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La proximidad del enemigo: entre la violencia y la hospitalidad
Tla-Melaua. Revista de Ciencias Sociales, núm. 49, 2020
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla

Artículos

Tla-Melaua. Revista de Ciencias Sociales
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México
ISSN-e: 2594-0716
Periodicidad: Semestral
núm. 49, 2020


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Resumen: En las siguientes consideraciones se aborda la aporía entre la violencia de las coordenadas mundanas y la experiencia de hospitalidad en la construcción de los discursos de los derechos humanos. El discernimiento entre el goce oficialista de los derechos humanos oscila entre la piedad y la crueldad, requiere de una contrastación con la hospitalidad que rebasa los criterios morales de piedad y caridad, pues apertura la experiencia a la diferencia radical e infinita desmantelando las insignias del poder que se manifiesta entre la normalización de las subjetividades, las representaciones imaginarias y la intensificación de la impotencia en la experiencia individual y colectiva de la vida humana.

Palabras clave: Violencia, crueldad, hospitalidad, amigo-enemigo, piedad.

1. Introducción

Donde se disuelven las gramáticas del enemigo, se intensifican las figuras de su carácter ineludible. Las formas de relación discursiva se establecen a través del enemigo simbólico e imaginario, cuya fuerza política ostenta el carácter irreductible de la hostilidad. En las expresiones políticas contemporáneas, las instituciones democráticas “ya no quieren saber nada de enemigos”1 y el discurso de los derechos humanos se encuentra condicionado y expuesto a la hostilidad. En este sentido, allende de las éticas de la argumentación y la retórica, de las instituciones de la piedad y la caridad, la experiencia política cotidiana se encuentra organizada por circuitos de hostilidad y hospitalidad. Obedece a antagonismos concretos, vinculados a lugares concretos, a cuerpos concretos, en medio de consensos simbólicos orientados tanto por la enemistad como por el cuidado.

Es ahí donde la pregunta por la proximidad del enemigo acontece. En tiempos de los derechos humanos, de expresiones de indignación mundializada y de solidaridades que contrastan con la organización política mundial fundada en criterios de utilidad, del rendimiento y de la ganancia. El discurso del capital se instala como fantasía de omnipotencia y se integra a expresiones de cuidado, de moralidades y de afectos.

Las múltiples precarizaciones y vulnerabilidades no escapan del utillaje y del poder, de la violencia y la inequidad. Por el contrario, en la intrincada relación de amistad, se encuentra la experiencia del enemigo. Esto nos lleva a la insinuación derridiana, la interna relación entre la violencia y la hospitalidad, la agresividad y el cuidado:

Por incompatibles que parezcan, y destinados a anularse en la contradicción, he aquí que en una especie de deseo desesperadamente dialéctico los dos […] forman ya dos tesis, dos momentos quizá, se encadenan, aparecen juntos, comparecen, en el presente: se presentan como de un solo trazo, de un solo aliento, en el mismo presente, en el presente mismo.2

Enraizados en la palabra del otro, somos altavoces de los discursos, se despliega la forma, hasta realizar la imagen pasiva por la cual se somete. La traducción de la vulnerabilidad en hostilidad se hace objeto para la violencia que organizan los rituales de utilidad económica y rendimiento político. El orden simbólico del lenguaje toma, con desprecio, toda palabra que se compromete con la preservación de la diferencia, pues el peligro se hace grande si esta se abandona. Además, se pierde la vitalidad simbólica del lenguaje en beneficio de los discursos ya instituidos, respecto de los cuales se conocen mal las compensaciones que ofrecen a la ignorancia.

Los discursos se instalan como imperativos que hacen de la experiencia del otro un objeto propicio hasta para derramar la sangre sin miramientos. Así, se presentifica una moral de la crueldad y una organización imaginaria y simbólica, donde los seres humanos son cuerpos-objetos, desprovistos de importancia, subjetividad y palabra.

La sedimentación de un sistema discursivo se configura a partir de las líneas de exclusión naturalizada en las representaciones lingüísticas.3 En estos sistemas se despliega una condición totaletraria,4donde la palabra y la experiencia singular es desterrada, sin mundo común, y los vínculos se disuelven sin la posibilidad de rememorar la historia. Así también lo considera Jacques Godbout, cuando señala: “el mercado establece un espacio que constituye literalmente un no man’s land, un lugar sin vínculos personales en el que las cosas se intercambian entre sí por medio del mecanismo de los precios, establecido independientemente de los agentes”.5

La instrumentalización del lenguaje por el discurso, su modulación y orientación, forman los distintos dispositivos y tácticas que han organizado la diversidad de circuitos entre lo utilitario y lo gratuito.

Son, primero las palabras, las frases y los discursos que el sujeto humano produce e intercambia con los demás. Seguramente sucede, y de más en más, que solo hablemos para comunicar informaciones o para dar órdenes. Pero antes de informar o de buscar que de alguna manera los demás se conformen a nuestros objetivos, la palabra se destina primero al otro como otro. Como los valiosos bienes arcaicos, no puede circular más que sí, entre el uno y el otro, entre los unos y los otros, se creó y simbolizó previamente la relación misma que autoriza la palabra ―la que permite estar en speaking terms― y se alimenta de ella.6

El punto de interés consiste en subrayar la determinación hermenéutica donde la vulnerabilidad y la dependencia se desplazan semánticamente hacia la hostilidad y la violencia. Para Ricoeur, si bien, el conflicto de las interpretaciones resulta inevitable, la operación por la cual deviene una sustracción de importancia a la diferencia se convierte en hegemónica o en la oportunidad para interrumpir los circuitos sedimentados de exclusión y marginación:

El violento niega que la rabia procede de sí mismo. Acusa al niño (a la mujer, el judío, el tibetano, el tutsi…), se justifica atribuyendo a la víctima sus propios sentimientos de vergüenza y maldad. Debe “corregir” a ese granuja, expulsar a ese extranjero, limpiar el planeta de esos hombres inferiores.7

Ante ello, o bien se establece un borramiento de la alteridad ―como medio para garantizar la continuidad de la indiferencia―; o una segregación espacial, para cancelar la complicidad ante la violencia simbólica y social; o una apertura a la relación con la alteridad para trastocar los horizontes de comprensión y relación. La alteridad modifica la experiencia subjetiva y política.

La producción de sentido se realiza en el lenguaje. En este se instalan formas más o menos fijas en las cuales se registran relaciones que superan las meras expresiones prácticas, donde se enmarcan las situaciones del individuo viviente. Este, a su vez, es la marca, el lugar, el representante de las relaciones fundamentales del sujeto. Desde estas orientaciones, el discurso se introduce a través de un orden del saber que sofoca las posibilidades acústicas, para escuchar la palabra del otro, pues el saber del lenguaje es de un orden otro, un orden gramatical.8

Desde este marco de consideraciones, la experiencia del enemigo, máxime su proximidad, implica una configuración tanto de los espacios como de los vínculos políticos desde un excedente inasible, cuyos resortes han de ser considerados. La condensación de la hostilidad establece las líneas de organización de las figuras del enemigo, donde el lenguaje sostiene las demandas de la institución y la disciplina. Así, ¿qué relación espacial establecen las relaciones entre amigo y enemigo?

