Artículo de revisión
Recepción: 08 Abril 2021
Aprobación: 23 Septiembre 2021
Resumen: La perspectiva analítica que ofrece el fenómeno de la violencia como tema literario plantea tanto rupturas como puentes comunicantes frente al desarrollo que ha tenido esta temática en las letras colombianas. Estas rupturas y estos puentes expresan diversos significados que se hacen palpables en la novela Los ejércitos del escritor colombiano Evelio Rosero. Por tanto, la presente investigación de tinte narratológico pretende comprender el contenido semántico del concepto de violencia a través de las subjetividades de los personajes analizados dentro de la citada obra literaria. En especial, la de Ismael Pasos, personaje principal, cuya narración autodiegética nos revela los diversos sentires emocionales que se despiertan en un contexto, en extremo, violento.
Palabras clave: violencia, literatura, semántica, imaginarios, poder.
Abstract: The analytical perspective that the phenomenon of violence offers us as a literary theme, raises us both ruptures and communicating bridges in the face of the development that this theme has had in Colombian literature. These Ruptures and these bridges express various meanings that are palpable in the novel Los Armies by the Colombian writer Evelio Rosero. Therefore, the present narratological investigation aims to understand the semantic content of the concept of violence through the subjectivities of the characters analyzed within the literary work. That of Ismael Pasos, the main character whose autodiegetic narration reveals the various feelings that are awakened in an extremely violent context.
Keywords: Violence, literature, semantics, imaginaries, power.
Introducción
La violencia como tema literario
Cuando se estudian los elementos constitutivos o las dimensiones temáticas de la literatura colombiana, es coincidente encontrar en un número variado de sus obras, múltiples reflexiones sobre el ignominioso fenómeno de la violencia acaecido históricamente en esta nación suramericana[1]. Desde las narraciones dedicadas a mostrar el violento proceso usurpador de la conquista española y su posterior época colonial, hasta aquellas convertidas en retratos escritos de las vicisitudes políticas y sociales que originaron las guerras civiles del siglo XIX; como también, las que se establecieron en documentos testimoniales del horror producido por las cuestionables industrias del caucho y el banano en las primeras décadas del siglo XX, pasando por la siembra de muerte arrojada por los antagonismos partidistas de los años cuarenta, cincuenta y sesenta, o las novelas que, en épocas más recientes han ido retratando la aparente e interminable lucha entre el Estado y los carteles del narcotráfico, las guerrillas, el paramilitarismo y sus diversas e infortunadas consecuencias.
Es evidente que al procurar representar la violencia acarreada por los despotismos desmedidos de los actores que han hecho parte del cruento ramillete de conflictos armados de la historia de Colombia, muchos de los escritores del país desafiaran sus efectos barbáricos y dieran pie a estetizar tan fructífero fenómeno criminal, rastreando las diversificadas reproducciones performativas de la violencia que, en muchos casos, han sustentado las relaciones existentes de poder político y social en el país. Los efectos perturbadores de las masacres, las desapariciones, los desplazamientos forzados y demás vejaciones adscritas al grueso de la criminalidad, se han plasmado narrativamente en muchas de las páginas de la literatura nacional, con el ánimo de establecer un campo emocional que ha permitido visibilizar, por otra vía, lo que, de manera lastimera, se ha convertido en discurso habitual. Los actos violentos, pan de cada día, se identifican como representación ficcional. Sin embargo, muchos de sus matices son la esencia interpretativa de la desgarradora realidad[2].
Las consideraciones de estudiosos e investigadores del tema, como el sacerdote Germán Guzmán Campos (1977) (coautor del libro La violencia en Colombia), el cual afirmaba: “la biografía sobre la violencia ha echado por el atajo de la escueta enumeración de crímenes nefandos con inculpaciones partidistas o de la fácil casuística lugareña vertida en novelas que no han logrado todavía la total dimensión interpretativa del fenómeno” (p. 23) o, Gabriel García Márquez (2014), al decir: “No es asombroso que el material literario y político más desgarrador del presente siglo en Colombia [hablaba del siglo XX] no haya producido ni un escritor ni un caudillo” (p.12), no den demasiado crédito a la importancia divulgadora y estética de este conglomerado de obras. No obstante, es innegable la influencia que han ejercido en las últimas generaciones de escritores colombianos; no solo desde el ámbito testimonial, sino también desde los recursos narrativos y estilísticos.
