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Reformismo tardo-ilustrado y utilitario. La “feliz experiencia” y su dimensión europea. 1776-1824
Utilitaran and late enlightenment reformism. The “feliz experiencia” and it’s European dimension. 1776-1824
Trabajos y comunicaciones, núm. 54, e150, 2021
Universidad Nacional de La Plata

Dossier: Las reformas político-institucionales en el Río de la Plata. Herencias, conflictividad, consensos y proyecciones, 1820-1852

Trabajos y comunicaciones
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
ISSN: 2346-8971
Periodicidad: Semestral
núm. 54, e150, 2021

Recepción: 16 Abril 2021

Aprobación: 10 Junio 2021

Publicación: 01 Julio 2021

Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Resumen: En este artículo se busca establecer los posibles puntos de contacto entre las reformas promovidas por el Gobierno de Buenos Aires de 1821 a 1824, la denominada “feliz experiencia”, y los procesos reformistas que se llevaron a cabo en distintas regiones de Europa antes y después de la Revolución Francesa. Se hará mención a las reformas Borbónicas en el Virreinato del Río de la Plata y la experiencia política que experimentó ese territorio después de la Revolución de Mayo de 1810. El propósito de estas comparaciones y analogías es el de intentar medir la dimensión de la reformas promovidas en Buenos Aires durante ese período.

Palabras clave: Reformas europeas, Reformas Borbónicas en el Río de la Plata, Revolución de Mayo, Experiencia del gobierno de Buenos Aires 1821-1824.

Abstract: This article is an attempt to establish the posible connections between the reforms that took place in the Province of Buenos Aires during the 1821-1824 period, the so-called “feliz experiencia”, and the reform process that occurred in diverse regions of Europe, before and after the French Revolution. This study also makes reference of the Bourbon refoms put forward by the Spanish Empire in the Viceroyalty of the River Plate and the political development that took place in the River Plate after the May revolution of 1810. These comparisons and analogies are part of an attempt to establish a more precise dimension of the reforms sanctioned in Buenos Aires during the 1821-1824 period.

Keywords: European reforms, Bourbon reforms in the Río de la Plata, May Revolution, Experience of the government of Buenos Aires 1821-1824.

Se cumplen dos siglos del inicio de las reformas promulgadas por el gobierno de Buenos Aires entre los años 1821 y 1824. Esta administración surgió al formarse gobiernos autónomos en las provincias del Río de la Plata, después de los turbulentos sucesos políticos de 1820. Al poco tiempo de partir hacia la frontera sur del mencionado estado provincial el nuevo gobernador designado, General Martín Rodríguez, dejó a cargo de los asuntos más importantes a dos de sus principales funcionarios: Bernardino Rivadavia, Ministro de Gobierno y Manuel García, Ministro de Hacienda. Estos dos hombres pusieron en marcha un vasto programa de diversas reformas dentro de las esferas política, social, económica, religiosa, militar y cultural.

En los últimos años se han realizado excelentes estudios sobre la citada gestión de gobierno referida como la “felíz Experiencia” por contemporáneos de la época. Estos enfoques provienen de diferentes áreas de la historiografía como la historia política, la social, la económica y, más recientemente, la esfera de los estudios culturales. Llama la atención, sin embargo, que por lo general en estos trabajos no se analicen en mayor detalle los posibles puntos de contacto entre aquellas reformas y los procesos reformistas llevados a cabo en distintos países europeos entre la segunda mitad del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX.1

Durante ese período, comúnmente referido como “la era reformista” (“The Age of Reform”), que coincidió con la última etapa del llamado absolutismo ilustrado y el fin del imperio bonapartista, diversos estados europeos transitaron un intenso período de reformas en tiempos de hegemonía francesa en el continente. Estas irían adquiriendo un significado cada vez más profundo a partir de las transformaciones políticas y sociales llevadas a cabo en Francia durante los turbulentos años de la revolución de 1789, lo cual se evidenciaría especialmente en territorios que eran satélites y aliados suyos, como por ejemplo los estados alemanes e italianos. Algunas de esas reformas se sancionaron en oposición a la hegemonía francesa, como ocurrió en Prusia, en Gran Bretaña, en la España liberal o, de manera más cautelosa y eventualmente abortiva, en Rusia. Esta inercia reformista se extendería más débilmente en los años posteriores a la caída de Napoleón hasta la victoria definitiva de las fuerzas de la Restauración en los comienzos de la década de 1820. (Sperber, 2003, p. 312)

Para tener una idea más amplia de la dimensión de las reformas llevadas a cabo en Buenos Aires, el presente trabajo se propone evaluar dicho proceso justamente a la luz de aquellas promulgadas en Europa en los años previos y posteriores a la Revolución francesa. Esto supone obviamente referir al proceso reformista impuesto por los Borbones en el Río de la Plata en la segunda mitad del siglo 18, para medir el posible grado de injerencia que tuvieron sobre las que serían impulsadas por el primer gobierno bonaerense, además de ver como pueden ser medidas estas últimas respecto a los mas tenues avances reformistas e innovaciones políticas que se desarrollaron en los principales países del continente europeo después del ciclo revolucionario francés.

El siglo de la Ilustración y las reformas en Europa

Durante el siglo XVIII numerosos gobernantes y sus principales asesores llevaron a cabo reformas en distintos estados europeos, inspiradas en su mayoría por lineamientos de la filosofía política del Iluminismo. Como sostiene Derek Beales, cuando los gobernantes y sus ministros decidían adoptar un programa “ilustrado”, por lo general lo hacían motivados por convicciones intelectuales. Por su parte, los filósofos más optimistas suponían que una vez que los gobiernos promovieran reformas inspiradas en sus ideales, sobre todo si venían acompañados de amplios niveles de tolerancia religiosa y libertad de expresión, el derrame de los fundamentos iluministas se iría consolidando y daría lugar a la promulgación de una mayor cuota de legislación afín a ese espíritu. (Beales, 1990, p. 38)

