Artículos
Recepción: 13 Octubre 2020
Aprobación: 01 Diciembre 2020
Autor de correspondencia: mgomezal@ull.edu.es
Formad de citar (APA): Gómez-Alonso, M. (2021). Wittgenstein: filosofía y arquitectura como disciplinas éticas. Revista Filosofía UIS, 20(2). https://doi.org/10.18273/revfil.v20n2-2021002
Resumen: Es comúnmente reconocida la relación íntima que la casa que Wittgenstein construyó para su hermana guarda con el proyecto del Tractatus —un proyecto que haciendo visible el mundo tal como la ciencia lo representa, despierta en el lector la necesidad apremiante de una reorientación ética de su vida. Sin embargo, Wittgenstein llegó a percibir ambas obras como fracasos. Los objetivos de este artículo son I) dilucidar la razón (o razones) de dicho fracaso; II) argumentar que el segundo Wittgenstein no abandonó su proyecto ético, sino que modificó las estrategias para llevarlo a cabo —algo que también afectó a su concepción de la filosofía; y III) mostrar cómo Wittgenstein pudo resolver un problema básico para el conservadurismo tardío anclándolo en el orden inherente a la actividad humana ordinaria.
Palabras clave: Contrailustración, Crítica cultural, Estética, Ética, Schopenhauer, Wittgenstein.
Abstract: It is common wisdom that the house built by Wittgenstein for his sister is intimately related to the Tractarian project —one that by means of displaying the structure of the world as science finds it, was directed to create a sense of spiritual desolation, so as to awake a pressing need for ethical transformation. Eventually, Wittgenstein came to see the Tractatus and the house as failures. The aims of this article are: I) to elucidate the nature of this perceived failure; II) to argue that Wittgenstein never abandoned this ethical project, although he radically changed the means for realizing it, and consequently, his conception of philosophy; and III) to show how Wittgenstein came to solve a basic problem for late conservatism by grounding it in the inherently patterned nature of the ordinary.
Keywords: Aesthetics, Counter-Enlightenment, Cultural Criticism, Ethics, Schopenhauer, Wittgenstein.
1. Introducción
Con el objeto de conmemorar el centenario de la publicación del Tractatus Logico-Philosophicus en 2022, James Klagge, conocido biógrafo e intérprete de Wittgenstein, está elaborando una lista de obras de arte inspiradas por el que sería el único libro publicado en vida por el filósofo vienés; libro al que, a su vez, su autor consideró con igual derecho una obra filosófica y artística. Se trata de una lista que incluye películas, piezas de arte conceptual, series escultóricas, y, predominantemente, piezas musicales que tienden, por lo general, a asumir formas sacras como el motete y a emplear el coro, con lo que realza los aspectos místicos y religiosos del Tractatus mismo.
Es de interés subrayar en el presente contexto, sin embargo, que dicha lista incluye la casa que el propio Wittgenstein, entre los años 1926 y 1928, con una dedicación casi exclusiva ayudó a diseñar para su hermana Margaret Stonborough —junto con el arquitecto Paul Engelmann, íntimo amigo de Wittgenstein desde el entrenamiento del último como oficial de artillería. Se trata del edificio popularmente conocido como Haus Wittgenstein o Palais Stonborough, y que desde 1975 aloja la sección de cultura de la Embajada de Bulgaria en Viena.
Lo que esta inclusión sugiere es que la Haus Wittgenstein es la manifestación en intuiciones —la muestra sensible— de lo que el Tractatus expresa en conceptos; algo que la austeridad modernista de la casa, la precisión milimétrica del diseño de los detalles —en los que Wittgenstein se concentró especialmente: radiadores, manillares de las puertas, ventanas, goznes, etc.—, y el cuidado de las proporciones y de las relaciones entre distintos espacios, parecen confirmar[1]. De hecho, la conexión íntima entre el Tractatus y la Haus Wittgenstein es indirectamente sugerida por el propio autor, quien en una conocida anotación de 1931 que se recoge en Cultura y valor señala:
Trabajar en filosofía —al igual que lo que en muchos sentidos sucede al trabajar en arquitectura— es trabajar sobre uno mismo. Sobre la concepción que uno tiene de sí mismo. Sobre cómo uno ve las cosas (y lo que espera de ellas). (Wittgenstein, 1977/2006, p. 24)[2]
Las consideraciones anteriores invitan, de forma natural, a percibir la producción filosófica y artística del primer Wittgenstein como un ejercicio ético de clarificación y de auto-constitución mediante el cual el sujeto, en pos de la autenticidad, se esculpe a sí mismo. En el que la parquedad en el estilo, lejos de ser accidental, cumple la función de hacer transparente lo que el ornamento y el lenguaje ordinario ocultan. Sea que trate de las relaciones lógicas que estructuran lenguaje y mundo o de la naturaleza de los objetos —naturaleza que, en el caso de los objetos artificiales, es la coincidencia entre la forma y la función del objeto, entre la finalidad del objeto y el objeto mismo, de modo que cada objeto artístico se transforma en un concepto lógico monotético, en el que todas las propiedades de la cosa se deriven de su función y sean inteligibles en relación a ella—. Al igual que un mundo caótico y opaco es el espejo en el que el sujeto inauténtico cobra conciencia de sí, la luminosidad del producto refleja la autenticidad del productor, quien, transformando su mundo, se transforma a sí mismo.
