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El estatuto de lo valorativo en psicoanálisis. Aproximaciones entre el psicoanálisis argentino y el feminismo (1983-1995)
The status of values in psychoanalysis. Approaches between argentine psychoanalysis and feminism (1983-1995)
Descentrada, vol.. 4, núm. 1, 2020
Universidad Nacional de La Plata

Dossier Psicoanálisis y feminismos

Descentrada
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
ISSN: 2545-7284
Periodicidad: Semestral
vol. 4, núm. 1, 2020

Recepción: 05 Agosto 2019

Aprobación: 03 Octubre 2019

Publicación: 06 Marzo 2020


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Resumen: En el presente artículo se reflexiona sobre el estatuto de la dimensión valorativa en psicoanálisis, desde los aportes de la historia de la psicología, en particular, de la historia crítica. Por un lado, se ubica brevemente la contribución de la epistemología feminista a la consideración de la relación entre valores y ciencia. Luego, se analiza el caso concreto de recepción de los Estudios de la Mujer en la psicología y el psicoanálisis argentino y su proyecto de reflexión crítica sobre los sesgos ideológicos presentes en la empresa freudiana. Al final, se plasma la interrogación por las potencialidades y límites de dicho proyecto.

Palabras clave: Ideología, Historia de la psicología, Estudios de la Mujer, Epistemología feminista.

Abstract: This article reflects on the status of values in psychoanalysis, trough the contributions of the history of psychology, in particular, the critical history. The contribution of feminist epistemology to the evaluation of the relationship between values and science is briefly included. Then, it´s analized the reception of Women's Studies in the argentine psychology and psychoanalysis, and its project of critical reflection on the ideological biases present in the freudian work. Finally, the potential and limits of this project is boarded.

Keywords: Ideology, History of psychology, Women´s Studies, Feminist epistemology.

1. Introducción

¿De qué o de quiénes nos distanciamos?... ¿Qué lazo cortamos o no logramos anudar cuando, a través del lenguaje, convalidamos a Aquélla que otros definieron como “la Mujer”?... ¿Cuál es el lazo de sangre, el lazo de amor que nos mantiene acordonadas en esa matriz que nutre la inevitable aceptación de los convenios con la cultura?

Eva Giberti, Prólogo, 1987

Estas eran las palabras con las que Eva Giberti prologaba el libro compilado por Mabel Burín en 1987, Estudios sobre la subjetividad femenina. Este libro fue expresión del proyecto de un grupo de analistas locales por revisar críticamente los fundamentos del psicoanálisis, a la luz de los aportes de los denominados por entonces Estudios de la Mujer.1 Proyecto en el que tomaban forma los cometidos de interpelación teórica y producción de nuevos conceptos al interior del campo psicoanalítico.

Así, se puso en primer plano la dimensión ideológica presente en el pensamiento científico, en tanto vehículo de reproducción de los valores y convenios de una cultura. En particular, las autoras se interrogaron acerca de las concepciones sobre el ser mujer y las modalidades de intervención vigentes en la praxis psicoanalítica y en qué medida reproducían la desigualdad social vigente entre varones y mujeres.

En este artículo, propongo resituar esta empresa en dos vectores. Por un lado, lo incluyo en la recepción de uno de los aportes relevantes de la teoría feminista: la denuncia y el análisis de la dimensión valorativa en los discursos científicos. Por otro, en el contexto de un movimiento crítico al interior del psicoanálisis local, que pretendió dar cuenta de los sesgos ideológicos albergados en él.

La perspectiva teórica elegida propone abordar las relaciones entre psicología y orden social.2 En particular, da cuenta de cómo la producción de saberes disciplinares tienen lugar en un contexto socio-histórico particular cargado de valores (García, Macchioli y Talak, 2014). Del enfoque de la historia crítica (Danziger, 1999) privilegio la consideración de la historicidad de los objetos de estudio y categorías utilizadas y su producción situada en un contexto socio-histórico en articulación con la comunidad científica. Se destaca la complejidad y heterogeneidad de los procesos a partir de los cuales se produce y usa el conocimiento, entendiendo que una de las operaciones centrales de las ciencias humanas es aportar representaciones al conjunto de significaciones circulantes que define lo que somos, cómo nos vemos, qué queremos ser (Smith, 2007). En particular, se hace foco en los procesos de recepción de ideas, poniendo el acento en el carácter activo de la lectura y en las apropiaciones que no son estrictamente reproductivas, sino que reconstruyen su objeto según matrices y condiciones de lectura plurales y complejas (Vezzetti, 1996).

El corpus analizado incluye producciones de las integrantes del campo psi3 local (en su gran mayoría, psicólogas psicoanalistas) que participaron de la recepción de los Estudios de la Mujer en Argentina. Estas publicaciones tuvieron lugar tanto en el ámbito editorial comercial, como en revistas de asociaciones psicoanalíticas y en el circuito del activismo feminista.

El período de análisis considerado transcurre entre el retorno de la democracia y mediados de los años 90, momento de institucionalización de la intersección psicoanálisis-feminismo (Beltramone, 2019; González Oddera, 2018).

2. La ciencia y la dimensión valorativa. Los aportes del feminismo

La idea de una ciencia libre de valores ha sido puesta en cuestión desde mediados del siglo XX. Fundamentalmente desde los aportes de la historia social de las ciencias se puso en entredicho que el discurso científico pudiera ser neutro valorativamente.

La neutralidad valorativa ha sido considerada uno de los cimientos de la visión estándar de la ciencia. Esta visión, consolidada en la epistemología positivista, ubicó como eje central de su desarrollo la existencia de un método científico (la observación y la experimentación), que permitiría alcanzar enunciados generales universales (Marradi, Archenti y Piovani, 2007). En la medida en que el conocimiento científico daba cuenta de hechos empíricos, podía considerarse despojado de valoraciones subjetivas. De este modo, se consideraba que el conocimiento producido no dependía del contexto y aspiraba a tener una validez universal.