Ampliar los niveles de tolerancia religiosa y reducir la influencia del clero y de la iglesia en general; excluir a esta institución de la creciente gama de asuntos ahora concebidos como meramente seculares; controlar el estudio de la teología; atacar todo aquello vinculado a la “superstición” y al “fanatismo”, serían los principales objetivos que se ligarían con el “arte” de gobernar de modo ilustrado. Como afirma Beales, si la citada generalización es la más válida que se puede trazar respecto a las políticas ilustradas que atravesaron toda Europa, esas cuestiones particulares parecen ser las más fecundas para formular un debate acerca del grado de injerencia que tuvieron las fuerzas sociales en la adopción e implementación de las nuevas políticas (Beales, 1990, pp. 41-42)

Asimismo, y en sintonía con el espíritu racionalista y progresista pregonado durante el siglo 18, en diversas regiones del continente europeo se fueron modernizado las administraciones y los sistemas legales y fiscales; se fomentó el desarrollo económico y comercial; se hicieron intentos por mejorar la agricultura e incluso se abolió la institución de la servidumbre; se extendió el control del estado sobre la iglesia y se realizaron esfuerzos para canalizar parte de sus riquezas a fin de fomentar el mejoramiento de las actividades pastorales; se actualizaron los sistemas de enseñanza en las universidades, y se fueron incrementando de manera visible los esfuerzos para mejorar los niveles de educación elemental.

En definitiva, como afirma H.M. Scott, el llamado Absolutismo Ilustrado permitió a los gobernantes, en nombre de la raison d’etat, llevar a cabo un grado de autoridad nunca visto para movilizar los recursos de sus países. En este sentido, por ejemplo, bajo el lema “el Rey es el primer servidor del pueblo”, Federico el Grande de Prusia (que utilizó esa frase y simbolizó ese ideal) realizó una serie de reformas económicas y judiciales cuyo objetivo principal era el de reforzar al estado prusiano en su política interior y exterior (Scott. 1990, p. 6)2

El monarca prusiano fue uno de los protagonistas de la Guerra de los Siete Años (1756-1762), cuyos efectos devastadores han sido frecuentemente desestimados por los historiadores. La escala, duración y nivel de destrucción generado por ese conflicto bélico fue más que evidente, y motivó en las potencias que tomaron parte en dicho conflicto armado, la necesidad de promover reformas urgentes para la reconstrucción de sus estados dado el altísimo costo que produjo en términos materiales. La deuda contraída por la monarquía de Habsburgo, por ejemplo, fue estimada como siete u ocho veces por encima de sus ingresos anuales lo cual significaba un déficit considerable para el futuro. En Francia, los costos fiscales y económicos de la Guerra de los Siete Años fueron también enormes (Scott, 1990, p. 17; Hufton, 1980, pp. 165-166)

Poco tiempo después, Francia y otras potencias europeas, entre ellas España, volvieron a incurrir en gastos desproporcionados como consecuencia de su participación en las guerras de independencia norteamericana. Como es bien sabido, las consecuencias de esta guerra no hicieron más que profundizar la devastadora crisis administrativa francesa que, ante las indecisiones de Luis XVI y la falta la adopción de un programa de reformas fiscales para paliar dicha crisis, derivaron en la Revolución de 1789. Significó también una profundización de los problemas económicos de España, mientras que Gran Bretaña, afectada por la pérdida de sus colonias americanas, dispuso a través de su Primer Ministro William Pitt la casi inmediata sanción de un “Income Tax”, sistema de impuesto proporcional que resultó ser indispensable para disipar posibles conflictos internos (Raphael, 1987 p. 27; Gallo, 1999, p. 144)

El mencionado Primer Ministro inglés era frecuentemente cuestionado por facciones de la oposición parlamentaria como los Foxite Whigs, liderados por Charles James Fox y el afamado filósofo irlandés Edmund Burke, por ser demasiado permisivo con las excesivas prerrogativas de Jorge III y por no promover reformas que consideraban esenciales para limitar su poder.3 Entre otras, exigían la sanción de una gran reforma administrativa, la abolición del tráfico de esclavos y la emancipación política de los católicos irlandeses. Pero su causa más significativa era el proyecto de reforma parlamentaria, la cual implicaba el desmantelamiento de la estructura electoral británica. Buscaban eliminar los llamados “feudos podridos” para incorporar nuevos distritos urbanos y sumar más electores. (Burns and Innes, 2003; Gallo, 1999, pp.145-146)4

Según H. M. Scott, debe admitirse que el éxito de las reformas sancionadas por algunos estados europeos durante este período resultó ser incompleto, y en algunos territorios bastante limitado. Es cierto que, en la práctica, también se apreciaban limitaciones visibles en la autoridad establecida por los gobiernos centrales hacia fines del siglo dieciocho. Esto se debió a dos factores esenciales: la particular estructura de los estados europeos y el tamaño relativamente pequeño de aquellas administraciones que intentaron promover diversos cambios. Los estados del siglo XIX todavía estaban lejos de ser estructuras unidas y uniformes. (Scott, 1990, p.21)

Por su parte, Beales destaca que, paradójica o irónicamente, estas iniciativas tuvieron su influencia en países más desarrollados, y a su vez más conservadores, como demuestra el efecto que generaron los edictos promulgados por el Emperador José II de Austria en Bélgica, Francia y Hamburgo. Este fue otro de los monarcas que hizo denodados esfuerzos por perfeccionar la maquinaria del absolutismo centralizado. Abolió la servidumbre, buscó eliminar de plano todas las peculiaridades del lenguaje y la religión, de las costumbres y los hábitos que a través de la historia habían impregnado ese imperio. Sus deseos de atacar los privilegios en nombre de la equidad social lo hacían aparecer como el discípulo perfecto del Iluminismo, pero sus intentos por reformar “desde arriba” fueron en vano ante la crisis económica que padecería el mencionado Imperio hacia el final de su reinado. (Beales, 1990, p. 47; Hufton, 1980, p. 174; Williams, 1980, pp. 247-250)5

Como plantea Scott, es necesario enfatizar la perspectiva internacional y comparativa que caracterizaron las reformas en el tardío siglo dieciocho en Europa. Esto último ha sido disimulado en algunas ocasiones por el carácter insular de las tradiciones históricas nacionales, pero no deja de ser una dimensión importante del absolutismo ilustrado. Los estados exitosos siempre fueron estudiados y copiados por países ansiosos de emularlos. (Scott, 1990, pp. 23-24) Por este motivo, el caso particular de las reformas Borbónicas llevadas a cabo en la América española, resulta clave para comparar con el proceso reformista europeo recién descrito, y con aquellas que se impulsarían años más tarde en Buenos Aires.