La tesis de que el propósito de la Haus Wittgenstein, al igual que sucede en el Tractatus, es el de conducir a quien la contempla hacia una transformación moral y hacia un cambio radical en su concepción del mundo y en su forma de vida, es la base estructural sobre la que concuerdan sus intérpretes, quienes, además y de forma general, asumen que la fuente de esa concepción se encuentra en la visión transformativa (y redentora) del arte que Schopenhauer (2010) propuso en el libro tercero de El mundo como voluntad y representación. Sin embargo, ni hay acuerdo respecto a cómo se supone que la casa conduce a esa transformación del espectador ni tan siquiera hay consenso sobre si, pese a compartir tanto un objetivo ético como una dirección ascendente (Wittgenstein, 1922/1995, 6.54), el Tractatus y la Haus Wittgenstein son artefactos éticos tanto metodológica como télicamente análogos. A lo que esta última apreciación apunta es a la posibilidad de que la Haus Wittgenstein sea un objeto semánticamente sobredeterminado, y, en consecuencia, esencialmente incompleto y caótico. Un objeto así se encontraría indeterminado, se trataría de un objeto opaco o ambiguo[3].
Parte del problema podría formularse mediante la terminología acuñada por el sociólogo Karl Mannheim. En lo que se refiere a los objetos culturales (objetos que pertenecen a la clase de las acciones significativas, es decir, de aquellas que no son meros sucesos de la naturaleza), Mannheim (1952) sostuvo que pueden interpretarse de acuerdo con tres estratos de significatividad: su significado objetivo, su significado expresivo y su significado documental (pp. 43-63).
Para identificar el significado objetivo de un determinado objeto cultural este ha de poder ser ubicado en el contexto de las leyes constitutivas de una disciplina y de una tradición históricamente específicas. Dichas leyes determinan tanto los aspectos formales como los contenidos de un estilo concreto, se trate bien de un estilo de hacer filosofía —el estilo analítico, por ejemplo— como de estilos musicales, pictóricos, arquitectónicos o de diseño urbano. Todo objeto cultural se encuadra, por tanto, en el trasfondo de una tradición objetiva —y de una comunidad profesional— que posibilita su reconocimiento evitando su opacidad. Sin embargo, el objeto cultural también responde a las peculiaridades biográficas de su autor, es decir, a factores irrepetibles y a contextos e intenciones personales que, además de explicar la existencia del objeto, se hacen presentes en sus propiedades, lo determinan y modulan la respuesta del espectador —o del lector— ante la obra. Se trata de su significado expresivo.
Finalmente, dos obras que pertenecen a disciplinas distintas y que, por ello, obedecen a leyes estructurales diferentes pueden poseer idéntico significado documental en cuanto que objetivaciones en medios diversos de la misma visión del mundo (Weltanschauung). De hecho, el autor también podría hacer uso de una tradición específica para permitir que, a partir de su desenvolvimiento y de las limitaciones inherentes que este pone al descubierto, se abra espacio a una visión del mundo que erosiona los presupuestos y las reglas constitutivas de dicha tradición, y nos obligue a abandonarla. Eso es precisamente lo que, de acuerdo con Engelmann (1967), hace el Tractatus (p. 96): desarrollar hasta el extremo una concepción científica y representacionista del universo que, dado lo poco —o nada— que puede resolver, despierta en el lector la necesidad apremiante de la metafísica y, claustrofóbica y alienante, le conduce por oposición a una profunda reorientación de su manera de ver y de relacionarse consigo mismo y con el mundo. En este sentido, los aspectos lógicos del Tractatus son los instrumentos que Wittgenstein emplea para la presentación de su visión ética de la realidad, instrumentos que se abandonan una vez se ha consumado el ascenso que han hecho posible.
Tal como se ha señalado anteriormente, los intérpretes concuerdan en que I) la Haus Wittgenstein y el Tractatus poseen, pese a la diferencia de medios y, por tanto, de significado objetivo, el mismo significado documental —manifestando una hostilidad hacia la concepción científica y moderna de la realidad que es el reverso del proyecto ético al que dichos objetos culturales apuntan—; y II) la Haus Wittgenstein instrumentaliza una determinada tradición para sobrepasarla, al igual que sucede en el Tractatus; en otras palabras, en que tiene éxito y cumple su función en la medida en que guía al espectador hacia un punto de vista que la aniquila o, cuanto menos, obliga a trascender algunos de sus aspectos[4]. El problema radica en la identificación de la tradición arquitectónica que constituye el significado objetivo del edificio.
La austeridad de la Haus Wittgenstein y el hecho de que Engelmann y Wittgenstein fuesen amigos —el primero, además discípulo de Adolf Loos— refrendan que se trata de un ejemplo de arquitectura modernista, específicamente, de ilustración del funcionalismo social propugnado por Loos, algo que, además, parece confirmar la impresión general que el edificio produce. Sin embargo, hay detalles importantes que no se adaptan a este modelo.
