permitan realizar una lectura focalizada. Esa perspectiva analítica, incluso, debería incorporar dimensiones transdisciplinares en temas como género, ambiente o derechos humanos (Zavaro Pérez, 2021a).
La convocatoria no es únicamente a la comunidad académica, que desde distintas disciplinas que forman parte del campo o de las derivaciones posibles de una asignatura que integra la malla curricular, puedan aportar conocimiento a la problematización, sino que también es convocada a la participación plena la comunidad. Es posible que esa convocatoria se concrete de diversas maneras: desde la aceptación y el consentimiento de la intervención ante la presencia de las/os universitarias/os en los territorios en que se objetiva la práctica —y que constituye territorio personal “invadido” por quienes son ajenas/os a él—, hasta la participación activa en algunas de las actividades propuestas e incluso en una plena actuación durante la planificación. Y es que otro de los rasgos de este formato es la gestión de la intervención. Visibilizar aquellas situaciones que, eventualmente, puedan representar un obstáculo para el correcto desarrollo de la práctica permite incorporarlas a la problematización, de manera que la comunidad, o al menos algunos de sus referentes, y aun las/os estudiantes, puedan intervenir en ella aportando ideas innovadoras que fortalezcan la posibilidad de gestión, convirtiéndola, también, en una experiencia de aprendizaje.
Convocar a la comunidad de manera inmersiva, por otra parte, redefine la práctica docente y la transforma en un espacio de formación multiactoral como resultado de la confluencia de los diferentes claustros que conforman los estamentos de la academia, y de aquellos sujetos que, por fuera de los muros de las universidades, inciden en ella y bajo esa concepción influyen en cómo acontecen los aprendizajes desde la perspectiva dialógica. Otros actores y subjetividades que convergen en ese escenario son las instituciones gubernamentales, con la complejidad que esa articulación implica, las organizaciones no gubernamentales de la sociedad civil e incluso instituciones internacionales en algunos casos. También las organizaciones sociales y políticas son actores intervinientes, conjuntamente con referentes barriales, y por supuesto con las vecinas y vecinos que se acercan de manera espontánea motivados por el interés que suscita la presencia de la universidad en los barrios.
Esta diversidad, además de constituir una referencia a lo multiactoral, remite a lo intersectorial en tanto no todas las terminales de esas articulaciones conforman un mismo sector de la sociedad, incrementando, en consecuencia, la complejidad de la práctica con relación a los vínculos con (y entre) los diferentes actores de la comunidad (Emiliozzi et al., 2011). Sin embargo, esto no representaría un problema para el formato, sino una oportunidad para trabajar otras dimensiones de la práctica como la resolución de conflictos o el abordaje de las contradicciones antagónicas, con la relevancia que estas categorías tienen en la contextualización de la formación de las/os futura/os egresada/os.
No es casual que, en un contexto tan complejo, tanto por la naturaleza de la problemática que pueda ser abordada como por la diversidad de actores y sectores de la sociedad que convergen con muy disímiles intereses, sea necesario llegar a consensos. La forma en que el paradigma problematizador puede contribuir a deconstruir la realidad, los imaginarios establecidos en torno a esta y los preconceptos que puedan estar en juego —bajo un formato de ateneo que podría constituirse en la experiencia inaugural de un primer ejercicio de diagnóstico y de reconocimiento de las intersubjetividades—, es relevante. No obstante, el trabajo en torno a problemas requiere, a partir de esa suerte de aproximación, superar las instancias de los reclamos individuales atravesados por los intereses sectoriales, esto es: los diferentes colectivos intervinientes, las instituciones —aun aquellas que son responsables de la gestión social— y los intereses académicos y contenidos que dan cuerpo a los documentos curriculares, para desplegar un proceso colectivo de construcción de una demanda (Retamozo, 2009) que pueda ser resultante de esa problematización y del surgimiento de acuerdos en el establecimiento de las prioridades.