Las reformas Borbónicas en el contexto del reformismo europeo y rioplatense

En España, la asunción al trono de Carlos III en 1759 significó la puesta en marcha de un plan reformista que intentó asociarse en lo esencial al espíritu del iluminismo. Esto se puso marcadamente de manifiesto en las reformas que adoptarían los Borbones en sus colonias en América con la creación de nuevas estructuras administrativas, como el Virreinato del Río de la Plata, donde se reemplazaría a los antiguos oficiales locales como los Corregidores y Alcaldes Mayores por burócratas considerados “modernos”, como los Intendentes.6 Asimismo, se buscaba reemplazar la deteriorada maquinaria comercial heredada de los Habsburgos, por una que estuviera más en sintonía con las máximas del libre comercio. (Elliott, 2007; p.307) Como ha sostenido Beatriz Ruibal:

“El reinado de Carlos III y sus ministros reformistas marcó el punto de convergencia mayor entre los monarcas y los ilustrados en la construcción del Estado moderno. La propuesta de reformas incluía el concepto de la soberanía de la monarquía de origen francés, como una potestad absoluta y suprema que dominaba la sociedad, que se oponía al pactismo tradicional de la monarquía hispánica. Por lo tanto, los privilegios y las libertades de los cuerpos o individuos ya no eran considerados como una de las partes de la relación bilateral entre el rey y sus vasallos, sino como derechos que el monarca había otorgado y ahora debía recuperar” (Ruibal, 2000, p. 420).

La misma autora cita una frase de Gaspar de Jovellanos, el influyente intelectual y uno de los principales ministros del gobierno de Carlos III, la cual resume el espíritu de las reformas borbónicas: “una nación que se ilustra puede hacer grandes reformas sin sangre”, frase que ponía de manifiesto de que modo “lo útil” y “la utilidad pública” se habían vuelto rasgos esenciales para la consagración de una España ilustrada. Como bien afirma Ruibal, dicha sentencia reflejaría también el modo en que ese pragmatismo utilitario revelaba una menor inclinación por las ciencias puras o las especulaciones teóricas, en favor de aplicaciones prácticas para la resolución de los problemas sociales (Ruibal, 2000, p.421)

La integración administrativa y comercial de la metrópolis con sus colonias en América fue incrementada durante los años de reinado de Carlos III, como así también la articulación entre las instituciones de gobierno y la calidad de sus funcionarios a lo largo de su imperio. Pero como sostiene Charles Noel, hacia 1788, poco antes del fin del reinado de Carlos III, ya era visible que el supuesto esplendor de esa monarquía era más ilusoria que real. Además, el autor remarca que el crecimiento del Imperio español fue más una consecuencia del desarrollo económico impulsado en tiempos previos a la llegada al poder de los Borbones (Noel, 1990, p. 140)

Asimismo, más allá de haberse promulgado un Reglamento de Comercio Libre para sus colonias en 1778, esta iniciativa estuvo lejos de liberalizar de hecho el comercio con las potencias extranjeras. Estaba claro que España quería mantener su monopolio en América y solo permitió a unos pocos puertos americanos comerciar directamente con Cádiz y algunos otros puertos peninsulares. Al margen de estas tenues reformas económicas, los funcionarios españoles destinados al Río de la Plata tampoco lograron erradicar la práctica del contrabando en esa región, el cual persistió siendo protegido en gran medida por un sistema corrupto y abusivo (Noel, 1990, p. 140)

En última instancia, como afirma John Elliott, los intentos de Carlos III y sus ministros por englobar a sus súbditos en el marco de referencia de una monarquía con ambiciones centralizadoras terminó resultando contraproducente. La imposición de impopulares medidas fiscales y el reemplazo de los criollos por peninsulares en los principales cargos administrativos, no hizo más que incrementar el resentimiento de miembros de las elites locales en distintas regiones del imperio español en América. A raíz de esto, en el contexto de esa nación borbónica, los criollos se sintieron cada vez más marginados dentro de una comunidad a la cual siempre habían considerado pertenecer (Elliott, 2007, p. 377)

Sin embargo, como remarca Ruibal, “por más limitados que hayan sido los alcances de los reformistas españoles, éstos compartían los valores del movimiento ilustrado, apropiados en función de la matriz cultural y de los problemas específicos de la realidad española que le darían características propias”. Como agrega la misma autora, la difusión de las nuevas formas de pensar se manifestaría a través de múltiples canales en el Río de la Plata, como podía ser la llegada de los funcionarios de la corona o las experiencias vividas por jóvenes criollos en sus viajes de estudio realizados hacia fines del siglo 18 y comienzos del 19, que les permitiría acceder a las novedades culturales de la intelectualidad europea (Ruibal, 2000, pp. 421-436)

Ese fue el caso de Manuel Belgrano, por ejemplo, que entró en contacto con los escritos de los fisiócratas y Adam Smith durante sus años de estudio en Salamanca y Valladolid (Gondra, 1923, pp.71-74). Se ha sostenido que unos años antes, en 1796, Belgrano habría traducido el texto de Francois Quesnay Maximes générales de gouvernement economique d'un royaume agricole titulado en español Máximas generales del gobierno económico de un reino agrícola, y algunos otros textos económicos que son mencionados como las primeras obras de teoría económica impresas en el Río de la Plata. (Fernández López, 2006) Al regresar a Buenos Aires, Belgrano sería designado al frente del Consulado de Comercio.

Llama la atención que se lo designara a Belgrano para ocupar semejante puesto ya que, como se ha remarcado, era inusual que los criollos ocuparan altos cargos en ese tipo de establecimiento colonial. Es muy probable que los conocimientos adquiridos por Belgrano en el campo de la teoría económica, o de la “economía política” como ya se la denominaba, haya gravitado para semejante designación. Sin embargo, sus intentos por impulsar desde ese cargo reformas económicas que estuvieran en sintonía con los principios de libre-comercio fueron en vano. Más de una vez recibió la negativa de los vocales del Consulado para promover esas iniciativas, y se tuvo que contentar con crear una Escuela de Náutica y una Academia de geometría y Dibujo.