¿Cuáles representaciones del poder y la desigualdad se vinculan con la violencia y la hostilidad? ¿Qué relación existe entre las representaciones simbólicas del enemigo y las persecuciones y criminalizaciones que organizan los cuerpos y los espacios?

Si la instancia simbólica se consolida como lugar del saber, a modo de una huella, donde la hostilidad se pliega en las expresiones y huye constantemente de su tematización, se desliza en un espacio de incorrección que no se quiere, a voluntad transitar, pero del que nadie se escapa.9 El discurso operativo de la palabra encuentra al cuerpo como ley, palabra que se mantiene opaca en su sonoridad y, por ello, no siempre se escucha completa, sino que se dice a medias. La palabra no oída remite al discurso y este al lenguaje como aquello que

No es un texto más que si esconde a la primera mirada, al primer llegado la ley de su composición y la regla de su juego. Un texto permanece además siempre imperceptible. La ley y la regla no se esconden en lo inaccesible de un secreto simplemente no se entregan nunca, en el presente, a nada que rigurosamente puede ser denominado una percepción.10

La palabra expulsada es la voz extranjera como si esta “fuese ante todo el aquel que plantea la primera pregunta o aquel a quien uno dirige la primera pregunta”.11

A la luz de lo anterior, Schmitt señala que “la distinción propiamente política es la distinción ente el amigo y el enemigo”.12 Así, la política tiene para el jurista alemán una dimensión estrictamente polémica y, por ende, supone la soberanía como su lugar fundamental, en la misma medida en que el soberano decide quién es el enemigo. Parece que el enemigo se establece en la palabra del soberano que se instala en la ley. Esta es el fundamento del respeto, del trato equitativo y justo, de las consideraciones más sutiles ante la alteridad humana que se impone con inevitable presencia.

La dignidad humana, discurso sólido en la construcción cultural del occidente moderno, es la base del cuidado de sí mismo, sin el cual es imposible cuidar a los otros y el objetivo principal de los derechos. Sin embargo, la diferencia parece ser un resto que altera, que trastoca y ofende el horizonte de comprensión y relación establecido. En el orden formal, la vigencia del discurso de los derechos se encuentra confrontada con la experiencia histórica antecedida, construida y seguida por el atentado, el sufrimiento, la violencia e inclusive la crueldad se justifica por la aspiración a fundamentar y consolidar legítimamente la validez y la eficacia de tales principios protectores de la condición humana. Tal situación no solo atenta contra la presencia del ofendido, sino también del ofensor.

Parece que el discurso del derecho se encuentra atravesado por una violencia constitutiva, fundacional, impregnada en el esquema discursivo de la realidad humana y ante la promoción, difusión y atentado de los derechos que resultan denigrados por la violencia de la ley que rebaja, desconoce y agravia. Por eso, a través de esta reflexión se busca señalar la aporía entre la violencia y la hospitalidad en la construcción del discurso de los derechos humanos, violencia que oscila entre la moralidad y la crueldad, impregnando las coordenadas del mundo y delineando su apariencia.

2. La violencia fundadora de la hospitalidad

El lenguaje, en su voz, genera palabras, escrituras que aparecen y fenecen, porque hay algo nuevo que nombrar y algo que deja de existir, en tanto que muere o deja de tener sentido para la comunidad. Parece que el lenguaje se establece como principio, medio y fin de la comprensión, de la comunicación, de la existencia. En su devenir construye maneras de interpretar y entender al mundo. Por el lenguaje se piensa; se nombra; se reconstruye; se transmiten conocimientos y experiencias; se conforman las relaciones en el mundo, las prácticas sociales; se configuran universos simbólicos e imaginarios culturales. Más aún, por el lenguaje, se construye la propia subjetividad y eso acontece para todos los pueblos y culturas.

Las representaciones organizan el mundo. Por ello, es necesario interrogar la consideración de la violencia como estructura fundamental de la descripción del mundo, en cuanto totalidad que acontece desde el polo de la piedad, hasta la crueldad. La experiencia del lenguaje permite que la violencia anteceda, acompañe y produzca la existencia. La violencia misma del lenguaje desarrolla los escenarios donde se realiza la vida humana, establece lugares, fija sentidos y aperturas, construye culturas, sociedades y cuerpos.

La consideración heideggeriana de la pobreza del mundo del animal se encuentra atravesada por el lenguaje.13 En tanto la accesibilidad del mundo acontece en la exposición a la fuerza de lo indeterminado, la violencia de la apertura acontece sostenida en el lenguaje como ley impersonal y universal, pero también retenida en el destiempo y en la imposición de formas sedimentadas en la historia. En ese sentido, la revocación del lenguaje es un esfuerzo por desalojar la singularidad específica de la propia historia. Esta es la muerte, como la más extrema posibilidad que además de poderse imaginar, puede suceder en un lugar que se encuentra fuera de alcance.

La inmanencia radical es la proximidad inevitable repudiada en el lenguaje y, en esa inmanencia, acontece la alteridad como estructura extática de la temporalidad. Está ahí, temida, evasiva, sufriente y dilatada en la articulación del discurso, acto social en el que se plasman las luchas civilizadas de una racionalidad con pretensiones de universalización. Esta representación del mundo a través del lenguaje y del discurso resulta ser la transcripción refinada de lo real, pues a través del lenguaje, la palabra y el discurso se separan, distinguen y rechazan elementos constitutivos que resultan contrarios y contradictorios para la vida del hombre. Es decir, el lenguaje, en tanto instancia simbólica, realiza una administración y regulación de la verdad al pretender transmitir la realidad en sí misma, en su estado desnudo. Así, la primera ocupación del discurso consiste en establecer que lo real no es tal, y padece las consecuencias de su misma actividad. Su comportamiento ambivalente no radica en su lógica contradictoria, sino que, con ella, señala el objeto que persigue.

Los distintos discursos sobre la paz y la justicia, la libertad y los derechos humanos son acallados fácticamente por la ironía que los contradice. En tanto más se exalta la dignidad de los seres humanos, la necesidad de reconocimiento y de respeto son ridiculizados por el poder efectivo que multiplica la violencia. Los discursos bien intencionados recogen los desperdicios dejados por el poder, y los hacen pasar por comidas fastuosas. Mientras las vidas se desarrollan entre el daño, la vulnerabilidad y la muerte, el establecimiento y consolidación discursiva de los derechos humanos, como principio ineludible de convivencia, se solidifican como fraseología tensa, entre la impotencia e inefectividad de quienes los exaltan y el anhelo de su reconocimiento y práctica. Esta irrisoria virtud pretende solamente preservar un decorado de valores.14

Así, la violencia no es una materia de reflexión, ni un objeto que se ofrece al observador, sino que se encuentra inscrita en el lugar de la voz, en la historia del mundo y de las subjetividades. La violencia marca la práctica, pero también el lenguaje humillado como señalamiento de una situación generalizada. Parece que el lenguaje de la paz, del respeto y de los derechos humanos es objetivamente servil, utilizado por un sistema que le saca provecho y lo secuestra para rehacerlo en las redes comerciales. Tal es la clave económica que satura de sentido a todos los contenidos reflexivos. El lenguaje, así considerado, es mercancía y síntoma de un sistema que lo transporta y lo vende.