Los valores han sido definidos como “vector[es] de decisión considerado favorablemente en una comunidad, esto es, como un factor que incluye sobre el resultado de una decisión y que es valorado favorablemente en el contexto de determinada comunidad” (Gómez, 2014, p. 135). Se han diferenciado valores epistémicos (como la simplicidad, la consistencia, la coherencia) y no epistémicos (sociales, económicos, políticos), que incidirían tanto en la elección de los problemas relevantes, el modo de abordarlos, las hipótesis plausibles para explicarlos o comprenderlos, así como en el uso del conocimiento producido. La pregunta sobre en cuáles de estos puntos operarían las valoraciones ha sido objeto de controversia. La versión estándar de la ciencia considera que existe al menos algún momento del proceso de producción de conocimientos (en particular, el denominado contexto de justificación), donde los valores no epistémicos no tendrían injerencia (Gómez, 2014).

La discusión sobre el estatuto de los valores en la práctica científica se ha tornado relevante en la medida en que se ha anudado en las discusiones sobre la objetividad del conocimiento científico, propuesta desarrollada en forma paradigmática desde la sociología de Max Weber (Echeverría, 1998).

En el último tercio del siglo XX, el feminismo se ha hecho un lugar en esta discusión. El feminismo, como marco interpretativo, puso de relieve cómo cierta cosmovisión del mundo —la masculina— estuvo en el corazón mismo de la definición y la práctica científica (Blazquez Graf, 2017). Si inicialmente propició la discusión sobre la cuestión de la mujer en la ciencia, es decir, qué estatuto tenía la mujer como objeto y sujeto de conocimiento, luego se desplazó la interrogación hacia otro asunto: hasta qué punto el discurso científico resultaría una práctica compatible con el ideario feminista. A este pasaje, Sandra Harding lo ha denominado “del problema de la mujer en la ciencia al problema de la ciencia en el feminismo” (Harding, 1996, p. 15). Desde una perspectiva posmoderna, cobra relevancia la dimensión valorativa presente en el corazón mismo de la empresa científica: “¿Es posible utilizar con fines emancipadores unas ciencias que están tan íntima y manifiestamente inmersas en los proyectos occidentales, burgueses y masculinos?” (Harding, 1996, p. 11).

Las epistemologías feministas no constituyen un conjunto homogéneo. Según la clasificación clásica que realiza Harding (1996) es posible diferenciar tres vertientes: el empirismo feminista, la epistemología del punto de vista y el posmodernismo feminista. El empirismo feminista supone que los sesgos sexistas y androcéntricos son eventualmente corregibles mediante una elección metodológica adecuada. Así, habría una “mala ciencia” ligada al uso de procedimientos incorrectos. No obstante, esta aseveración, en las reflexiones que se incluyen en esta línea, pareciera haber una preferencia por la acción de las mujeres científicas, por lo que parece plantearse que ciertas características del investigador sí constituyen una variable significativa.

El punto de vista feminista, por su parte, se ha inspirado en la teorización hegeliana sobre el amo y el esclavo. Las mujeres, al ubicarse en una posición subordinada, conservarían la posibilidad de producir un conocimiento menos sesgado que el que detenta el punto de vista dominante. Sería posible un escenario donde las mujeres instituyan y legitimen su propio punto de vista subalterno, como punto de vista autorizado.

Desde el posmodernismo feminista, Harding cuestiona algunos preceptos de los marcos anteriores: su pretensión de universalidad y esencialismo. Propone poner de relieve el carácter fragmentario de las identidades modernas, antes que suponerlas como identidades estables y apriorísticas. En la composición de esta fragmentación sería posible producir un nuevo conocimiento.

Más allá de los intentos clasificatorios, por cierto cuestionados, las epistemologías feministas parecen abrir la posibilidad a que sea posible conocer de otra manera que la tradicional (Bach, 2014): otro estatuto para el objeto de conocimiento, nuevas formas de pensar la relación entre investigador y sujeto, múltiples modos de conocer y de validar el conocimiento. Por fuera de los países centrales, el feminismo como movimiento epistémico también ha mutado y ha abordado nuevos sesgos, tal como lo plantea el movimiento decolonial (Campagnoli, 2018).

Como vemos, también al interior del feminismo el estatus de los valores ha sido un tópico en discusión. No obstante, parece haber un mayor consenso en la idea de que la ciencia feminista es una ciencia guiada por valores (Anderson, 2004). En su búsqueda de mayores niveles de equidad y de justicia se establecen como deseables ciertos valores y no otros. Presencia de valores que no iría en detrimento de la objetividad, sino que —al contrario— dicha objetividad sólo podría producirse en la medida en que se expliciten los valores en juego (Harding, 2004). “La objetividad nunca ha podido ni podrá incrementarse mediante la neutralidad respecto a los valores. En cambio, los compromisos con los valores y proyectos antiautoritarios, antielitistas, participativos y emancipadores sí aumentan la objetividad de la ciencia” (Harding, 1996, p.25).

Un aspecto central que nos interesa incluir en esta propuesta, en particular en el caso de las ciencias humanas, es una concepción de ciencia que pone el acento no sólo en su dimensión descriptiva y explicativa, sino fundamentalmente normativa. Esto implica entender a las ciencias como un conjunto de prácticas y enunciados con valor prescriptivo, que establece cánones y parámetros de lo que el ser humano debe ser (Smith, 2007) y, por tanto, aporta un lenguaje y categorías para que el ser humano se piense a sí mismo (Danziger, 1999). En el caso de la psicología, se ha destacado cómo las explicaciones psicológicas impactan en la vida de las personas y por tanto la inclusión del análisis de su dimensión ética y política resulta insoslayable (Talak, 2014).

En este punto, el feminismo, en tanto movimiento de crítica social, ha funcionado como productor de "intolerancias colectivas" (Fernández, 2000), poniendo en tensión las categorías con las que el discurso científico ha representado y representa a la mujer. En el caso del psicoanálisis, propició asimismo la revisión crítica de algunas de sus propuestas.

