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Entre la concordia y la propaganda. La paz en el discurso político de la Castilla del siglo XV
Between Concord and Publicity. Peace in Political Discourse of the 15th Century Castile
Trabajos y comunicaciones, núm. 52, 2020
Universidad Nacional de La Plata

Dossier

Trabajos y comunicaciones
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
ISSN: 2346-8971
Periodicidad: Semestral
núm. 52, 2020

Recepción: 15 Abril 2020

Aprobación: 18 Junio 2020

Publicación: 07 Julio 2020


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Resumen: En la Corona de Castilla el discurso de la paz cobró relevancia a lo largo del siglo XV. En la primera mitad de esta centuria se pudieron sus bases teóricas, merced a los planteamientos de autores como Alfonso de Madrigal, aunque fue en el último cuarto del siglo, en el reinado de los Reyes Católicos, cuando la necesidad de estos monarcas de legitimarse en el trono les llevó a recurrir de forma sistemática a las ideas de la paz con fines propagandísticos, erigiéndose en una especie de adalides del orden frente a la anarquía de otros tiempos.

Palabras clave: Paz, Reyes Católicos, Discurso Político, Propaganda, Siglo XV.

Abstract: In the Crown of Castile peace speech achieved relevance throughout the fifteenth century. In the first half of this century, theoretical bases could be made thanks to the approaches of authors such as Alfonso de Madrigal. However, it was in the reign of the Catholic Kings when the need of these monarchs to legitimize themselves in the throne led them to resort to ideas of peace for propaganda purposes, setting themselves up in masters of order against anarchy of other times.

Keywords: Peace, Catholic Monarchs, Political Speech, Publicity, XV Century.

La Corona de Castilla es uno de los territorios de la Europa medieval sobre el que el tema de la cultura política se ha venido evaluando con mayor detenimiento desde la década de 1980,1 orientándose las investigaciones en virtud de un triple perspectiva: la profundización en las ideas en torno al poder de los principales pensadores, muchos de ellos al servicio de los reyes; el paso de dichas ideas a la actividad de gobierno mediante acciones de propaganda (Corral Sánchez, N., 2018); y, por último, de acuerdo con lo anterior, el nexo imperante entre las medidas de control ideológico y el disciplinamiento social, la gestión de las instituciones y la economía.2

Hoy parece claro que ciertas nociones de carácter político empiezan a gozar de relevancia a partir del siglo XII, hasta tal punto que podría decirse que fue en dicha centuria cuando, en palabras de Ana Isabel Carrasco Manchado, “emerge la política” (2017, p. 573). En la Baja Edad Media los teólogos y juristas no solo harían un uso y una difusión contundentes del derecho romano, la canonística y el aristotelismo, sino que, además, perfilarían enfoques distintos en torno a la visión de la guerra, la felicidad, la paz, la justicia, la concordia y el bien común. Unos enfoques que gozarían de notoria popularidad, y que, más que en otros tiempos, se sopesarían en las juntas de los dirigentes públicos, en las iglesias, en las plazas, e, incluso, en escándalos y en insurrecciones populares. Algunos planteamientos políticos tendrían un impacto notable en la opinión pública, ya fuese porque eran bien considerados, al estimarse beneficiosos para el conjunto del «pueblo»; ya fuese porque habían sido bien inculcados, merced a la didáctica propagandística; o ya fuese porque se habían hecho célebres, gracias a la labor de predicadores e intelectuales. El ejemplo paradigmático lo constituye la idea de la «paz», que será el objeto de estudio en las páginas que siguen, y que desde tiempos antiguos se tenía por un «fin máximo»; por una meta estructural en la existencia de todas las personas y sociedades (Galtung, J., 1985). Por tal motivo, no solo era materia de debate entre literatos, teólogos y juristas, para consumo propio, sino que, al contrario, su difusión y sus apariciones en escritos de todo cariz –crónicas, poemas, corpus legislativos– evidencia que era aprobada por la sociedad en su faceta de generadora de «bien común», pues en el pasado, como hoy, el deseo de vivir de manera pacífica era compartido.

Desde el punto de vista histórico, puede realizarse una doble lectura sobre la paz. Por un lado, una lectura en positivo, que en el Medievo enlazaría con los valores cristianos de la bondad, la caridad y el amor al prójimo; con la idea de hacer del mundo un sitio mejor, a imagen del Paraíso, como había argumentado San Agustín en su obra Civitas Dei, que dio lugar a lo que se conocería como el agustinismo político. Por otro lado, una lectura más despiadada, o si se quiere menos inocente (Janowitz, M., 1984, p. 76), según la cual las ansias de paz podían ser manipuladas, fuera mediante argumentos religiosos –dada la obligatoriedad de no sublevarse ante las injusticias, si se quería alcanzar el Cielo–, o fuera con planteamientos políticos. Aunque la paz no era –ni es– una noción objetiva, sino de carácter subjetivo, que depende del punto de vista de cada cual, con sus ceremonias, sus simbologías y sus discursos los reyes, la Iglesia y los nobles se apropiaron de ella, se erigieron en sus defensores exclusivos, y, mediante su manipulación, buscaron establecer fundamentos que revalidasen su dominio. Todo serviría en la consecución de este fin. Incluso los poemas, que a menudo se utilizaban para alabar a los reyes y a los poderosos.3

En la Castilla del siglo XV el discurso de la paz se desarrolló en un ambiente intelectual dinámico, marcado por el humanismo, en el que germinaría una generación de pensadores cuyas ideas tuvieron gran repercusión, sobre todo en el reinado de los Reyes Católicos. Autores como Diego de Valera, Gómez Manrique, el jurista Alonso Díaz de Montalvo, el franciscano Íñigo de Mendoza, el bachiller Palma, el canónigo Alonso Ortiz, Juan de Lucena, Diego de San Pedro o Juan López de Palacios Rubios, además de cronistas de los monarcas como Fernando del Pulgar, Alonso de Palencia, Andrés Bernáldez, Diego Rodríguez de Almeda, Antonio de Nebrija, el doctor Galíndez de Carvajal, Alonso de Santa Cruz, Gonzalo Fernández de Oviedo, Gonzalo García de Santa María, Frabicio de Vagad y Lucio Marineo Sículo (Ladero Quesada, M. A., 1999, pp. 105-106). Todos estos escritores, a los que los Reyes Católicos acudirían para desplegar una labor de propaganda en su favor como nunca se había visto (Carrasco Manchado, A. I., 2003), se educaron en la Universidad de Salamanca o tenían alguna conexión con ella, porque a comienzos del siglo XV se constituyó allí un núcleo de pensadores portentoso, alrededor de figuras como el diplomático Alonso de Cartagena o el académico Alonso de Madrigal, alias el «tostado».

1. La paz en la cultura política: Madrigal, Sánchez de Arévalo y Valera

Los dos ideólogos políticos más reputados de la Castilla del siglo XV fueron Alonso (Fernández) de Madrigal (1410-1455) y Rodrigo Sánchez de Arévalo (ca. 1430- ca. 1493).4 Compañeros de estudios a comienzos de la centuria en Salamanca, en la Facultad de derecho, sus razonamientos se basaban en doctrinas de fundamentación similar, en la línea del tomismo y del agustinismo, si bien en el caso del «tostado» sus reflexiones estarían menos supeditadas a las vicisitudes de su época, siendo de carácter filosófico y especulativo, mientras que Sánchez de Arévalo escribió en todo momento con marcados fines didácticos y moralizadores.

