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Gesto a tiempo de mambo
post(s), vol. 2, pp. 22-73, 2016
Universidad San Francisco de Quito

Akademos

post(s)
Universidad San Francisco de Quito, Ecuador
ISSN: 1390-9797
ISSN-e: 2631-2670
Periodicidad: Anual
vol. 2, 2016

Recepción: 10 agosto 2016

Aprobación: 05 octubre 2016


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Gesto a tiempo de mambo1

Escribir sobre el gesto es lidiar con aquello que excede el lenguaje a través del lenguaje, es extender los brazos para tocar figuras en movimiento que ya no están allí, es capturar con marcas estáticas en blanco y negro el olor de un cuerpo que no ha dejado rastro. Escribir sobre el gesto requiere, tomando prestada la icónica frase de Peggy Phelan, “una representación sin reproducción” (1993: 146). En lugar de enfatizar la inscripción, Phelan nos señala “la posibilidad de que se puede hacer algo sustancial con el perfil que ha dejado el cuerpo después de que desaparece.” La corazonada de Phelan es que “el perfil afectivo de lo que hemos perdido puede acercarnos más a los cuerpos que todavía queremos tocar” (1997: 3). El impulso de este proyecto académico se encuentra en este deseo de tocar, un deseo de tener cerca cuerpos y espíritus frágiles, de percibir aquellas regiones dentro de nosotros mismos donde vive el conocimiento sentido. Antes que un trabajo etnográfico o lingüístico que intenta codificar y luego decodificar una serie de actos performativos mediante la observación y el análisis, este ensayo sigue a Phelan para capturar el residuo efímero de los gestos en el lenguaje mediante el lente subjetivo y defectuoso de la memoria y de la añoranza.

Apelar a la memoria y a la añoranza, como modos de indagación informa les, ilegítimos e irracionales, es intentar reescribir las reglas de producción de conocimiento para crear un espacio que José Esteban Muñoz llama “evidencia queer: una evidencia que ha sido que erizada en relación a las leyes de lo que cuenta como prueba” (2009: 65). Al igual que Phelan, Muñoz advierte en nuestros deseos académicos de tocar cuerpos que ya no están, los propios recuerdos de habernos emocionado por el tacto, los propios deseos de algo más allá de lo que sabemos. “Y aunque no podemos conservar una persona o un performance mediante la documentación,” reflexiona Muñoz, “podemos tal vez comenzar a evocar, mediante los auspicios de la memoria, los actos y gestos que significaron tanto para nosotros” (2009: 71-72). En estas citas, Phelan y Muñoz describen cómo los académicos y los lectores vivimos el deseo de aquello que “significó tanto para nosotros,” cómo sentimos el abrazo entre sujetos y objetos de estudio. Mi tarea como académica es examinar nuestro deseo de “abrazar cuerpos que se han ido” mediante una proyección de sus vestigios afectivos, del estado de ánimo y del sentimiento que dejan tras de sí. Por tanto, es apropiado que, en este texto, me enfoque en dos gestos de abrazo distintos pero relacionados: el baile y el sexo. A través de una reflexión teórica de estas dos prácticas sociales del cuerpo, desenredo las tensiones entre las posibilidades colectivas de la socialidad, así como las leyes y los límites sociales que también estructuran estos intercambios.

Aunque una considerable cantidad de escritos académicos sobre el gesto se enfoca en el baile, pocos académicos han considerado cómo los gestos estructuran los intercambios sexuales. En todo caso, referencias a las afinidades corporales y sociales entre el mambo horizontal y el mambo vertical frecuentemente van juntas en el habla cotidiana. Tanto el baile como el sexo enfatizan movimientos corporales por sobre actos verbales, y ambos están confinados a campos de pertenencia específicos con reglas sociales y culturales precisas que gobiernan a los participantes y a sus acciones. Comúnmente, el baile y el sexo se consideran prácticas cotidianas que requieren de poca instrucción, que se construyen como “naturales” de formas saturadas de pre-supuestos raciales acerca de los cuerpos y las culturas. Sin embargo, pese a su equivocada representación como prácticas “naturales,” en ambas existe un amplio rango de formas de expresión que evidencia variados niveles de habilidad, entrenamiento y experticia, e incluyen formas complejas de espectáculo, tales como performances de baile, pornografía profesional y muchas otras prácticas sexuales escenificadas2. Cada una de ellas es entendida dentro de marcos de legibilidad y reconocimiento definidos que emergen de la acumulación de experiencias vividas, pero también de los mundos de los medios de comunicación, de la narrativa y de las fantasías que inspiran estas formas vicarias. Tanto el baile como el sexo crean oportunidades para nuevas interpretaciones, performadas y recibidas en cada instancia de su producción, haciendo que cada articulación sea, a la vez, enteramente iterativa y entera-mente nueva. Siguiendo a Carrie Noland, este texto aspira a construir “una teoría de agencia implicada por completo en la corporalidad” que Noland define como “aquel ambiguo fenómeno en el cual la cultura a la vez afirma y pierde su control sobre los sujetos individuales” (2009: 3). El sexo y el baile evidencian cómo las fuerzas sociales ejercen poder sobre el cuerpo, y cómo también, debido a que somos sujetos cinéticos y pulsantes, encontramos nuestras propias formas de “movernos al ritmo del tambor.”

Aunque a menudo sentimos las historias culturales de tacto y de movimiento con mucha fuerza en nuestros encuentros corporales, es difícil nombrar con exactitud cómo los procesos de ritmo y de racialización se dan a conocer al bailar. Pensar sobre el gesto y la materialidad del cuerpo suscita preguntas metodológicas difíciles. Nos obliga a pensar cómo nuestros cuerpos sexuales racializados se propulsan a sí mismos por el mundo. Si como teóricos queer entendemos nuestros archivos académicos como síntomas de los deseos y ansiedades que animan nuestras vidas intelectuales y creativas, ¿qué sucede cuando abordamos la relación entre la olorosa carnosidad de los archivos vivos que habitamos fuera de la página y el análisis de las subjetividades sexuales que producimos en la página? ¿Qué preguntas, metodologías y audiencias se vuelven posibles a través de un performance académico más corporal, y qué fenómenos corporales se nos vuelven disponibles como sujetos académicos curiosos? ¿Cómo hacemos que nuestro pensamiento académico se torne viscoso? Si pensamos que el escribir es una forma de flujo y, con Sara Ahmed, pensamos sobre la “pegajosidad” como “aquello que los objetos hacen a otros objetos,” como una “transferencia de afecto” (2004: 91), la noción de viscosidad nos ayuda a entender cómo formaciones interpretativas previas se adhieren a nuestros gestos académicos de interpretación. La viscosidad se relaciona con la resistencia interna al flujo, con la fricción que se adhiere a los objetos mediante el movimiento. En el interfaz entre el archivo académico y la teoría crítica, la viscosidad nos ayuda a pensar en estas sustancias pegajosas que atascan los engranajes de la significación, aquellos momentos que son demasiado personales o demasiado dolorosos como para permitir el flujo ininterrumpido del argumento o del análisis desinteresado.

En su visionario libro An Archive of Feelings, Ann Cvetkovich hace evidente la urgencia de documentar los excesos de las culturas públicas lesbianas, los huecos y las fisuras que revelan las vidas psíquicas de los sujetos sexuales queer. Cvetkovich explica que “el archivo de sentimientos es tanto material como inmaterial, incorporando a la vez objetos que pueden no ser ordinaria-mente considerados archivos, y al mismo tiempo resistiéndose a la documentación porque tanto el sexo como los sentimientos son demasiado personales o efímeros como para dejar registros” (2003: 245). El “archivo de sentimientos” que Cvetkovich propone requiere que reimaginemos la relación entre cuerpo y objeto, movimiento y sentimiento. Como Muñoz, Cvetkovich desafía lo que cuenta como evidencia en la construcción de la cultura y la historia queer. De forma similar, en For the Hard Ones: A Lesbian Phenomenology / Para las duras: una fenomenología lesbiana, tatiana de la tierra reescribe el significado de la literatura lesbiana y nos pide buscar los archivos de los sujetos femeninos queer por fuera de nuestras prácticas académicas habituales:

Los textos lesbianos se pasan de mano en mano y de boca en boca entre las lesbianas, se encuentran en la piel, en la mirada, en la geografía de las palmas de las manos… existen en textos que parecen no tener nada que ver con las lesbianas o con la literatura: la copia del cliente de un recibo de American Express, una cena para dos en el Café Aroma; un paquete roto de Trojans que una vez contuvo condones lubricados color rojo brillante; una caja de té de frambuesa de Celestial Seasonings; una caja de cerillas con un logo de “Lario’s” por fuera y las palabras “llámame pronto, nena” por dentro. (2002: 49)

Reconociendo momentos de archivo que surgen de lo cotidiano, de la tierra nos invita a dirigirnos hacia el espacio que está más allá de la documentación oficial, dentro del cálido y oscuro abismo de la remembranza y la potencialidad. Aunque sus palabras solo sugieren posibilidades sexuales disponibles a sujetos femeninos queer, sabemos que hay otras narrativas al acecho en los envoltorios vacíos de condones; hay la expectativa de que algo más puede suceder cuando la nena te devuelva la llamada.

El sexo y el baile indexan dimensiones espacio-temporales tanto de la materialidad como de lo efímero. Al pensar en ellos únicamente desde el movimiento corporal o desde la experiencia afectiva se pierde el dinamismo (y tal vez la excitación) que desencadenan sus performances. Para el fenomenólogo Maurice Merleau-Ponty, estos vestigios de experiencia corporal que residen “en el presente vivido” constituyen la “estructura temporal de nuestro cuerpo” (2002: 149, 162). Pero los significados que asignamos a estas prácticas están construidos en relación a los “mundos adquiridos” que habitamos (2002: 149). No existen registros materiales de las narrativas que estoy por compartir con ustedes, ni siquiera las cubiertas de cajas de cerillas con algún significado garabateado. Debido a que este archivo personal comenzó en un momento anterior a la digitalización, incluso las viejas fotografías de personas que ya se han ido están amarillentas o pegadas unas con otras, como resultado de vidas móviles y de cajas de recuerdos que se han perdido. Incluso el día de ayer queda más allá de nuestro alcance: el baile, el sexo y los sentimientos que evocan son demasiado personales y fugaces, demasiado fantásticos y mundanos como para ser contenidos por la documentación. Que los sentimientos se resistan a nuestros intentos de registrarlos solo aumenta el seductivo deseo de capturarlos en el texto. En su ensayo erótico “Sextext,” Frederick C. Corey y Thomas K. Nakayama tratan de textualizar las complejidades de sus propias sensibilidades sexuales queer. Ellos escriben (en singular): “Mi intención es escribir el deseo en voz alta en un performance elaborado que indexe la fugaz naturaleza del deseo en el contexto de un discurso académico que intenta (nunca exitosamente) capturar y llevar a tierra ese vuelo” (1997: 59). Al igual que Corey y Nakayama, yo escribo este texto en voz alta. Sabemos que el deseo sexual circula por todas partes. Ingresa en nosotros a través de las profundas expresiones guturales emitidas en bares y habitaciones; lo vemos pasar de un cuerpo a otro en los intercambios de miradas en las salas de conferencia; es capturado en el calor de un salón de baile lleno de gente; escuchamos al deseo dar rienda suelta en los jadeos agudos que se escuchan en los cubículos de los baños públicos, jadeos repentinos que terminan en profundos gemidos suspirantes. El desafío no es explicar ni registrar el funcionamiento del deseo, sino invocar el poder de su presencia.

Pero antes de que lleguemos al sexo, hay ciertas convenciones sociales que me gustaría imponer. Considérelas como juegos de estimulación previa al acto sexual o foreplay, si se quiere. Antes de tirar tenemos que hablar un poco, y lo que es más importante, tenemos que bailar3.

“I Love the Night Life” (Alicia Bridges)

Yo era una adolescente cuanto ingresé por primera vez al mundo de los clubes queer. A los catorce, con tacones altos y pintalabios, no me era muy difícil entrar al Warehouse, el bar local controlado por la mafia de Hartford, en la ciudad de Connecticut donde yo vivía. Era 1974, un tiempo en el que la edad legal para beber era dieciocho y a nadie realmente le importaba lo que hacíamos los pervertidos en nuestros espacios de depravación. Era el último y tortuoso aliento de la Guerra de Vietnam, la cúspide del escándalo de Watergate; era un año después de Roe v. Wade y del primer 9/11: el derrocamiento, apoyado por los Estados Unidos, del gobierno socialista democráticamente elegido de Salvador Allende en Chile4. Ese año, dichos eventos se combinaron para encender mi emergente conciencia política y sexual. Primero comencé a ir al Warehouse con los miembros de mi grupo de estudio de la Liga Juvenil para la Liberación de los Trabajadores, un grupo de jóvenes comunistas de varias edades y etnias que corría a la discoteca a bailar con el proletariado después de leer que la homosexualidad era una manifestación de la decadencia burguesa. Mi hermana mayor me acompañaba con frecuencia al Warehouse y me facilitó la transición de bailar salsa juntas en fiestas familiares a bailar el Latin hustle en este nuevo lugar de encuentro queer. Éramos las audaces hermanas Rodríguez y nuestros movimientos de baile sexual de una femme con otra femme rutinariamente llamaban la atención curiosa de nuestros admiradores marimachos butch5. Y aunque era común ver en nuestro hogar a mujeres bailando con mujeres, en este espacio vi por primera vez a hombres deslizarse por el piso, abrazados entre sí para bailar, cumpliendo de forma artística las precisas reglas del baile en pareja, y a la vez desafiando con valentía las convenciones sociales que definen su articulación dentro de la cultura latina.