Bajo esta lógica, el escritor Evelio Rosero en su novela Los ejércitos, de 2007, nuevamente hace patente la enorme tradición de la estetización de la violencia como elemento sustancial de nuestra narrativa. Cuya característica principal es el carácter vertiginoso y al mismo tiempo heterogéneamente fragmentario y plural que les imprime a las experiencias violentas; mecanismos referenciales de la novela que permiten pensar el concepto de violencia desde las variables de una semántica connotativa, debido a la multiplicidad de significados construidos a partir del análisis de las visiones particulares de sus personajes. Valor fundamental que admite tipificar el fenómeno a través de las reacciones decretadas por las brutales vivencias. Rosero no escatima en descripciones sobre la orfandad gubernamental en la que se encuentran sus personajes, haciendo ver el espacio común donde transcurren los acontecimientos como caldo de cultivo propicio para la eclosión del más cruento desenlace.
La violencia: pérdida de los imaginarios colectivos
Precisamente, en el devenir de la obra, bajo la reinante zozobra padecida por los habitantes de San José[3], población ficticia donde transcurren los acontecimientos, nadie se siente a salvo de la guerra silenciosa presente en su cotidianidad, situación que trastoca no solo la subjetividad de las víctimas, sino también los imaginarios colectivos, sobrepasando los límites del pensamiento y la experiencia comunitaria. Síntomas iniciales del proceso patológico de la violencia, cual resultado más común es el de generar existencias mutiladas que coartan casi por completo la realización de la esencia humana idealmente concebida y valorativamente deseada. Es allí, en las evocaciones de las experiencias de horror e incertidumbre, donde empiezan a atribuírsele variedad de significados a la violencia, a mutar, a generar de ella otros conceptos que, en últimas, arrasan con el espacio simbólico de la población, además de los cuerpos individuales. En este sentido, cada uno de los habitantes, sin importar su posición social, su edad o su sexo, se transforman en víctimas directas de la atmósfera amenazante y los actos sanguinarios que perpetran los ejércitos, grupos armados que, con excepción de las fuerzas militares de la nación, nunca conocemos su origen o su afiliación política[4], aunque podría ser cualquiera.
El significado de la violencia atribuido por cada personaje, a partir de sus experiencias individuales, lo podemos ver a través de Ismael Pasos, personaje septuagenario que, además de ser un profesor jubilado, es una figura que infunde el respeto y el cariño de toda la población de San José, situación que le da la posibilidad de conocer los pensamientos y la sensibilidad de sus coterráneos. Su narración nos proyecta tanto a sus esperanzas y sueños iniciales como a las de los demás, pero también al desasosiego generalizado a causa de la exacerbación de la muerte que se esparce sin límites por toda la circunferencia del pueblo.
El primer contacto que se tiene con un acto violento en la lectura es cuando Ismael rememora el día que conoció a Otilia, su esposa, en un desvencijado terminal de transporte. Es a partir de este momento, donde empezamos a dilucidar la concepción que el personaje principal de la novela tiene acerca de la violencia. El acto encierra un fuerte simbolismo, al mostrar dos personajes (víctima y victimario) revestidos, además de un halo de muerte, de una serie de signos ambivalentes:
En la banca vecina se hallaba un hombre ya viejo, bastante gordo, vestido de blanco, también su sombrero era blanco, y el pañuelo que asomaba por la solapa; se comía un helado —igualmente blanco— […] también el sudor como una espesa gota empapaba su cuello toruno; todo él trepidaba, y eso a pesar de encontrarse debajo del ventilador; su corpacho ocupaba toda la banca, estaba repantigado, dueño absoluto del mundo; en ambas manos llevaba un anillo de plata; había a su lado una cartera de cuero, atiborrada de documentos; daba una sensación de inocencia total […] otro hombre, reverso de la medalla, joven y delgado hasta los huesos, sin zapatos, en camisa, el corto pantalón deshilachado, se iba directo hasta él, le ponía la punta de un revólver en la frente y disparaba. (Rosero, 2019, p. 21).
