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Globalidad fragmentada y desigualdad periférica. Narrativas del riesgo en el terremoto de Armenia (Colombia) de 1999
Ciencias Sociales Revista Multidisciplinaria, vol.. 1, núm. 2, 2019
Arkho Ediciones

Artículos

Ciencias Sociales Revista Multidisciplinaria
Arkho Ediciones, Argentina
ISSN-e: 2683-6777
Periodicidad: Semestral
vol. 1, núm. 2, 2019

Recepción: 19 Mayo 2019

Aprobación: 18 Diciembre 2019

Resumen: Este ensayo propone una interpretación de las narrativas sobre el terremoto de Armenia de 1999 a la luz de las teorías sociológicas del riesgo. Este evento, según argumenta el artículo, no puede ser interpretado por fuera de las condiciones socioeconómicas de la región. Antes bien, responde a la posición periférica de Armenia en relación con el esquema de globalización ascendente de los años noventa. Esta relación desigual se describe en el texto como globalidad fragmentada. Los informes técnicos y las teorías universalistas del riesgo suelen basarse en dicha relación para producir estrategias de intervención por medio de juegos de responsabilidad positiva y negativa, y de mecanismos de territorialización del riesgo. En este artículo se evalúan las maneras en las que las narrativas del evento 1) como tragedia inevitable y 2) como éxito de cooperación internacional, produjeron imaginarios nacionales perdurables sobre ciertas zonas del país y poblaciones marginales vistas como inherentemente riesgosas e ignorantes. Se analizan fuentes primarias como reportes técnicos, informes institucionales y artículos noticiosos publicados entre 1999 y 2019.

Palabras clave: Riesgo, Narrativas, Globalización, Terremoto de Armenia, Gestión De Desastres.

Abstract: This essay proposes an interpretation of the narratives about Armenia's (Colombia) earthquake of 1999 regarding the sociological theories of risk. As the article states, this event cannot be read apart from the region’s social and economic conditions. Rather, it depends on the peripheral position of Armenia in relation to the growing globalization scheme of 1990’s decade. This uneven relationship is described in the text as a fragmented globality which constitutes the base of many technical studies and universalist risk theories that produce strategies of intervention through the distribution of sets of positive and negative responsibility roles and through mechanisms of territorialization of risk. In this article, we evaluate the ways in which the narratives of the event seen 1) as an inevitable tragedy and 2) as an international cooperation success, produced memorable national depictions of certain regions and marginal populations as inherently risky and ignorant. This analysis of narrative production takes into account primary sources such as technical reports, institutional dossiers and news articles published between 1999 and 2019.

Keywords: Risk, Narratives, Globalization, Armenia’s Earthquake, Disaster Management.

Introducción

El 25 de enero de 1999 se presentaron dos sismos de magnitudes de 6,2 y 5,8 en la escala de Richter con epicentro en el municipio de Armenia, en el departamento del Quindío, Colombia. El primer movimiento telúrico tuvo lugar aproximadamente hacia las trece horas y veinte minutos, al cual le siguió otras cuatro horas después. Con el paso de las semanas, diferentes réplicas de magnitudes inferiores se presentaron en un área de 300 kilómetros a la redonda, contabilizando un total de 138 en el mes de febrero según cifras del entonces Instituto de Investigaciones en Geociencias, Minería y Química, hoy Servicio Geológico Colombiano (INGEOMINAS, 1999, p. 7).

El día de los hechos varios habitantes de la zona aseguraron escuchar un estruendo similar a la detonación de un artefacto explosivo. Esto, sin embargo, no alertó en primera instancia a los locales, quienes atribuyeron el hecho a múltiples causas (Herrera, 2013; Montañez, 2013; Oliver, 2014). Fue sólo horas después cuando el caos se generalizó en la capital del departamento del Quindío por cuenta de la reacción de las autoridades, que en todo caso fue tardía debido a que no contaban con la autorización para intervenir ante la incertidumbre sobre el origen del fenómeno (Crónica del Quindío, 2014).

Según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística, el reporte oficial de fallecidos fue de “1.185, hubo 8.536 heridos, 35.972 viviendas quedaron totalmente destruidas o inhabitables, 6.408 fincas cafeteras con daños y un daño general cuantificado en $2.7 billones de pesos, equivalentes a 2.2 del PIB del año 1998” (Servicio Geológico Colombiano, s.f.). Igualmente, se reportaron afectaciones en los municipios circundantes de Quimbaya, Circasia, Salento, Buenavista y Filandia, así como en otros departamentos del eje cafetero como Risaralda y Valle del Cauca. El Tiempo, el diario más importante de Colombia, tituló “Armenia parece bombardeada”, pues en medio del “caos” solo se divisaba el rostro común de “la desolación, la muerte y la impotencia” (Jiménez, 1999, párr. 23).

