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La filosofía del derecho ante las demandas de reconocimiento de la diferencia cultural
The philosophy of law in the demands of recognition of cultural difference
Ius Comitiãlis, vol. 4, núm. 8, pp. 149-165, 2021
Universidad Autónoma del Estado de México

Artículos

Ius Comitiãlis
Universidad Autónoma del Estado de México, México
ISSN: 2594-1356
Periodicidad: Semanal
vol. 4, núm. 8, 2021

Recepción: 25 Mayo 2021

Aprobación: 23 Octubre 2021

Se permite a los autores conservar los derechos de autor de sus artículos sin restricciones y solamente se les pide otorgar a la Universidad Autónoma del Estado de México derechos de publicación no exclusivos para publicar los artículos y/o derechos de primera publicación. La revista Ius Comitiãlis está en favor del acceso abierto al conocimiento (Open Access).

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Resumen: : Las sociedades del s. xxi, fruto de fenómenos como la globalización y mundialización, se caracterizan por su diversidad cultural (diferentes lenguas, religiones, procedencias, etnias). El Estado liberal, forjado en el s. xix, se basaba en identificar demos (comunidad política) con etnos (comunidad cultural), hoy esto ya no resulta posible debido a la pluralidad cultural que alberga el demos: diferentes comunidades culturales forman parte, o aspiran a ello, de la misma comunidad política, y claman por un reconocimiento y representatividad justos. En este artículo se analizan distintas posturas y teorías que, desde la Filosofía del Derecho, han tratado de dar acomodo a las múltiples demandas que existen en este ámbito, conjugándolas con una teoría de la justicia respetuosa con los derechos humanos.

Palabras clave: Filosofía del derecho, derechos humanos, multiculturalidad, diversidad cultural, pluralismo cultural.

Abstract: : 21st century societies are characterized by the cultural diversity that constitute them, due to phenomena such as globalization, within them converge different languages, religions, origins, ethnic groups, etc. The liberal State forged in the 19 century was based on the identification of the demos (political community) with the ethnos (cultural community), nowadays this is no longer possible due to the cultural plurality that houses the demos: different cultural communities are part, or aspire to it, of the same political community, and cry out for a fair recognition and representation. This article analyzes the different positions and theories that from the Philosophy of Law have tried to accommodate the multiple demands that exist in this regard, combining them with a theory of justice that respects human rights.

Keywords: Philosophy of law, human rights, multiculturality, cultural diversity, cultural pluralism.

INTRODUCCIÓN

El origen de la problemática a tratar en este trabajo es el propio surgimiento del Estado moderno y el modo en que se configuró política y jurídicamente. En lo que respecta a la diversidad cultural y al reconocimiento de la diferencia cultural, podemos decir que el Estado moderno es el gran creador de la homogeneización cultural. Hasta la Revolución Francesa de 1789 (sin olvidar el precedente estadounidense de 1776), el poder absoluto de reyes y emperadores no dejaba espacio alguno para la participación de cualquier otro sujeto político que no fuesen los súbditos. Con el fin del Antiguo Régimen y la llegada de la burguesía al poder, la creación de la nación (como encarnación del informe pueblo) surge como un método de democratización del Estado, de democratización del poder. Identificando a la nación con el Estado, se busca fundir a ambos y fomentar la pertenencia del uno al otro y la integración del uno en el otro. Extendiendo el Estado a toda la nación se pretende llegar a clases y estamentos que antes habían permanecido olvidados por las élites dirigentes; esta “democratización”, expansión del poder político, solo era posible si se contemplaba a un único pueblo como propietario de este: como soberano y, por consiguiente, el concepto de ciudadanía se construyó sobre la idea de pertenencia a una nación.

Es esa elite burguesa dirigente que detenta el poder (el aparato del poder: el Estado), quien precisa ávidamente de su articulación como método para legitimar su ejercicio. Crear una conciencia nacional desde arriba implicaba unificar y homogeneizar, amalgamar y aglutinar, crear lazos de unión donde antes no los había, o al menos donde no se manifestaban. Esta uniformización pulía todas las identidades individuales para encerrarlas en un nuevo ente superior; las anulaba y las llevaba al anonimato. La creación de la comunidad política (demos), a través de la comunidad cultural (etnos), (con)fundió la pluralidad cultural real y desterró las diferencias culturales del espacio público. Esta construcción se llevó a cabo mediante la articulación jurídica del Estado, tomando como cultura patrón o cultura estándar la del grupo dominante. La totalidad de los Estados democráticos occidentales han seguido el mismo modus operandi, utilizando la cultura y lengua del grupo dominante como base para el “nation-building” (Kymlicka, 2004, pp. 64-65), expandiendo estas por el territorio del Estado, imponiéndolas en la mayoría de los casos y obligando a la asimilación a todas aquellas diversidades culturales, marginando lo no “oficial”, adoptando una postura ciega a las diferencias, discriminando a las minorías, y generando la ficción de que dentro de las fronteras estatales se incluye una única y hegemónica identidad cultural.

El Estado, a través de la ley, ha perseguido como una condición sine qua non para su apropiada construcción, vertebración y consolidación la homogeneización y uniformización cultural. Esta mecánica ha conllevado la transformación de una realidad plurinacional, plurilingüistica y pluricultural, en otra uniforme y homogénea para hacer coincidir territorio e identidad nacional/cultural, tratando de lograr la construcción de la identidad nacional común cimentándola sobre la cultura predominante; “debido a esto, se ha acostumbrado a confundir unidad con homogeneidad, e igualdad con uniformidad derivando en un sentimiento de desorientación moral y emocional frente a una profunda y desafiante diversidad” (Pérez de la Fuente, 2005, p. 19).