La performatividad de ciertos discursos es nula, ornamental, no cambia nada; solo retórica. Es el momento previo a una discusión sobre la violencia que justamente traiciona al discurso. En el acto de la discusión, la violencia se reproduce en la eficiencia de lo que busca anular. La discusión muestra la representación civilizada de la distorsión creciente entre lo que una sociedad dice y lo que hace efectivamente,15 como si la teoría estuviese hecha de bellas palabras, útiles solo para la conversación, pero insuficientes para transformar las experiencias materiales e históricas.16

Ante ello, la organización social del saber y del hacer oculta lo que pretende mostrar, anula la visión y la conciencia de la violencia constitutiva de la representación, también desmorona paulatina y pacientemente la singularidad de la experiencia humana de forma tan completa, que la mínima resistencia parece imposible. Así, el lenguaje produce un discurso sobre la violencia y muestra, en su mismo esfuerzo, la manera en la que subrepticiamente la violencia se mueve, en pasajes lógico-temporales, por la tensión polarizada entre la piedad y la crueldad. Ahí, la primera tiene una terrible compasión ante la violencia padecida por el otro, mientras que la segunda se caracteriza por la excedencia imperturbable ante el sufrimiento.

Entre la piedad y la crueldad, el lenguaje representa el impulso de la voz del fármaco,17 a modo de una metáfora que provoca la salud y la muerte; es decir, el lenguaje, como escritura de la voz, se mueve en el discurso, como una tensión que va de la piedad a la crueldad y viceversa. Aun cuando no se busca realizar una distinción entre habla y escritura, menos una condena de la escritura en nombre del habla, se intenta establecer la preferencia de una escritura discursiva sobre otras. Esto, sobre todo en aras de distinguir reflexivamente la violencia aplicada a un ser vivo y la violencia como representación.18

La violencia impregnada en el lenguaje no indica un nuevo estatus del discurso en la sociedad y la desmitificación del poder tal como se le consideraba desde la modernidad. Al analizar cómo se produce la violencia de lo que se dice, se puede establecer un medio de encontrar la violencia en lo que se hace. Parece que la violencia en el lenguaje se establece a partir de la impotencia para llegar al ser, lo cual deviene en una falta de profundidad evidente y en un uso discursivo que no solo manifiesta las cosas, sino que no las ostenta.

El discurso se configura como un lugar organizado que produce realidad y genera acciones. Pero, en su incapacidad de llegar a lo real, lo encubre y lo imposta, lo configura a partir de lo imaginario fantasmagórico y lo desplaza hacia el ámbito de lo simbólico. Este movimiento se realiza en una tensión que va desde la piedad hasta la crueldad, por el vínculo de la violencia. Así es como la violencia atraviesa y corta en el lenguaje los distintos sistemas discursivos que establecen las coordenadas del mundo y de su funcionamiento. El lenguaje, pues, participa de la violencia que denuncia y, ante ello, permanece impotente.

3. Lenguaje, violencia y hospitalidad

El lenguaje atraviesa la experiencia humana, la impregna de imágenes y palabras que articulan los distintos circuitos personales y colectivos; en el lenguaje, nos movemos, existimos y somos, por decirlo en dichos términos. La articulación del mundo humano se realiza por el conjunto de representaciones, por los sentidos sedimentados en el discurso social y los pliegues históricos movilizados en la relación con el mundo y los demás.

El dispositivo del lenguaje no se reduce a la transmisión, sino que se enfrenta también a lo imprevisible, lo imposible de articular y de organizar en discursos hegemónicos. La vitalidad del lenguaje parece descansar ahí, en la relación constante con lo ajeno, lo extraño que lo remite a una instancia que escapa de todo vínculo de comprehensión. La experiencia del lenguaje se caracteriza por una apertura infinita a lo otro, para representar lo otro en sí mismo, sin anquilosarlo en imágenes y sentidos fijos. Pero, en esa apertura a lo otro, el discurso taponea la apertura del lenguaje, instaurando un orden lógico e impregnado de sentido absoluto.

El lenguaje remite al hombre, más allá de la correspondencia entre ser y pensar, mediado y articulado por el discurso. Establece la imposibilidad de que la cosa misma tenga su lugar eminente en el lenguaje como una instancia que lo rebasa, incluso si el lenguaje no es del todo adecuado para ella. “La cosa misma es aquello que, aún trascendiendo de algún modo el lenguaje, solo es posible sin embargo en el lenguaje y en virtud del lenguaje: la cosa del lenguaje en suma”.19

En la transposición de registros, el lenguaje, por la trama simbólica, abre una intensidad que pretende subsumir lo real, rasgadura que sutura un vacío en la metaforización de la palabra. En la interpretación que sofoca la metáfora se identifica lo real con lo representado, cuyo efecto masivo se establece en la reproducción técnica de una ficción en tanto instrumento de humillación y abdicación.20 El lenguaje en sus representaciones establece la relación con los objetos en un circuito determinado, restringiendo las lógicas a una modulación de excedentes sin sentido que no han de ser incorporadas. El resto no puede hacer más que perderse en el vacío del sinsentido. Desde ahí, la violencia no solo se experimenta en la materialización de la fuerza, sino también en las representaciones formales, abstractas y universales donde las suposiciones se cruzan y confunden.

De ahí que Hegel, en el capítulo 7 de su Fenomenología del Espíritu, considere que la comprensión conceptual de la realidad funciona como un asesinato, como una anulación de la cosa. Así, la representación se instala en su gallardía explicativa y cambia la cosa por la palabra, para que la instancia simbólica advenga en la organización de las intensidades afectivas, hostiles o conciliatorias, para tomar el lugar de la cosa simbolizada. Sin embargo, lo real no se abole por la palabra, no se cancela la relación entre la cosa y el lenguaje. Mientras, los discursos de valor, los discursos que se instalan como verdaderos, de sentido respecto de la cosa misma no son veraces ni honestos, son recubrimientos que ofuscan al encuentro y rehúyen de lo real.

La pérdida de lo real por la intervención simbólica orienta a la violencia hacia un sentido, y lo consolida mediante saberes y argumentos. El vacío de la representación sutura la condensación de una intensidad desvariada en la significación de la organización social; es decir, el sentido se encuentra ligado al señalamiento hostil de la alteridad. Esta manera de producir sentido establece un discurso que atraviesa y que no informa a qué se refiere, ni qué lo determina. Produce un sistema violento que enfrenta la palabra y lo real, constriñendo a callarse y obligándose a mantenerse de forma indefinida.

En otros términos, la atribución moral y de valor moviliza las representaciones para colocar en la exterioridad a la organización territorial de los significados. De esta manera, la hostilidad organiza las líneas de sentido, y las figuras o representaciones del enemigo se encriptan con las agencias de agresividad y crueldad, para taponear el espaciamiento ―que no consigue anularse― en la metonimia de representaciones y agentes de la hostilidad. La vulnerabilidad en el mundo es traducida por hostilidad, a través de la semántica del argumento y del poder. La hostilidad efectiva cataliza los resortes de la exposición y la vulnerabilidad en el mundo, entre los otros con un cuerpo.

