DOSSIER: «NUEVAS LECTURAS SOBRE EL NEOBARROCO DE NUESTRA AMÉRICA»
Recepción: 20 Octubre 2022
Aprobación: 18 Noviembre 2022
Resumen: En el presente ensayo se indaga sobre las relaciones estéticas entre el neobarroco y la posdictadura, especialmente, circunscritas a la escena artística y cultural chilena. Partiendo de una identificación de la realidad cultural americana con las características más relevantes del barroco como concepto y luego precisando las diferencias entre el barroco europeo y el neobarroco, se pone atención a la reivindicación política que supone la adopción de dicho concepto en el panorama americano. A continuación, se deslinda un campo de definición más preciso entre la particularidad chilena con respecto al continente, sobre la base de las condiciones y las herencias culturales que supuso, primero, la apuesta socialista y, luego, la implementación del terrorismo de Estado. Para ello, se revisa la transformación de conceptos fundamentales como pueblo, historia, verdad, y las consecuencias de sentido que ello implicó para las distintas manifestaciones culturales en la etapa posdictatorial. Posteriormente, se analiza la identidad de dichas expresiones en el plano de los signos y cómo estas escrituras testimonian el duelo mientras, a su vez, inauguran nuevas formas y potencialidades para lo político. El análisis se apoya en la teorización existente tanto sobre escritura neobarroca como sobre estética posdictatorial. Por último, se precisan las conclusiones a través de ejemplos característicos que evidencian la relación estrecha entre ambos ejes conceptuales.
Palabras clave: Arte Chileno, Posdictadura, Neobarroco, Estética, Política.
Abstract: This essay attempts to investigate the aesthetic relations between neo-baroque and post-dictatorship, especially circumscribed to the Chilean artistic and cultural scene. Starting from an identification of the American cultural reality with the most relevant characteristics of the baroque as a concept and then specifying the differences between the European baroque and the neo-baroque, the attention is paid to the political claim that the adoption of the mentioned concept implies in American panorama. Next, a more precise field of definition is demarcated between the Chilean particularity regarding the continent, based on the conditions and cultural heritage that supposed, first, the socialist commitment in this country and, later, the implementation of State terrorism. For this, the transformation of fundamental concepts such as people, history, truth, and the consequences of meaning that this implied for the different cultural manifestations in the post-dictatorial stage are reviewed. Then, the identity of these expressions is analyzed at the level of signs and it is studied how these writings bear witness to mourning while, in turn, inaugurate new forms and potentialities for the political. The analysis is based on the existing theorizing both on neo-baroque writing and on post-dictatorial aesthetics. Finally, the conclusions are specified through characteristic examples that show the close relationship between both conceptual axes.
Keywords: Chilean Art, Post-dictatorship, Neobaroque, Aesthetic, Politics.
Y recién hoy, cuando el país saltó al futuro con una mochila cargada de cadáveres que gotean la senda de su reconciliado desarrollo. Cuando los días de espanto parecieran haberse evaporado y queda en el ayer la aureola menstruada de aquel tiempo.
Pedro Lemebel
1. Barroco, Generalidad Generosa y Seductora
La general nominación de barroco —más allá de las especificidades y sutilezas a la hora de referirnos al Barroco católico del siglo xvii, al colonial americano de igual época o a sus acepciones más modernas —o posmodernas si se quiere— en torno al neobarroco de Sarduy (2011), el neobarroso rioplatense de Perlongher (2016) o el neobarrocho chileno de Bianchi (2015)… Lo cierto es que el paisaje general de estos distintos barroquismos nos ofrece una apuesta de sentido seductora a la hora de intentar nombrar el presente de lo propio, especialmente en el escenario de la posdictadura.
Estaríamos frente a un concepto-comodín, a veces ocupado como sustantivo, otras como adjetivo, pero que, en su generalidad, pareciera ser capaz, a veces, de dar nombre a nuestro mestizaje constitutivo —histórico, etnológico—, a nuestras formas —comportamientos y representaciones— dadas a la proliferación, la multiplicidad y el descentramiento, y a un pathos que entendemos inabarcable e infinito. También frente a nuestro paisaje natural ferozmente diverso y biodiverso; a nuestras ciudades, siempre caóticas, en donde conviven épocas, estilos, modernidades y ruinas. Así, sin importar cuándo o en cuál momento saquemos la cabeza por la ventana o caminemos nuestras calles, «lo barroco», por su hibridación y ambigüedad, pareciera dar viva cuenta de un panorama análogo al que percibimos como nuestro presente, igualmente incomprensible, híbrido, anacrónico y mestizo.