En lo relativo a la idea de la paz, a su argumentación, a su uso y a su puesta en práctica, la diferencia entre ambos autores es notoria. Aunque los dos manejan una conceptualización similar del término, el «tostado» reflexiona sobre la paz con gran altura, con lucidez intelectual, mientras que Sánchez de Arévalo no se preocupa por el concepto en sí, sino por su aplicación práctica; por cómo lograr gracias a él un nuevo tipo de civitas más sosegada, más habitable y más floreciente. Esta forma opuesta de acercarse al mismo ideal se debe a la trayectoria que ambos hombres seguirían en sus carreras profesionales. Madrigal ejerció toda su vida como profesor de derecho, filosofía moral, teología y artes en Salamanca, erigiéndose nada menos que en el continuador del academicismo humanista de Alonso de Cartagena (1384-1456), y en el preceptor de otros importantes escritores, como Alonso de Palencia (1423-1492) o Fernando del Pulgar (ca. 1430-ca. 1493), lo que hizo que a la postre su pensamiento influyera en la filosofía política de la segunda mitad del siglo XV, y en concreto en los ideólogos que pusieron su pluma al servicio de Isabel la Católica. Sánchez de Arévalo fue un hombre mucho más apegado a la realidad de sus días, siempre al servicio de la Iglesia, y autor de obras de derecho canónigo y de política.

1.1. La concordia y la definición de la paz en el siglo XV

Buena parte de los fundamentos teóricos del discurso de la paz imperantes en la Castilla del siglo XV se deben a la labor académica y filosófica de Alonso de Madrigal (Santoyo, J. C., 2009). Según Nuria Belloso Martín, en sus escritos se observa una “constante preocupación [...] por la paz [...] la necesidad de promover la paz social aflora en muchas cuestiones” (Belloso Martín, N., 1989, pp. 156-160). Para el «tostado» el término «paz» debía vincularse al concepto amiçiçia, que se podría traducir por amistad o concordia, de modo que a partir de ambos él hablaba de la amiçiçia política; lo que hoy definiríamos no tanto literalmente, como “amistad política” o “concordia política”, sino más bien como “política de la amistad y de la concordia”. Algo que en palabras de Madrigal solo sería practicable a través de la eliminación de la violencia –“non levantando en bozes o en fechos”– y con la bienquerençia y el bienfazer, o la «beneficencia», y que traería consigo una concordia libre de toda tensión. Y así, concluía el «tostado»: “La concordia de los cibdadanos o paz es amyçiçia.”

Esta paz, o concordia, para Madrigal tenía tres características básicas. En primer lugar, no podía existir de no haber sosiego y orden; no era factible en medio de la angustia social, la inquietud económica y las tensiones políticas. Para él, como para Santo Tomás de Aquino y para humanistas como Dante Alighieri o Marsilio de Padua, la paz era una concordia en el sosiego: la “tranquilidad del orden” –tranquillitas ordinis–. Él la concebía, además, desde un punto de vista ecuménico, como un fenómeno universal y atemporal de todas las sociedades y todas las épocas. Por último, se trata del primer pensador castellano que, con contundencia y de modo brillante, señaló que la paz se definía por contraposición a la violencia; a cualquier forma de violencia, y no sólo a la producida por la guerra. No en vano, distinguía entre bellum, guerra, y seditio, sedición. Para él, aunque ambos conceptos eran idénticos, en tanto que fruto de conflictos desarrollados entre enemigos, la primera se producía en contra de enemigos ajenos a la comunidad bella ad hostes pertinent–, mientras que la sedición operaba dentro de ella, entre los ciudadanos –seditiones ad cives pertinent–. Si se consideraba opuesta a bellum la paz se entendía como una ausencia de conflictos contra «adversarios» exteriores. Si, al contrario, era considerada opuesta a seditio, solía referirse a un contexto ideal, caracterizado por la ausencia de tensión en el seno de las comunidades sociales; por la ausencia de conflictividad individual –de asesinatos, homicidios, agresiones–, de venganzas de unas familias contra otras y de disputas entre linajes y facciones. No se olvide, en este sentido, que Madrigal pasó buena parte de su vida en Salamanca; una ciudad desgarrada por las disputas entre bandos políticos (Monsalvo Antón, J. Ma, 2009), en la que la violencia y el crimen estaban a la orden del día. Esto explicaría, de alguna forma, que para él la paz fuera una meta máxima –magnum beneficium–: la máxima aspiración del individuo como miembro de una comunidad política –civilis communitas pacem desiderat–. La sedición, y la violencia, en general, eran un peligro: podían llevar a la aniquilación de la communitas, y por tanto de los hombres –seditiones vero subito perit–. Para el «tostado» la paz era la exclusión de:

“todo movimiento perturbador, todo ímpetu que pueda romper o maltratar la armonía del orden [...] En el ámbito político, in civitate, hay paz cuando no se perturba el recto orden de la vida política que ha sido establecido por la voluntad de quien tiene encomendado el gobierno de la comunidad política, cuando nihil est quod perturbet rectum ordinem civitatis” (Beneyto Pérez, J., 1944, p. 159).

La paz era un orden político, pero también social y económico, y en todos los ámbitos de la realidad, al que amenazaban dos enfermedades: la guerra, dirigida contra enemigos exteriores, y la sedición, producto de los enfrentamientos surgidos en el interior de las comunidades políticas. Tanto en una como en otra lo característico del mal que traían implícito era la violencia, por lo que sólo batallando contra ella, sólo eliminándola, se podía conservar la paz, la amiçiçia y el orden.

Con variaciones mínimas, en esencia relacionadas con sus argumentos justificativos, esta visión de la paz era la vigente en Europa a finales de la Edad Media. La paz se oponía a la violencia en todas sus manifestaciones: tanto a la originada por las guerras frente a enemigos externos como a la surgida como fruto de la sedición, las revueltas e, inclusive, el conflicto civil. No obstante, la conflagración frente a adversarios exteriores no se veía mal del todo. A menudo se consideraba válida y de necesidad para mantener la paz en el territorio propio: para exportar la violencia hacia otros lugares, dificultando los conflictos domésticos (Weber, M., 1993, p. 667), como más tarde argumentaría con lucidez Nicolás Maquiavelo. Por contra, a las insurrecciones y a los crímenes que quebraban la convivencia casi nunca se les concedió legitimación; no sólo porque afectasen a personas inocentes, que convivían a diario con los malhechores, sino, y, sobre todo, por su sustrato de insubordinación frente al poder instituido. Solo en casos excepcionales se consideró que la resistencia y la rebelión podían ser válidas, como, por ejemplo, para oponerse a una tiranía (Nieto Soria, J. M., 2011).

1.2. La «guerra justa» y la justicia. Dos mecanismos básicos para defender la paz

Dentro de la línea argumentativa contraria a las rebeliones y los crímenes se encuentran las obras de Rodrigo Sánchez de Arévalo, un intelectual cuya vida ocupó buena parte del siglo XV, famoso porque rechazó visceralmente la situación política reinante en tiempos de Juan II, y porque puede ser considerado, sin lugar a dudas, como el gran escritor político de finales de la Edad Media en Castilla.