El lenguaje también hace frente a lo real y lo configura en saber, al modo de un exceso de conocimiento, lo cual constituye su privilegio y su ruina. Así, el hombre no solo tiene el lenguaje, sino que es poseído, habitado y atravesado por él, constituido por los discursos. La violencia que produce el lenguaje se realiza sobre las cosas, sobre los cuerpos y las sociedades. La intensidad agresiva es una práctica consolidada en el discurso, donde los acontecimientos encuentran una regularidad, una aceptación y reproducción.21

La representación discursiva fija la eficacia supuesta o impuesta de los discursos; establece el efecto sobre aquellos a los cuales se dirigen, orienta los límites de su valor coactivo.22 Por ello, el ser humano es la:

Única criatura conocida que tiene consciencia de su propia muerte (y de la muerte prometida a todas las cosas), pero también es la única que rechaza sin apelación la idea de la muerte […] es el ser que puede saber lo que, por lo demás, no puede saber, el que en principio puede lo que en realidad no puede, el que es capaz de enfrentarse a lo que justamente no es capaz de afrontar.23

En el lenguaje se encuentra una huella, una inscripción, una diferencia, para decirlo con Derrida, que establece la relación con la apertura para con el otro que excede la brecha entre la ausencia y la presencia.24 La muerte del otro, la contingencia radical, huella y differànce, que atraviesa a la metafísica de la presencia, donde el filósofo argelino instala al pensamiento para acoger y recibir el desbordamiento de una alteridad constitutiva. La estela de agresividad y hostilidad hacia lo ajeno, lo extraño, produce un desdibujamiento del límite específico, claro y distinto del pensamiento, cuya relación tensa es una condición que habrá que elaborar.

Así, la transferencia entre la hospitalidad y la hostilidad se condensa sin superaciones en la hostipitalidad.25 Benveniste lo aborda desde hosti-pet-s’, y lo desglosa en el hostis y pet, donde hostis designa a alguien ajeno al propio clan con el que se establecen circuitos de intercambio compensatorio (don/contra-don). La orientación semántica de hostilidad y enemistad la adquiere “por un cambio cuyas condiciones precisas no conocemos”.26

En esta dirección, Derrida considera la figura del extranjero de Elea, presente en El Sofista de Platón, quien es expuesto como parricida. En su abordaje, Derrida pone en duda el logos paterno, con claras insinuaciones freudianas, y aborda el principio de identidad para interrogarlo: el ser, en cierto modo, no es. El extranjero, el extraño, se debate contra la autoridad del logos de la razón. Esa lucha interna, íntima, cercana, implica la proximidad del enemigo en la que se genera una estasis, una guerra interna donde la oposición se establece desde elementos representacionales y discursivos. La violencia es la inscripción, la huella, antes dicha, proclamada en un pasado mítico imborrable e inmemorial. En el lenguaje se llevan las marcas e inscripciones de la estasis interna, de la tensa herencia simbólica, donde practica la guerra contra sí misma.

El lenguaje no puede jamás sino tender indefinidamente hacia la justicia reconocimiento y practicando la guerra en sí mismo. Violencia contra la violencia. Economía de la violencia […] Si la luz es el elemento de la violencia, hay que batirse contra la luz con otra cierta luz para evitar la peor violencia, la del silencio y la de la noche que precede o reprime el discurso. Esta vigilancia es una violencia escogida como la violencia menor por una filosofía que se toma en serio la historia, es decir, la finitud; la filosofía que se sabe histórica de parte a parte […] La palabra es sin duda la primera derrota de la violencia, pero, paradójicamente, ésta no existía antes de la posibilidad de la palabra. El filósofo (el hombre) debe hablar y escribir en esta guerra de la luz en la que se sabe ya desde siempre involucrado, y de la que sabe que no podría escapar más que renegando del discurso, es decir, arriesgando la peor violencia. Por eso este reconocimiento de la guerra del discurso, reconocimiento que no es todavía la paz, significa lo contrario de un belicismo; del que es bien sabido que su mejor cómplice dentro de la historia es el irenismo.27

Lejos de una consideración resignada, absorta y abstracta de la violencia, la pregunta por el lugar de la enemistad, la función de la hostilidad y sus representaciones se toma con la radicalidad de sus consecuencias. Por ello, hacerse cargo de la violencia implica un posicionamiento subjetivo en los circuitos históricos de la violencia, allende de las formalidades discursivas de los derechos humanos, de las consolidaciones retóricas del respeto absoluto y la dignidad de los seres. Esto es considerar la hospitalidad sin condiciones en tiempos donde no solo la violencia estructural y cultural es preocupante, sino la intensificación de registros imaginarios e históricos donde la crueldad, la saña y el rencor despliegan acciones y discursos justificados desde las insignias del poder. Se trata de interrogar la racionalidad del cálculo y del goce discursivo, intervenir en la reproducción maquínica de la violencia, generar políticas de cuidado y hospitalidad ante la vida vulnerabilizada y lastimada. Así, es posible moviliza la forma de convivir con la proximidad del enemigo.

4. “Amigos, no hay amigos”: la hospitalidad imposible y urgente

Las políticas del enemigo, del criminal y de la suspicacia parecen maravillar a las fundamentaciones actuales. Las miradas y discursos se tensan entre la experiencia de las violencias y los anhelos de justica, entre las situaciones de vulnerabilidad y exposición radical y las aspiraciones de seguridad y cuidado. En estos hilos aporéticos, se tejen nuestras vidas, se relacionan los cuerpos y las biografías se cruzan. Y teniendo este doble racero, conviene acercarse a la hospitalidad, al don y la gratuidad como experiencias que interrumpen los flujos constantes de una economía generalizada de la violencia, la instrumentalización y el desecho.

La consideración de la hospitalidad, del don y la gratuidad es un sistema teórico que devela la complejidad de la relación política, tanto del pasado como del presente,28 y enfrenta uno de los problemas más delicados del pensamiento crítico actual: el predominio de la pax neoliberal, Esta reduce toda manifestación mundana a una fórmula automatizada en el libre juego de la producción mercantil, haciendo desaparecer, no solo lo humano, sino exponiendo la fragilidad de los ecosistemas.

La consideración de la hospitalidad no se establece en el circuito de la proporcionalidad, sino de la disparidad histórica. Interrumpe las economías de la igualdad y la justicia organizadas en términos de paridad y equivalencia, para posicionarse en un lugar otro, imposible. La hospitalidad funge como un antiparadigma,29 como un interruptor que trastoca los horizontes de comprensión, sentido y relación estandarizados desde la propiedad y la identidad.

La interrupción del continuum histórico de la propiedad trastoca el orden temporal e interroga radialmente al sujeto neoliberal, al tolerante propietario, al dueño de la ley y portador de lo que da. En el centro de la democracia neoliberal se encuentra instalado el respeto de los derechos humanos como máxima expresión de la tolerancia, la cual es el reverso de la hospitalidad y su límite.