3. El psicoanálisis y lo valorativo

El psicoanálisis ocupa en la sociedad y cultura argentinas un lugar peculiar. A partir de la década de 1960 tuvo una fuerte implantación social, incluyéndose en el proyecto de renovación cultural (Dagfal, 2009; Plotkin, 2003). Progresivamente, albergó líneas de pensamiento y de trabajo que se alejaron de la ortodoxia centrada en el ejercicio de la clínica privada (Vezzetti, 1995). Esta heterogeneización fue de la mano del surgimiento de una serie de cuestionamientos.

A principios de los años 70, fueron denunciados los sesgos clasistas presentes en el psicoanálisis, en consonancia con la clave de lectura vigente en dicha década. Ícono de este proceso fue la escisión que tuvo lugar en la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA) en el año 1971. La APA, fundada en la década de 1940, fue la institución canónica en el ámbito psicoanalítico, espacio legitimado de formación de psicoanalistas y filial reconocida por la Asociación Internacional Psicoanalítica. En el año 1971, figuras de amplia trayectoria en el universo psicoanalítico local (como Marie Langer, Emilio Rodrigué, Eduardo Pavlovsky y Fernando Ulloa) se sumaron al cuestionamiento iniciado por un grupo de jóvenes analistas a la institución oficial. La crítica discutía las dinámicas y organización institucionales, a la vez que realizaba una propuesta política que interpelaba al psicoanálisis y a los psicoanalistas. Estos analistas repensaban las solidaridades entre el psicoanálisis y el marxismo y se manifestaban comprometidos a desarrollar “hasta sus últimas consecuencias, todas las posibilidades de aplicación del psicoanálisis en la lucha por una nueva sociedad y por la creación del hombre nuevo” (Langer, 1971a, p. 21).

Estas expresiones toman sentido en un contexto donde se ponía en primer plano la relación problemática entre intelectualidad, ciencia y política. Uno de los ejes de discusión era en qué medida la ciencia podía mantenerse ajena o independiente de la militancia política (Plotkin, 2003). Así, los analistas se interrogaban, por ejemplo, acerca de los criterios de salud-enfermedad con los que trabajaban (Pavlovsky, 1971), los efectos de la ideología del analista y del paciente en el espacio terapéutico; “los factores psicológicos que sirven simultáneamente de sostén y de racionalización a la sociedad de clases” (Langer, 1971b, p. 267). En suma, se tematizaba hasta qué punto el psicoanálisis formaba parte del arsenal de prácticas burguesas (orientadas a la adaptación y reproducción de la sociedad de clases) y hasta qué punto podría ser revolucionario.

Hacia finales de la década de 1970 y en particular durante la década de 1980, tuvo lugar otra interpelación: la que provino del ideario feminista. Las autoras inscriptas en esta línea se propusieron revisar las teorizaciones freudianas sobre la mujer y la feminidad, considerando que expresaban una ideología androcéntrica. Las concepciones freudianas habían reproducido —para pensar el desarrollo y la organización psicosexual femeninas— el modelo de desarrollo y la perspectiva masculinas. De esta forma, se desconocían las singularidades de la experiencia femenina, a la vez que se normatizaba una única forma de ser mujer que, como veremos, reproducía la desigualdad entre varones y mujeres. Si la mujer en la obra freudiana se debatía entre la histeria o la maternidad, estas psicoanalistas pretendían pensar la posibilidad de destinos alternativos.

Autoras como Mabel Burin, Gloria Bonder, Irene Meler, Clara Coria, Ana María Fernández, Cristina Zurutuza —entre otras— participaron de un circuito de reflexión y producción teórica que se fue institucionalizando progresivamente durante la década de 1980 (Beltramone, 2019; González Oddera, 2018). Las autoras formaron parte del circuito de recepción de los entonces denominados Estudios de la Mujer en el campo psi local.

Hemos trabajado en otro lugar algunas condiciones y efectos de la articulación de los Estudios de la Mujer con el psicoanálisis local (González Oddera, 2018). A los fines de este artículo, nos interesa poner el acento en cómo quedó interpelado el psicoanálisis desde la introducción de la reflexión sobre la dimensión valorativa del conocimiento.

4. Psicoanálisis y sexismo. Los temas interrogados

Como buena parte de su generación, las psicólogas psicoanalistas que participaron en la recepción de los Estudios de la Mujer se desempeñaron fundamentalmente en la tarea clínica. Desde esta experiencia, propusieron un análisis crítico del campo de la salud mental de las mujeres, articulando la teoría con la práctica clínica. En la búsqueda de una nueva conceptualización, se establecía que “(…) en la problemática de la salud mental de las mujeres, si bien está determinada por valores de clase, reconocemos un orden de determinación que atraviesa los criterios clasistas para ubicar la perspectiva sexista como productora de condiciones de vida enfermantes” (Burin, 1987a, p. 37).

Las autoras pretendían realizar aportes recíprocos entre el psicoanálisis y los Estudios de la Mujer. Esta corriente era definida como “una corriente científico y educativa cuyos objetivos generales consisten en la revisión del conocimiento existente sobre las mujeres, a fin de desentrañar sus contenidos ideológicos que reproducen la discriminación, subordinación y silenciamiento de las mujeres en el discurso científico” (Burin, 1987a, p. 56). En esta línea, las aspiraciones de las autoras eran fundamentalmente epistémicas: “(intentar) crear nuevas categorías teóricas, más refinadas, para sentar nuevas hipótesis sobre las relaciones entre las mujeres y la salud mental” (Burin, 1987a, p. 62).

Apelando a conceptos del corpus psicoanalítico, se establecía que la salud mental de las mujeres constituía una “situación de conflicto” (Burín, 1987a, p. 30), expresada en forma paradigmática en la constitución de la subjetividad femenina. La construcción genérica femenina obliteraba una serie de deseos (fundamentalmente los hostiles), incentivando o haciendo lugar sólo a los deseos fusionales, preparatorios para una subjetividad maternal. De esta forma, lo enfermante o productor de malestar era el proceso mismo de convertirse en mujer, de acuerdo a lo que se consideraba el ser mujer normal: madre y doméstica.