Pero la diferencia cultural, aunque oculta, permaneció. Hoy, en pleno s. XXI, diversos factores como la propia diversidad cultural larvada, la globalización o las nuevas dinámicas de migración, alzan la voz y demandan el reconocimiento de su identidad propia. La comunidad cultural no incluía a todos los miembros de la comunidad política, y aquellos en los que no coincidían ambas eran considerados ciudadanos de segunda. Este clamor actual supone un cuestionamiento ineludible al concepto de soberanía popular, y obliga a los poderes públicos a reconfigurarse y a buscar fórmulas de articular un nuevo encaje que reconozca la diferencia cultural y la incluya en su seno. Del éxito o fracaso de esta operación depende directamente la legitimidad y supervivencia de la autoridad política.

Como afirma Julie Ringelheim, “la filosofía política se preocupa de la búsqueda de lo justo en los modos de organización política” (2011, p. 7). Es por lo que durante las últimas décadas han proliferado estudios y obras que se aproximaban a la cuestión del tratamiento de la sociedad multicultural desde el punto de vista de la filosofía del Derecho y de la filosofía política. Las posiciones desde las cuales los grandes autores han abordado el tema son muy diversas, desde el liberalismo reformista de Rawls (1996) y Dworkin (1984), hasta el comunitarismo de Walzer (1993) y Sandel (2000), pasando por el culturalismo liberal de Kymlicka (1996; 2003; 2004) y Raz (1986); del feminismo de Young (1990) y Benhabib (2006), a la Teoría crítica de la Escuela de Frankfurt de la que forma parte Habermas (1994). Todas estas posturas tienen bastantes puntos de divergencia entre ellas; sin embargo, sí que encontramos algo en común, y es su rechazo, en mayor o menor medida, al liberalismo tradicional que se muestra completamente ciego a las diferencias. Este liberalismo dota de contenido al Estado Liberal tradicional surgido de las revoluciones burguesas, el cual relegaba la expresión de las diferencias culturales al ámbito privado, para no permitir su manifestación en la esfera pública. Bajo la apariencia de un Estado neutro, o neutral, el grupo cultural mayoritario mantenía el control de la esfera pública y del espacio sociocultural, así como todo el poder político. En el mejor de los casos, se ignoraba la diferencia cultural y la diversidad social que conllevaba; en el peor, esta se reprimía y se trataba de erradicar. Parekh explica que:

A medida que el liberalismo fue ganando ascendiente intelectual y político, fue imprimiendo al Estado su carácter moderno. Dotaba de relevancia e institucionalizaba ideas como el imperio de la ley, la igualdad de todos los ciudadanos, la idea de que los únicos sujetos de derechos y obligaciones eran los individuos, y la necesidad de una relación directa (no mediada) entre los ciudadanos y el Estado. a efectos de consolidarse ideológica y políticamente y de crear una cultura política y moral individualista, el Estado empezó a desmantelar las instituciones tradicionales, las comunidades y modos de vida anteriores, dejando que los liberales aportaran la justificación ideológica necesaria (2005, pp. 63-64).

El respeto y el reconocimiento de la identidad propia constituyen un elemento esencial en la construcción y desarrollo del yo. Esto se erige en un requisito previo para el ejercicio efectivo de la libertad y la consecuente expresión de las distintas manifestaciones culturales y de los modos de vida derivados de ellos (Ringelheim, 2011, pp. 8-9). Todos estos autores, y los enfoques que representan, forman un grupo heterogéneo y diverso para entender el fenómeno de la multiculturalidad, entendida aquí como hecho sociológico. El debate continúa abierto y no parece que los distintos puntos de vista vayan a ponerse de acuerdo, más bien al contrario, algunos se hallan irreconciliables. Pero cómo ayuda este debate teórico a dar solución a las demandas de reconocimiento de la diferencia cultural; la investigación que aquí se postula se limita a la descripción de las posiciones defendidas por los citados autores asociadas al reconocimiento a la diferencia cultural que, desde la praxis del Derecho, se realiza a la Filosofía del Derecho. Cabe destacar que se trata de una investigación eminentemente teórica (por limitaciones de espacio y por coherencia argumental se pospone para un ulterior trabajo un análisis práctico e individualizado) cuyo objetivo consiste en una aproximación a las respuestas que la Filosofía del Derecho puede ofrecer a las demandas que la necesidad de reconocimiento de la diferencia cultural realiza desde la práctica jurídica, y su consiguiente encaje en la comunidad política propia de una sociedad globalizada.

Por ello, a continuación, pasamos a analizar cómo se aborda este asunto, apoyándonos (con cierta libertad) en el esquema que propone Oscar Pérez de la Fuente en su obra Pluralismo cultural y derechos de las minorías, el cual, de manera sencilla y magistral, organiza las posturas de los autores más representativos en torno a las demandas de reconocimiento de la diferencia cultural en relación con el paradigma de Estado liberal, y su repercusión en clave iusfilosófica. Comenzaremos desde la óptica del eje monismo-relativismo donde incluiremos también la opción del pluralismo; a continuación, proseguiremos con las posturas que se incluyen en el eje universalismo/particularismo entre las que destacan posiciones como el comunitarismo, el liberalismo, el culturalismo liberal, y el multiculturalismo; finalmente, terminaremos nuestro recorrido prestándole atención a la alternativa cosmopolita, última de las posturas presentadas en este trabajo.