Por supuesto, la tolerancia es ante todo un acto de caridad. Caridad cristiana, por consiguiente, incluso si puede parecer que judíos o musulmanes se apropien de ese lenguaje. La tolerancia está siempre del lado de “la razón del más fuerte”; es una marca suplementaria de soberanía; es la cara amable de la soberanía que dice, desde sus alturas, al otro: yo te dejo vivir, tú no eres insoportable, yo te abro un lugar en mi casa, pero no lo olvides: yo estoy en mi casa.30

La inmunidad sedimenta una semántica del enemigo para reproducir el poder y justifica la violencia como una especie de “concesión condescendiente”.31 La contingencia radical resulta atroz donde el otro indeseado llega, a modo de un acontecimiento perturbador, instancia inédita y pavorosa “que no cabe apartar ni con la palabra ni con el silencio”.32 Lo que llega, lo que acontece y corre, en su carácter de imprevisible advierte “la posibilidad de una incondicionalidad sin soberanía (la hospitalidad) está escondida en el seno mismo del ipse. El más cerrado de los autos contiene ya al otro que lo parasita, lo contamina, y le impide ser un autos homogéneo y prístino. Entonces, en la misma soberanía ya se encuentra la hospitalidad”.33

En este sentido, el fondo insondable de la realidad cruel se encuentra constituido como un basamento rocoso, al modo de una sedimentación de sufrimientos inaudibles y de muertes en el olvido. Ante ello, lo que pretende el pensamiento representativo, como reflexión capaz de compasión, es tener el valor de escuchar el grito de la muerte del otro y no cerrar los ojos ante la atroz realidad.

La hospitalidad se inscribe en la donación, en el exceso de quien prodiga lo que tiene y lo que no tiene, más aún, lo que no se quiere. Entre los circuitos de relación ambivalente, donde la vulnerabilidad y exposición son traducidas e interpretadas como agresión, violencia y hostilidad, la hospitalidad acontece como un don,34 fuera de las economías de la propiedad, del intercambio de bienes materiales e inmateriales. El don al que se hace alusión complica e implica las dinámicas estructurales del vínculo.35

Los escenarios históricos organizados por las aspiraciones culturales del bienestar se tensan ante el malestar común, lo que se recibe no se quiere, ¿cómo recibir lo indeseado? ¿Desde qué horizonte plantearse la herencia del desastre? La circulación de bienes, prestigios y privilegios se condiciona de forma radical, de modo que implica la enemistad entre unos y otros, por lo menos en sus expresiones culturales. El conjunto de representaciones, imágenes, sentidos y afectos, coordinados en formatos simbólicos, gestionan el proceso de una individualización clausurada a la alteridad, al don de lo otro. El don se borra, se anula, en detrimento del vínculo, en el refinamiento de entradas y salidas de procesos de fragmentación política en las estructuras individuales y colectivas.

Cuando los territorios se encuentran organizados por signaturas de hostilidad, agresión y violencia, intensidades que impregnan la experiencia singular y colectiva, donde la violencia es lo único que se da, ¿se ha de abrir espacio a su manifestación? ¿Se ha de operar un espacio de hospitalidad a la más trágica donación? ¿La hospitalidad sin condiciones recibe la violencia de la muerte? Escándalo para la razón.

En Dar la Muerte, Derrida aborda la instancia indeseada e irrevocable de nuestra herencia. La muerte que no admite ser desterrada del mundo y se anuncia en el grito, en el murmullo, en el silencio. En el ardid de la vuelta sobre el sí mismo de la representación, donde el lenguaje se desliga del compromiso efectivo ante la violencia escrita en el cuerpo. El discurso lo salvaguarda de una ligadura fundamental, de una grieta que desargumenta, descentra e impide la adecuación y correspondencia con el mundo y los otros.

Los imperativos que facilitan la unión y la semejanza diluyen o borran las condiciones históricas de la diferencia indesarraigable de los hombres y los ubica en bandos inequitativos.36 La diferencia se muestra en un double bind irreductible e impregnado de suspicacia. Por un lado, la hospitalidad se muestra sin condiciones, con una apertura radical, sin demandar nada; una recepción ilimitada, exenta de reciprocidades. Por otro lado, la hospitalidad requiere compromisos que garanticen la permanencia y continuidad de quien recibe y de quien es recibido.

Anfitrión y huésped han de considerar dispositivos legales que regulen el encuentro, con un marco jurídico que establezca deberes y derechos para formar una base de garantías. Pero es evidente la traición. El imperativo de incondicionalidad se limita. La determinación es inobjetable. El marco de referencia es contundente. Tal es la aporía, que en este caso se organiza como antinomia, entre lo absoluto de la ley de la hospitalidad y lo condicionado de unas normas de la hospitalidad:

La ley incondicional de la hospitalidad necesita de las leyes, las requiere. Esta exigencia es constitutiva. No sería efectivamente incondicional, la ley, si no debería devenir efectiva, concreta, determinada […] Correría el riesgo de ser abstracta, utópica, ilusoria, y por lo tanto transformarse en su contrario. Para ser lo que es, la ley necesita así de las leyes que sin embargo la niegan, en todo caso la amenazan, a veces la corrompen o la pervierten. Y deben siempre hacerlo. Porque esta pervertibilidad es esencial, irreductible […] Es el precio de la perfectibilidad de las leyes. Y por lo tanto de su historicidad. Recíprocamente, las leyes condicionales dejarían de ser leyes de la hospitalidad si no estuviesen guiadas, inspiradas, aspiradas, incluso requeridas, por la ley de la hospitalidad incondicionada.37

La vida, en su vulnerabilidad radical, sin bando, sin instancia que le proteja, es el presupuesto que genera la tensión irreductible y esta se desdobla en la piedad del anfitrión que “manda con una dulce voz” de la inexorable hostilidad.38 En tal orden de ideas, Benveniste señala el vínculo entre lo ajeno y lo familiar, a través de la piedad. Así, la divinidad se enlaza con el ser humano y le ata por la piedad, donde la nueva fe se encuentra en la dependencia del creyente: obligación es el sentido propio de la palabra.39 La relación viene con el don, con este se inaugura. Tanto para Caillé como para Mauss, el don abre espacios donde gestiona:

La alegría de dar en público, el placer del gasto artístico generoso, el de la hospitalidad y la fiesta privada y pública. La seguridad social, los cuidados de la mutualidad, de la cooperación, los del grupo profesional, de todas esas personas morales que el derecho inglés designa con el nombre de friendly societies valen más que la mera seguridad personal que el noble garantizaba a su arrendatario, más que la vida mezquina que el salario cotidiano asignado por los patrones permite e, incluso, más que el ahorro capitalista, que sólo se funda en el crédito inconstante.40

La moralización del don ha instrumentalizado la hospitalidad en una relación anclada en la proporcionalidad. Más aún, el don en la racionalidad neoliberal consiste en el intercambio “del sufrimiento único de un ser único, a través de su presencia y de su existencia empíricas, la humanidad se ofrece como objeto de compasión”.41 En tanto tal situación se despliega, el don se vuelve injusto, la prioridad de la relación mercantil, como forma de circulación de los bienes y servicios en el seno de la sociedad, permite que los objetos salgan de las relaciones sociales y parezca que las cosas determinan recíprocamente los valores entre ellas.

El establecimiento del sentido del don, a través del mercado, organiza los flujos de relación. La religión del mercado, cuya salvación radica en su adherencia, establece mitos y ritos como mecanismos que permiten la consolidación de relaciones impersonales entre individuos borrados de su alteridad. “El mercado establece un espacio que constituye literalmente un no man’s land, un lugar sin vínculos personales en el cual las cosas se intercambian entre sí, por medio de mecanismos de los precios, establecidos independientemente de los agentes”.42 La moralidad de la piedad se comercializa en la pro-piedad. Esta asociación semántica y filológica se establece a partir “de la posesión, en tanto el lugar cerrado de la seguridad, que delimita el poder del dominus, se abre a un mundo extraño y a menudo hostil”.43

Así, por la remisión al discurso religioso, que se ubica del lado del poder, anonada su condición para donarla. De esta manera, el acto piadoso se mantiene como una realidad extraña que pretende tener el devenir del sufrimiento en sí mismo, en otro llamado a desaparecer para alcanzar la realidad del ser en su desnuda condición. La piedad es la cualidad por la que el sujeto se separa de sí, como donación que otorga una perfección: economía teológica que anquilosa una lógica sacrificial anudada en el cálculo y la astucia. La hospitalidad ha de instalarse entre la lógica del cálculo y en medio de una economía sacrificial. Sacrificar el sacrificio, hospitalidad sin condiciones, esa es la aporía.