Adelantándose a ideas célebres en el siglo XVI, Sánchez de Arévalo especulaba sobre lo positivo e incluso necesario de la guerra; de lo que definía como la guerra justa o prudencia béllica, con la que hacer frente a los adversarios exteriores de la comunidad y a los que desde su seno intentaran destruirla. Al contrario que el «tostado», que insistía en la bienquerencia y en los medios pacíficos, para Sánchez de Arévalo los objetivos de Madrigal, que él compartía –la paz, la concordia y el sosiego–, eran demasiado ambiciosos y vulnerables como para pretender alcanzarlos mediante medios que no implicaran coacción y violencia. Para él, mejor conocedor de la conflictividad social y política que el «tostado», ya que desarrolló buena parte de su carrera al servicio de los reyes, el fin justificaba los medios. Desde su punto de vista era iluso querer instituir la paz mediante el amor y la amistad, con la concordia y la bienquerencia, en un escenario como el de los reinados de Juan II y Enrique IV, donde las conspiraciones, los altercados, los crímenes y los disturbios lo emponzoñaban todo. La paz no tenía por qué ser acordada; podía ser impuesta. Y la violencia no tenía por qué ser mala. Lo malo era su uso incorrecto, en perjuicio de la paz y la justicia, y en menoscabo del orden, el cual se debía defender si era necesario mediante una violencia –justa– incluso mayor que aquella que lo había puesto en jaque.

Para Sánchez de Arévalo la fuerza debía estar en manos de las autoridades encargadas de mantener la paz, para que con ella pudieran hacer frente a todos los enemigos de la concordia. De hecho, él veía en la guerra un mecanismo útil, e incluso indispensable, a la hora de acabar con los males que afligían a la convivencia. Y así, apuntaba:

“…la causa principal porque fue establecida e ordenada la guerra e cosa béllica, la qual es que, assí como las leyes de la çibdad son ordenadas principalmente por el bien común de la tal çibdad, assí la guerra fue instituýda principalmente para defensión e conservación de aquel bien común, pues como este bien común se embargue e impida por impunnación e guerra de los enemigos o por sedición, e bullicio o levantamiento de los çibdadanos sobredichos, por causa de las personas baxas e flacas, sigue que la causa porque la guerra fue fallada es para defensión e conservación de la paz e bien común de la tal çibdad, la qual paz e bien, como se empacha por guerra de enemigos e por sedición e delictos de los çibdadanos e súbditos –e esto es lo que Tulio dize en el libro de las Filípicas–, que la guerra se debe fazer solamente por procurar paz e evitar injurias e ofensas […]

…todo buen político deve saber el fin de la guerra, que es para procurar paz e quitar los impedimentos e dannos de la çibdad, resistiendo las ofensas de los enemigos e, otrosí, castigando las sediciones e delictos…” (Sánchez de Arévalo, R., libro I, consideración XII, pp. 60-61).

Sánchez de Arévalo es uno de los primeros pensadores que de forma directa apunta no solo que puede utilizarse cualquier mecanismo para alcanzar la paz, en tanto que fin supremo, sino que, además, dicha paz debe ser una: la que se determinase “desde arriba”, desde la corte. En su pensamiento la paz no es un concepto objetivo, que pueda depender del punto de vista desde el que se valore o se solicite. Lo que quiere decir realmente cuando habla de paz es «paz regia», o paz de los reyes: una paz vinculada a la idea de imponer el sosiego y la armonía para permitir la reproducción del sistema, luchando contra el desorden y el delito. En ningún caso se refiere a una paz planteada “desde abajo”, que se base en la idea de la justicia social y de la lucha contra los abusos de los poderosos. La visión de la paz de Sánchez de Arévalo es mucho más tajante, dura y agresiva –¿más realista? – que la de Alonso de Madrigal. Para él la guerra no es el “último fin e buenaventurança umana”, pero es algo “ordenado” para “conseguir el último fin de la çibdad o del buen político, que es aver paz e sossiego para vivir virtuosamente” (López Gómez, 2006b).

En esta línea de pensamiento se sitúa también otro de los grandes escritores políticos del siglo XV: Diego de Valera (1412-1488). Aunque no recibió una formación tan refinada como la del «tostado» o Sánchez de Arévalo, compartía con este último, del que fue contemporáneo, el haber trabajado buena parte de su vida para los reyes, y el haber vivido de cerca los avatares de la política y los enfrentamientos surgidos en el interior de los núcleos urbanos.

Entre las obras de Valera destaca una, cuyo título lo dice todo: Exhortación de la paz. En ella se hace un alegato en contra de la violencia y a favor del ejercicio del gobierno pacífico. Se trata de una disertación breve, profundamente influenciada por el agustinismo político, y en la que, para defender el establecimiento de una paz provechosa de la que pudieran lucrarse todos los individuos, se acude a Aristóteles y a Santo Tomás, a los escritos clásicos y a tratados históricos (Valera, D. de, 1959, pp. 77-87). La obra se plantea como un manual adoctrinador, como un espejo de príncipes, especulando con una realidad utópica en las antípodas de la triste situación que sufría Castilla a mediados del siglo XV, en la que, según Diego de Valera, muchos no ansiaban la paz, sino que, llevados por la raviosa enbidia, la vanagloria y los deseos de venganza, actuaban en beneficio propio y no por el bien común y la pas e sosyego que el rey debía garantizar (Valera, D. de, 1959, p. 78)

La diferencia entre Valera y Sánchez de Arévalo y Madrigal es que en su caso daba una prioridad absoluta a la justicia, a la cual dedicaría buena parte de su Exhortación. Una justicia cuya finalidad no era sólo “castigar e corregir los errores”, sino que, cotejadas las obras de Tulio y Séneca, San Isidoro y San Agustín, parecía tratarse de algo complejo, destinado a dar a cada uno lo suyo. Consistía en “la común utilidad guardada”: en conceder galardones a los «buenos», por sus virtudes, y en castigar a los «malos», por sus vicios. La defensa de la paz exigía que el orden público se mantuviese, y esto a su vez obligaba a ejecutar bien la justicia. Al igual que Sánchez de Arévalo, Valera consideraba que la guerra podía ser un mecanismo para instituir la paz, e incluso para defenderla, pero al contrario que él insistía en que lo más importante no era el establecimiento de sistemas de presión coactivos e incluso violentos con los que proteger la paz, sino el desarrollo de una política de la equidad, en la que cada súbdito recibiese su merecido, en virtud de lo que hiciera. Por ello, frente la prudencia béllica de la que hablaba Sánchez de Arévalo, o frente a la bienquerençia y el bienfazer del «tostado», Valera insistiría en la «justicia particular», no igualitaria, de carácter retributivo

Desde San Agustín todo el pensamiento medieval había diferenciado entre la justicia legal, cuyo fin era conocer la verdad, y la justicia punitiva, destinada a mantener el orden. No obstante, Valera iría más lejos, al hablar de una justicia diferenciada, en la que, por el bien de la «paz», había de separarse lo legal e instituido del caso concreto que se estuviera juzgando. La «justicia legal» sería lo que hoy entendemos como justicia –derecho positivo–: el resultado del sometimiento a una legislación, a través de la cual se regula la vida de los individuos en sus comunidades sociales. La «justicia particular» –derecho natural–, sin embargo, se veía como un hábito: un comportamiento, una actitud responsable y respetuosa en relación con uno mismo y con los demás. Dicha «justicia particular» para Valera podía ser de dos clases: «distributiva», propia de monarcas, príncipes, duques, condes y, en general, de omes poderosos, que consistía en ofrecer condenas o galardones según los méritos o los agravios de cada cual; y «conmutativa»: dispuesta para garantizar la vida paçífica a través de su ejecución igualitaria. De una igualdad que, al contrario de lo que pudiera pensarse, no podía consistir en tratar a todos de la misma forma, sino en:

“…acatar la qualidad de las personas, virtudes, linajes, estados, servicios [e] tienpos, que bien así como en el cuerpo humano los miembros no son eguales nin egualmente los vestimos, mas a cada uno segúnt su proporción, así en el cuerpo misto, que es un reino, provincia o comunidad, se deve proporcionar dando mayores cossas a los más grandes e más dignos, no dexando por eso de fazer bien a todos según los méritos de cada uno…” (Valera, D. de, pp. 80-82).