Pero la generalidad seductora del concepto continúa: desde un plano político, los distintos barroquismos también posicionan a esta totalidad americana (natural, étnica, histórica, cultural etcétera) en una distancia reconocible con respecto a otra generalidad que nos sirve entonces de referencia negativa. Me refiero a esa centralidad de los colonizadores, que aparecen provistos de cualidades que nos contrapuntean y delimitan. Serían ellos los portadores de la transparencia, de la continuidad de un orden bajo la construcción de una Razón universal organizadora. Así, esto —desde acá, lo europeo o «lo blanco», si se quiere, para incluir a Norteamérica y, de modo más amplio, al llamado norte global— acontece como una blanquitud heredera y depositaria de la tradición del Renacimiento, la Ilustración, etcétera. En definitiva, como el lugar del desarrollo, del centro, del orden y, en última instancia, como el espacio de toda institucionalidad o clasicismo posible. Esta narración es capaz incluso de neutralizar a sus propias «ovejas negras». Las modernas extravagancias vanguardistas del siglo xx, como los antiguos desvaríos barrocos del xvii, a fin de cuentas, forman parte de una misma linealidad civilizatoria.
En América, en cambio, esta potencialidad barroca sigue viva. Y no es blanca, sino “marrona”, negra o mestiza. No está subsumida a ser una anécdota o un capítulo cerrado en una narración feliz, como lo es en el caso de la Historia del arte universal (occidental); al contrario, es un capítulo abierto y presente, que siempre corre a contrapelo de cualquier intento de orden, y, allí, precisamente, encuentra su campo de significación, su pivote, la seña negativa que parece ser su ontología: la de estar siempre a contramano de cualquier normalización o centralidad. Es quizás esta condición su más visible documento de identidad, y desde ya, su más pedagógica clave de lectura o visualización, la de su antagonismo formal (¿superador?) con respecto a un Clasicismo que se entiende agotado (no importa la época de ese clasicismo o de la intuición de ese agotamiento).
Estamos ante un barroquismo vivo y, por esto, siempre plausible de ser «neo», que mantiene intacta la potencia negativa original del mismo concepto, su vocación de respuesta ante un orden anterior que entiende como «clásico». De esta significación primitiva da cuenta incluso —y desde el mismo título— uno de los textos más antiguos sobre el asunto, el ensayo de Wölfflin «Renacimiento y Barroco», de 1888. Mucho más acá en el tiempo, Irlemar Chiampi insiste en esta negatividad fundamental:
Solo se vuelve legítimo hablar de narrativa barroca siempre que se considere un modelo, una matriz, sobre la cual apuntar desvíos, exageraciones, distorsiones barrocas, del mismo modo que la metáfora barroca presupone la metáfora renacentista (citado por Rojas, 2010, p. 227).
Luego, Jon Snyder vuelve a actualizar y hacer hincapié en esta aporía primigenia:
Efectivamente, es imposible hablar de barroco sin referirse al Clasicismo, precisamente porque el experimentalismo programático y a veces exasperado de los artistas barrocos, al borde de la rebelión, tiende a plegar el sistema clasicista, distorsionándolo y debilitándolo drásticamente, pero sin destruirlo: a fin de cuentas, la desviación sólo puede entenderse con referencia a la norma (2014, p. 27).
Este crítico y los demás autores recién citados solo escriben sobre la estética del barroco europeo; por ende, piensan en artistas y en obras concretos de un pasado histórico ya catalogado, enfrentados a otro corpus de nombres y creaciones, también archidescrito (llámese Clasicismo o Renacimiento). Sin embargo, el barroco en la escena americana posee un pathos actual y pasado que impide aquel distanciamiento objetivo y conciliado, ya que apela a una condición sintomática y anacrónica en que tanto el objeto descrito como el sujeto que realiza el acto se hallan aún inmersos.