El Warehouse era un inmenso y cavernoso espacio lleno de espejos, en el que la luz estroboscópica, filtrada por la siempre presente neblina del humo de cigarrillo, parpadeaba hipnóticamente al rebotar de la disco ball. Era un lugar que olía a poppers, a sudor y al empalagoso hedor del alcohol barato; un club en el que drogas y cuerpos de todo tipo eran comprados e intercambiados en los baños, en los callejones cercanos y en los estacionamientos. Era un lugar poblado en su mayoría por afroamericanos y puertorriqueños (en ese entonces nos llamaban Spanish), al que iban las prostitutas con sus clientes, en el que los sacerdotes bailaban con los niños del coro, al que iba cualquiera que quisiera salir por la noche y ser invisible. Aunque los hombres ocupaban una mayor porción de la pista de baile, eran las energías aurales de voces femeninas de soul de cantantes como Donna Summer, Evelyn “Champagne” King, Teena Marie y Sylvester, las que penetraban nuestros cuerpos. Para mí, el Warehouse era bailes como “la parada del bus” y el “Latin hustle,” los Virginia Slims mentolados, los tequila sunrise y cualquier droga que me ofrecían amigos y levantes en el baño. Era una sobrecarga mágica y sensorial de música, movimiento y olor de cuerpos calientes. Era un clóset inmenso, envolvente y lleno de color, queer antes de que lo queer fuese queer, fabuloso y emocionante en mis años de adolescencia. Y durante casi diez años, fue mi vida de todas las noches, donde yo iba a bailar y a respirar las posibilidades de una vida queer.

Hasta donde recuerdo, bailar para mí no fue una práctica estudiada, sino una forma de expresión, placer, performance y liberación visceral. En muchas de las reuniones familiares de mi niñez cubana, siempre había música —mambo, rumba, chachachá, guaguancó, y más tarde, conforme la proximidad de otras culturas migrantes crecía en influencia, salsa, merengue, cumbia y bachata. Así como queers en discoteca que buscan solaz, comunidad y validación en un espacio en el que sus formas de moverse y de desear tienen sentido, los cuerpos de inmigrantes cansados de los penosos trabajos de las fábricas, de la incomprensión de sus hijos de primera generación, y de la vergüenza de “no speeke inglish,” eran transportados a otros mundos de pertenencia y de culto a través del baile. Cuando era niña, miraba con atención y con deseo a los adultos que presionaban sus cuerpos entre sí en movimientos sincronizados que poco escondían la dinámica sexual de estos bailes impregnados de sus propias historias eróticas de género racializado. Las letras de las canciones, rebosantes de doble-sentidos y de referencias abiertamente sexuales, inspiraban sus propios acompañamientos gestuales confabulando con las maniobras eróticas llevadas a cabo por cuerpos radiantes de sudor y de deseos inmigrantes. Para las mujeres, el baile era la excusa para mostrar pechos abundantes y traseros espaciosos, meneándose en abandono orquestado. Para los hombres, el baile era la excusa para mostrar su juego de pies —pasos de baile que demostraban su dominio de las exigencias contrapuntuales de los polirritmos. Para las parejas, era cuestión de performar una conexión íntima con todas las capas de sonido logrado a ritmo de clave presionada contra las improvisaciones sincopadas de los tambores, los incrementos de los instrumentos de viento, y el preciso comienzo de las voces.

Los niños eran ignorados en tales eventos, aun cuando involucraban la más abierta instrucción sobre el performance de género sexualizado, afirmando el adagio foucaultiano de que “el poder es tolerable solo a condición de que en-mascare una sustancial parte de sí mismo” (Foucault, 1978: 86). A las chicas se nos persuadía a performar, a mover los pechos que aún no teníamos o a menear nuestros traseros para el aplauso alcoholizado de los presentes. Con menos frecuencia se presionaba a bailar a los chicos, aunque a veces una madre o tía les jalaba a la pista de baile a regañadientes. A los niños varones se les permitía un rápido turno en los tambores que a menudo aparecían en esas estridentes reuniones familiares que celebraban la calidez de los deseos caribeños en las frígidas profundidades de los industriales inviernos del norte. El baile nunca fue enseñado. Nadie nunca dividió los pasos en partes más pequeñas o explicó las variaciones de ritmo. La instrucción ocurría a través de la continua exposición y de la humillación, socialmente atestiguada, de innumerables ensayos y errores que servían para validar la autenticidad cultural de unos o confirmar que el proceso de asimilación norteamericana había sido completo en otros.

Al comenzar la noche, padres, tíos, tías o primos mayores conducían a las primas a la pista de baile; nosotras hacíamos lo que podíamos para movernos al ritmo colectivo de la multitud. Con frecuencia escapábamos sin que se dieran cuenta para hablar en inglés, robar sorbos de licor y burlarnos de cualquier aspecto de la cultura cubana. Al final de la noche, los niños colapsaban completamente vestidos en montañas de abrigos y carteras, cayendo dormidos a los gruñidos puntuados de Pérez Prado y a las dulces entonaciones líricas de Beny Moré, soñando a un constante ritmo de clave. Y los adultos seguían bailando, hasta que ellos también se retiraban para menearse, gruñir y soñar al son de los ritmos que llevaban consigo a la cama.

“Sin salsa no hay paraíso” (El Gran Combo de Puerto Rico)

Para los no iniciados, la clave es fundamental para entender la música afrocubana. Simultáneamente nombra al instrumento de percusión hecho con dos humildes clavijas de madera (las claves), al ritmo de cinco toques que apuntala la música (la clave), y a la matriz superpuesta de instrumentación que guía a todos los músicos respaldados por la clave, lo que a menudo se llama estar en clave. Esto es lo que el etnomusicólogo David Peñalosa llama la “clave matriz,” una matriz en la que consciente e inconscientemente sintonizan todos los músicos, cantantes y bailarines. La clave es “la llave que desbloquea el enigma; que decodifica el rompecabezas rítmico” (2009: 81). Producir el deseado efecto aural a partir de la chispa cinética de estas dos clavijas requiere que el músico acune una de ellas, lo más ligeramente posible, en el hueco de la palma de la mano, de modo que produzca la más completa reverberación cuando la otra clavija la golpea. Al igual que el continuo y rítmico movimiento de dos cuerpos que se juntan en el sexo, la clave marca el ritmo en torno al cual se vuelven posibles otras formas de expresión. En el baile se ejemplifica la relación entre el ritmo de la clave y la clave matriz. Quienes bailan salsa, por ejemplo, no necesariamente marcan sus pasos al toque de la clave, sino que sus movimientos se forman alrededor del ritmo —siempre en clave; como otros en la clave matriz, los pasos existen en relación conjunta antes que en simultaneidad precisa.

Esta interconexión entre todos los elementos involucrados en la vivencia de la música produce un sentimiento familiar y tranquilizador que habita en quienes son tocados por la clave, permitiendo el reconocimiento y el retorno a través de canciones, a través de cuerpos y a través del tiempo, es decir, en comunión corporal con el sonido. La clave, como el baile y las prácticas religiosas en el hogar de mi niñez, tiene sus raíces en África Occidental. En la cultura cubana, los deseos coloniales y los brutales legados de la esclavitud se fusionan en las prácticas sincréticas del baile y del culto como afirmaciones de vidas y culturas negadas6. Aunque se dice que estos bailes y formas musicales son una hibridación racial, son también una “hibridación que retiene los conflictos y las tensiones del proceso” (Savigliano, 1995: 37). En ¡Venceremos? The Erotics of Black Self-Making in Cuba, Jafari S. Allen describe hasta qué punto el discurso sobre la cultura afrocubana se ha vuelto más sobre el folclore que sobre los legados de tortura de las realidades raciales:

Afro Cuba es considerada como la clave… o una profunda base cultural de la sociedad cubana. Y aun así, mientras se celebran los restos de la cultura de los africanos, se borran su violento secuestro y su degradación. De esta forma, la cultura se entiende en el viejo y no reconstruido sentido antropológico como aquello que puede observarse, describirse autoritativamente y osificarse en un volumen o en un diorama, antes que como el proyecto de vida, cargado con lo confuso de la subjetividad, el afecto y las condiciones materiales. (2011: 27)

Este pasaje no solo afirma el cruel pasado histórico que se borra, sino que hace eco de Phelan y Muñoz al enfatizar la forma en que la cultura está ligada con el histórico embrujo del residuo afectivo, que no se ve, pero se siente. Y en las tradiciones afrocubanas, el “signo” de lo no visto a menudo tiene que ver con lo divino.

En las prácticas religiosas Yoruba, de las cuales emergen los bailes afrocaribeños como la rumba, el son, la salsa y muchas otras formas de baile secular, el baile conjuga lo corporal y lo divino. Los gestos corporales adquieren significados asociados con orishas específicos, el panteón de deidades llamadas de múltiples formas a lo largo de la diáspora africana, y que están asociados con la Santería, el Candomblé y el Vodun. Cada orisha está relacionado con colores, comidas y ritmos específicos, pero a cada uno también se le atribuyen performances de género y proclividades sexuales que emergen en el baile mediante la ejecución de poses, pasos y gestos específicos. Por ejemplo, Ochún, la diosa rivereña del amor, la intimidad y la armonía, es venerada con ofrendas de miel, calabazas y flores amarillas. Ella es una figura notoriamente coqueta, vana y sexualmente promiscua, y aparece en muchas historias como la amante de Changó, Ochosi u Ogún. A menudo, sus bailes incluyen abanicos, o el movimiento de las manos en forma de abanico, o hacen pantomima de ella como si se mirara en un espejo. Su expresividad corporal se alinea más cercanamente con el rol femenino en formas seculares de baile caribeño, en las que estos mismos gestos pueden parecer como movimientos de coqueteo del brazo que se mueve abiertamente con las palmas hacia arriba, y luego pasa, casi acariciándose el cuerpo, en un movimiento hacia abajo. Al igual que en los bailes religiosos relativos a deidades específicas, otros bailes seculares como el mambo, el chachachá o la rumba, son igualmente asociados no solamente con pasos y ritmos precisos, sino también con gestos particulares. El movimiento de las caderas y de la cabeza en el merengue no es el mismo que en la salsa; el equilibrio del cuerpo en el mambo está relacionado, pero de forma distinta, a cómo las caderas y los codos se apoyan en el guaguancó; y la precisa expresividad de brazos, manos, dedos e incluso labios manifiesta la sutileza de la expresión gestual corporal que excede al lenguaje disponible. De esta forma, los bailarines realizan una sinfonía de gestos corporales mientras están confinados al espacio de una baldosa cuadrada en la pista de baile7.

Estos bailes, tanto los sagrados como los seculares, transforman el ritmo y el movimiento corporal en medios por los cuales se performan el deseo por —y la imposibilidad de— escapar de la vida cotidiana y de sus crueldades. En la Santería, el baile es el vehículo primario a través del cual los participantes son “montados” por un orisha, es decir, son corporalmente poseídos por un espíritu que transforma sus movimientos, sus deseos, su voz, y a veces incluso su lenguaje. La connotación sexual es evidente, pero antes que un intercambio sexual mutuo, la posesión divina generalmente toma el control completo del anfitrión, y a veces de forma violenta. Estas posesiones permiten un rango de posibilidades expresivas queer: las deidades femeninas pueden montar a bailarines hombres o mujeres y viceversa, o los gestos de baile del anfitrión pueden ser transformados por la actitud y las expresiones corporales del género de su divino poseedor, produciendo formas transgénero de performance8.

¿Qué significaría mirar estas conexiones corporales con lo divino no solamente como herencia cultural o pasado folclórico, sino como creencia, práctica o deseo?9 En Pedagogies of Crossing, Jacqui Alexander dedica un capítulo a las “Pedagogías de lo Sagrado,” en donde ella subraya hasta qué punto su propia práctica espiritual afirma su creencia en lo sagrado, y cómo sus creencias alimentan su práctica espiritual. Alexander afirma: “Es esta cotidianidad la que instiga los cambios necesarios de conciencia que son producidos porque cada acto, y cada momento de reflexión sobre dicho acto, traen un nuevo y profundo significado del yo en consonancia íntima con lo Sagrado” (2005: 307). De esta forma, la espiritualidad se produce performativamente mediante el gesto de forma similar a cómo se producen el género y la sexualidad. La práctica diaria de ser butch, femme, pasivo, trans, daddy, profesor, escritor o padre afirma la creencia propia en el poder de este “nuevo y profundo significado del yo.” Pero esta conexión performativa queer con la espiritualidad funciona a un nivel todavía más profundo, como una forma más de evidencia queer. Alexander nos ofrece esta consideración generativa: “En el dominio de lo Sagrado, no obstante, lo invisible constituye su presencia por una suerte de provocación, estimulando nuestra atención. Vemos sus efectos, los cuales nos permiten saber que está ahí. Al percibir lo que hace reconocemos su ser, y por lo que hace aprendemos lo que es” (2005: 307). Al poner atención a lo que no se ve pero se siente, lo no dicho pero escuchado, Alexander nos invita a repensar nuestras propias prácticas de construcción de significados. Este acto de provocación nos pide que miremos de formas queer, que estemos atentos a otras formas de ser, que nos fijemos en aquello que existe más allá de nosotros mismos y que nos conecta unos a otros. Alexander nos recuerda que reconocer lo espiritual no significa vaciar lo social: nunca es únicamente iluminación personal. Por el contrario, Alexander conecta la espiritualidad con procesos de socialidad al servicio del bien común. Y aunque los colectivos, particularmente aquellos organizados alrededor de creencias espirituales, tienen el potencial de excluir, restringir, contener y disciplinar, también guardan la promesa de nutrir y apoyar, de ofrecer reconocimiento y comunión. Y al afirmar la creencia en la comunidad, funcionan para crear una práctica comprometida de hacer comunidad con el fin de crear posibilidades colectivas.