Dicha organización social del deseo (como rasgo humano universal) daba lugar a ciertos cuadros patológicos de mayor prevalencia en mujeres (como la histeria, la depresión o la ansiedad). Es decir, que las modalidades sociales de producción de género ofertaban ciertos destinos como valorados a la vez que prohibían, descalificaban e inducían la represión de otros. En el caso de las mujeres, los destinos valorados (la maternidad, la domesticidad), tenían un efecto empobrecedor para la subjetividad, al adaptar a las mujeres al lugar simbólico de objeto antes que al de sujeto (Burin, 1987a).

En consonancia con los planteos de diversas corrientes del feminismo de la segunda ola, la maternidad como tópico ocupaba un lugar central en las reflexiones sobre el ser mujer (Jeremiah, 2006). En este caso, dejaba de ser pensada como un destino femenino único y natural, para analizar su lugar en la reproducción de una estructura social desigual. “Hemos insistido acerca de la incidencia del deseo maternal sobre la constitución de la subjetividad femenina, a la vez que la función del mismo como agente de regulación y de control social sobre la salud de las mujeres” (Burin, 1987a, p. 31).

Se destacaba el lugar central y constitutivo que tenía la maternidad para pensar la subjetividad femenina (Burín, 1987b; Fernández, 1993; Lombardi, 1989, entre otras). En particular, se señalaba que ciertos rasgos psicológicos ligados a la interiorización de la función materna se concebían culturalmente como los rasgos femeninos por excelencia: “la tolerancia, la paciencia, la actitud de espera, la dedicación a los otros, la sensibilidad y la intuición” (Lombardi, 1989, p. 29).

Ahora bien, ¿qué relación guardaba el psicoanálisis con estos organizadores sociales? ¿Era inmune a ellos o participaba en su reproducción? Las autoras se inclinaban por la segunda opción, destacando cómo estos aspectos ideológicos eran refrendados tanto en el corpus teórico del psicoanálisis como en la práctica clínica. La teoría y sus practicantes sostenían ciertos parámetros de normalidad para las mujeres que debían ser dilucidados críticamente.

Las autoras se inscribían en la línea de psicoanalistas de países centrales (como la francesa Luce Irigaray o la británica Juliet Mitchell) que, adscribiendo a la teoría psicoanalítica, pretendían ampliar sus límites a la vez que desembarazarla de sexismo.

Juliet Mitchell, a la sazón feminista marxista y practicante del psicoanálisis, recuperaba el valor de la propuesta freudiana para pensar la feminidad como construcción en la cultura patriarcal. Sostenía que “las feministas han producido un ataque innecesario sobre un freudismo desvirtuado por su teoría biológicamente determinista y su terapia de adaptación” (Mitchell, 1976, p. 362). En este sentido, bregaba por recuperar la dimensión más radical del psicoanálisis, en torno a la tesis de la existencia del inconsciente y una nueva teoría de la sexualidad que ponía el acento en la configuración de la sexualidad infantil. Revisaba las concepciones freudianas sobre la feminidad en términos de masoquismo, pasividad y fallas superyoicas (Mitchell, 1976), en tanto descripción de hecho de la realidad de las mujeres. Esta autora, justamente, abogaba por diferenciar la dimensión descriptiva de las tesis freudianas (en la medida en la que el autor daba cuenta de un estado de cosa de hecho), con una posición normativa o prescriptiva.

La francesa Luce Irigaray, representante del feminismo de la diferencia, exploraba las singularidades de la sexualidad femenina que habían quedado obliteradas desde el discurso falocéntrico. Así, ponía el acento en la necesidad de repensar la etapa pre-edípica en la mujer, ordenada por la relación con la madre, antes que seguir ubicando a la matriz edípica como centro de la explicación (Irigaray, 1978).

Incluyendo estos aportes, las autoras locales pusieron también en cuestión los modos canónicos de explicar la constitución de la subjetividad femenina. Constitución que —siguiendo las tesis centrales de la teoría freudiana— se organizaba en torno a cierta configuración de la sexualidad femenina. La propuesta freudiana en torno a la sexualidad femenina reconstruía el itinerario de la constitución de una identidad que debía rechazar las identificaciones consideradas fálicas. Desde la percepción de la diferencia anatómica, la niña representaba su propia anatomía como inferior: el clítoris como un pobre sustituto del pene. La niña se asumía, entonces, como castrada, carente y deficitaria en relación al varón. Signada por la envidia, debía ofrecer su ser para volverse valorada al ser elegida por alguien con valor. Era inevitable un destino desjerarquizado para la mujer:

“Con la admisión de su herida narcisista, se establece en la mujer —como cicatriz, por así decir— un sentimiento de inferioridad. Superado el primer intento de explicar su falta de pene como castigo personal, y tras aprehender la universalidad de este carácter sexual, empieza a compartir el menosprecio del varón por ese sexo mutilado en un punto decisivo y, al menos en este juicio, se mantiene en paridad con el varón” (Freud, 1997 [1925], p. 272).

La argumentación freudiana que establecía como condición del despliegue de la feminidad la renuncia a la satisfacción clitoridiana, debía entenderse desde la necesidad de inauguración de una nueva zona erógena, que sirviera de continente al pene: la vagina.