Las prioridades, por otra parte, conducen a la formulación de una agenda de problemas que constituye tanto la base de la planificación, como la hoja de ruta de la intervención, teniendo en cuenta los significantes, las urgencias, las posibilidades de resolución y la articulación de contenidos que permitan trabajar, de manera ordenada, los saberes disciplinares a fin de que no se pierda de vista que este proceso también es parte indisociable de la agenda curricular.
En esta formulación colectiva de la planificación de la intervención y de la agenda a partir de las demandas y los diagnósticos previos, es posible entonces desarrollar experiencias tendientes a la deconstrucción del problema y a la búsqueda de soluciones y propuestas. En ese proceso es preciso establecer las instancias y modalidades de abordaje, siendo que otro de los descriptores emergentes del formato es la construcción —inevitable— de un lenguaje común y de vínculos interpersonales que, por otra parte, constituyen uno de los aspectos centrales de la formación en valores.
En este modo de concebir y construir los vínculos con el territorio, el compromiso, no solo de las/os estudiantes en términos individuales y de las/os docentes, sino también de la universidad como institución, y de la comunidad, se constituye en la piedra fundacional de lo posible como paráfrasis de las ideas freireanas respecto de lo inédito viable (Pinto Araujo, 2022).
Lo inédito, así, con relación a las prácticas integrales, implica trascender la lógica escindida de las funciones académicas para presentarse como un formato centralmente pedagógico que, con fuerte impronta de la tradición latinoamericanista de la educación popular, la ecología de saberes y las metodologías participativas (Erreguerena, 2020), y bajo la concepción del “aula fuera del aula”, tal como sostiene Kaplún (2014), se configure como horizonte en el escenario de transformación de las universidades, consolidando un corpus teórico metodológico al que sugiero denominar como pedagogía de la integralidad.
Siendo, entonces, que el contexto de convergencia de estas prácticas es lo pedagógico, resulta imprescindible fomentar una sistematización permanente de las instancias y etapas que configuran la práctica, de las situaciones que las favorecen u obstaculizan y de los emergentes en cuanto a los vínculos que en ella se establecen. De esta manera, la sistematización debería incorporarse como un proceso cotidiano reflexivo, ordenador y crítico (Jara Holliday, 2020) que posibilite, desde una postura revisionista, repensar permanentemente la planificación, la intervención e incluso los objetivos, los modos de construir las relaciones interpersonales y de redefinir a la práctica misma.
Por otra parte, si estas prácticas se limitan, en tanto experiencia pedagógica, a la lógica del año lectivo, y teniendo en cuenta que las expectativas de la comunidad y las derivaciones de las problemáticas sobre las que se planifica la intervención exceden ese tiempo y mutan permanentemente, este tipo de experiencias debería ser entendido como un proceso sostenido en el tiempo que honre el compromiso construido. En ese contexto la sistematización, más que oportuna, es imprescindible para garantizar la comprensión de la evolución de la práctica misma y la reformulación sostenida de la propuesta, atenta a las agendas y a los procesos que la atraviesan.
En síntesis, un formato que adhiera a la pedagogía de la integralidad debe ser singular e innovador y contribuir a diluir algunos de los límites que hasta el momento parecían infranqueables bajo la impronta de las prácticas académicas disociadas. Además, debería centrarse en la formación situada sobre la base de problemas que son abordados desde una perspectiva compleja, multiactoral, interdisciplinar, intersectorial e intersubjetiva, que fomente un aprendizaje significativo a partir de un proceso dialógico de construcción de la demanda y de formulación de una agenda que permita desarrollar prácticas donde converjan saberes de diferente naturaleza, metodologías diversas y modos reflexivos y analíticos de sistematización y de producción de conocimientos, que encuentren en la oralidad, en la escritura académica, en la comunicación y en diferentes lenguajes y expresiones artísticas, nuevas formas de circulación de las ideas y estrategias innovadoras que promuevan la construcción colectiva de sentido y la organización comunitaria.