ANÁLISIS DE LAS DISTINTAS POSTURAS IUSFILOSÓFICAS ACERCA DE LAS DEMANDAS DEL RECONOCIMIENTO DE LA DIFERENCIA CULTURAL

Monismo, relativismo, pluralismo

Damos inicio a este recorrido antes descrito, partiendo de una perspectiva metaética “que hace referencia a la valoración de la diversidad moral” (Pérez de la Fuente, 2005, p. 148) y que consiste en el eje monismo-relativismo-pluralismo. Para el monismo existe una única jerarquía de valores morales. La moral y la cultura están radicalmente separadas. Puede haber muchas culturas, pero hay una única moral. Como deja claro Parekh:

Monismo moral: sólo hay un modo de vida plenamente humano o auténtico, y todos los demás muestran carencias. (…) el monismo moral defiende que un valor es el más elevado, (y por lo tanto todos los demás son meros medios o condiciones para realizarlo) o bien aduce (…) el hecho de que, aunque todos los valores son igualmente importantes, algunos lo son más y sólo existe una única forma verdadera y racional de combinarlos (2005, p. 37).

El monismo ha presentado distintas versiones a lo largo de la historia. Podemos hablar de un monismo racionalista de la filosofía griega, de monismo teleológico cristiano, y de un monismo derivado del liberalismo clásico (Parekh, 2005, p. 41). Pero lo que todos ellos tienen en común es que toda aquella cultura que se aleja de esta moral única es considerada inferior.

El relativismo sostiene que no se pueden hacer juicios válidos universalmente. Por un lado, podemos distinguir entre relativismo fuerte, para el cual no existen verdades morales universales; es decir, existen muchas culturas y muchas morales distintas, y el relativismo débil, para el cual sí que existirían, pero serían internas a cada cultura. Como un punto de encuentro entre monismo y relativismo, aparece el pluralismo, que se caracterizaría por tener en cuenta a la diferencia, y que cuenta con dos versiones: una débil y otra fuerte. Para la versión débil existe una pluralidad de valores morales o concepciones del bien, pero se puede lograr un consenso sobre ellos y aplicarlos, así, en la esfera pública; si la pluralidad cultural choca o va en contra de la moralidad consensuada para ser aplicada en la esfera pública, dicha pluralidad cultural no tiene cabida. En su interpretación fuerte, el pluralismo afirma que los valores morales son objetivos e inconmensurables, por lo tanto, no existen criterios para determinar la corrección o incorrección de las distintas opciones morales. Así pues, se afirma la existencia de una pluralidad múltiple asociada a cada cultura, pero que resulta de imposible comparación (injuzgable) no sólo entre ellas, sino también dentro de las mismas y de cada individuo. No sería posible, por ello, el consenso sobre unos valores comunes, por lo que la solución pasaría por buscar el respeto y la tolerancia entre todas las culturas, así como el replanteamiento de sus relaciones y de su propio “modus vivendi”.

El relativismo supone asumir una pluralidad moral opuesta al universalismo; el profesor belga François Ost argumenta:

L’universalisme se signale par l’exigence d’avoir à trascender les points de vue particuliers pour s’élever à une sorte de nécessité conceptuelle ou éthique, mais présente le danger, mille fois avéré, de sous-estimer (et bientôt nier) les différences, en imposant partout ce qui n’est jamais que la norme d’une culture particulière. A l’inverse, le relativisme (particularisme), s’il respecte les différences (et constitue, de ce point de vue, une antidote bienvenue à l’ubris des thèses universalistes), risque toujours d’exacerber, voire d’absolutiser ces différences, professant alors la thèse commode de l’incommensurabilité des positions en présence, ce qui finit par engendrer une forme d’in-différence à l’autre (2011, p. 13).[2]

Esto implica que no se pueden realizar juicios de valor o éticos sobre cuestiones culturales, y desembocaría en el aforismo “todo vale”; pero, bajo nuestro punto de vista, no todo vale. Este tipo de pensamiento es peligroso porque en este se podrían refugiar conductas que vulneren y transgredan valores fundamentales, como la dignidad personal o incluso la propia vida. Consideramos que existen unos valores éticos comunes a todas las culturas que deben ser respetados. Al respecto se pronuncia Victoria Camps, cuando afirma que:

Hay y tiene que haber, pues, una idea universal de justicia en cuya gestación deben, además, colaborar todos los pueblos. De donde se deducen dos cosas. Primero, que la defensa o la conservación de las identidades o diferencias culturales es éticamente aceptable siempre y cuando no contradiga alguna de esas notas que integran semánticamente el concepto de justicia. Así, una cultura que denigre y agravie a las mujeres, que reconozca la esclavitud, que practique el infanticidio […], no merece, en ese sentido, respeto alguno. En segundo lugar, que son precisamente las diferencias culturales las que pueden enriquecer, con sus costumbres peculiares, la noción de justicia (1993, p. 89).

Como explica Villoro, “el acceso a una cultura universal ha significado para muchos pueblos la enajenación en formas de vida no elegidas” (1993, p. 131). Esto ha provocado, en muchos casos, una “reacción por afirmar el valor insustituible de las particularidades culturales, su derecho a la pervivencia y la defensa de las identidades nacionales y étnicas”, y cómo encontrar el equilibrio en este dilema, Victoria Camps expone que “no se trata, pues, de negar la cultura homogénea para salvar la diversificación cultural sino de ver las ventajas indiscutibles de uno y otro fenómeno, la necesidad de que ambos convivan pacíficamente” (1993, p. 99). Sin embargo, hay que advertir de los peligros de confundir esta pretendida cultura universal con la cultura occidental dominante. Es decir, es muy fácil caer en el etnocentrismo europeo-occidental, que, escondido bajo el supuesto universalismo, en realidad yace camuflado un monismo a la europea. E incluso, como insiste Villoro, este universalismo fraudulento

Puede caer en otra confusión: la de universalidad de jure y de facto. Podemos fácilmente confundir, sobre todo si nos interesa hacerlo, lo que debería ser una cultura universal que, por la universalidad de sus valores y principios, normara a todo pueblo, con los rasgos culturales que, de hecho, se han universalizado (1993, pp. 133-134).