La sexualidad femenina pasaría a caracterizarse por tres rasgos: meta sexual pasiva, rasgos masoquistas y posición de objeto en relación al varón. Estos rasgos construían la idea de una sexualidad femenina organizada en pos de la procreación y no interesada en la ganancia erótica. En todo caso, dicha ganancia se realizaba por la vía de la pasividad, a través de constituirse en un ser para el otro, en receptáculo o soporte del goce del otro. La pasividad se enlazaba en la retórica freudiana al masoquismo, como la posición femenina por excelencia. El masoquismo, definido como la tendencia a obtener placer en el sufrimiento a través de su búsqueda activa, podía ser considerado como una “expresión de la naturaleza femenina” (Freud, 1997 [1924], p. 167). Esto es, si el ser mujer se inscribía psíquicamente como ser castrado, entonces la investidura de esta posición podía considerarse masoquista. Ahora bien, nuestras autoras plantearon que estas consideraciones sólo se volvían inteligibles en el contexto de un sistema de valores que ubicaba lo deseable en relación a los atributos del narcisismo masculino, tomando como patrón normativo la realidad psíquica masculina: “es a partir del predominio cultural del narcisismo masculino que inviste el pene como falo, que la anatomía femenina es categorizada como castración” (Meler, 1987, p. 366). Para acceder a lo instituido socialmente como femenino, las mujeres se veían compelidas, entonces, a la renuncia de ciertos aspectos connotados como masculinos. Diferenciaban así la naturaleza femenina de los efectos de organizadores sociales: “la mayor coerción social sobre la sexualidad de la mujer es un factor explicativo válido de la diversidad psicopatológica entre varones y mujeres descripta por Freud” (Meler, 1987, p. 368).

La pasividad podía leerse en una nueva clave. Podría constituir la disposición por la cual “la mujer se aliena de la propiedad y exploración de su cuerpo, registro de sus deseos, búsqueda activa de sus placeres, etc.” (Fernández, 1993, p. 189). Esta pasividad se complementaba y quedaba supeditada a la actividad masculina en los diferentes momentos del vínculo varón-mujer, desde el cortejo hasta el coito.

Frente a un Freud que instaba a “no dejarse extraviar por las objeciones de las feministas, que quieren imponernos una total igualdad e idéntica apreciación de ambos sexos” (Freud, 1925/1997, p. 276), las psicoanalistas feministas iban a preguntarse por las características de la sexualidad femenina leídas en una clave que no fuera desjerarquizada. Desde una nueva perspectiva, aquello que se consideraba una renuncia esperable podía tomar un nuevo estatuto: un violentamiento, la enajenación de una potencialidad en función de ocupar un lugar subordinado. Así, se reflexionaba sobre la sexualidad femenina:

“Que una mujer o muchas mujeres “cedan total o parcialmente su sensibilidad”, y con ella su significación a la vagina, es algo que el psicoanálisis en vez de normativizar debería interrogar en tanto efecto de violencia sobre el erotismo de tales mujeres. La cultura musulmana, ante la amenaza de la autonomía erótica de sus mujeres, instituye prácticas rituales de mutilación clitorídea; la cultura occidental obtiene similares efectos por medio de estrategias y dispositivos que no por simbólicos son menos violentos” (Fernández, 1992, p. 122)

5. La reverberación en la práctica. ¿Quién dirige la cura y hacia dónde?

Desde esta articulación psicoanálisis-feminismo se destacaba que en la medida en que los insumos teóricos generaban una serie de expectativas en relación a lo esperable y lo posible, también establecían una delimitación sobre lo que debería ser. Esta imbricación operaba también en la clínica: “y aquí retomamos nuestro hilo conductor: el de los prejuicios al ‘género mujer’ en la compleja trama interaccional formada por pacientes, terapeutas y recursos conceptuales” (Coria, 1987a, p. 231). En este sentido, un sesgo específico de la tarea de cuestionamiento tuvo lugar en el análisis de los efectos en la clínica que pudieran tener estas premisas teóricas. ¿Hacia dónde se dirige la cura? ¿Cuáles son los criterios de salud-enfermedad que se ponen en juego?

Nuestras autoras consideraban que las representaciones de los analistas impactaban en el trabajo clínico:

“Como analistas nos interrogamos a nuestra vez acerca de nuestros modelos internos respecto del ser mujer o varón, y cómo esto influye en la dirección de la cura. La ilusión de neutralidad sólo abre una puerta a través de la que se cuelan prejuicios, ideología precientífica no sometida a análisis” (Meler, 1987, p. 352).

Así, una psicoterapia que no considerara la subjetividad como un producto cultural fomentaría sentimientos de culpa y anormalidad en la medida en que las pacientes no se adaptaran a los patrones culturalmente establecidos. La psiquiatra psicoanalista Alicia Lombardi analizaba -en la publicación feminista Feminaria -, el impacto en la tarea clínica de la ideología del terapeuta:

“La ideología sexista y patriarcal impone a los seres humanos la ‘feminidad’ y ‘masculinidad’ psicosociales para la construcción de una verdadera identidad. Esta diferenciación genérica busca oposición arbitraria y la diferenciación rígidas de los atributos psicológicos que caracterizan a ambos sexos. La concepción ideológica del terapeuta con respecto al sexismo (diferenciación rígida en la dinámica de roles en la cual el varón se ubica en el polo dominante) o de la ‘normalidad’ femenina y masculina es un elemento importante y decisivo: va a condicionar el criterio de salud mental, el diagnóstico, el curso del tratamiento, la interpretación de los síntomas, el criterio de alta y, por lo tanto, el rumbo de la vida de una mujer” (Lombardi, 1989, p. 29-30).

Tomando como ejemplo los conflictos de una paciente en torno al ejercicio de la maternidad, el análisis podía tomar dos vertientes. Estos conflictos podían analizarse remitiéndolos a aspectos no resueltos de su problemática edípica infantil, o bien podría interpretarse cómo la matriz cultural vigente para la maternidad constituye un dispositivo opresivo y generador de malestar. Podía considerarse, a su vez, que sendas interpretaciones no serían necesariamente excluyentes (Lombardi, 1988).

Con respecto a los criterios de salud, se llamaba la atención sobre los estándares diferenciales que se establecían para varones y mujeres (Lombardi, 1989). Aquello socialmente deseable eran los rasgos esperables para la masculinidad: ser eficiente, autónomo, asertivo, competitivo. Los atributos esperables en las mujeres, por el contrario, dificultaban su circulación por un espacio público parametrizado de acuerdo a los cánones masculinos. Por tanto, las mujeres se veían en una situación dilemática: los estándares establecidos para la normalidad colisionaban con la versión instituida del ser mujer.

