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El dilema de la democracia en México: un factor de desconfianza
The dilemma of democracy in Mexico: a distrust factor
Ius Comitiãlis, vol. 5, núm. 9, pp. 168-191, 2022
Universidad Autónoma del Estado de México

Artículos

Ius Comitiãlis
Universidad Autónoma del Estado de México, México
ISSN: 2594-1356
Periodicidad: Semanal
vol. 5, núm. 9, 2022

Recepción: 05 Abril 2022

Aprobación: 21 Junio 2022

Se permite a los autores conservar los derechos de autor de sus artículos sin restricciones y solamente se les pide otorgar a la Universidad Autónoma del Estado de México derechos de publicación no exclusivos para publicar los artículos y/o derechos de primera publicación. La revista Ius Comitiãlis está en favor del acceso abierto al conocimiento (Open Access).

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Resumen: El presente trabajo desarrolla una perspectiva sobre la construcción de la democracia en México, la cual, durante los últimos treinta años, formó un sistema electoral funcional que no está exento de ser transgredido por la clase política, propiciando así que la sociedad desconfíe y eso repercuta en la credibilidad de dicho sistema. Este factor de desconfianza responde a la existencia de costumbres acendradas en nuestra cultura política que a lo largo de la historia han prevalecido sobre el marco legal, ante el hecho de priorizar el statu quo del sistema de dominación. Por lo tanto, a partir del análisis de estos elementos se dará a conocer la importancia de construir ciudadanía con valores de cultura democrática que responda a la complejidad jurídica y organizacional del sistema electoral.

Palabras clave: democracia, desconfianza, dicotomía, elecciones, partidos políticos.

Abstract: The present work develops a perspective on the construction of democracy in Mexico, which, during the last thirty years, formed a functional electoral system that is not exempt from being transgressed by the political class, thus causing society to distrust and that has repercussions. on the credibility of that system. This distrust factor responds to the existence of ingrained customs in our political culture that throughout history have prevailed over the legal framework, given the fact of prioritizing the status quo of the system of domination. Therefore, from the analysis of these elements, the importance of building citizenship with values of democratic culture that responds to the legal and organizational complexity of the electoral system will be revealed.

Keywords: democracy, distrust, dichotomy, elections, political parties.

INTRODUCCIÓN

Las recurrentes reformas en materia electoral, de los últimos treinta años, han permitido consolidar jurídicamente la democracia en el Estado mexicano. Evidentemente, el México del siglo XXI difiere mucho del anterior al año 1988, sin embargo, todavía prevalece en ciertos sectores de la sociedad la falta de credibilidad acerca del proceso en las elecciones, sean del orden federal o local, así como la elección de los miembros que conforman los órganos electorales, además de sus estructuras administrativas, decisiones, acuerdos, etcétera.

Con la llegada del Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA) a la presidencia de la República y su mayoría en el Congreso mexicano, el cuestionamiento sobre el funcionamiento del sistema electoral ha tomado niveles nunca antes vistos, pues en la clase política dominante se insiste y se discute acerca de ello. Desde la óptica del actual gobierno federal, el Instituto Nacional Electoral (INE) es un órgano público que responde a intereses de ciertos grupos políticos que en el pasado gobernaron el país.

Lo cierto es que detrás de los argumentos que pudieran existir, prevalece un factor que coexiste, no solamente en los últimos treinta años, sino a lo largo de la historia de México: la desconfianza.

Este factor de desconfianza responde a un contexto de carácter histórico, pues a pesar de que desde los primeros años de nacimiento de nuestra nación se ha dicho, escrito y legislado en materia tanto de democracia como de elecciones, en realidad, la construcción democrática en México se fue dando, a partir de una sociedad inmersa en el atraso y en la ignominia. Por otro lado, intrínsecamente en la arena política, en el ejercicio del poder público, han prevalecido costumbres acendradas en la cultura mexicana, como el culto a la personalidad, el autoritarismo, el centralismo, el pragmatismo, la simulación, la manipulación a las leyes, la recurrente violación al estado de derecho, demeritando, en consecuencia, cualquier legislación, por muy moderna o avanzada que sea.

Ante esa dinámica en la retrospectiva histórica del Estado mexicano, y pese a que la clase política ha interactuado con la movilización social para construir marcos normativos dogmáticos, orgánicos, complejos y funcionales que impacten en la sociedad, en esta última continúa inoculado el prejuicio, la intolerancia, la opresión, la sumisión, los contrastes propios de comportamientos sociales, que en su conjunto acentúan esas prácticas acendradas en nuestra cultura política tales como el corporativismo, el acarreo, la compra de voluntades a cambio de beneficios, que derivan en la desconfianza hacía el entorno de lo público, es decir, a las instituciones políticas que le dan existencia al Estado.

Bajo ese contexto, si bien contamos con una reciente democracia electoral institucionalizada, la realidad es que, ante esa subyugación histórica en que la sociedad estuvo inmersa, quedan pendientes diversas tareas encaminadas a inocular y fortalecer la cultura política democrática, para así transgredir esa serie de vacíos de ignominia que hasta hoy no permiten consolidarla en todos sus ámbitos.

LA HERENCIA COLONIAL Y LA SIMULACIÓN COMO CAUSA DEL FACTOR DE DESCONFIANZA

El sinuoso camino de nuestra democracia a lo largo de doscientos años de independencia frente a ese factor de desconfianza obedece en cierta forma a nuestra herencia colonial, proveniente de una nación europea inserta en un sistema monárquico más apegado al pensamiento medieval que a las ideas ilustradas preponderantes en Inglaterra o Francia. La desconfianza surge de la conformación social colonial sujeta a la idea de la existencia de leyes naturales, que justificaban el sistema de dominación política de aquel periodo.

Estas leyes naturales, para Florescano y Gil Sánchez (1981), dividían a la sociedad “en partes orgánicas, a las cuales le están signadas diferentes jerarquías y señalados derechos y obligaciones inherentes a su situación, legalizó la desigualdad social y la diferenciación funcional que se creó en Nueva España inmediatamente después de la Conquista” (p. 489).

Lo anterior describe la idea de una sociedad jerarquizada, producto de desigualdades de origen natural ajenas a la voluntad humana y, por tanto, justificables para el poder monárquico como concentrador de este en un contexto libre de equilibrios e inexistentes instituciones políticas. La idea de lo natural conllevó, además, al pensamiento de que quienes, por su condición, podían acceder al conocimiento y a los estratos más altos de aquella sociedad novohispana, en contraparte, quienes, por naturaleza, debían responder a su fuerza de trabajo, formaban parte de las castas que constituían los estratos bajos, lejos de cualquier tipo de instrucción formativa. La ignorancia se convierte en un elemento característico en una sociedad rezagada y ajena a su condición política.

En ese sentido, las ideas políticas de Rousseau, Locke o Montesquieu no eran propias para una España que procuraba mantener los privilegios de la nobleza, la iglesia y el ejército. No obstante, aunque de forma tardía, a finales del siglo XVIII y en los albores del siglo XIX las ideas de la Ilustración lograron permear el pensamiento político español, repercutiendo de la misma manera en la Nueva España. Aquí comienza a suscitarse la disputa ideológica entre el anquilosado pero arraigado pensamiento político predominante de la sociedad colonial y el pensamiento ilustrado, aunque, obviamente, solo un grupo muy específico de esa sociedad colonial segmentada pudo acceder a las nuevas corrientes filosóficas. De aquel contexto, Manrique (1981) señala:

Muchos de ellos han resentido el influjo de la Ilustración, cuyos aires han soplado en alguna forma en la Nueva España, como lo sentiría Humboldt al visitar México en los primeros años del siglo XIX: por eso hace el conocido elogio de la ciencia mexicana, a la que considera por encima de cualquier otra del continente. Sin embargo, es difícil decir hasta qué punto puede realmente llamárseles ilustrados (p. 732).

Ante el creciente influjo liberal que la Ilustración traía consigo, la nobleza novohispana, el clero, el ejército y algunos criollos lucharon por mantener el statu quo. La crisis política y bélica de España ante Francia, aunada a la agitación social que se vivía en la colonia, así como la instauración de la Constitución de Cádiz, de corte liberal, se convirtieron en una de tantas causas que determinarían nuestra independencia. Paradójicamente, el liberalismo político que comenzaba a resplandecer en la península ibérica se convertiría en un factor para que la élite dominante en la Nueva España pretendiera defender el statu quo colonial.

Conforme a esta retrospectiva, las condiciones sociales y políticas propias de esa herencia colonial no permitieron la consolidación, en el corto o mediano plazo de tiempo, de un Estado republicano y democrático. Zoraida Vázquez (1976) al respecto comenta:

La sociedad que entró gozosa en la vida independiente significaba el más grande obstáculo para poner en práctica la retórica de los políticos. La heterogeneidad y el contraste heredados de tres siglos de vida colonial no podían cancelarse con leyes ni disposiciones administrativas (…) (p. 784).