Sin embargo, autores como Garzón Valdés desconfían de esta inclinación relativista que busca compensar la realidad etnocentrista que se refugia en cierto universalismo pervertido. El autor argentino considera que

[El] etnocentrismo no conduciría a la universalización hegemónica sino más bien al relativismo cultural y ético. Precisamente cuando no somos capaces de liberarnos de las cargas circunstanciales de nuestra propia cultura no logramos comprender el comportamiento de otros pueblos y llegamos a la conclusión de que aceptan principios morales diferentes (1993, pp. 38-39).

El principio original del relativismo se funda en compensar las aplicaciones adulteradas que puede provocar el universalismo, pero la solución que plantea acaba por hacer irrealizable un mundo común en el que pueda triunfar una verdadera convivencia, ya que apuesta por mundos separados e incomunicados. Ante esto, surge como alternativa a ambas, y a la vez como conciliación de los dos puntos de vista, el pluralismo.

El pluralismo no es que esté a medio camino entre el monismo y el relativismo, sino que se apropia de lo mejor de ambas opciones; por un lado, no cree que exista una única jerarquía de valores morales, sino que comprende que existe una pluralidad de ellos, y, por otro, considera que algunos de ellos son objetivos, de manera que pueden compararse entre sí y juzgarse en caso de colisión. Sin embargo, esto último solo resulta aplicable a lo que Pérez de la Fuente califica como versión débil del pluralismo, ya que su versión fuerte comparte la creencia en la existencia de una pluralidad de valores morales, pero, a diferencia de su hermano débil, no cree que estos puedan ser mesurables en los mismos parámetros, por lo tanto, la salida que ofrece es el diálogo entre ellos y la voluntad de acuerdo para alcanzar una coexistencia pacífica a falta de una mejor solución. Este pluralismo fuerte considera que no existe una solución única para cada conflicto, sino que las soluciones son múltiples y pasan por la negociación y pacto entre las partes. El autor español lo explica así: “resaltar la imposibilidad teórica de llegar a soluciones unívocas para todos los problemas. Son una apelación al diálogo, la negociación y el compromiso para conseguir soluciones siempre parciales” (2005, pp. 173-174).

Cuál sería entonces la diferencia entre este pluralismo fuerte y el relativismo; la diferencia fundamental entre ambos es que el relativismo considera que las distintas culturas implican distintas concepciones morales y son inconmensurables e injuzgables entre sí, lo que provocaría la creación de mundos paralelos e incomunicados, sin ningún tipo de posibilidad de relación entre ellos; este tipo de pluralismo asume la primera premisa, pero no comparte que esto tenga que desencadenar ese aislamiento y ese vivir de espaldas, sino que apuesta por el diálogo y la comunicación interculturales como método para limar posibles conflictos, algo que desde luego no contempla el relativismo en ninguna de sus versiones (Pérez de la Fuente, 2005, pp. 177-178).

Por lo tanto, el pluralismo aparece como la alternativa que patrocina el diálogo intercultural. En su forma débil, opta por promover un consenso entre las culturas con base en un acuerdo de mínimos comunes a todas ellas; en su modo fuerte apuesta por fomentar el diálogo desde la diferencia sin necesidad de una búsqueda de puntos en común, ya que no cree que tales sean posibles o siquiera que existan, por lo que se inclina por una receta de respeto, tolerancia y acuerdos de “modus vivendi”.

COMUNITARISMO, LIBERALISMO, CULTURALISMO LIBERAL, MULTICULTURALISMO

Siguiendo con el orden establecido en la introducción, ahora es el turno de aquellas posturas que se sitúan en el eje universalismo/particularismo. Para el universalismo, los valores morales son exclusivamente universales, mientras que para el particularismo las circunstancias particulares tienen relevancia moral. En este campo incardinaríamos al comunitarismo de Walzer (1993), Taylor (1996; 2003) y Sandel (2000); al culturalismo liberal de Kymlicka (1996; 2003;2004) y Raz (1986); y al multiculturalismo de Parekh (2005), Taylor (se le puede encuadrar en ambos) y Young (1990). De forma resumida, diríamos que “si el universalismo puede recibir críticas por su abstracción y su etnocentrismo, el particularismo puede ser criticado por relativista y contextualista” (Pérez de la Fuente, 2005, p. 123).

El pluralismo fuerte que se acaba de analizar guarda una notable relación con la visión comunitarista; el comunitarismo es contextualista, para él, la cultura determina al individuo, su identidad y su moral. Este énfasis en el modo en el cual el contexto modela y condiciona al individuo es típico del planteamiento comunitarista y supone ese plus de valoración de la pluralidad de concepciones morales adscritas a cada una de las distintas comunidades culturales que preconizaba el pluralismo fuerte. Elósegui aporta:

El comunitarismo se presenta como una alternativa a los modelos políticos tanto marxistas como liberales. Sus críticas van dirigidas al individualismo y atomización de las sociedades postindustriales. Por eso se insiste en recuperar la idea de “comunidad”, de la “sociabilidad” como algo esencial en el desarrollo de la identidad humana. Se propugna una mayor y directa participación de todos los ciudadanos en la vida pública (1998, p. 77).