La magnitud de los hechos y su narración conducen a varios interrogantes. ¿Por qué hubo una reacción tardía de las autoridades? ¿Por qué el sismo no despertó la alerta inmediata entre los pobladores? ¿Qué responsabilidad recayó sobre los organismos que debían prever, informar y alertar a la población antes de los siniestros? Alguna s de estas preguntas sólo pueden ser abordadas mediante especulaciones, pues la gravedad del impacto no se ha podido dictaminar completamente aun veinte años después de lo sucedido. Además, algunas críticas que se han hecho públicas en las últimas dos décadas han denunciado posibles casos de corrupción en los programas de reconstrucción del eje cafetero colombiano (Cf. El Tiempo, 2004).

El propósito de este texto es exponer la manera en la que se articuló el riesgo (en su percepción, prevención y aseguración) en las narrativas institucionales oficiales sobre el sismo y la reconstrucción del eje cafetero. En estos discursos, Armenia es situada en una posición periférica de la geografía de la globalización en cuanto a la gestión de desastres. Según argumentamos, la existencia de centros y periferias en las narrativas del saber técnico especializado provoca desigualdad en el acceso a la seguridad social frente a los desastres, lo cual pudo contribuir a la agudización de las dificultades que se denunciaron tanto en las acciones de salvamento como en la reconstrucción física orquestada por el Estado. En ese sentido, pensar en términos de una “globalidad fragmentada”, como sugiere Michel-Rolph Trouillot (2010), resulta útil a la hora de considerar las desigualdades producidas en los discursos y en el accionar estatal, al tiempo que problematiza la idea de una globalización homogénea de las estrategias y herramientas de prevención de riesgos.

Sostenemos que, según los discursos expertos sobre riesgo y desastres, durante los años noventa, y aún en la actualidad, Colombia ha ostentado una posición periférica en la geografía de la globalización que se expresa en la supuesta pasividad de las poblaciones locales para prever y atender los riesgos. En estos discursos, el riesgo es considerado un producto movilizado desde el centro (entidades capacitadas en conocimiento e instrumentos) hacia la periferia, donde se naturaliza la ausencia de instituciones estatales eficientes. Sin embargo, como argumenta el sociólogo alemán Ulrich Beck, el riesgo suele repartirse de manera desigual ya que no implica necesariamente una igualdad en el acceso a la aseguración (Montenegro, 2005, p. 120). Bajo ese orden de ideas, y en consideración de la obra de Beck, debemos contextualizar el riesgo en los escenarios en los que se produce como un saber-poder capaz de guiar políticas nacionales intervenciones internacionales. Proponemos interpretar los usos estratégicos del riesgo en las narrativas institucionales sobre el sismo de Armenia.

El artículo se divide en tres partes. En la primera se explicita la perspectiva de riesgo más satisfactoria para centrar el énfasis en la producción de narrativas institucionales. Por narrativa se entiende, siguiendo a Jimeno (2016), los procesos de elaboración de relatos subjetivos a partir de significados culturales y experiencias históricas concretas que permiten a los sujetos entender la relación con su entorno. En el segundo apartado, atendiendo al concepto de globalidad fragmentada, se discute cómo el saber experto sobre el riesgo esencializa ciertas subjetividades y las concibe como riesgosas e ignorantes. Por último, en el tercer segmento se muestra la producción discursiva de agentes pasivos y activos que se reparten responsabilidades positivas o negativas de acuerdo con el esquema centro-periferia de la narrativa institucional.

Metodológicamente, se analizan las tramas narrativas de significación (Jimeno, 2016, pp. 14-18) de fuentes primarias como informes y balances elaborados por comisiones de expertos durante los meses y años siguientes al evento, y de una serie de artículos noticiosos que fueron seleccionados según criterios de cercanía geográfica (periódicos regionales) y relevancia (diarios de alcance nacional). Estos artículos e informes demuestran un continuum coherente desde 1999 hasta la actualidad en la manera en la que se ha construido una narrativa verídica sobre el evento como “tragedia” y, posteriormente, como “éxito de cooperación internacional”.

Riesgo, modernidades y globalidad fragmentada

En su novela Generación X [1989], Douglas Coupland caracterizaba a las personas nacidas entre 1965 y 1978, conocidas como baby boomers, con el principio del “seguridadismo”, es decir, bajo la “creencia de que siempre habrá una red de seguridad emocional o financiera que amortiguará los golpes de la vida” (1995, p. 56). Paradójicamente, esta creencia convivía, según el autor, con otros principios generacionales cargados de un profundo pesimismo respecto al futuro, como la “presunción de divorcio”, el “bajo fondismo histórico” y el “punto mental cero”.

Aunque el novelista no utilizara explícitamente la noción de riesgo para describir sus conceptos, no resulta descabellado identificarla entre líneas. Normalmente, la utilización del vocablo riesgo se asocia a la contingencia o posibilidad de un daño, sin importar si éste tiene lugar o no. Al remitirnos a la lectura de la novela Generación X, esta noción sirve para entender que del seguridadismo a los otros principios hay una conexión latente puesto que a toda amenaza corresponde un contrapeso que busca reducir el potencial daño por imprevisible que sea. He aquí una primera idea de lo que puede significar el riesgo.