En esta línea, Clara Coria analizaba la relación de las mujeres con el dinero (Coria, 1986, 1987b). La autora se detenía en los sesgos sexistas de las prácticas terapéuticas que reproducían la dependencia femenina, al no poner en cuestión las modalidades vigentes de circulación del dinero entre los géneros. Las valoraciones de los terapeutas que daban lugar a una serie de expectativas de acuerdo a la pertenencia genérica de los pacientes. Por un lado, se esperaba que los varones desempeñaran un rol económico de productor-proveedor. Por otro, la dependencia económica de las mujeres no solía constituir —ni para paciente ni para terapeuta— un punto a trabajar. No era raro que el hecho de que las mujeres valoraran su trabajo —que se planteaba en general en detrimento de los deberes maternos—, fuese leído como expresión de envidia del pene o como una identificación fálica con el hombre. En todo caso, como una aspiración que difería de una definición aceptable del ser mujer:

“El dinero, además de los simbolismos psicológicos que intentan dar cuenta de su origen y naturaleza, es un instrumento de poder del cual las mujeres están excluidas (…). Esta exclusión contribuye a perpetuar una situación de dependencia económica que muy frecuentemente es reafirmada desde los consultorios psicológicos. Ello en parte se debe a que las teorías con que los terapeutas sustentan sus prácticas llevan implícitas una concepción de la distribución del poder económico entre los sexos” (Coria, 1987b, p. 288).

Coria resaltaba cómo la dependencia comprometía la autonomía y, por lo tanto, la salud mental. No obstante, si desde el psicoanálisis lo femenino era entendido como pasivo y dependiente, era necesario un cambio de representaciones para que la búsqueda de autonomía no quedara establecida como un rechazo a la castración, posición aparentemente femenina por excelencia. Se tornaba necesario, más bien, explicar la producción de dependencia en las mujeres y sus dificultades reales en acceder a mayores niveles de autonomía.

Con respecto a la praxis clínica concreta, las autoras establecían algunos lineamientos. En primer lugar, se señalaban una serie de tópicos para trabajar: el análisis del vínculo con la madre; el trabajo sobre la relación con los aspectos alienados de la propia subjetividad; la crítica de las modalidades amorosas vigentes, en particular el amor romántico; la necesidad de ampliación del espectro afectivo (en particular, conexión con la cólera y la agresividad); el análisis del Ideal maternal; la ubicación de la dimensión material y social de la opresión como límite al cambio individual, que establecía la relevancia de que “las mujeres desarrollen alguna actividad que sirva en alguna medida al cambio social” (Lombardi, 1989, p. 30). Si el circuito doméstico-maternal resultaba empobrecedor para la subjetividad femenina, era propiciatorio favorecer la producción de deseos múltiples (Burin, 1987c).

Con respecto a la figura de la terapeuta, las posiciones eran diversas. En un circuito ligado al activismo feminista,4 se establecían prescripciones para llevar adelante una “psicoterapia feminista”. Lombardi, consideraba a la paciente “como una individua detenida en su desarrollo y a la terapeuta como una facilitadora y acompañante del proceso de crecimiento” (1989, p.30). La terapeuta, así, se ofrecía como referente identificatorio: “le ofrece a las mujeres la posibilidad de identificarse con una figura femenina diferente de la tradicional; entre ella y la paciente circulan imágenes que subvierten la imagen de mujer objeto deseada por los hombres” (p. 31).

En el circuito académico o para-académico (como el del Centro de Estudios de la Mujer), esta posición de la terapeuta resultaba cuestionada. En la terapia analítica la terapeuta no debía erigirse en el lugar del ideal, ni en el lugar del sujeto supuesto saber (en términos lacanianos). No obstante, las autoras señalaban: “hemos observado este intenso debate producido en las sesiones psicoterápicas en las mujeres en situaciones de crisis vitales, debate entre los deseos de trabajar con (la terapeuta) y de ser como (la terapeuta)” (Burin, 1987b, p.153). Esta búsqueda de las mujeres por encontrar una referencia que les indique cómo ser, debía ser interpretada en el contexto histórico de transformación de los ideales en torno al ser mujer, que parecían tener sus únicos cimientos en la díada mujer-madre:

“Entendemos que la pregunta acerca de qué es ser mujer, excede el campo psicopatológico, y que más bien obedece a un trastorno cultural donde esa pregunta no tiene respuesta, o bien que las respuestas que provee, por ejemplo, “ser mujer es ser madre o ser puta”, no satisface el interrogante; éste queda así encapsulado dentro de los límites de la enfermedad mental, como en el cuadro psicopatológico denominado histeria” (Burin, 1987b, p. 153, nota al pie 16).

En todo caso, un factor central en las psicoterapias de mujeres parecía ser la ideología del/la terapeuta:

“que sea capaz de escuchar qué les pasa a las mujeres sin quedar prisionero/a de los supuestos, con pretendida validez universal, que imperan tanto en el terreno profesional como en la sociedad, acerca de qué es ser mujer y cómo debe ser una mujer; es decir, que haya superado las concepciones sexistas” (Castro, 1987, p. 399).

Se recomendaba a las psicoterapeutas mujeres dos tipos de recorridos. Por un lado, detentar un saber técnico, una experticia en el dispositivo psicoanalítico. Por otro lado, haber atravesado algún proceso de reflexión que haya permitido poner en cuestión los sesgos ideológicos que pregnan la existencia de las mujeres (Coria, 1986). Esto le permitiría a la mujer-terapeuta sostener un rol diferenciado en relación a sus pacientes mujeres.

6. El concepto de ideología

Ahora bien, interesa retomar el objetivo central de este artículo, para pensar el estatuto de los sesgos valorativos en relación al discurso científico y en particular, al psicoanálisis. En este caso, ¿qué estatuto tendría el sexismo en relación al corpus psicoanalítico?

