Dossier Arte y política en el siglo XX latinoamericano. Prácticas, representaciones, contextos
Recepción: 07 Octubre 2020
Aprobación: 15 Noviembre 2020
Resumen: En este artículo se propone construir un corpus de canciones folklóricas tucumanas vinculadas con la industria azucarera, desarrollado a partir de la llegada del ferrocarril a esta región, en 1876. Se pondrá a dialogar esta matriz con otros estudios existentes sobre folklore argentino, señalando algunas características de estas composiciones en relación con la historia en la que se generan. Comenzaremos por hacer referencia a la música popular en el estadio previo a la industrialización, para enfocarnos después en la emergencia de la letrística social yupanquiana y el protagonismo del pelador. En un tercer momento describiremos las composiciones y los elementos propios de la serie hasta el presente. En este trayecto haremos referencia a autores notables, como José Ignacio “Chango” Rodríguez, Rolando “Chivo” Valladares, Pepe y Gerardo Núñez, Luis “Pato Gentilini”, José Augusto Moreno, Lucho Diaz, Alma García, Chichi Costello, Néstor “Poli” Soria –entre otros- y a la reconocida cantante Mercedes Sosa.
Palabras clave: Identidad, industria azucarera, folklore social, zafreros, resistencia cultural.
Abstract: The purpose of this article is to build a corpus of folk-songs connected to the sugar mill industry developed since the arrival of the railway system, in 1876, in the province of Tucumán, in the North West of Argentina. This matrix will be related to other studies on Argentine folklore, and to the historical moment of each composition. To do this, we will first refer to popular music before industrialization, to focus then on the social lyrics authored by Atahualpa Yupanqui, whose main character is the sugar cane peeler. Then, the analysis follows other authors, highlighting the topics and particularities of their songs, as well as the social and political conditions implied by them, making references to important authors, like José Ignacio “Chango” Rodríguez, Rolando “Chivo” Valladares, Pepe and Gerardo Núñez, Luis “Pato Gentilini”, José Augusto Moreno, Lucho Diaz, Alma García, Chichi Costello, Néstor “Poli” Soria –among others- and to the famous singer Mercedes Sosa.
Keywords: identity, sugar cane industry, social folk music, sugar cane peelers, cultural resistance.
Introducción
Es probable que el lector haya escuchado Luna Tucumana o La pobrecita, de Atahualpa Yupanqui, De Simoca -más conocida como Carretas cañeras-, de Chango Rodríguez, u Otoño en Tucumán, de Chichi Costello, cantadas por Mercedes Sosa o alguno/a de sus varios intérpretes. Pues bien: a continuación vamos a integrar a estas y otras composiciones en una serie que llamamos “Folklore azucarero tucumano”, en tanto todas esas composiciones se refieren al paisaje o al hombre que trabaja en la cosecha de la caña.
Situada al norte de Argentina, Tucumán es conocida por su importante papel en la historia nacional, al haber sido cuna de la independencia, protagonista de importantes batallas, la tercera provincia en contar con una Universidad Nacional y haber sufrido, en las décadas del sesenta y setenta del siglo XX, el cierre en 1966 de once ingenios azucareros ordenados por la dictadura de Juan Carlos Onganía, la cruenta represión de febrero de 1975 desde el llamado “Operativo Independencia” y, finalmente, la última dictadura militar, implantada entre el 24 de marzo de 1976 y el 10 de diciembre de 1983.
El corpus que vamos a construir se conecta íntimamente a la industria azucarera. Este artículo lo pondrá en diálogo con otros estudios existentes sobre folklore argentino y analizará algunas características de sus composiciones en relación con la historia en la que se generan. Para ello haremos referencia a la música popular en el estadio previo a la industrialización, enfocándonos después en la emergencia de la letrística social yupanquiana y en el protagonismo del pelador en composiciones posteriores que se ocupan de este tema, hasta el presente. Asimismo, desde el punto de vista más amplio de “folklore azucarero”, se integran piezas que se refieren a otros sujetos sociales, como cañeros, el personaje mitológico de El familiar y, en contadas ocasiones, al dueño del ingenio.
En este sentido, cabe notar que este trabajo no se propone ahondar en cuestiones teóricas, sino que se aboca a la construcción y ordenamiento de un corpus fundamental para la construcción de la identidad tucumana en el siglo XX. Y este objetivo ocupa el desarrollo del artículo en toda su extensión. Por eso, me limito a decir que me intereso en los estudios de cultura popular y que en mi formación académica he abrevado en aportes de los estudios subalternos, aunque en este caso el pelador es representado o hablado por el compositor que imagina su universo, sin llegar nunca a proferir su propio discurso. Lejos de denostar esta actitud, la considero fundamental para la conformación de la audiencia progresista que acompañó los movimientos emancipatorios del largo período considerado. Mi interés se aboca en este caso, a la posibilidad de que emisores de clase media generen discursos estético-afectivos hacia sujetos explotados por el sistema en el que ambos coexisten, a fin de sensibilizar a los oyentes de sus canciones ante situaciones de injusticia y deshumanización.
Tampoco he podido ahondar, por el límite natural que todo artículo de investigación supone, en otros aspectos tales como especificidades interpretativas, estilísticas y sociológicas, que ayudarían a describir la audiencia de estas composiciones. A grandes rasgos, señalo que la industrialización del cultivo de la caña de azúcar, de la industria discográfica y la llegada de la radiodifusión y la televisión afectaron profundamente los modos de producción difusión del folklore tradicional, que habían estudiado Juan Alfonso Carrizo e Isabel Aretz. Se aceleraron los ritmos de creación y se multiplicó el caudal de obras para conocer, memorizar y transmitir, aunque en Tucumán ese proceso coexistió con las formas tradicionales del canto transmitido en la “rueda de amigos” (Orquera, 2010a), práctica que resultó fundamental en épocas de represión política, cuando había que cantar y memorizar a escondidas muchas canciones, escondiendo o rompiendo los discos que expresaban ideas que el poder de facto prohibía (Orquera, 2015). Por otro lado, el disco, la radio y la televisión, así como los grandes festivales, permitieron la popularización y consagración de algunas composiciones, al igual que el repertorio de intérpretes reconocidos a nivel nacional e internacional, como Mercedes Sosa o el grupo Los Tucu Tucu.
Por otro lado, trataremos de mostrar que los músicos que no buscaron la trascendencia masiva también revistieron importancia en la formación de este corpus. Si, como señala Aretz (1946), lo que caracteriza al folklore tradicional es acompañar siempre una función determinada de la vida cotidiana o del trabajo, es posible definir al folklore azucarero por su rol de expresión de solidaridad para con el trabajador que padece los efectos del sistema, que a menudo desembocan en luchas colectivas y en ideas emancipatorias. En cierta forma, el canto al oficio del siglo XIX se transforma en un canto al sufrimiento que el trabajo, deshumanizado y ajeno, genera.
La música y el baile como resistencia a las presiones del sistema de producción:
El vínculo con el terruño tiene que ver con una forma de sentir el espacio habitado, que funciona como poderoso constructor de identidad. En el caso de Tucumán, el paisaje predominante, al menos en el llano, es el de un mar de cañas, interrumpido cada tanto por las chimeneas de los ingenios. Sin embargo, ese paisaje no siempre estuvo ahí. En realidad, nace después de la llegada del ferrocarril, en 1876, que hizo accesible el arribo de maquinaria pesada y la industrialización de los ingenios azucareros. Hasta entonces existían ingenios artesanales, con trapiches de madera y cañaverales de pequeñas dimensiones, recortados dentro de una vegetación voluptuosa, descripta por los viajeros como un edén o un jardín del que emanaba un perfume a hierbas y flores, donde estaba extendida la condición de propietario y la pobreza era mínima. En cambio, a partir de la década del ochenta se hizo presente el tren a vapor, que dio lugar a estaciones con pequeños poblados a su alrededor, conectados a su vez con los nuevos ingenios. El nuevo paisaje, el “mar verde” de las cañas, era resultado de la confluencia de grandes latifundios que habían absorbido parte de las pequeñas propiedades. En los inviernos ese paisaje acrecentaba su dinamismo por la circulación de “carretas cañeras” y carros en los que los peladores del surco y sus familias llegaban desde los cerros o desde provincias vecinas, como Catamarca y Santiago del Estero, a ganarse el jornal.
El fin del paisaje pre-industrial se dio en forma abrupta y tuvo profundas consecuencias en la vida de los habitantes, en las relaciones de poder que habían existido hasta entonces y en el lugar ocupado por Tucumán en el entramado político y económico de la nación. La industria azucarera asumió un rostro bifásico: por un lado, supuso el fin de un mundo que se asumía como idílico, aunque acotado en sus posibilidades comerciales; por otro, posibilitó el fortalecimiento de la región, el nacimiento de la Universidad Nacional de Tucumán, una intensa vida cultural y un estado de bienestar que alcanzaba a algunos de los actores intervinientes en ese entramado. Aparecieron nuevas clases sociales, tanto grandes industriales y financistas como cañeros y obreros permanentes, es decir trabajadores especializados que vivían en casas construidas por el ingenio y accedían a los derechos básicos, y “obreros golondrina”, que quedaban al margen de esos derechos y cargaban sus escasos enseres donde iban, armando viviendas precarias para cobijarse con sus familias durante la cosecha.