En el espacio de la Santería, el culto colectivo organizado alrededor de los tambores y la danza ofrece oportunidades para la posesión espiritual y la comunión, comprendidas no solo como prácticas que vinculan a los seres humanos con los dioses, sino como prácticas que juntan bailarines, músicos, cantantes y espectadores mediante sus creencias compartidas. Alexander explica que “aunque diferentes fuerzas sociales pueden haberlo privatizado, lo espiritual es vivido en un dominio social en el sentido de que ofrece conocimiento indispensable para la vida diaria, y sus manifestaciones particulares transforman y reflejan lo social en formas que son a la vez significativas y tangibles” (2005: 296). Lo que Alexander describe es cómo una práctica espiritual afirma el sentido de una socialidad encarnada. Este sentido de colectividad es logrado mediante la kinesis y es compartido no solo por los miembros de comunidades religiosas en una bembé, sino por una familia de miembros y amigos bailando mambo en apartamentos subterráneos, así como por quienes van a los clubes queer a bailar salsa en San Francisco.

De hecho, el baile, en todas sus formas —seculares y sagradas— lleva a cabo una socialidad encarnada que excede el tiempo y el lugar de su articulación. En su ensayo “For ‘the Children’: Dancing the Beloved Community” Jafari Allen vincula los performances cinéticos de los clubes de baile negro queer a la trascendencia de ceremonias Vodun como “prácticas colectivas de amor que alcanzan una conexión espiritual entre sí y lo Divino, mientras simultáneamente constituyen una utopía —esto es, un no lugar” (2009: 315-16). De forma similar, en su ensayo “Rebellions of Everynight Life,” Celeste Fraser Delgado y José Esteban Muñoz (1997) usan el baile para conectar política, historias culturales y afinidades sociales a través de historias y geografías. Ellos argumentan: "El baile pone a la política en movimiento, juntando a la gente en afinidad rítmica en donde la identificación toma forma de historia escrita en el cuerpo a través del gesto" (1997: 9). Estas prácticas de baile no solo nos conectan unos a otros, sino que también sirven como sitios de autorreconocimiento, una conciencia cinestésica de nuestros propios cuerpos sintiéndose enteramente vivos.

Para una familia cubana con pocas posibilidades de regresar a su isla hogar, las prácticas de baile se convierten en una forma más de imaginar otra cosa. Como medio encarnado de reclamar un pequeño y transitorio espacio de pertenencia, el baile permite una liberación de las limitaciones corporales del presente. Aquí, el baile sirve como un conducto a través del cual viajan las memorias de otros cuerpos en movimiento. Lejos de casa, movimientos y gestos, como la música, la comida, la religión o el lenguaje, se convierten en medios de afirmar una diferencia étnica a través de las generaciones. Jane C. Desmond describe cómo ciertas formas de movimiento llegan a ser definidas como formas de identidad cultural:

Tan ubicuo, tan “naturalizado” hasta pasar casi desapercibido como un sistema simbólico, el movimiento es un “texto” social primario, no secundario: complejo, polisémico, siempre y de antemano significativo, pero continuamente cambiante. Su articulación señala afiliaciones grupales y diferencias grupales, sean estas conscientemente performadas o no. El movimiento sirve como una marca para la producción de identidades de género, raciales, étnicas, de clase y de nacionalidad. También puede ser leído como una señal de identidad sexual, edad, enfermedad o salud, así como de varios tipos de distinciones/descripciones que se aplican a individuos o grupos (1997: 36).

Las convenciones codificadas de movimiento, estructuradas alrededor de género, edad, clase y muchas otras particularidades, impactan cada aspecto de la interacción social, desde los saludos a los modales en la mesa o al comportamiento en el baño; pero en un contexto familiar cubano, las reglas que gobiernan el movimiento están bien ejemplificadas por las prácticas de baile. En espacios de baile, estas convenciones son dictadas primero y ante todo por género, pero también específicamente determinadas por relaciones familiares y asociativas. Normas culturales dictan que las parejas de casados pueden abrazarse y moverse de forma distinta a como lo hacen los hermanos adultos o los familiares políticos. Mientras las parejas rotan y cambian, también cambia la distancia entre ellos, así como la exuberancia y el carácter de sus movimientos. Cada nuevo emparejamiento requiere adaptaciones gestuales sutiles que se acomodan a estas diferenciadas relaciones sociales.

A diferencia de las prácticas religiosas de baile, de las cuales se derivan, la mayoría de las formas de baile secular latino se ejecuta dentro de una díada de pareja: dos individuos que se juntan en un abrazo en el cual uno guía y el otro sigue. Se performa una práctica de dominación y sumisión basada no en la subyugación, sino más bien en la confianza compartida al servicio de un placer sostenido y mutuo. Estas formas de baile en pareja involucran el flujo de poder, el juguetón intento de una seducción y respuesta sexuales siempre marcadas por la diferencia de género; la mano que conduce y empuja ligeramente la cadera, y hace que en consecuencia el otro gire, estirando las puntas de los dedos de su propia mano para recibir la palma hacia arriba que espera su llegada. Estos son movimientos que se repiten una y otra vez con otros bailarines, a otros ritmos, mediante el entendimiento colectivo de un intercambio sin palabras. Los dos no actúan como uno. A cada uno se le encarga un distinto rol; las posiciones correspondientes están silenciosamente acordadas, incluso entre parejas que nunca han bailado juntas, definidas en el primer momento del abrazo y colocadas en los pasos iniciales que marcan el ritmo. No se trata de comprender al otro, o de ser capaz de sentir imaginativamente los movimientos del otro. Por el contrario, se trata de un reconocimiento sostenido del espacio, la energía, el flujo y las habilidades físicas del otro. De hecho, se puede liderar sin tocar al otro en absoluto, usando solamente una mirada sostenida y gestos que son reconocidos y respondidos con movimientos complementarios. Y aunque un miembro es el encargado de mantener el ritmo y de guiar el cuerpo del otro dentro del espacio del salón de baile, el que sigue ofrece la posibilidad de variación interminable, capaz de manejar el movimiento y el ánimo en nuevas direcciones. La académica de cine y performance Lesley Stern ilustra cómo la citacionalidad interminable del gesto, a su vez, suscita e inspira nuevas iteraciones: “En los cuerpos gestuantes actúan las huellas de otros cuerpos, rituales, redes de intercambio.

Los gestos solicitan gestos” (2008: 200). Dentro de la función disciplinaria de colectividades específicas, cada bailarín crea sus propias formas estilizadas de expresión. Performances altamente individualizados son llevados a cabo dentro de los confines socialmente determinados del ritmo y de la convención. Pero las reglas sociales que gobiernan el movimiento reemergen inevitablemente para interpretar esos performances cinéticos, reglas que cambian continuamente a lo largo de ámbitos de tiempo y locación.

“Pachuco bailarín, date un paso” (Pérez Prado)

Estas historias de baile y memoria inmigrante evidencian cómo llevamos con nosotros el ritmo de huellas afectivas hacia nuevas pistas de baile, cómo la cultura y la clase se reflejan en nuestros más íntimos gestos de pertenen-cia, incluso cuando dichos gestos nos hacen cumplir normas sociales de com-portamiento. En clubes Latinos queer, tanto viejos como nuevos, otras son las reglas que hemos de aprender, seguir y desafiar. En San Francisco, los Latin@s queer disfrutan de una amplia gama de lugares de encuentro. No hay una sola cultura latina de baile, sino muchas, organizadas por género, edad y ritmos de baile específicos. Todos los clubes latinos en San Francisco son espacios multirraciales y multiculturales, aunque están organizados por un impreciso y genérico entendimiento de latinidad10.Seguir la pista de todas las fiestas requiere de una planificación precisa debido a que los clubes aparecen y desaparecen con una frecuencia predecible. Esta contingencia requiere de una relación diferente con la cultura urbana. Debido a que hay pocos espacios físicos para clubes nocturnos dispuestos a albergar este abanico de subculturas queer, la información sobre qué fiestas existen, dónde y cuándo, requiere de una conexión a una red de relaciones, a alguien que

conozca y que pueda señalar en la dirección correcta a los recién llegados. Hay fiestas dirigidas específicamente a mujeres, como Delicious y Mango. Ambas dedican algo de su tiempo a ciertos tipos de música en español, incluyendo salsa, un balance musical que continúa en disputa. Mango y Delicious, conocidos como espacios de mujeres queer de color abiertos a cualquiera, crean puentes entre diferentes audiencias étnicas al contratar reconocidos DJ cuyas ofertas musicales están específicamente diseñadas para atraer latinos y afroamericanos. Géneros híbridos como el reggaetón y el hip-hop en español sirven para destruir esas diferencias aún más. Para mujeres latinas también existen noches de fiesta menos establecidas y más temporales en varios lugares, como Candela y Glamour, en donde tocan estrictamente salsa, merengue y cumbia, y en las que la audiencia tiende a ser más homogénea: gente mayor o inmigrantes más recientes, y decididamente más butch y femme. Hay espacios de baile multigénero, tales como Salsa Sundays en El Río —la fiesta latina multigénero, multicultural y multigeneracional más duradera en la ciudad, la cual atrae a queers, a héteros y a otros. Y también hay clubes organizados por otros estilos musicales, como la Qumbia Queer de los jueves, o La Bota Loca (noche de vaqueros latinos) de los sábados al otro lado de la bahía, en Oakland. Ciertamente, los clubes dirigidos a hombres latinos gay son más abundantes. Cada club atrae a su propia mezcla de gente en cuanto a género, edad y etnicidad, mezcla que al final se transforma a lo largo del tiempo, y cada club tiene su ligeramente propio código de vestuario, comportamiento y estilo de baile.

Las diferencias entre cuerpos, ritmos, estilos y espacio son realmente importantes. Los clubes nocturnos están saturados de posibilidades sexuales, románticas y sociales, y asistir a fiestas en las que están bien representados nuestros preferidos sabores étnicos y de género forma una fuente de atracción al momento de elegir un lugar de encuentro por sobre otro. En su ensayo etnográfico “Choreographies of Resistance: Latino Queer Dance and the Utopian Performative” Ramón Rivera-Servera describe cómo “la búsqueda de experiencias de libertad sexual [de los latin@s queer] está a menudo intersectada por un deseo similar e intenso de reconocer, encarnar y actuar su latinidad” (2011: 261). Deseos de espacios sociales de baile que sean al mismo tiempo queer y latino impulsan a la formación de estos clubes, pero en San Francisco una panlatinidad genérica nunca es suficiente; otras reivindicaciones identitarias, a menudo articuladas a través de preferencias musicales, también se sitúan sobre estas nuevas esferas de pertenencia. Clubes queer en San Francisco se publicitan a sí mismos usando un lenguaje panétnico general, pero la expectativa es que cierta clase de música latinoamericana se escucha en lugar otra. Nadie espera un tango o una música andina folclórica; por el contrario, la materia prima de estos clubes es la salsa, el merengue, la cumbia, el reggaetón y la bachata. Preferencias musicales ligadas a identificaciones nacionales continúan resonando en la pista de baile: si la música pasa de la salsa a la cumbia se da un notable cambio en la etnicidad de los bailarines cuando colombianos y mexicanos ocupan la pista de baile. Si la música cambia otra vez, de baile en pareja a un estilo más libre como el reggaetón o el hip-hop, la edad de los bailarines también cambia, atrayendo a un público más joven y más andrógino en su presentación de género.

Sin embargo, el baile permite otra clase de afirmaciones que raramente se reducen a la simple identificación nacional o generacional. Así como los géneros musicales viajan a través y afuera de geografías de pertenencia, las salas de baile se convierten en espacios en los que las formas de identificación viajan a través de los cuerpos. La cumbia, por ejemplo, nunca deja de atraer a un público diverso. Tradicionalmente una forma colombiana de baile, la cumbia es ampliamente popular entre mexicanos, panameños y peruanos, y tanto el baile como la música han sufrido transformaciones al moverse a través de fronteras y de cuerpos. El merengue, cuyo paso uno-dos parece más fácil de aprender, es un favorito pese a que existen muy pocos dominicanos en el norte de California. Otros bailes como la bachata o el chachachá, que requieren de una atención mayor al trabajo de pies y al ritmo, tienden a atraer a bailarines más experimentados. En California, donde los mexicanos y los centroamericanos son el grupo étnico dominante, la prevalencia de música afrocaribeña es sorprendente, y después de años de compartir pistas de baile (y tal vez amantes caribeñas), muchas no-caribeñas, incluyendo chicanas, anglos, filipinas y afroamericanas, han desarrollado tal fluidez cinética que se convierten en regulares de estos eventos latinos.