Como hemos visto a lo largo del trabajo, las autoras remiten el sexismo a la operatoria de una ideología. Otros autores se han ocupado del análisis del concepto de ideología en la psicología local (por ejemplo, Del Cueto y Scholten, 2003; García, 2011). Tal como sostiene García (2011), el concepto de ideología permitió introducir en el campo psi local una nueva forma de entender la producción científica y la relación de los intelectuales con la política, abriendo a la posibilidad de fundar criterios epistemológicos y formas de evaluación de las prácticas psicológicas. Este concepto, por cierto polisémico y de amplia utilización en los circuitos psicoanalíticos vinculados al marxismo, fue invocado a partir de los años 60 en las discusiones sobre las relaciones entre psicología y cambio social.

Para definir el concepto de ideología, las autoras analizadas apelaron a dos fuentes. Por un lado, la definición que proponía Enrique Pichon Rivière (2003 [1960]), retomando los desarrollos del psiquiatra vienés Paul Schilder (1936). Por otro lado, a la definición aportada por Louis Althusser (1988 [1970]).

Paul Schilder (1936), psiquiatra y psicoanalista vienés, había resaltado la importancia del análisis de las ideologías en su trabajo sobre psicoterapia grupal. Pichon Rivière lo citaba en su formalización sobre la técnica de grupos operativos, definiendo a la ideología como “sistemas de ideas y connotaciones que los hombres disponen para mejor orientar su acción” (Pichón Rivière, 2003 [1960], p. 114).

Ideas conscientes o no, cargadas afectivamente y consideradas verdaderas sin necesidad de fundamentación empírica. Pichón Rivière integraba esta conceptualización a sus desarrollos sobre el ECRO (esquema conceptual, referencial y operativo), planteando que las ideologías constituían esquemas operantes implícitos que les permitían a los sujetos un hacer sobre la realidad, salvaguardados por actitudes estereotipadas que debían ser abordadas por el trabajo grupal con el fin de ser dialectizadas y modificadas (Pichón Rivière, 2003 [1960]). Si la estereotipia era índice de enfermedad, la posibilidad de modificación propiciaba una dinámica creativa.

Dentro de nuestras autoras, Clara Coria seguía los desarrollos de Pichón Rivière como guía para su trabajo en los grupos de reflexión de mujeres (González Oddera, 2018). En estos grupos, se establecía la necesidad de análisis de las ideologías como esquemas operantes implícitos, del que las mujeres no tenían necesariamente conciencia. De ahí la meta del trabajo: “modificar estereotipos referidos a ideas, sentimientos y actitudes” (Coria, 1986, p. 175). El tema general de reflexión era la condición femenina, entendiendo al ser femenino como matrizado por ideologías que organizan la vida cotidiana, naturalizando y reproduciendo el lugar desjerarquizado en el que se encuentran las mujeres.

La meta de los grupos de mujeres era la emergencia de la conciencia de género, lo que constituía un punto de llegada antes que un punto de partida. Las mujeres arribaban a los grupos con un malestar inespecífico o cuestionamientos acotados, que debían ir significándose como un efecto de la pertenencia de género.

En este sentido, una de las vías de intervención era la información: transmisión de contenidos novedosos que permitieran derribar ciertos mitos. Uno de los mitos sobre los que se trabajaba eran determinadas concepciones sobre la sexualidad y el goce femenino. Por ejemplo, la idea que sostenían las mujeres de que la menopausia implicaba la imposibilidad de goce sexual, se derivaba de la atadura imaginaria de la sexualidad femenina a la procreación. Atadura que, según Coria, era efecto de la ideología patriarcal, fuertemente interesada en controlar el goce femenino. Entonces, “en los grupos de reflexión de mujeres, la explicitación de la ideología patriarcal es el punto de partida para generar condiciones de cambio” (Coria, 1986, p. 181).

Otro conjunto de autoras apelaba a la definición del filósofo marxista francés Louis Althusser, plasmada en Ideología y aparatos ideológicos del Estado (Althusser, 1988 [1970]). Allí se postulaba a la ideología como elemento constitutivo de la producción de sujetos. La ideología no representaba una visión distorsionada de la realidad y empíricamente falsa. Por el contrario, aludía a las relaciones afectivas e inconscientes con el mundo, a los modos en que el sujeto está pre-reflexivamente ligado a la realidad social. La ideología daba cuenta de la forma en la que los seres humanos se constituyen en y por la realidad social en la que están inmersos. En este sentido, se trata de una construcción subjetiva, aunque no privada (en el sentido de producto de una conciencia privada). Constituye más bien una realidad intersubjetiva, que se presenta a sí misma como evidente y objetiva, como un conjunto de enunciados descriptivos antes que valorativos (Eagleton, 1997).

En esta línea, Burín planteaba que:

“La ideología patriarcal no es una superestructura más o menos superflua o engañosa, sino que es la condición de realización de todas las prácticas que en su conjunto constituyen la práctica social y están supeditadas a ésta. Si bien las prácticas sociales son el resultado de la acción de los sujetos, debemos reconocer, a la vez, que esos sujetos son hechos por —son efectos de— esas prácticas. La ideología patriarcal posiciona a las mujeres como sujetos dentro de las prácticas sociales de la maternidad y, por extensión, normativiza el deseo sexual femenino bajo la forma del deseo maternal, y del trabajo femenino como trabajo maternal y doméstico” (Burin, 1987a, p. 50).

Como hemos visto, la ideología patriarcal establecía una subjetividad posible, estableciendo aspectos, valorados, prohibidos y descalificados. En el caso de las mujeres, la representación valorada era el ser madre-doméstica y otros aspectos de la subjetividad femenina quedaban obliterados en su posibilidad de realización. Por tanto, la intervención clínica debería apuntar a la “gestación de deseos múltiples, más allá de la esfera maternal y doméstica” (Burin, 1987, p. 41). En este sentido, la intervención clínica tomaría un estatuto de práctica crítica y contracultural.