De igual modo, mientras entre liberales y conservadores se disputaba la imposición de una visión de forma de gobierno, al margen de ello resultaba artificioso frente a la subyugada sociedad mexicana del siglo XIX sumida en la ignorancia, la pobreza y la esclavitud. Ciertamente, entre quienes lograron consumar la independencia, había ilustrados convencidos de las ideas de libertad, igualdad, tolerancia, república y democracia, para el resto de la sociedad estos conceptos eran prácticamente desconocidos. Gallo (1987) enfatiza:

En efecto, lo que ocurrió entre 1821 y 1854, etapa de gestación de nuestra nacionalidad, era necesariamente lo que debía ocurrir. Al advenir a la vida independiente, México se encontró falto de los elementos sociales necesarios para construir una verdadera nación. Acostumbrados sus habitantes a “callar y obedecer” durante tres largos siglos de dominación española; tuvieron que iniciar su ruta a través de un dramático periodo de anarquía y luchas, en busca de una fórmula que sirviera de base para construir la nacionalidad (p. 47).

Así, ante la inestabilidad política y el rezago social que imperó en México durante el siglo XIX, instaurar una forma de gobierno republicana y democrática frente a esa sociedad resultaba de cualquier forma una imposición, al adaptar esa nueva relación estado-sociedad entre la simulación y el pragmatismo. Por otro lado, luego de que las instituciones políticas se crearan, los mejor preparados se incorporaron o bien las hicieron efectivas actuando dentro de sus canales, sin embargo, aquellos implicaban una minoría frente a una mayoría marginada. En ese sentido, formalmente prevaleció un Estado democrático, más no necesariamente efectivo al no existir en la sociedad los valores acendrados primordiales para sustentarlo.

En ese sentido, las costumbres acendradas, configuradas como patrones dentro de la dinámica de la cultura mexicana se conforman en valores muy particulares y se hacen determinantes en nuestro desarrollo como sociedad. Al respecto, Camp (1995) considera:

Los valores desempeñan un papel significativo en la evolución de un sistema político y el comportamiento de sus ciudadanos. Los valores políticos, como componente de los valores culturales generales, son de la máxima importancia (…) Los mexicanos (…) tienen muy escaso respeto por las instituciones políticas de cualquier índole y por los individuos asociados con ellas (…) Sus estimaciones reflejan una general falta de confianza en el gobierno (pp. 97-98).

En contraposición a lo anterior, el pluralismo, la tolerancia, la libertad, la responsabilidad, la justicia, la igualdad y el diálogo se hubiesen constituido como los valores necesarios en el nacimiento y construcción de un Estado democrático en México.

Sin embargo, la construcción política del Estado mexicano en aquel siglo se fue desarrollando ante una dicotomía entre lo que se debía hacer y lo que se hacía en realidad. No resulta innegable, por ejemplo, el carácter de avanzada en la Constitución del año 1857, sin embargo, en el ejercicio distaba la aplicación del marco legal a fin de optar por el control político. En ese tenor, para Aguilar Camín y Meyer (1991), tanto Benito Juárez como Porfirio Díaz buscaron alternativas para burlar el orden constitucional democrático con el fin de mantener dicho control:

… encontraron la forma de romper esa camisa de fuerza y terminaron burlándola en su fondo sin violentarla en su forma. Validos de este recurso, particularmente Díaz, fueron convirtiendo el orden constitucional en su simulación externa; el Parlamento, en un remedo de la representación nacional, la república federal en una colección ficticia de estados soberanos, el poder judicial en una extensión administrativa y política del ejecutivo; la vida democrática toda, en una mascarada de normas jurídicas huecas y consignas operativas inflexibles (p. 76).

De esta manera, la posibilidad de ejercer el poder público sin violentar formalmente el marco legal del Estado provocó que la élite política del siglo XIX actuara de tal forma, haciendo de ello una manera pragmática de conducirse en nuestras relaciones políticas, económicas y sociales. Junto a la carencia de práctica de valores democráticos por parte de aquella sociedad, al encontrarnos inmersos en esta dinámica, teniéndola asimilada y tácitamente aceptada, el factor de desconfianza permanece.

Por todo lo anterior, la desconfianza encuentra su inoculación desde el origen colonial de lo que hoy es el Estado mexicano. La construcción de una forma de gobierno republicana y representativa ha resultado complicada a doscientos años de vida independiente y hasta nuestros días seguimos construyendo eso que aún no entendemos del todo pero que de alguna manera ha permanecido latente dentro de la sociedad, o sea, la democracia, ese concepto al que muchos aluden, pero que en realidad pocos entienden.

LA CONSTRUCCIÓN DEMOCRÁTICA Y LA SIMULACIÓN EN LA HEGEMONÍA DEL PARTIDO DE LA REVOLUCIÓN

La construcción de México como nación ha tenido un costo considerable que se traduce en guerras, intervenciones, pérdida de territorio, golpes de Estado, manifestaciones, levantamientos, una revolución, y aun así, resulta complejo para la clase política y la sociedad el entender todo lo que implica la democracia, la cual continúa en proceso de consolidación hasta nuestros días.

Empero, no debemos dejar de lado que el concepto democracia abarca distintas acepciones que van más allá de su origen etimológico. Para Bobbio (1989), la democracia en su significado descriptivo, “designa la forma de gobierno en que el poder político es ejercido por el pueblo”. (p. 181). Partiendo de esto, para López Corral (2014), la democracia “tiene como finalidad la construcción del bienestar común, el reconocimiento de la igualdad entre las personas, el respeto a su libertad y el buen gobierno”. (p. 51). Lo que implica la construcción, la existencia efectiva de un conjunto de libertades, garantías y derechos humanos, que den pauta a formas de participación ciudadana frente a la actividad o acción del Estado.

En ese sentido, la democracia implica que dentro del sistema de dominación exista la posibilidad de participar en la celebración de elecciones periódicas, bajo un esquema normativo e institucional que garantice certeza en la deliberación de los resultados y, por tanto, se convierta en un referente necesario para la legitimidad del sistema político.

Es esta última acepción la que se desarrolla en el análisis, sin que ello signifique que sus diversos sentidos no interactúen entre sí o no tengan correlación, pues limitar la idea de democracia a lo meramente electoral, implica poner en tela de juicio su existencia en el sistema político. Con todo, resulta endeble la noción de democracia si no existe detrás de ella la conformación de un sistema electoral que garantice condiciones de legalidad y legitimidad para el sistema de dominación política.

Por lo anterior, la democracia no puede quedarse solo en el papel, sino que debe permear e inocularse dentro de cada rincón, estructura u organización que exista dentro de la sociedad, para que dentro de cada individuo sea factible el fortalecimiento de la institucionalización del Estado. En este tenor López Corral (2014) afirma lo siguiente:

La democracia no solamente debe estar plasmada en los documentos jurídicos o históricos; no basta su existencia nominal en el escenario nacional o internacional, sino que debe trabajarse en ella de tal suerte que sus principios y valores sean palpables en todos los espacios de la vida estatal, en cada uno de los niveles de gobierno y en la vida de cada ser humano que se encuentre cobijado por ella (p. 96).

Ante esta premisa, podemos entender que aun cuando a lo largo de nuestra construcción como nación hemos contado con legislaciones definidas y sólidas, lo cierto es que ha resultado una difícil empresa conformarnos como sociedad llevando consigo nuestra historia social y cultural. En ese sentido, aun cuando en el contenido de la Constitución del año 1917 permeó desde su origen un espíritu republicano y democrático, no fue sino hasta transcurrida la mayor parte del siglo XX que se manifestó, en medio de un régimen autoritario construido en torno a un fuerte presidencialismo y a la presencia del Partido Revolucionario Institucional (PRI) como un partido hegemónico que controló durante más de setenta años la vida política de México.

La circunstancia social y política del siglo pasado no contaba con un sistema de elecciones que garantizara la transición pacífica en la renovación periódica de los cargos de representación popular, frente a partidos políticos, sociedad civil y opinión pública.

Pero cabe subrayar, que la aparición del PRI como partido hegemónico obedeció a la necesidad de pacificar un país inserto en el caos social. Acerca de esto, Crespo (1998) menciona:

… la confrontación interna entre revolucionarios puede continuar ad infinitum, incluso dentro del grupo ganador que podría seguirse subdividiendo en interminables facciones (…) La facción dominante debe llegar a un punto en que se establezcan reglas de convivencia pacífica y formas de dirimir la lucha interna por el poder, a fin de establecer un régimen duradero. En la medida en que se trata de una facción monopólica (al ser vencidos sus múltiples rivales) generalmente serán establecidas normas autoritarias que, sin embargo, institucionalicen la lucha por el poder y su transferencia pacífica (…) Ello se logra con un partido único o hegemónico que, sin compartir el poder con otras fuerzas políticas, logra establecer reglas de entendimiento interno, generalmente no democráticas, pues estas entran en contradicción con la preservación del monopolio político (p. 34).