De la teoría a la práctica: los dispositivos como configuraciones didácticas
No solo es importante definir las características del formato en que puedan inscribirse las prácticas integrales. La posibilidad de transitar un sendero cuyo horizonte es la integralidad, como síntesis de diversas formas de habitar la universidad y dar sentido al diseño de una nueva reforma que posibilite una simbiosis con la sociedad, formado sujetos integrales comprometidos con esa transformación, requiere del diseño de diferentes espacios que, atravesados por esta pedagogía, puedan alojar —y resguardar, he ahí el valor de lo pedagógico— las múltiples iniciativas que puedan ir delineando ese camino. Esto supone definir espacios que se adapten a los contextos en los que se insertan las prácticas, pero que a su vez sean capaces de conservar los rasgos identitarios del formato y los fundamentos epistémicos que lo distinguen.
En este sentido, recurrir a las posibilidades que brindan algunos dispositivos que hoy conforman la trama de la malla curricular de las universidades latinoamericanas, e incluso encontrar otros nuevos o algunas interfaces entre los existentes que posibiliten esa metamorfosis, es una necesidad.
Algunas de las propuestas se describen y discuten a continuación bajo el término “dispositivo”, que es entendido como una configuración didáctica (Litwin, 1997) singular cuya estructura responde a una articulación de propósitos, actores, actividades, saberes disciplinares y metodologías, etc., que, en el marco de la pedagogía de la integralidad, son pensados como espacios habitables que conforman una arquitectura de instancias de formación complementarias. Los proyectos anidados en el marco de programas (1) que redefinen el trabajo territorial, la formación sostenida de auxiliares docentes en temas pedagógicos de integralidad (2), los ateneos de formación y planificación con docentes e investigadores (3), las experiencias curricularizadas de aprendizaje situado (4) y la resignificación de las prácticas preprofesionales supervisadas o de las prácticas sociocomunitarias son algunos de ellos.
Dispositivo de proyectos y programas anidados
Los proyectos constituyen uno de los dispositivos más tradicionales y operativamente disponibles en que se planifican las propuestas académicas a partir de un marco lógico (Cárdenas Torradoet al., 2022). A través de ellos es posible trazar objetivos, diseñar una estrategia operacional que permita desarrollarlos, definir un presupuesto y un cronograma que posibilite su realización, e incluso formular indicadores de impacto para evaluarlos (Zavaro Pérez, 2021b). Proyectos de investigación, curriculares, de investigación y desarrollo (I+D), así como los proyectos de extensión en sus más diversas convocatorias, han representado algunos de los instrumentos en que las/os universitarias/os han logrado canalizar y gestionar sus propuestas de trabajo.
Sin embargo, las convocatorias tradicionales por proyectos a menudo presentan algunas dificultades con relación a la pedagogía de la integralidad, y la primera de ellas es la escasa ductilidad que ofrecen como resultado de la necesidad de definir y observar objetivos que deben estar atados a metas concretas (que no condicen con las dinámicas territoriales) y a indicadores de impacto. Otro de los inconvenientes es que la definición de esos objetivos suele excluir las etapas de diagnóstico al presuponer que este debe ser previo a la proyección de las propuestas de trabajo, mientras que la acotación de la planificación a un tiempo determinado, que es establecido con anterioridad —y suele ser corto—, limita su sostenibilidad en el tiempo.
Los programas, en cambio, son más holísticos y con una mayor temporalidad (de tres a cinco o diez años). En ellos la flexibilidad suele ser mayor, los objetivos que se formulan son más generales y, en ese marco, la estructura permite resignificarlos como arquitecturas en las que es posible alojar, entonces, proyectos más acotados capaces de conformar una estructura anidada donde prime la planificación situada y versátil.
Si, bajo la pedagogía de la integralidad, la definición de programas marco permite focalizarse en los propósitos de un diagnóstico situado que responda a las necesidades de gestión del territorio en contextos determinados, y estos programas son delineados con la suficiente flexibilidad como para posibilitar una revisión sostenida en el tiempo, capaz de garantizar su permanencia en función de las necesidades y, sobre la base de ellas, establecer una agenda de problemas para planificar la intervención, entonces los proyectos que puedan ser formulados en el marco de estos programas representan una herramienta útil para focalizarse en el abordaje de las demandas. El uso articulado de este tipo de dispositivos posibilitaría diseñar una estructura anidada y jerárquica para orientar modos de intervención en territorio.