En primer lugar, se debe tener en cuenta que el funcionalismo de Loos, aplicado a viviendas, le llevó a diseñar casas, que si bien son austeras en su exterior, en ellas prima la comodidad en los interiores —la exuberancia de sus interiores obedece, precisamente, a que la función de una vivienda es ser un hogar, un espacio placentero y privado—. Es notable la ausencia de este rasgo en el Palais Stonborough, con sus interiores severos y carentes de ornamentación. En segundo lugar, Wittgenstein prestó atención especial a las proporciones y a la armonía del espacio interior del edificio, tomando como centro el hall principal. Este rasgo se encuentra ausente en las construcciones modernistas, más interesadas en lo agradable y lo útil que en lo matemáticamente proporcionado. Es verdad que podría matizarse la primera diferencia. Bastaría, en este sentido, con recordar que la intención de Margaret Stonborough no solo era habitar el palacio, sino que este fuese el lugar en el que se exhibiese su importante colección de arte y en el que ella pudiese, de acuerdo con la tradición familiar, ejercer de patrona de las artes mediante la organización de conciertos, reuniones de lectura, exposiciones, etc.
El carácter público —o semi-público— del edificio podría explicar que el interior de la casa pareciese más un museo que un hogar, y mitigar así la distancia de Wittgenstein con el modernismo funcionalista. Quedan, sin embargo, cuestiones por resolver. ¿A qué obedece la obsesión de Wittgenstein por un resultado matemáticamente armónico? Y, sobre todo, ¿cómo conciliar una explicación funcionalista —en un sentido pragmático— del edificio con su direccionalidad ética y metafísica? Empleando la terminología de Loos, ¿podemos limitarnos a interpretar como artesanía la Haus Wittgenstein cuando su autor sugiere que se trata de arte?, ¿hay espacio dentro de la teoría de la arquitectura de Loos para edificios que no sean (pragmáticamente) funcionales, y que, por tanto, sean —o puedan ser— objetos artísticos?
La importancia que Wittgenstein concede a las proporciones y el uso que dio su hermana al edificio son los aspectos que podrían sugerir, como interpretación alternativa, que el Palais Stonborough, lejos de tratarse de un ejemplo de modernismo, es una pieza de arquitectura pre-modernista y tradicional, que prolonga hasta el siglo XX la práctica de las élites vienesas de construir mansiones con una función cultural y semi-pública. Sin embargo, aunque esta perspectiva es parcialmente correcta, no da cuenta de la austeridad modernista de la obra —de los aspectos formales del edificio, tan alejados de las villas vienesas del fin de siglo— ni permite explicar su intención ética, tal como sucede con una lectura funcionalista estricta.
Finalmente, y en vista de los elementos dispares que las dos interpretaciones anteriores ponen de manifiesto, Jean-Pierre Cometti ha sugerido que, tal vez, la Haus Wittgenstein sea el primer ejemplo de arquitectura post-moderna, y que uno estaría tentado “a ver en ella el resultado de algún tipo de deconstrucción ‘avant la lettre’” (Cometti, 2000, p. 136). El problema radica, como poco, en que ni los aspectos más tradicionales del edificio son “citas” de obras pasadas —significantes libres—, como sucede en las construcciones pos-modernas, ni hay en el edificio rastro alguno de ironía —una característica, por otra parte, ajena al carácter serio, absorto y comprometido de Wittgenstein, y que se refleja dramáticamente en su obra. Añádase a ello la relevancia que Wittgenstein concede (ética y estéticamente) a la unicidad y transparencia de la obra y su consiguiente denuncia de la fragmentación como degeneración, para que uno esté tentado a pensar que lo que la interpretación post-moderna pretende es conceder algún valor a lo que, de acuerdo con los cánones de Wittgenstein, sería un enorme defecto —la incompletud y el caos. La lectura pos-moderna se limita así a apuntar a algo que ya se ha mencionado: la posibilidad de que la Haus Wittgenstein sea un fracaso, desde un punto de vista ético y estético.
En este sentido, resulta llamativo que en una anotación de 1940 Wittgenstein revalúe muy críticamente su construcción, hasta el punto de, en cierto modo, repudiarla. Escribe:
De igual modo, mi casa para Margaret es el resultado de un oído evidentemente sensible, y con buenas maneras; la expresión de una gran comprensión (de una cultura, etc.). Pero una vida primordial, una vida salvaje que lucha por hacerse presente, es algo de lo que carece. Así que uno podría decir, con Kierkegaard, que carece de salud. (Es una planta de invernadero). (Wittgenstein, 1977/2006, p. 43)
Curiosamente, este repudio —que es la constatación de un fracaso—, más que aclarar, complica todavía más el enigma de la Haus Wittgenstein.
Permítaseme, en primer lugar, hacer referencia al contexto del comentario anterior, con el objeto de apreciar que lejos de tratarse de una reflexión aislada o anecdótica posee un significado cuya profundidad obedece a su íntima conexión con algunos de los problemas socio-culturales que preocuparon al Wittgenstein más maduro, así como con su concepción acerca de qué es y de qué puede y debe hacer la filosofía. Este último aspecto será desarrollado más adelante.