El crimen surge en los lugares menos esperados y en las circunstancias más inverosímiles. Ismael, en pleno cortejo a la que será su mujer, presencia el desencadenamiento de un acto que origina sentimientos de horror, desesperanza, angustia e impotencia. El asesinato de un hombre con no pocas connotaciones angelicales y de abundancia material, a manos de un aparente joven harapiento y descalzo que sin ningún miramiento dispara a la cabeza de su víctima. Podríamos preguntarnos después de este acontecimiento: ¿existe una complicidad inconfesada entre la miseria y la violencia?, o ¿la violencia se aprovecha de las circunstancias propias de la miseria? Interrogantes que quedan en el aire viciado de la escena; improntas de la desigualdad social que van estructurando en Ismael una idea de los orígenes del caos y la destrucción producidos por el irrefrenable ímpetu del agresor. Tzvetan Todorov (1992) nos dice que con la locura homicida que genera la violencia “ocurre algo parecido a lo que ocurre con el ascenso a los volcanes: uno llega cada vez hasta la cumbre y regresa de ella, pero no trae lo mismo cada vez” (p. 155), analogía más que acertada para retratar el espeluznante ascenso del crimen dentro de la descripción que el mismo Ismael hace de los acontecimientos. La aterradora creatividad de los victimarios al momento de acometer sobre el otro se acrecienta a medida que transcurre la historia al forjarse una multiplicidad de prácticas de tortura y muerte.
Ismael, al ser el eje principal de la narración, experimenta uno tras otro este tipo de acontecimientos, por tanto, es testigo del desmoronamiento social y el principal comentarista de la vulnerabilidad inerme en la que se encuentran los pobladores de San José. A través de su relato, podemos interpretar el significado de los sentimientos abrumadores de desesperanza, al igual que la inmovilidad y frustración que cambian radicalmente las dinámicas de vida e interacción común, y que producen desarraigo a una posible configuración social. Sin embargo, es Ismael el que hace evidente la práctica aparentemente contraria a las circunstancias que lleva a cabo Hortensia Galindo, al conmemorar la desaparición forzada de su marido, Marcos Saldarriaga, en donde los más allegados se reúnen en su casa para compartir en medio de la música y el baile, a pesar de la incertidumbre generalizada de no saber si está vivo o muerto:
Allá en su casa se reúnen sus amigos, los conocidos y los desconocidos; se bebe ron. En el largo patio de cemento, donde abundan las hamacas y las sillas mecedoras, una muchedumbre de jóvenes aprovecha la ocasión, incluidos los hijos de Saldarriaga, los mellizos. En el interior de la casa los viejos rodeamos a Hortensia y la escuchamos. No llora, como antes; podría decirse que ya se resignó, o quien sabe; no parece una viuda. (2019, p. 27).
Para Michael Taussig (2002), las prácticas que aparentan normalidad en medio de la incertidumbre derivada de una atmósfera de opresión, miedo y hostilidad se dan por una especie de toma de distancia del hecho en sí, a lo que él llama facticidad del hecho social. Reprimir la memoria así sea por pocas horas y evadir la realidad desfavorable de nuestro alrededor es dar bases a la misma violencia para que continúe su camino destructivo. Para Hortensia, la violencia es evasión, es perderse en los intricados caminos de su subjetividad; al abandonar San José en un helicóptero del ejército, en medio del inminente ataque, pone en evidencia su toma de distancia con su propia realidad.
La violencia como poder
Además de las desapariciones forzadas, de las cuales es víctima la propia Otilia, esposa de Ismael, comienzan a forjarse dentro de la narración formas primitivas de violencia, en donde los victimarios no muestran ningún respeto por los cuerpos violentados, al configurar rituales post mortem, en donde los cadáveres se convierten en signos indiscutibles de la crudeza y el salvajismo de los que detentan la autoridad en la escena del crimen. Anton Block (2000), al estudiar los procesos que aluden a la violencia, da a entender que la victimización de los cuerpos va más allá de la propia muerte, los personajes que son objeto de mutilaciones, violaciones y torturas son también la muestra del frenético poderío de los ejércitos que asaltan al pueblo, al igual que la muestra palpable del horror que quieren imprimir para persuadir a los que todavía quedan vivos. El espectáculo escalofriante de sus actos margina e invisibiliza las referencias simbólicas y los procesos de resignificación cultural y política de los lugareños, que, al verse sometidos por tan cruento poderío, deciden escapar o resignarse a su suerte.