La intensa vida social y cultural de la que dan cuenta las crónicas del siglo XIX se vio profundamente afectada por este cambio radical. La musicóloga Isabel Aretz (1946), en su monumental obra Música tradicional argentina. Tucumán, historia y folklore, hace referencia a las Memorias del general La Madrid, quien da cuenta de las vidalitas que los músicos de Monteros, al sur de la capital provincial, improvisaban a su paso durante el carnaval para alentar su campaña militar. Sin embargo, el canto popular comenzó a ser reprimido al ser visto como opuesto a “las luces y civilización”, según enuncia el Gobernador Alejandro Heredia en 1933, cuando se decide a reglamentar el carnaval para evitar actos de violencia (Aretz, 1946: 75). Más adelante, en 1849, otro gobernador, Celedonio Gutiérrez, prohíbe “para siempre el juego del carnaval en todo el territorio de la provincia”. Pero en vez de abolir el canto, observa la estudiosa, dicha prohibición se convierte en tema de nuevas vidalas.
Según esta autora, “a fines de siglo, el crecimiento industrial de la provincia apareja la mengua de toda actividad sin fines prácticos.” Esta observación le hace pensar a la historiadora Donna Guy que “Tucumán no tiene canciones de trabajo y pocas indican que existía una industria azucarera en el siglo XIX”, en parte porque la legislación laboral “impedía a los músicos entrar a las plantaciones para mantener a los obreros trabajando” (Guy, 2008: 317) Además, en 1888 se había promulgado la Ley de conchabo, que contribuía a generar mano de obra para las grandes plantaciones de caña requeridas por la industrialización a gran escala, según la cual los peones que se negaban a trabajar podían ser encerrados por sus empleadores hasta 24 horas, mientras éstos informaban a la policía (Guy, 2008) Y si bien el trabajo de pelador atraía a obreros de las zonas aledañas que buscaban ganarse la vida y alimentar a sus familias, desde el comienzo las condiciones eran tan duras -trabajo a destajo, pago con vales, condiciones insalubres de la vivienda-, que a menudo algunos terminaban escapando.
Ahora bien, a pesar de los intentos de represión de la práctica musical popular, los cantos y bailes se vieron restringidos, pero no desaparecieron. La misma Aretz reconoce la tenacidad de los tucumanos/as para sostener su práctica musical. Por ejemplo, Arsenio Granillo sostiene que “la afición a la música era muy marcada en todas las clases de la sociedad” y que las vidalitas y “otros aires indíjenas” sorprendían al viajero; un casamiento, el regreso de una tropa, el fin de una siembra, un desyerbe o una cosecha en los grandes ingenios -aún artesanales-, se celebraban con cantos y bailes que duraban día y noche1.
La musicalidad tucumana en la etapa industrial
Ya en el siglo XX, un testimonio singular sobre la musicalidad de los tucumanos a comienzos de siglo es el del maestro italiano Antonino Malvagni, quien fue director de la Banda de música de la provincia entre 1899 y 1910 y fue el fundador del primer Conservatorio. Con nostalgia y ternura, sostiene que
los habitantes de la ciudad de Tucumán son tan aficionados a la música y tienen tanta disposición natural para aprenderla que a mis retretas en aquella plaza independencia concurría todo lo más granado de la sociedad, sin excluir al pueblo (Malvagni, 1931)
Hacia 1917 el niño Héctor Roberto Chavero Aramburu, -después conocido como Atahualpa Yupanqui-, llegaba a vivir con su familia en Tafí Viejo -muy cerca de la capital de la provincia- durante unos meses. En 1933 regresaba, ya adulto, para hacer de Tucumán su lugar de residencia hasta 1946. En la serie de relatos reunidos en El canto del viento el folklorista recuerda que en “La Floresta” -hacia el oeste de la ciudad, camino hacia el cerro San Javier-, había “una vertiente y una feria” y arpas y guitarras sostenían “la permanencia lírica de la zamba” (Yupanqui, 1965:31). Cuenta que estas piezas en general no tenían un nombre definido, sino que se las identificaba por una frase conocida o el lugar donde fueron escuchadas, como “La del Manantial”, “La de Vipos”, u otros nombres de ese tipo. A caballo entre dos siglos, este notable receptor de la memoria histórica, literaria y musical que lo precedió, afirma: “Muchas de estas zambas escuché. (…) Durante cien años, las bellas melodías tucumanas habían endulzado los domingos del surco (…) No estaban escritas. Se aprendían sin que nadie las enseñara” (Yupanqui, 1965:33). Y si bien cada región tenía su modalidad particular, podía haber varias versiones de la misma, todas con “el mismo aire”, y referían a una historia de amor y ausencia, ingratitud o algún asunto de juventud cantado con espíritu galano. Yupanqui cierra su evocación expresando su propia filosofía del folklore:
la tierra tiene un lenguaje. Y en el canto popular, el hombre habla con el lenguaje de su territorio. En él se expresa el monte florido, el río ancho, el abismo y la llanura, aunque los versos no traten en detalle las cosas de la región. La música, la pura melodía, desenvuelve su canto y traduce ‘el pago’, la región (Yupanqui, 1965: 33).
Esta filosofía yupanquiana de la música popular pegada a la tierra en la que se produce, cuyo modo de decir se va modificando a medida que cambia el paisaje, está inspirada en las ideas de quien fuera uno de sus mayores referentes, el escritor Ricardo Rojas, quien percibía la imagen de la nación no al modo de la dicotomía sarmientina, que preconizaba la oposición entre civilización y barbarie, sino como tres macro-regiones geográfico-culturales: la selva, la pampa y la montaña. Rojas observaba que en ellas se daban distintas formas de interrelación entre los estratos culturales indígenas e inmigrantes, por lo que formula la categoría de “Eurindia”, que Yupanqui transforma en la de “indocriollismo”, desplazando lo europeo por lo criollo (Orquera, 2008; 2019).
Pues bien, si el folklore, visto desde los discursos producidos por las élites criollas al percibir los rápidos cambios que traía consigo la inmigración, tomó como epítome de argentinidad al gaucho, dejando fuera al negro y al indio, una de las grandes rupturas que provoca la emergencia del discurso yupanquiano, imbuido por Rojas, es la percepción de otras identidades. Al recrear sus impresiones de Tucumán el folklorista propone otro modelo identitario, mucho más humilde, en el que el hombre desprovisto de caballo es equiparado a mera fuerza de trabajo. Ese sujeto, el pelador de caña, reúne en sí una identidad social subalterna y una identidad étnica reprimida por el discurso del folklore gauchesco. Así, después de describir la prodigalidad del paisaje montañoso, dice:
Y abajo, entre inmensos cañaverales, el hombre-tierra, el pelador de caña de azúcar, el sufrido domador de surcos, el mestizo, o indio, o criollo que se pone el sol al hombro en la mañana y se mete en el infierno verde con su machete, su destino y su silencio. Y recién cuando la luz se pone dulce y una gran niebla de polvillo flota sobre los cañaverales y los caminos por donde pasaron los carros tirados por mulares, aparecen por las sendas esos hombrecitos de cualquier edad, algunos con sus mujeres y sus hijos, otros, andando a paso lento como buscando en el ocaso el eco de un silbido folklórico que abandonaron al entrar a la batalla del trabajo (Yupanqui, 2008: 66).
El párrafo citado nos comunica varias cosas. En primer lugar, subrayamos la definición del pelador como “hombre-tierra”, en la que el autor le devuelve al sujeto sometido a un sistema de producción extremo su pertenencia cultural andina, en la que el ser humano es concebido, como dice el autor en otro texto, como runa allpakamaska, “tierra que anda” (Yupanqui, 1948: 28). Ese sujeto no es el gaucho idealizado como jinete en libertad, sino el indio, el mestizo o el criollo doblegado, obligado a transformarse en “sufrido domador de surcos”, enfrentado, con la única ayuda de su machete, al cañaveral. Y al caer la tarde renace por dentro gracias a la savia de “un silbido folklórico” capaz de restituirle su identidad cultural y su humanidad.
En las memorias del folklorista el indio está representado por personajes fundamentales: el cacique Pampa amigo de su padre, en Pergamino; Anselmo, a quien conoce en su niñez, en Tafí Viejo, y le inspira Caminito del indio -su primera composición-; y el compadre Santiago Chocobar, quien construye su rancho en Raco y lo aloja cuando llega por Amaicha del Valle, al punto que Atahualpa es reconocido y respetado por esa comunidad. Más adelante cuenta que durante la Guerra del Paraguay hubo quienes llegaron a trabajar en los ingenios, entre ellos “un señor moreno, más tirado a mulatón” (Yupanqui, 1948: 175), que cantaba una baguala y afirmaba que a la belleza de su canto la ponía el cerro. Este moreno se había consustanciado con el canto indio, se había acriollado al estilo de los valles norteños. Su respuesta muestra una estética en la que la belleza del canto no proviene de la técnica, sino de la conexión con el ambiente y la humildad del cantor. Y en este caso, así como en el de sus amigos indios, Yupanqui se distancia de los investigadores Juan Alfonso Carrizo e Isabel Aretz, quienes ponen el acento en el origen hispano de las coplas tucumanas, siguiendo la línea ideológica de sus mentores, los industriales azucareros y diseñadores del proyecto cultural del noroeste en la primera mitad del siglo XX, Ernesto Padilla y Alberto Rougés (Cheín, 2010). Como señala Oscar Chamosa (2012), el origen indio o mestizo de muchos trabajadores del cañaveral resultaba disidente al discurso de la “industria blanca” que preconizaban los dueños de ingenio a fin de asegurar ayuda estatal. Si bien había peladores descendientes de inmigrantes europeos, muchos de ellos provenían de los valles y de las zonas pobres de Santiago del Estero y Catamarca, incluso de las provincias del norte y hasta de Bolivia, como puede verse además en películas como Zafra2 y en novelas como Hasta aquí nomás, de Pablo Rojas Paz.