Por lo pronto, el punto de partida del texto es la semejanza que Wittgenstein constata entre su faceta como arquitecto y el compositor Mendelssohn, al que Wittgenstein considera un artista reproductivo y carente de originalidad y fuerza. Esta vinculación, a su vez, se hace eco de la imagen —muy negativa— que Wittgenstein tiene sobre el valor y la originalidad de su propia filosofía, la que, según él, no crea, sino que recibe las semillas de otros pensadores y las emplea en una obra de clarificación (Wittgenstein, 2006, pp. 16 y 19). Esta caracterización, a su vez, se inscribe dentro de las reflexiones de Wittgenstein sobre el carácter judío —él mismo es de familia judeo-alemana— y sobre la carencia de genio de la cultura judía —compensada por un enorme talento lógico y sistematizador. Evidentemente, tal preocupación refleja las ansiedades de la intelectualidad europea posterior a la Gran Guerra, obsesionada con imágenes de decadencia, descomposición y nihilismo, y con los ideales opuestos de regeneración, vitalidad y vis creativa.
Además, el fragmento citado cobra mayor sentido una vez se lee en conexión con una serie de pequeños fragmentos sobre arquitectura fechados en 1947 cuya conclusión es: “Porque perdura, la arquitectura glorifica algo. De ahí que no pueda haber arquitectura cuando no hay nada que glorificar” (Wittgenstein, 2006, p. 74).
Dos cosas me parecen reseñables en relación con lo anterior. Primero, que Wittgenstein acentúa la significación cultural de su diseño, pero que revierte la evaluación positiva de la simplicidad funcional que el funcionalismo social de Loos le otorgaría. También subraya el carácter vacío y muerto de la Haus Wittgenstein —y, por extensión, de la arquitectura modernista—, y la asimila con las imágenes negativas e inorgánicas del museo/mausoleo y de los espacios inhabitables. Es como si la obra expresase perfectamente su tiempo —que es también el nuestro—, pero que la civilización de dicho tiempo no poseyese ni grandeza ni vitalidad alguna que glorificar y percibiese la nada que la constituye en el espejo de un objeto que no es otra cosa que esa misma nada. La Haus Wittgenstein, por lo tanto, no se presenta retrospectivamente para su propio autor ni como el lugar donde se muestra lo metafísico —un lugar de apertura a lo numinoso— ni como espacio de clarificación. Se trataría, por el contrario, del signo visible de todo lo que hay de oscuridad en nuestro tiempo.
Cabe añadir, en segundo lugar, que si, tal como ya se ha constatado, la Haus Wittgenstein parece la manifestación intuitiva de la filosofía del Tractatus, el posterior repudio de su diseño podría —tal vez, debería— interpretarse como el gesto visible de su reprobación filosófica y estilística (‘estilística’ en el sentido de la ‘forma’ que adopta la investigación filosófica) del Tractatus, de modo que la variación de las apreciaciones estéticas de Wittgenstein fuese paralela a la variación de su concepción misma de hacer filosofía. Al fin y al cabo, uno debería sospechar esta unidad entre lo que se piensa sobre filosofía y sobre las artes en un autor como Wittgenstein, tan preocupado por preservar, como ejemplo de autenticidad, la unidad entre el sujeto como filósofo y la totalidad de su persona.
Pero, ¿por qué piensa Wittgenstein que el Palais Stonborough es un fracaso?, ¿por qué sugiere incluso que, en vez de un medio para la transformación ética, podría tratarse de un obstáculo para la misma? No se trata del problema de si el edificio es un todo unitario con un significado trasparente; sino de si, bajo el supuesto de su unicidad, cumple el cometido de orientar hacia lo ético. En caso de no hacerlo se trata de dilucidar la razón o razones de su fracaso, tal como Wittgenstein señala. Por otra parte, se trata de una pregunta que plantea una tarea íntimamente vinculada a la cuestión acerca de la relación entre la primera y la segunda filosofía de Wittgenstein, cuya respuesta condiciona la investigación.
Podríamos, respecto al último punto, optar por una interpretación estándar que enfatice la ruptura entre el Wittgenstein del Tractatus y el de las Investigaciones, y que sugiera que la Haus Wittgenstein, diseñada en el período de transición entre ambas etapas, fue el detonante —o, al menos, uno de ellos— de la profunda transformación que sufrió la filosofía de Wittgenstein —se trata de la perspectiva adoptada y desarrollada por Nana Last en su ya clásica monografía[5]. Sin embargo, la direccionalidad terapéutica del Tractatus apunta en otra dirección; sugiere la existencia de una continuidad programática entre el primer y el segundo Wittgenstein, a la que se añade un cambio radical de metodología que obedece al fracaso tractariano de alcanzar las metas para las que fue diseñado. Esta perspectiva, tan fiel a las continuidades como a las diferencias, y que cuenta con una amplia base de evidencias independientes —que no es el objeto de este estudio dilucidar—, es la que toma Roger Paden (2007). Nosotros la asumimos, aunque separándonos de Paden en la mayor parte de los detalles.
El objeto de este artículo es el de, primero, identificar la categoría estética a la que pertenece el Palais Stonborough y hacer inteligible cómo pensó Wittgenstein que podría conducir a la transformación ética de sus espectadores, para, en segundo lugar, responder a la pregunta del porqué de su fracaso. Su respuesta permitirá arrojar luz sobre la concepción de la actividad filosófica del segundo Wittgenstein en relación al contexto socio-cultural del mundo y la mentalidad modernos.