Tabla 1


Fuente: Elaboración propia sobre la base del ensayo Exhortación de la paz, de Diego de Valera.

La justicia debía ser distinta en función de los individuos a los cuáles afectase, por lo que los jueces, como todos los hombres, debían “fazer diferencia en el amar”. El amor a los cristianos, la familia, los amigos, los vecinos y los naturales siempre habría de ser mayor que el mostrado con “los más remotos”, los “judíos o moros”, los “estraños” y los “extranjeros”. Solo el buen político estaba capacitado para adecuar las leyes en virtud de esto. Lo que dice Valera es que hay que ir más allá de la justicia, como tal. Desde su punto de vista la paz es ante todo una cuestión política. Para él un pacificador no es sólo un buen juez. Se trata, ante todo, de un político sabio, capaz de gestionar los recursos del Estado en pro de la ciudadanía, atendiendo a los méritos personales.

2. La paz en la propaganda: el ejemplo paradigmático del reinado de los Reyes Católicos

Como ha podido observarse, a lo largo del siglo XV los pensadores políticos castellanos manifiestan su preocupación por el sustento de la paz, tanto frente a potencias exteriores como sobre todo en lo relativo al interior de Castilla. En opinión de muchos de ellos, solo reinaría la paz e sosiego de existir un buen gobierno dirigido por reyes valerosos, los cuales, como si de directores de una orquesta se tratara, debían conducir su reino de manera armoniosa, haciendo que fueran de la mano el orden y la justicia. Solo así la violencia, los abusos y los altercados desaparecerían, surgiendo una concordancia similar a la de una canción bien compuesta (Siete Partidas, Partida 2ª, título X, ley II, fol. 30 v). Pero para que así ocurriese no solo debía reflexionarse desde las teorías políticas. Había que concienciar a la población; había que ofrecerle un ideario que le diera esperanzas, en un tiempo en que eran comunes las crisis de subsistencia, las enfermedades y, en general, el crimen y el delito.

En el caso de Castilla, en las tres últimas décadas del siglo XV se llevó a cabo un intento premeditado de deformar la percepción de la realidad que tenía la ciudadanía, a fin de ponerla al servicio de la reina Isabel. Los individuos que rodeaban a ésta, e incluso la propia soberana, desde la década de 1470 vincularon su gobierno a la creación de una «paz necesaria» que, según defendieron, se había venido buscando de manera infructuosa desde mucho tiempo antes. Uno de los mayores aciertos de los Reyes Católicos fue precisamente el lograr el apoyo de unos eruditos que les facilitaron una tarea ideológico-propagandística de la que habían carecido sus antecesores, en parte porque nunca la habían necesitado para justificar su llegada del trono. Otra cosa es si caló la propaganda entre el común de los pecheros. En una sociedad sin unos sistemas de comunicación como los del mundo contemporáneo y en la que el analfabetismo era generalizado (Nieto Soria, J. M., 2000, p. 17), las labores propagandísticas se limitaban exclusivamente al arte y a las ceremonias públicas –fiestas, entradas reales, misas, teatros, espectáculos–, de modo que el que se obtuvieran éxitos de importancia no quiere decir que calase el ideario que estaba tras ellos, ni que el adoctrinamiento fuera exitoso. En cualquier caso, en el reinado de Isabel el esfuerzo en este sentido sería extraordinario, con el fin de convertir a la reina en un factor clave en el triunfo de la paz (Carrasco Manchado, A. I., 2003).

2.1. “…el más abatido rrey que jamás uvo en España…”. Enrique IV y la propaganda negativa de la paz

El discurso que apelaba al sustento de la paz, aunque nunca se abandonaría, cobró una especial relevancia durante la primera década de reinado de los Reyes Católicos, entre 1475 y 1485 –hasta que su éxito en la guerra de Granada (1482-1492) les aportó un nuevo argumento legitimador–. Dicho discurso, ensombreciendo la realidad política y social de la época del rey que les había precedido, contrapuso dos formas de gobernar: la de Enrique IV (1454-1474) y la de Isabel I (1474-1504). La imagen ominosa de la gestión política de Enrique que los ideólogos isabelinos crearon fue la base sobre la cual se erigió el nuevo discurso del poder. Un discurso al que habían recurrido ya monarcas anteriores, pero que con los Reyes Católicos alcanzó un nuevo cénit, por el ímpetu y el encono con que fue divulgado.

La conflagración por el trono iniciada tras el fallecimiento de Enrique, entre su hermanastra y su hija –que duraría de 1475 a 1479–, hizo que la primera, Isabel, viese en la propaganda de la paz algo determinante en su legitimación como reina, por mucho que sus doctrinarios forjaran la idea de que había sido la actitud pacífica y flemática de Enrique IV la responsable del desorden que asolaba Castilla.5 En su opinión, Enrique no había sabido guiarse como un buen rey. Su forma de concebir la paz era errónea de todo punto. Había confundido su obligación de mantener el orden con un pacifismo descarnado, propio de un individuo misantrópico, pusilánime, débil e inseguro; de un títere en manos de una nobleza ansiosa de poder. Según Andrés Bernáldez (1450-1513), autor de las Memorias del reinado de los Reyes Católicos:

“Era hombre piadoso, e no tenía ánimo de fazer mal ni ver padeçer a ninguno; e tan humano era, que con dificultad mandava executar la justiçia criminal; e con la execuçión de la civil e en las otras cosas necesarias en la gobernaçión de sus reinos algunas vezes era negligente…” (Bernáldez, A., 1926, cap. I, p. 4).

Diego Enríquez del Castillo (ca. 1431-1503), principal cronista enriqueño y en muchos casos el más benévolo con el rey, describía esta actitud pacífica de Enrique IV en una disputa que tuvo con el obispo de Cuenca, Lope de Barrientos. Cuando éste le apremió para que se enfrentase con las armas a los que pretendían quitarle el trono, el monarca le contestó:

“Los que no avéys de pelear ni poner las manos en las armas sienpre haséys franquesa de las vidas agenas. ¿Querríades vos, padre obispo, que a todo trançe se diese batalla, para que pereçiesen las gentes de amas partes? Bien pareçe que no son vuestros hijos los que han de entrar en la pelea, ni vos costaron mucho de criar. Sabed que de otra forma se ha de tomar este negoçio, y no como vos desís y lo vetáys...” (Enríquez del Castillo, D., 1994, cap. 65, p. 224).