Ahora bien, ¿qué relaciones establecía Althusser entre ideología y ciencia? Para el autor, la “ciencia verdadera” estaba exenta de todo sesgo ideológico. El autor postulaba un corte radical entre ciencia e ideología, dado que ésta última poseía una serie de métodos y procedimientos que la alejaban del campo de las formas “precientíficas” de la ideología.

En la psicología argentina, el uso de la teoría althusseriana se extendió en los tempranos 70. Este uso permitió postular a los psicólogos un corte político con la versión previa de ideología, condensada en las propuestas de los psiquiatras José Bleger (1958) y Jorge Thenón (1963). Estos autores, de filiación marxista, ubicaron a la ideología ya como fundamento o sustrato de la práctica científica que sería superado dialécticamente, ya como un elemento inherente a dicha práctica. En todo caso, como un aspecto ineludible (García, 2011).

Por su lado, los autores que recepcionaron las tesis de Althusser en la década de 1970,

ubicaron la ideología más bien como un déficit de la ciencia psicológica. Este sentido debe leerse en el contexto de una redefinición que tuvo lugar en el campo psi a partir de la aparición de los psicólogos, como un nuevo actor profesional. Los psicólogos encontraron en el estructuralismo de Althusser un marco novedoso a partir del cual redefinir del psicoanálisis, distinto del que habían pregonado los psiquiatras marxistas (García, 2011).

En su proyecto, Althusser respaldaba el proyecto lacaniano de retorno a Freud, para recuperar la dimensión revolucionaria del planteo freudiano:

Digámoslo sin rodeos: quien quiera hoy simplemente comprender el descubrimiento revolucionario de Freud, no sólo admitir su existencia sino también conocer su sentido, debe atravesar, a costa de grandes esfuerzos críticos y teóricos, el inmenso espacio de prejuicios ideológicos que nos separa de Freud (Althusser, 1988 [1964], p. 69).

La empresa científica se alejaba por naturaleza de la práctica ideológica; el retorno a Freud requería un trabajo de “crítica ideológica” y de “elucidación epistemológica”, para recuperar el estatuto científico del psicoanálisis (p. 71).

Para hacer del psicoanálisis una ciencia, entonces, era necesario —y posible— un trabajo crítico para superar la instancia ideológica y acceder a los fundamentos estructurales de la problemática abordada.

7. Reflexiones finales

En función del recorrido realizado vale la pena volver a la pregunta sobre qué relación puede guardar la ciencia o el discurso científico con las valoraciones sociales. ¿Será posible eliminar todo sesgo valorativo de la práctica científica? ¿Permanecerán estos sesgos aún siendo sometidos a la reflexión crítica? ¿Es posible que algunos sesgos sean visibilizados y otros permanezcan sin serlo?

Pareciera que, en la articulación inicial de los Estudios de la Mujer con el psicoanálisis, estaba en el horizonte la producción de una ciencia desprendida de componentes ideológicos “precientíficos”. En este punto, sería consistente con las nociones de ideología en juego.

No obstante, desde nuestra mirada actual, podemos ubicar que ha quedado tematizado lo que de alguna manera era una cierta experiencia femenina: la experiencia de mujeres de clase media, heterosexuales, madres. Esta visibilidad dejó en la sombra otras experiencias. Por caso, tuvo escasa o nula relevancia la reflexión sobre existencia lesbiana (por ejemplo, en Monzón, 1992). Otro tanto podría plantearse en torno al uso de la categoría mujer, como categoría analítica, aspecto que va a ser tematizado por las sucesivas oleadas del feminismo.

Ahora bien, no se trata de realizar una crítica extemporánea a una teorización fecunda que tuvo lugar hace más de 30 años, sino más bien reflexionar sobre cómo plantear la actividad clínica y la teorización sobre lo humano si pensamos que dichas tareas presentan sesgos, en forma indefectible. En la medida en que pareciera que da cuenta de un funcionamiento psíquico universal, el psicoanálisis ha tenido severas dificultades para incluir la dimensión valorativa en su propia autoconcepción.

En el estado actual de nuestras teorizaciones y prácticas, ¿cuáles serán los sesgos que no podemos pensar? Lejos de las respuestas, sólo nos queda formular preguntas: ¿cómo pensar una práctica clínica que incluya indefectiblemente la dimensión valorativa? ¿Cómo se compone un discurso con pretensiones de universalidad con una perspectiva teórica situada? ¿Qué puntos de intersección son hoy posibles entre psicoanálisis y feminismo?

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Notas

1 Los Estudios de la Mujer pueden ser definidos “como un campo heterogéneo, desplegado a partir de la década de 1970 en los países centrales. Heredero del movimiento feminista de la segunda ola, se organizó en torno a dos grandes metas: la revisión crítica de producciones científicas sobre la condición femenina y la motorización del cambio social” (González Oddera, 2018, p. 3).
2 Este trabajo se inscribe en dos líneas de investigación: una colectiva y otra individual. La primera de estas líneas es el Proyecto de Investigación acreditado por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) (Argentina): “Psicología y orden social: controversias teórico políticas en las intervenciones de la psicología en la Argentina (1900-1990)”. Directora: Dra. Ana María Talak. La segunda de las líneas es una Beca de investigación Nivel Postdoctoral (CONICET) que la autora obtuvo con el tema: “El surgimiento de los estudios sobre violencia en la familia en la psicología argentina”, para el período 2018-2020. Directora: Dra. Ana María Talak.
3 Se denomina campo psi a un espacio disciplinar heterogéneo que incluye “corrientes teóricas divergentes, tanto filosóficas como psicológicas (psicoanálisis, reflexología, fenomenología, estructuralismo, etc.), y diversas profesiones” (García, 2011, p. 23), entre las que se destacan la psiquiatría, el psicoanálisis y la psicología.
4 La diferenciación y caracterización de la participación de psicólogas/psicoanalistas en los circuitos académicos o para-académicos (como el Centro de Estudios de la Mujer) y en el circuito del activismo feminista es aún una tarea pendiente.


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