La expresión neobarroca latinoamericana no es solo estilística, como en el antirenacentismo europeo, sino que es síntoma y apuesta por el margen ante cualquier vocación de centralidad y orden. Y, en ese nuevo territorio del concepto, lo barroco crea y se enfrenta a un nuevo clasicismo —que, de paso, también incluye la experiencia artística europea del siglo xvii (el barroco —ahora— «clásico» de Bernini, de Rembrandt, de Velázquez, de Caravaggio, etcétera)—. En esa diferencia, se seña su autoconciencia política, el querer ser una expresión de «nuestro» lugar en el mundo, pero desde el vértigo de lo alterno, siempre en disidencia y resistencia frente a la identidad estatuaria de lo blanco, lo bello, lo masculino o lo metropolitano; en definitiva, de la sujeción del sujeto universal, «invirtiendo el “es” como una solapa por la “hez” de su reverso»[1]. En este último sentido, lo neobarroco apela a esta distinción voluntaria (elegida y asumida), es decir, a una apuesta política reivindicativa, que tiene ganas de escribir, pintar o tan solo garabatear nuestra imposible mismidad americana. «El regreso del arte barroco, o el de algunas de sus espejeantes formas, no sólo se reconoce hoy, sino que hasta se reivindica» (Sarduy, 1987, p. 47). La seducción del término es entonces completa, ya que el barroco y los barrocos parecieran no solo caracterizarnos, sino que también actualizarnos —en su «neo»— y dotarnos, aunque sea a punta de gestos, de una voz potencialmente propia.
2. ¡Cuándo Llegará el Socialismo!
Nunca más supe de ti. Pasaron los inviernos de tormenta rebalsando el Mapocho de cadáveres con un tiro en la frente. Pasaron los inviernos con la estufa a parafina y la tele prendida con Don Francisco y su musiquita burlesca acompañando el cortejo de la patria en dictadura. Todo así, con show importado, con vedettes tetudas en las faldas de los generales. La única música que retumbaba en el toque de queda era la de esa farándula miliquera.
Nunca más supe de ti, quizás escondido, arrancado, torturado, acribillado o desaparecido en el pentagrama impune y sin música del duelo patrio. Algo me dice que fue así. Santiago es una esquina. Santiago no es el gran mundo.
Pedro Lemebel
Desde ya, los marcos nacionales son estrategias fallidas para pensar problemas comunes (el neobarroco, la posdictadura), pero la escritura debe comenzar desde algún lado y, en este caso, es a partir de la experiencia posdictatorial chilena, que, desde luego, se nutre en infinitos vasos comunicantes con la del Cono Sur americano, territorio atravesado por una vivencia dictatorial compartida en lo temporal, en lo metodológico y en sus consecuencias sociales, culturales y también estéticas. La condición «insular» de Chile —e incluso, su australidad, compartida con la Argentina—, siempre fue esquiva a la idea de lo barroco, y así también a la de una americanidad constitutiva o asumida desde el vamos. Su aislamiento geográfico, su condición de trastienda, transandina, trasdesértica, transoceánica, más la pobreza de esos espacios para la corona, configuró no solo su distancia económica en la época colonial, sino también una marginalidad histórica y cultural, un rol de anexo, una «nota al pie» en la gran historia americana, que pasaba siempre allende los Andes. Chile no es el barroco de la catedral de México o de la Habana, de la ciudad fortificada de Cartagena o de las minas de Potosí, de la exuberancia amazónica, de la pintura colonial cuzqueña, quiteña o de la literatura húmeda de ron y tabaco. Lejos de la escena carnavalesca, de los cánticos de negros esclavizados o de la crónica histórica de la conquista y la colonia, por acá no pasaron ni Moctezuma, ni Cortés ni Pizarro, ni Túpac Amaru. Nuestra americanidad es, más bien, advenediza, joven, dieciochesca. Territorio extraño y olvidado, confín del mundo. Soledad Bianchi, en 2015, se detuvo en la parte final de la cita de más arriba: «Santiago es una esquina. Santiago no es el gran mundo… aclara, con precisión, Lemebel. Chile es una esquina, Chile no es el gran mundo, amplificaría un eco. Y, por supuesto, no puede haber un barroco en cada esquina» (p. 328). Esquina pobre, que se arrincona entre el desierto, las altas montañas y el frío de un sur verde grisáceo y siempre lejano. Nada hay en ella ni en ese paisaje natural que recuerde la humedad calurosa y ruidosa del erotismo neobarroco lezamiano o de las aguas inmensas y pantanosas del «neobarroso» rioplatense de Perlongher (2016). En Chile, la lluvia fría, la neblina estupefacta o la roca seca del caliche desértico. No es este el escenario para ningún erotismo de la exuberancia, sino más bien el de un territorio del olvido —y de la memoria—, el de una melancolía alcoholizada y pobre en bares de «mala muerte» que se debate entre carcajadas vacías y un silencio más bien triste y mascullado. Ese balbuceo constante de Chile, ese duelo rasposo que pareciera resonar en sus poetas populares como un secreto no dicho, que es canto en la guitarra suicidada de Violeta Parra, en la melancolía tierna y torturada de Víctor Jara, y hasta en la solemnidad de mar y muerte lenta de Neruda. Eso no es ni será barroco.