Haciendo eco de las afirmaciones de Allen sobre el potencial utópico de los espacios de baile queer de color, Rivera-Servera también subraya la crítica implicada en la formación y perpetuación de estos espacios sociales de pertenencia cultural y sexual. “La esfera utópica del club (…) debe siempre ser negociada, a veces disputada, en su contexto material vivido” (2011: 260), un hecho que se hace mucho más notable cuando menciona que tres de los cuatro clubes que investigó ya no existen. Mientras usted lee esto, la escena queer latina de San Francisco seguramente ha cambiado. Producir eventos dirigidos a una audiencia queer latina de mujeres, con dinero limitado y con una demanda específica de expectativas musicales, es un proceso laborioso. En la Bay Area, la fuerza centrífuga detrás de dicho esfuerzo ha sido Diane Felix, también conocida como Chili D., una chicana butch de Stockton, California. Chili D. comenzó a traer música a audiencias femeninas queer en la Bay Area desde 1976 como DJ en un club predominantemente filipino, A Little More, antes de comenzar a producir su primer club, Colors, en 1986. Desde entonces, ella ha sido la fuerza detrás de Chula at the Stud, Back-street, Octopussy, Cream, Chikki Boom at Roccapulco, Delicious y más recientemente Venus. Estos clubes funcionan como empresas de riesgo económico debido a que se asume que en cierto momento ya no serán sostenibles, ni mucho menos rentables. La naturaleza transitoria de estos espacios de socialidad crea su propia clase de memoria colectiva que existe solo como rastro, chisme y tradición. (Tal vez usted también recuerde esos espacios. Tal vez incluso bailamos juntas. Pero esos momentos ya no existen y son disponibles solamente en la memoria.)

Y no son solamente los clubes los que tienen una existencia precaria, sino la gente que hace posibles estos eventos. En San Francisco, la comunidad queer lesbiana fue conmovida cuando Chantal Salkey, la promotora detrás del club Mango, murió repentinamente a la edad de 45 años después de varios meses de tratamiento por enfermedad pulmonar. Su obituario citó una entrevista anterior en el Bay Area Reporter en la que Salkey, nativa de Jamaica, dijo “Es bueno ser capaz de ir a algún sitio, dar rienda suelta, ser tú misma, soltarse el cabello, y no tener ni mierda de qué preocuparse” (Cassell, 2012). Por supuesto, “no tener ni mierda de qué preocuparse” es siempre un ilusorio respiro a las luchas de la vida cotidiana, pero el comentario de Salkey evidencia la necesidad de tener algún lugar para “dar rienda suelta” a las formas culturales y sexuales de expresión que están prohibidas en cualquier otro lugar. Para muchos de nosotros, particularmente aquellos que somos construidos como una desechable ofensa al funcionamiento regular de la sociedad debido a nuestra sexualidad queer, a nuestro color o a nuestra clase, los espacios de baile queer de color funcionan como esos pocos lugares disponibles a nosotros como comunidad dedicada a vivir.

Pese al interés en crear espacios alternativos de pertenencia, estos clubes de baile perpetúan y promueven sus propios códigos sociales de conducta. Y es importante recordar que estos no son espacios comunitarios libremente accesibles sino negocios altamente regulados que cobran un cover, dependen de la venta de alcohol como parte sustancial de su ganancia, y son inaccesibles para queers menores de veintiún años. Rivera-Servera argumenta, mediante el musicólogo Walter Hughes, que el club funciona simultáneamente como un “espacio social disciplinario” en el que

los bailarines en el club negocian no solamente los estímulos auditivos marcados por el ritmo sino las ideologías del cuerpo y del movimiento de aquellos que los rodean. El salón de baile está (…) siempre inmerso en una economía de jerarquías que depende de arreglos binarios de relaciones mayoría-minoría en la posesión de espacios públicos queer. (2011: 261)

Sin embargo, las relaciones mayoría-minoría pueden incluir múltiples registros de diferencia, además de la identificación meramente étnica o racial. En todo caso, varias configuraciones de estatus de mayoría-minoría dentro y fuera del club siguen siendo relevantes. Después de un tiempo, hay gente que puede comenzar a resentir el hecho de que un club particular haya sido “invadido” por anglos, por hombres, por jóvenes o por heterosexuales “que no saben comportarse” (en otras palabras, gente que no comparte las convenciones de interacción social) y se marchan hacia otros espacios de pertenencia. En un club lleno de gente, saber cómo comportarse implica saber cómo compartir el espacio en la pista de baile, cómo moverse entre la multitud, cómo iniciar conversaciones con extraños en la fila del baño, o cómo invitar a alguien a bailar.

La naturaleza inherentemente sexual del baile, así como el potencial de flirteo de los clubes, hace que conocer las reglas de comportamiento social sea tan vital. Especialmente en los bailes en pareja, un cuerpo se mueve a través del espacio por las intenciones del deseo de otro; un cuerpo se envuelve en los brazos de otro con la suficiente cercanía como para inhalar su olor. Este énfasis en la díada de pareja está relacionada a —pero también se distingue de— la “pareja íntima” que Povinelli (2002) describe en “Notes on Gridlock” como la lógica fundacional neoliberal del romance. Aunque muchas “parejas íntimas” son también parejas de baile, eso es algo que no se puede presuponer. Bailar con parejas no-románticas, aunque esté regulado en formas particulares, es extremadamente común y puede también decirse que ofrece una liberación “carnavalesca” de las demandas de la monogamia11. En espacios queer latinos, femmes que bailan con femmes, sean amigas íntimas o conocidas, pueden ser tan sexualmente audaces y escandalosas como se atrevan, a menudo bailando en formas llamativas para placer de ellas mismas y de otras, bien como forma de celebración o tal vez de negación de lo que, de otra forma, podría verse como una muestra de competición. Al igual que en los intercambios heterosexuales, a las femmes se les da permiso cultural de performar sexualmente para otras porque todavía es socialmente inimaginable que puedan tener sexo entre sí. En las parejas butch-femme, bailar con la pareja de otra persona —independientemente de quién saque a bailar a quién— requiere de algún tipo de reconocimiento, tal vez un asentimiento, o una ceja levantada que sin palabras busque el permiso de la pareja que se queda sin bailar. En estas parejas, los cuerpos necesitan guardar cierta distancia para que parezcan apropiadamente respetuosos, de modo que se les permita pedir prestada a esa pareja una vez más. Gestos abiertamente sexuales en la pista de baile, tales como mover las nalgas sobre la pelvis de la pareja, bajar la mano desde el hueso del pecho hasta la barriga (o más allá), o inclinarse hacia delante para sacudir pechos que se salen de un push-up-bra, aunque son movimientos comunes en clubes como estos, son o bien evitados en estos escenarios de negociación, o bien performados de formas más con-tenidas. Durante repetidos encuentros de baile — a veces años— se cultivan parejas no-románticas favoritas de baile y se expande el rango de expresión corporal. Una vez liberadas de expectativas sexuales o de ansiedades román-ticas, y ahora acostumbradas a los estilos rítmicos de cada uno, estas parejas

son libres de expresar modos más poliamor de intimidad corporal y de jugar con un rango más amplio de gestos eróticos sobre la pista de baile. Es menos frecuente ver butches bailando entre sí; a menudo se las ve turnándose entre conducir o seguir de formas que enfatizan cortesía y competencia, el perfor-mance de una masculinidad segura de sí misma. Al igual que en el sexo, en el baile suele ser difícil determinar quién lidera y quién sigue; el que sigue pue-de de hecho estar dirigiendo en formas que son imperceptibles a aquellos a su alrededor, incluyendo a su pareja12.

En espacios latinos queer multigénero, maricones y tortilleras, tanto amigos como extraños, frecuentemente se sacan a bailar. Y aunque a menudo estas son alegres oportunidades de disfrutar con amigos viejos y nuevos, otras veces estos emparejamientos pueden generar un incómodo conflicto de convenciones esperadas. Por ejemplo, en algunos espacios culturales de baile entre hombres latinos gay, las reglas sociales que gobiernan la proximidad y el espacio físico suelen ser muy diferentes de aquellas en espacios dominados por mujeres. La exuberancia sexual en forma de frotamientos, caricias o gestos sexuales explícitos, aun cuando quede claro que el sexo no es el resultado deseado, puede a veces poner incómodos a ciertos emparejamientos queer multigénero cuando reflejan de forma demasiado cercana los tipos de toqueteos indeseados de los contactos heterosexuales coercitivos. La pista de baile también funciona como la escena para un affair de seis minutos: una intensidad sexual performada, imaginada o real que dura lo que dura una canción y se evapora al calor de la noche. Es generalmente fácil notar qué parejas de baile son amantes o quieren serlo. Si se mira con atención se notará en la forma en que la mano se queda cuando acaricia el lado posterior del cuello en un giro; en la forma en que dos cuerpos se juntan al momento del primer abrazo; en los interludios momentáneos en los que los secretos no dichos pasan de un cuerpo al siguiente, secretos que apuntan al sexo que fue, que pudo ser, o que será.

“Let’s Get It On” (Marvin Gaye)

Tal vez sea tiempo de dejar el club y de llevar la fiesta a otro lugar más privado. Pero antes de partir, bailemos por última vez, al estilo de Donna Summer, como si fuera la última oportunidad de establecer el tono que tendrá el sexo a seguir. Sobre el tocadiscos está un perenne favorito del performance: José Esteban Muñoz. En su ensayo “Gesture, Ephemera and Queer Feeling: Approaching Kevin Aviance” Muñoz usa el gesto queer y lo efímero como sitios para localizar prácticas de legibilidad, sentimiento y reconocimiento queer. Al igual que los otros espacios que hemos visitado, los gestos que Muñoz indexa están disponibles solo dentro de su propio presente temporal; pero al igual que una melodía que sigue sonando en nuestra cabeza, estos gestos dejan una impresión que permanece en los espacios de su ausencia. Al escribir sobre los placeres elusivos del baile queer, Muñoz describe la relación entre las cualidades efímeras de la danza y las dimensiones materiales del movimiento. Para comenzar a cambiar la escena de significación de una clase de ritmo corporal a otro, en el pasaje de Muñoz que voy a citar, he remplazado su palabra “baile” por la palabra “sexo” —una especie de remix, si se quiere:

El sexo, como la energía, nunca desaparece; simplemente se transforma. El sexo queer después del acto vivido, no simplemente expira. Lo efímero no es igual a lo inmaterial. Es más cercano a otra comprensión de lo que importa. Importa perderse en el sexo, o usar el sexo para perderse. Perderse de la lógica comprobatoria de la hetero-sexualidad. (2001: 441)

Al igual que Allen y Rivera-Servera, Muñoz encuentra en los performances que flotan a través de las pistas de baile queer las posibilidades utópicas de la socialidad queer de color, una forma de dar cuenta del conocimiento subyugado de los cuerpos racializados queer. Aquí, interpretar es “otra comprensión de lo que importa,” un medio para tener un sentido del cuerpo y de sus sentidos. Pero las palabras de Muñoz nos empujan más allá. Él nos retorna a la formulación de Agamben de “medios sin fin” (2000), una comprensión de cómo los gestos exceden las intenciones de su significación sin nunca convertirse en algo más que su propia expresión momentánea. Que los gestos son capaces de traspasar un cierto proceso normativo de significación nos recuerda las maneras interminables en las que tanto producción como recepción de conocimiento circulan dentro del cuerpo de formas desconocidas y sorprendentes para producir experiencias somáticas y afectivas.

Muñoz enfatiza que “lo efímero no es igual a lo inmaterial,” pero yo quiero dejar abierta la posibilidad de que algo más allá de lo material también adorna (o acecha) a aquellos espacios de otra comprensión. Jacqui Alexander, al escribir sobre formas de corporalidad y reconocimiento en prácticas espirituales, afirma que “el cuerpo y la memoria son vividos en el mismo cuerpo, si se quiere, y esta vida mutua, este enredo, nos permite pensar y sentir estas inscripciones como proceso, un proceso de corporalización” (2005: 298). Una vez más, la memoria y la imaginación, antes que la observación y la descripción, son lo que servirá como archivo central para los gestos que voy a presentar y para un retorno a una contemplación de lo divino que nunca pierde su misterio. Como los movimientos de baile que nos trajeron hasta aquí, los movimientos sexuales (y teóricos) que siguen a continuación están entresacados de las precisas particularidades de mi propia experiencia encarnada, traducidos, mediados, editados, producidos y performados para consumo del lector. Pero como Foucault nos advierte, “no nos es posible describir nuestro propio archivo porque hablamos desde el interior de esas reglas, porque es aquello que se nos ofrece para lo que podemos decir —y para sí mismo, el objeto de nuestro discurso— sus modos de aparición, sus formas de existencia y coexistencia, sus sistemas de acumulación, historicidad y desaparición” (1972: 130). De este modo, siempre estamos enredados dentro de las limitaciones creativas de nuestras propias maquinaciones discursivas.