Surge entonces como necesidad, desde la clase política en el seno del Estado, el aglutinar y conciliar a las fuerzas revolucionarias, a partir del año 1929, bajo el control del Partido Nacional Revolucionario. Sin embargo, para el año 1938, durante el gobierno de Lázaro Cárdenas, ya denominado Partido de la Revolución Mexicana, el control político alcanzaría su cenit al organizar en su entorno a obreros, campesinos, clase media y ejército. La lucha popular fue corporativizada y sobre esta base, a partir de la década de 1940, cambió su nombre a Partido Revolucionario Institucional, para posteriormente, legitimar su permanencia en el control del poder político.

Solamente desde el PRI la movilización se podía organizar a fin de controlarla y someterla a los designios del poder político. El acceso y la renovación de los cargos de elección popular comenzó a realizarse sin conflictos políticos o sociales que derivaran en las armas. El nuevo sistema pudo pacificar al país exaltando los valores que la revolución le había heredado, aunque fuera de manera simbólica; entre estos, sobresale el del sufragio efectivo. Para Villoro (1994): “La respuesta de la revolución a la dictadura no fue la democracia sino un sistema semicorporativo. (…) [El] Estado se apoya y legitima en esas organizaciones, las cuales, a la vez, controla verticalmente” (p. 348).

Con la hegemonía partidista sobre este sistema, el control político recaía en quien detentara el poder ejecutivo. Solo el presidente de la República en turno podía incidir, hacer acuerdos, concesiones o reparto de cuotas en la integración de las instituciones políticas y a su vez, tener la posibilidad de sustentar el marco legal con el fin de justificar el régimen.

Frente a esa realidad política, aunque la idea de democracia prevalece indeleble en el cuerpo normativo constitucional, durante aquel periodo solo permaneció dentro de la retórica del discurso oficial. La democracia era solo una careta del sistema y las elecciones una laxa manera de acreditar sin sobresaltos al gobierno. Para Camp, (1995) hasta ese momento “la mayor participación de la sociedad en el gobierno expresada en el sufragio efectivo, se hizo realidad en la elección de Madero (…) El sufragio efectivo, sin embargo, sigue siendo hasta hoy un ideal, jamás alcanzado en la práctica” (p. 61).

Pero no bastaba demostrar la legitimidad del sistema con la mera presencia del partido hegemónico, pues el contenido jurídico y político de la Constitución del año 1917 establecía la participación política para que otras fuerzas o agrupaciones ciudadanas pudieran alcanzar espacios de representación popular. En ese sentido, se suponía que una de las exigencias de la revolución era la conformación de elecciones libres en un régimen democrático. Bajo ese contexto, ¿cómo justificar la existencia de un régimen, que se decía democrático, frente a la presencia de un partido político metaconstitucional con el cual se mantenía el control político del Estado?

Al respecto, Villoro (1994) plantea que, durante el periodo del PRI como partido hegemónico la relación del Estado con los partidos políticos existentes respondía a una necesidad de control y legitimación:

Era menester una legislación que contuviera la posibilidad de desarrollo de otros partidos. Ésta solo se logra tardíamente, apenas en 1946. Antes, la participación de los partidos políticos no estaba sometida a la exigencia legal de un registro previo. Pero tampoco parecía necesario. De hecho, los partidos permanentes de oposición eran escasos y débiles. (…) Desde la Ley Electoral de enero de 1946, los partidos están sujetos a control gubernamental. La Secretaría de Gobernación decide el registro legal de los partidos; puede también negarlo a los que considere peligrosos (pp. 349-350).

Se impulsó entonces la creación de partidos políticos que sirvieran de escaparate para prolongar al régimen prevaleciente, en el que siempre estaría en primer plano el partido hegemónico; este, a su vez, se encontraba inmerso en un ritual simbólico de competencia electoral con oposición en su mayoría débil o en realidad ficticia. Para Rodríguez Araujo (2002): “El pluripartidismo existente en México, percibible a partir de los años 40, fue más formal que real, puesto que era controlado incluso cuando se necesitaba que hubiera oposición” (p. 15).

De modo que, la participación política prácticamente solo era permisible por el partido hegemónico, pues la falta de garantías democráticas en la práctica no permitía la proliferación de grupos políticos que hicieran frente en la disputa electoral por el poder institucional. En algunos casos, los partidos fueron creados alrededor de figuras políticas notables como sucedió con Juan Andrew Almazán, quien al final del sexenio de Lázaro Cárdenas encabezó, dentro del ejército, una oposición que prosperó a una candidatura presidencial frente a Manuel Ávila Camacho; o bien, de figuras carismáticas o de disidencias políticas suscitadas dentro del PRI, pero con el riesgo de ser reprimidos. Al respecto, Guerra Rodríguez (2018) considera lo siguiente:

En el caso de México, no hubo una tradición pluripartidista durante más de setenta años de hegemonía del PRI en elecciones presidenciales, hubo varios partidos cuyas posibilidades reales de ocupar algún cargo de elección popular fueron esporádicas y con influencias locales coyunturales, dependientes muchas veces de la fuerza de las candidaturas, varias de las cuales tuvieron carrera política previa en el partido oficial, de donde algunos eran expulsados por representar incomodidad a las élites dirigentes y otros episodios de alternancia fueron severamente reprimidos (p. 136).

Por otra parte, aun ante el surgimiento de otras opciones políticas, la posible preferencia popular era exigua o nula, mientras tanto, la persistente inexistencia de valores acendrados en la sociedad, tales como la participación ciudadana, el pluralismo, la tolerancia, la libertad, la igualdad y el diálogo que fortalecieran una democracia representativa, incidía en la participación electoral, volviéndola escasa. Aguilar Camín y Meyer (1991), sostienen que: “México no había logrado encauzar partidariamente la raquítica participación política de sus ciudadanos. Para los mexicanos, la práctica electoral había sido una experiencia efímera casi teórica; ningún grupo político había llegado al poder por la vía del voto” (p. 125).

Como se puede ver, la consolidación política del partido hegemónico era incuestionable, incluso a pesar de las disidencias que pudieron haber existido. La endeble dinámica administrativa electoral en que la ciudadanía ejercía su derecho a votar no resultaba trascendente frente a la elección de una posible presencia opositora. Al final de cuentas, más allá de connotaciones político-electorales, gran parte de la sociedad guardaba identificación con el régimen, el cual exaltaba de forma ideológica y propagandística los valores de la revolución, gozando así de una legitimación que le garantizó estabilidad política y social. De ahí que, el control político y la factibilidad lejana de perder una elección, garantizaban la posible ausencia de prácticas fraudulentas.

Sin embargo, aun ante el esplendor del partido hegemónico, el factor de desconfianza permaneció dentro de la dinámica política y del poder. Crespo (1998), considera que:

Plutarco E. Calles declaraba que no era necesario recurrir al fraude electoral ni a la manipulación del voto en la confrontación del partido oficial mexicano con la oposición. (…) Como se sabe, muchos revolucionarios no confiaron jamás en la fuerza de la ideología revolucionaria como para no meter la mano en los procesos electorales, y así garantizar el triunfo de los candidatos oficiales (p. 36).

En el espíritu de la Constitución del año 1917 prevalecían las ideas de democracia y representación popular, pero la realidad era distante a lo plasmado en ella en tanto que la legislación electoral era un conglomerado de normas jurídicas para la justificación del régimen del partido hegemónico. En cada ejercicio comicial, tanto en lo federal como en lo local, la participación de la ciudadanía era motivada más por la inercia que por la convicción de que por este medio hubiera posibilidades de alternancia partidista en el ejercicio del poder político.

Es así que la desconfianza permanece, pues comenzó a permear entre la sociedad la idea de que, aunque hubiera ejercicios periódicos de democracia electoral, al final se podía anticipar cuál sería el resultado de las votaciones y, por lo tanto, el partido ganador, motivando gradualmente la escasa participación ciudadana, la falta de credibilidad, o dicho de otra manera, el abstencionismo.