Lo cierto es que este país fue arrojado al mundo conocido, al ardor caliente de una guerra que nos dijeron que era «fría». Acá no iba a pasar nada, nos dijeron, que lo que acontecía afuera de aquí no nos sucedería. Y cómo no creerlo, si siempre estuvimos por fuera.
Y la viejecita recordaba los tiempos de Allende y la Unidad Popular. Y como ciertos líderes le hablaban del Socialismo
y le decían eres pobre viejita pero un día llegará el Socialismo ¿viste? y terminarán todos tus sufrimientos
que son consecuencia directa de la apropiación de la plusvalía
que produce la fuerza de trabajo que no te paga el burgués,
que, aliado a la cacha de la espada, y etc., etc., etc.
Y la viejecita susurraba en las gélidas frígidas noches:
¡Cuándo llegará el Socialismo! (Redolés, 2023, s. d.).
En un momento de fulgurante convencimiento, creímos que era posible ser algo más que el testigo silencioso y tímido que, en punta de pies, se asoma, desde una esquina, a contemplar la Historia de allá afuera, y que nuestra insularidad constitutiva, nuestra tangencialidad histórica, fuera acaso garantía de excepcionalidad en el escenario de una «guerra fría», que se desataba caliente y cínica en el «fuego inextinguible» del Napalm y los Hawker Hunter[2] por todas las esquinas olvidadas del planeta. ¡Hybris! ¡Sí! Creímos que era posible inaugurar el Socialismo acá nomás, a través de elecciones y de una «vida de izquierda» que finalmente nos llevaría a esa existencia desconocida, pero «verdadera», en donde «terminarán todos los sufrimientos de la viejecita». La «vida verdadera» es aquella posterior a esos padecimientos y es la bienaventuranza que traía el Pueblo bajo el brazo. Ese Pueblo, nos dice Silvia Schwarzböck, fue una experiencia suprasensible, por ende, sublime, y en cuanto experiencia inaprehensible frente a la totalidad, también irrepresentable:
Ese Pueblo como infinitud y Totalidad combinadas, no puede ser contado en términos de juicio, ser objeto de conocimiento: su presencia desborda los sentidos. En ese instante de desborde sensorial[3], el Pueblo es juzgado en un juicio estético, como siendo sublime. […]. La formación de un colectivo que actúa en nombre del Pueblo al que considera portador de la vida verdadera, y lo hace sin consultarlo, constituye un problema estético (2016, p. 33).