Si bien no buscamos hacer una revisión exhaustiva de lo que se ha dicho sobre el término en ciencias sociales, nos posicionamos frente a ciertas características que consideramos más precisas para entenderlo a la luz del caso a tratar. Anotamos que el riesgo no es sólo la situación de crisis o el impacto provocado por la acción humana o no humana; el riesgo es el estado de alerta, control y prevención que antecede a la situación catastrófica, se dé o no, como mecanismo racional de domesticación de la incertidumbre (Burzynski y Burzynski, 2014, p. 3). La incertidumbre, entonces, es parte constitutiva del riesgo porque auspicia la toma de decisiones cruciales sin las cuales los daños podrían ser más que catastróficos (Ramos, 2006). Asimismo, el riesgo conduce a la ficción de la seguridad como contrapunto, como esperanza latente ante las decisiones asumidas (Luhmann, 2006, p. 65). Es decir: sin un imaginario de riesgo no hay proyección de seguridad porque ambas dimensiones son co- constitutivas.

Pero esta caracterización pareciera desatender la agencia humana. Por ello es relevante preguntarse quién toma las decisiones “adecuadas” o “inadecuadas” en cuanto al manejo de la incertidumbre. Esta pregunta es relevante porque el riesgo suele manifestarse como política que obedece a criterios establecidos por actores concretos encargados de definir lo que se considera o no un peligro partiendo de índices y métricas racionales. De esta práctica discursiva se deriva el entramado normativo que posteriormente intervendrá en sujetos y poblaciones.

Seleccionamos el tratamiento conceptual de Beck porque, según este autor, el riesgo constituye en la sociedad moderna la matriz de la toma de decisiones políticas y científicas a nivel global (Beck, 1998, p. 237). El riesgo puede ser entendido como la intención de asegurar el futuro mediante el principio del contrato social que busca renovar la confianza institucional en las entidades encargadas de velar por la seguridad y el orden social, sea el Estado o el mercado (Beck, 2008, p. 50). Esta relación entre riesgo y confianza es llamada “principio de aseguración”.

Pero más que hablar de una sociedad del riesgo global, lo cual da la impresión de una homogeneidad global entre grupos sociales, es necesario pensaren la producción de instancias específicas en las que el riesgo se convierte en aparato discursivo capaz de orientar el saber técnico para la toma de decisiones que implican intervenciones concretas.

Para ello, este aparato requiere de narrativas a partir de las cuales la intervención institucional sea lógica. No es gratuito que el sismo de 1999 se conozca como “tragedia” o “desastre”, o que el “drama” de los damnificados conciba a los quindianos como ignorantes (Cf. Santacruz y Ardila, 2003); estos recursos narrativos acentúan la supuesta pasividad de la población y la consecuente necesidad de una injerencia externa. Desde esta instancia discursiva se produce el centro y la periferia.

Ahora bien, tanto en la categoría sociológica de riesgo como en su uso parala gestión poblacional, subsiste la premisa universalista de que el riesgo es objetivo e inteligible de la misma manera para todas las personas (González, 2003, p. 18). Esta generalización corresponde con lo que Michel-Rolph Trouillot denomina “universales noratlánticos”, es decir, categorías particulares de una región del mundo que han obtenido, por medio de relaciones de poder, un grado de universalidad (2010, p. 87). Precisamente, la generalización oculta que existen percepciones diferenciales del riesgo que obedecen a situaciones variables según la posición social de clase, raza, género, etc. No es lo mismo la percepción del riesgo en un barrio suburbano de los Estados Unidos que la percepción del riesgo en una favela precarizada de Rio de Janeiro. Previo a toda generalización, es imprescindible considerar la relación entre el contexto y la aplicabilidad de los conceptos (Cf. Cebulla, 2007).

Después del abandono de la pretensión universalista sigue una reconceptualización de la modernidad. La división entre una primera y una segunda modernidad que propone Beck a lo largo de su trayectoria teórica, y que matizarán sociólogos como Bauman (2003) y Giddens (1993), no es histórica o moral; es una división analítica que parte de las nociones de vulnerabilidad, aseguración y percepción de riesgo como base de las transformaciones más importantes de los últimos siglos.

A grandes rasgos, Beck sostiene que la segunda modernidad viene acompañada de ciertas transformaciones frente a la primera: una nueva lógica de distribución de beneficios y consecuencias adversas a causa de múltiples riesgos; la no compensabilidad de los daños medioambientales ocasionados por los avances de la industrialización; la explosión de las estructuras sociales y cambios culturales/políticos; el colapso del Estado-Nación; y la necesidad de una reformulación de los parámetros de la globalización (Beck, 1998). Estas transformaciones desencadenan una “condición de reflexividad” (Cf. Beck, Giddens y Lash, 1994) debida a la histórica despreocupación por los impactos de la industria en el medio ambiente y en la sociedad, al consumo desenfrenado, y a la globalización a escalas drásticas incluso en el plano cultural. La reflexividad, entonces, implica una ruptura de la tradición: el Estado-Nación es superado y el riesgo empieza a tomar matices de globalidad. Por ello mismo, requiere de la intervención internacional o, más exactamente, de un centro global legítimo.