En ese Tucumán, ciudad o campo, llano o alta sierra, encontré los maestros que siempre vienen enseñando la vida a los demás”, dice el folklorista, y recuerda que vio a músicos tocar guitarras, arpas y tambores indios y a mujeres y campesinos rudos bailar “las más bellas danzas de la tierra (…) en un escenario mágico (…) y un fraternal espíritu que hacía grata la vida. 3
Esas vivencias le hacen decir: “El alma de mi Patria alcanzaba su altitud verdadera, recobraba su dimensión de nación y comarcanidad consubstanciadas”. El artista contrapone la identidad homogeneizante del discurso gauchesco a la experiencia vivida en la provincia, donde el recorrido palmo a palmo lo lleva a interactuar con mestizos, indios o incluso mulatos, encontrando en ellos un sentido profundo de argentinidad. Como observa Ana María Dupey (2019), el folklore en ese momento funcionaba como una matriz normalizadora de las alteridades y el amoldamiento coercitivo que imponía el Estado-nación se enfrentaba a “resistencias, travestismos y encubrimientos” por parte de distintos colectivos sociales. A la vez, prosigue la investigadora, son importantes las posiciones y recursos de los agentes y las trayectorias “que les posibilitaron actuar en relación con los parámetros identitarios normalizadores” (Dupey, 2019: 36). En este sentido, al recorrer los caminos del noroeste y conocer a sus habitantes, Yupanqui está en posición de expresar sus rasgos particulares y matices, que amplían e incluso desafían al ideal estandarizado.
En un breve ensayo titulado El “aire” de la zamba (Yupanqui, 1949) el compositor plantea un análisis teórico si se quiere vanguardista, al plantear que el secreto de la creación consiste en “estudiar, trabajar, caminar mucho y meditar con el pueblo”. Esta conjunción es fundamental, porque muestra la reflexión sobre el quehacer artístico y sobre la cuestión tanto de la materia del canto -la necesidad de un fundamento- como de la representación del pueblo, al que hay que conocer vivencialmente y generar una máxima cercanía. Lejos de la arrogancia en la representación y de la parodia, en ocasiones puede acudir a la estilización para construir una alabanza del trabajador/a. Yupanqui (1949) agrega: “El sentimiento popular es la levadura que debe manejar el artista compositor de cantos con sentido nacional, con verdad local.” Para él, cada lugar de cada región -lo comarcano-, con sus distinciones y sus especificidades, es parte de la construcción de un horizonte común.
Claro que advierte que sus ideas contenían cierto grado de transgresión y siente culpa por abrazar la identidad norteña: “No olvidaba yo aquellas pampas mías con trigales…”. Aun así, admite que sus “travesías” fueron “su universidad” y que fue “atrapado por el misterio de las salamancas de la sierra tucumana”. El proceso de adopción de la identidad norteña dentro de la gran matriz de la identidad nacional es resultado de aprisionar mundos adentro: “Enriquecí mi corazón de sueños y paisajes”. Este convertirse en tierra que anda o paisano -el que lleva el país adentro, decía- se complementa con la identificación con sus más sufridos habitantes, “la callosa mano del amigo sin nada” (Yupanqui, ca. 1979)4
Llegando al final de la consideración de las composiciones yupanquianas, conviene hacer referencia un planteo de Claudio Díaz (2019) en la introducción a un dossier publicado recientemente sobre Folklore, política y nación. Este investigador se pregunta por el motivo que hace que las músicas y danzas folklóricas vinculadas a sentidos nacionales sigan interpelando a vastos sectores populares, más allá de las manipulaciones estatales y mediáticas. “Tal vez sea necesario considerar que para muchos sectores la apelación a la identidad nacional, o mejor dicho la disputa por la identidad nacional sigue teniendo un fuerte valor político porque la idea misma de nación sigue conteniendo una potencia emancipatoria” (Díaz, 2019: 11). Díaz acuerda con los estudios subalternos y decoloniales en que dicha potencia se nutriría de la persistencia de la situación de colonialidad, por lo que la cuestión nacional en América Latina implicaría una diferencia con respecto a los países centrales, haciendo que lo “folk” permita expresar “la pertenencia a un lugar, a un tiempo y a una identidad colectiva, aunque tal identidad sea objeto de fuertes disputas” (Díaz, 2019: 11) En el caso de Yupanqui, tanto el zafrero como el paisano y el humilde trabajador rural provinciano, inmersos en un paisaje norteño andino o moderno, se transforman en fuentes de identidad nacional.5 Él le otorga matices importantes al folklore social del noroeste: en primer lugar, constituye una enunciación provinciana, que se sabe distante y distinta de la región metropolitana; segundo, el representante del pueblo no es exactamente el gaucho pampeano, sino el paisano trabajador, a menudo de origen indio o mestizo, migrante “golondrina” y pobre, sujeto a relaciones de producción extremas; en tercer lugar, no hay una actitud esencialista, ya que el discurso se articula en torno a la crítica social. Y en ese sentido, el discurso de este artista resulta profundamente disruptivo.
De ahí que el folklorista construya su mundo con un paisaje que, lejos de ser pintoresco, recrea el ámbito de espacialidad andina en el que los elementos de la naturaleza adquieren dimensión divina: la luna, el sol, el camino, la montaña, el río, el viento. En ese ámbito el cañaveral remite al tiempo histórico, lo mismo que el trabajo del hombre sometido a las relaciones de poder del capitalismo. De ese modo, Yupanqui, el primer folklorista moderno, cuya música se propaga en discos y medios de comunicación, además de hablar del amor y del pago, comienza a hablar del sufrimiento del hombre a causa de las injusticias que padece. Por eso, es el iniciador del ciclo de folklore azucarero y de la serie específica de zambas zafreras.
Un recorrido por el folklore azucarero tucumano
En estas composiciones aparecen frecuentemente retratados el paisaje azucarero, más específicamente el cañaveral, y los zafreros, tensados entre el amor a la tierra que habitan y el sufrimiento que les provoca las condiciones de vida en el ámbito del ingenio. Con menos frecuencia, pueden aparecer otros grupos sociales, e incluso un personaje mitológico, conocido como “El Familiar”, al que nos referiremos más adelante.
Nos abocamos entonces a la construcción de este itinerario, marcado por composiciones musicales vinculadas al mundo del azúcar en el período de industrialización. Las composiciones a considerar han ido modelando la imagen de Tucumán durante todo el siglo XX, adquiriendo distintas tonalidades, de acuerdo con los momentos históricos que se fueron sucediendo. Un rasgo común a todas ellas es el hecho de que forman parte de enunciaciones realistas, en cuanto constituyen expresiones afirmadas en la verosimilitud, la mímesis y el registro del pasado y el presente, marcadas por un tiempo y un lugar. De acuerdo con la autora María Teresa Gramuglio (2002), tal dominio no se restringe a la narrativa, sino que también incluye a la poesía. En la serie que aquí presentamos se observa una tipificación tanto del paisaje azucarero como de sus habitantes. Rara vez “costumbristas”, la relación con el ámbito vital puede volcarse tanto a la crítica social y a la reconstrucción de un evento determinado, como a elogios de trabajadores/as y del paisaje, no en un sentido pictórico, sino vivencial.
Este conjunto presenta a su vez rasgos dominantes que permiten organizar las obras de acuerdo con diferentes criterios. Una primera gran distinción tiene que ver con el referente sobre el que se estructura la letra, sea éste un lugar o un personaje. En el segundo caso puede a su vez tratarse, como señala Ricardo Kaliman (2010: 305) en un estudio sobre el poeta Lucho Díaz, de un personaje colectivo, alguien reconocible bajo un nombre auténtico, o bien un individuo anónimo o reconocible a través de un nombre genérico, como por ejemplo Juan o Pedro; a estos casos debemos agregar el de un personaje que proviene del mundo fantástico, como el animal llamado popularmente El Familiar. Las composiciones dedicadas a este personaje son las únicas de esta serie que caen fuera del dominio del realismo, en cuanto esta es una estética respetuosa de las leyes físicas y naturales, aunque sean emergentes de las relaciones de producción en el imaginario colectivo.
Otra distinción posible corresponde a las obras que han pasado a integrar el cancionero colectivo y aquellas que sólo se conocen entre cultores del folklore, o que han quedado relativamente olvidadas, ya sea porque no se han vuelto a grabar o porque, en algunos casos, la represión desatada durante la última dictadura las ha empujado al olvido. Esto ha sucedido con parte importante de la producción de la década del sesenta, aspecto en el que nos detendremos más adelante.
Primera etapa: entre los años treinta y los sesenta
Iniciamos este recorrido por La cañaveral, zamba que tiene una versión campera de Rafael Rossa, grabada por el dúo Gardel-Rasano en 1925. Es este caso la letra está dedicada a un lamento causado por una pérdida amorosa, acompañado por invocaciones retóricas al cañaveral:
Cañaveral decime así
que estoy llorando… (…)
Cañaveral por esa flor
ha pagado mi mal (…) Cañaveral si tú la ves…
para, finalmente, cerrar diciendo:
Cañaveral estoy llorando
por tanto mal.