Los esfuerzos por difundir las nuevas teorías económicas en Buenos Aires en los primeros años del siglo 19 encontraron otros adherentes. Juan Hipólito Vieytes fundó en dicha ciudad el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, publicación semanal cuyo objetivo era el de poveer información acerca de esos temas. Según Félix Weimberg, el Semanario representa “la más intensiva y sistemática exposición que se había desarrollado hasta ese momento en el Río de la Plata acerca de la economía política” (Weinberg, 1956). El mencionado diario circuló entre los años 1802 y 1807, y estaba muy vinculado a uno de los primeros enclaves de “intelectuales criollos” formados en la capital del Virreinato del Río de la Plata. Con artículos que eran muy críticos de los excesos del mercantilismo, el diario difundía las teorías de Adam Smith y de los fisiócratas entre otros.

En efecto, la toma de conciencia de la crisis de la monarquía española y de su incapacidad para enfrentar la coyuntura internacional planteó, según Halperín, un nuevo momento en el pensamiento ilustrado rioplatense, que se corresponderá con un mayor acercamiento al liberalismo (Halperin Donghi, 1972a). Algunos historiadores, como Jorge Myers, prefieren hacer referencia a ideas “tardo ilustradas” o “protoliberales”. De todas maneras, como se ha mencionado, la mayor inclinación era hacia el libre comercio y, más allá del evidente apego de Belgrano por las teorías económicas de Smith, Noemí Goldman afirma que fue Mariano Moreno quien realizó el primer alegato criollo abiertamente en favor del libre comercio en su Representación de los hacendados de 1809:

“Ya no será desde el derecho común y las leyes de Indias que Moreno establecerá este nexo entre esa ‘regeneración’ Política y la ‘justicia’ de la libertad comercial, sino desde la economía política. ¿Qué es esta nueva disciplina que se difunde en el siglo XVIII y alcanza su cristalización conceptual hacia 1770? La ‘economía política’ era concebida como una nueva ciencia destinada al conocimiento del origen de las riquezas –su distribución, crecimiento y declinación-, la población, el comercio, la circulación, así como de las leyes que se pensaba determinaban las relaciones y características entre estos objetos.” (Goldman, 2016)

Tanto Moreno como Belgrano fueron destacados miembros de la Junta formada tras la Revolución de Mayo de 1810, y este último fundó el Correo de Comercio, en cuyo primer número se publicó un resumen del Libro IV de la Riqueza de las naciones de Adam Smith (Goldman, 2016). De todas maneras, la vorágine de acontecimientos que se desataron en el Río de la Plata a partir de la retroversión de la soberanía, hizo que la puesta en marcha de un sostenido y articulado plan de reformas en clave ilustrada, para ir definiendo las nuevas pautas políticas, sociales y económicas de dicho territorio, se hiciera de manera un tanto tortuosa, como se pondría de manifiesto en la fallida Asamblea de 1813, a pesar de la sanción de reformas significativas como la libertad de vientres, y el desarticulado proceso político que comenzó después de sancionada la independencia en 1816

El traumático desarrollo reformista en la Europa pos Napoleónica

La uniformidad administrativa nacional y la equidad legal serían dos de los legados decisivos de la Revolución Francesa en Europa, mientras que la introducción del Código Napoleón y de una administración burocrática centralizada, fueron características salientes de algunos gobiernos cuando ese continente era dominado por Napoleón. A su vez, la emancipación de los campesinos decretada en varias regiones del continente contra el mencionado emperador, no fue menos significativa. (Sperber, 2003, p. 316). Sin embargo, al caer el Imperio Francés, se impondrían las máximas del Congreso de Viena en Europa lo cual, en muchos casos, significaría la reinstalación de pautas políticas conservadoras y la consecuente postergación de una variada serie de propuestas reformistas.7

Según Sperber, fueran drásticos o graduales, los proyectos de mejoramiento socio económico y político promovidos en Europa desde el absolutismo ilustrado, pasando por la Revolución Francesa hasta los cambios Napoleónicos y anti Napoleónicos (traducidos, respectivamente, como reformas), buscaban primordialmente confrontar y dar por terminado las órdenes sociales del ancien regime. Fue así que Gran Bretaña quedó enganchada a este universo socialmente diferente por su participación en las guerras, y el posterior reordenamiento diplomático que involucró a las grandes potencias. Los avatares de las guerras tuvieron el efecto común de impulsar proyectos de superación, aunque con visibles diferencias en Gran Bretaña respecto al resto de Europa (Sperber, 2003, p. 330).

En su libro sobre el impacto de las ideas reformistas en Gran Bretaña durante fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, Arthur Burns y Joanna Innes, afirman que uno de los aspectos cruciales relacionados con el “espíritu reformista” que atravesó ese país durante el mencionado período, es el modo en que se presentaba de manera diferenciada para los sectores de la izquierda y la derecha política: para estos últimos, la cuestión era como lograr cambios sin provocar un cataclismo, mientras que para los primeros el dilema consistía en como defender las actitudes e instituciones tradicionales ante los cambios que se estaban dando en la sociedad y en el universo de las creencias (Burns and Innes, 2003, p. 40).

Durante las décadas inmediatamente posteriores a la Revolución Francesa, las condiciones para promover reformas en Gran Bretaña cambió de manera drástica ya que aquel episodio contribuyó a que la imposición de reformas institucionales fueran mal vistas. Sin embargo, al ir cambiando la esencia del régimen político en Francia tras sus derrotas militares ante los aliados europeos, el clima político se distendió y las perspectivas para los reformistas ingleses se volverían cada vez más alentadoras. Esto fue al menos cierto para grupos parlamentarios como los Whigs que pudieron ir imponiendo algunas de sus propuestas reformistas. Sin embargo, la ansiada reforma electoral, que significó el acceso de los sectores medios al voto, se sancionaría recién en 1832.8 Para ese entonces las facciones radicales, las cuales todavía tenían muy poca representación en el Parlamento, ya reclamaban la sanción del sufragio universal (Burns and Innes, 2003, p. 2).