Al escribir desde el referente cultural y sexual de una corporalidad latina que no puedo representar ni explicar por completo, solo puedo recordar “el perfil que ha dejado el cuerpo después de que desaparece” (Phelan, 1997: 3). Y debido a que estoy atada a la dulce y perversa lógica de mi propia formación femme, una formación femme que es siempre sumisa, los performances interpretativos que ofrezco nunca pueden explicar por completo el poder psíquico del deseo. Por el contrario, este texto coquetea con los performances encarnados de un imaginario sexual preciso y con las posibilidades inter-

pretativas de sus articulaciones para empujar el espacio en el que se tocan los significados culturales y los cuerpos performantes. Este libreto de sexualidad encarnada invita al lector a pensar conmigo, a jugar con las posibilidades de indagación sexual siguiendo a esta femme por los escenarios de su performance sexual. Este libreto marca no solamente la entrada de esta femme en la escena del deseo, sino su entrada en la imaginación de aquellos que han compartido sus acciones. Se pasea sin reparos por las escenas públicas de seducción; se arrastra en silencio por las esquinas de ansiedad íntima para tocar las complejas designaciones del deseo que exceden los nombres y las categorías que les asignamos. En el proceso, expone las resbalosas convenciones sociales que hacen posibles las posturas sexuales de butch y femme, así como de top, bottom, activo, pasivo, chica, niño, autor, lector y de muchas otras designaciones. En este compartido momento de inscripción, en el que creamos mutuamente el texto bajo producción, emergen otras ausencias y excesos: los archivos de caricias, de nombres y de deseos del lector empujan y retroceden para recodificar la interpretación y el significado.

En este contexto, butch y femme existen solo como una en un millón de otras combinaciones de denominaciones basadas en el género y de emparejamientos sexuales disponibles a los sujetos sexuados. Sin embargo, lo que parece inquietante en mis articulaciones de butch y femme es hasta qué punto reflejan normas heterosexuales de la masculinidad y la feminidad. Además, mi decisión de usar pronombres masculinos y asignar atributos físicos masculinos a los cuerpos butch que deseo y describo puede enervar a algunos lectores y complicar aún más el espacio entre géneros y sexualidades normativos y no-normativos. Al escribir sobre cómo se hacen menos legibles algunas prácticas queer, o cómo son consideradas menos legítimas para diferentes públicos, Ahmed recurre a la idea de “sentimientos queer” para repensar formas en que los lazos culturales operan en diferentes cuerpos y vidas:

Lo queer no es, por tanto, una trascendencia o una liberación de lo (hetero) normativo. Los sentimientos queer están “afectados” por la repetición de libretos que fracasan en reproducirse, y este “afecto” es también una señal de lo que puede hacer lo queer y de cómo puede operar sobre lo (heterno)normativo. El fracaso de ser no-normativo no es, por tanto, un fracaso de lo queer de ser queer, sino un signo de los apegos que son la condición de posibilidad de lo queer. (2004: 155)

Al habitar y retrabajar los libretos de la heteronormatividad, lo butch y lo femme funcionan para hacer visibles nuestros apegos culturales a las masculinidades y feminidades, para exponerlos como formas de ser sujetos de género ligados a diferentes cuerpos. Estos apegos son en sí mismos creados y afirmados mediante la raza, la cultura, el lenguaje y la etnicidad.

Cvetkovich sitúa butch-femme, al igual que otras formas de expresión de género que confunden convenciones públicas de normatividad sexual, como un sitio para la reocupación del espacio público: “Dentro de la cultura butch-femme, la intimidad de la sexualidad sirve como una esfera semipública que compensa por los fracasos de la esfera pública, ofreciendo el espacio para una expresión emocional no disponible en ningún otro lado” (2003: 68). Las culturas butch-femme, al igual que otras formas queer de conectividad social y sexual, performan una desidentificación con formas hegemónicas de convención sexual. Cuando estos performances entran en el espacio público, dejamos huellas de nuestro mal comportamiento sexual en las caras de una atónita cultura dominante, la cual es forzada a leer lo familiar como perverso, a leer sus propios gestos de género como inventados y forzados.

Para las minorías queer, estos apegos al género son no únicamente producidos en relación a la cultura dominante, sino creados y afirmados a través de espacios en disputa de la cultura, del lenguaje y de la etnicidad. Al igual que otras designaciones identitarias, las palabras butch y femme adquieren valor de circulación dentro de los contradictorios contornos de un archivo de experiencias sexuales y corporalidades sociales que tienen todo que ver con las experiencias vividas de clase, locación geográfica, historia, nación, generación, corporalidad, lenguaje y cultura, y sin embargo no son reducibles a determinados conjuntos de atributos correlacionados. En mi análisis, las designaciones de butch y femme no son ni términos culturalmente específicos para posiciones de sujeto de género sexualizado, ni conjuntos determinantes

de articulaciones y prácticas sexualizadas de género. En lugar de investigar identidades butch y femme como evidentes y conocibles en sí mismas, quiero señalar los vacíos de estas lógicas identitarias para considerar cómo se produce y se hace placentero el significado erótico mediante actos y articulaciones, gestos y verbalizaciones. De igual manera, no se espera que los gestos sexuales producidos aquí sean leídos como representativos de otros que también reclaman designaciones de deseo conocidas como butch y femme; de hecho, estas designaciones también pueden ser reclamadas o utilizadas por otros con diferentes autoidentificaciones (transgénero, heterosexual, lesbiana, bisexual, pasivo, maricón). El hecho de que estos momentos y movimientos sexuales no le pertenecen a nadie y pueden estar al alcance de cualquiera, evidencia la imposibilidad de vincular gestos sexuales a formaciones identitarias así como las múltiples formas en las que los placeres son imaginados, sentidos y formados en el lenguaje y la expresión corporal. En otras palabras, esto no se trata del sexo que tiene usted; esto está fuera de usted, quienquiera que usted sea. Derrida argumenta que “no hay archivo sin un lugar de consignación, sin una técnica de repetición, y sin una cierta exterioridad. No hay archivo sin un afuera” (1996: 11). Si se siente excluido o interpelado, excitado o asqueado por los gestos y pronunciamientos sexuales que aquí presento, es porque usted ya se ha sometido a la caricia del lenguaje, y una caricia es rara vez, o nunca, neutra.

“You Make Me Feel (Mighty Real)” (Sylvester)

Con el fin de hacer aterrizar mi propio vuelo intelectualmente imaginativo, de articular “otra comprensión de lo que importa” (Muñoz, 2001: 441), comienzo con la siguiente suposición: los cuerpos y los gestos sexualizados no tienen significado fuera de los que les asignamos. Si entendemos que pies, caras, pezones y culos son sustancias materiales que pueden sangrar, envejecer y arder, también son superficies culturales que llevan el peso de significados sociales y sexuales firmemente establecidos, significados que a menudo están inscritos mediante el lenguaje de la ley. Una práctica metodológica encarnada queer es la que cuestiona las presuposiciones normativas de lo cotidiano y nos invita a resignificar nuestros encajonamientos carnales

en nuestros propios términos. Del mismo modo, lamer, escupir, abofetear, penetrar y tragar son gestos corporales que pueden ser experimentados y recodificados fuera de las lógicas hegemónicas culturales, aun cuando adquieren significado en relación a estos mismos imaginarios sociales y sexuales. En una entrevista en 1982, Michel Foucault comenta sobre la conciencia que implica reimaginar el significado del comportamiento sexual:

El comportamiento sexual no es, como a menudo se asume, una sobreimposición de, por un lado, deseos que se derivan de los instintos naturales, y por el otro, de leyes permisivas o restrictivas que nos dicen lo que debemos o no debemos hacer. El comportamiento sexual es más que eso. Es también la conciencia que uno tiene de lo que uno está haciendo, lo que uno hace de la experiencia, y el valor que uno le asigna. (1989: 212)

El párrafo va más allá, sin embargo, al relacionar esta conciencia sobre la práctica sexual con una afirmación mayor acerca de las clases de socialidad queer radical que pudieran estar disponibles a través del intercambio sexual. Foucault continúa: “Es en este sentido que yo pienso que el concepto ‘gay’ contribuye a una apreciación positiva (antes que a una puramente negativa) del tipo de conciencia en la cual el afecto, el amor, el deseo, la buena relación sexual con la gente tiene una significación positiva” (1989: 212). La conciencia y la socialidad que Foucault describe requieren que nos volvamos agentes activos de nuestras propias formas de construcción de significados sexuales, que aprendamos a comprender los cuerpos como sustancias materiales que registran placer y dolor, como sujetos del lenguaje y de la ley que producen y hacen cumplir normas sociales, y como manchadas superficies culturales disponibles a la interpretación.

Gayle Salamon elabora este punto sobre la materialidad y la corporalidad cuando dice que “afirmar una materialidad (…) es comprometerse con una labor constante y siempre incompleta de reconfigurar más que solamente la materialidad de nuestros propios cuerpos. Es esforzarse por crear y transformar los significados vividos de esas materialidades” (2010: 42). Para

articular la distinción entre nuestro sentido sexual del yo y lo material de nuestros cuerpos de género, Salamon apunta al gesto. En su lectura de Merleau-Ponty, ella dice que el género “es específicamente descrito como gestual antes que anatómico, y el propósito de la materialidad del cuerpo es finalmente transmitir este gesto rudimentario pero expresivo” (2010: 48). Al igual que las palabras —esos “constantes y siempre incompletos” intentos por afirmar la materialidad— los gestos nunca establecen por completo un cierre interpretativo. Nunca son absolutos. Por el contrario, los gestos solo pueden sugerir, y en el sexo (como en el baile) esa sugerencia funciona como una forma de seducción. Titilante, ese gesto es una invitación a adivinar sus aspiraciones, y como cualquier invitación, contiene un riesgo. La femme examina hacia abajo con la mirada. El butch se agarra la verga13. Sin palabras, este gesto transmite la presencia de la verga butch y su potencial poder; captura el deseo femme y su reconocimiento del potencial del butch de satisfacer su deseo. Solo, en ausencia de una audiencia femme, el butch podría sacudir su verga, sostenerla o colocarla hacia la izquierda. Estos gestos, hechos repetidamente en privado, se transforman cuando funcionan como espectáculo para un amante. Al ofrecerse a una femme, cada gesto se vuelve un océano rugiente de posibilidades fantaseadas. La femme inicia el intercambio a través de su no-verbalizada invitación corporal y entonces funciona como testigo, absorbiendo el testimonio performativo de la respuesta del butch. Con la expansión de su ojos, la femme reconoce y (re)produce la verga butch. Ella le dota de deseo y de sustancia como acto de afirmación y validación. El gesto es efímero, ya ha pasado, pero su impresión permanece en el aire y se filtra por la piel. Entra en la psique del Otro como promesa, o como amenaza.

En el sexo, los actos de habla pueden servir para intensificar una escena, para “fijar la flotante cadena de significados,” para servir como suplemen-to al movimiento, o para remplazar por completo la caricia y servir como el acto sexual que nombra (Barthes, 1977: 39). Así, el sonido puede con-

vertirse en su propia forma de placer sexual. Ya sea en encuentros sexuales mediados por la tecnología o en aquellos experimentados mediante co-pre-sencia, las locuciones vocales funcionan como otra clase de gesto encarnado —abriendo la boca y proyectando sonidos, palabras y aliento que llevan las cualidades físicas únicas de los instrumentos corporales que habitamos. Roland Barthes llama a esta cualidad de la expresión corporal “el grano”: “El ‘grano’ es el cuerpo en la voz mientras canta, la mano mientras escribe, la extremidad mientras performa” (1977: 188). Lo opuesto es también cierto; el grano puede rozar en contra de nuestros deseos; los sonidos, olores y gestos pueden interrumpir el disfrute, convertirse en obstáculos sensoriales a un placer sostenido. Y aunque todo gesto y verbalización tienen el potencial de inspirar deleite, aversión o desinterés, los actos de habla funcionan de formas particularmente poderosas como mensajes lingüísticos capaces de “contrarrestar el terror de los signos inciertos” (Barthes, 1977: 39) o de reasignar el significado para aterrorizar modos normativos de interpretación.

En Masculinidad femenina, Judith Halberstam explora esta conexión entre discurso y prácticas corporales e invita a los lectores a mirar más allá de la identificación lesbiana para interrogar críticamente la historia y el significado de los actos sexuales entre mujeres. Él insiste en que “el análisis de las prácticas sexuales hace más que simplemente completar los detalles sucios; también desestabiliza otras estructuras jerárquicas de diferencia sostenidas por el sistema binario homosexual-heterosexual” (1998: 114). Halberstam dirige la mirada al tribadismo para marcar una “historia de masculinización de ciertas prácticas sexuales femeninas” asociadas a las mujeres masculinas. “El tribadismo, con o sin dildo, con o sin la penetración digital simultánea de un amante, realmente constituye una práctica sexual particular de las mujeres (…). La tríbada participa de discursos de placer femenino pero también viola la categoría de mujer” (1998: 61). Pero Halberstam se queda corto al momento de articular de forma más completa el potencial creativo sexual del tribadismo y de otros actos sexuales que describe al negarse a considerar los performances de sexo y de género que tan a menudo acompañan a estos actos. En su lugar, él utiliza la frase “discurso de actos” para examinar prácticas sexuales que son sexo butch-femme. Pero algo acerca de las particularidades de cómo los gestos corporales funcionan en relación al lenguaje

parece silenciar la fusión que hace Halberstam de actos y discurso. Después de todo, la descripción de la acción por sí sola no puede sugerir completamente el suculento despliegue de juegos psíquicos de género que el tribadismo u otros actos sexuales pueden encarnar14.