En la familia comunitarista destacan autores como Sandel (2000) y Walzer (1993); este tipo de pensamiento afirma que por encima del individuo existen entidades sociales compuestas por los propios individuos; es decir, que el individuo no es el único actor social, y que por encima de ellos se encontraría la comunidad. Sandel, quien no cree que la sociedad refleje bien toda la diversidad que acoge en su seno, y que considera que la esfera pública favorece a la mayoría, lo expresa así:

Para que una sociedad constituya una comunidad en este sentido fuerte, la comunidad debe ser constitutiva de la autocomprensión compartida de los participantes, y estar incorporada en sus acuerdos institucionales, y no ser simplemente un atributo de los planes de vida de ciertos participantes (2000, pp. 215-216).

Se aventura a adelantarse al rechazo que esta postura puede causar en los liberales reformadores como Rawls o Barry cuando apunta que “Rawls podría alegar que debería rechazarse una concepción constitutiva de la comunidad como ésta ‘por razones de claridad entre otras’, o sobre la base de que supone que la sociedad es ‘un todo orgánico con una vida propia, distinta y superior a la de sus miembros en sus relaciones con los demás’…” (1997, p. 67). Y, efectivamente, así sucede con críticas como la que Carens (que es un liberal, pero reformador al estilo Rawls) realiza a Walzer al sostener que:

Es un serio error igualar la comunidad moral a la comunidad política. El “nosotros” que comparte un conjunto de nociones morales no debería identificarse exclusivamente con el “nosotros” que comparte una comunidad política. No se trata meramente de que haya una moralidad mínima compartida por todas las sociedades contemporáneas, como a veces lo señala Walzer. Antes bien, hay una moralidad densa, muy desarrollada y ricamente texturada, compartida por muchas personas que no viven en la misma comunidad política (1997, pp. 73-74).

Nosotros también rechazamos esa identificación de comunidad moral y comunidad política, pero hay que tener en cuenta algunos aspectos del punto de vista comunitarista-contextualista, tales como el respeto a las legítimas diferencias que reflejan la diversidad en el seno de la comunidad y la influencia e importancia de estas en la determinación de la propia identidad. Como explica Zapata-Barrero, “el mensaje básico de Walzer es la necesidad de reconsiderar la diferencia cultural como un bien colectivo autónomo que debe ser incorporado en la lista de los bienes primarios liberales” (2002, p. 60). Walzer defiende una igualdad compleja, distributiva. En resumen, podemos exponer la posición que sostiene en su siguiente sentencia: “la justicia es una construcción humana” y, por tanto, “es dudoso que pueda ser realizada de una sola manera” (1993, p. 19). Para el neoyorquino, “las preguntas que plantea la teoría de la justicia distributiva consienten una gama de respuestas, y dentro de esa gama hay espacio para la diversidad cultural y la opción política” (1993, p. 19).

Aunque el mensaje culturalista resulte excesivo en alguno de sus puntos (como la desmesurada dependencia del individuo respecto de su entorno cultural y su consiguiente “determinismo”), el propio Walzer se pregunta acerca de la volatilidad y lo abstracto de la comunidad política,[3] consideramos que el comunitarismo plantea cuestiones que deben ser tenidas en cuenta a la hora de construir una sociedad plural que otorgue un importante nivel de representatividad a todos sus miembros. Como resume Zapata-Barrero, “En resumen, para Walzer el principio de justicia debe ser el siguiente: que en el proceso de autodeterminación soberana en el cual un Estado configura su vida interna debe ser igualmente abierto para todos” (2002, p. 61).

Y si el pluralismo fuerte coincidía en bastantes rasgos con el comunitarismo, lo mismo le sucede al pluralismo en su versión débil con el liberalismo rawlsiano. Rawls aboga por una esfera pública en la que exista un consenso mínimo mientras que relega al ámbito privado las cuestiones más delicadas y particulares (1996). Como dice Elósegui, “los ciudadanos rawlsianos no hacen prevalecer sus preferencias personales, sino que tratan de buscar lo común, lo convergente olvidando sus diferencias en lo sustancial” (1998, p. 172); es decir, se alcanzaría un acuerdo ético básico que permitiría esta convivencia basada en el respeto a las diferentes Weltanschauungs, o cosmovisiones propias de cada cultura teniéndose estas, como “fuentes de distintas opiniones razonables” (Elósegui, 1998, p. 170). Esta preocupación por llegar a acuerdos éticos que encuentra su receta en la tolerancia es también compartida por Habermas; sin embargo, el pensador alemán reprocha a Rawls la debilidad de este acuerdo entrecruzado que el estadounidense preconiza. La esfera pública rawlsiana está demasiado vacía para Habermas, este considera que una esfera pública asentada sobre estructuras lo suficientemente sólidas y amplias como para que la comunicación intercultural fluya, potenciaría la sociedad multicultural en el seno de una cultura liberal (Habermas, 1994, pp. 128-129); pero para ello la esfera pública habermasiana reclama para sí constituirse en un verdadero foro de debate y participación. Nancy Fraser matiza a este respecto la idea de la “esfera pública”, en el sentido de Habermas “Designa el foro de las sociedades modernas donde se lleva a cabo la participación política a través del habla. […], un espacio institucionalizado de interacción discursiva. Este espacio es conceptualmente distinto del Estado; es un lugar para la producción y circulación de discursos que, en principio, pueden ser críticos frente al Estado” (1997, p. 97).