Lo curioso de esta versión es que el personaje cantor es un gaucho, por lo que parece ser una curiosa mixtura entre el paisaje campero pampeano y el paisaje del cañaveral.
El siguiente registro de esta pieza es el que realiza Andrés Chazarreta con su orquesta nativa en 1931, con una introducción que dice “El cañaveral tucumano”.6 En ella se graban coplas tradicionales de tema amoroso y el mismo estribillo de carácter hermético, ya estandarizado, que expresa un lamento.
Cañaveral, cañaveral,
yo por tu culpa
pago mi mal.
caña cortita del Tucumán
Cañaveral, cañaveral,
pago mi mal.
Es posible que este estribillo refiera a un mal causado por las migraciones constantes, la pérdida de un amor –quizás causada por el cíclico migrar-, o por una enfermedad endémica en el norte argentino, el paludismo. Aun cuando el hermetismo de las coplas no permita establ
Es posible que este estribillo refiera a un mal causado por las migraciones constantes, la pérdida de un amor –quizás causada por el cíclico migrar-, o por una enfermedad endémica en el norte argentino, el paludismo. Aun cuando el hermetismo de las coplas no permita establecer un sentido específico, queda claro que conectan cañaveral y sufrimiento. Si en la versión cantada por Gardel el cañaveral era objeto de una invocación, en este caso es la causa de un mal. Por su parte, las variedades de caña mencionadas cambian en las distintas versiones –caña cortita, cañita dulce, caña del Tucumán “jugosa del tabacal”-, así como el ritmo, que, además de zamba, aparece como cueca o tonada.
Ahora bien, en este mismo año Atahualpa Yupanqui registra Vidala del Cañaveral.7 En ella expresa el lamento de un obrero golondrina la noche antes de partir para trabajar en la cosecha:
Mañana cuando me vaya
Pa’l cañaveral
Juntito a aquel algarrobo
Mi triste adiós t'hei de dar.
Llorando.
Pelando cañas y cañas,
Quemao por el sol
Llorando.
Cuídalo al chango,
Cuídate vos.
Al alba me iré callao
Se me hace que así es mejor.
Llorando.
El algarrobo y el ritmo de vidala del canto remiten al ambiente santiagueño, al que pertenecían una parte de los trabajadores golondrina tucumanos. En forma escueta y emocionada, Yupanqui dramatiza la escena de la partida, la distancia obligada con la mujer y el hijo, la religiosidad y la tristeza, que se explicita en la imposibilidad de enfrentar la despedida.
Si bien el folklore se había caracterizado por el canto a los afectos y el pago, esta vidala marca el ingreso del discurso social, es decir del canto al trabajo no en tono de alabanza, sino de dolorosa necesidad. El tema de la zafra vuelve a ser enfocado por Yupanqui en la década del cuarenta en dos poemas de tono contrapuesto. El primero, registrado en 1940, Fin de zafra, reconstruye el paisaje azucarero resaltando la figura del hombre condenado a un destino de esfuerzos y privaciones: “Ya no he de ver en los surcos / curtidos brazos obreros / luchando de sol a sol / por lo que siempre es ajeno”. A la vez, según observa Oscar Chamosa (2012), en 1941, en ocasión de un “Concurso para establecer la canción de la Zafra”, el artista elogia esta actividad:
Muele el trapiche
canta el obrero
máquina y hombre luchando están
zafra es conjunto de voluntades
canto y potencia de humanidad8
El historiador percibe cierta vacilación en la postura ideológica de Yupanqui en el segundo poema, así como una coincidencia con el discurso conservador de la elite azucarera. Sin embargo, el tono de la copla puede explicarse por tratarse de un trabajo por encargo, aunque siguen presentes las ideas de lucha y de “potencia de humanidad”, implícitas en la concepción de la utopía del materialismo histórico. Como señala Sergio Pujol (2008) en su biografía sobre el folklorista, si bien su afiliación al Partido Comunista iba a ocurrir recién en 1945, cuando se levantara la clandestinidad que pesaba sobre dicha organización, en una carta de 1943 saluda a su pareja, que en ese momento era la tucumana Lía Valdez, llamándola “camarada”. En esos años atribuía la redención humana en la industria y el progreso, aunque sea el sustrato religioso andino, al que afectivamente adscribía, el que termine imponiéndose en su sistema de creencias (Orquera, 2008).
En 1950 se publica la partitura de Luna Tucumana, que se graba poco después, alcanzando gran popularidad. En esta zamba dos versos bastan para definir la configuración paisajística que se transformará en marca de la provincia:
Con esperanza o con pena,
en los campos de Acheral,
Yo he visto a la luna buena
besando el cañaveral.
Vemos cómo el universo animizado, propio de la cosmovisión andina, se entrelaza con el cañaveral, que aparece aquí como un elemento de la identidad tucumana. Por otro lado, la fama del artista contribuiría a afirmar esta imagen no sólo en la provincia, sino en el país entero. A su vez, como he señalado en otra ocasión (Orquera, 2008), la producción yupanquiana de este período construyó una representación cultural del trabajador rural simultánea a la representación política elaborada por el peronismo para esos mismos sujetos.
Pero sigamos con otras composiciones que comienzan a escribirse. Félix Dardo Palorma, quien había residido en Tucumán a comienzos de los cuarenta, compone Cañera Tucumana, un canto de amor a una zafrera, expresado con metáforas que no eluden la sensualidad:
De nochecita, junto a la boyuna,
cañera tucumana, me pongo a cantar
se me vuelve zamba todo Tucumán.9
El último verso asocia esta forma musical a toda la provincia, tópico que será retomado por De Simoca.
Poco después Chivo Valladares aportaría a este corpus la Zamba del Familiar, con letra de José Augusto Moreno. En ella un zafrero se dirige a este perro mítico, que representa al diablo, y en él al poder industrial percibido como detentador de la vida y la muerte de los trabajadores:
De qué le vale al ingenio
tanto campo y tanta caña
pa´l familiar será su alma.10
En la línea iniciada por Yupanqui, el personaje se presenta y toma la palabra:
Familiar yo soy zafrero
sufrida grúa borracha
cargadero de mi alma.11
Otras zambas, con letra del propio Chivo, trazan unas líneas en las que el humo de “la molienda” simboliza la esperanza, como en Tierra de cañaverales, o hacen de la humilde peladora de caña una figura poética, como en Yo sé porqué te canto, zafrera, donde aparece la imagen del “amargo dulzor” que atraviesa toda esta poética como un designio trágico: “Zafrera, miel de caña, / cobreada de alba y de plata/, deshojas la caña amarga / y dulce de una esperanza”. En “Zafra del canto” Valladares muestra además que la internalización de ese paisaje es tan profunda que se transforma en metáfora de la creación musical.
Al finalizar la década del cincuenta, cuando comienza a intensificarse la crisis azucarera y las luchas obreras, José Ignacio “Chango” Rodríguez compone De Simoca, más conocida como Carretas cañeras. De ritmo ágil y festivo, se convierte en un clásico, ya que despliega el dinamismo que late al ritmo de la producción azucarera en una ciudad famosa además por su feria, todo lo que refuerza la alegría generada en torno al trabajo: “canta con la zafra todo Tucumán” dice uno de los versos, cuyo poder de construcción indentitaria se multiplica en el canto colectivo. A nivel discursivo, esta zamba se ubica en el discurso laudatorio de la actividad azucarera, como el poema Canto a la zafra, de Yupanqui. Si bien fue registrada en 1968, el motivo recreado se remonta a la década del cuarenta, lo que explica su tono festivo, ya que es un momento de auge productivo de los ingenios.12 Una nota del diario cordobés La voz (2014), que no consigna su autor, informa lo siguiente:
entre esos primeros hallazgos había zambas como De Simoca, De abril o La molinera (…) Piezas impecables en lo formal, distinguidas por su originalidad y por una exquisita unidad entre música y letra. Es que el tipo conocía de eso. Había nacido en la calle Sucre en la ciudad de Córdoba, pero también había aprendido caminado la tierra por lugares cómodos y de los otros. (…) Anduvo sobre todo por el Norte: La Rioja -de donde era su madre-, Santiago del Estero, Tucumán hasta Bolivia y Perú, donde vivió algunos años a comienzos de la década de 1940.13
De acuerdo con una nota publicada en Revista Folklore, esta zamba andaba “de boca en boca” desde fines de los años cincuenta14 (“Entre la balandra y Simoca”, 1969) Su popularidad se intensifica cuando es registrada por artistas como Chango Nieto -en 1973-, Los Chalchaleros y Horacio Guarany; en este momento el duelo desatado por el cierre de ingenios en 1966 había generado un fuerte sentimiento de nostalgia por los años de auge azucarero, de modo que De Simoca se convierte en una herramienta de construcción de identidad colectiva (Orquera, 2010b). Chango Rodríguez también compuso otra zamba, Los cañaverales, en el álbum Del cordobés, en la que el paisaje acompaña el canto de amor a una mujer.15
Entre los años sesenta y 1976
A fines de la década del cincuenta se entabla una conexión importante entre Tucumán y Mendoza. Ocurre que los mendocinos Armando Tejada Gómez y Oscar Matus, llegan a Tucumán y el primero se hace muy amigo del poeta monterense Manuel Aldonate, mientras que el segundo conoce a Mercedes Sosa -cuyo pseudónimo entonces era Gladys Osorio-, de quien se enamora y con quien se casa. Aldonate y Tejada Gómez comparten un mundo lírico compuesto por imágenes telúricas, raíces atávicas y la presencia de la utopía social latinoamericana, que anima tanto Poemas del cañaveral (1951) -primera obra poética integral del azúcar- como en las composiciones del Movimiento Nuevo Cancionero, lanzado en 1963 por los mendocinos y la tucumana, junto a Tito Francia y otros músicos (García, 2009, Braceli, 2003 y Matus, 2016). Este movimiento pone en crisis lo que Claudio Díaz (2009) llama el “paradigma clásico” del folklore y se caracteriza por un alineamiento ideológico de izquierda, la búsqueda de nuevas sonoridades, una vestimenta escénica despojada de tipicidad y la concepción de la música no como estímulo para el baile, sino como vehículo transmisor de un mensaje destacándose como referentes Yupanqui y Argentino Luna. Ahora bien, al considerar el vínculo Aldonate-Tejada Gómez, se advierte la gravitación de la poética nerudiana en el noroeste y Cuyo, en letras destinadas a una audiencia ávida de renovación y preparada para la expansión del sentimiento de solidaridad continental.