En un texto anterior, otro argentino, Ernesto Laclau (2015), señala igual espacio de irrepresentabilidad y de preeminencia de lo retórico (para el caso, léase también, de lo estético) a la hora de entender al Pueblo en su dimensión política. Nos referimos a su tesis sobre el «significante vacío» y al Pueblo como «totalidad fallida», y, de nuevo, irrepresentable: «plenitud que está constitutivamente ausente» (2015, p. 95) —aunque acá se refiere a lo ausente no por su supuesta abstracción o desborde sublime, sino literalmente por su vacuidad—. Por esto también entiende que la retórica no es un epifenómeno o suplemento de la realidad política, sino una efectiva condición de posibilidad de la política. A pesar de las diferencias disciplinares y del modo de abordaje sobre el objeto «pueblo» (por una parte, la experiencia sensible a posteriori —estética— que este suscita, y, por la otra, la construcción discursiva a priori —retórica— de esa vivencia), hay un diagnóstico similar en reconocer al Pueblo como plenitud y totalidad. Asimismo, aparece una aparente diferencia que, rápidamente, se supera en una paradoja: el pueblo, al ser una entidad política irrepresentable, la condición única de su «ser» es precisamente su posibilidad de representación. Así las cosas, la viejecita y el pueblo, allá por los años setenta, intentaron torcerle la mano a ese destino de esquina pobre y, pronto, se vieron enfrentados tanto a los patrones de acá como a los imperialistas de más allá, y «como quien no quiere la cosa», pensaron que era cierto eso de «que de atrás pica el indio» y que «el socialismo a la chilena, con olor a vino tinto y empan’á» era una nueva punta de lanza para la transformación del capitalismo moderno y el comienzo de una historia redentora, para hacer de esta vida, por fin, una vivible y verdadera. Y todo desde acá. ¡Desde acá! Desde esta esquina polvorienta de niños sarnosos «a pata y a poto pela’o», desde los «susurros» de viejecitas en cualquiera de sus gélidas y frígidas noches de una vida falsa e insufrible, preámbulo, eso sí, de la «vida verdadera». «Entonces no sabíamos cómo iba a decantarse aquella euforia política del setenta, esa puta madre historia que estrenaba revoluciones para un rotativo de barrio con lindos sueños sin arrugas, con amores sin condón y utopías despelucadas» (Lemebel, 2008, p. 105).
¡La pagamos! ¿Qué duda cabe? Pagamos nuestro cándido y humilde arrebato de «hybris» con una masacre ramplona y grotesca —que nada tuvo de sublime—. Con muertos en el río, con madres violadas por perros, con cuerpos dinamitados… Nuestro boleto de entrada a la modernidad y a la gran historia, Chile lo pagó con tragedia. Pagamos nuestra verdad con más verdad. Con muerte verdadera hasta el asco y el hartazgo. Con toda la ira de Dios.
3. Las Alitas Perdidas
La vida verdadera que entiende Schwarzböck (2016) es también una vida desconocida, por ende, es una vida que reconoce no ser esta. Lo que queda entonces —es decir, lo que tenía de verdadera y no de falsa— es solo esa «verdad interior», un sentido y una razón irrepresentable —aunque no ya sublime—. La autora sintetiza la condición posdictatorial en la imagen de «los espantos» —figuras que están, que deambulan, a las que es mejor no mirar y por las que solo queda esperar a que se vayan (aunque luego regresen, suponemos)—, como se los nombra en la película de Lucrecia Martel, desde la cual se toma la figura[4]. En el rumiar del texto de Schwarzböck (2016) y en la misma figura de los espantos como metáfora de la posdictadura, no podemos dejar de pensar en otra película, esta vez del año 1967, Largo Viaje, de Patricio Kaulen, que, a su vez, nos lleva a unos de los ritos más interesantes y también más siniestros del campo chileno, refrendado, muchas veces, en el canto popular. Nos referimos al velorio del angelito, una ceremonia e imagen sintomática de la ruralidad de este país —y, entendemos, también, compartida en otras latitudes de América—, que consiste en poner en el centro de la mesa, como si fuese un altar, el cadáver de un niño o niña recientemente fallecido, cuando este es aún menor de tres años. El infante es vestido como un ángel, de blanco y con «alitas» en su espalda, y es agasajado con adornos y flores cual santo en adoración por fuera del ataúd. Este «angelito» ocupa el lugar del muerto velado y del santo adorado en una doble condición del duelo: como «presentación» explícita del cadáver, en cuanto cuerpo sobre la mesa, y como «representación» de un ángel (figura 1). Ya veremos cómo sintoniza esta imagen con la parodia neobarroca de la posdictadura y, desde ya, con «los espantos» con que Silvia Schwarzböck titula su ensayo sobre estética y posdictadura:
Lo que la dictadura depara con su victoria económica —los espantos: un plural sin singular— […] recién entra en el régimen de la apariencia pura, convirtiéndose en un objeto explícito en la década del noventa. Lo que no se puede concebir de la dictadura, a partir de entonces es precisamente lo que sí se puede ver, incluso a la luz del día (2016, pp. 25-26).