Sin embargo, no debemos caer en el error de suponer que la diferencia es teleológica, es decir, que hay una relación de sucesión entre una modernidad y la otra. En contraste, el autor plantea estas categorías como condicionantes simultáneos sobre determinadas dimensiones de la vida social, de modo que estamos experimentando, analíticamente, modernidades en paralelo. Por ejemplo, Armenia y el eje cafetero suponen riesgos de primera y de segunda modernidad al involucrar tanto las carencias del estado de bienestar, o al plantear su inexistencia (Serje, 2012, p. 114), como al señalar amenazas socioambientales y la urgencia de acelerar políticas económicas de libre mercado. Posiciones intermedias como éstas nos permiten observar una repartición desigual de los riesgos y de las maneras de atenderlos (Beck, 1998).

Michel Trouillot (2010, p. 125) elabora el concepto de globalidad fragmentada para referirse a identidades que pujan por alcanzar un arraigo transnacional en contravía con los límites impuestos por las fronteras nacionales o por la fuerza del racismo y la xenofobia. Al mismo tiempo que se promueve una apertura global de los bienes de consumo y los flujos de la información, aumenta la impotencia de la acción social localizada en nichos todavía apartados de la “aldea global”. Aparentemente, el mundo contemporáneo hace unas identidades más globales (léase “más activas”) que otras, al tiempo que “la globalización engaña a la misma gente que cree en ella y que la hace posible” (Trouillot, 2010, p. 131).

Extrapolando esta descripción al campo social y político del riesgo, podemos hablar de la esencialización de sujetos y territorios que los saberes técnicos agrupan, dividen o descontextualizan. Los diagnósticos, los informes de gestión y las estadísticas son técnicas de objetivación de las identidades que afianzan ciertas condiciones circunstanciales como el evento sísmico y las hacen constitutivas de ciertas subjetividades (en adelante sujetos del riesgo). Es pertinente hablar de globalidad fragmentada porque los damnificados por el terremoto, a pesar de ser el centro de la narrativa de la ayuda global, fueron objetivados como ignorantes o hasta culpables de la precariedad sufrida.

Sujetos del riesgo y territorialización de la precariedad

El informe más detallado del desastre de Armenia fue el proporcionado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) un mes después del siniestro. Entre las recomendaciones del organismo se incluye: “reforzar significativamente los programas de diversificación y modernización de la producción para mejorar los ingresos rurales y reducir así la vulnerabilidad de este sector” (1999, p. 83). Más adelante señala que

[…] la reconstrucción puede ser efectivamente la oportunidad generada por el desastre para una mejora cualitativa del proceso de desarrollo de la zona del Eje Cafetero y convertirla en un ejemplo para otros procesos de reconstrucción en el país, asociados a la solución de los conflictos que por décadas han agobiado a otras regiones de Colombia (CEPAL, 1999, pp. 83-84).

Podemos anotar, en primer lugar, que se concibe la monocultura del café como uno de los catalizadores de la pobreza generalizada luego del terremoto y de una crisis financiera con índices de inflación altos (16,7% para 1998 según Banco de la República, 2013). Sin embargo, como argumenta Beck, se ignora que las consecuencias adversas de la modernidad son producto del éxito de la misma (2008, p. 45). Para nuestro caso, hay que señalar que la monocultura del café se dio a partir de un proceso escalonado de sustitución de diferentes tipos de cultivo de tierras cálidas y templadas que históricamente consolidó a la región como potencia caficultora. No obstante, tras la apertura económica de comienzos de los años noventa, la región experimentó un bajón a raíz de la escasa demanda del producto y de la trabajosa implementación del esquema neoliberal (Moreno, 2010, p. 155).Adicionalmente, debe considerarse la pobre infraestructura y viabilidad industrial del país para consolidar una economía competitiva del café frente a los estándares internacionales de no regulación del mercado (Cf. Arizmendi, 2001).

En segundo lugar, el informe considera la modernización, la diversificación productiva y la entrada del capital privado como las mejores apuestas para reducir la vulnerabilidad regional. Pero esta consideración ignora que la vulnerabilidad fue producto de las condiciones de reorganización socioespacial surgidas durante décadas por la obligación, entre otros factores, de la migración de poblaciones afectadas por el conflicto armado interno o por la pobreza extrema. Municipios circundantes como La Tebaida (que fue el cuarto más afectado por el sismo) sufrieron en años anteriores múltiples procesos de recepción de migrantes, en su mayoría campesinos empleados como mano de obra barata no cualificada (Mejía, 2006). Estas poblaciones tuvieron que habitar las zonas periféricas de los cascos urbanos y muchos se dedicaron a la manufactura artesanal o al comercio informal. Como era de esperarse, al momento del sismo estas zonas sufrieron de gran devastación por la precariedad de las viviendas, erigidas en su mayoría en bahareque, zinc y amarres poco sólidos, pero de económica construcción. En adición, muchas edificaciones sobrepasaban los límites demarcados para la construcción legal, carecían de servicios sanitarios básicos y se encontraban en bordes de quebradas donde el relleno del suelo aumentaba el peligro de inundación o deslizamiento (Crónica del Quindío, 2016).