Con el pseudónimo de Gladys Osorio, Mercedes Sosa había seguido las huellas de Margarita Palacios y transitaba las radios y peñas tucumanas, además de ser la cantante oficial del Partido Peronista, puesto que su familia era “evitista”. Su abuelo había sido “maestro de azúcar” en el Ingenio Concepción: su función consistía en decir cuándo el azúcar se podía cortar, por lo que era muy respetado. Su padre, en cambio, vivió la desocupación y consiguió trabajo como estibador “en el lugar donde se alimenta la chimenea, donde nadie quiere trabajar” (Braceli, 2003). Cuando se enamora de Matus, se traslada a Mendoza, donde se integra a un ambiente intelectual de avanzada, muy al tanto del giro cubano y de sus efectos en las corrientes artísticas. En 1962 graba con Matus y Tejada Gómez La voz de la zafra (1962), LP que incluye La zafrera, de autoría de ambos, incluida también en Canciones con Fundamento, lanzado en 1965. El título de la zamba establece una conexión entre la cantante y el personaje retratado, una trabajadora de la cosecha, lo que le otorga un carácter testimonial a las interpretaciones de la artista.16 Otros mojones del repertorio azucarero que interpreta La Negra en este momento -antes de su exilio- son Zamba al zafrero, de la tucumana Alma García -compositora formada académicamente y periodista de la revista Folklore-, en Yo no canto por cantar (1966); Los machetes -retumbo de la obra Zafra (1966), de Pepe Núñez y Ariel Petrocelli-, en Para cantarle a mi gente -; La pobrecita, de Yupanqui, en Hasta la victoria siempre (1972), y la chacarera Arana, de Pepe Núñez, en Traigo un pueblo en mi voz (1973). Con respecto a Zamba al zafrero, la construcción poética imagina el mundo emotivo de un trabajador golondrina vallisto, cuya identidad original es la de cantor de vidalas que se acompaña con la caja. Se lamenta por la separación de su amada, embargándose de misterio y soledad -como el zafrero que lloraba al dejar su pago, en la Vidala del cañaveral, de Yupanqui-. El dolor, compartido por la voz que canta, se expresa en la imagen de la lluvia –“viene lloviendo mi canto / por tu tristeza, zafrero”-, sin que se vislumbre una redención –“tu vida, zafrero, la caña secó”-.
Por su parte, Atahualpa Yupanqui, lanza en 1965 El Payador Perseguido,17 donde se representa a sí mismo como un cantor que venía “de muy abajo” y que había sido peón en el cañaveral, oficio que en efecto practicó a comienzos de los años treinta:
Pelar caña es una hazaña
del que nació pa´l rigor.
Allá había un solo dulzor
y estaba adentro e’la caña
(…)
¡Tristes domingos del surco
los que he visto y vivido!
Desparramaos y dormidos
en la arena amanecían
y a lo mejor soñarían
con la muerte o el olvido.
Riojanos y santiagueños,
salteños y tucumanos,
volteaban cañas maduras,
pasando las amarguras
y aguantando como hermanos18
Claro que su gran hito de esta etapa está marcado por la versión con letra de la zamba La pobrecita, en 1971.19 El éxito es tan rápido que pronto comienzan a cantarla los peladores; según el guitarrista tucumano Juan Falú, “saliendo al campo, Yupanqui era el preferido de todos. Las zambas que no se cantaban, se reconocían: La Pobrecita, la Zamba del grillo, El arriero” (2010: 440).
En ese sentido, otro de los grandes difusores de ese repertorio fue el conjunto Los Tucu Tucu. Llamado inicialmente “Las voces del surco” e inspirado en las innovaciones vocales de Los Chalchaleros y Los Fronterizos, estaba integrado por Ricardo Romero, Santiago Jerez, Héctor “Gringo” Bulacio y Ángel “Chango” Paliza. En 1963 adopta el que sería su nombre definitivo, por sugerencia de otro tucumano, Víctor Buccino, de la compañía RCA, antes de grabar su primer LP. De su amplio y extenso repertorio destacamos el álbum Los Tucu Tucu cantan al corazón de la tierra, que contiene La pobrecita y un tema de Ramón Ayala y Daniel Toro, Luna de azúcar. Ayala había estado en Tucumán como parte de un recorrido que hizo por los caminos interiores de la Patria entre los meses de abril y diciembre de 1961, lo que le posibilitó conocer el ambiente azucarero.20 Nace así esta canción-galopa, que imagina a la luna como una pelota con la que juega el niño zafrero:
Una luna de azúcar rueda en las cañas
que un changuito moreno quiere atrapar.
Los versos siguientes alternan entre una primera persona que representa al trabajador en su paisaje y la voz del poeta que construye a ese sujeto en su espacio vital:
Ranchito de malojas, candil de sueño, calentando el silencio del pelador.
Lo mismo que el ingenio y el bagazo
me quedo en los caminos macha’o de alcohol.
El estribillo apela a la repetición, que remite al acto de pelar la caña, la composición que había hecho famoso a Ayala:
Verde, verde, muele y muele,
trapiche de la sombra que no me voy (...)21
A pesar de que esta canción se ha borrado en gran medida de la memoria popular, contó con grabaciones de Daniel Toro, en 1967, y Víctor Heredia, en 1968. A diferencia de la interpretación coral-vidalera de Los Tucu Tucu, las de Toro y Heredia asumen un tono de alabanza dolorosa, a modo de rezo, con una reminiscencia al lirismo expresivo de Víctor Jara.
En 1970, los Tucu Tucu graban Zafrero -registrada en 1969 en Phonogram-; se trata de una oda con arreglos corales compuesta por Paliza y Romero y se convertirá en una pieza importante del repertorio. Ese año el grupo, cuya popularidad lo había llevado por diversos países, fue contratado para cantar en el restaurante argentino en la Exposición de la Feria del Prado de Madrid. Según recuerda César “Coco” Martos -quien había entrado en lugar de Jerez en 1965-, fueron invitados a conocer a Perón a Puerta de Hierro y después volvieron varias veces con las guitarras, presenciando algunos de los intercambios políticos que mantenía el líder con “gente importante” que iba a visitarlo: “Perón contestaba y analizaba con una claridad y convicción increíbles, ahí terminó de cautivarme” (Mercado, 2014: 198), afirma el músico, dando una pauta del clima de época de comienzos de los setenta.
Otros protagonistas de los años sesenta son los salteños Pepe y Gerardo Núñez, quienes residían en Tucumán desde fines de los cincuenta. En una nota publicada en el diario El tribuno, de Salta, en 1967, ambos afirman que hacían folklore “dentro de una estructura musical distinta, nueva”, en coincidencia con los postulados del Movimiento Nuevo Cancionero, y manifestaban su defensa de una “autenticidad” que estaría reñida con “todo aquello que demuestre o reivindique la lucha del hombre por liberarse de las fuerzas que lo oprimen”. En ese momento acababan de componer Zafra. Poema musical y anunciación (1966), junto a Petrocelli. Imbuidos por utopía impulsada por la Revolución Cubana, pensaban que la idea del “hombre nuevo” debería acabar con la reproducción del modelo del trabajador migrante (Orquera, 2009; 2017). Consultado sobre esta obra, Juan Falú afirma que “hay en Zafra unas canciones hermosas” dedicadas al tema “de las relaciones del zafrero con el trabajo, el viaje, la muerte, la familia con el hijo”, todo expresado “con una mirada muy poética, dramática (…) un tema muy grave, de mucho sufrimiento. Y siempre con la esperanza abierta” (Falú, 2010: 438). Zafra, como las obras poéticas integrales típicas de la década del sesenta, reconstruye los distintos momentos de la “existencia de cañaveral”, es decir el carácter cíclico que la cosecha de la caña le imprime a la vida del campesino y su familia (Orquera, 2009; 017).22
Pepe Núñez graba además en 1968 el LP La piel del pueblo.23 Su pensamiento social se trasunta a través de metáforas y de “la mención de un personaje, de un oficio”, inspirándose en artistas como Víctor Jara, Violeta Parra y Nicolás Guillén (Falú, 2010: 437-438). Este LP incluye el tema Luna de mayo, de Zafra, y otros dos temas-homenaje a peladores de caña, Arana y Camilo. El primero está dedicado al peón golondrina que va a la cosecha del algodón, de la papa o de la caña:
Cuando un vino lo voltea
me lo imagino soñando
que de pronto por las cañas
su brazo se alza pelando.