La aseveración es potente y acontece como una iluminación de sentido. El objeto estético de la posdictadura es, por sobre todo, explícito. Es la apariencia pura y positiva de signos desjerarquizados, bastardos, de distintas procedencias, que se encuentran consagrados al puro «valor de exhibición» de la imagen (Benjamin, 2009), sin distancia ni aura. Imágenes, a veces, sexuales, violentas, pero, siempre, paganas. Sin el tiempo para la contemplación ni para el sentido de la metáfora o la intriga. Signos sin rastros de alguna negatividad adorniana, en donde el arte aún podría resguardar para sí un rincón de autonomía y posibilidad crítica, sostenida en la vieja promesa del discurso.
Miguel Valderrama (2018) continúa este trazo y nos dirá que dicha característica obedece, además, a una condición poshistórica de la posdictadura, donde la historia ya no puede albergar el duelo como tránsito hacia un fin. Asistimos, por tanto, a una perpetuidad de lo doliente, «el duelo de un duelo». Como si el niño ya no pudiese remontar su viaje hacia el cielo para conjurar a la muerte, por lo que queda atrapado en la explicitud cadavérica de un ángel que —como en la película del 1967— ha perdido para siempre sus alitas.
No hay duelo posible, ya que la historia ha perdido su sentido de intriga, la cifra oculta, su verdad secreta (interna y futura) que nos permitía entender el presente sobre la base de un sentido o razón tejido en una continuidad hacia una revelación final: «¡Cuándo llegará el Socialismo!», esa noción del tiempo moderno, como tiempo teleológico, que hacía de la revolución (por izquierda) o del desarrollo (por derecha) una verdad futura capaz de dotar de sentido al presente. En esta perspectiva, la historia sería algo así como la versión en serio y real de un film clásico, donde las incertidumbres, indicios e intrigas desplegadas en el curso del relato encuentran su feliz acomodo en una verdad revelada hacia el final de la película, momento clímax y ordenador de toda la narración, que, desde allí, asoma como un hilo único y unívoco. Esta lectura lineal y secuencial de la historia, por un lado, escenifica la realidad bajo la forma de una escritura, novelada o cinematográfica —y no es casual que la novela y especialmente el cine como «acontecimiento» (Badiou, 1999) del siglo xx se encuentren con la historia en un mismo momento crepuscular…—, y, por otro, parece abrirnos la distancia filosófica entre sentido (presente) y verdad (futuro), espacialidad del tiempo en donde precisamente se funda la modernidad y, a juicio de Sergio Rojas, la singularidad de la experiencia barroca: «Esto nos permite señalar un punto que es fundamental para diferenciar lo barroco de la lucidez nihilista [el autor se refiere la postmodernidad]. Se trata de la distancia entre sentido y verdad, pues, en efecto, el sentido solo tiene lugar con ocasión del aplazamiento indefinido de la verdad» (2010, p. 231). En la posdictadura y, así también, en la poética neobarroca, los sentidos están huérfanos de clausura y divagan en el mero aparecer de su presente, es decir, se vuelven materialidad significante —sentido—, pero de significados extraviados en presentes permanentes y sin secretos: explícitos, pero no por esto «verdaderos». Su única apuesta de sentido es el ser indicios o huellas de la misma pérdida y no ya del objeto perdido. Por esto, la posdictadura no es solo una posthistoria[5], sino, también, «el duelo de un duelo». Una «invaginación» del tiempo —según Valderrama (2018)— un repliegue interno —neobarroco— con respecto al marco general de la posmodernidad. Ya que esta lucidez nihilista de los posmodernos no es doliente, no parece arrastrar una angustia frente a la pérdida, sino una autocomplacencia hacia su misma lucidez. De algún modo, la posmodernidad, como concepto importado, además, es entendido como una liberación, no emancipatoria ni colectiva, sino neoliberal e individual. No hay en lo posmoderno un sentido de pérdida o de duelo; al contrario, parece ser, más bien, una escena exitosa y triunfalista del capitalismo tardío (Jameson, 1991). Panorama muy distinto a la derrota constitutiva —y, al mismo tiempo, «sin guerra» nos recuerda Schwarzböck (2016)— desde donde se piensa nuestra posdictadura.