En síntesis, hay una correlación ignorada por la narrativa institucional entre migración campo-ciudad por causas económicas y situación de vulnerabilidad. Se estima que las estructuras de autoconstrucción sin la veeduría correspondiente en zonas de relleno no compacto y la readecuación vocacional de los interiores de las viviendas para propósitos variados, en algunos casos con problemas de hacinamiento, aumentaron las probabilidades de afectación de los barrios periféricos. Sin embargo, no se menciona cómo esta situación se agudizó en los límites de las grandes ciudades donde se ubicaban poblaciones desplazadas por los factores de violencia y necesidad económica que mencionamos más arriba (Cf. Villada, 2014).

Se estima que en 1999cerca de 159,000 personas perdieron totalmente sus viviendas en toda la zona del eje cafetero y en partes del Valle del Cauca, en adición a 143 planteles educativos (27% del total de la región) que quedaron en situación irrecuperable. Igualmente, hubo una afectación sistémica del entramado vial que conectaba a los municipios con las carreteras principales; se declaró la inoperancia total del aeropuerto El Edén de Armenia; las estaciones de policía y bomberos de la ciudad quedaron destruidas; y se propició la caída parcial de ciertos servicios como agua potable, recolección de residuos sólidos y cableado telefónico (CEPAL, 1999; Herrera, 2013). La situación no afectó con gravedad los centros de salud municipales, pero debido a la gran cantidad de heridos, hubo una sobredemanda de albergues o refugios. Cerca de 500 heridos de gravedad tuvieron que ser transportados hasta Bogotá, atravesando la inestable carretera andina de La Línea por más de seis horas de viaje.

Para solventar estos hechos, aparece el principio de aseguración, entendido como la capacidad adaptativa ante el riesgo que puede ostentar un sujeto, grupo o institución a través, por ejemplo, de sistemas de vigilancia, regulaciones industriales de control de calidad, o seguros de vida (Galindo, 2015, p. 144) ya que, según Beck, la sociedad del riesgo contiene los mecanismos para hacer frente a la crisis inclusive en fase especulativa. Como mencionamos en el anterior apartado, el riesgo se compone de la domesticación de la incertidumbre y de la promesa de seguridad que consiste en ofrecer a la población la confianza necesaria (institucional, comercial, inversionista) para restablecer el orden socioeconómico en un lapso casi instantáneo (Beck, 2008). 2

Para nuestro caso, la aseguración se basó en la reconstrucción de la infraestructura regional a través del Fondo para la Reconstrucción y Desarrollo Social del Eje Cafetero (FOREC), impulsado por el gobierno nacional, sectores públicos y privados, y organismos globales. 3 Entre las acciones del sector privado, se destaca la inyección económica de la Federación Nacional de Cafeteros estimada en 30,000 millones de pesos para estabilizar el paisaje cafetero, lo cual aportó no sólo a la adecuación productiva y comercial, sino que supuso una renta turística a largo (Pastrana, 2000). Gracias a aportes como estos, sumados a la creación de subsidios, ayudas, reducción de tasas de interés y otras medidas financieras, fue posible el restablecimiento de la confianza en los capitales que aportaron al saneamiento del desastre (Valencia, 2000). Adicionalmente, muchos de los municipios aledaños a Armenia no contaban con redes de servicios públicos antes de 1999, pero gracias al siniestro recibieron importantes acciones que tendieron por primera vez estas redes de servicio básico. Este es el efecto de la estrategia planificada de reconstrucción territorial y de estabilización de los capitales que demuestra la capacidad de adaptación al riesgo de una economía periférica en busca de un posicionamiento más central en el esquema de la globalización. Como vemos, la narrativa de la reconstrucción sigue una teleología.

En primer lugar, se considera a las zonas de asentamiento informal un escenario de peligro latente por la precariedad estructural y la falta de planeación urbanística. No obstante, no emergen correlatos históricos de los procesos de poblamiento por desplazamiento interno (Cf. Castañeda-Pérez, 2017), a pesar de que la inmigración neta en el Quindío, previo a 1999, era positiva. Es decir, el Quindío era receptor de migrantes de otras partes del país hasta el quinquenio de la tragedia, cuando empezó a emigrar un número considerable de personas a otras regiones (DANE, 2008, p. 63).

En segundo lugar, la narrativa sobre el terremoto de 1999 se suele acompañar de vocablos como “tragedia”, “horror”, “catástrofe”, “desastre”, entre otros. Una revisión del archivo de El Tiempo revela que entre el 25 de enero y el 1 de febrero de 1999 se publicaron cerca de 100 columnas referentes al sismo que incluían al menos uno de los vocablos citados, lo cual prueba el carácter con que se revistió el acontecimiento ante la opinión pública nacional y que hasta hoy en día permanece (Cf. El Tiempo, 2019a).

En tercer lugar, la narrativa sobre la reconstrucción del eje cafetero muestra una interesante elaboración maniquea del antes y del después de la intervención. Los informes, tanto como los artículos de prensa (i.e. El Tiempo, 2004), enfatizan en los logros conseguidos en “tiempo récord”, la sorprendente respuesta internacional y los éxitos de estabilización económica que alcanzó la región en los años siguientes a pesar de los escándalos de corrupción que envolvieron al FOREC (El Tiempo, 2001). A la recesión económica corresponde la prosperidad; al tradicionalismo, la modernización; a la “tragedia”, “la esperanza” (Gobernación del Quindío, 2019). Otro ejemplo de este relato lo provee la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, 1999), que estimó que luego del terremoto hubo una respuesta casi inmediata de la comunidad internacional, ONG y empresas privadas en tarea mancomunada al interior del FOREC cuyos aportes en bienes, servicios y ayudas de todo tipo contribuyeron a contrarrestar las dificultades humanitarias del evento.