La relativa calma política y social que se vivió en ese país hasta mediados de la década de 1820, parecía indicar que los períodos de crisis provocados por las guerras napoleónicas y los conflictos sociales que estallaron durante los primeros años de la posguerra, habían quedado atrás. De todas maneras, prevalecía la sensación que la sociedad británica seguía atrapada - de modo profundo – en una crisis moral y cultural. La Revolución Francesa había generado una serie de desafíos que no habían sido resueltos de manera satisfactoria. Esto último se veía reflejado en la frustración de los principales referentes del radicalismo inglés como Jeremy Bentham, James Mill, Francis Place y William Cobbett, entre otros, que pregonaban reformas institucionales de esencia más democrática (Dickinson, 1989; Philp, 1991; Burns and Innes, 2003, p. 39).9

En la mayoría de los demás estados europeos las demandas reformistas apuntarían, por lo general, a promover profundos cambios sociales. En Prusia, las grandes reformas se iniciaron a comienzos del siglo 19 a través del Barón Karl Von Stein y su decreto de liberación de los campesinos, y concluyeron con Karl Von Hardenberg que estableció los términos de las compensaciones para la nobleza por la pérdida del trabajo campesino y las deudas feudales.10 Hacia los mismos años, el gobierno liberal español abolió el feudalismo, la primera de las tres aboliciones que sancionó en el curso de treinta años. El final de la servidumbre fue un factor crucial también en las propuestas de reformas promovidas tanto por Alejandro I en Rusia, como por los opositores a su gobierno. (Sperber, 2003, p. 314).11

Como señala Sperber, es interesante destacar que Stein y Hardenberg definían su programa en términos de “regeneración”, también de “reorganización”, o de modo más glamoroso, como una “una revolución en el buen sentido”. Mientras tanto, Napoleón describía al suyo como “una sabia y liberal administración”, o como la implementación de “ideas liberales”. Según afirma Sperber, fue solo después de la revolución de 1830 que el término “reforma” adquirió un significado que implicaba un mejoramiento sin ruptura de una continuidad legal o constitucional en Europa (Sperber, 2003, p. 329).

Retomando a Scott, la influencia directa de un estado reformista sobre otro era algo más bien inusual, como lo sería también el simple trasplante de innovaciones e instituciones foráneas en un territorio nativo. En todo caso, era más frecuente que los modelos foráneos sirvieran como inspiración y ejemplo de cambios exitosos, que por lo tanto podrían ser estudiados y aplicados donde resultara apropiado. El grado de relevancia de semejante interacción resultó ser considerable y fue un factor decisivo en el proceso de reformas (Scott, 1990, pp. 23-24).

Esta aseveración de Scott nos lleva a plantearnos acerca del grado de injerencia que pudieron tener algunas de las distintas instancias de reformas en Europa aquí mencionadas, en la experiencia reformista que se inició en Buenos Aires en 1821 salvando, naturalmente, las distancias y los diferentes contextos. Como afirma Marcela Ternavasio, el nuevo gobierno porteño inició “un proceso de importantes reformas tendientes a modernizar la estructura político-administrativa heredada de la colonia y a reordenar una sociedad que, surgida de la revolución, fue presa de una ‘anarquía’ durante el año 1820.” Esa herencia colonial, y el legado revolucionario, daban paso ahora a una nueva instancia regenerativa a través de un conjunto de reformas de variada especie (Goldman y Ternavasio, 2010, p. 83).

El desenfrenado reformismo radical bonaerense

Se ha dicho en reiteradas ocasiones que Bernardino Rivadavia fue el gran instigador de las reformas promovidas por el gobierno de Buenos Aires, a partir de su designación en agosto de 1821 como Ministro de Gobierno. Sus años de residencia en Europa entre 1815 y 1820, es un antecedente frecuentemente mencionado para sostener lo antedicho. Rivadavia asistió en esos años al llamado “Gran debate” ocurrido durante la Restauración en Francia, cuando fue re-establecida la Asamblea legislativa en ese país (Rosanvallon, 2015, Roldán, 2004).12 Además conoció personalmente a renombradas figuras de la escena política inglesa y francesa como Jeremy Bentham, James Mill y Destutt de Tracy, que reclamaban la aplicación de reformas de esencia democrática (Gallo, 2012, pp. 49-62).

En referencia a esto último, siempre viene a la mente la famosa frase de Domingo Faustino Sarmiento respecto a los objetivos de Rivadavia después de su retorno de Europa13

“Rivadavia viene de Europa, se trae la Europa, desprecia la Europa; Buenos Aires, y por supuesto, decían, la República Argentina, realizará lo que la Francia republicana no ha podido, la que la aristocracia inglesa no quiere, lo que la Europa despotizada echa de manos. Este era el pensamiento general de la ciudad, era su espíritu, su tendencia” (Sarmiento, pp. 216-217).

Como sostiene Ternavasio, ese nuevo orden surgido de la crisis de 1820 se basaría en un renovado consenso político que ya no buscaba colocar a Buenos Aires en el centro de la escena política. Los puntos fundamentales del nuevo gobierno autónomo porteño serían esencialmente el desarrollo de la exportación ganadera, la expansión de la frontera y la imposición de un nuevo principio de autoridad. Asimismo, las reformas impulsadas por este gobierno tenían como objetivo fundamental centralizar el poder, lo cual se haría evidente con medidas como la supresión del Cabildo y la creación de la legislatura bonaerense (Ternavasio, 2009). Como agrega la mencionada autora:

“Las reformas administrativas, judiciales, militares y urbanas se enmarcaron también en el intento de control y racionalización del nuevo Estado provincial. Por ese motivo se crearon los ministerios de Hacienda y Guerra y se procuró incorporar nuevos funcionarios idóneos. La administración de la justicia se organizó a través de la creación de un Departamento de Policía.” (Goldman y Ternavasio, 2010, p.82)

Más allá de los sentimientos ambiguos que profesaba Rivadavia hacia Europa, no cabían dudas que uno de las obsesiones del gobierno porteño era compartido por la mayoría de los gobiernos europeos tras la caída de Napoleón: la puesta en marcha de un efectivo sistema institucional y el pleno re-establecimiento del orden social. Era tan notorio este objetivo por parte del gobierno que era referido por sus contemporáneos como el Partido del Orden. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurría en la mayoría de los estados del viejo continente, este nuevo programa seguiría anclado a la forma de gobierno republicana proponiéndose, incluso, profundizar ciertas pautas democráticas introducidas entre 1810 y 1816. La creación de una asamblea provincial, con nueva sede edilicia, y la sanción de una ley de sufragio universal, dan cuenta de esto.