Sin embargo, los primeros síntomas de debilitamiento del régimen comienzan a mostrarse con el movimiento estudiantil del año 1968. Evidentemente, aunque minoritario con respecto al resto de la sociedad, los estudiantes expusieron el reclamo para que fueran efectivos los derechos constitucionales, que el Estado los garantizara en el hecho y no solo en la retórica. Lemus (2020), refiere:

… el movimiento estudiantil de 1968 coloca en el centro de la vida política mexicana un signo: democracia. Es solo hasta entonces, con las masivas protestas universitarias y la brutal represión gubernamental que les sigue, que se rompe con la idea de que el régimen priista es, a pesar de todo, una “democracia social” y se torna ya irrebatible que se trata de un régimen no democrático (p. 27)

La respuesta del régimen fue la represión, pero el paso dado desde la sociedad sirvió fundamentalmente para la apertura democrática de las décadas siguientes. Los años setenta serán de decadencia económica, por otra parte, se volvieron cada vez más evidentes las prácticas de corrupción, de opresión, autoritarismo, opacidad y control de los medios de comunicación. De ahí que, parte de la movilización popular permanecería en la clandestinidad política o en la lucha guerrillera; de igual manera, el abstencionismo pasó a ser un fenómeno más elocuente que no solo evidenció desinterés y apatía ciudadana, sino también ponía en tela de juicio la legitimidad del régimen.

Así las cosas, al gobierno le era necesario mantener la estabilidad política y social en la que se soportaba, por lo que la alternativa se encontró en una incipiente apertura política, como lo considera Rodríguez Araujo (2002):

La salida que se encontró, y fue inteligente -debe decirse-, fue una amplia y novedosa reforma electoral denominada política, una reforma que provocara que la gente votara, aunque no fuera por el PRI -lo que no debe interpretarse como un abandono del PRI a su suerte, pues se aseguraron condiciones, incluso matemáticas, para garantizar su predominio (p. 91).

En consecuencia, surge en el año 1977 la Ley de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales (LOPPE), donde se menciona que los partidos políticos de oposición tienen no solo el carácter de entidades de interés público, sino que por primera vez también una mayor participación en el poder institucional a través de la representación proporcional. Una concesión incipiente y exigua a la oposición ante la hegemonía del PRI, al final se considera un avance en materia democrática, pues con la reforma electoral que dio paso a esta Ley se impulsaba la pluralidad política y a la vez se daban los primeros pasos a una construcción organizacional del sistema electoral en México. Sobre esto, Salazar Burgos (2014) señala lo siguiente:

En razón de que no había un verdadero sistema de partidos en la concepción moderna de la expresión, es decir, que distinguiera entre miembros y electores; disciplina interna y naturaleza individual de la adhesión a un partido, así como la existencia de un aparato organizativo y la posesión de estatutos, un programa y declaración de principios, (Paneblanco, 2009) fue necesario iniciar su construcción por lo que, con la reforma de 1977 se promulga la Ley de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales, (LOPPE) empezando con la constitucionalización de los partidos políticos (p. 29).

Los años de hegemonía del partido nacido en el seno del Estado y el autoritarismo mexicano, comenzaron a declinar lentamente en el último tercio del siglo XX; simultáneamente, los acontecimientos del plano internacional fueron influyendo. Las ideas de libre mercado y la no intervención del Estado en la economía, fueron promovidas desde las naciones desarrolladas ante la decadencia del llamado “Estado de bienestar”. Por lo tanto, el paradigma a impulsar en lo político electoral era la democracia liberal en un contexto globalizador y de libre mercado.

En México, hasta los años setenta la única oposición real existente, aunque minoritaria, desde el año 1939, año de su fundación, fue el Partido Acción Nacional (PAN). El resto de los partidos figuraban como satélites del régimen. Sin embargo, ante el desgaste del sistema político, además del declive del modelo económico proteccionista,[1] al iniciar la década de los años ochenta, el poder económico empezó a beneficiar a las voces opositoras del régimen, específicamente al PAN, ante los desaciertos de los gobiernos del PRI. González Gómez (1990) comenta:

En efecto, núcleos importantes de la gran burguesía, especialmente la financiera, creyeron llegado el momento de imponer un sistema bipartidista en el cual se alternaran en el poder el PAN y el PRI, desplazando a la “burguesía de Estado”. Ellos apoyarían al partido que se comprometiera a llevar a cabo su política. A partir de 1983 el apoyo económico y político de estos núcleos potenció al Partido Acción Nacional con la mira de convertirlo en una opción real de poder (p. 193).

En estas circunstancias, la oposición partidista fue adquiriendo un verdadero contrapeso ante el poder institucional y la disputa electoral. Al adquirir una mayor competitividad, las candidaturas de oposición frente a las candidaturas del PRI, comenzaron a evidenciar las operaciones o estrategias que utilizaba el régimen para la imposición de victorias electorales. Al respecto, Salazar Burgos (2014) menciona lo siguiente:

Elección tras elección, el desánimo de la derrota desarrolló la inventiva del imaginario colectivo y empezaron a surgir expresiones metafóricas como la de ratón loco, carrusel, urnas embarazadas, votos planchados, urnas zapato, etc., que describían lo que para la oposición sucedía en los procesos electorales. Así se manifestaba la catarsis y las pulsiones de los vencidos, que en cada elección creían que el triunfo se les diluía de sus manos. Como consecuencia de ello, en la década siguiente se presentaron conflictos poselectorales en diversas entidades, entre los que destaca en 1986, el primer gran conflicto en el Estado de Chihuahua, derivado de las elecciones para Gobernador (p. 30).

Para la elección presidencial del año 1988 el sistema político puso en entredicho su permanencia como hasta ese momento se entendía y se conocía, pues como nunca antes, la oposición partidista actuó en franca competencia con el partido hegemónico. En este momento la oposición partidista no se centraba solo en la presencia del PAN, sino además, en la del Frente Democrático Nacional, encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas, el cual aglutinaba a las fuerzas políticas de izquierda que habían adquirido notoriedad y reconocimiento a partir de la LOPPE; así como a ex militantes del PRI (el propio Cárdenas, por ejemplo) que pertenecieron a ese partido como parte de la Corriente Democrática.[2] Palmar César (1995), al respecto comenta:

La sociedad se transformaba, buscaba nuevos cauces de participación, quería escuchar otras propuestas, se volvía aún más crítica, informada y participativa. Al mismo tiempo, surgía el cardenismo como una opción aglutinadora y con fuerte presencia en diversas organizaciones sociales y políticas, y el PAN se consolidaba como una seria y viable alternativa partidista para diversos sectores de la sociedad (p. 51).

Por primera vez se puso en duda la victoria electoral del partido hegemónico, generando no solo una crisis de legitimidad del régimen, sino también el agotamiento de cómo entonces se controlaban las elecciones. La participación ciudadana en la elección del año 1988 fue como nunca antes en décadas, pero más que por un verdadero ejercicio de cultura política democrática acendrado en la sociedad, la motivación real era el desengaño de un régimen que durante su ejercicio de gobierno hundía a todos los grupos de la sociedad en una crisis económica sin precedentes en la historia contemporánea del país; junto a las prácticas de corrupción gubernamental, entre otros aspectos. Guerra Rodríguez (2018) señala:

… la cultura política no explica por qué en México, en 1988, se registró la primera elección competitiva después del periodo maderista de principios del siglo XX, las explicaciones que se han tratado de dar a estos fenómenos giran en torno a la debacle económica y la crisis de legitimidad del régimen autoritario como factores de causalidad, pero nunca a la cultura política (p. 51).

La regulación a un estallido social se encontraba en lo político, y esto significaba una efectiva apertura democrática. No obstante, a pesar de la crisis política poselectoral, el régimen aún tenía la capacidad de sobreponerse ante el embate sufrido en las urnas, pues mantenía un poder presidencialista fuerte, un sólido corporativismo, así como un predominio en la integración del Congreso. Además, hasta ese momento las elecciones estaban bajo su control y en realidad el marco normativo en materia electoral, sustentado entonces en el Código Federal Electoral producto de la reforma del año 1986, aún se encontraba diseñado para garantizar su preponderancia. Pérez Contreras (2015) indica:

Es importante destacar que en México, de 1917 a 1987 (sic), las elecciones estuvieron organizadas por diversos órganos: desde los llamados Colegios Electorales, pasando por la Comisión Federal de Vigilancia Electoral, hasta llegar a la Comisión Federal Electoral; en ellos tenían injerencia los poderes Ejecutivo y Legislativo. Dicha intromisión generaba desconfianza en la ciudadanía sobre la autenticidad en los resultados de los comicios, por lo que la democracia parecía un ideal revolucionario difícil de alcanzar (pp. 192-193).

Como resultado, el factor de desconfianza alcanzaba su punto álgido entre los partidos y la sociedad. Ante este contexto, no obstante, el órgano facultado para la calificación de las elecciones era el poder legislativo, por consiguiente, su alternativa estaba en la búsqueda del acuerdo entre las fuerzas políticas que integraran ese poder.