Un dictamen ambiguo sobre los victimarios es que son fieles a la violencia y la depravación por el poder que otorga, por el respeto que se adquiere a través del horror que ocasionan sus actos. Los victimarios de la novela, en medio de su accionar bélico, descreen de todo lo establecido, por eso no escatiman en la barbarie, haciendo de los episodios violentos el vehículo portador de algún reconocimiento social. Podría decirse, que, de cierto modo, ellos también son víctimas de un conflicto armado sin derrotero aparente, solo el de fustigar al prójimo para ser alguien reconocible en medio del anonimato. Tal vez por eso, no es para nada inocente que Evelio Rosero los dejara sin nombre en la novela, posiblemente, con el ánimo de no darles un protagonismo directo a través de la narración de Ismael.
La violencia como demencia
El otro ejército, el legal, el que representa y salvaguarda la nación, encarnado en la figura demencial del capitán Berrío; es incapaz de controlar la fuerza desmedida de los agresores. Su impotencia general es el reflejo de la enajenación de Berrío, el cual no responde ni a la racionalidad ni a ningún sentido ético en su actuar:
La cabra Berrío lo tildan sus hombres, a sus espaldas: apuntó al grupo y disparó una vez; alguien cayó a nuestro lado, pero nadie quiso saber quién, todos hipnotizados en la figura que seguía encañonándonos, ahora desde otro lugar, y disparaba, dos, tres veces. Dos cayeron, tres. Los soldados ya rodeaban a Berrío, a tiempo, y este enfundaba la pistola y daba la espalda, saltando al jeep y retirándose de la plaza. (Rosero, 2019, p. 86).
En el anterior aparte, Ismael relata como Berrío violenta a la gente del pueblo sin ningún remordimiento, es en este infortunado suceso donde la novela toma un giro inesperado, el simbolismo de la imagen es totalmente desesperanzador, es la pérdida de la confianza al que está asignado a proteger a la sociedad civil; a la institucionalidad que, en el imaginario de la colectividad, tiene el deber patriótico de proteger a cada connacional. Alrededor de este acto parece proyectarse oscuramente el destino de San José; el punto de partida de una espiral de muerte que no tendrá freno. Paradójicamente, iniciada por un funcionario de la ley.
En consecuencia, en la figura y el comportamiento desequilibrado de Berrío, Evelio Rosero muestra otro de los rostros de la violencia, es la demencia que sobrepasa los límites de un conflicto armado irregular. Mabel Moraña (2010), siguiendo el pensamiento de Michael Taussig, dice al respecto: “[En épocas de violencia] nuestro sistema representacional atraviesa una crisis radical, porque la conciencia se desgarra violenta e inesperadamente cuando se enfrenta al terror, que ha llegado a ser una experiencia cotidiana que excede los límites de la comprensión y la comunicación” (p. 186). El terror, la frustración y el desequilibrio experimentados por el capitán Berrío modifican, evidentemente, tanto su misión como su accionar dentro de la comunidad, y termina resquebrajando, una vez más, la voluntad de los habitantes de San José. Las constantes divagaciones morales que aparecen en la novela son un punto clave para determinar la relación de la obra con la realidad, a pesar de lo excesivo e intrincado de sus imágenes y su temática, se hace revelador el estado de crueldad que puede alcanzar una sociedad que no evalúa sus problemáticas, ni reconstruye sus bases como institución.