El poeta “le yapa un rato” su brazo con su copla, honrando a los seres anónimos que no dejan de tener una dimensión humildemente heroica. Por su parte, Camilo es una zamba dedicada a Dardo Zelarayán, dirigente de la sanidad que participaba del ambiente cultural, al punto de haber recibido en su casa a Mercedes Sosa y ser amigo del editor cordobés Alberto Burnichón. Tanto Zelarayán como Burnichón fueron víctimas de la última dictadura, el primero como desaparecido y el segundo asesinado el día en el que se produjo el último golpe militar.
Camilo toma la muerte en una dimensión trascendental, en la que va a
buscar en la zafra del cielo
la luz de una estrella que no podrán ver”
El protagonista es pelador
Cuando regrese
no olvidará su machete
Y, sobre todo, se distingue por un firme reclamo de memoria:
Qué Camilo éste
que por las cañas
anda diciendo no he muerto, /
qué Camilo éste que nunca quiso
que lo conviertan en nada.24
Son imágenes de alto lirismo que pujan por convertir la muerte en afirmación de la vida. El ideal utópico es connotado por imágenes de luz:
Hoy se fue Camilo
y mañana
quién se irá con él
a buscar en la zafra del cielo
la luz de una estrella que no podrán ver.
Finalmente, el poeta se convierte en otro por la mediación del zafrero-mártir y faro:
Yo no soy ese hombre
pequeño y lento
ahora me agito en la copla,
ahora soy el grito de aquel Camilo
que nunca pudo estar muerto.
En otra composición, Guajira para nombrar, probablemente la más política de las que Pepe Núñez escribe en los sesenta, nos damos cuenta de que Camilo no designaba a un sujeto anónimo, sino a Camilo González, dirigente del sindicato de obreros del ingenio Bella Vista que muere en una toma de las oficinas realizada por los obreros golondrina, el 7 de diciembre de 1965.
Esta guajira menciona además a otros protagonistas de las luchas sociales que se vivían en Tucumán antes del cierre de ingenios. Por ejemplo, Manuel Reyes de Olea, tractorista del ingenio San Pablo, alcanzado por una bala de la policía en la represión lanzada contra una manifestación realizada ante el local de la FOTIA el 7 de agosto de 1959, al día siguiente de un paro provincial que tuvo lugar durante la Presidencia de Arturo Frondizi y el gobierno de Celestino Gelsi. La significación social del evento, que conmociona a toda la provincia, se advierte en el cortejo fúnebre, en el que el ataúd es llevado “a la sede del Congreso y General Paz”, es decir el local de la FOTIA, y de allí es acompañado “por una caravana de ómnibus y tractores con carros cañeros en donde iban obreros del ingenio Bella Vista, hasta la plaza Independencia”, para ser después “llevado a pulso por sus compañeros hacia la Casa de Gobierno (…) y levantado por sobre los hombros de quienes lo transportaban”25
Como se podrá advertir, las manifestaciones que se realizaban en Tucumán se escenificaban con hondo dramatismo. La política se vivía en íntima unión con los afectos. Parte importante de esos eventos, estas letras recuperan a personajes y situaciones reconocibles por la comunidad tucumana en esos años, para ponerlos en un plano lírico. En estas imágenes se ve una nueva forma de relación del poeta con el pueblo, en el que el nombre propio del personaje retratado no sólo engrandece al trabajador, sino, sobre todo, al que lucha y que, al morir, asume la función de faro que guía a los vivos.
Otros aspectos de la poética social de Pepe Núñez tienen que ver con el elogio de esfuerzo, como en Juarecito, donde retrata al vallisto que se ocupa un tiempo de pelador, para volver a entregarse al carnaval; o con el obrero-cantor, como en Gato zafrero, donde se establece una comunión con al menos de una parte del pueblo
A este gatito tan dulce
ni el surco puede amargarlo
aunque lo cante bajito
mi gente sabe escucharlo.
Como el protagonista de Zafra, este cantor advierte la compañía constante de la muerte, asociada simbólicamente al machete y materialmente al desgaste de la tarea que desempeña:
Yo soy zafrero y deschalo
cantando mi propia muerte.
Finalmente, mencionamos Flor Zafrera, poema que musicalizó Lucho Hoyos, y que tiene como sujeto de alabanza a una mujer peladora. Pepe homenajea además a Hilda Guerrero de Molina, víctima de represión desatada por la dictadura de Onganía después del cierre de ingenios:
Hilda está junto a los hombres
peleando para cambiar
el verde de angustia
por otro paisaje
y ella es como un sol (Núñez, 2000: 62).
Como podemos ver, la obra de este autor se destaca por su sensibilidad ante el dolor social, al punto de otorgarle a su escritura la función de paliar imaginariamente ese sufrimiento, y de procurar una sutura, un punto de anclaje y de solidaridad entre la clase media y los trabajadores desplazados a los márgenes del sistema.
Otro poeta notable de este período es Luis Alberto “Lucho” Díaz (1924-1979). A pesar de su relevancia para la cultura y el folklore del noroeste, su obra sólo ha sido parcialmente publicada, por lo que no es posible acceder a su letrística completa.26 Nacido en San Pablo, en el seno de una familia humilde, Lucho Díaz estudió en la Escuela Normal de Monteros hasta recibirse de maestro, para residir después en Bella Vista. Fue discípulo y amigo de Manuel Aldonate, de quien absorbió la identificación con el mundo azucarero y la plasmó en un repertorio amplio: Muchacha del cañaveral, con música de Fernando Portal; Juan Zafrero, compuesta junto a Luis Víctor “Pato” Gentilini y Rolando Valladares; A Celestino Morán (zamba cuya letra es parte de la obra integral Madre Cooperativa), Milonga de Carlos Trapiche, La niña negra (Son caribeño), El negro y el blanco tienen, Elegía para Don Jesús (zamba); El Chala (canción) y José Manuel de Atahona (zamba), todas musicalizadas por Gentilini; y La luna de los pobres y Amanecer en Famaillá con música de Valladares.27 Se trata de un conjunto de piezas en las que se despliega la concepción utópica expandida en la poética progresista de ese momento (Kaliman, 2010). Gentilini, por su parte, también puso música a un poema de Manuel Serrano Pérez, -Hombres de cañaveral- y otro de Manuel Aldonate, Canción de cuna para el niño de la zafra, poema incluido en el libro Clima de la miel (Aldonate, 2018 [1961])
También es importante mencionar Guerrillera del azúcar, dedicada a Hilda Guerrero de Molina, víctima de la represión en una marcha organizada en defensa del ingenio Bella Vista. Mariana Díaz (su hija) y Malva Liú cuentan que en la última dictadura allanaron la casa del poeta dos veces y que se salvó porque no estaba. Ellas recuerdan que “siempre fue un luchador que estuvo a la par del pobre, del obrero. Tal es así que en el año 1976, durante la dictadura de Onganía [sic], efectúa un recital en la peña El Cardón, donde se refiere al cierre de los ingenios y a la lucha del trabajador azucarero, estrenando la mencionada zamba” [Guerrillera del azúcar] (Díaz y Liu, 2012). El carácter desafiante del título se explica en clima social de esos años:
(…) en el segundo azul y puro de los mártires
descargó su muerte obrera
contra el negro verdugo de su sangre!
(…) desde entonces, Hilda tucumana,
tu nombre grita mucho más
fuerte que una bala” (Díaz y Liu, 2012: 349-50).
Por su parte, José Augusto Moreno, comparte con Lucho Díaz el hecho de que, a pesar de lo abundante de su obra escrita, solo una pequeña parte ha sido grabada o publicada.28 Además de la ya mencionada “Zamba del Familiar”, compuso junto a Luis Víctor Gentilini la banda de sonido del largometraje El camino hacia la muerte del Viejo Reales (1971), notable filme dirigido por Gerardo Vallejo sobre la vida de una familia de obreros golondrina, cuya composiciones tuvieron como intérprete a Tito Segura. Una anécdota rememorada por el cineasta sobre el trabajo de edición, que se hizo en Ager Film, en Roma, vale para rememorar con ternura el reconocimiento de esta obra: “En ese momento trabajaban allí los hermanos Taviani y Valentino Orsini. Recuerdo que a todos ellos les gustaban tanto las canciones del filme, que cuando compaginaba alguna secuencia con el sonido de una canción se venían corriendo a escucharla” (Vallejo, 1984: 66). La banda de sonido salió editada en forma de LP, por el sello Qualiton, y dado el éxito que tuvo el filme cuando se estrenó, en el breve retorno democrático de 1973, las canciones eran cantadas de memoria por los jóvenes militantes de la época, aunque después Vallejo partió al exilio y la censura y las persecuciones hicieron muy difícil conservar el LP.