La paradoja, el escándalo, la aporía no son otra cosa que el sacrificio: la exposición del pensamiento conceptual a su límite, a su muerte y finitud. Desde el momento en que estoy en relación con el otro, con la mirada, la petición, el amor, la llamada del otro, sé que no puedo responderle más que sacrificando la ética, es decir, lo que me obliga a responder también y del mismo modo, en el mismo instante, a todos los otros. Doy [la] muerte, perjuro, para ello no tengo necesidad de alzar el cuchillo sobre mi hijo en la cumbre del Monte Moriah.44

Amigos, no hay amigos. La hostilidad se pone en contra y eso está a nuestro favor. “La distinción correcta entre amigo y enemigo [es] la tarea política por excelencia”.45 La teología política y gran parte de la filosofía gira “en torno al significado de la política para el autoconocimiento y que es válida sobre todo para el concepto de la determinación de la propia identidad a través de la determinación del enemigo”.46 La figura del enemigo orienta la hostilidad en la representación, no solo del pensamiento, sino de la práctica que se realiza en función de producir la muerte física. “La muertede hombre, implicada así en este concepto de enemigo, es decir, en toda guerra, exterior o civil, no es un una muerte natural, puesto que el enemigo tiene que ser matado, ni un asesinato, pues matar en la guerra no se considera un crimen”.47

La codeterminación del amigo-enemigo no resulta inane. La cercana conexión implica una tensión entre aquello que señala el adjetivo griego phílos (φίλος), “amigo” que, con base en las investigaciones de Benveniste, permite establecer una relación semántica entre philos, aidos y xénos, a través de la recuperación de la tradición homérica.48 Desde ese marco de referencia, hay una relación constante entre philos y el concepto de aidos (αîδώς) como respeto o reverencia, por ello, expresiones homéricas como philos te aidoîós te muestran con toda evidencia una estrecha conexión respecto a la propia conciencia y respecto a los miembros de una sociedad familiar.

Así, si un miembro de un grupo dado es atacado, ultrajado, el aidos empujará a uno de sus parientes a tomar su defensa; más generalmente, en el interior de un grupo dado, uno asumirá las funciones del otro en virtud del aidos; es también el sentimiento de deferencia hacia aquel con el que se encuentra vinculado. Cuando un guerrero anima a sus compañeros desfallecientes gritándoles: ¡Aidos! Apela al sentimiento de esa conciencia colectiva, del respeto a sí mismo que debe estrechar su solidaridad […] Aidos ilustra el sentido propio del philós, las dos se emplean para las mismas personas; las dos designan, en suma, relaciones de igual tipo. Parientes, aliados, criados, amigos, todos aquellos que están unidos entre sí por deberes recíprocos de aidos son llamados philoi.49

Ahora bien, la relación entre philos y xénos, entre philein y xenízein, se debe a que el primero anuncia el comportamiento obligado de un miembro de la comunidad respecto al xénos, al huésped extranjero, definición que se retoma de Benveniste.50 La situación del xénos, del huésped extranjero es que, como tal, se encuentra privado de todo derecho, de toda protección, de todo medio de existencia. “No encuentra acogida, techo y garantía más que en casa de aquel con el que está en relación de philotés”.51 Este encuentro concluido caracteriza la relación de la hospitalidad, en tanto que interrumpe la estructura representacional y recibe lo que el otro no da. “De esa apuesta de muerte, de esa apuesta mortífera, incluso si, como decía Freud, el ‘no matarás’, más categórico, más incondicional, confirma y en consecuencia dice la posibilidad real de la prohibición ordena interrumpir diciéndola”.52

Esta hospitalidad absoluta, en el sentido de acogida integral de la alteridad vulnerada, dispone al acontecimiento que manifiestan los hechos de violencia. La hospitalidad absoluta exige que se abran las puertas, no solo al extranjero que es finito, sino a otros y a otro absoluto, sin ningún tipo de reciprocidad. Tal exigencia provoca un encuentro des-subjetivizador, desestructurador, donde la representación amortigua la responsabilidad ante el sufrimiento.

La moralización hospitalaria, aunque sea un movimiento espontáneo del corazón humano, requiere de la imaginación para ponerla en movimiento y sea el transporte que conduzca hacia el sufrimiento del otro para identificarse con el ser sufriente. Se sufre de manera intransferible. No hay un sufrimiento compasivo, sino un sufrimiento fantasmal, en tanto que no somos nosotros, sino el otro quien sufre. La piedad es la cercanía a los Estados de muerte. Es gestión de la vida sin más: administración de una vida abandonada, enferma, excluida, para resaltar la experiencia interna de la miseria del otro, que sería la crítica nietzscheana contra la piedad.

La hospitalidad se dice en función de la cercanía del enemigo. La inscripción simbólica donde la vulnerabilidad es taponeada por insignias de poder implica, al menos, que “el ser para la muerte de esta vida humana no se separa de un ser para él dar muerte”.53 En los territorios atravesados y organizados por la violencia, la hospitalidad se despliega desde la experiencia de vulnerabilidad: dar muerte, en el circuito del don, donde la munidad violenta, no se reduce a una concurrencia, ni a una discusión intelectual, ni a un conflicto simbólico. Acontece desde una posición política vital que se afirma a sí misma, en una situación histórica específica, singular y colectiva. Esta se anuda en un plexo temporal, cuya realización no se despliega de un posible, sino de la imposibilidad histórica, donde se habita la vida vulnerada y precarizada. En ese espacio acontece la inversión metafísica.

5. Sin conclusión

La relación amigo y enemigo no solo son categorías políticas; son experiencias políticas que organizan los territorios, los cuerpos, las relaciones. Su figuración corresponde a la performatividad discursiva, donde se vinculan con la posibilidad de experimentar la muerte en el cuerpo. En los marcos históricos actuales, en Latinoamérica, la guerra procede de la fabricación del enemigo, cuyos efectos provocan una disolución óntica de las experiencias humanas, atravesadas por la precarización y la vulnerabilización. Su diferencia es la realización extrema de la enemistad; su proximidad, la guerra. El sentido del enemigo es la muerte.

Por otro lado, la transformación metafísica que hace la representación del lenguaje ante la vulnerabilidad del otro, ante el sufrimiento y la muerte, se considera como una acción estratégica y una ingenuidad lógica que reproduce maquínicamente la funcionalidad de un cuerpo maltratado. La invención de figuras de enemistad, y su vinculación con el discurso, manifiestan la aporía histórica de nuestras relaciones, tanto públicas como privadas. Por ello, lenguaje y discurso provocan una tensión interna entre la violencia y la hospitalidad. En la proximidad del lenguaje se acota el marco de realidad en que se mueve la exigencia de hospitalidad, en tanto imposibilidad ética y política.