Dispositivo de formación de auxiliares docentes
Puesto que las prácticas integrales encuentran contexto de aplicación en los espacios de formación de futuros egresados, apelar a la formación de las nuevas generaciones de docentes universitarias/os puede ser una estrategia interesante para insertar, aunque sea de manera colateral, el debate en torno a estos temas e incentivar también a los colectivos docentes a involucrarse en este tipo de experiencias.
Es común que parte de la planta docente de las universidades esté compuesta por auxiliares que pertenecen al claustro de alumnos, por adscriptas/os o por colaboradores. Estudiantes que, interesadas/os en una disciplina determinada del conocimiento, se entusiasman por la docencia sin que usualmente formen parte de algún programa de formación. Muchas de las formas de enseñar son intuitivas o, en caso contrario, aprendidas de quienes se desempeñan como docentes (Bailey Moreno y Flores Fahara, 2022), replicando un habitus instituido (Capdevielle, 2011) que suele reproducir las tradiciones de las disciplinas de manera acrítica.
Promover la formación de quienes están interesadas/os en la docencia universitaria es fomentar en un futuro cercano la transformación de la enseñanza e incluso inyectar con nuevas ideas los colectivos de docentes que integran las cátedras y materias mediante fisuras que puedan ser permeables a esta propuesta pedagógica. Las particularidades del dispositivo donde se objetiva el formato implicaría generar un espacio de formación con y para estudiantes, pero a través de convocatorias específicas que involucren el consentimiento de las/os profesores titulares o de quienes se encuentren a cargo de las materias en las que se desempeñan, a fin de generar —a futuro— instancias de reflexión con esos colectivos.
Estos cursos de formación deberían formularse sustentados en un programa que combine contenidos del campo de la pedagogía y la didáctica, instancias de reflexión sobre sus propias prácticas áulicas y, sobre todo, debates acerca de la pedagogía de la integralidad, en tanto que la experiencia territorial podría realizarse en instituciones de enseñanza media, en particular con grupos de alumnas/os de los últimos años. La definición de los actores participantes contribuiría, colateralmente, a la divulgación de la oferta académica de las universidades, a aclarar las incumbencias de diferentes carreras universitarias, y a aproximar a las/os chicas/os que cursan la enseñanza media (secundaria o técnica) a la cotidianidad de la vida universitaria, facilitando así futuros procesos de afiliación.
Esta clase de experiencias situadas, que trabajan sobre la currícula y atentas a demandas específicas que es posible co–construir con las/os docentes y directivos de las instituciones preuniversitarias, constituyen un ámbito para la reflexión y la integración de saberes, experiencias y metodologías que son característicos del formato. Complementariamente, sería factible acompañar un proceso de diseño de una propuesta que responda a demandas concretas de las/os estudiantes de grado que se encuentran cursando la asignatura en la que se desempeñan como auxiliares. Que esta propuesta pueda llevarse a cabo con la aceptación del responsable de la materia, al menos bajo el formato de taller, es una buena oportunidad para revalorizar ese trabajo de formación y capacitación y, a su vez, quienes han transitado por ese proceso pueden convertirse en un puente que permita permear el acceso a las cátedras en las que participan.
Dispositivo de ateneos de formación–planificación
Este es un dispositivo sumamente importante en la construcción de sentido en torno a la pedagogía de la integralidad en el seno de la comunidad académica, especialmente porque representa un espacio para el intercambio de opiniones y la formación de quienes se desempeñan como docentes universitarios, están al frente de las aulas y, por tanto, tienen la oportunidad de introducir cambios en sus propias prácticas a partir de un proceso reflexivo. Profundizar en temas relacionados con los fundamentos teóricos del formato, con sus potencialidades, e incluso con las dificultades que implica la gestión de estas prácticas en territorio, posibilita la co–construcción de una trama conceptual para depurar las perspectivas transferencistas en la objetivación de tan disímiles experiencias.