Así las cosas, el régimen pudo mantener su hegemonía política a pesar de que su legitimidad fuera puesta en duda. Entre tanto, frente al ámbito internacional y nacional, el gobierno se vio en la necesidad de conformar un sistema electoral, mediante un marco normativo que sustentara la creación de una entidad pública encargada de organizar periódicamente las elecciones federales en el país. En cuanto a lo anterior, Woldenberg (2012) comenta:

Era imposible -aunque sería mejor decir, resultaba increíble- que la CFE [Comisión Federal Electoral] volviera a organizar unos comicios. Luego de la secuela de 1988 se requería una nueva institución que ofreciera un mínimo de confianza a los contendientes y a los votantes. De tal suerte que se pactó dejar en los anales de la historia a la Comisión Federal Electoral para edificar una nueva institución: el IFE (pp. 69-70).

Por lo anterior, resultan significativas las reformas constitucionales en materia político electoral con fecha del 6 de abril del año 1990, ya que dieron origen al Instituto Federal Electoral (IFE). Un parteaguas en la vida política del país, en que por primera vez la democracia se volvió un tema toral de la ciudadanía. Todo aquello en que el Estado soportaba formalmente el sistema de elecciones quedó en desuso y a partir de esto todo fue nuevo, se partió de cero.

Las reformas sentan las bases para la creación de un sistema electoral integral, es decir, generaron la conformación de un padrón electoral confiable, así como la creación de un servicio profesional que dotara de personal capacitado para el ejercicio de la administración electoral, además de proporcionar a dicho sistema un respaldo jurídico que resolviera las controversias en la materia, a saber, el Tribunal Electoral Federal. Acerca de esto, Andrade Morales (2015) menciona:

[A] partir de dichas reformas, se reconoció en el artículo 41 constitucional la organización de las elecciones federales en la que se precisó que la misma es una función estatal que se ejercía por los Poderes Legislativo y Ejecutivo de la Unión, con la participación de los partidos políticos nacionales y de los ciudadanos (pp. 16-17).

Sin embargo, luego de la creación del IFE, se siguió manteniendo un vínculo con el poder ejecutivo, pues quien fungía como titular del órgano era el Secretario de Gobernación. A pesar de ello, resultaba un inicio significativo para el desarrollo democrático en materia electoral, pues en la medida en que la pluralidad democrática fue ganando espacios, el PRI fue perdiendo su hegemonía. A su vez, también fueron modificándose las reglas electorales, fortaleciendo con ello la ingeniería, administración y, por ende, el marco jurídico de su sistema, en aras de consolidar un ambiente de imparcialidad e independencia respecto del gobierno, como se vería después en la reforma del año 1996, cuando el IFE adquirió su autonomía plena y su ciudadanización

APATÍA CIUDADANA ANTE EL FACTOR DE DESCONFIANZA

Para el año 1997, el pluripartidismo empezaba a reflejarse en la conformación de la Cámara de Diputados, donde, por primera vez, el PRI perdía dominio. Hacia el año 2000, esa pluralidad se mantenía en el poder legislativo, y el PAN asumía la presidencia de la República.

La dicotomía entre lo que se debe hacer y lo que se hace, empezaría a dejar de funcionar eficazmente para el partido hegemónico, pero a medida que los partidos opositores fueron adquiriendo participación en el ejercicio del poder político, reciclarían muchas de las practicas que en el pasado denunciaban, así como los artilugios, las estrategias y el modo de hacer política que tanto se le criticaba al régimen, ahora estos elementos eran utilizados por la oposición. Cansino (2017), al respecto refiere:

… las prácticas políticas que se han abierto paso en la nueva realidad del país entran con frecuencia en tensión o contradicción con lo que debería ser normal y rutinario en una democracia, es decir; se manifiestan, una vez más, como desviaciones, excesos, patologías o perversiones de la propia democracia, al igual que el viejo régimen priista creó sus rituales de poder para disfrazar su condición autoritaria con afeites seudodemocráticos desgastados y burdos (pp. 312-313).

En ese tenor, el modo de hacer política que durante décadas ha sido inoculado, ahora es parte de la formación cultural de la sociedad, y en específico, de la ciudadanía; esto se refleja en la pluralidad partidista en que el poder político ahora está conformado. En consecuencia, el factor de desconfianza se hace inherente a esa educación, a esa cultura, lo que termina incidiendo negativamente en el sistema electoral y en su materia prima esencial: la participación ciudadana.

Frente al escepticismo de una ciudadanía que creció en el entorno autoritario de la hegemonía partidista, encontramos un rezago histórico que este análisis subrayó y abordó desde el principio y que incide en el factor de desconfianza, o sea, la ausencia de una base cultural de valores sobre la democracia.

Por lo cual, al ciudadano común, que durante mucho tiempo se ha conducido en sociedad con más sentido común que con formación cívico-democrática, le resulta poco atractivo y confiable participar dentro de la ingeniería de un sistema electoral que le necesita y le seguirá necesitando, de manera que, ante su apatía, el sistema no tiene razón de ser. En esa perspectiva, Pérez Contreras (2015) señala lo siguiente:

Nuestra democracia requiere descansar en gente capaz de tener una visión profunda y clara de la actividad política. Para que el sujeto democrático sea competente debe poseer una cultura, unos valores y actitudes que le permitan desarrollar las competencias democráticas, con el fin de formar una conciencia política (p. 107).

Como hemos analizado, la construcción democrática en México obedece más a la interacción de causalidades políticas, sociales o económicas, que a la defensa misma del sentido democrático en la conformación de un régimen. De ahí que, en anteriores líneas se aludiera a que hasta nuestros días seguimos construyendo eso que aún no entendemos del todo, pero que ha permanecido latente dentro de la sociedad.

Ante ese rezago cultural histórico de valores democráticos, la democracia sigue resultando un ideal a alcanzar, por lo que surge la necesidad de construir una ciudadanía con cultura cívica democrática que abandone en lo posible su pragmatismo político. En palabras de Pérez Duharte (2014): “lo que se busca no es una democracia de electores o meros habitantes, sino de ciudadanos” (p. 168). Así pues, debemos pugnar por fomentarla a fin de inducir a que sus miembros se interesen convincentemente en el desarrollo democrático del país.

REFORMAR EL SISTEMA ELECTORAL ANTE EL FACTOR DE DESCONFIANZA

Frente a este factor y con el fin de impulsar la participación de la ciudadanía en los procesos democráticos dentro de una nueva ingeniería electoral, comenzaron a realizarse periódicamente reformas para su fortalecimiento. En cierta medida, estos reajustes que surgieron obedecían a coyunturas surgidas de entre las fuerzas partidistas en la disputa por el poder político.

Sin embargo, de las reformas en materia electoral, la del año 1996 es la que alcanza mayor notoriedad, pues con ella se lograba la ciudadanización del IFE, al adquirir plenamente su autonomía respecto del poder ejecutivo. Así mismo, el Tribunal Electoral pasaba a formar parte del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), y se dio la posibilidad de que las entidades federativas conformaran sus propios órganos electorales, administrativos y jurisdiccionales, para el desarrollo de los procesos comiciales de índole local.

Con la autonomía a cuestas para sendos órganos se fortalecía la institucionalidad lejos de la injerencia de los poderes de la Unión, siendo elocuente en la eliminación de la calificación de la elección del poder ejecutivo por parte del poder legislativo en su calidad de colegio electoral. Ahora sería facultad del TEPJF al final de cada elección presidencial.

Una reforma avanzada en todos los sentidos, que permitió desarrollar las elecciones federales del año 1997 y 2000 en un plano de imparcialidad y legalidad como no se había visto antes. Para la sociedad, el hecho de que el PRI perdiera el dominio de la Cámara de Diputados durante la mitad del sexenio de Ernesto Zedillo, era una muestra de que México entraba en una etapa de avance democrático, al menos en lo electoral, permitiendo que el IFE alcanzara un amplio reconocimiento y fortaleciera su carácter institucional.

La llegada del PAN a la presidencia de la República en el año 2000, abrió la posibilidad de una transición democrática que marcaría un antes y un después en la forma de gobernar y de hacer política en el país. Pero, durante la renovación de los integrantes del Consejo General del IFE en el año 2003, el binomio PRI-PAN antepuso acuerdos y cuotas para la conformación de dicho órgano, propiciando suspicacias, sobre todo entre las fuerzas políticas de izquierda encabezadas por el Partido de la Revolución Democrática (PRD) que señalaban opacidad en el proceso de designación, así como nexos de algunos de los miembros del nuevo Consejo con actores prominentes de la clase política preponderante.