Si bien los distintos escenarios sobre los que acá se instala el prefijo «pos-» (modernidad, historia, dictadura) comparten cierta autoconciencia frente a las operaciones discursivas y retóricas de sus expresiones culturales, y, desde ya, se enmarcan en un mismo estado de situación o crisis epistémica, la posdictadura es patológicamente «invaginada»:
Pensada como un enclave críptico, se presenta como una escisión en el espacio general de la posmodernidad. […]. Un lugar comprendido en otro, pero rigurosamente separado de él […]. Un sitio interior y secreto, cerrado sobre sí mismo, pero a la vez abierto en su interior al gran sitio exterior que lo delimita y soporta (Valderrama, 2018).
Asistimos allí a un repliegue «neobarroco» del sentido.
4. La Erótica del Objeto Parcial
La apuesta es, por tanto, a una utilización y reutilización —lúcida y doliente— de los signos como restos. De las marcas de una historia reciente que, ahora, acontece como clásica, aunque no bella: la Guerra Fría, la esperanza socialista, el terrorismo de Estado, las desapariciones. Sí, esa fue nuestra corta posibilidad de modernidad y clasicismo. En fin, la respuesta a esto está atravesada por dispositivos formales característicos del barroco: el horror vacui, la mise en abyme, etcétera. La diferencia, sin embargo, con el Barroco «de manual» —el clásico del siglo xvii— es que, en este último, el concepto de verdad no había perdido vigencia, sólo se fue desplazando —manierismo mediante— de su abordaje unívoco y central. Por esto el barroco es elíptico y descentrado, en tanto entiende que la verdad, lejos de corresponder a una unicidad transparente y estática (como en el Renacimiento), corresponde, más bien, a una totalidad opaca y dinámica, y, en conciencia de aquello, la representación se hace consciente de sí misma. Pero no hay pérdida, ni nihilismo; al contrario, hay un exceso de sentido. El neobarroco, en cambio —más allá de las especificaciones «técnicas» a las que nos somete el análisis sobre sus figuras retóricas elaborado por Sarduy (2011)—, opera bajo la proliferación de signos que dan cuenta no de un exceso, sino de una pérdida, de un vacío si se quiere, y, entonces, la autoconciencia no se hace nihilista, ya que parece implorar secretamente un salvataje de sentido, aunque está enterado de su imposibilidad. «El neobarroco recupera el problema moderno del sentido, esto es la relación con el sentido como demanda de sentido» (Rojas, 2010): la «presentación» del cadáver como voluntad —conscientemente fallida— de «representación» del ángel. En el escenario neobarroco de la posdictadura, los signos vencidos se enmarañan en un revuelco sin fin de conjugaciones y mezclas que no intentan significar nada más que el doliente vacío de sus significados. Están como si fueran plantas y flores sin jardín, «solas, chasconas y a la deriva… huérfanas de su mano vegetal» (Lemebel 2008, p. 88). Es este autor, con su proliferación incesante de adjetivos, capaz de testimoniar la doliente orfandad de lo derrotado en la voluta explícita y barroca de los signos:
Un aureolado azogue moho bordeaba su reflejo cuarentón en el cristal, y la resaca de los años se había aposentado en charcas acuosas bajo los ojos. La nariz, nunca respingada, pero alguna vez recta, había sucumbido a la gravedad carnosa de la vejez. Pero, la boca que antaño abultaba con rouge mora su beso travesti, todavía era capaz de atraer un mamón con el mismo labial de su humedad perlescente. Nunca fue bella, ni siquiera atractiva, lo supo de siempre. Pero la conjunción maricoipa de sus rasgos morochos, había conformado un andamio sombrío para sostener un brillo intenso en el misterio de sus ojos. Con eso me basta, se conformó altanera entornando los párpados con un aleteo de pestañas mochas (2001, pp. 90-91).