La diversidad del colectivo —en cuanto a las trayectorias y disciplinas de quienes lo conforman— es uno de los aspectos que pueden enriquecer el dispositivo. Las convocatorias abiertas a participar en este tipo de espacios habilita la conformación de grupos tan heterogéneos que podrían incluir investigadores de diferentes disciplinas, docentes de asignaturas y facultades distintas con interés en el tema, pero sin experiencia en el formato y, por supuesto, extensionistas con experiencia en territorio por haber participado o dirigido proyectos de extensión que, por las características de esas propuestas, muchas veces colisionan con las lógicas de la integralidad.
Atreverse a recorrer el sendero de la deconstrucción de los paradigmas instituidos constituye el mayor de los desafíos del dispositivo a la par que permite conformar y consolidar —a futuro— una comunidad crítica que, revisando sus propias prácticas, se enfrente a la oportunidad de delinear estrategias de transformación de los espacios en los que participan e incluso construir propuestas de nuevos espacios coparticipados.
Dispositivos de aprendizaje situado
Este quizás es uno de los dispositivos más complejos en su instrumentación, pero a la vez con las mayores potencialidades. Los debates sobre la necesidad de curricularizar la extensión han sido una constante en la vida universitaria (Arocena, 2010; Zavaro Pérez, 2019), en tanto en muchas unidades académicas esta actividad no encuentra el debido reconocimiento ni es considerada, al menos explícitamente, como formativa, al no configurar los recorridos curriculares. Si bien la gestión del presupuesto universitario da cuenta de incrementos sostenidos en los últimos años destinados al financiamiento de proyectos en extensión, voluntariado o compromiso social, que traslucen el propósito de jerarquizar y masificar la práctica extensionista, esto no se explicita ni en los espacios de legitimación, como concursos o informes de evaluación, ni en la incorporación de estudiantes a esos espacios que siguen siendo minoritarios.
En contraposición, si las cátedras o las materias de grado, en el caso de aquellas instituciones departamentalizadas, incorporan a los estudiantes que se encuentran cursando la materia al trabajo en territorio, la resignificación de esas instancias de aprendizaje se multiplica respecto de la posibilidad de que la formación en extensión esté circunscripta a la lógica de los proyectos tradicionales.
No obstante, el dispositivo no supone que las cátedras hagan actividades de extensión descontextualizadas; y, aun cuando sean resultado de una planificación con relación a demandas cogestionadas, tampoco se trata de que estas experiencias se encuentren al margen de los programas de estudio. Siendo que este dispositivo se enmarca en la pedagogía de la integralidad, los vínculos territoriales se dan en el abordaje de problemas concretos que recuperan las tradiciones de la extensión, pero en diálogo con los contenidos de la materia.
Existen muchas experiencias que en este camino han comenzado a corporizarse teniendo como horizonte la integralidad, más allá de que estas resultan diferentes en cada una de las cátedras (Lamarche y Zavaro Pérez , 2018; Lamarche et al., 2019), tanto por la naturaleza de los contenidos que las configuran como por las posibilidades reales de vinculación con la comunidad y, en consecuencia, de sostener su intervención en territorio en consonancia con las pautas del programa de estudios y de la agenda del año lectivo. En este sentido, la sostenibilidad es un factor fundamental a tener en cuenta al establecer los compromisos de trabajo entre los actores involucrados, de manera que la experiencia no se abandone de un año a otro, pero tampoco se repita en todos los ciclos lectivos de la misma forma. Esto implica en cada edición un esfuerzo de planificación para recuperar el trabajo previo, como diagnóstico, y plantear nuevas formas de intervención que satisfagan tanto las expectativas de la comunidad como la de las/os estudiantes y docentes.
El dispositivo pretende fortalecer los vínculos con vecinas/os y referentes e incluso incorporarlos como invitados de manera regular en algunos de los segmentos del trayecto de la materia. Esto no solo está en sintonía con la pedagogía de la integralidad, sino que fomenta la lógica de la formación contextualizada, de la resignificación de los contenidos conceptuales a través de la praxis desplegando metodologías propias de cada disciplina, y del diálogo entre distintos tipos de saberes y sujetos.