Pero aún antes de la música para El camino hacia la muerte del viejo Reales, Moreno y Gentilini, en 1962, habían comenzado a componer la cantata Jesucristo año 2000, que por distintos motivos se concluyó décadas después; según Gentilini, esa obra “refleja con amplitud el sentido de los zafreros en su esencia misma, el sufrimiento y remisión de los mismos en su nacimiento, calvario, muerte y renacimiento de su condición humana”.29 Como señala Carla Mora Augier (2017) en la tesis que le dedica a Moreno, en esta obra confluyen la poética de tradición española, la religiosidad católica -ya que su madre era adventista y él había estudiado La Biblia-, y el ambiente natural, cultural y social del zafrero. Debido a las adversas situaciones de producción, la obra se registra después de la muerte del poeta.30 En estas composiciones se da una “tucumanización” de las letras, por ejemplo en Villancico del cañaveral
San José y María
zafreros los dos
voltearán la caña
para el niño Dios.
Así como en las referencias al pago que se hace en “vales” y al trabajo infantil en el surco
¡Velay el niño del campo
dele pelar y pelar!
con una estrella en la mano
la noche de navidad.
Por otra parte, en la ciudad de Tafí Viejo comienza a destacarse Osvaldo “Chichí” Costello, integrante del Grupo Vocal Tafí. A pesar de su muerte temprana, en 1984, llegó a escribir tres zambas interpretadas por Mercedes Sosa, dos de ellas de tema azucarero: Muchacho pelador y Agosto en Tucumán. La primera está basada en la vida de Adolfo Aguirre, un amigo de su adolescencia que iba después de la escuela a pelar las cañas que plantaba su padre para la subsistencia familiar. Los cañeros chicos eran de condición humilde, lo que se trasuntaba en sus manos, heridas por la maloja:
Muchacho de la cosecha
que por las manos deshechas
se van secando tus brazos
como se seca el bagazo
que tu cuchillo no pele fuerte
porque en el filo anda la muerte
dice la zamba. Aguirre, entrevistado 41 años después, explica: “La derecha, que es la que pela, tiene que estar sin guante porque tiene que tener sensibilidad, porque cuando corta la caña tiene que saber dónde se corta. Entonces, la malhoja te lastima; la malhoja de la caña es como un gillete” (Reinoso, 2014). Recuerda la emoción que sintió el día que Costello llegó con el disco En dirección del viento, editado en febrero de 1976, en el que La Negra cantaba la zamba.
Como vemos, la poética azucarera de la larga década del sesenta ofrece una dominante social, que a veces se torna militante. Si, como señala Isabel Aretz, el folklore musical siempre acompaña una actividad determinada, en este caso acompaña las luchas que se establecen para la defensa de la economía azucarera y de los ingenios, o bien denuncia las situaciones de injusticia y de explotación de los peladores, o bien habla del lugar, sin dejar de elaborar imágenes utópicas, como en La zafrera.
Pues bien, si muchas de las canciones nacidas en este período alcanzaban difusión a través de festivales y grabaciones, y más aún cuando las cantaba Mercedes Sosa, otras tuvieron un público más acotado, aunque devoto, convirtiéndose en discos de culto de ese momento, como La piel del pueblo y la banda de sonido de El camino hacia la muerte del Viejo Reales. Otras, de tono más militante, no llegaron a grabarse, aunque se cantaban en guitarreadas y peñas. Excepto el cancionero difundido de forma masiva, la serie de composiciones zafreras de contenido social se vio gravemente afectada en el período siguiente (Orquera, 2020).
De la dictadura al retorno democrático
En febrero de 1975 se lanza en Tucumán el llamado “Operativo Independencia”, concebido como “guerra de culturas” que buscaba el exterminio de todo lo que no fuera considerado “occidental y cristiano”, de acuerdo a la concepción de Acdel Vilas, su máximo responsable (Crenzel, 2010). Con un gobierno debilitado, se intensifica la represión y comienzan las amenazas de la Triple A los exilios y las desapariciones. Entre las novedades musicales, sin embargo, se destaca Zamba a Monteros, compuesta por Carlos Alberto “Chango” Nieto y Pedro Favini, y fue registrada por el primero de ellos ese mismo año. Monteros, la ciudad más antigua de Tucumán, es famosa por ser cuna de escritores y fue además sede del primer festival de folklore de la provincia, impulsado por Manuel Aldonate después de su paso por Cosquín, e iniciado en noviembre de 1965 (Ovejero y Nassif, 2017: 191). La zamba, de ritmo carpero, la describe en sus costumbres y paisaje de cañaverales, marcando el vínculo identitario entre el cantor, que se ve de niño mirando al ingenio, y el lugar, personificado en una mujer -la tierra- a la que se le agradece:
A ella que me viera de chango, mirando
al ingenio tibio, corazón de hierro
a ella que las cañas la visten de verde
por eso te nombra mi canto, Monteros
(…) Y más dulce que tu guarapo
Son las niñas que hay en tu pueblo
Sé que por tus venas de azúcar despiertas
toda la alegría, mi linda Monteros.
Esta zamba fue grabada por Mercedes Sosa en 1996, en el LP Escondido en mi país, versión que lleva una frase que lanzó la cantante en medio de la interpretación, “Viva Tucumán, menos uno”, en referencia al gobernador de facto de la provincia entre 1976 y 1978.31
El 24 de marzo de 1976 se inició la dictadura, que se extendió hasta el 10 de diciembre de 1983, con consecuencias dramáticas para la vida cultural, especialmente para el folklore. Los que más sufrieron esta persecución fueron los representantes de las poéticas progresistas que se venían produciendo hasta ese momento (Orquera, 2020). Así, parten al exilio Mercedes Sosa, Juan Falú, Tito Segura, y se internan en un exilio interior Pepe Núñez, Gerardo Núñez, José Augusto Moreno, Lucho Díaz, Chivo Valladares, Néstor “Poli” Soria, Chichi Costello, Pato Gentilini. El disco Mercedes Sosa canta a Atahualpa Yupanqui (1977) no se pudo distribuir y la temática de las obras viró a cuestiones de amor, amistad, diversión o alabanza del paisaje, evitando toda referencia al presente social y político del país (Marchini, 2008). Así lo recuerda el cantante de Tafí Viejo “Mono” Villafañe:
Yo creo que hay que tener más sentido de pertenencia. Cantarle más a los poetas y músicos tucumanos para que la provincia vuelva a ser un lugar central de la música. Tucumán va a explotar porque tiene un semillero muy grande. En estos tiempos tenés una escuela de música poderosa. Para los chicos ahora es más fácil ir a aprender que para los de mi época de los años setenta y ochenta. Porque aparte no podíamos cantar libremente como ahora en cualquier lado. Teníamos que andar cantando a escondidas y todo eso. Durante la dictadura venía alguien del ejército y nos preguntaban que íbamos a cantar. No se podía hablar de pobreza y otro montón de cuestiones. Estábamos muy marginados (Plaza, 2016).
Fue Chichi Costello quien introduce al “Mono” a la música de Yupanqui, Valladares y los grandes representantes del cancionero social tucumano. Para la reedición del libro Para el cielo de los tarcos (1986), que publicara su familia en 1986, después de su temprana muerte, Gerardo Núñez hizo una semblanza en segunda persona, a modo de invocación, en la que recrea el momento de la despedida de Mercedes Sosa de Tucumán antes de partir al exilio, transmitiendo el afecto que sobrevivía en el clima de opresión que vivían los creadores en esas circunstancias:
Te conocí en un tiempo lejano ya, en Yerba Buena. Vivíamos los años difíciles, nefastos; la noche estaba instalada y esperábamos a Mercedes Sosa, que buscaba reunirse con nosotros. Partía de su Patria. Quería juntarnos, vernos, llevar algo de nuestro cancionero. Estábamos con el Chivito Valladares, Rubén Cruz, mi hermano Pepe, el Pato Gentilini, vos, Gladys [esposa de Chichi] y yo. La reunión fue corta, hermosa, llena de afectos, anécdotas, recuerdos y la canción. La palabra se la dimos a Mercedes, pero en un clima de misterio, de dolor, de silencio; así era el paisaje del canto tucumano, argentino, de aquellos momentos (Costello, 2015: 20).
Aun así, en exilio interior, los que sobreviven siguen creando, como Néstor “Poli” Soria, quien se reúne con Chivo y otros amigos a componer o sobrellevar la oscuridad del ambiente.32 A él le pertenecen Juan Pelador, El nacimiento de la caña y la Zamba del Baviera con música de Valladares, que tiene la particularidad de construir un tono gótico y espectral para el ex ingenio de ese nombre, en el que los recuerdos de infancia del ingenio -cerrado por el decreto de Onganía-, asoman en la memoria con un halo de muerte, y en ellos deambula El Familiar como un fantasma de sí mismo:
Porque al ingenio Baviera
bajo su lomo de fierro
le viborea la muerte
por un yuyal de recuerdos,
osamenta destapada
olor a sangre sin dueño.
Cuando retorna la democracia y los cantores pueden salir a la luz, Mercedes graba Agosto en Tucumán, de Chichi Costello, en la que cuenta una jornada en el paisaje azucarero en el que el centro de la zamba es la emotividad del pelador, que “se desangra como una caña”. El tono menor contrasta con la alegría de la Zamba a Monteros o De Simoca:
Hacia la tarde ya
los peladores regresan
tristes, desmemoriados
y el callejón, pura sombra,
los va borrando.
La palabra “desmemoriados” nos habla del efecto de la dictadura, el silencio, la ausencia de utopía. El clima de sopor, muerte y angustia genera, sin embargo, una zamba de singular belleza, quizás porque remite al punto en el que la identidad resulta de la conjunción de historia, emoción y paisaje. Chichi Costello murió el mismo año en el que se editó el LP Será posible el sur, 1984.