En este punto también resulta oportuno acudir a Honneth, que abunda en la descripción de este espacio, resaltando la importancia del reconocimiento recíproco para la forja de la propia identidad, a la vez que incide en la crítica al concepto liberal de libertad: “la reproducción de la vida social se cumple bajo el imperativo de un reconocimiento recíproco, ya que los sujetos sólo pueden acceder a una autorrelación práctica si aprenden a concebirse a partir de la perspectiva normativa de sus compañeros de interacción, en tanto que sus destinatarios sociales” (2010, p. 13). El propio Rawls expone que:

Los pueblos liberales tienen tres características básicas: un régimen razonablemente justo de democracia constitucional que sirve a sus intereses fundamentales; unos ciudadanos unidos por lo que John Stuart Mill llamaba “simpatías comunes”, y finalmente una naturaleza moral. La primera característica es institucional, la segunda es cultural y la tercera requiere la adhesión firme a una concepción política y moral de la justicia y la equidad (2004, p. 35).

Es decir, el liberalismo propuesto por Rawls no niega esta moral válida para todos, pero la busca a través de un consenso entrecruzado o por solapamiento, sin necesidad de entrar de lleno en un debate ético-filosófico al respecto (Elósegui, 1998, p. 255). O cómo explica Barry, otro liberal en la línea de Rawls, al explicar su teoría de la justicia de la imparcialidad: “Lo que la teoría de la justicia como imparcialidad requiere es principios y reglas que puedan constituir la base de un libre acuerdo entre gente que busca un acuerdo en términos razonables” (1997, p. 33).

Los comunitaristas denunciarían este “individualismo asocial” (Elósegui, 1998, p. 82) que yace en el liberalismo; para ellos, el individuo está indisolublemente unido a su concepción del bien, ya que forma parte de su identidad, que a su vez ha sido moldeada por la comunidad a la que pertenece; es decir, es imposible desvincular la identidad personal de la identidad social. Esto implica una serie de deberes del individuo para con la comunidad, los cuales consisten, básicamente, en la participación de todos ellos en la esfera pública y en la vida política, mientras que para el liberalismo tal implicación no es considerada inherente al individuo, ni siquiera es considerada necesaria. El liberalismo huye de politizar la esfera pública con diferencias culturales, éticas, o morales, ya que surge en un contexto histórico en el que se plantea como remedio a las luchas de religión europeas. Así pues, para evitar el conflicto, deben abstraerse las diferencias del ámbito público.

De este modo, las posiciones liberales clásica y comunitarista no terminan de convencernos como modelo para la gestión de las demandas de reconocimiento de la diferencia cultural actuales. También existe una versión actualizada del liberalismo, patrocinada por Rawls y otros (Dworkin, Barry), que se muestra más sensible a la diferencia, pero que bajo nuestro punto de vista todavía permanece algo tibia en lo relativo a la incorporación de la importancia de la identidad cultural y de la diferencia derivada de esta. Después encontramos otro grupo de autores encabezados por Kymlicka (1996; 2003; 2004), dónde también se encuentran Raz (1986), Miller (1997), y en el panorama hispano incluiríamos a Calsamiglia (2000) y Requejo (2002), que, siguiendo el criterio del propio autor canadiense, designaremos como “culturalistas liberales” o también en ocasiones “nacionalistas liberales” (Kymlicka, 2003, p. 63). Para estos autores el liberalismo es insuficiente, aún en su moderna versión, ya que consideran que no ha sabido hacer frente a las demandas de las culturas distintas de la mayoritaria, al hacer un uso abusivo del principio de neutralidad del Estado y al hacer un uso del principio de libertad circunscrito exclusivamente al individuo, por ello, abogarían por la protección de los derechos de estas minorías mediante algún tipo de derecho colectivo o de minorías.

El culturalismo liberal no rompe con el liberalismo, sino que aboga por una reinterpretación de este a la luz del principio a la diferencia, que lo transforme en un sistema más abierto e integrador, una actualización del modelo incorporando las cuestiones sobre la diversidad etnocultural (Kymlicka, 2004, 64). Dicho en palabras de Calsamiglia, “para defender las aspiraciones nacionales no es necesario renunciar al liberalismo pues no es necesariamente incompatible con sus ideas básicas” (2000, p. 91). Según esta visión, las diferencias culturales provenientes de las minorías culturales deben ser protegidas y reconocidas en la esfera pública (Kymlicka, 2004, p. 59), pero no extiende esta protección a las culturas que restringen la autonomía de sus miembros; es decir, la esfera pública debe erigirse en un ámbito en el que se protejan las elecciones autónomas. Kymlicka distingue entre protecciones externas y restricciones internas: las protecciones externas son las medidas que se toman para proteger al grupo de las agresiones o injerencias que recibe de la sociedad mayoritaria en la cual se encuentra englobado, es decir, protege al grupo de las decisiones externas que limiten su identidad específica; las restricciones internas, por su parte, son las medidas que toma el grupo para fomentar la cohesión en su propio seno y evitar las disensiones o discrepancias que puedan llevar a un debilitamiento de la identidad diferenciada del grupo (1996, pp. 59-60). Estas medidas se aplican en clave interna, es decir, únicamente a los miembros del grupo, y pueden resultar opresoras para quienes no se adecuan a lo que el grupo determina que es lo “oficial” (si algún miembro de la minoría no sigue las prácticas o costumbres tradicionales). El culturalismo liberal está a favor de las protecciones externas, pero no está de acuerdo con las restricciones internas, ya que implican una limitación de la libertad de los miembros individuales en nombre de la solidaridad de grupo.