La posibilidad de que existan varias cátedras trabajando al unísono en territorios distintos o en un mismo contexto con diferentes problemáticas, y aun con un mismo problema, pero con enfoques diferentes que están condicionados por el recorte disciplinar, resulta sumamente provechoso, mientras que presentar estas experiencias en jornadas de trabajo —como cierre del año lectivo—, por ejemplo, es enriquecedor y, al mismo tiempo, una oportunidad para repensar y reformular permanentemente las prácticas.
A su vez, uno de los grandes aciertos del dispositivo en términos de la curricularización es la posibilidad de que quede incorporado al programa de las materias que lo implementan y que incluso los informes o las relatorías reflexivas que puedan ser elaborados por las/os estudiantes en ese marco puedan sustituir alguna de las instancias de evaluación. No obstante, un nivel superior en la objetivación del dispositivo sería el trabajo de varias materias en torno a una problemática particular que sea capaz de sintetizar las diferentes demandas por parte de la comunidad.
La idea, que implicaría una transición de las prácticas integrales hacia una práctica integrada, constituiría una novedad pedagógica que podría ser curricularizada como un espacio de formación vertical común a todas las carreras y disciplinas, y que resulta factible de implementar en aquellas instituciones donde algunos tramos de formación puedan ser reconocidos a través de la acumulación de créditos. Este dispositivo, si bien podría implicar un mayor esfuerzo de gestión para garantizar la coordinación entre diferentes facultades, instituciones y territorios, constituye un modo peculiar de intervención territorial sumamente relevante no solo para la comunidad, sino también para la propia universidad como institución y para quienes forman parte de ella y habitan ese espacio. Delinear esta síntesis no ha de resultar fácil, pero tampoco imposible, y probablemente requiera de una profunda discusión académica. Un espacio que aparece como relevante para gestar ese diseño es el dispositivo de los ateneos propuestos anteriormente, tanto por la heterogeneidad en cuanto a disciplinas de origen y de experiencias transitadas de quienes los integran, como por la posibilidad que el espacio mismo ofrece para la planificación conjunta como usina de ideas.
Dispositivo de prácticas preprofesionales supervisadas y prácticas sociocomunitarias
Las llamadas prácticas preprofesionales supervisadas se han convertido en una exigencia sujeta a la posibilidad de acreditación de muchas carreras. No es algo casual, ya que realizar experiencias vinculadas a la actividad profesional antes de que termine la formación de grado es visualizado como positivo. Acuerdo, aunque en muchas oportunidades ese tipo de vínculos opera como un espacio de ejercitación que no siempre responde a las necesidades de la comunidad y en muchas carreras tardío, en tanto se alojan en el último año de la carrera.
El formato ancla en experiencias muy diversas, al menos en la Universidad Nacional de La Plata (Lezcano y Gajate, 2016; Farré et al., 2020; Velasco, 2020; Iantosca, 2021), donde existen posiciones encontradas y resistencias. En algunas carreras, estas prácticas han representado un obstáculo o una dilación en el egreso, mientras que, en otras, su puesta en marcha ha implicado una cuota de improvisación o ha demandado una planificación ad hoc para la que no existía una estrategia previa, quedando en general bajo la supervisión de las cátedras o asignaturas de los últimos años, al menos en aquellas carreras donde no se requiere de la elaboración de una tesina para el egreso.
A pesar de ello, la reapropiación de esta figura, bajo la pedagogía de la integralidad, permitiría contribuir a la curricularización de la experiencia territorial bajo la lógica de la integración de funciones, saberes y actores.
En palabras de Bauzá et al. (2018), las prácticas sociales educativas constituyen una estrategia pedagógica que, desde la función de docencia universitaria y a través de la articulación de las funciones sustantivas de la universidad, procuran un espacio específico de formación integral y promueven la cristalización del compromiso social universitario.