En el segundo apartado, se desarrollará el marco de concepciones estéticas (Kant, Schopenhauer, Loos) que permea la producción de Wittgenstein y le confiere sentido. Este trasfondo permitirá, en el tercer apartado, explicar tanto el significado como el fracaso de su obra —filosófica y arquitectónica— temprana. Finalmente, en el cuarto apartado, se demostrará cómo el cambio de rumbo metodológico del último Wittgenstein plantea un problema análogo al que hace presente tanto el nihilismo conservador del siglo XX como un romanticismo del fracaso (Shklar, 1957) que repudia la totalidad del mundo y de la filosofía moderna sin hallar puntos de referencia positivos en los que anclarse, y por las mismas razones.
¿Se limita la filosofía del segundo Wittgenstein a ser una actividad destructiva y nómada y el filósofo a deambular sin rumbo entre las ruinas de la cultura? Es objeto del texto demostrar, contra la imagen anterior, el carácter renovador y positivo de la nueva metodología wittgensteiniana, que se reapropia de lo ordinario sin recurrir a mediaciones teóricas, es decir, sin emplear representaciones privilegiadas que permitan transitar desde el fenómeno al noúmeno. Al fin y al cabo, fue el propio Wittgenstein el que expresó vivazmente la medida de su distanciamiento con el Tractatus:
Podría decir: si el lugar al que quiero llegar sólo pudiese alcanzarse subiendo una escalera, renunciaría incluso a intentarlo. Pues el lugar al que realmente tengo que ir es aquél en el que debo encontrarme ya ahora. Ninguna cosa que se alcance mediante una escalera realmente me importa. (Wittgenstein, 2006, p. 10)
2. Estética y redención: las fuentes de Wittgenstein
En el parágrafo 16 de la Crítica de la facultad de juzgar, Kant hace una distinción que, a través de Schopenhauer y del enorme impacto que las ideas estéticas de este último tuvieron en la formación de las vanguardias artísticas, permeará la estética contemporánea. Se trata de la distinción entre belleza libre (o pura) y belleza dependiente (o adherente) (Kant, 2008, p. 60).
Mientras el juicio estético puro es el resultado de un juego libre de imaginación y entendimiento —de forma que ni se encuentra vinculado a conceptos ni viene determinado por fin particular alguno del objeto al que se refiere—, y se trata, por tanto, de un juicio inmediato, desinteresado y meramente contemplativo[6]; un juicio de gusto impuro —referido a la belleza adherente de un objeto— es aquel que presupone un propósito en el objeto y que lo evalúa en virtud de su perfección (Kant, 2008, p. 61), es decir, en virtud de su mayor o menor éxito en la satisfacción del objeto para el que fue diseñado. Guiados por conceptos, los juicios de belleza dependiente son, de acuerdo con Kant, estéticamente inferiores. Vinculados a objetos funcionales, la evaluación —o recepción— de los mismos queda determinada tanto por el conocimiento que presuponen en el espectador como por el interés —en cuanto objetos pragmáticos— que despiertan. Esto les priva de su dimensión contemplativa. Por ello, son juicios intelectualmente mediados y juicios teñidos de interés. Además, si se tiene en cuenta que para Schopenhauer el aspecto contemplativo de la experiencia estética que Kant subrayó es inherentemente liberador y, en cierta medida, ético, su ausencia degrada doblemente el estatus de los juicios de gusto impuros.
Aplicada a la arquitectura, la distinción de Kant tiene dos consecuencias relevantes. En primer lugar, dado que la construcción de un edificio se encuentra determinada por su función, una obra arquitectónica únicamente puede aspirar a poseer belleza adherente, lo que por definición degrada la arquitectura al nivel de las artes menores (o, en términos de Loos, a ser mera artesanía). En segundo lugar, dado que el criterio de evaluación estética de un edificio es puramente teleológico, aquellas obras que pretendan crear belleza libre ni siquiera poseerán la única clase de belleza inferior a la que la arquitectura puede legítimamente aspirar; se tratará de monstruosidades como resultado de trascender los límites naturales de la disciplina. Nos encontramos, por tanto, con una condena temprana de la ornamentación en arquitectura, con una concepción proto-funcionalista —artesanal— de la misma, y con una estricta demarcación de esta fuera de la esfera de lo genuinamente artístico.
Aunque en gran medida heredero del purismo kantiano, Schopenhauer introducirá en su concepción de la experiencia estética una serie de modificaciones que, además de hacer patente la enorme distancia que separa sus ideas de las de Kant, abrirá un espacio puramente artístico para la arquitectura —cuanto menos, como posibilidad—, espacio que reclamarán Loos e, influenciado por él, Wittgenstein.