Estos «aleteos mochos» de restos heredados de la historia acontecen en la posdictadura como sentidos sin ninguna verdad que los ordene a posteriori, es decir, como mera operatoria semántica sin un discurso que los contenga. Como escritura pura en un presente sin futuro. Es a lo que asistimos en la escena posdictatorial dentro y fuera del arte. Como se observa en la obra poética y en el rock de Mauricio Redolés, por ejemplo, que yerra entre «lacia» y «la CIA», que suspira la decepción en un «Ah Lennon, eras casi Lenin»; pero, también, es la trasgresión constante en la obra plástica, vomitiva, obscena e irresuelta de Juan Domingo Dávila (figura 2), o se vislumbra en las instalaciones fotográficas de Demian Shopf, de diablos carnavalescos sin comparsas, devenidos en solitarios espectros en los basurales del consumo neoliberal (figura 3). Del mismo modo, también está presente en los grafitis, los tags y los stencils, en las vestimentas de las tribus, y en las distintas manifestaciones neobarrocas del juego sobre la ruina.
A diferencia de lo que ocurre con el primer barroco, el objeto del neobarroco es el perdido, el extraviado en el lenguaje, en su abundancia, y es lo que Sarduy denomina la proliferación significante:
…la proliferación señala un recorrido alrededor de lo que falta y que lo constituye lectura radial que connota, como ninguna otra, una presencia, la que en su elipsis señala la marca del significante ausente, ese que, a la lectura, sin nombrarlo, en cada uno de sus virajes hace referencia, el expulsado el que ostenta las huellas del exilio (Rojas, 2010, p. 231).
El duelo se da al interior de esta paradoja: efectivamente el ángel de la posdictadura es aún un ángel de la historia —al modo benjaminiano— que desearía detener el flujo del tiempo para así poder reunir lo destrozado; pero, como el angelito campesino, sus alas se han perdido, y ya no hay posibilidad de elevarse a ningún cielo redentor, porque ya no existe. En su tarea de recolección, quizás, en una de esas, termine por encontrar sus antiguas alas, aunque estas serán solo disfraz y escenografía mocha, escritura antigua, huella de lo que otrora fue, pero que, ahora, se devela como pérdida. Es esto lo inconcebible y doliente de la posdictadura: la explicitud luminosa y ensordecedora del triunfo dictatorial bajo el paisaje de la democracia neoliberal.
Frente a esto, la única politización y duelo posible es la aparición explícita del signo como ruina y de la escritura como juego. Por esto, la retórica neobarroca le es propia a la escena posdictatorial, ya que, a diferencia del nihilismo nórdico —sin ángeles— del paisaje posmoderno, en el neobarroco, ese «objeto perdido» (el vuelo sublime de la antigua verdad) deviene en signo, en «objeto parcial» de aleteo mocho. En «objeto que se retira con su aparición, es decir, que exhibe su presencia como siendo eso: una aparición» (Rojas, 2010, p. 231). En resumen, se trata de una estética y una erótica de lo explícito, del régimen de la apariencia pura, sin la doble cara a la que apostaba el arte político tradicional, aun enmarcado en el erotismo intelectual del sentido oculto, de la imagen silenciosa, del arte como negatividad crítica y que aún es seducción adolescente en cuanto es intriga y, por ende, promesa. El régimen de explicitud neobarroca en la posdictadura, en cambio, corresponde, más bien, a una erótica de cuerpos relamidos en la trasnoche de la adultez. Un erotismo que se da en la escritura, en la presentación lúdica de los signos, que son también ruinas y memoria de una historia y de una juventud para siempre vencida.
«Tu generosidad me conmueve amor, y quisiera ver el mundo con esa inocencia tuya que me estira los brazos. Pero a mis años, no puedo salir huyendo como una vieja loca detrás de un sueño» (Lemebel, 2001, p. 216).
Referencias Bibliográficas
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Benjamin, W. (2009). Estética y política. Buenos Aires: Las cuarenta.
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Anexo
Notas