Como autores nítidamente multiculturalistas, podemos considerar a Parekh (2005), Taylor (1996; 2003), y Young (1990). El propósito del multiculturalismo como opción del reconocimiento de la diferencia cultural va más allá que su reconocimiento y protección en la esfera pública a los que se limita el culturalismo liberal. El multiculturalismo aspira a que cada uno sea reconocido por su identidad única, esto es, por su diferencia, la diferencia cultural que en origen ostentaba un significado peyorativo y degradante, pasa a ser tenida como una fuente de riqueza y orgullo, dando de esta manera la vuelta a aquel contenido vejatorio primitivo. En cierto modo, el multiculturalismo se presenta como la propuesta del comunitarismo frente a las diferentes evoluciones del liberalismo (Elósegui, 1998, p. 85). La insistencia en el contexto y en la relevancia que tienen los valores morales y éticos característicos de la cultura en la que se haya incardinado el individuo en la formación de la propia identidad de este, muestran las raíces comunes con el comunitarismo que se desarrollará enseguida.

Podemos distinguir entre dos tipos de multiculturalismo: uno cerrado o fuerte, y otro abierto o débil. El multiculturalismo fuerte desemboca en el relativismo cultural al sostener que las culturas son injuzgables y al negar la existencia de valores comunes a todas las culturas. La versión abierta o débil considera que sí que existe un mínimo grado de coincidencia, pero que la heterogeneidad cultural, moral, y ética debe ser no sólo protegida por los poderes públicos, sino también fomentada, con el fin de favorecer la supervivencia de las minorías. Esto significa que el multiculturalismo es ferviente partidario de los derechos especiales para las minorías (Young, 1990, p. 266).

El concepto de multiculturalismo es, francamente, espinoso; no solo por la dificultad que entraña, sino también por la amplia polisemia que atesora.[4] No obstante, y conscientes de que el multiculturalismo tiene amplio y variado significado, antes de cerrar este apartado debemos aclarar también en este punto su relación con otro concepto que evoca ecos similares: el interculturalismo. El interculturalismo entendido como modelo de gestión de la diferencia cultural es asimilable a la versión abierta del multiculturalismo abordada en el párrafo anterior, pero en una interpretación desarrollada, que patrocina la interacción y el diálogo entre las distintas culturas.[5]

COSMOPOLITISMO

Todavía queda una opción más por explorar: la alternativa cosmopolita. Esta, como explica Kymlicka (2003, p. 203), se asienta en una visión que propone una tercera vía entre lo que Ost denomina la “arrogancia universalista” y la “insularidad particularista”, siempre enfundada en una exigencia de diálogo (2011, pp. 13-14). El cosmopolitismo considera que las diferencias culturales no son importantes, ya que todas las culturas forman parte de una cultura superior, la cultura humana, y, por tanto, esto las convierte en insignificantes. Todas las morales extraídas de las distintas culturas formarían parte de una única gran moral universal cosmopolita; el mismo Parekh señala que

Es posible encontrar un cuerpo de valores morales que merezcan el respeto de todos los seres humanos. He mencionado el reconocimiento de la valía y dignidad humanas, la promoción del bienestar o de los intereses humanos más fundamentales y la igualdad, pero la enumeración es meramente ilustrativa y no agota la totalidad de todos los posibles valores morales universales […] Por lo tanto, deberíamos intentar identificar aquellos que están al alcance de todos, que son igual de centrales para cualquier forma de vida buena y a favor de los cuales podamos aducir argumentos convincentes (2005, pp. 204-205).

Sin embargo, este despojar de relevancia el origen cultural en cuanto a lo moral puede acabar siendo interpretado como un desprestigio de las culturas más modestas o menos favorecidas, y lo que por un lado supone un alegato anti-nacionalista, también implica que el cosmopolitismo rechaza aplicar una atención o ayuda a las identidades culturales minoritarias.

El cosmopolitismo no rechaza la importancia de la cultura en la formación de la identidad, pero sí la minimiza y limita, haciendo referencia a que lo verdaderamente importante es la condición humana compartida por todos (Kymlicka, 2003, p. 231). El problema con este tipo de alternativas es que, al igual que sucede con el liberalismo, confían en exceso en la pretendida buena voluntad y en que todo tiende a auto-regularse por sí solo, a buscar el equilibrio,[6] cuando la realidad es que, en la total ausencia de regulación, el pez gordo se come al chico, y la mayoría abusa indiscriminadamente de las minorías (como no dejan de recordarnos los hechos y la historia), aplicando lo que comúnmente se conoce como “la ley del más fuerte”. Constituyen teorías muy estimables y ampliamente seductoras en la teoría (valga la redundancia), pero inaplicables o directamente fallidas en la práctica.

REFLEXIONES FINALES

Una vez analizadas las distintas posturas, llega el momento de destacar los aspectos fundamentales de la investigación y de comprobar el cumplimiento del objetivo propuesto. Comenzaremos enunciando qué monismo y relativismo no nos han sido de utilidad a la hora de proponer un sistema respetuoso y franco con la diferencia cultural. El pluralismo parecía una opción mucho más atractiva, no obstante, ofrecía dos facetas distintas entre sí (versión débil y versión fuerte), que proporcionaban ambas distintas soluciones a las fricciones que se generaban al llevarse a cabo las demandas de reconocimiento. Cada una de estas versiones desembocaba en visiones opuestas de organización de la sociedad, algunas más sensibles a la presencia de la diversidad cultural en el espacio público (culturalismo), y otras menos (liberalismo); ambas tenían sus puntos negativos que las hacían no idóneas para su aplicación como receta en las sociedades multiculturales actuales. Por ello aparecen unas revisiones o actualizaciones de estos modelos que ya se hacen más apetecibles a los ojos del respeto y la tolerancia a la identidad cultural diferenciada de la mayoritaria. Tanto el culturalismo liberal como el multiculturalismo constituyen dos opciones de tratamiento factibles y atractivas, las dos tienen sus luces y sus sombras, pero ya nos movemos en terrenos de juego aceptables e inspiradores para lograr el objetivo final: el reconocimiento de la identidad cultural propia distinta de la mayoría y de la consiguiente diversidad cultural que esta conlleva.