La debilidad del logos, que lleva en su seno la huella imborrable de su desgracia óntica, se ostenta en el silencioso sufrimiento del sujeto del pensamiento, es decir, el ser humano. Este deja, a modo de sedimento que se va formando con el paso de la historia, las desgracias, la cognoscibilidad misma del dolor y la muerte que en él habita.

El lenguaje ―nuestro lenguaje― necesariamente es presuponiente y objetivamente, en el sentido de que, en su devenir, descompone la cosa misma, que en él y sólo en él se anuncia, en un ser sobre el cual se dice y en un poîon, una cualidad y una determinación que de él se dice. Eso su- pone y esconde aquello que lleva a la luz en el acto mismo en que lo lleva a la luz.54

En otros términos, el acallamiento cómplice del lenguaje ante el dolor y el sufrimiento humano es dicho en su silencio. Su expresión es mencionada por la ausencia de efectividad ante el cuidado de la vulnerabilidad humana, de la más absoluta hospitalidad sin condiciones. El pensamiento se pierde en aquello que se esconde y que se encuentra abocado a ser conocido, hospedado. El fundamento de la hospitalidad se anuncia en el silencio cómplice del lenguaje sobre el don moralizado y en las lógicas de mercado. La caridad del lenguaje es al modo de un cómplice traidor que en su expresión anuncia tímidamente el crimen de omisión del que no puede hablar y que, al mismo tiempo, no puede callar.

Por más que en apariencia el lenguaje sea poca cosa, “las prohibiciones que recaen sobre él revelan muy pronto, rápidamente, su vinculación con el deseo y el poder”.55 El lenguaje refleja a la cultura, a la sociedad como mediadora y constructora de discursos y representaciones que reproducen las mismas formas de vinculación y aprehensión de lo real, a través de distintos dispositivos de saber.

Por medio de estas, los discursos mismos contribuyen a transitar, desde su protección y barrera, el dolor y el sufrimiento humanos. Tales consideraciones permiten comprender la actual indiferencia56 y los impactos en los distintos procesos de formación, tanto de la subjetividad como de la colectividad cultural.

La imposible neutralidad lingüística guarda intenciones y matices, marcas y escrituras, conscientes o inconscientes, directas o indirectas, sutiles o abiertas, prohibidas y permitidas, en las cuales se produce y reproduce la violencia que nos conforma y el lenguaje que nos moldea. Por ello, la diferencia de la hospitalidad no radica aislada en su incondicionalidad, sino en la aporía que la constituye. Este conflicto no se opone a una ley, sino que marca la colisión de las leyes en las fronteras entre sistemas discursivos diversos.

La antinomia de la hospitalidad opone irreconciliablemente la ley, en su universalidad a través de un dislocamiento de la singularidad irreconocible por medio de una dispersión (diseminación) o multiplicación estructurada en un proceso de división. Es una transgresión de la ley que se encuentra por encima de toda ley, es una ley anómica que requiere de las leyes y que su efectividad concreta no daría lugar si su realidad no estuviera determinada por un deber ser.57

La hospitalidad sin condiciones acontece en el desalojo de la deuda y de la culpa, de la obligación servil regida por imperativos consolidados desde el prestigio moral y el poder. Se encuentra empujada por la vida que resiste ante la muerte, en su afirmación incondicional de la apertura a una sobrevida indestructible.