En lugar de colapsar discurso y actos, ¿qué podemos ganar al separar diferentes registros de actos sexuales de articulaciones verbales y físicas del deseo sexual que pudiesen acompañarlos? En otras palabras, ¿qué pasa cuando te hablo sucio? ¿De qué forma el acto de habla transforma el gesto performativo de su locución? Los actos sexuales y el lenguaje sexual pueden funcionar armoniosamente, o como correlatos complementarios, pero nunca como equivalentes descriptivos. Al fin y al cabo es el pronunciamiento verbal real o imaginario que puede acompañar el gesto de montar a una femme, no simplemente el acto mismo, lo que tiene el potencial de resignificar como queer el intercambio sexual. Él mete la punta dentro de ella, ella sangra; él eyacula, ella concibe: este abanico de posibilidades sexuales imaginadas, susurradas, gemidas o sentidas en silencio crea la carga sexual que se regenera con cada consiguiente gesto y verbalización. Lo que es queer aquí, lo que es sexi, poderoso y juguetón, es que se permite intencionalmente a la interpretación performativa reestructurar los límites del cuerpo y del placer, la fantasía reconfigura las leyes materiales del deseo. Aquí la femme produce un himen o un útero fértil; ella performa insaciabilidad o indiferencia como una interpretación de esos tropos de involucramiento sexual femenino. Del mismo modo, los cuerpos butch queer viven una experiencia sexual —y la viven con mucha riqueza— mediante la interpretación de sus propios actos performativos masculinos.

Vale la pena enfatizar aquí que todo sexo, y toda experiencia, son vividos mediante interpretación. Repitiendo una afirmación de Foucault, “es también la conciencia que uno tiene de lo que uno está haciendo, lo que uno hace de la experiencia, y el valor que uno le asigna” (1989: 212). Así, este proceso tan queer de ser autor de una fantasía, y de interpretar gestos y pronunciamien-

tos eróticos para funcionar intencionalmente en armonía con aquella fantasía, se convierte en un medio para tener acceso al placer sexual, un proceso queer de interpretación imaginativa que rechaza los límites materiales del cuerpo. También se convierte en una forma de hablar sobre lo que sucede cuando los actos sexuales se repiten en formas similares en cuerpos que se marcan a sí mismos como diferentes. Claramente, las articulaciones lingüísticas e imaginarias de posturas subjetivas masculinas que he reclamado aquí para los butch son también invocadas de forma rutinaria por hombres trans, queer bois, hombres cisgénero heterosexuales y activos top de varias convicciones sexuales y articulaciones anatómicas. ¿Qué clases de diferencia encarnada significan estos múltiples performances de penetración, y cómo tales diferencias transforman las maneras en que esas palabras y gestos son recibidos por cuerpos y posiciones subjetivas diferentemente articuladas? Dada la diferencia que hace la diferencia, ¿qué significaría sugerir que el momento sublime en el que un cuerpo entra en otro, el gemido que marca el segundo entre la anticipación y la satisfacción, es potencialmente compartido por subjetividades sexuales nombradas de múltiples formas? Del mismo modo, ¿podemos imaginar el escalofrío que emana de un cuerpo cuyos límites acaban de ser desechos? Sugerir que los sentimientos, los actos y las palabras pueden ser compartidos entre diferentes clases de cuerpos no significa decir que son iguales. La diferencia funciona al nivel de la interacción entre la corporalidad, las acciones, el contexto, la imaginación y la individualidad de nuestros propios archivos sexuales. Una vez más, Merleau-Ponty es útil: “Es mi cuerpo el que da significado, no solo al objeto natural, sino también a objetos culturales como las palabras” (2002: 273). Las particularidades de nuestros yoes encarnados, nuestra edad, nuestras curvas, nuestro color y nuestras historias corporales tienen la habilidad de transformar el significado de las palabras y de los gestos. La forma en que se juntan el género sexualizado, los actos performativos y los pronunciamientos lingüísticos nunca es igual, incluso dentro de un simple cuerpo temporalmente cambiante, y sus significados nunca son producidos fuera de una lógica particular de interpretación.

“Sabor a mí”

El contexto regresa para codificar todo lo que sabemos sobre la interpretación, y las interpretaciones están sazonadas por el lenguaje y la cultura. Incluso

en nuestros momentos más íntimos, cuando nuestros cuerpos parecen estar despojados de la evidencia material de los mundos sociales, el persistente sabor de la cultura ejerce su fuerza. Al igual que otros actos de habla, las verbalizaciones que emergen durante el sexo son específicas a un lenguaje y a los significados interpretativos permitidos por dicho lenguaje particular. En castellano, decir que alguien es servicial (servil o de servicio) no es menospreciarlo como si fuera débil o desprovisto de deseo o agencia. Por el contrario, es un cumplido que reconoce el deseo de la persona de notar y responder a las necesidades y deseos de otro. La frase tan particularmente ubicua de los mexicanos, mande usted, no afirma una servidumbre naturalizada, sino que ejemplifica una generosidad de espíritu que se manifiesta a través del servicio a los otros, una valorización social de lo que pudiera interpretarse como una postura sexual feminizada. Además, mande usted funciona como un imperativo lingüístico que ordena la transferencia de poder —desde el pasivo: mande usted ordena a quien escucha a emitir un mandato. Del mismo modo, en el lenguaje musical de los boleros, la entrega total define el epítome del éxtasis sexual y romántico. ¿Qué significaría leer sumisión —incluso sumisión sexual— a través de esta lectura culturalmente influenciada, a través de una comprensión latina femme del servicio?

En castellano, las palabras abre, ábrete, abierto y abierta significan “abierto” de forma diferente al inglés; el poder erótico de la entonación y el ritmo fracasa bajo la presión de la traducción. De forma similar, la palabra toma puede entenderse como una orden que desafía a quien escucha o como un regalo que se ofrece a sí mismo15. Su entonación, inflexión, énfasis y la conexión corporal entre el hablante y su amante determinan el significado. Moverse sexualmente de un lenguaje a otro transforma todos los otros elementos no lingüísticos del intercambio erótico. Ayyyyyy papi nunca es equivalente al Ohhhhhhh daddy. Cada uno se registra en la boca de forma diferente y requiere de distintas formas de expresión vocal. De igual manera, papá, papito y papi evocan diferentes tipos de relaciones sexualizadas con lo paternal. Significado, palabra y sonido recurren a distintos elementos del archivo erótico; aunque cargados de la misma forma, cada uno descansa en —y

crea otra forma de— imaginería psíquica. La memoria irrumpe en las palabras, y las palabras, articuladas en lenguajes que nunca son completamente nuestros, tienen un carácter corporal. Al igual que las prácticas de baile, el vocabulario del sexo implica una ocupación creativa de las leyes que estructuran la gramática, una recirculación inventiva de las normas lingüísticas. El lenguaje del sexo viaja de un cuerpo a otro, de lengua en lengua; es regional, marcado por el acento, la generación, la cultura y la clase; es fácilmente contaminado. Polla, snatch, crica, chichar, beso negro, follar, poontang, verga, cock, cream pie, morbo, meter mano, starfish, coger y polvo son palabras que se adquieren mediante contactos e intercambios sexuales y sociales. Cada palabra es llevada al archivo sexual a través de otra; cada palabra tiene su propia fragancia y sabor; cada una suscita un recuerdo y la posibilidad de crear nuevos recuerdos. Cuando tiramos, nuestros lenguajes se juntan, se mezclan y se chocan en ilícitos actos de traducción, interpretación y reinscripción. Venirse a través de las diferencias ocasiona nuevas oportunidades para producir significados eróticos.

Del mismo modo, los gestos tienen una historia cultural en la memoria. El fruncir de labios color carmesí, el adelantar coquetamente una cadera, o el mostrar la curva tentadora de la mano de la femme cuando jala a su amante hacia ella son gestos que emergen de un archivo erótico lleno de madres, tías, vecinas, compañeras de clase, parejas de baile y amantes que han transmitido lo femenino en formas culturalmente específicas. Gayatri Gopinath utiliza el ejemplo de la feminidad racializada queer del sur de Asia —“signos corporales con significados múltiples”— para revelar cómo modalidades localizadas de lo femme y de la femineidad escapan de la esfera visible de las formas dominantes de expresión y de la lógica normativa de los deseos imaginables (2005: 154). El butch acepta estos “signos culturales” y los lee a través de su propio reportorio sensorial y cultural; él devora su significación y les asigna nuevos significados. En el sexo, existe una única particularidad corporal de los cuerpos que encontramos pero también existe una resonancia racial colectiva que se cierne en las inmediaciones.

Mucha de la literatura sobre raza y deseo sexual, desde Frantz Fanon hacia adelante, se posiciona en relación a la blanquitud: los lazos eróticos con la blanquitud y con el poder que representa originan una crisis de representa-

ción16. En su disertación “A View from the Bottom: Asian American Masculini-ty and Sexual Representation”, Nguyen Tan Hoang ingresa en esta ola crítica al analizar el documental queer asiático que empieza en los noventa y que intenta cuestionar los estereotipos pornográficos dominantes acerca de los sumisos hombres asiáticos gay obsesionados por performar el rol sexual pasivo para los dominantes hombres blancos activos. Nguyen interpreta estas películas como intentos de alejarse de los libretos sexuales que se basan en posiciones de poder socialmente estratificadas con el fin de adoptar prácticas sexuales igualitarias que enfaticen la satisfacción sexual y la reciprocidad. En su análisis de estas películas, que incluye su propio corto 7 Steps to Sticky Heaven, Nguyen identifica un intento de reeducar los deseos queer asiáticos ajustándolos a modelos de deseo y de comportamiento sexual más políticamente aceptables —es decir, prácticas sexuales igualitarias y recíprocas con otros hombres gay asiáticos17. Nguyen nota la existencia de un paralelismo entre la función disciplinaria de las políticas identitarias feministas de una época pasada –las cuales requerían una denuncia pública de lo butch, lo femme, la bisexualidad, la no-monogamia, los juegos de fantasía, el sado-masoquismo y la erotización del poder– y las ansiedades sexuales sobre la raza, la representación y las posturas sexuales coloniales que él advierte en el archivo cinematográfico asiático gay. Tanto en los movimientos feministas de antaño como en los contextos asiáticos queer contemporáneos que describe Nguyen, estos esfuerzos por reeducar el deseo se llevan a cabo en nombre de la decolonización de nuestras psiquis sexuales, de la liberación de las narrativas opresivas pornográficas del patriarcado racista, y de la reeducación de nuestros deseos desviados para que se adecúen a aquellos de los sujetos racializados feministas apropiados. Sin embargo, Nguyen concluye

algo completamente diferente con respecto a los placeres inefables basados en la “objetualización racial y la abyección” (2009:14):

En lugar de abogar por un “tiempo igualitario,” o por jugar el juego escópico y sexual del sadomasoquismo de forma reversible, o por legislar actos sexuales significativos con parejas de la raza “correcta,” una lección más radical sería apoyar una política que permita una multiplicidad de deseos e identificaciones, incluyendo aquellas que insisten en lo fijo antes que en lo movible. Para ciertos sujetos, habitar el abyecto espacio de la sumisión y la femineidad puede ser un modo de resistencia crítica. (2009: 173-75)

Nguyen rechaza los esfuerzos de reeducación y en su lugar elige imaginar una socialidad politizada disponible mediante la apropiación de “la pasividad y la feminidad,” aunque incluya apegos viscosos a una erótica racializada y a una memoria colonial.

Aunque nos esforcemos por reprender nuestros apegos eróticos a la blanquitud, tenemos que reconocer que la erótica asociada a la diferencia racial, cultural o étnica continúa funcionando en ausencia de un referente blanco o colonial definido. En interfaces de placeres entre latinos, ni desaparece la exotización de la diferencia ni se retorna a una eliminación igualitaria de las relaciones de poder. Por el contrario, cuando la blanquitud no opera como el vínculo primario del poder sexual, otras formas de tensión erotizada pueden explotarse por su potencial perverso, incluyendo matizadas referencias corporales, nacionales y hasta regionales. Se puede desarrollar una fijación erótica en las motas de cabello rizado y negro-azabache situadas debajo de los brazos; en el contraste visual de ojos verde mar en un rostro de piel canela; en mechones de pelo negro sedoso que contrastan con una piel blanca; o en la suave piel rosada situada en la parte inferior de labios de color café oscuro. No son las simples particularidades racializadas de la carne las que se erotizan, sino también otras marcas de raza que se adhieren a los cuerpos —los sonidos, olores, gestos, colores y estilos que han adquirido una significación racial, los modismos verbales y entonaciones que marcan el acento

rural mexicano o el urbano del Bronx, el encanto del acento jamaiquino, el chasquido que fluye de una muñeca llena de pulseras, el olor a coco que emana de una piel luminosa, o un decididamente racializado compromiso con el color rojo o con los jeans de cadera. Y aparte de la raza, las marcas de edad, estatus social, tamaño, género y habilidad física continúan operando como fuentes de juegos eróticos de poder. Tanto en los juegos sexuales de fantasía como en los de la realidad, lo que decidimos reconocer y lo que permanece innombrado, no-marcado, y por tanto no-analizado, es central a cómo se expresa el poder. Simplemente no podemos deshacernos de nuestros apegos eróticos a la raza, al género o a otras formas de diferencia, más que a nuestros apegos eróticos a los senos o a los pies. Y para muchos de nosotros, incluso nuestros apegos eróticos relacionados a la edad, al género, a la raza, a la cultura o a la etnicidad, cambian con el tiempo y se transforman cuando ingresan nuevos estímulos eróticos a nuestra conciencia. Pero independientemente de si nuestros apegos son fijos, fluidos, o simplemente están en flujo perpetuo, antes que la reeducación obligatoria del deseo, prefiero permanecer en el potencial erótico que el reconocimiento y la resignificación me pueden permitir.