Esta actitud en contra del sufrimiento humano, que podría tenerse por loable y correcta desde un punto de vista moral hoy en día, a fines del Medievo, y en la figura de un monarca –cuya misión era defender a sus súbditos por todos los medios, fuesen cuales fuesen–, se evidenciaba como una temeridad. Y así, el obispo de Cuenca, consciente de ello, espetó al soberano:

“Ya he conoçido, señor, y veo [que] vuestra altesa no a gana de reinar paçíficamente ni quedar como rrey libertado. Y pues no quiera defender su honrra ni vengar sus ynjurias, no espere reinar con gloriosa fama, de tanto vos çertifico que desde agora quedaréys el más abatido rrey que jamás uvo en España, y arrenpentiros es, señor, quando no aprovechare...” (Enríquez del Castillo, D., 1994, cap. 65, p. 224).

Algo similar ocurrió, según los cronistas de Isabel la Católica, cuando Enrique llegó al trono. Era común que en el siglo XV al inicio de un reinado el nuevo rey lanzara una ofensiva en contra del reino de Granada, para exhibirse como líder militar. No obstante, en el caso de Enrique su pacifismo hizo que la contienda fuera un fiasco

“...quando quería que los moros salían a travar sus escaramuças el rrey no dava lugar a que ninguno de su gente saliese a ellos, antes mandava a sus capitanes que jamás consintiesen ni diesen lugar a que se mezclase con los moros ninguno de los suyos, reçelando –como hera la verdad– que los moros, más yndustriosos en aquello, que saliendo a se mezclar con ellos avrían más muertos de christianos que de moros; ca su voluntad hera solamente hazer la tala muy grande...” (Fernández de Palencia, A., 1975, Vol. II, década II, libro IV, cap. X, p. 151).

Fuese o no verdadera esta posición tan radical de Enrique IV en contra de las muertes de sus súbditos, los apologistas de Isabel se encargaron de rechazarla, oponiéndola a la actitud inflexible de la nueva reina. El luctuoso escenario definido en sus crónicas y memoriales, donde imperaba el crimen y la anarquía, en el fondo para ellos era producto de la debilidad de Enrique; de su falta de liderazgo, su cobardía, su miedo y su indolencia. Para los cronistas de Isabel su hermanastro era el paradigma de rey pacificador en sentido negativo, en la medida en que no perseguía una paz que, sirviendo a los intereses de la Corona, buscase el bien común de sus súbditos, sino que, al contrario, en ocasiones intentaba imponer por la fuerza –de forma tiránica y caprichosa– una paz que solo iba en su beneficio, y otras veces, la mayoría, su actitud era haragana, complaciente e insegura, aceptando cualquier tipo de paz, para no buscarse problemas. La paz de Enrique era producto de los antojos de su corazón; no una paz sólida e inteligente, resultado del consejo de sabios asesores. Era una paz fallida que no conllevaba esfuerzos pacificadores, y que, por tanto, a menudo no podía imponerse; o, imponiéndose, no respondía al bien común, y lejos de ocasionar concordia y armonía generaba más divisiones y conflictos.

Figura 1
Relación entre la debilidad de carácter de Enrique IV y la decrepitud de la Corona, según los cronistas de los Reyes Católicos.

Fuente: Elaboración propia a partir de crónicas de los Reyes Católicos.

Los cronistas isabelinos se esforzaron en crear una visión crítica del reinado de Enrique IV, vinculándolo a la situación negativa de las condiciones de vida de la mayor parte de los grupos sociales; o al menos de los “buenos” que los conformaban. Establecieron una conexión siniestra entre el pacifismo y la impotencia para reinar –e incluso para tener hijos– de Enrique y la situación que por culpa de ello se generó en Castilla (Villarroel González, O., 2014): violencia, crímenes, robos, abusos, anarquía, impiedad. Para Fernando del Pulgar el talante pacífico pero tiránico y débil del rey llegó a su máxima expresión frente al supuesto adulterio cometido por su esposa con Beltrán de la Cueva. La infidelidad era un delito grave que justificaba incluso la muerte de la adúltera. Y, aun así, según el cronista, cuando Enrique se enteró de lo ocurrido lo único que pidió fue que encarcelaran a Beltrán de la Cueva, para después –ante los sollozos y llantos de la reina–, afligido, pedir que lo soltaran (del Pulgar, F., 1943, p. 20). Se trataba de una actitud intolerable para la mentalidad del siglo XV, que, más allá de la anécdota en sí –tal vez inventada–, pretendía poner de manifiesto la flaqueza de carácter del rey, su falta de dignidad y lo endebles que eran sus principios.

Los escritores al servicio de Isabel I confrontaron la imagen física, moral y política de ésta a la de Enrique, a fin de contraponer dos arquetipos de rey: uno desconfiable, unas veces tiránico y otra débil, insufrible en todo momento, incapaz de dirigir las riendas de Castilla; y otro seguro de sí mismo y de su misión política, aupado por Dios para salvar a su reino y a sus súbditos, devolviéndoles la paz, la justicia y el orden. Se buscó instituir un vínculo entre la lucha de Isabel contra el caos social y político y las ansias de los ciudadanos que lo padecían, cuyos intereses, siempre según los cronistas, eran idénticos a los de la mujer que quería llegar al trono. Con argumentos populistas se contrapuso el difícil ambiente de tiempos de Enrique, la desilusión que entonces reinaba, y el nuevo escenario de justicia y paz que iba a surgir con la llegada de Isabel. La incapacidad de Enrique y su pacifismo cobarde habían dado alas a los «malos»; habían dado lugar a delitos y crímenes sinnúmero, y a que los malhechores acabaran por sumir en la decrepitud a la Corona.

Frente al carácter culto de los textos de los ideólogos, o a la escasa difusión de las obras en prosa –dado su elevado precio y el analfabetismo imperante–, la propaganda era efectiva sobre todo a través de canciones y poemas, que tenían una gran difusión, al ser entonados por juglares y trovadores que recorrían los caminos viviendo de sus recitales. No es de extrañar, por consiguiente, que el estilo fresco y vivo de esas composiciones se observara con especial interés por los poderes políticos. Mediante la poesía se inculcaban ideas de forma sencilla. Por ejemplo, la Consolación de Castilla refleja punto por punto todo el ideario de los cronistas de los Isabel sobre la época de Enrique IV:6



“Estavan las nuestras çibdades esentas, llenas de viçios, de grandes errores, por los comunes y gentes menores, en juegos de dados, ruydos, tormentas; mugeres casadas por fuerça tomadas, vandos continos en los espeçiales, y fuerças y robos por los ofiçiales, de noche las casas mucho robadas…”

Ahondando en esta propaganda del caos, Fernando del Pulgar insistía en que las víctimas de la violencia y los delitos no eran los poderosos, sino el común: la clase baja, la gran mayoría social, que tenía que sufrir con estupor las diputas desarrolladas en las ciudades, y que, por tal motivo, ansiaba la llegada de un rey que se enfrentase al desconcierto y al crimen. Al igual que otros intelectuales, Pulgar no solo colaboró en la creación de una imagen de Enrique propia de un «rey defensor del caos/paz negativa», sino que, del mismo modo, basó su discurso en planteamientos populistas, con el fin de concordar los intereses de la reina y de sus súbditos. Y de este modo, concluía:

“…luego que començaron a reinar [Isabel y Fernando] fiçieron justiçia de algunos omes criminosos e ladrones que en el tienpo del rrey don Enrrique avían cometido muchos delitos e malefiçios, e con esta justiçia que fizieron los omes çibdadanos e labradores, e toda la gente común, deseosos de paz, estavan muy alegres e davan graçias a Dios porque venía tiempo en que le plazía aver piedad destos rreynos con la justiçia que el Rey e la Reyna començavan a esecutar, por que cada uno pudiese ser señor de lo suyo sin rreçelo que otro forçosamente gelo tomase [...] ganaron los coraçones de todos comúnmente, y en manera que los buenos les avían amor e los malos bolliçiosos, onbres escandalosos que avían cometido muchos crímenes e delitos, vivían en grand miedo...” (Pulgar, F. del, 1943, p. 68).