La crisis de confianza no tardaría en surgir, pues fue en las elecciones federales del año 2006 que se manifestó. De la inestabilidad para legitimar al entonces presidente electo, Felipe Calderón, y el reclamo de ilegalidad de Andrés Manuel López Obrador como candidato perdedor, Núñez Castañeda (2017) señala:

Uno de los reclamos de Andrés Manuel López Obrador y de los partidos que apoyaron su candidatura fue la integración del Consejo General del IFE, encabezado por Luis Carlos Ugalde, en cuya designación se había marginado al PRD y corría el rumor de que en la designación de los consejeros, en especial del consejero presidente, había prevalecido la opinión de quien en ese momento era la secretaria general del PRI, la profesora Elba Esther Gordillo, quien entonces era la poderosa líder del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, y había entrado en abierto conflicto con Roberto Madrazo, candidato perdedor del otrora partido hegemónico (p. 155).

A pesar de la credibilidad que gozaba el IFE y del respaldo organizacional de su administración, las elecciones federales del año 2006 evidenciaban algo que en los albores del nuevo milenio parecía ya inexistente: la desconfianza. Puesto que la dicotomía entre lo que se debe hacer y lo que se hace en realidad, más bien permaneció de forma renovada, provocando que también todos los partidos políticos participaran de ella, pues aunado al bagaje de las viejas prácticas para atraer votos, en adelante se sumarían nuevos artilugios, como la notoria compra de espacios publicitarios en medios de comunicación para denostar públicamente a candidatos mediante estrategias mercadológicas.

A partir del escenario político dado durante la elección federal del año 2006, el factor de desconfianza empezó a ser notorio en posteriores comicios de algunas entidades del país, sobre todo los organizados por institutos electorales locales. La reforma en materia electoral del año 2007, más que procurar mejoras a los aspectos de índole operativo, iban dirigidas a establecer más restricciones a los partidos políticos, servidores públicos, funcionarios electorales, empresarios y medios de comunicación.

Entonces, fue con la desconfianza, la endeble institucionalidad en la mayoría de los órganos electorales locales de las entidades federativas, y la reforma del año 2007, que se generó una tendencia a la centralización de las elecciones en cuanto a su organización. De esta manera, el IFE, de ser necesario, podía asumir la organización de una elección local (Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales, 2008, art. 118, numeral 3). En relación con lo anterior, Flores Díaz y Faustino Torres (2014) señalan:

Debe señalarse, empero, que con todo y el “piso mínimo” establecido en la reforma de 1996, existe un mosaico de legislaciones estatales con ejemplos verdaderamente contrastantes en las reglas del juego electoral. Por ejemplo, hay entidades que han establecido legislaciones de avanzada, que incluso han inspirado cambios a nivel federal; pero al mismo tiempo, otras han mantenido reglas muy cuestionables desde el punto de vista de la imparcialidad de las contiendas (p. 141).

No obstante, se suscitó la permanencia de órganos electorales locales consolidados en el marco jurídico e institucional, como el caso del entonces Instituto Electoral del Distrito Federal, ahora Instituto Electoral de la Ciudad de México, y del Instituto Electoral del Estado de México; para este último, a pesar de su fortaleza institucional, la situación política de las oposiciones partidistas lo puso en una posición cuestionable al no existir hasta el momento alternancia partidista en el poder ejecutivo estatal. Empero, lo anterior no es determinante para poner en duda el desempeño de estos órganos electorales, pues como lo plantea Faustino Torres (2016):

Si bien se trata de dos entidades con predominio de un partido en el Poder Ejecutivo por más de tres elecciones consecutivas, lo cierto es que ambos órganos electorales tienen una vida institucional propia, cuyo principal problema surge de la relación con los partidos políticos y no de la que mantienen con los gobernadores (p. 201).

LA REFORMA POLÍTICO ELECTORAL DEL AÑO 2014: CENTRALIZAR PARA CONTROLAR

Para diciembre del año 2012, el PRI retornaba a la presidencia de la República, en medio de la polémica por el manejo indebido de financiamiento para sus campañas electorales. Ante la necesidad de allegarse legitimidad frente a la oposición partidista, el nuevo gobierno buscó los escenarios para lograr acuerdos con las principales fuerzas políticas contrarias de esa coyuntura, o sea, el PAN y el PRD. Este partido, de hecho, tuvo una pérdida significativa de militantes al momento en que la cúpula de ese partido tomó la decisión de negociar con el nuevo régimen. De esa tránsfuga de militantes surgiría MORENA.

Posteriormente, la reforma político electoral del año 2014 dio por finalizada la dinámica federalista del sistema electoral en México y en cuanto al factor de desconfianza que permeaba entre las fuerzas políticas hacia quienes administraban el ámbito comicial, tanto federal como local, resultó necesario reorganizar la ingeniería de aquel sistema desde una perspectiva centralista, a fin de evitar que actores políticos o poderes fácticos locales interfirieran en el desarrollo y organización de los procesos electorales. Sobre lo anterior, Ugalde (2017) escribe:

[Gustavo] Madero (entonces líder nacional del PAN) argumentó que los gobernadores del PRI se inmiscuían en los procesos electorales y que era necesario cortarles las manos para garantizar la legalidad y equidad de las elecciones. Dijo entonces que había que desaparecer a los institutos electorales estatales —según él, cooptados por los gobernadores del PRI— y centralizar la organización de las elecciones en el IFE. (…) Como el gobierno buscaba afanosamente una reforma energética, estaba dispuesto a ceder cualquier cosa con tal de obtener el apoyo de los demás partidos en el Congreso (p. 21).

Es así que, la reforma electoral del año 2014 en realidad obedeció a motivaciones de índole político, al convertirse en una moneda de cambio dentro del llamado Pacto por México, el cual contenía una de las reformas de mayor importancia del sexenio anterior: la reforma energética.

De acuerdo con Castellanos Cereceda (2016) el Pacto por México concentraba propuestas de relevancia que tenían repercusión en una serie de reformas constitucionales y legales: derechos y libertades; crecimiento económico; seguridad y justicia; transparencia, rendición de cuentas y combate a la corrupción; y gobernabilidad democrática. En este último rubro se plantearon aspectos para transformar el sistema electoral tales como: cambio de fecha de la toma de posesión del gobierno federal para el año 2024, la creación de un órgano electoral nacional, reforma al Distrito Federal, candidaturas independientes, consulta popular, reelección consecutiva de legisladores y ayuntamientos, así como el financiamiento a partidos políticos y medios de comunicación.

Bajo esta perspectiva, la reforma contenía propuestas que resultaban torales, las cuales adquirieron carácter constitucional, como la reelección consecutiva para senadores y diputados (CPEUM, art. 59), presidentes municipales e integrantes de los ayuntamientos (CPEUM, art. 115), además de lo concerniente al financiamiento y fiscalización de los partidos políticos (CPEUM, art. 41). De la misma manera, a fin de acercar a la ciudadanía a los cargos de elección popular, apareció la figura de la candidatura independiente y su financiamiento público, así como la consulta popular (CPEUM, art.35); asimismo se incorporó el principio de paridad de género en las candidaturas de elección popular y, por ende, en las cámaras federales, locales, al igual que en los ayuntamientos.

Como se puede ver, la reforma político electoral del año 2014 ofrecía un atractivo abanico de posibilidades con el que nadie podía sentirse excluido, en ese sentido, pocas fueron las voces que vieron claroscuros en el contenido de la reforma, por lo que gran parte de la opinión pública la veía como trascendental, innovadora y de gran calado.

Pero en contraparte, el cambio radical ciertamente recayó en la administración electoral, pues la orientación fue, no solo virar hacia la centralización del sistema electoral en torno al INE, sino también al incremento de sus facultades. Sobre esto, Faustino Torres (2016) argumenta:

En primer lugar, significa un retroceso al pacto federalista, debido a que se considera que los espacios locales son incapaces de conducir elecciones libres y justas y, por ello, la autoridad nacional se impone como una vía supuestamente eficaz. En segundo lugar, complejiza la función electoral, pues no se establece una atracción de la función de desarrollar elecciones en los espacios locales por parte del nuevo órgano comicial federal, sino que se indica que se podrá atraer cuando no existan condiciones. Lo dicho se convierte en un tema subjetivo que depende del lugar que ocupen las fuerzas políticas (oposición o gobierno) para demandar la intervención federal. En tercer lugar, se corre el riesgo de sobrecargar de responsabilidades al nuevo órgano comicial, lo cual puede significar el aumento de las críticas en los espacios locales y federales en detrimento de la autoridad federal (p. 202).

Dicho lo anterior, la ingeniería electoral, o en otras palabras, las consideraciones técnico-operativas propias de la administración electoral, tanto en lo federal como en lo local, se contemplaron en el nuevo órgano sin tomar en cuenta su factibilidad en la implementación, pues ante tal concentración de funciones y facultades, que fueron elevadas a rango constitucional, no se atendieron aspectos tales como la divergencia entre la distritación federal y la de cada una de las entidades federativas, por solo mencionar un ejemplo.