No debe olvidarse que en este tiempo (1999-2002) el interés del sector privado se propulsó gracias a la plataforma infraestructural construida, a la vocación territorial renovada, y a la demanda laboral creciente (Umaña, 2014). Los estudios de entidades como USAID y las veedurías universitarias permitieron racionalizar la tragedia y proyectar, desde saberes técnicos multidisciplinarios, un escenario de futura rentabilidad a escalas regional, nacional e internacional.4

Estos tres momentos en la narrativa sobre el terremoto de Armenia (precarización histórica de la zona por una pobre planeación urbana; sismo como tragedia y desastre sin precedentes; y reconstrucción como éxito de la cooperación entre gobierno y banca multilateral) conservan en el centro de su discursividad nociones relativas al riesgo. Cuando se alude a los antecedentes, se hace referencia a una situación contraproducente: a pesar de la bonanza económica de los ochenta que hacía del Quindío un polo de atracción, “situaciones crecientes de marginación, desempleo y problemas ingentes de desplazados” (CEPAL, 1999, p. 12) se pusieron “dramáticamente de relieve” ante el gran porcentaje de sobrevivientes que quedaron desempleados y de las viviendas que resultaron inhabitables. Las técnicas de autoconstrucción, las edificaciones en zonas de alto riesgo y la falta de control sobre los cambios en los usos de las casas son factores que, sumados al desempleo y subempleo que se gestaban en años anteriores en la región (PNUD, 2004, pp. 114-115), hicieron de estas zonas territorializadas como riesgosas. Además, los relatos que retroceden en el tiempo hasta una década conllevan a la hipótesis de que un terremoto de igual o mayor magnitud que el de enero de 1999 iba a generar precariedad por el modo y condición de vida de los habitantes. Por lo tanto, esta territorialización acusa una construcción naturalizada de sujetos del riesgo.

Esta rigidez esencialista sobre los sujetos del riesgo supone zonas de mayor peligro según un criterio económico y social en el caso de los informes de la CEPAL y el PNUD. Emergen allí pares como: marginalidad = carencia; pobreza = ignorancia; ausencia de servicios básicos = amenaza epidemiológica, etc. A su vez, la esencialización produce una descentralización de la responsabilidad 5 que, basada en la territorialización del riesgo, cede las culpas del desastre a actores o situaciones particulares mientras expía las causales fundamentales. Vemos, entonces, que el tratamiento de una tragedia socioambiental se compone paulatinamente de una esencialización de las identidades con los territorios mapeados en torno al riesgo, y de un ejercicio de descentralización de las responsabilidades que estima la intervención del centro hacia la periferia como motor homeostático de lo social.

Centro y periferia en la distribución de responsabilidades

Hemos señalado en el apartado anterior la territorialización de los hábitats de los sujetos del riesgo. El riesgo en la normativa puede obrar como forma de control espacial de la diferencia cultural o socioeconómica, puesto que hay unos territorios o fragmentos del mismo donde se demarcan literalmente zonas de mayor peligro o seguridad en las cuales ciertos sujetos pueden o no habitar y desarrollar sus actividades vitales. Consideremos ahora, siguiendo a O’Malley (1999), que en el caso de Armenia se materializa una descentralización de la responsabilidad. ¿A qué atiende este concepto?

Al referirse al terremoto de Armenia (al igual que sucedió con Mocoa en 2017 y con Armero en 1985), los medios de comunicación y otras instancias productoras y difusoras de discursividad presentaron los hechos como causa de un desastre “natural” o “ambiental” (Cf. El Tiempo, 2019b). Esto es lo que podemos referir como descentralización de la responsabilidad: vinculación de los hechos a otras multicausalidades (como la naturaleza, el designio divino o el azar) que buscan expiar las responsabilidades de ciertos actores involucrados política, social o económicamente con la proliferación o agudización de las crisis humanitarias.

El argumento de Beck sobre la globalización del riesgo se basa en la premisa de que el riesgo es democrático y anti-jerárquico en la medida en que trasciende fronteras nacionales y es capaz de impactar tanto a las clases más bajas como a las más altas (Beck, 1998; 2008). Según el sociólogo, el riesgo no distingue proveniencia de clase, etnia, género o nacionalidad. Sin embargo, como se sostuvo anteriormente, existe una repartición diferencial del riesgo que experimenta los impactos más críticos en unas posiciones más que en otras, de la misma forma que la percepción varía entre clases y posiciones según el tipo de riesgo (Cebulla, 2007). Evidentemente, esto también ocurre con los mecanismos de contingencia.