2.2. “…los malos bolliçiosos […] vivían en grand miedo…”. El discurso pacificador de Isabel I

Uno de los momentos históricos en que tuvo mayor importancia ideológica la defensa de la paz se vivió al inicio del reinado de Isabel y Fernando, cuyo gobierno se considera hoy –al menos hasta la muerte de la soberana– un período de relativo orden político y armonía social entre las convulsiones de la época de Enrique IV y las Comunidades (1520-1522). Sus apologistas vieron en su llegada al trono un regalo de la Providencia, y con el fin de favorecer su labor remarcaron tres aspectos:

  1. 1. La eficacia de sus disposiciones pacificadoras, que consiguieron acabar con el caos, aunque hubiera de recurrirse a medidas muy duras –como a la Inquisición–.
  2. 2. El supuesto apoyo social a la tarea de los nuevos soberanos, in crescendo a medida que daba fruto su gestión.
  3. 3. Como consecuencia de lo anterior, el milagroso cambio que se produjo.

Las apelaciones a la paz de los cronistas en los primeros años incidirían en lo necesario de que Isabel y Fernando no fueran contradichos en su derecho a la corona (Rufo Isern, P., 1988). Con este fin, la cohorte de intelectuales a su servicio empezó a actuar con cierta premura y en todos los frentes, exacerbando las dificultades heredadas del reinado anterior e imponiendo un discurso maniqueísta y mesiánico, en el que especialmente Isabel era vista como un obsequio de Dios, cuyos enemigos eran los «malos»: los herejes, los viciosos, los avaros, los violentos, los tahúres y las personas de calaña semejante. Los «buenos», por el contrario, en opinión de los cronistas, estaban ansiosos de que se estableciese un gobierno de paz y justicia, costase lo que costase. Se trataba de planteamientos propagandísticos e ideológicos que no eran nuevos, pero que a partir de 1475 iban a tener una proyección como la que nunca habían tenido, hasta el punto de poderse concluir que uno de los éxitos de Isabel y Fernando lo conformó el desarrollo de sus medidas de propaganda.

La labor promocionista de Pulgar, Palencia, Bernáldez y los otros ideólogos de Isabel logró lo que quería: un vínculo terrible entre la personalidad de Enrique IV y el caos. La consecuencia de la ineptitud de dicho rey fue la osadía de los malhechores, en general, y en concreto de una parte de la nobleza, que sin manifestar los sentimientos que debía ante su soberano, ante su señor natural –el amor y el miedo–, se dedicó a escandalizar y a promover la violencia, contribuyendo a una situación de anarquía y de desórdenes que era beneficiosa únicamente para los malvados, y no para el bien común. Según los cronistas, la actitud de Enrique incluso estaba vinculada a la herejía y la corrupción de la fe7. En el fondo, él era el culpable del desconcierto; era un castigo divino, antítesis de lo que venía a simbolizar la nueva soberana. Enrique solo era útil para los «malos»; para aquellos que tras su muerte se pondrían del lado del arzobispo Carrillo, el marqués de Villena, el rey de Portugal y los que apoyaban a Juana, a la otra aspirante al trono en la guerra civil vivida entre 1475 y 1479. Se trataba de amigos de “bolliçios, e escándalos e rruydos”, de facinerosos que, en contra de las angustias de su pueblo, habían disfrutado de toda la libertad para cometer sus tropelías. La propaganda de Isabel los supo definir por oposición a los buenos, a sus partidarios: a los amantes de la paz, la justicia y el bien común. Los malos eran pecadores y delincuentes: “viciosos”, “no contendientes ni firmes”, “destemplados e desmesurados”, “bestiales y necios”. Los «buenos» adalides del orden, la fe y la caridad.

Mediante este discurso maniqueo se intentó dejar claro que con la llegada al trono de Isabel todo cambiaría. Y que el cambio sería consecuencia de dos factores, a los que también se prestó especial atención. En primer lugar, el mesianismo, la idea de que la prosperidad y la quietud vendrían como efecto de las plegarias de las buenas personas, que habían conmovido a Dios para que, al fin apiadado, dispusiese la llegada al gobierno de una mujer portentosa. En segundo lugar, el carácter de la nueva soberana, distinto del rey que la había precedido, y básico para defender la convivencia.

Con respecto a lo primero, al mesianismo, los teóricos de la reina apuntalaron la idea de que Isabel era una especie de milagro. Ella y su esposo eran instrumentos pacificadores de Dios; los «elegidos» para devolver la paz a Castilla. En ellos se concordaban la paz divina y la paz regia. Según Fernando del Pulgar:

“Provisión fue por çierto divina, fecha de la mano de Dios e fuera de todo pensamiento de onbres, porque ninguna parte de sus reynos e señoríos poco tiempo antes no padeçía de robos y crímenes e malefiçios de omes malos e criminosos, que tenían diabólicas osadías e atrevimientos dañados, e facían e cometían grandes crímenes e muertes e otros feos delictos en las çibdades y en los pueblos, e en los canpos e en las casas, e generalmente en todas las partes de sus reynos e señoríos, sin ningúnd themor de la justiçia.

E súpitamente se ynprimió en los coraçones de todos tan gran miedo que ninguno osava sacar armas contra otro, ninguno osava cometer fuerça, ninguno deçía mala palabra ni descortés, por donde oviese de venir a las manos: todos se amansaron e paçificaron, todos estavan sometidos a la justiçia, e todos la tomavan por su defensa. E el cavallero e escudero que poco antes estavan tan orgullosos e sobervios, que sojuzgaban al labrador e al ofiçial para facer todo lo que querían, aquellos estavan más omildes e más sometidos a la razón, e no osavan enojar a ninguno por miedo de la justiçia que el Rey e la Reyna mandavan executar...” (Pulgar, F. del, 1943, p. 423).

En su retórica de la paz los apologistas de Isabel utilizarían una temática recurrente y un vocabulario genérico (Offenstadt, N., 2007, p. 88). Frente a su insistencia en la actitud pacifista de Enrique, no dudaron en alabar de Isabel su capacidad de trabajo, de sufrimiento y de sacrificio, y su firmeza a la hora de perseguir sus fines, más allá de los medios que hubiera que utilizar y de los inconvenientes que se presentaran. Tal vez fue Pulgar el que más profundizó en esta idea. Desde su punto de vista había tres cualidades que adornaban a la reina, y que la hacían muy distinta de su hermanastro: su piedad, su talante justiciero y su falta de franqueza –pues al contrario que a Enrique, a Isabel le costaba gratificar los servicios, no siendo extraordinarios– (Pulgar, F. del, 1943, vol. I, cap. 23, pp. 75-76 y cap. 74, pp. 76-78). Su personalidad, como la de su esposo, no era pacífica, sino fuerte, inflexible, sistemática y rigurosa. Y eso fue determinante para conseguir una paz que a la altura de 1475 parecía una quimera.