La violencia como profanación
Es peculiar la manera en que el escritor ha ubicado a los integrantes de Los ejércitos: hartándose de la legalidad, se entregan a su animalidad primigenia, se vuelcan en una ebriedad de sangre que los transfigura. Comportamiento que genera la tensión entre la vida civil y la barbarie. Hemos venido valorando un panorama en el que el nivel de lo simbólico es abordado de manera múltiple. No obstante, hemos constatado también, que es en los sistemas de significación simbólica donde nos damos cuenta cómo el hombre, constructor de progreso, se permite exponer brutalidad y locura; su heroicidad, su genialidad se desbordan hacia el mal. Lo anterior lo podemos ver claramente al analizar el personaje conocido con el seudónimo de Oye, vendedor ambulante de empanadas, cuya característica principal es la de pregonar incisivamente el imperativo que da lugar a su sobrenombre:
Todavía se empecina el vendedor de empanadas desde la misma lejana esquina: oímos su grito a nadie, pero grito violento, de invocación, ¡Oyeeee!, igual que siempre desde hace años, buscando clientes donde no los hay —donde no puede haberlos, ahora—. No es el mismo muchachón que llegó a San José con su pequeña estufa rodante, el fogón ambulante que enciende con gasolina y reparte llamas azules alrededor de la paila. Ya debe andar por los treinta. Tiene la cabeza rapada y un ojo desviado; una profunda cicatriz señala su frente estrecha; sus orejas son diminutas, irreales. Nadie sabe su nombre, Todos lo llaman Oye. Llegó a San José sin conocer a nadie, se petrificó detrás de la estufa, del enorme cajón sonoro donde el aceite hierve, cruzado de brazos, y allí empezó a vender y sigue vendiendo las mismas empanadas. (Rosero, 2019, p. 67).
La imagen que se nos ofrece de este personaje, en apariencia, no tiene nada de trascendental, su aspecto desaliñado y las mínimas referencias que Ismael da de él en su narración hacen pensar, inicialmente, de la poca participación que tendrá en los sucesos acaecidos en la población. No obstante, sus intervenciones toman gran relevancia al convertir su pregón en una advertencia para los demás pobladores de San José; con él, los invita a escuchar el ruido que los acecha, el rudimentario y escalofriante murmullo de la guerra no declarada que caerá sin contemplación sobre el pueblo. Sin embargo, el resultado de su proclama no es el esperado, se pierde en las grietas del desentendimiento obcecado de los que no quieren oír, ni tener memoria sobre el escenario reinante.
Su destino es desgarrador, es violentado, profanado su cuerpo, sumergido en el ritual de horror acostumbrado por los victimarios, se calla a aquel avisador del fuego[5], cuyo simbolismo trasciende más allá de los límites del entendimiento de Ismael:
Busqué la esquina donde Oye se paraba eternamente a vender sus empanadas. Escuché el grito, volvió el escalofrío porque otra vez me pareció que brotaba de todos los sitios, de todas las cosas, incluso de adentro de mí mismo. “Entonces es posible que esté imaginando el grito”, dije en voz alta, y oí mi propia voz como si fuera de otro, es tu locura Ismael […]. Vi que la estufa rodante se cubría velozmente de una costra de arena rojiza, una miríada de hormigas que zigzagueaban aquí y allá, y, en la paila, como si antes de verla ya la presintiera, medio hundida en el aceite frío y negro, como petrificada, la cabeza de Oye: en mitad de la frente una cucaracha apareció brillante, como apareció otra vez, el grito: la locura tiene que ser eso, pensaba, huyendo, saber que en realidad el grito no se escucha, pero se escucha por dentro, real, real; hui del grito, físico, patente, y lo seguí escuchando tendido al fin en mi casa, en mi cama, boca arriba, la almohada en mi cara, cubriendo mi nariz y mis oídos como si pretendiera asfixiarme para no oír más. (Rosero, 2019, pp. 177-178).
El cuerpo individual encarnado de símbolos, polifonías y multiplicidad de acentos es desmembrado, violentado, desaparecido del entorno familiar. Al igual que Oye, Geraldina, la sensual mujer que ahoga la fragilidad erótica de Ismael, junto a Eusebito, su pequeño hijo, se convierten en los signos trágicos de la novela. El ultraje al que son sometidos, sus muertes acometidas de manera sádica, diverge totalmente del orden social sin que haya una conciliación posible. Imágenes dantescas que han dado un salto a lo profano, como nos lo recuerda Giorgio Agamben (2005); un salto al vacío del sinsentido. Los paradigmas que más profundamente modifican el concepto de humanidad que llega hasta nuestros días forjan una disputa demencial con las acciones barbáricas de aquellos intrusos que violentan sus cuerpos, que hacen tambalear los presupuestos convivenciales establecidos por la sociedad. Dichos actos son una secuela del dominio absoluto sobre el mundo profanado.