De todas las reformas promulgadas por el nuevo gobierno, es indudable que la ley electoral sancionada en 1821 ha acaparado especial atención, como reflejan las contribuciones de Ternavasio autora que ha realizado uno de los más exhaustivos trabajos sobre dicha reforma (Ternavasio, 2002). En su opinión, la misma se habría inspirado en los Principios de política de 1815 de Benjamin Constant, uno de los principales referentes de las facciones políticas que se oponían al gobierno de la restauración borbónica en Francia. (Goldman y Ternavasio, 2010, p. 84) Asimismo, se la ha vinculado también con el Constitutional Code de Bentham en el cual se establecía la necesidad de impulsar el sufragio universal masculino, el voto secreto y las elecciones anuales (Dinwiddy, 1989, pp. 81-82). La reforma electoral porteña establecía el derecho al voto para todo hombre de más de 20 años, lo cual hace que esté más en sintonía con las distintas versiones de leyes de sufragio impuestas durante la Revolución Francesa, que con versiones más moderadas presentadas por algunas facciones políticas de inclinación liberal en Europa durante esos mismos años.14 Como sostiene José Carlos Chiaramonte:

“Si bien las restricciones al voto pasivo responde a limitar los derechos a aquellos cuyas propiedades los hacían responsables, las otras características de la ley, incluida la concesión de derechos electorales a la población de la campaña, constituyen, formalmente al menos, una sorprendente democratización del sufragio, excepcional en Iberoamérica y aún respecto de la Europa de ese entonces” (Chiaramonte, 1997, p.187).15

En este sentido, si se la asocia con los infructuosos esfuerzos presentados por las distintas vertientes políticas que luchaban por introducir la reforma electoral en Gran Bretaña, la reforma impulsada por Rivadavia se acercaba más a las propuestas de los principales referentes de los Radicals que a las impulsadas infructuosamente por los Whigs en el Parlamento inglés (Gallo, 1999, pp. 308-309).

Pero en el contexto en que se dio dicha reforma, Ternavasio sostiene que esta medida habría respondido más a una urgencia pragmática que a una convicción democrática, agregando que:

“Si bien el nuevo régimen representativo buscaba combinar los valores de libertad e igualdad consagrados por la revolución, en la búsqueda de una nueva legitimidad para la administración surgida de la crisis se orientó, más bien, a ampliar la participación política con el propósito de disciplinar al conjunto de la sociedad porteña e impedir tanto los desbordes de las asambleas populares, bajo formas de cabildos abiertos, como el recurrente faccionalismo de la élite”. (Goldman y Ternavasio, 2010, p. 84)

En efecto, era indispensable crear un armónico espacio de deliberación pública para poder promover con éxito las reformas que el gobierno quería imponer sobre diversos sectores de la sociedad porteña. Por ese motivo la Sala de Representantes de Buenos Aires, con su aggiornada estructura arquitectónica, sería el reducto ideal. (Aliata, 2006) Para algunos contemporáneos, y futuros referentes de la llamada generación romántica como Esteban Echeverría, la reforma electoral resultaría sin embargo nociva en el mediano plazo para el futuro político de la provincia. Algunos años después de sancionada la Ley de Sufragio, escribió acerca de la misma en términos muy críticos:

Lo diremos francamente. El vicio radical del sistema unitario, el que minó por el cimiento su edificio social, fue esa ley de elecciones, el sufragio universal. El partido unitario desconoció plenamente el elemento democrático en nuestro país. Aferrado a las teorías sociales de la restauración en Francia, creyó que podría planificar en él de un soplo instituciones representativas, y que la autoridad del gobierno bastaría para que adquiriesen consistencia. (Echeverría, 1981, p. 297)

Más adelante agregaba: “Se engañó. La mayoría del pueblo a quien se otorgaba ese derecho, no sabía lo que era el sufragio, ni a que fin se encaminaba eso, ni se le daban tampoco medios de adquirir ese conocimiento.” llama la atención el hecho de que en estas reflexiones Echeverría ya refiera al partido de Rivadavia como “unitario”. También es curiosa la relación que establece entre el llamado Partido del Orden y su supuesta asociación a “las teorías sociales de la restauración en Francia.” No está del todo claro a que se refería exactamente Echeverría en este sentido; de todas maneras, conviene aclarar que durante el período de la restauración Borbónica en Francia prevaleció un sistema censitario de sufragio que establecía limitados márgenes de participación.

En todo caso, los promotores de las idea del restablecimiento de un sistema de sufragio más amplio en ese país, como había ocurrido durante la Revolución Francesa, eran precisamente algunos de los hombres de ideas y políticos, de tendencia republicana que Rivadavia conoció durante su estadía en Paris, como fue el caso de Destutt de Tracy, que se manifestaba a favor de un sistema de sufragio universal (Gallo, 2012, pp. 73-74).

La reforma eclesiástica consistió en la supresión de algunas órdenes religiosas, la sumisión del clero regular a la autoridad del clero secular y la supresión de los diezmos como una manera de adecuar la iglesia a los nuevos tiempos y al imperativo de la nueva sociedad republicana (Di Stefano, 2004). En definitiva, la lógica detrás de la introducción de estas pautas netamente utilitarias era el de dotar de mayores recursos al Estado, aunque esto fuera en detrimento de instituciones poderosas como la Iglesia, lógica reformista que ya se había puesto en práctica en diversas regiones de la Europa Absolutista.

Según Roberto Di Stefano la reforma eclesiástica sancionada por el gobierno de Buenos Aires resultó ser un exitoso “experimento” que se logró imponer en gran medida debido a la estrecha y fluida vinculación que mantenía la ciudad portuaria con ciertas vertientes de la ilustración europea, que ya se debatían en las tertulias de los cafés y los círculos literarios y políticos de la ciudad (Di Stefano, 2004).16 Por su parte, Chiaramonte afirma que esta reforma era consistente con la esencia de aquellas sancionadas en los últimos años tanto en España como en el Río de la Plata a partir de la Revolución de Mayo:

“Las llamadas “reformas rivadavianas” prosiguieron la política regalista de los primeros gobiernos criollos e intentaron llevar adelante medidas ya esbozadas, y hasta practicadas, en el seno de la monarquía castellana y de la iglesia del siglo anterior. Sólo que la expresión pública de una mayor ingeniería liberal y la existencia de un espacio público en el que debatir la cuestión, permitieron exhibir una dramática contienda entre gobierno y clero reformista , por un lado, y el clero ultramontano y otros enemigos de la reforma, por otro.” (Chiaramonte, 1997, p. 196).