Aún más, el cuerpo normativo se incrementó considerablemente. Del otrora Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales, se cambió a la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales; a la Ley General de Partidos Políticos; a la Ley General en Materia de Delitos Electorales hasta la Ley Federal de Consulta Popular, sin omitir la Ley General del Sistema de Medios de Impugnación en Materia Electoral. Todas estas leyes eran diseñadas desde la óptica federal, pero impactaban en la normatividad de las entidades federativas.

Ante ello, lo paradójico resultó ser que al implementarse la reforma electoral del año 2014 para las elecciones federales y locales del año 2015, en las que se renovaría la Cámara de Diputados federal, además de ayuntamientos y diputaciones locales en algunas entidades del país, no existía hasta ese momento una normatividad técnico-operativa para vincular las actividades a realizar entre el INE y los Órganos Públicos Locales Electorales (OPLES). Con la obligación de cumplir los fines para lo que fueron creados los órganos electorales, se realizaron en las Juntas Locales Ejecutivas del INE y los OPLES, convenios de colaboración y coordinación a efecto de dar seguimiento en cada una de las etapas del proceso electoral.

No es sino hasta septiembre del año 2016 que el INE aprobaría el Reglamento de Elecciones, cuyo objeto sería el estandarizar la organización de las elecciones federales y locales, engrosando ya de por sí la legislación en la materia.

En ese tenor, la reforma del año 2014, específicamente en materia electoral, resultó una maquinaria demasiado compleja en su maniobra y normativamente robusta, en el entendido de que las elecciones no fueran tan costosas. Para Mandujano Rubio (2014), esta reforma electoral fue producto “de la concertación política y discutida de prisa. (…) Respuesta a una consideración política (los acuerdos para la consumación del Pacto por México) y no técnica, la creación del INE ha resultado de contornos difusos” (p. 67).

Por otra parte, también obedece, como ya lo hemos mencionado a lo largo de este trabajo, al factor de desconfianza que los mismos partidos políticos propiciaron con su actuar frente al desarrollo democrático del país. Núñez Castañeda (2017) señala al respecto:

Preocupa que permanezca una doble tensión en los partidos políticos: por un lado, advierten la necesidad de un órgano independiente, un árbitro neutral y sin compromisos, para garantizar elecciones libres, creíbles y con equidad; pero al mismo tiempo temen la independencia de quienes integran los órganos de dirección y buscan controlarlos desde las cúpulas partidarias, a través de un reparto en las designaciones. Lo sucedido en las reformas de 2007 y 2014 es una clara demostración de ese afán de control (p. 265).

Por otra parte, Ugalde (2017) abunda:

Parte del problema de la sobre regulación deriva de un enfoque equivocado de los reguladores electorales mexicanos: la creencia de que muchas prohibiciones y amenazas de sanciones fortalecen a las autoridades electorales, cuando en realidad las debilitan. También existe la apuesta —en materia electoral como en otros ámbitos de la vida pública— de que la norma es suficiente para cambiar el comportamiento de los actores y la realidad misma. Si es así, (…) prometer no cuesta políticamente, aunque el daño se le genera al sistema electoral y a la desconfianza generada cuando las expectativas no se corresponden con los resultados. Es una creencia ingenua que data del siglo XIX cuando los liberales apostaban por una Constitución que cambiara el corazón y las creencias pre modernas de los habitantes de un país en construcción (p. 23).

Pero lo cierto es que, para quienes realizan la función electoral en todos sus niveles y ámbitos, en su operación se evidencia una serie de complejidades administrativas que no necesariamente resultan eficientes. Así pues, existe un margen de oportunidad para mejorar el sistema electoral en pro de su descentralización y federalización.

EL ACTUAL FACTOR DE DESCONFIANZA FRENTE AL SISTEMA ELECTORAL

Con Andrés Manuel López Obrador y MORENA, una parte de la izquierda mexicana llega al poder ejecutivo federal y adquiere una mayoría legislativa, obtenida durante el proceso electoral 2017-2018, misma que fue prácticamente ratificada para el siguiente del año 2020-2021. Bajo el gobierno actual comenzó a generarse una dinámica distinta en el modo de gobernar. Dentro del círculo político preponderante ha estado latente la idea de reformar, entre otros rubros de la vida nacional, el marco legal del sistema electoral, manteniendo en la discusión, no solo el papel de los organismos locales en el desarrollo, orden y vigilancia de los procesos electorales, sino también el del INE.

Por otro lado, existe el supuesto de que al interior de los OPLES, del propio INE e incluso dentro de los tribunales de este carácter, tanto en el ejercicio de la administración como de la justicia electoral, prevalece en mayor o menor medida, una injerencia en la toma de decisiones por parte de los poderes políticos locales, así como de la otrora clase política que detentó el poder federal en los pasados sexenios. Para el actual gobierno, la conformación reciente del Consejo General del INE responde a los intereses de sus adversarios políticos, el PRI, el PAN y el PRD, por lo que hasta el momento existe entre aquellos una relación ríspida, incluyendo a MORENA.

A poco más de treinta años de creación de este sistema electoral y de su indiscutible institucionalización, sin mencionar los vaivenes reformistas en que la clase política lo ha llevado, el desarrollo de los procesos electorales se ha realizado bajo un ámbito de imparcialidad, garantizando la alternancia en los cargos de elección popular y dejando de forma gradual los conflictos poselectorales que en el pasado se derivaban de la inconformidad de los contendientes. Para tal efecto, la actuación del INE, los OPLES y los tribunales electorales, se ha conducido sobre pautas legales, dejando de lado connotaciones políticas. Sobre esto, Varela Martínez (2015) comenta:

En pocas palabras: ¿puede considerarse que México tiene una democracia electoral consolidada? Nuestra respuesta es afirmativa; (…) La nación ha sido prolífica en la creación de instituciones para asegurar que las competencias electorales sean justas y libres. A la fecha se han realizado varias reformas en la materia, (…) todas estas encaminadas a crear un sistema político más inclusivo, a proteger el voto, a combatir el fraude electoral y a mejorar la equidad en las contiendas en cuanto a financiamiento y acceso a los medios de comunicación. La organización Freedom House, dedicada, entre otras cosas, a medir el desarrollo democrático y el grado de libertad en el mundo, consistentemente coloca al país, desde 2000, como una democracia electoral establecida (pp. 101-102).

Prevalece entonces, por parte del gobierno federal, una postura de escepticismo y más aún, de confrontación inédita con el INE, optando inevitablemente por el factor de desconfianza en nuestra realidad actual. Bajo este escenario, los recursos destinados al INE para el desarrollo de sus actividades han sido recortados, reflejándose en la consulta pública del año 2021 y en la consulta de revocación de mandato del año 2022 (recientemente creada), quedando un precedente no favorable para futuros ejercicios democráticos que realice el INE y, en su caso, los OPLES.

El agravio hacia el INE continúa y ha ido acrecentándose desde el gobierno federal, considerando que el día 10 de abril del año 2022, fecha para la revocación de mandato, el marco constitucional y normativo en materia electoral fue sistemáticamente violentado, en lo concerniente al tema de propaganda. Ante esto, el INE ha tomado medidas cautelares a fin de detener las acciones ilegales. En respuesta, el gobierno federal y MORENA, desde el Congreso, aprobaron el 17 de marzo del año 2022 un decreto para interpretar el concepto de propaganda gubernamental, esto con el propósito de que funcionarios públicos pudieran realizar difusión y promoción de la consulta de revocación de mandato.

Sin embargo, el 28 de marzo del año 2022 el TEPJF señaló que dicho decreto aprobado por el Congreso no realizaba correctamente la interpretación auténtica del concepto “propaganda gubernamental” y en realidad establece una excepción a la prohibición de esta, además de contravenir el artículo constitucional número 105, el cual determina la imposibilidad de modificar reglas electorales una vez iniciado el proceso, pues solo se pueden realizar noventa días antes de que se lleve a cabo cualquier ejercicio comicial.

En dichas circunstancias, el presidente Andrés Manuel López Obrador, una vez concluido el proceso de revocación de mandato, presentó ante el poder legislativo la propuesta de reforma electoral que contiene, entre otras cosas, la designación por medio de elección popular de consejeros y magistrados electorales, algo sin precedente en la democracia electoral mexicana.