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Notas

1 Meier, Heinrich, Carl Schmitt, Leo Strauss y el concepto de lo Político. Sobre un diálogo entre ausentes, Buenos Aires, Katz, 2008, p. 13.
2 Derrida, Jacques, Políticas de la amistad. Seguido del oído de Heidegger, Madrid, Trotta, 1998, p. 17.
3 Fernández Poncela, Anna María, La violencia en el lenguaje o el lenguaje que violenta, México, Itaca-UAM, 2012, p. 27.
4 Neologismo que utilizamos para referir a un régimen discursivo que ejerce poder en la producción de corporalidad y subjetividades, desplegándose en la organización de los espacios y de las relaciones intersubjetivas.
5 Godbout, Jacques, El espíritu del don, Madrid, Siglo XXI, 1997, p. 197.
6 Ibidem, p. 22.
7 Filliozat, Isabelle, El corazón tiene sus razones. Conocer el lenguaje de las emociones, Barcelona, Urano, 2007, p. 161, citado en Fernández Poncela, Anna María, La violencia en el lenguaje o el lenguaje que violenta, op. cit., p. 27.
8 Derrida, Jacques, De la gramatología, México, Siglo XXI, 2008, pp. 133-180.
9 Cfr. Derrida, Jacques y Dufourmantelle, Anne, La hospitalidad, Argentina, De la Flor, 2006, p. 10
10 Derrida, Jacques, “La diseminación”, en La farmacia de Platón, Espiral, Col. Ensayos, España, 2007, p. 93.
11 Derrida, Jacques y Dufourmantelle, Anne, La hospitalidad, op. cit., p. 11.
12 Schmitt, Carl, El concepto de lo político, Buenos Aires, Struhart y Cía, 2006, p. 31.
13 Heidegger, Martin, Los conceptos fundamentales de la metafísica: mundo, finitud, soledad, Madrid, Alianza, 2007, pp. 243-262.
14 De Certeau, Michel, “El lenguaje de la violencia” en La cultura en plural, Argentina, Nueva Visión, 1999, p. 71.
15 Hay una infinidad de casos con los que se pueden ejemplificar los discursos encubridores de los tipos de violencia. En su buena intención, parecen borrar el límite entre lo humano y lo inhumano, y desdeñan las categorías de saber y responsabilidad, como una forma de desprecio sistemático y total sobre “la verdad que es siempre la palabra del justo”. Cfr. Bautista Ritvo, Juan, “Esta facultad asombrosa de ‘decir lo que no es’…”, en Alexandre Koyré, Reflexiones sobre la mentira, Buenos Aires, Leviatán, 2004, p. 9.
16 “Si la teoría de la preparación del pan es que se necesita primero amasar y después poner el horno, nadie que la conozca, aparte de los locos, podrá hacer lo contrario”. Cfr. Campailla, Sergio, “Introducción”, en Carlo Michelstaedter, La persuasión y la retórica, México, Sexto Piso, 2009, p. 40.
17 Hago referencia a la invención de la escritura narrada por Platón y retomada por Derrida. Cfr. Derrida, Jacques, “La farmacia de Platón”, Tel Quel, núms. 32 y 33, pp. 226-227.
18 El perturbador tema de la violencia atraviesa la historia del pensamiento y de la cultura. Las causas son explicadas por los discursos que la abordan. Así, la teoría política o del gobierno explica la violencia como un fracaso de los dispositivos del Estado. La psicología, la comprende como causa de la frustración y la represión, o por una patologización establecida desde el discurso médico. La etnografía establece las expresiones teatralizadas de la violencia y la antropología la remite a la potencia imaginativa. No se enfatiza en aquello que provoca la violencia, sino en la potencia plástica que genera la producción de sufrimientos y del dolor. Para seguir con Heidegger, parece que la conciencia de la propia muerte genera la experiencia de abandono en el mundo. Cfr. Heidegger, Martin, Ser y tiempo, Chile, Editorial Universitaria, 2005, pp. 270-286.
19 En el apartado sobre El Lenguaje, Agamben realiza una reflexión sobre la expresión τò πâγμα αυτό (tò prâgma autó) para indicar la cosa del pensamiento y la tarea propia de la filosofía “que volveremos a encontrarla más de dos mil años después como una palabra de orden que pasa de boca en boca, en Kant, en Hegel, en Husserl, en Heidegger”, pero toma como punto de partida las investigaciones historiográficas sobre Platón y su Carta Séptima. Cfr. Agamben, Giorgio, La potencia del pensamiento, Barcelona, Anagrama, 2008, pp. 11 y 14.
20 De Certeau señala la perversión del lenguaje al retomar el engaño universal de sí mismo y de los otros. Considera que “el lenguaje político no dice los cálculos de los cuales resulta, pero los hace. Las ideologías retoman las verdades devenidas increíbles, pero siempre distribuidas por las instituciones de las cuales sacan provecho. La publicidad apela a paraísos que organiza entre bastidores una tecnocracia productivista. Los mass media internacionalizan emisiones anónimas, destinadas a todos y a nadie, según la ley de un mercado de significados, que provee una rentabilidad indefinida a los encargados de ponerla en escena y que no puede más que procurar el olvido de su público”. Cfr. De Certeau, Michel, “El lenguaje de la violencia” en La cultura en plural, op. cit., pp. 72-73.
21 Foucault, Michel, El orden del discurso, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 52.
22 Ibidem, p. 41.
23 Rosset, Clément, El principio d crueldad, Valencia, Pre-Textos, 2008, p. 29.
24 Esta huella es la apertura de la primera exterioridad en general, el vínculo enigmático del viviente con su otro y de un adentro con un afuera: el espaciamiento. El afuera, exterioridad ‘espacial’ y ‘objetiva’ […] no aparecería sin la grama, sin la differànce como temporalización, sin la no-presencia de lo otro inscripta en el sentido del presente, sin la relación con la muerte”. Cfr. Derrida, Jacques, De la gramatología, op. cit., p. 92.
25 Derrida, Jacques y Defourmantelle, Anne, La hospitalidad, op. cit., p. 45.
26 Benveniste, Emile, Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, Madrid, Taurus, 1983, p. 63.
27 Derrida, Jacques, “Violencia y metafísica. Ensayo sobre el pensamiento de Emmanuel Levinas”, en La escritura y la diferencia, Barcelona, Anthropos, 1989, pp. 157-158.
28 Martins, Paulo Henrique, “A dádiva e o terceiro paradigma nas ciências sociais: as contribuições antiutilitaristas de Alain Caillé Sociologias”, Sociologías, vol. 19, núm. 44, pp. 162-196.
29 “A ideia de antiparadigma, aqui, pode ser entendida tanto no sentido de que ela se opõe formalmente aos paradigmas dominantes como, igualmente, pelo fato de não aparecer necessariamente como um paradigma científico, mas como uma ontologia, como uma possibilidade explicativa pré-paradigmática. Nesse último caso, a dádiva é apenas uma intenção, um estado de latência que, ao ser acionado na invenção do social, tanto pode gerar pacto de solidariedade como, no sentido contrário, sua desorganização. Quem dá amor, recebe a vida; quem dá a dor, recebe a morte. Neste último caso, ela pode, simplesmente, destruir os paradigmas convencionados”. Cfr. Ibidem, p. 166.
30 Derrida, Jacques, “Autoinmunidad: suicidios simbólicos y reales”, en La filosofía en una época de terror. diálogos con Jürgen Habermas y Jacques Derrida, Buenos Aires, Taurus, 2004, p. 185.
31 Idem.
32 Rosenzweig, Franz, La estrella de la redención, Salamanca, Sígueme, 1997, p. 45.
33 Cragnolini, Mónica, “Virilidad carnívora: el ejercicio de la actividad sojuzgante frente a lo viviente”, Revista Científica de UCES, vol. 16, núm. 1, p. 26. (pp. 23-29).
34 Godbout, Jacques T. y Caillé, Allain, El espíritu del don, México, Siglo XXI,1997, pp. 297.
35 Mauss, Marcel, “Ensayo sobre los dones. Motivo y forma del cambio en las sociedades primitivas”, en Sociología y antropología, Madrid, Tecnos, 1979, pp. 155-263; Godelier, Maurice, El enigma del don, Madrid, Paidós, 1998, pp. 315.
36 Agamben, Giorgio, Homo sacer: el poder soberano y la nuda vida. I, Valencia, Pre-Textos, 2003, pp. 135-137.
37 Derrida, Jacques y Defourmantelle, Anne, La hospitalidad, op. cit., p. 31.
38 Derrida, Jacques, De la gramatología, op. cit., p. 220.
39 Benveniste, Emile, Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, op. cit., p. 461. El prefijo ob señala una relación de enfrentamiento, de oposición o contraposición con otro.
40 Mauss, Marcel, “Ensayo sobre los dones. Motivo y forma del cambio en las sociedades primitivas”, en Sociología y antropología, op. cit., p. 250; Godbout, Jacques T. y Caillé, Allain, El espíritu del don, op. cit., pp. 194-216.
41 Derrida, Jacques, De la gramatología, op. cit., pp. 241-243.
42 Godbout, Jacques T. y Caillé, Allain, El espíritu del don, op. cit., p. 197.
43 Benveniste, Emile, Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, op. cit., pp. 203-204.
44 Derrida, Jacques, Dar la muerte, Barcelona, Paidós, 2000, p. 70.
45 Meier, Heinrich, “El filósofo como enemigo. Sobre Glossarium de Carl Schmitt” en, Carl Schmitt, Leo Strauss y el concepto de lo Político, op. cit., p. 192.
46 Ibidem, p. 201.
47 Derrida, Jacques, “De la hostilidad absoluta. La causa de la filosofía y el espectro de lo político”, en Políticas de la amistad. Seguido del oído de Heidegger, Barcelona, Trotta, 1998, pp. 142-143.
48 Benveniste, Emile, Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, op. cit., pp. 218-219.
49 Ibid., p. 219.
50 Ídem.
51 Ibidem, p. 220.
52 Derrida, Jacques, “De la hostilidad absoluta. La causa de la filosofía y el espectro de lo político”, en Políticas de la amistad. Seguido del oído de Heidegger, op. cit., p. 144.
53 Derrida, Jacques, “De la hostilidad absoluta. La causa de la filosofía y el espectro de lo político”, en Políticas de la amistad. Seguido del oído de Heidegger, op. cit., p. 145.
54 Agamben, Giorgio, La potencia del pensamiento, op. cit, p. 17.
55 Foucault, Michel, El orden del discurso, op. cit., p. 15
56 Cfr. con la voz francesa différence, con la cual Derrida construye su planteamiento filosófico, para señalar la afinidad temática de la voz indifférence ante la imposibilidad de la hospitalidad como compromiso y exigencia ética, inevitable ante el sufrimiento y el dolor del otro, del extraño y del enemigo.
57 Derrida, Jacques y Dufourmantelle, Anne, La hospitalidad, op. cit., pp. 82-83.

Información adicional

Sumario: 1. Introducción / 2. La violencia fundadora de la hospitalidad / 3. Lenguaje, violencia y hospitalidad / 4. “Amigos, no hay amigos”: la hospitalidad imposible y urgente / 5. Sin conclusión



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