Figura 2
Relación entre cuatro factores del discurso político a favor de los Reyes Católicos: la providencia divina, el carácter de Isabel, sus medidas pacificadoras y el apoyo social

Fuente: Elaboración propia a partir de crónicas de los Reyes Católicos

Tabla 2


Fuente: Elaboración propia a partir de crónicas de los Reyes Católicos.

La llegada al trono de Isabel fue referida como una culminación; como la puesta en práctica de un plan divino de regeneración política, social y religiosa al que ya habían empezado a referirse algunos discursos en los años turbulentos del reinado de Juan II. Por ejemplo, en un sermón sin fecha, pronunciado en la catedral de Toledo por el nacimiento de un príncipe que no se señala, se refería el arribo de una especie de edad de oro:

Es nasçido a inquinaçión e expulsión de los moros, nuestros naturales enemigos, infieles e paganos; que es nasçido a castigaçión e puniçión de los ladrones, rrobadores e malos; que es nasçido a gratulaçión e ensalçamiento de muchos fijosdalgo, e de sus naturales castellanos […] el nasçimiento del qual firmó toda la gente espanollesta, e pusso paz en todas las espanias, que como quier que nos toviéssemos paz con Aragón, que este buen dicho nasçimiento la firmó, e para sienpre perpetuó. Otrosí, que aviésemos paz con Portogal, pero algunos rresabios ay andavan […]

…non tan solamente somos paçificados y muy buen firmados e liados para siempre con los nuestros rreyes vecinos, otrosí somos fortificados e muy bien stabilizados contra todos los nuestros enemigos… [Fragmento transcrito de documento inédito: Archivo Capitular de la Catedral de Toledo, Restos de libros manuscritos (siglos XIII-XV), exp. 6].

La definición de la nueva edad de oro, de la paz social y política alcanzada merced a la ayuda de Dios, al carácter de los reyes y a sus medidas pacificadoras, se llevó a cabo a partir de toda clase de escritos de propaganda: crónicas, discursos, composiciones poéticas. Las apelaciones a la paz se convirtieron en un recurso discursivo, en una estrategia destinada a dar un sentido político finalista a las disposiciones adoptadas por la Corona, por duras que fueran, para que la población las aceptase. El discurso de la paz del rey, de la reina en este caso, se articularía en función de un lenguaje retórico definidor de un universo moral globalizante, al que se supone que los oyentes que lo escuchaban se sumarían por los valores definidos en él. La meta era que la contrarretórica no pudiese invalidar el fondo de los argumentos utilizados, aunque atacara las estrategias para conseguirlo (Offenstadt, N., 2002). Lo que legitimaría a Isabel como reina sería el designio de Dios, su actitud contraria a los malvados y su lucha por imponer el bien común y la paz. Se trataba de un enfoque de coacción ideológica, que, buscando establecer consenso en torno a la nueva soberana, pretendía soslayar cualquier inconveniente que pudiera ir en su contra, o en contra de sus disposiciones de gobierno.

Los ideólogos de Isabel utilizaron la retórica de la paz como un artificio; como un ardid. Como una máscara para tratar sobre temas controvertidos: no solo el de la propia legitimidad de la reina, sino de teoría política: sobre el «poder real absoluto», el «bien común», la «obediencia» a la Monarquía o la «violencia justa» frente a los tiranos. La paz sería el background de las ideas que conformaron su ideario en torno al ejercicio del poder. Con el mesianismo y el maniqueísmo la realeza se apropió de las distintas visiones de la paz, las redujo a una única y se erigió en su defensora. Así, los apologistas de Isabel lograron que la monarquía ejerciese un monopolio sobre la retórica que refrendaba su dominio. Por un lado, la imagen que se adjudicó a los reyes de «creadores de paz» –de “su paz”, realmente– les situaría en una posición por encima de la nobleza y del resto de hombres poderosos, colocándoles en un nivel superior, en tanto que designados por el Cielo para cumplir una misión exclusiva en la Tierra. Por otro lado, frente a la gente de las villas y las ciudades, frente al común de los pecheros, la retórica de la paz serviría para gestionar una serie de disposiciones que, fuesen cuales fuesen –de calado social, económicas, urbanísticas, políticas, de gobierno–, y beneficiaran a quien beneficiaran, pasarían a estar justificadas en virtud de sus pretensiones pacificadoras.

3. Conclusiones generales

En la Castilla del siglo XV la idea de la paz aparece por todos lados. En las crónicas, los poemas, los textos jurídicos, las novelas de caballería, las proclamas, los pregones. Todo está impregnado de la idea de la paz. Todos hablan de ella –el rey, los nobles, los mercaderes, los artesanos, los campesinos–, aunque para cada uno es algo distinto, porque cada cual la mira desde su situación y su estatus en la sociedad. No hay una paz objetiva. Cada grupo y cada individuo defiende su propio enfoque. La paz del rey, y en general la paz vista “desde arriba”, se vincula a la idea de la armonía y el sosiego: a la lucha contra los desórdenes y los delitos, para permitir la reproducción del sistema. Por el contrario, la paz vista “desde abajo” tiene que ver con la idea de la justicia y de la lucha contra los abusos de los poderosos. Al igual que hoy, en los albores del siglo XXI, en la Edad Media la población quería vivir en paz. Pero ahí acababa el consenso. Las perspectivas en torno a qué situación había de ser evaluada como pacífica eran incluso opuestas, en virtud de los grupos o individuos a los que buscara beneficiarse. Y otro tanto ocurría con las estrategias que habían de seguirse a la hora de instituir según qué escenario pacífico, que generaban debates sinnúmero.

La paz era –es– un motivo de confrontación social. En un primer nivel la pugna ideológica dependía del ámbito en que hubieran sido fraguados los discursos: fuera “arriba”, en los órganos del poder –la corte de los reyes, las altas instancias de la Iglesia, los ayuntamientos– y entre las oligarquías que gobernaban las urbes; o fuera “abajo”, por parte de cofradías, hermandades y asociaciones de oficios. Pero la conflictividad en torno a qué era la paz y a la implementación de las medidas en su beneficio no solo era vertical, sino también horizontal: dependía del punto de vista de cada rey, de cada noble, de cada linaje, de cada asociación; de la coyuntura del momento. Y además había distintos tipos de paz: financiera, religiosa. De los gobernantes, de la Iglesia, del pueblo (López Gómez, Ó., 2010).

En este escenario de disputas entre ideas y puntos de vista, los intelectuales que se hallaban al servicio de los reyes supieron aprovecharse de ciertas teorías para, simplificadas, nutrir a la propaganda de la Corona y ofrecer a la ciudadanía un discurso sencillo a la vez que poderoso que vinculase la acción de Dios con el establecimiento de una paz objetiva, encaminada a conseguir el bien común. Estos factores retóricos –el beneficio de la mayoría y el designio divino– sirvieron para acallar a la contrarretórica que cuestionaba la conformación de un planteamiento unívoco en torno a la paz, y para establecer un chivo expiatorio genérico: los «malos»: aquellos que se atrevieran a discutir la paz instituida. De esta forma, la realeza logró que su propaganda triunfase como nunca lo había hecho, porque hizo que lo que era en sí una «paz regia», dispuesta por la Monarquía y destinada a perpetuar una situación que le era beneficiosa, se convirtiese en la paz, sin más; en algo teóricamente objetivo, se supone que creado en pro del bien común.