Dos años después La negra graba una zamba que los salteños Gustavo “Cuchi” Leguizamón y Antonio Nella Castro le dedican a Tucumán: Bajo el azote del sol. En el clima de Agosto en Tucumán, la profusión de imágenes visuales recrea un aire de tristeza ensimismada causada por un duelo nunca cerrado por los habitantes de la provincia:
Luna de olla popular
Con los ingenios cerrados
En los trapiches del alma
Tucumán se hace guarapo
Por su parte, Gentilini y José Augusto Moreno compusieron tres temas más: Lamento del peón curtido (canción/vidala), Hoy somos mañana no (vidala de carnaval) y Pelador de Concepción. Esta última merece especial mención. Como en el caso de Muchacho pelador, de Costello, contamos con la génesis de la historia, esta vez narrada por su propio autor. Gentilini recuerda que en ocasión de una visita a Tucumán del autor misionero Ramón Ayala, realizada entre 1982 y 1984, fueron, junto a Moreno, hasta el Ingenio Concepción para tomar nota del trabajo en los cañaverales. Conversaron con Silverio Garnica, un pelador que tenía una hija de diez años que lo ayudaba, y estaba convencido de que ese era su destino y el de su familia (Páez de la Torre, 2019). A los pocos días llegó Moreno con la zamba. Las primeras tres estrofas dicen:
Yo soy Silverio Garnica
pelador del Concepción.
Alimento el cargadero
pelando de sol a sol.
Mi niña tiene diez años
y pela mejor que yo.
Vestida de cosechera
parece una caña en flor
Tengo un ingenio en la sangre
y aunque me duele el jornal
está moliendo el trapiche
mi propio cañaveral,
está moliendo el trapiche
la tierra de Tucumán.
El discurso está elaborado en primera persona y la presentación remite al monólogo de Ramón Gerardo Reales, en la película de Vallejo, aunque Silverio ha naturalizado las relaciones de poder, en las que le toca el lugar del explotado, mientras que “el Viejo” las cuestiona, al presentarse: “Toda mi vida he vivido para darle ser al patrón” (Vallejo, 1971). La niña de la zamba, en cambio, es elogiada y estilizada –“parece una caña en flor”-, y su rol de peladora parece natural. Ahora bien: es necesario notar que, lejos de que la zamba naturalice el trabajo infantil, se describe la internalización que ha hecho el zafrero de su condición de vida, que considera inevitable para él mismo y su descendencia.
Si Pepe y Gerardo Núñez junto a Ariel Petrocelli habían escrito Zafra para que la nueva generación se liberara, el golpe militar inmovilizó las luchas sociales y la idea de un cambio social posible, reforzando la identidad del zafrero como sometido a un sistema de relaciones que no puede cambiar. Solo queda la imagen del trapiche que tritura al hombre y a la tierra tucumana. La canción intenta paliar esa herida rescatando la existencia y el nombre del personaje, de otro modo condenado al anonimato y al olvido.
Después del retorno democrático comenzaron a nacer nuevas canciones y a generarse eventos marcados por el reencuentro con la dimensión de lo público. En 1985 se presenta Pelador de Concepción en Buenos Aires y se presenta una nueva versión de Zafra en el Teatro San Martín de Tucumán. En lo compositivo, una letra de marcos Taire es musicalizada por Juan Falú con ritmo de malambo, Cañaveral tucumano, y suele ser tocada con notable arreglo por Lucho Hoyos. Chivo Valladares musicaliza La guitarra que yo quiero, con letra de Pepe Núñez, en la que se reactualiza la poética de solidaridad. El cantor interpela al oyente para que se identifique con el obrero del surco, apelando a un lenguaje afectivo:
Cuando le mires los ojos
y los sientas tan de hermano
Apretalo contra tu alma
al zafrero tucumano (…)
Si me lo canta esta zamba
alguna vez un zafrero
será mi guitarra entonces
la guitarra que yo quiero (…)
Pintamele una sonrisa
en su rostro de paisano
hablaméle de mañana
al zafrero tucumano33”
El pronombre “me” asume una finalidad afectiva, a modo de interpelación del emisor al oyente para compartir la idea de una utopía que imaginaba el fin de la explotación del trabajador golondrina. En ese tono, reaparece un paisaje iluminado simbolizando la esperanza y un tiempo sin penurias para el trabajador. En este sentido, es Chichi Costello quien cumple de alguna forma este deseo, cuando llega con el disco en el que Mercedes Sosa le canta Muchacho pelador a la casa de quien había inspirado esa zamba, para que la escuchen juntos.
En cuanto a las últimas composiciones, mencionamos dos reescrituras de la leyenda de El Familiar: Entre la luna y las cañas, de Raúl Soria y Gustavo “Yanki” Molina, grabada en 1990 por el grupo Mate de Luna y, ya recientemente, “Para mi qu’el Familiar”, chacarera trunca de Daniel “Killy” Lobo, que atribuye al Familiar la desaparición de los obreros que se involucran en luchas sociales, asociándolo al poder de control del ingenio, conectado con los organismos de seguridad:
Mirá que entregar un Alma
para agrandar sus riquezas
pobre Alma la de ese que
iba comandando la huelga
No sé decirles la raza
por mucho que aparecía
para mí que el familiar
era perro de policía.34
Lobo también escribió la letra de la zamba Cruz de caña, con música de Julio Zavalía, que elabora la imagen del del trapiche que muele a un pelador sufriente, en la tradición de José Augusto Moreno:
Se ha convertido en bagazo,
ya no es madero.
Cargando una cruz de cañas
con hombros de jornalero
molido por mil trapiches
va el Cristo de los zafreros.
Por su parte, el poeta de Monteros Dardo Solórzano escribió la letra de Viejo zafrero, que musicalizó Lucho Hoyos, y José Giaccone, integrante del grupo Maloja, compuso la chacarera Cañero chico, que, como Muchacho pelador, de Costello, se ocupa del trabajador que trabaja su pequeña parcela:
Soy cañero chico y pobre
mi tierra quieren comprar
y que trabaje para ellos
sol a sol por el jornal
Mi vecino se arrepiente
porque su tierra vendió
lo fueron manipulando
y sin fuerzas se quedó.
La vulnerabilidad del cañero chico ante los grandes industriales se inicia al formarse los grandes ingenios y continúa hasta el presente. Muestra la vigencia de la lucha por evitar la proletarización y por mantener la identidad cañera, conservando una parcela de tierra como fuente de trabajo independiente.
Conclusiones
Si bien no es exhaustivo, este corpus aspira a plantar unas líneas iniciales en la exploración de esta matriz notable del folklore argentino. Mientras que composiciones como Luna Tucumana, De Simoca, La zafrera, La pobrecita, Zamba a Monteros, Arana, Muchacho pelador Agosto en Tucumán, Pelador de Concepción y Bajo el azote del Sol tuvieron alta incidencia en la conformación de un imaginario colectivo azucarero, otras dan cuenta de un entramado de múltiples tonalidades, incluyendo una amplia serie dedicada a personajes reales, algunos de ellos militantes de luchas sociales.
En este profuso entramado el protagonista es el zafrero. El marginado, el que no tiene derechos, el proletario, o subalterno, el pobre entre los pobres, sea hombre o mujer, adulto o niña. El zafrero es representado, aunque a veces es sujeto de la voz poética y a veces esa voz es recreación fidedigna de un discurso efectivamente proferido, como en Pelador de Concepción. Discurso que puede ser fruto de una conciencia social elaborada en la lucha, o puede denotar el mensaje de sumisión al patrón, vencido ante la represión y la muerte que siempre acecha. Y en ese mundo hay música, a veces fiesta y a veces esperanza, a veces en forma de utopía. Y pueden aparecer cañeros, que tienen la dignidad del propio trabajo, y del lado del poder, la figura del patrón y del perro familiar. Son personajes tipificados, aunque a veces esa tipificación se rompa para estilizarse y alcanzar dimensión épica, o tomar un nombre y contar una historia reciente. Por su parte, el paisaje de cañaverales, ingenios, carretas y humo puede engrandecer un determinado lugar del sur de la provincia, como Monteros, Simoca, Acheral y Cruz Alta. Pero ese canto siempre va más allá, porque la dinámica de identificación abarca “todo Tucumán”, ya que es toda la provincia la que sufre los avatares políticos y sociales que se desprenden de esta economía.
En este sentido, vale puntualizar, en relación con la dimensión de lo político, que en este universo profundamente atravesado por las divisiones sociales, las relaciones de producción son también de explotación, y ese esquema no se modifica en todo el período considerado. Por eso no aparecen alusiones directas a movimientos políticos, aunque sí están presentes las luchas sociales y la profunda marca dejada tanto por la dictadura de Onganía como por la que se desencadena a partir del Operativo Independencia, según hemos notado.
Así, hemos presentado un proceso de formación de un tejido identitario en el que el amor al pago que se ha convertido en “ajeno”, como dice Yupanqui, implica profundas contradicciones y presenta el desafío de modificar los términos de la relación. Hemos visto que en 1966 la obra Zafra se proponía liberar al zafrero de su dolorosa condición, sin lograrlo. Hoy la cosecha se ha mecanizado en gran medida, pero no han cambiado las condiciones de sumisión para el que no tiene nada. Mientras tanto, las canciones seguirán siendo recurso fundamental para visibilizar las injusticias y articular voces de resistencia.
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