El culturalismo liberal pretende combinar lo mejor del comunitarismo con un liberalismo más inclusivo, pero sin provocar una fractura con este último (Calsamiglia, 2000, p. 92), de ahí el apellido “liberal” en su denominación; será el multiculturalismo el que sí rompa con el liberalismo. El multiculturalismo considera que, siempre que el liberalismo esté presente de alguna manera, este absolutiza el debate, pues impone sus puntos de vista como las únicas referencias desde las cuales observar la diferencia cultural y juzgar la relevancia moral de la misma (Parekh, 2005, pp. 172-173), no dejando espacio para otras culturas y, además, asimilando normalmente estos criterios universales a los occidentales, quedando estos como los únicos válidos (Parekh, 2005, pp. 175-176).

Así pues, el multiculturalismo se asemeja al culturalismo liberal en su rechazo a la pretendida neutralidad estatal, ya que para ambos solo esconde la consolidación de una situación privilegiada para la mayoría; en la exigencia de derechos colectivos que protejan a las minorías y en la demanda de reforma de la esfera pública para convertirla en un escenario más abierto y sensible a la diversidad cultural. Se diferencia del mismo, precisamente, en la insistencia con la que exige esta última demanda, no se queda solo en la mera protección, sino que busca una implicación mayor que estimule una presencia de la diferencia en el espacio público, y en que considera la diferencia como “una vía emancipatoria para una democracia más inclusiva” (Pérez de la Fuente, 2005, p. 347).

Respecto a la alternativa cosmopolita, pese a la ya destacada dificultad de aplicación práctica que planteaba, esto no significa que no podamos extraer de los mismos aspectos tremendamente positivos con los que lograr una argumentación más omnicomprensiva. Si bien es cierta la principal premisa del cosmopolitismo, todos pertenecemos al conjunto de la humanidad y en puridad abstractiva únicamente existe una cultura: la humana, no por ello debemos restar importancia a las diferentes culturas propias más pequeñas que definen nuestra identidad. Esta diferencia cultural, con su diferencia moral y sus manifestaciones particulares, no es insignificante ni irrelevante, al contrario, constituye un factor decisivo a la hora de construir nuestra propia identidad y tendrá un peso importantísimo en su desarrollo. Cómo se puede explicar que un palestino de Gaza no se vea tremendamente afectado, impregnado, e influido por el contexto en el que se incardina (como expresa Calsamiglia (2000c, p. 91): “Mi tesis es que la pertenencia a las naciones fruto de la lotería de la vida, es una de las fuentes de desigualdad social y afecta profundamente a la autonomía y a la posibilidad de planes de vida del individuo”). Es decir, tomemos lo mejor de esta fórmula que permita mejorar los aspectos débiles reseñados hasta aquí, pero tengamos cuidado con aquellos rasgos que supongan un paso atrás. La alternativa cosmopolita nos muestra que, más allá de la miopía nacionalista-culturalista, existe una base intercultural común a todos, y esta debe convertirse en el punto de encuentro entre todas las culturas; pero no perdamos de vista que esto debe ser acompañado con el reconocimiento debido a las distintas identidades culturales y a la diversidad cultural que implican, respetando siempre y ensalzando en su justo valor el resto de las culturas.

Tras este examen de los aspectos más relevantes y de las ideas más importantes derivadas del mismo, podemos concluir que el objetivo original de este trabajo de investigación teórica se ha conseguido al lograr el resultado de arrojar luz sobre la amalgama de posturas acerca de las demandas de reconocimiento de la diferencia cultural. Hemos comprobado cómo las opciones del multiculturalismo abierto y el cosmopolitismo resultan las más respetuosas con la diversidad cultural y ofrecen un panorama fértil en el cual establecer los cimientos de una comunidad política que transgreda los límites del etnos, ampliando el concepto de ciudadanía más allá de la cultura dominante y dando cabida a las minorías, no sólo a través de su reconocimiento político y cívico, sino también de su participación en la esfera pública, fomentando la redefinición de sus identidades en este sentido.

REFERENCIAS

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Notas

[2] “El universalismo está señalado por la exigencia de tener que trascender puntos de vista particulares para elevarse a una especie de necesidad conceptual o ética, pero presenta el peligro, mil veces probado, de subestimar (y luego negar) las diferencias, imponiendo en todas partes lo que nunca es más que la norma de una cultura en particular. Por el contrario, el relativismo (particularismo), si respeta las diferencias (y constituye, desde este punto de vista, un antídoto bienvenido contra la ubris de las tesis universalistas), siempre corre el riesgo de exacerbar o incluso absolutizar estas diferencias, profesando luego la conveniente tesis de la inconmensurabilidad de las posiciones en presencia, lo que acaba generando una forma de in-diferencia con el otro” (traducción del editor).
[3] Aquí es importante resaltar esta observación de Walzer “muy pocos de nosotros tenemos alguna experiencia directa de lo que un país es o de qué significa ser miembro de él. A menudo tenemos fuertes sentimientos por nuestro propio país, pero nuestras percepciones acerca de él son muy vagas. Como comunidad política (más que como lugar) es, después de todo, invisible; en realidad, sólo vemos sus símbolos, sus jerarquías y sus representantes” (1993, p. 48).
[4] Sauca dictamina acertadamente que sobre el mismo “se cierne una sombra general de sospecha” (2010, p. 31).
[5] Lucas Martín indica que “búsqueda de un nuevo humus cultural como resultado del diálogo entre las diversas culturas, esto es, algo parecido a lo que se llama un modelo intercultural” (1999, p. 276).
[6] Similar a la teoría de la “mano invisible” en economía.


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