Ismael transita en medio de una soledad desesperante por ese paisaje de muerte, y narra, narra lo que ve:
Increíblemente pálido, yacía bocabajo el cadáver de Eusebito, y era más pálido por lo desnudo, los brazos debajo de la cabeza, la sangre como un hilo parecía todavía brotar de su oreja […]. Pensé en Geraldina, y me dirigí a la puerta de vidrio abierta de par en par. Un ruido en el interior de la casa me detuvo. Esperé unos segundos y avancé, pegado a la pared. Detrás de la ventana de la salita pude entrever los quietos perfiles de varios hombres, todos de pie, contemplando algo con desmedida atención, más que absortos: recogidos como feligreses en la iglesia a la hora de la elevación. Detrás de ellos, de su inmovilidad de piedra, sus sombras oscurecían la pared, ¿qué contemplaban? Olvidándome de todo, solo buscando a Geraldina, me sorprendí avanzando yo mismo hacia ellos […]. Nadie reparó en mi presencia; me detuve como ellos, otra esfinge de piedra, oscura, surgida en la puerta. Todavía demoré en comprender que se trataba del cadáver de Geraldina. (Rosero, 2019, pp. 178-179).
¿Ha habido acaso una criatura, además del hombre, capaz de profanar a su misma especie con tan terrorífica imaginación? Los trastornos demenciales de la violencia han precipitado la destrucción de los modelos de orden social; el devenir de la Némesis, la salida de cauce y el sepultamiento de los valores humanos arrojados al pueblo de San José. La novela Los ejércitos resume el poder que ha ejercido la anatomía en la historia de Colombia. Es aquí donde la imaginación del lector se quiebra ante una realidad que ha sido trasladada de manera magistral a la escritura. Es solo hacer un recorrido por la historia para darnos cuenta de que la inventiva narrativa de Rosero es el reflejo del espejo de la triste e infame realidad.
Conclusión
Cuando analizamos la relación violencia-literatura, es posible que aparezcan distintas conclusiones. En el caso de Los ejércitos, una de esas conclusiones es la de asumir su contenido literario como radiografía de un flagelo que la sociedad colombiana no ha podido contener del todo. El contexto hostil, las percepciones de los personajes, la búsqueda de la esperanza en la geografía más oscura y sanguinaria, la violencia vista como poder y demencia, son algunas de las variables de significado del concepto estudiado, en el cual, irremediablemente, estamos en el deber de posar nuestra mirada, con el ánimo de trazar un nuevo camino y así poder saldar nuestras deudas históricas como nación. Cabe preguntarnos, ¿cuál es el verdadero alcance social de una obra de estas características?, ¿realmente sensibiliza?, o, por el contrario, ¿ su lectura se queda en una anécdota más de las tantas que pasan desapercibidas, sin siquiera dejar rastro de una realidad que, aparentemente, muchos tan poco desean ver?
La vinculación de la literatura al medio social, evidentemente, posibilita la interpretación de esta; ya identificar su verdadero sentido, alcance y continuidad depende de diversos factores de recepción, éticos, estéticos…, pero, sobre todo, de la responsabilidad que se adquiere al leer la obra.
Referencias
Agamben, G. (2005). Profanaciones. Adriana Hidalgo editora.
Benjamin, W. (1982). Para una crítica de la violencia. La nave de los locos.
Block, A. (2000). The enigma of senseless violence. Oxford.
García Márquez, G. (2 de abril de 2014). Dos o tres cosas sobre “la novela de la violencia”. Semana. https://www.semana.com/agenda/articulo/dos-tres-cosas-sobre-la-novela-de-la-violencia/36312/
Guzmán, G., Fals, O. y Umaña E. (1977). La violencia en Colombia. Estudio de un proceso social. Punta de Lanza.
Moraña, M. (2010). La escritura del límite. Vervuert.
Rosero, E. (2019). Los ejércitos. Planeta.
Taussig, M. (2002). Chamanismo, colonialismo y el hombre salvaje. Un estudio sobre el terror y la curación. Norma.
Todorov, T. (1992). Comprender, tomar y destruir. En: La conquista de América. El problema del otro (pp. 137-156). Siglo XXI Editores.
Notas