Esta reapropiación implica, entonces, apelar a un dispositivo que deponga la formación por competencias, que suele responder a una mirada liberal de la profesión o con énfasis en la importancia que este formato tiene para el estudiantado, para revalorizar el rol que implica resignificar el ejercicio de la profesión con relación al bien común, a la resolución de problemas en diseño de políticas públicas y a la experiencia colectiva de transformación social.
Algunas consideraciones
Existen varias experiencias que dan cuenta del interés de un sector de la academia de avanzar en el camino de la integralidad. No obstante, el éxito del formato depende más que de iniciativas individuales, que son siempre bienvenidas a pesar del riesgo de la polisemia, del diseño de dispositivos que permitan alojar esas propuestas, y que si bien pueden ser polimórficas en su concepción, configuración y objetivación, deberían estar contenidas bajo un mismo marco epistemológico, pedagógico y didáctico con descriptores comunes. Esto implica un proceso de ajuste a la heterogeneidad de los territorios posibles —que van desde un barrio periférico hasta una escuela preuniversitaria, una institución estatal, una pequeña o mediana empresa, un club de barrio, una cooperativa o una organización social, por citar algunos—, a las muy diversas problemáticas que pueden ser abordadas en esos territorios, a la naturaleza de los vínculos que se establecen con la comunidad, e incluso a los obstáculos y conflictos que surjan durante el proceso de planificación o de intervención, incluyendo la complejidad que supone adecuar los ritmos y las lógicas del año lectivo a la dinámica del espacio de intervención, a las necesidades y prioridades existentes en el mismo y a los imaginarios que lo atraviesan. Desarrollar líneas de investigación sobre la pedagogía de la integralidad como objeto de estudio que animen la escritura de tesis y de artículos académicos es importante y prioritario si aspiramos a construir una nueva reforma pedagógica e institucional.
También es preciso tener en cuenta las resistencias que el formato genera en una universidad que suele ser conservadora por naturaleza y que se configura como un espacio de disputa entre las diferentes fracciones que la habitan y entre los intereses que estas custodian. No obstante, y más allá de las situaciones coyunturales, la posibilidad de que las/os estudiantes transiten por un formato de estas características es relevante como experiencia de formación profesional y como experiencia de vida. En ese contexto, la variedad de dispositivos contribuye a masificar la oferta académica y posibilita que estos sean habitados por actores [fundamentalmente estudiantes] con recorridos e intereses muy disímiles, mientras que su complementariedad permite la existencia de articulaciones que multiplicarían las oportunidades de que un mismo sujeto pueda recorrer varias experiencias a lo largo de su trayecto formativo, en tanto la evaluación procesual a partir de la instrumentación de procesos de sistematización multiactoral podría contribuir tanto a la producción de narrativas que los describan como a la elaboración de un conocimiento reflexivo que invite a la posibilidad de ajustarlas coyunturalmente y reformularlas.
A modo de conclusión
El recorrido de las/os estudiantes por la universidad debería incluir un acercamiento a la complejidad que los saberes académicos recortan en el marco de las materias que conforman el plan de estudio y una aproximación a una realidad que solo es posible de experimentar cuando se tiene contacto con ella y ese contacto apunta tanto a su problematización como a la búsqueda de soluciones a las problemáticas con las que puedan vincularse. Si esos vínculos se dan en el marco de dispositivos específicos que sean capaces de integrar las funciones académicas configurando un formato de aprendizaje que pueda insertarse en la grilla curricular, entonces es posible que este tipo de espacios sea cada vez más frecuente en la oferta formativa de grado, y el camino a la integralidad, aun vislumbrándose en el horizonte, nos parezca cada vez más cerca e incluso nos invite a transitarlo.
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Información adicional
Contribución del autor/a (CRediT): Conceptualización: Zavaro Pérez, C. Redacción – borrador original: Zavaro Pérez, C.
Biografía del autor/a: Carlos A. Zavaro Pérez, Licenciado en Biología. Magister en Ciencias. Doctor en Ciencias Naturales. Docente investigador de la Facultad de Ciencias Naturales y Museo de la Universidad Nacional de La Plata. Profesor asociado de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Belgrano.