A su vez, la reforma militar sancionada en noviembre de 1821, pocos meses antes que la eclesiástica, respondía también a criterios de utilidad ya que se basó en una importante reducción del aparato militar una vez que finalizaron las guerras de independencia, a los fines de orientar el esfuerzo militar hacia las fronteras bonaerenses para garantizar la expansión ganadera. El ejército quedó reducido a 2500 soldados y 126 oficiales. Se permitía al Departamento de Policía el reclutamiento de los llamados “vagos” y “mal entretenidos” para sumarlos a las filas del ejército reformado. Quedaba por ver como sería recepcionada esa reforma por la “sociedad republicana” porteña (Bushnell, 1983).

Tanto la reforma de la iglesia como la militar motivaron las asonadas populares organizadas por Gregorio Tagle en 1822 y 1823 y, a pesar que estos actos de protesta fueron eventualmente controlados, significaron un fuerte llamado de atención para un gobierno que parecía estar más pendiente de conseguir el apoyo de los sectores más instruidos de la sociedad a partir de una amplia Ley de Prensa, que permitió la circulación de numerosos diarios como así también del mejoramiento de los espectáculos públicos (Di Meglio, 2007). Estos medios, como ha mostrado de manera elocuente Jorge Myers, sirvieron de vehículos eficaces para publicitar las diversas reformas sancionadas (Myers, 1998; Molina, 2009). En este sentido, llama la atención el modo en que, al igual que en las principales ciudades de Europa, se buscó también fomentar y mejorar la calidad de la recreación pública. Esto se apreciaría sobremanera en la esfera teatral de Buenos Aires, donde no era extraño que actores y actrices hicieran referencia a las reformas del gobierno, como fue el caso del célebre Culebras:

“En una farsa titulada: “El Padre avariento” dijo Culebras, en el papel de un abogado tramoyista: ‘poca utilidad ofrece la abogacía en el día y máxime si también viene por nosotros una reforma como la que han sufrido las demás clases privilegiadas’. Esta expresión inesperada en medio de una pieza bastante ordinaria e insulsa produjo un efecto eléctrico entre los espectadores, de quienes arrancó simultáneamente risa y aplauso”. (Gallo, 2012, p. 108)

La citada reseña corresponde a El Centinela, uno de los principales diarios oficialistas, que concluía la nota afirmando que si se hubiera sometido al sufragio del público asistente, incluido el “bello sexo”, para aprobar la reforma eclesiástica, esta sin duda sería ratificada por aclamación. La anécdota pone en evidencia los esfuerzos del gobierno por utilizar el espacio público, especialmente en áreas destinadas a la recreación, para difundir y fomentar sus reformas. Una modalidad que remite a la Paris de la década de 1790, y que no era más que una continuación de las nuevas modalidades impuestas en el Río de la Plata desde 1810, como ser la organización de festividades cívicas para celebrar eventos ligados a la Revolución de Mayo (Munilla Lacasa, 2013).

Epílogo

El programa reformista impulsado por el Gobierno de Buenos Aires entre 1821 y 1824, tuvo connotaciones “regeneracionistas” o, al decir de Stein y Hardenberg, de “revolución en el buen sentido”. Pero a diferencia de Prusia y otras potencias europeas que promulgaron significativas reformas entre fines del siglo XVIII y principios del XIX, Buenos Aires, al igual que Francia, Estados Unidos y otras ex colonias españolas en América, impuso sus reformas en el seno de una sociedad pos-revolucionaria. Como advertiría Alexis de Tocqueville para el caso de Estados Unidos, estas se irían amoldando más rápidamente, aunque no sin tropiezos, al avance de pautas democráticas tanto en el orden político como en el social.

De todas formas, para algunos historiadores el legado del reformismo Borbónico tuvo una innegable impronta en las reformas porteñas. El hecho que algunos de los principales miembros del gobierno de Buenos Aires habían transitado por espacios cercanos al poder virreinal acentúa su visión en este sentido. A esto se le agrega que el principal instigador de las reformas sancionadas por el gobierno de Martín Rodríguez, Rivadavia, además de ser hijo de una figura prominente de la colonia estaba casado con la hija del ex Virrey Joaquín Del Pino. Este detalle es subrayado por Jorge Myers, que afirma que la concepción del Estado que concebían estos hombres remitía a una “estructura de sentimiento” neo o posborbónica:

“En su manera de gestionar el poder, la gama de posibles respuestas a las distintas crisis que la convulsión revolucionaria continuaba generando estaría muy marcada por por reminiscencias del ideal reformista borbónico, por una concepción exaltada de la prerrogativa de los funcionarios del Estado y del deber de obediencia que incumbía a sus gobernados. Es como resultado del cruce de esta estructura de sentimiento neoborbónica con una ideología política explícitamente republicana que se produciría aquella ambivalencia tan intensa en el discurso rivadaviano acerca de la opinión pública y de sus límites posibles” (Myers, 2003, p.78).

Esta matizada aseveración de Myers resume bien el eclecticismo que caracterizó al gobierno de Martín Rodríguez y la esencia de las reformas que promulgó. Pero cabría preguntarse si el término “neoborbónico” es el más adecuado para adosar a dicho gobierno. Esa expresión parece más adecuada para el contexto Español y Francés, países que en esos mismos años estaban experimentando la restauración de sus respectivos regímenes borbónicos, con monarcas más bien renuentes a ajustarse a algunas de las iniciativas reformistas promovidas desde sus asambleas nacionales. Más allá de las connotaciones liberales implícitas en esas propuestas, estas se circunscribían dentro del marco de esas monarquías constitucionales, no a los de una república.17

En su momento, la actuación del Gobierno de Buenos Aires fue elogiada por sus adeptos locales como también por los cónsules de las principales potencias extranjeras. Asimismo, algunos de los opositores a ese gobierno se sumaron a esos elogios tal el caso de Gregorio Las Heras quien, cuando asumió como nuevo gobernador en lugar de Martín Rodríguez, pronunció un discurso en el cual acuñó la frase “feliz experiencia” para calificar esa gestión. Debido al clima político reinante, todo parecía indicar que estaban dadas las condiciones para intentar “nacionalizar” el país reuniendo nuevamente a las provincias bajo un mismo gobierno.