En el caso de Armenia se demuestra una repartición desigual del riesgo, pero, sobre todo, de los recursos y de los mecanismos para afrontar la crisis. Como lo reseña el geólogo Armando Espinosa, a finales de los años noventa la región no estaba preparada para el evento aun cuando se sabía de las fallas tectónicas sobre las cuales se erige el eje cafetero. En materia de conocimientos científicos había claridad, pero esto no se traducía en la implementación de las políticas públicas preventivas o en el acatamiento de una normativa contundente (Crónica del Quindío, 2016). Apenas en 1989, y como resultado de la poca efectividad de los organismos responsables por el desastre de Armero, se creó el Sistema Nacional para la Prevención y la Atención de Desastres (SNPAD) cuya operación debía garantizar la eficiencia de los procesos de prevención, anticipación, rescate y salvamento.

Empero, en el sismo de 1999hubo importantes fallas logísticas. Se reportaron demoras en la toma de decisiones sobre el modo de intervención, y se criticó en su momento la falta de coordinación entre entidades como la Defensa Civil, el Sistema Nacional, la Cruz Roja y las ONG de cooperación internacional (Aguilar y Zambrano, 2000, p. 29). Esta poca coordinación pudo ralentizar la detección de muertos y de heridos, sin nombrar las dificultades para controlar los saqueos y los robos (Red de Solidaridad Social, 1999). A ello se suma que los decretos regulatorios para la construcción antisísmica contaban apenas con una vigencia de 15 años, por lo que se sabe que, de cada 50 edificios, 49 no pudieron resistir los sismos al no contar con el control de calidad pertinente (Crónica del Quindío, 2016).

Nuevamente debemos remitirnos a la teleología de la narrativa. Cuando se construye el relato del éxito de la reconstrucción, vemos cómo la responsabilidad positiva es repartida entre los entes encargados de la recuperación, tales como la Federación Nacional de Cafeteroso el sector privado cuya tarea fue “repensar el modelo de desarrollo” de la región (Dinero, 2002, párr. 2). Por el otro lado, en la trama del relato de la tragedia, la responsabilidad negativa fue camuflada, descentralizada o individualizada; los actores que pudieron evitar en buena parte la gravedad de las consecuencias no asumieron su responsabilidad en materia de prevención y regulación eficiente, ya fuera alertando sobre las zonas no aptas para la construcción, informando la carencia de servicios básicos de muchos barrios y municipios, realizando estudios geológicos, o ejecutando procedimientos de evacuación eficaces. Aun pese a la conciencia del riesgo (la racionalidad preventiva ya existía en organismos estatales como INGEOMINAS o el SNPAD), no existió una voluntad política para intervenir oportunamente en el mapa territorializado del riesgo. Los habitantes de estas zonas riesgosas no fueron oportunamente alertados y devinieron, casi anónimamente, en meras cifras de un fracaso institucional siendo cargados, además, con la corresponsabilidad sobre las acciones que los victimizaron (O’Malley 1999). Como observamos en el informe de la CEPAL (1999, p. 38), los habitantes fueron responsabilizados por la construcción de viviendas no aptas en sectores de alta vulnerabilidad. Este señalamiento obvia las dificultades socioeconómicas de poblamiento en entornos menos riesgosos que los obligados históricamente.

De igual manera, se consideró que el tradicionalismo de las viviendas de bahareque y guadua (presentes en la región desde los siglos XVIII y XIX) pudo ser causante de vulnerabilidad. Paradójicamente, uno de los métodos de reconstrucción alternativos al ladrillo que se evaluaron como eficientes para garantizar resistencia y durabilidad fue precisamente el bahareque, destacado por un informe del Banco Interamericano de Desarrollo (BID, 2017). La variación en el modo de representar a las víctimas y sus entornos entre el informe de la CEPAL y el informe del BID pone en evidencia que los sujetos del riesgo pueden ser simultáneamente ignorantes o responsables de su propia vulnerabilidad, y artífices de un modelo de vivienda resiliente. En todo caso, en ambas representaciones su rol sigue siendo fundamentalmente pasivo.

En síntesis, los informes revisados dan cuenta de la elaboración de un reparto de responsabilidades positivas y negativas. Dado que la reconstrucción del eje cafetero fue escenario de experimentación para diferentes entidades nacionales e internacionales contribuyentes al FOREC, vemos la puesta en escena de una relación centro-periferia: sólo los aportantes del saber técnico y de los recursos monetarios provenientes del centro global (Banco Mundial, BID, PNUD, USAID, CEPAL) pueden dirigir activamente la intervención, mientras la comunidad local se sitúa en una nueva posición periférica como simple receptora de la ayuda. De ahí la globalidad fragmentada.

Armenia, un municipio periférico en un país de la periferia global como Colombia, fue simultáneamente epicentro de un esquema de intervención a nivel de infraestructura, recuperación de tejido social y planeación económica a largo plazo. Mientras la narrativa descentralizó la atención sobre las causas de la crisis, los escándalos de corrupción y las fallas logísticas de salvamento, hubo un esfuerzo por realzar la responsabilidad positiva de las entidades, toda vez que la población local fue subjetivada como riesgosa y representada como pasiva (sin voz ni voto en el FOREC), ignorante y tradicionalista.