Como hemos constatado, pareciera que con cada reforma electoral lo que en realidad se hace es maquillar la desconfianza que permea entre los partidos políticos y la ciudadanía. A tal efecto, las cúpulas partidistas para Núñez Castañeda (2017), “establecen normas que no están dispuestas a cumplir, que evaden leyes que aprueban y actúan al margen de la ética, con conductas de opacidad que demeritan la calidad de las elecciones y la democracia” (p. 361).Valdría la pena también, considerar lo que Varela Martínez (2015) menciona a continuación:

La aceptación y acatamiento de las reglas son valores democráticos que se deben fomentar; no surgen de manera espontánea. Si bien un marco electoral justo es clave para impulsar este comportamiento, no es su sinónimo. La democracia también depende de valores, cuyo respeto y respaldo por parte de los ciudadanos son indispensables para que eche raíces de una vez por todas. En pocas palabras, junto con la construcción de un marco institucional justo, se debe apoyar la creación de valores democráticos; son dos elementos que se refuerzan pero cuya existencia es necesario impulsar de manera paralela, sin esperar que una genere la otra (p. 111).

Es fundamental, construir con convicción una ciudadanía donde la cultura político-democrática se convierta en una parte indeleble de su formación, su proceder y libre albedrío, para así emanciparse de esa herencia cultural ancestral, que como hemos visto a lo largo de este análisis, ha sido determinante en el trajinar de la construcción como país. Ante esta perspectiva, Ramírez Rodríguez y Guzmán Álvarez (2000) consideran lo siguiente:

En esta nueva cultura política (ideal) la democracia es la base de los cambios sociales que deben reflejarse en todas las formas de conducta y de necesidades humanas (real). De esta forma la educación para la democracia se vuelve necesaria ya que busca una base ciudadana que contribuya al fortalecimiento del desarrollo político, social y económico de los Estados mediante los espacios educativos concretos, así se espera que las escuelas formen ciudadanos productores de prácticas sociales democráticas. Si bien la escuela no es el único espacio para construir una nueva práctica social, si es uno de los de mayor impacto. Supone el desarrollo moral y cívico de quienes intervienen en el proceso educativo, en aras de la constitución de una nueva ciudadanía reconocedora del otro; más activa, más crítica y comprometida con el acontecer de su país y del mundo (p. 33).

La democracia debe ir más allá del discurso político, de la plática intelectual, de la cátedra universitaria, de los foros de discusión. Se requiere su concepto, definición, características y valores en todos los espacios de la sociedad, solo de esta manera se podrá construir una ciudadanía que pueda anteponerse sobre cualquier factor que la inhiba, como la tentación autoritaria, la corrupción y la desconfianza.

CONCLUSIONES

La desconfianza ha formado parte de la construcción democrática en México. Esta, por su parte, ha sido compleja desde su inicio en una nación independiente, llevando consigo también una herencia colonial que en gran medida determinaría la historia del siglo XIX, provocando endebles procesos electorales y crisis políticas que devenían en golpes de Estado. Entre la simulación y el pragmatismo de los detentadores del poder político, junto a la ignorancia, el rezago, la pobreza, fue que el Estado mexicano adquirió gradualmente su identidad. Nuestra herencia colonial nos dice mucho sobre el dilema que ha implicado conformar una forma de gobierno republicana y democrática.

Los embates de la disputa por el poder político entre caudillos y líderes carismáticos, así como los constantes riesgos del caos social, encontraron su punto de quiebre en el siglo XX con la creación del PRI como una organización nacida en el seno del Estado para institucionalizar el poder político. Pero este partido político no surge como consecuencia de un ejercicio democrático, sino como una necesidad estratégica de pacificar a un país sumido en el caos que requería estabilizarse, y que, a falta de condiciones para la construcción de una democracia, adquirió un carácter hegemónico; aquella, por lo tanto, sirvió al detentador del poder ejecutivo como un medio eficaz de dominación, si no de carácter dictatorial, sí de carácter autoritario.

En ese contexto, durante el gobierno del partido hegemónico la democracia funcionó como un instrumento de simulaciones que sirvió como justificación del régimen en el cual las elecciones carecían de relevancia, pues en realidad su propósito era posicionar en el poder político a los miembros de la élite. Esa simulación se fue transformando en algo cotidiano, provocando que permeara el factor de desconfianza.

Luego de la elección presidencial del año 1988, la historia del sistema electoral en México daría comienzo con el surgimiento del IFE en el año 1990. En torno a este órgano se construiría una ingeniería organizacional electoral, soportado en un marco legal que, a partir de ese momento se estaría reformando para su mejora y perfeccionamiento frente a las coyunturas derivadas del quehacer político y sus actores.

Por consiguiente, las reformas resultan trascendentales, ya que el sistema electoral lo requiere para ser vigente a efecto de mantener su efectividad, fortaleciendo la vida democrática desde la perspectiva de los órganos electorales que en nuestra actualidad significan la base en que el sistema político se legitima.

En contraparte, a pesar de las reformas que han surgidor de la conformación electoral de los últimos treinta años, persiste inoculado el factor de desconfianza al poner en descubierto las malas prácticas que los partidos políticos suelen tener, así como el recurrente cuestionamiento de cómo se realizan las elecciones tanto en lo federal como en lo local, enfatizando en los diversos aspectos que le atañen a los órganos electorales administrativos y a los responsables de la aplicación de la justicia electoral.

Lo cierto es que, en la medida en que los actores políticos se han inmiscuido dentro de los órganos electorales, han propiciado que prepondere la controversia cuando los resultados no les son favorables, dejando un ambiente de escepticismo en el escenario político electoral de cara a una ciudadanía que aún se encuentra en proceso de inoculación de valores democráticos.

Llegados a este punto, en tanto que la pluralidad partidista ha ido cobrando notoriedad y presencia dentro de la dinámica político electoral, también han prevalecido las formas de hacer política, aun cuando en el pasado fueran motivo de crítica hacía el otrora partido hegemónico y que ahora, sin menoscabo, todos los partidos políticos las fomentan. No resulta oneroso admitir que la falta de valores democráticos sólidos propicia que estas formas de hacer política prevalezcan por más que haya reformas en el plano electoral que se consideren de avanzada, pues dichas reformas en parte responden al resultado del escepticismo y la desconfianza frente al contrincante opositor en la disputa por el poder político.

No obstante, es de notar que, ante la adversidad histórica en el plano democrático, actualmente contamos con un sistema electoral dotado de una ingeniería organizacional, con autonomía plena y de carácter ciudadano. Frente a esto, lo que queda es defender su naturaleza imparcial, para que se mantenga al margen de aquello que cualquier gobierno federal, estatal o municipal pretenda imponer, siendo una responsabilidad pública que la autoridad gubernamental respete y salvaguarde su autonomía.

Ante esta perspectiva, resulta apremiante encontrar alternativas efectivas que permitan impulsar políticas públicas dirigidas al fortalecimiento de la democracia y que se puedan impulsar a fondo desde el espectro de los mismos órganos electorales.

En conclusión, no basta solo fortalecer la democracia mediante intrincados marcos legales para que los actores políticos que intervienen dentro de la dinámica electoral no incurran en prácticas ilegales, sino también es necesario que en la medida en que la democracia sea cualitativa, se refleje en el ejercicio pleno de derechos y obligaciones ciudadanas, es decir, que la colectividad adquiera consciencia para actuar frente a las problemáticas de su entorno social. De suceder, con toda certeza, los partidos políticos, candidatos, políticos y funcionarios gubernamentales se verán obligados a conducirse dentro de lo que debe ser, o sea, dentro del marco de nuestras leyes en su conjunto.

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Notas

1] De acuerdo con González Gómez (1990), es durante el sexenio de Lázaro Cárdenas que comenzó a forjarse la construcción del México moderno, “el proyecto económico de industrialización orientada al mercado interno y de sustitución de importaciones” (p. 101). De esta forma, entre la década de 1940 y 1970, en palabras de Aguilar Camín (1988), “la economía mexicana creció a un 6% anual promedio, construyó una sociedad urbana y modernizó todos los órdenes de su infraestructura. Las desventajas fueron haciéndose claras conforme se acumularon y empezaron a deformar las ventajas: descapitalización del campo, concentración de la riqueza, segregación social, deformación del crecimiento industrial -protegido, desintegrado, dependiente- crecimiento de la deuda externa…” (p. 30), etc. Para la década de 1980, este modelo de desarrollo se encontraba agotado evidenciándose en 1982 con la nacionalización de la banca ante la creciente fuga de capitales.
[2] De acuerdo con González Gómez (1990), la Corriente Democrática surge al interior del PRI encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas Solorzano y Porfirio Muñoz Ledo, cuestionando “los mecanismos para nombrar al candidato de su partido a la presidencia y planteaba el establecimiento de mecanismos democráticos para designarlo. Tocaban el meollo del poder presidencial, designar a su sucesor. Hostilizados y marginados dentro del PRI, decidieron abandonar sus filas y consumar la división de la burocracia política. Enarbolaban la bandera del nacionalismo, de la intervención del Estado en la economía, de los principios de la revolución mexicana, de la soberanía nacional” (p. 208).


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