En el Libro Tercero de El Mundo como Voluntad y Representación (2010), Schopenhauer ubica el arte en un espacio vivencial opuesto al de la experiencia cotidiana y lo aísla tanto de la esfera afectiva y sangrante de una lucha permanente de todos contra todos, que expresa en nuestra forma natural de estar en el mundo la voracidad insaciable de su esencia —una Voluntad que se devora a sí misma— como de la relación representacional, conceptual y mediada que establecemos en la cotidianidad con la realidad, como si esta última se redujese a ser una secuencia de objetos sin interioridad a la que accedemos intelectual e instrumentalmente[7]. El arte mostraba así, para Schopenhauer, su significatividad metafísica: como organon de conocimiento en el que se expresa de modo inmediato y desinteresado el núcleo íntimo y vivo de la realidad, y como espacio de redención y de transformación ética en el que, momentáneamente, la voluntad queda suspendida y la relación de sujeto y objeto pasa de ser pragmática a ser contemplativa.
La caracterización anterior, apelando a los rasgos de inmediatez, desinterés y carácter contemplativo de la experiencia estética, evoca deliberadamente la descripción kantiana del juicio de gusto puro. Sin embargo, las similitudes no deberían hacernos obviar una diferencia sustancial entre las dos perspectivas. Para Schopenhauer, los juicios estéticos no son simples juicios de gusto anclados en el juego libre de facultades. Por el contrario, se trata de juicios cognitivos y máximamente objetivos, que expresan un acceso inmediato por parte del espectador (transformado en sujeto puro de conocimiento, trascendido su ego empírico y la red de intereses particulares y de determinaciones conceptuales que lo constituyen) tanto a la Voluntad (‘la cosa en sí en el fenómeno’) como a sus objetivaciones inmediatas, es decir, a aquellas Ideas (platónicas) o arquetipos en las que la Voluntad se manifiesta nouménicamente. O lo que es igual, con independencia del principio de individuación y sin las determinaciones fenoménicas (tiempo, espacio y causalidad) del mismo.
Lo primero que ha de notarse es que, con la concepción precedente, Schopenhauer recusa la tesis kantiana de la discursividad del conocimiento, es decir, del carácter conceptual y categorial (mediado) de toda representación. Por tanto, admite y prioriza formas de conocimiento (y de representación) intuitivas, inmediatas y de significación metafísica[8]. Con esto, además de ubicar el sistema schopenhauariano en las proximidades del idealismo post-kantiano con su énfasis en la intuición inmediata y en la apercepción pura, desplaza el eje de la estética de los objetos naturales y de la espontaneidad y carencia de intencionalidad de los mismos (Kant) a los objetos artísticos. Estos últimos son imitaciones ideales, representaciones que repiten la Idea que es conocida a través de ellos y que, a diferencia de los objetos empíricos naturales, la manifiestan en toda su vivacidad y pulcritud, sin la opacidad y turbiedad de sus instanciaciones empíricas. En este sentido, cabe decir que, de acuerdo con Schopenhauer, los objetos artísticos son objetos funcionales y que su aptitud depende del cumplimiento del fin que los constituye. Sin embargo, eso no significa que se trate de objetos pragmáticos ni que su belleza dependa de lo bien que cumplan su finalidad como instrumentos. Su función es cognitiva y transformativa —lo que los separa de los instrumentos y los ubica en un ámbito propio y metafísicamente privilegiado. Curiosamente, el dualismo estricto de Kant (belleza pura/belleza adherente; juicio estético/juicio pragmático) se preserva, pero tras haber sido objeto de una profundísima reinterpretación.
Obviamente, una caracterización así de las artes implicaba su jerarquización en virtud tanto de los criterios de vivacidad e inmediatez expresivas que hacían de la música el pináculo de las artes[9] como del contenido que cada arte particular representa —desde las Ideas elementales de las distintas fuerzas de la naturaleza que compete a las artes menores representar, hasta las Ideas de humanidad, acción y voluntad cuya dinámica inherente expresan las artes mayores (poesía, tragedia, música).
También se seguía de dicha caracterización un canon estricto que excluía del área de lo artístico todo aquello que, en lugar de apagar, excitase la voluntad y los apetitos —el erotismo; el ‘arte’ comercial, ornamental y de propaganda; lo lindo; lo agradable; lo repelente; lo macabro; o lo exótico. Es por eso que con Schopenhauer, el arte, cobrando conciencia de sí, se hace abstracto y puro; y la experiencia estética pasa a concebirse como comunión con lo sagrado en un espacio nouménico, tal como percibieron correctamente tres schopenhauarianos geniales de tres generaciones sucesivas: Richard Wagner, Gustav Mahler, y el discípulo de este último, Arnold Schönberg, quien abogó por una “música pura”, cuyo único fundamento fuesen las relaciones matemáticas y tonales entre sonidos; una música que, paralela a la “realidad”, pudiese sobrevivirla, y que, deshumanizada y, por ello, solamente música, no fuese ni entretenimiento ni tonalidad, ni descripción ni sentimiento, ni acompañamiento ni representación, solo un universo completo, una totalidad, y, por ende, no otra cosa que ella misma.