Este objetivo se consiguió una vez que se selló un acuerdo diplomático que era considerado esencial, el reconocimiento de la independencia por parte de Gran Bretaña, en el cual quedaba establecido la firma de un tratado de amistad y comercio. Sin embargo, el tan ansiado tratado, resultó ser el principio del fin de la fallida experiencia de Rivadavia como Presidente de la reunificada Argentina. El excesivo grado de centralismo implícito en la Constitución nacional sancionada en 1826, que decretó la elección de Buenos Aires como ciudad capital, desembocó en un conflicto político con las provincias que provocó el derrumbe de ese gobierno. La voluntad reformista, tardo ilustrada y utilitarista del grupo rivadaviano resultó ser incompatible con la diversidad de intereses de las demás provincias, y de tal modo inviable a nivel nacional.

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Notas

1 Nos referimos esencialmente a trabajos que aparecen citados en este artículo como los de Aliata, Chiaramonte, Di Meglio, Di Stefano, Goldman, Molina, Munilla Lacasa, Myers y Ternavasio entre otros tantos.
2 Federico II de Prusia reinó entre 1740 y 1786
3 Fox y Burke eran miembros de la facción reformista de los Whigs en el Parlamento inglés. Apoyaron las Revoluciones de los Estados Unidos lo que les valió el repudio de Jorge III, monarca que reinó Gran Bretaña entre 1760 y 1820, pero después se enfrentaron en ocasión de la Revolución Francesa cuando Burke escribió sus famosas Reflexiones criticando los sucesos ocurridos en ese país, mientras que Fox y sus aliados apoyaron esa revolución a ultranza.
4 Conocidos en inglés como los Rotten Boroughs, distritos electorales ubicados en las zonas más prósperas de ese país, donde se encontraban las regiones agrícolas más productivas del centro y sur a los que se les asignaba, en términos demográficos, una desproporcionada cantidad de votantes. Esta distribución contrastaba con los muy limitados cupos asignados para los pobladores de las incipientes regiones industriales del norte del país. Véase Burns and Innes (2003)
5 José II de Austria fue co-regente de ese Imperio junto con su madre María Teresa, que ya había sancionado una serie de reformas significativas. Posteriormente, fue emperador desde 1780 hasta 1790. El Edicto fue promulgado por él en 1781 como parte de su reforma religiosa que otorgaba la libertad a los cristianos no católicos, incluyendo a Luteranos, Calvinistas, Judíos y Ortodoxos, dentro de las tierras de la Monarquía de Habsburgo. Asimismo, transformaba a los clérigos en burócratas al servicio del Rey.
6 Carlos III de España reinó entre 1759 y 1788.
7 El Congreso de Viena fue convocado por el Canciller Austríaco Klemens Von Mettrernich con el propósito de reestablecer las fronteras de Europa a la situación existente previo a la Revolución Francesa y las conquistas de Napoleón
8 Sancionada cuando era Primer Ministro Charles Grey, que había sido uno de los principales instigadores de esa reforma junto con Fox en el seno de la facción Whig reformista
9 Acerca del efecto de la Revolución Francesa en Gran Bretaña, y como dio lugar al levantamiento de diversos sectores sociales, y particularmente de los grupos más radicalizados, el clásico trabajo de E. P. Thompson sobre el origen de la clase trabajadora en Inglaterra (1963) sigue siendo una referencia ineludible para este tema
10 Esta medida se llevó a cabo en Prusia en 1807
11 La abolición de la servidumbre recién fue sancionada en Rusia en 1861 durante el imperio de Alejandro II
12 El llamado “Gran Debate” refiere al particular clima de deliberación que surgió en la Asamblea francesa, reestablecida por Luis 18 tras la caída de Napoleón. Allí se destacaron ciertos miembros provenientes de facciones de tendencia liberal, como Benjamin Constant, Francois Guizot y Adolphe Thiers, entre otros, que formaron parte de la oposición a la restaurada monarquía
13 Bernardino Rivadavia partió en misión diplomática a Europa junto con Manuel Belgrano, enviados en primera instancia por el Director Supremo del Río de la Plata Carlos María de Alvear en 1814. El objetivo principal de esta misión era el de buscar un príncipe europeo que pudiera hacer las veces de monarca en el Río de la Plata. A pesar que esta controvertida tentativa no surtió efecto, Rivadavia permaneció en Europa hasta 1820 por orden de Juan Martín de Pueyrredón, Que había asumido como Director Supremo en 1816.
14 La Ley Electoral establecía una pequeña distinción entre votantes “activos”, “todo hombre libre, natural del país, o avecinado en él” y los votantes pasivos,” todo ciudadano mayor de 25 años, que posea alguna propiedad o inmueble o industrial”. Esta última distinción refería al derecho de ser elegido, y resulta un tanto extraña la nomenclatura elegida si se la compara con la primera ley electoral establecida durante Revolución Francesa, donde los ciudadanos catalogados como pasivos eran justamente los que no tenían derecho al voto.
15 En lo que el mismo autor define como una suerte de distinción jerárquica entre la esfera urbana y rural, por una clausula establecida en esa reforma electoral se asignaban en la nueva Sala de Representantes bonaerense, doce representantes por la ciudad y once por la campaña.
16 La reforma eclesiástica establecía también la abolición de los tributos eclesiásticos y la sanción de una ley, dictada dos años después, donde se garantizaba la libertad de cultos.
17 Cabe aclarar que en el caso de España se pasó de una restauración absolutista al llamado trienio liberal, que se inició en 1820, y luego a una segunda restauración absolutista a partir del año 1823. Este particular contexto español marca una distinción con la situación planteada en Francia donde el restaurado régimen borbónico, hasta su caída como consecuencia de la revolución de 1830, no sufrió semejantes vaivenes


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