En la medida en que el deseo de vivir de forma pacífica tenía un refrendo popular claro, se trataba de una cuestión manipulable, a la que los Reyes Católicos supieron acudir a la hora de reclamar sumisión a sus súbditos y justicia frente a los supuestos «alborotadores»; frente a los que, con sus actos, fueran cuales fueran, actuaran en contra de su paz. A través de las ceremonias y los sermones, la cronística y el arte, o el teatro y la poesía, se buscó aleccionar al pueblo, inculcándole el ideario en su favor que habían diseñado los intelectuales que trabajaban para ellos. El objetivo era instituir un orden en todas las facetas –en la política, la economía, la sociedad, la cultura–, en lo público en su significado pleno, que se percibiera como natural, y, por tanto, como incuestionable, creando así una “falsa conciencia” de sumisión y acatamiento (Jasay, A., 1993, p. 92).

Para los ideólogos de Isabel no era lo mismo hablar de «rey paçífico» que de «rey pacificador». Este último, el pacificador, podía ser pacífico, pero lo contrario era muy difícil, como evidenciaba el ejemplo de Enrique IV, cuya actitud sosegada y tolerante le impidió tomar las medidas que debía a la hora de instituir la paz en sus reinos. Ciertamente la expresión usada más a menudo era la de rey paçífico, pero en el sentido de pacificador: de monarca dispuesto a llevar a cabo cualquier tipo de iniciativa para imponer su paz. El «rey pacífico/pacificador», encarnado en los Reyes Católicos, era buen cristiano, lo apoyaban los nobles, se preocupaba por su pueblo, era celoso del patrimonio de la Monarquía y era osado en lo militar. Se trataba de un líder indiscutido, que podía ser justiciero y feroz, pero también misericordioso y caritativo.

El pacifismo no podía llevar a la debilidad. Débil era el rey que en su condescendencia no era capaz de mantener el orden: aquel que no lograba definir una paz específica que de alguna forma guiase su acción gobierno, o el que, sabiendo que paz imponer, no tenía ni la valentía ni el arrojo necesarios para luchar por ella. Por el contrario, el rey poderoso era el que sabía imponer su paz, aunque para ello no se mostrara pacífico. Si durante la Edad Media el modelo perfecto de rey era Jesucristo, y la paz solía identificarse con él, se llevaría a cabo una diferenciación entre dos clases de paz en virtud de los evangelios. La paz “de la mejilla” (Lucas, 6, 29), que abogaba por la resolución pacífica de los conflictos; y la paz “de la espada” (Mateo, 10, 34-39), con la que el Mesías se había referido a lo necesario de soportar la división, el desafecto y las contrariedades, para cumplir con la voluntad divina. Fue en esta paz, en la “de la espada”, en la que insistirían los intelectuales castellanos del último tercio del siglo XV, erigiendo a Isabel y Fernando en un claro prototipo de «reyes pacificadores». Décadas después Maquiavelo insistiría en lo mismo, en su célebre obra El príncipe.

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Vianna, L. J. (2013), “O Comportamento Político Cultural no Medievo: uma aproximação”, História e Cultura, 2(3), 463-484.

Villa Prieto, J. (2015), “La escritura de la Historia en la Baja Edad Media: deseo racional versus propaganda política. La mentalidad de los cronistas”, Historiografías: revista de historia y teoría, 10, 65-84.

Villarroel González, Ó (2014), Juana la Beltraneja: la construcción de una ilegitimidad. Madrid: Sílex.

Weber, M. (1993), Economía y sociedad. Esbozo de una sociología comprensiva. Madrid: Fondo de cultura económica.

Notas

1 Uno de los historiadores que abanderó el desarrollo de esta perspectiva de análisis es José Manuel Nieto Soria. Véase: Nieto Soria, 1986, 1987, 1987b, 1988,1990. A lo largo de las páginas que siguen se irán citando trabajos, en este sentido. A modo de introducción, véase, por ejemplo: Villa Prieto, 2015. Solo para los últimos años, podrían destacarse: Mondragón, 2014; Luchía, 2013; Narbona Vizcaíno, 2013; Monsalvo Antón, 2013; Nieto Soria y Villarroel González (coord.), 2013; Vianna, 2013; Millan da Costa, 2013; Dumolyn, 2012; Costa, 2007
2 La producción historiográfica también es enorme en torno a esta materia. A modo de ejemplo véase: Val Valdivieso, 2008; López Gómez, 2004, 2006, 2010, 2015; Falcón Pérez, 2000.
3 Así se definía al rey en la poesía castellana del siglo XV: “Linpio e puro, sabio e honesto, / paçifico e justo sea, e mesurado, / misericorDioso, otrosý modesto, / noble e benigno, esçelente, apuesto, / e del sumo bien sea servidor, / e de todos byenes muy amador, / e de la verdat ssienpre manifiesto”: Fernández Villaverde, 1907, p. 53.
4 La obra más famosa de Rodrigo Sánchez de Arévalo es su Suma política, donde describe cómo debería ser una ciudad-sociedad ideal. Véase al respecto: Bonachía Hernando, 2010.
5 Enrique IV “tenía gran gana de la paz…”; “hera más natualmente ynclinado a los tratos que al rrompimiento”; “lleno de mucha clemençia e muy enemigo de la crueldad, piadoso de los enfermos, caritativo y limosnero de secreto, rrey syn alguna hufanía, amigo de los umildes, desdeñador de los altivos…”; “era rremiso, y la rotura muy ajena de su condiçión, antes quería pendençia de tratos que destruyr sus enemigos”: Fernández de Palencia, A., 1975, cap. 1, p. 135; cap. 63, p. 218; cap. 64, pp. 220-221; cap. 81, p. 247.
6 Andrés Bernáldez retrataba la situación con crudeza: “...el pueblo de toda Castilla [parecía] padecer, llena de mucha sobervia, e de mucha eregía, e de mucha blasfemia, e avaricia e rapiña, e de muchas guerras, e bandos e parcialidades, e de muchos ladrones, e salteadores, e rufianes, e matadores, e tahúres, e tableros públicos que andavan por renta, donde muchas vezes el nombre de Nuestro Señor Dios e de Nuestra Señora la gloriosa Virgen María eran muchas vezes blasfemados e renegados de los malos hombres tahúres, y las grandes muertes, y estragos y resgates (sic) que los moros hacían entre los cristianos…”: Bernáldez, A., 1926, cap. 7, pp. 21-22.
7 “La pereza, e floxedad e poco cuidado que el rey don Enrique tobo en mirar el serviçio de Dios, ny el bien de sus reynos, dieron a los malos suelta liçençia de vivir a su libre voluntad, de lo qual se siguió no solamente muchos de los convertidos nuevamente a nuestra santa fee, mas algunos de los viejos christianos, desviasen de la verdadera carrera, en perdimiento de sus ánimas y grand daño e oprobio destos reynos, donde el culto divino de muchos centenarios de años acá ynviolablemente fue y es observado, tomando siniestros caminos: los unos públicamente judaizando, sin temor de Dios ny de su justiçia: algunos de los otros tomando yrroneas opiniones, como fueron los de Durando e otros, que creyeron no aver otra cosa que nasçer y morir; algunos que quisieron entender la Sacra Escritura en otra manera de cómo la entendieron los sanctos doctores de la yglesia...”: Pulgar, F. del, 1943, cap. 40, p. 123.


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