Es de interés subrayar, en cualquier caso, que en el parágrafo 43 de El mundo como voluntad y representación, que Schopenhauer dedica a la arquitectura[10], se produce una rehabilitación parcial de esta como disciplina genuinamente artística. Es parcial I) porque las Ideas que la arquitectura como arte puede ejemplificar son contenidos elementales y generales de la pura materialidad, tales como las Ideas de cohesión, rigidez, dureza o gravedad expresadas por un edificio (Schopenhauer, 2010, p. 239) —lo que significa que, como mucho, se trata de un arte menor—; y II) porque el valor artístico de las obras arquitectónicas se ve mermado por las funciones prácticas e instrumentales que cumplen, lo que hace imposible la creación de construcciones útiles que sean al mismo tiempo genuinas obras de arte (Schopenhauer, 2010, p. 242). Sin embargo, eso no excluye la posibilidad de obras pragmáticamente inútiles que fuesen evaluables desde un punto de vista exclusivamente estético. Tampoco excluye que el arquitecto no pueda disponer de la libertad suficiente para perseguir fines puramente estéticos, en circunstancias en las que las necesidades humanas (por ejemplo, la protección frente al clima) no determinen el diseño del edificio y en las que este no se encuentre restringido en su concepción por fines muy concretos[11]. Como se verá inmediatamente, Loos acuña el concepto de monumento a partir de este espacio que Schopenhauer abre para una arquitectura puramente artística, y, por ende, tanto cognitiva como éticamente relevante.
Nótese, además, que Schopenhauer considera que el éxito artístico de un edificio radica en su regularidad y proporcionalidad (Schopenhauer, 2010, p. 241), es decir, en que constituya un todo cuyo carácter legal y regular dependa de la combinación exacta y apropiada de cada una de las partes, de forma que se configure un espacio armónico y perspicuo. A diferencia de otras artes, la arquitectura no hace transparente la Idea que se encuentra también expresada (aunque de modo imperfecto) en los objetos naturales. En otras palabras, ni perfecciona la naturaleza ni accede a la Idea por mediación de esta. Lo que hace es crear un objeto regular sin antecedentes naturales que facilita la aprehensión de la Idea en la medida en que ese nuevo objeto individual expresa su esencia de forma clara y completa (Schopenhauer, 2010, p. 242). Aquí se encuentran las raíces tanto de la obsesión de Wittgenstein por la proporción matemática del Palais Stonborough como del aislamiento ontológico de la mansión: se trata de un mundo (o de un todo) autosubsistente, generador de su propia legalidad, hermético, escindido de la naturaleza y la vida, y vuelto introvertidamente sobre sí mismo.
Como es bien sabido, la filosofía de Schopenhauer permeó en su conjunto la cultura finisecular de Europa Central, y configuró el ambiente intelectual en el que se educó Wittgenstein. Su impacto fue especialmente apreciable en las artes, por lo que no resulta extraño que las huellas de su pensamiento sean perceptibles en lo que ha pasado a considerarse como uno de los manifiestos fundacionales del funcionalismo en arquitectura —el artículo de Adolf Loos de 1908, “Ornamento y delito” —. Lamentablemente, el propio éxito de “Ornamento y delito” ha sido en parte responsable de una malinterpretación generalizada de la teoría de la arquitectura de Loos, ocultando tanto una dimensión de su concepción especialmente significativa para la cuestión que estamos abordando como el alcance real del pensamiento estético de Schopenhauer en las ideas del arquitecto vienés.
Si nos limitásemos a considerar “Ornamento y delito” constataríamos que Loos no pone énfasis en lo que, desde una perspectiva schopenhauariana, debería constituir un objeto artístico, sino en la escisión categorial que Schopenhauer establece entre los objetos de uso ordinario y los objetos genuinamente artísticos. Los primeros, con el fin de mantener separadas ambas esferas y de que su realidad —que es su función práctica— no sea maquillada y falsificada mediante la ornamentación, que disocia la apariencia y el ser de la cosa, han de ser límpidos, claros, formalmente simples. Un objeto de uso ornamentado es un objeto falso, que manifiesta, en su falsedad, la falsedad y la inautenticidad de la sociedad que lo demanda. Por eso, Loos, como arquitecto pragmático, como artesano que diseña y construye objetos funcionales, siendo perfectamente consciente de que el propio Schopenhauer consideraba que la arquitectura no es propiamente un arte en la medida en que se trate de una actividad dirigida a cubrir necesidades físicas humanas, logra preservar al tiempo la nobleza de lo plenamente artístico y la dignidad humilde de la arquitectura, que proviene de su funcionalidad.
Fijémonos fundamentalmente en dos aspectos: en que, para Loos, las razones de la austeridad estilística en arquitectura difieren de las razones que avalan el ideal parco del clasicismo schopenhauariano (para el que el arte es un dominio redentor y no afectivo); y en que Loos (1995a) introduce en su reflexión una dimensión social y de crítica de la cultura, que, además de reconocer que “la ornamentación ya no se encuentra orgánicamente vinculada” (p. 167) a la civilización contemporánea, subraya —en lo que podría ser visto como un gesto de auto-glorificación— que la grandeza de nuestra era está en que no es capaz de producir ornamento alguno, de forma que, siendo la individualidad del hombre moderno tan intensa, este ya no se ve obligado a recurrir al adorno para distinguirse y, así, marcar un espacio propio frente al mundo. Son estos aspectos los que hacen de Loos el profeta del funcionalismo y lo transforman, de algún modo, en el predecesor de movimientos ultramodernistas como el de la Bauhaus.