Conclusiones

Esta breve aproximación discursiva al caso de Armenia nos llevó a considerar el riesgo como aparato de saber y poder que produce posiciones desiguales en los planes de intervención en la gestión de desastres. El concepto de globalidad fragmentada de Trouillot nos permitió visualizar el campo práctico del riesgo desatendiendo universalismos o naturalismos, pero considerando que la esencialización de los sujetos y los territorios es parte estratégica del saber experto.

Consideramos también que el riesgo se compone de la domesticación de la incertidumbre y de la promesa de seguridad técnicamente instruidas por agentes activos sobre agentes pasivos. Las diferencias entre estos actores, así como la envergadura de su participación o visibilidad, son producidas en la instancia en que se mueven los discursos y las narrativas, elementos que son, evidentemente, ejercicios de poder. El evento sísmico de Armenia y, sobre todo, la reconstrucción y estabilización de la región cafetera, demostró las posicionalidades de los roles activos y pasivos en el riesgo. Por medio de estrategias de narración de los hechos, de presentación de las causas y de diagnóstico de las intervenciones, unos sujetos centrales en el desarrollo económico de la región, como clases obreras no cualificadas y poblaciones migrantes, han sido constantemente subjetivados en torno a la marginalidad y vulnerabilidad de sus modos de vida. En ello influyen la territorialización y la responsabilización negativa del riesgo, puesto que los discursos de los informes técnicos y de los artículos noticiosos constituyen tecnologías legítimas de representación y objetivación.

Resulta interesante notar que las subjetividades del riesgo son construidas como pasivas, vulnerables o ignorantes en una lectura desde la primera modernidad: su insuficiencia productiva y su “atraso voluntario” los lleva a ignorar las formas adecuadas de resguardarse del riesgo. Por otro lado, son también sujetos responsables de su propia tragedia siguiendo las premisas de la segunda modernidad: no se encuentran lo suficientemente insertos en una economía de libre mercado que acreciente la movilidad propia de una globalización rampante. Las carencias en ambos planos de la modernidad expresan una globalidad fragmentada.

En síntesis, este artículo tuvo la pretensión de evidenciar la centralidad del riesgo en las narrativas históricas sobre el terremoto de Armenia. Dichas narrativas se han basado en un continuum de imaginarios sobre los “desastres naturales”, la necesidad del saber experto proveniente de un centro global, la premura de un modelo de desarrollo neoliberal, la territorialización de ciertas zonas o la subjetivación de ciertas poblaciones como riesgosas, entre otros. Lo que evidencian estas maneras socialmente aceptadas de imaginar el riesgo es que, actualmente, los países latinoamericanos viven una situación de percepción de crisis permanente por su posición periférica, la cual hace necesaria la constante intervención del centro global en lo referente a la gestión de desastres 6. Ello explica por qué los quindianos naturalizaron el estruendo del terremoto al confundirlo con un habitual atentado terrorista. Como advirtió Boaventura de Sousa Santos en una de sus visitas a la Feria Internacional del Libro de Bogotá

La crisis antes era una condición transitoria y se convertía en una oportunidad para trascender situaciones problemáticas. La crisis permanente es casi el opuesto: es algo que aparece como una característica sistémica de la sociedad en la que vivimos y que parece no tener solución (…). Las expectativas positivas de la gente ya no son posibles. Entramos a un proceso de expectativas negativas: cuando la gente se convence de que las cosas están mal, pero pueden estar peor, la crisis se transforma en una vivencia cotidiana. (Páramo, 2017, párr. 9 & 13.)

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Notas

[1] Estudiante de antropología de la Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá, Colombia). Miembro del Centro de Estudios de Asia, África y Mundo Islámico y del Semillero de Derecho Laboral y de la Seguridad Social de la misma universidad. victor-solano@javeriana.edu.com
[2] Como ejemplo, Beck explica las razones del disparo de la venta de seguros de vida luego de los atentados del 9/11 en Nueva York. El principio de aseguración, entonces, es una herramienta de activación económica instantánea que permite la estabilización de la crisis sin perder de vista la amenaza como medida de ordenamiento social (Cf. Ewald, 1996).
[3] La tutela técnica del FOREC y buena parte de su financiación estuvo a cargo de organismos como el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) (Cf. Cuervo, 2003, p. 137).
[4] Un análisis crítico a destacar es el de González (2003), que enuncia la maquinaria logística y política detrás del FOREC, así como las estrategias técnicas de objetivación y universalización del riesgo en relación con la territorialización de las zonas valorizadas gracias a la reconstrucción.
[5] Observamos que la responsabilidad positiva que asumió el FOREC, es decir, para reconstruir la región, conllevó a una descentralización de la responsabilidad negativa de las causas que ocasionaron la crisis humanitaria. Esta descentralización trajo como efecto la naturalización del desastre que se ha hecho recurrente en la narrativa colombiana sobre crisis socioambientales.
[6] Sería interesante analizar, en futuras investigaciones, la concepción de “crisis permanente” de Boaventura de Sousa Santos en relación con la naturalización del miedo y la violencia que señala Michael Taussig (1992) como condición generalizada en la modernidad latinoamericana.


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