Aunque la diferencia inextricablemente da forma a nuestra experiencia fenomenológica y a nuestra vida sexual, no siempre aparece en formas inmediatamente reconocibles. Por el contrario, al igual que otras marcas de particularidad corporal, puede afirmarse a sí misma como una huella, un sonido recurrente, un olor familiar o una textura que marca la carne. En esta mezcla, los archivos sexuales sazonados por los apegos y la memoria se juntan y se reescriben mutuamente con cada encuentro. El efecto de esas combinaciones nunca es predecible y raramente es explicable; el poder de un simple gesto puede tomarnos por sorpresa o dejarnos sin aliento.

En el intercambio sexual, intentos por comprender los signos corporales ocurren al detectar la actitud y el estado de ánimo que se ciernen sobre los movimientos y las palabras. Con la expresión “mama mi verga”, el butch no pide reconocimiento mediante la felación, sino que lo ordena. El significado de esta verga butch contiene y excede su potencial fálico; no es el poder del falo ni su habilidad de estructurar una dinámica sexual, sino la realidad mate-

rial del pene, la presencia carnal y encarnada que crece entre las piernas del butch. Al separar la distinción fenomenológica entre cuerpo y carne, Gayle Salamon afirma que “la carne es aquello en lo que, en virtud de la inversión psíquica y del involucramiento con el mundo, formamos nuestros cuerpos, antes que aquello que los forma a ellos” (2010: 64). El butch da forma a su cuerpo en la carne de su verga, una carne que afirma el significado de la masculinidad. En los espacios del lenguaje y del tacto, la femme afirma estos significados disponibles mediante el reconocimiento y el deseo. Esta verga ya estuvo presente en el imaginario del butch; él ya la invistió de significación sexual mientras espera que la femme la nombre, afirme su valor y se arrodille ante ella. Este gesto debe ser preciso —el movimiento de la cabeza, la colocación de las manos, la acción de la boca funcionan al unísono para mantener el placer psíquico y físico. La femme responde al mandato sometiéndose al poder del falo y al placer del pene, y al tomar todo en su boca, ella también señala su propia habilidad para destruir aquello que se ha aventurado en producir. Nombrar la verga del butch, decir su nombre en voz alta, trata de asegurar que el significado del gesto satisfaga el intento erótico de ambos. Por supuesto, el butch puede recibir el gesto y la femme puede performarlo en ausencia de palabras habladas, o bien porque el nombrar amenaza otras convenciones categóricas (lesbiana, mujer, o “marimacha intocable” stone, por ejemplo) o simplemente porque la significación del gesto es tan clara que no requiere de palabras para transmitir el significado del acto sexual. A menudo, el contexto deseado ha sido producido fuera del espacio del sexo —la femme toma la verga de su amante bajo el mantel, el butch soba con su verga el culo de la femme en la pista de baile, o la simple enunciación “estoy tan duro” asegura que los silencios del momento sexual estén acechados por las huellas sensoriales de estas otras articulaciones. Que este acto performativo pueda ser significado de otra forma, como cunnilingus o como beso negro, por ejemplo, demuestra la forma en la que gesto y enunciación pueden funcionar para asignar nuevos significados a establecidos significantes en el intercambio sexual. Y esta fijeza nunca es completamente lograda, y tal vez no hay necesidad para una articulación psíquica simultánea. El butch puede experimentar el acto como uno en el que consigue que laman sus bolas, mientras que la femme puede experimentar el mismo gesto sexual como algo com-

pletamente diferente18. Cada miembro ingresa en esta dinámica sexual con su propio repertorio de gestos, movimientos, frases y respuestas —arquean-do la espalda, cubriéndose la boca, mirando la verga mientras empuja hacia adentro— juntos, pero nunca en completa sincronía psíquica, los miembros de la pareja viven el momento sexual del clímax, real o imaginado, a través de su propio archivo de sentimientos.

Como la pareja de baile cuyo rol es seguir, la sumisión señala la posición sexual de esta femme incluso cuando crea la atmósfera para el siguiente intercambio. Sus gestos hacen manifiesta su apertura a la posibilidad de posesión psíquica, de rendición corporal. En su deseo de perderse en el movimiento, ella abre sus piernas, abre su boca, ofrece su culo y se permite a sí misma ser llenada con los dedos, vergas, dildos, puños, fluidos, objetos, palabras, e imaginaciones de otros. Ella se somete a la gratificación que otros obtienen de su sumisión y ofrece su conformidad como un regalo. Cada uno de sus orificios es una invitación para el uso y deseo de su amante. La femme, como el butch, es responsable de producir gestos y pronunciamientos inteligibles y deseables para su pareja. Ella debe saber cómo leer las fantasías y ansiedades de su pareja y ofrecer su propia respuesta a dicha expresión. Al decir “tómame” expresa su deseo de ser transportada, movida, tomada hacia un lugar que está más allá de sí misma: “Para perderse en el sexo o para usar el sexo para perderse” (Muñoz, 2001: 441, con mi cambio). Al igual que en el baile, ser poseída sexualmente, ser habitada y montada por otro, es entregar el control corporal a otra entidad —humana o divina— que demanda una rendición, una entrega total. Que este deseo de liberación de las limitaciones corporales emerja de la intensa fisicalidad de habitar por completo el cuerpo desafía la lógica que fija las expresiones corporales, tales como la danza o el sexo, únicamente en los límites del cuerpo. El deseo de sumisión de esta femme, su anhelo de posesión y de liberación, expresa un deseo por la sujeción que opera para producirla como un sujeto femme.

En las descripciones anteriores, obtenidas de las perversas particularidades de mi propio archivo de latina femme, he alineado lo femme con una posición

sexual de sumisión. Sin embargo, lo femme no puede ni debe ser confundido con ninguna postura sexual, acto, estilo o deseo en particular. Femmes activas (y versátiles) abundan. Sin embargo, cuando una femme en cuerpo de mujer de color ejerce activamente la posición subjetiva de sirvienta sexual —rol sexual que es precisamente el que la sociedad dominante espera de ella— es la fuerza y la articulación de su agencia lo que marca su subjetividad queer. Al ocupar el rol sexual racializado creado para ella y que ella conoce tan bien, se le presenta la posibilidad de habitar la sumisión como un medio para alcanzar sus propios deseos sexuales, desplegando hábilmente expectativas sociales como medios de seducción y de autorrealización. Haciendo uso de las convenciones sociales y sexuales que preceden a su ingreso a la escena sexual, ella extrae el poder afectivo de la abyección, la servidumbre y la vulnerabilidad corporal por su potencial erótico. Así como en el baile, en donde el ritmo de la música y las reglas internas no dichas del club permiten y limitan formas de expresión individual, en las prácticas sexuales queer, las leyes que gobiernan las convenciones sociales crean espacios performativos para la expresión individual, incluso cuando invitan oportunidades de reescribir estructuras que gobiernan su legibilidad.

Adherirse a las normas, leyes y convenciones sociales consensuadas de comportamiento nunca es solo acerca de cerrar posibilidades; por el contrario, re-conocer y respetar la alteridad de otros cuerpos y deseos permite la promesa de un placer mutuo, daño involuntario ausente. Incluye comprender cuerpos y deseos que pueden parecer tan diferentes de nuestro propio cuerpo: el de-seo de ser penetrado o no, de experimentar dolor o no, de sentir placer por la dominación y la humillación o no, de desear caricias sexuales o no, o en qué formas. Muy a menudo, es por la adherencia a las reglas y límites sexuales de nuestras parejas íntimas, por nuestros intentos gestuales de validar la lógica de sus proclividades eróticas, que somos capaces de confiar en una práctica de consideración mutua, y a través de esa práctica, expandir nuestro propio potencial sexual para el placer. De hecho, límites, fronteras y la disciplina necesaria para hacerlas cumplir (o para violarlas) pueden servir como génesis del placer sexual. En las prácticas de BDSM y de otros performances intencionales de poder sexual, esta insistencia en negociar las reglas de juego forma la base fundamental para el contrato sexual estructurado alrededor del consentimiento mutuo, aun cuando ocasione (una y otra vez) la oportunidad

de articular activamente los límites y los deseos19. Lo que sigue siendo absolutamente necesario, sin embargo, es el cuestionamiento activo que implica hacer las reglas, de modo que las normas, convenciones y otros sistemas de control social estén abiertos a la negociación y la transformación. Foucault asegura que “la pregunta importante aquí (…) no es si una cultura sin restricciones es posible o incluso deseable, sino si el sistema de restricciones en el que la sociedad funciona deja a los individuos la libertad de transformar el sistema” (1989: 220). Los colectivos, incluso aquellos compuestos de solo dos, necesitan ser capaces de confiar en que los otros seguirán las leyes, que serán respetuosos de los límites y fronteras, como condición para la confianza en la cual pueda concretarse el reconocimiento mutuo.

La restricción, la disciplina y los límites también poseen su propia carga sexual. Foucault afirma este potencial erótico: “Lo que interesa a los practicantes de S & M es que la relación es al mismo tiempo regulada y abierta (…). Esta mezcla de reglas y apertura tiene el efecto de intensificar las relaciones sexuales al introducir una novedad perpetua, una tensión perpetua y una perpetua incertidumbre carentes en la simple consumación del acto” (1989: 226). Por supuesto, mantener relaciones sexuales siempre novedosas puede no ser posible o deseable. El hábito, la rutina, la familiaridad y la repetición también poseen sus propias cualidades seductoras. Aquí radica la atracción de hacer del sexo un acto social intencional de compromiso, y tanto novedad como rutina funcionan como opciones para ser exploradas y consideradas antes de dejar que el sexo caiga en un ensayo iterativo de posiciones subjetivas y prácticas eróticas aparentemente naturalizadas, o juzgado contra un estándar externamente motivado de lo que constituye el placer sexual.

Jugar dentro de un espacio con reglas mutuamente producidas no siempre es posible, y los deseos incompatibles pueden hacer difícil, y a veces imposible, el placer compartido. Si butch y femme, top y bottom, activo y pasivo, marido y mujer, maestro y esclavo, sugar daddy y baby boi, o cualquier otra forma de performance corporal sexualizado existen como formas de ser para otro,

también crean la vulnerabilidad que se genera por la dependencia de dicho reconocimiento sexual. Judith Butler argumenta que “el reconocimiento es, no obstante, el nombre que también se da al proceso que constantemente arriesga su destrucción, y que (…) no puede ser reconocimiento sin un riesgo definitorio y constitutivo de destrucción” (2004: 133). El reconocimiento equivocado, los deseos inconmensurables, la apatía y el rechazo acechan el encuentro sexual y amenazan con apagar las posibilidades de disfrute compartido. En el sexo, estas vulnerabilidades son negociadas mediante el lenguaje y el gesto cuando cada pareja comunica sus deseos eróticos: un proceso de alcanzar el mutuo reconocimiento que es siempre y únicamente un deseo utópico que baila al filo del fracaso. Como nos recuerda Ahmed, “los placeres tienen que ver con el contacto entre cuerpos formados de antemano por pasadas historias de contacto” (2004: 165). La postura sexual del sirviente racializado puede existir como fuente de fantasía titilante prohibida hasta que un gesto o una expresión verbal reabren la herida colonial que funciona a contrapelo del deseo; el rol de la empleada doméstica sexualizada puede servir como una fuente de placer abyecto hasta que los platos sucios comienzan a apilarse. La viscosidad de nuestras fijaciones sexuales puede interrumpir el flujo sexual; el disfrute puede truncarse en circuitos de flashbacks o de proyecciones futuras que detienen el acceso a las posibilidades del presente. Los registros temporales del sexo también pueden funcionar de otras formas. Las articulaciones chirrían, los músculos se acalambran y la potencia desaparece en formas que nos retornan a la disyuntiva entre los cuerpos que envejecen y los deseos juveniles. Estas interrupciones pueden servir para enfatizar la diferencia entre el sexo como fantasía imaginada de posibilidades ilimitadas y el sexo como performance corporal ligado a las leyes de la física o a los límites de la flexibilidad individual.

“I Will Survive” (Gloria Gaynor)

El baile, el sexo, el tacto, el gusto, los gestos y las expresiones verbales difuminan los límites entre lo sexual y lo no sexual, a la vez que nos permiten resignificar, de forma imaginativa, prácticas sensoriales de producción de significados. En su ensayo “Anxious Embodiment, Disability, and Sexuality”, Cathy Hannabach nos recuerda que la percepción misma es construida

mediante procesos que tratan de naturalizar lo que es imaginado como un “cuerpo normativo.” Hannabach nos pide abrir “la posibilidad de imaginar y percibir no solo la diferencia, sino de forma diferente” (2007: 255). Percibir de forma diferente requiere que veamos los muñones y las cicatrices, las protuberancias y los bultos de forma diferente, es decir, experimentar las particularidades de los cuerpos en formas frescas. Hacerlo nos permite un espacio imaginativo para asignar a las limitaciones y habilidades nuevos significados eróticos (o cuotidianos). En su ensayo, Hannabach hace una importante distinción entre discursos que proponen pensar más allá de los límites impuestos a los cuerpos, y discursos que idealizan la trascendencia mediante una negación de la “materialidad carnal” del cuerpo. Ella sostiene que “esta insistencia en imaginar de otra manera no es trascender el cuerpo, como si pudiéramos escapar de nuestros cuerpos abstrayéndonos de sus desordenadas carnalidades hacia un estéril y teórico concepto de ‘el cuerpo’” (2007: 260). Por el contrario, ella propone, a través de Margrit Shildrick, que los cuerpos mismos están constituidos precisamente por el “mismo desorden que se proponen trascender” (2007: 260). Para sujetos queer, racializados y capacitados de formas múltiples, un escape como este de los límites normativos del cuerpo presenta una oportunidad jubilosa de sucumbir a un cuerpo que suda, chorrea y se estremece con abandono desvergonzado.

Nunca del todo subversivas ni externas a los circuitos de poder, las prácticas queer de interpretación sexual y resignificación exponen las complejidades de nuestras vulnerabilidades y placeres corporales y políticos. Al insistir en los actos sexuales y de género como actos de interpretación, los queers evidencian la posibilidad de desenredar cuerpos y actos de significados preasignados, creando nuevos significados y placeres a partir de los restos reciclados de las culturas dominantes. Agamben observa que “la tarea de la política es retornar la apariencia misma a la apariencia, suscitar que la apariencia misma aparezca” (2000: 95). Los queers hacen aparecer los significados sexuales y sociales que rodean a los cuerpos y a los gestos. No nos sorprende que esos significados están a menudo remojados en narrativas de género y sexualidad heteronormada y heterosexista, apenas coloreada o fuertemente revestida de figuras de racialización; estos son los discursos, imágenes y actos performativos que nos interpelan como sujetos deseantes. En el sexo, estas fanta-

sías pueden permanecer escondidas detrás de ojos firmemente cerrados, o estallar en palabras o movimientos que cristalizan el estado de ánimo erótico que está detrás de esos libretos sexuales. El hecho de que reproducimos estos gestos y verbalizaciones —una repetición que siempre ocasiona una diferencia— con cuerpos sociales que existen fuera de la lógica de la normatividad de género y de raza, produce una oportunidad performativa para la interpretación queer y la construcción del mundo. A través de la erotización y el placer, se nos presenta así la posibilidad de reinterpretar el dolor y el rechazo de la inteligibilidad social que constituyen nuestras vidas diarias, reescribiendo las convenciones sociales y sexuales que nos han definido como sujetos sexuales racializados. En el proceso, trabajamos para exponer las convenciones sociales de gesto sexualizado que nos rodean, al tiempo que desnudamos la fuerza disciplinaria y erótica de la ley.

Los gestos y verbalizaciones del sexo, así como los giros y bamboleos del baile, son formas de “estar en el lenguaje,” comunicando nuestro deseo de comunicar (Agamben, 2000: 59). Pero como en toda forma de lenguaje, hay una ausencia y un exceso de significación, una “mordaza” en la que el potencial performativo y las posibilidades interpretativas ocupan el vacío del lenguaje para abrir de par en par los funcionamientos psíquicos de la significación. El sexo fracasa, los bailarines decepcionan, el lenguaje nunca es completamente exitoso, pero su potencial para el misterio y la magia reluce más allá del presente. La promesa de futuros sexuales sobrevive en la memoria, en la fantasía, en otro mundo de posibilidades. “Pero hay un gesto que felizmente se establece a sí mismo en este vacío del lenguaje y, sin sentirlo, se inserta en la morada más apropiada de la humanidad. La confusión se transforma en baile y la ‘mordaza’ en misterio” (Agamben, 1999:78-79). Agamben nos retorna a la danza y al misterio; afirmamos las operaciones del deseo como un proceso no conocible que nunca es capaz de producir la fijación de un fin sexual determinado. Lo indescifrable del sexo queer, su insistencia en producir y transformar sus propias formas de significación, recodifica el fracaso de los fines como una insistencia en el potencial del performance sexual como un medio. Para la vida queer y el sexo queer, exponer reveladoramente la ficción de los fines se convierte en un enriquecedor espacio erótico de posibilidades ilimitadas en donde el gesto queer opera para deshacer las

correlaciones normativas entre género y sexualidad, y entre performances encarnadas sociales, culturales y sexuales.

Frente a las presiones que adormecen el alma en la vida cotidiana, regresamos a nuestros cuerpos una y otra vez, y allí buscamos placer —en el baile, en el sexo, en la caricia, en la dulzura cálida de un higo maduro en nuestros labios. Aspiramos al toque de júbilo. Y aunque nos roza al pasar, nos recuerda el abismo que existe entre nuestras vidas psíquicas como sujetos sexuales y nuestras experiencias de vida como cuerpos carnales deseantes que viven en el vientre de un mundo hostil. Debido a que tiramos frente a muros de violencia, la memoria y la amenaza de otras formas de caricia deben servirnos siempre como el exterior constitutivo de nuestros deseos utópicos. En un mundo en donde tantos de nosotros hemos sido definidos como abyectos, perversos, viejos, racializados, discapacitados, ilegales, feos y externos al amor, las formas encarnadas de conexión social y placer carnal se convierten en lugares de posibilidad en donde la supervivencia se vuelve imaginable. Si una promesa de placer sexual parece un lujo demasiado alejado del trabajo diario de sobrevivir a la violencia, a la pobreza, a las cicatrices psíquicas de la abyección, Judith Butler afirma la necesidad de lo posible precisamente para aquellos cuyas vidas han sido imaginadas como si estuvieran más allá del alcance de lo posible. “Pensar en una vida posible es solo una indulgencia para aquellos que ya se saben posibles. Para aquellos que todavía siguen buscando ser posibles, la posibilidad es una necesidad” (2004: 31). Abdicar el espacio de placer a otros más privilegiados o menos dañados es responder al llamado de aquellos que buscan triturar nuestros deseos. Escuchemos más bien los susurros que nombran nuestros deseos secretos en la calidez de otras medianoches. Nosotros sabemos que la promesa de reconocimiento íntimo nunca es suficiente. Aquellos momentos o recuerdos o esperanzas de amor, felicidad y comunidad nunca pueden satisfacer las demandas contingentes que debemos hacer del estado y de la sociedad; nunca podrán cerrar el abismo entre lo que queremos y lo que somos capaces de experimentar sexualmente, socialmente o políticamente. Pero aquellos momentos fugaces de reconocimiento queer, de caricias tanto humanas como divinas, de comunión y misterio, pueden ayudarnos a “saber cómo vivir.” El reconocimiento, como la supervivencia misma, es una gesto —fugaz, coqueto y precario— que ex-tiende su mano y nos dice ven.

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Notas

1 “Gesto a tiempo de mambo” es una traducción al castellano de “Gesture in Mambo Time” capítulo tres del libro Sexual Futures, Queer Gestures, and Other Latina Longings, escrito por Juana María Rodríguez y publicado por NYU Press en 2014. El Comité Editorial de post(s) agradece profundamente a Juana María Rodríguez y a NYU Press por autorizar la publicación de esta traducción.
2 El rango también incluye clases de danza y prácticas amateur, varias formas de pornografía profesional y amateur, y otras formas de trabajo sexual, incluyendo el stripping. Las escenificaciones de sadomasoquismo BDSM, tanto en público como en lugares privados, suelen ser sitios en los que ocurre instrucción explícita. Para espacios de juego sexual público, esto puede incluir contratos firmados de talleres formales que preceden el juego sexual y sirven para delinear las reglas específicas de dicho espacio.
3 Nota del traductor: El verbo inglés to fuck puede traducirse de varias maneras, dependiendo del castellano coloquial que se hable en los distintos países o regiones de las Américas o de la península Ibérica. To fuck puede traducirse en palabras o expresiones como: tirar, chingar, singar, pisar, joder, culear, culiar, echar un polvo, tirar un polvo, follar, cachar, fifar, por nombrar solo algunas.
4 Nota del traductor: Roe v. Wade es un caso judicial ocurrido en 1973 en Estados Unidos. Fue la primera vez que la Corte Suprema reconoció el derecho al aborto inducido en ese país. Desde entonces, la interrupción voluntaria del embarazo es legal en los 50 estados.
5 Nota del traductor: Femme y butch hacen referencia a identificaciones y performances de género de personas en comunidades y subculturas lesbianas o transgénero, en las cuales femme (palabra que, por cierto, proviene del francés y que significa mujer) se asocia a rasgos de comportamiento y estilos convencionalmente femeninos, mientras que butch se asocia a los masculinos. Butch también hace referencia a formas de masculinidad femenina cuya traducción depende del lenguaje coloquial utilizado en determinadas regiones o países de habla castellana, y que se puede traducir como: marimacho, machona, chicazo, machorra, camionera, por nombrar solo algunas. En esta traducción se ha optado por dejar femme y butch tal y como aparecen en el texto original en inglés debido a que no existen palabras similares coloquiales que sean comunes a todos los países y regiones de habla castellana.
6 Hasta qué punto estas prácticas son nombradas y reconocidas como africanas sigue estando enmarañado en las persistentes jerarquías raciales y de clase, tanto en la isla como en las culturas cubanas que existen en muchos otros lugares. Refiriéndose a los cubanos contemporáneos en la isla, Allen (2011) señala el contraste existente entre las narrativas oficiales que afirman la herencia afrocubana basada en el mestizaje como parte del discurso nacional, y los efectos materiales de la raza.
7 A diferencia de la salsa contemporánea, en prácticas de baile cubanas anti-guas, los giros eran en menor grado parte de la coreografía vernacular. Al contrario, movimientos más pequeños y sutiles de los pies, las caderas, o el torso eran enfatizados con el fin de acentuar y marcar el polirritmo de la música. El trabajo de los pies en estas formas de baile suele involucrar mover solo los talones mientras uno se inclina para dar el paso. Aprender a moverse —en sincronía— en una sola baldosa requiere que los movimientos de otras partes del cuerpo sean mucho más precisos.
8 En Santería, las deidades Yoruba son sobreimpuestas a los santos Católicos, creando otras posibilidades de expresión transgénero. Por ejemplo, Changó, uno de los orishás masculinos más reverenciados del panteón Yoruba, es representado como Santa Bárbara en su encarnación Católica, haciéndole a él/ella un favorito de los devotos transgénero y queer. Los símbolos de Santa Bárbara, una copa y una espada también enfatizan la dualidad de género de su cuerpo.
9 A diferencia de afirmaciones autorales sobre prácticas sexuales o políticas, admitir creencias espirituales hace al autor sospechoso de cargos de irracionalidad que la producción de conocimiento académico debe disciplinar, cargos que llevan sus propias implicaciones raciales y de género.
10 El Área de la Bahía de San Francisco alberga grandes y diversas comunidades involucradas en enseñar y performar varias formas de baile, incluyendo bailes de México, Cuba, Perú y de otras tradiciones latinoamericanas. El tango y la samba han creado sus propias escenas. Es importante mencionar que la población de latinos participa en toda clase de subculturas musicales que no necesariamente se marcan como latinas, como punk, electrónica, jazz, alternativa, new age, clásica y muchos otros subgéneros. Además, pese a los estereotipos, muchos latinos no tienen conexión con comunidades musicales de ningún tipo, y muchos latinos no bailan.
11 En el estilo de salsa Rueda de Casino las parejas rotan continuamente.
12 En el baile, esto suele llamarse back leading o liderar desde la posición de seguir. En el sexo, el término usado comúnmente es topping from the bottom que se podría traducir como “ser activo desde la pasividad.”
13 Nota del traductor: he utilizado la palabra coloquial verga para traducir la palabra inglesa cock, pero puede tener numerosas otras traducciones dependiendo de la región de habla castellana en cuestión, como por ejemplo: polla, pinga, pito, bicho, pija, carajo, nabo, rabo, o cola, por nombrar algunas.
14 En este caso, la descripción del acto sexual que Halberstam ofrece no es muy clara. Tribadismo “con o sin dildo,” por ejemplo, son dos muy diferentes clases de gestos sexuales que inspiran diferentes respuestas afectivas y físicas, ciertamente para la persona que está siendo, o no, penetrada.
15 Nota del traductor. En el texto original, la orden que desafía a quien escucha en inglés es take that mientras que el regalo que se ofrece a sí mismo es take this.
16 Aquí me refiero específicamente al capítulo 2, “La mujer de color y el hombre blanco.” y al capítulo 3, “El hombre de color y la mujer blanca”, en Piel negra, máscaras blancas de Fanon (1973). Para una necesaria y apasionada crítica de la política racial y de género de Fanon, ver específicamente el capítulo 4 de Thiefing Sugar de Omise’eke Natasha Tinsley (2010).
17 Esta reeducación evoca los intentos iniciales del gobierno cubano de convertir a los pervertidos sexuales como prostitutas y homosexuales a la política nacional mediante esfuerzos de reeducación que apuntaban a la enseñanza de la normatividad de género.
18 En inglés, el coloquial balls se refiere a los testículos, que en castellano puede traducirse como: bolas, huevos, pelotas, o cojones, por nombrar algunos, dependiendo de coloquialismos locales.
19 Nota del traductor: BDSM es un acrónimo que se utiliza para nombrar tipos de prácticas sexuales consensuadas relativas a juegos de poder como el bondage(atar con cuerdas, cadenas, cinta, esposas, u otros artefactos) y la disciplina, la dominación y la sumisión, y el sadomasoquismo.


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