Sin embargo, una conclusión así —demoledora para las pretensiones artísticas de la arquitectura— es parcialmente corregida en el ensayo “Arquitectura”. Allí, Loos señala que “aunque sólo una pequeña parte de la arquitectura cae bajo la categoría de arte” (Loos, 1995b, p. 83), esa pequeña parte existe y es culturalmente imprescindible. Se trata de aquello a lo que el autor denomina monumentos. Siguiendo a Schopenhauer, Loos subraya que los monumentos son obras arquitectónicas que, aunque pragmáticamente inútiles, cumplen dos funciones de alto orden: una función metafísica y transformadora —“el objeto de una obra de arte es hacernos sentir incómodos, mientras que una casa está ahí para proveer confort” (Loos, 1995b, p. 82) —, y una función cultural, en cuanto que bien, manifestación u objeto orientador del espíritu de una comunidad de vida y cultura. Ambos rasgos trascienden un marco teórico modernista y apuntan a las limitaciones de la sociedad técnica e individualista moderna, al tiempo que reivindican —frente a Kant y en concordancia con Schopenhauer— la belleza pura de ciertos ejemplos de arquitectura.
3. Filosofía, arquitectura y transformación ética
El encuadre anterior permite ubicar la Haus Wittgenstein en la esfera de los monumentos, algo que Wittgenstein pretende deliberadamente indicar I) construyendo una totalidad espacialmente armónica que instancia correctamente los cánones marcados por Schopenhauer para la arquitectura pura[12], y II) diseñando un edificio invivible y claustrofóbico, una imagen de la prisión tractariana y un infierno moderno que combina la helada pureza del representacionismo y el abandono de la esperanza, y que cumple la función, tal como escribe Loos respecto a las obras de arte, de “hacernos sentir incómodos” y de generar malestar[13]. Esta es la razón por la que, lejos de tratarse de una obra caótica, la Haus Wittgenstein posee unicidad; los elementos de diseño aparentemente opuestos son finalmente armonizados por su dirección común, la de demostrar la condición de obra de arte del edificio, y, por tanto, que se trata de un espacio asfixiante que por su propia naturaleza constituye la formulación apropiada para el hombre moderno del problema de la metafísica. La construcción, qua arte, obliga a abandonar refugios falsos y a afrontar la luz del día.
Sin embargo, pese a que Wittgenstein coincide con Schopenhauer en enfatizar la relación entre contemplación artística y reforma o enmendación éticas, nótese que existen dos diferencias fundamentales entre ambos. En primer lugar, mientras que Schopenhauer pensaba que la apreciación del objeto artístico era idéntica a la suspensión de la voluntad y, en consecuencia, que el objeto bello era constitutivamente un objeto ético, Wittgenstein concibe los objetos artísticos como medios y, además, como medios o catalizadores que operan por oposición, que orientan hacia una tarea transformativa cuyo primer paso es el abandono y la aniquilación de esos medios y del malestar ontológico que los define[14]. En segundo lugar, si la estética de Schopenhauer es intemporal y carece de dimensiones sociales y políticas, Wittgenstein incardina su obra en un tiempo —la civilización tecno-científica—, y, al igual que Loos, la concibe como estímulo hacia la reconstrucción personal y como crítica inmanente del contexto histórico en el que se enmarca, contexto que, haciéndose presente —sin máscaras— en la obra, nos confronta con nosotros mismos.
Curiosamente, al señalar que la Haus Wittgenstein ejemplificaba algún tipo de deconstrucción, Cometti no erraba. Lo que sucede es que no se trata de una deconstrucción posmoderna, sino de una deconstrucción de la civilización científica —de la etapa de decadencia de Occidente, en términos de Spengler— de la que la postmodernidad es una expresión tardía. Permítaseme, en cualquier caso, contrastar la interpretación precedente con una lectura de la Haus Wittgenstein similar en algunos aspectos: la propuesta por Suzanne Lennard[15].
Lennard también señala que el propósito tanto del Tractatus como de la Haus Wittgenstein es la creación “de tal vacío, y de tal sensación de desolación espiritual y de falta de sentido, que el espectador tenga el deseo, y la necesidad, de una liberación espiritual” (Lennard, 1983, p. 30). Sin embargo, piensa que, para satisfacer esa necesidad, lo que el carácter sofocante de la casa hace es redirigir la mirada hacia los objetos artísticos que contiene —la colección de Margaret Stonborough— y hacia la exuberancia vital de la anfitriona. En este sentido, la mansión vendría a ser como un joyero cuya simplicidad realza la riqueza de sus contenidos.
Se trata de una lectura atractiva, pero que adolece de al menos cinco problemas:
Primero, pierde la analogía entre el Tractatus y la mansión sobre la cual se sostiene. El Tractatus presenta una teoría (‘el mundo tal como lo encontramos’) con el objeto de que sea abandonada —y con ella, cualquier versión de relación representativa con la realidad—. Pero uno ni se libera del peso de un edificio permaneciendo en su interior ni este se desvanece —o se vuelve de cristal— porque atendamos a lo que contiene. Posiblemente, el malestar que el continente genera incluso acabe restando valor —o significatividad— a lo que en él se expone.
Segundo, hace inexplicable por qué Wittgenstein acabó percibiendo la casa como un fracaso ético. Si realmente, y tal como sugiere Lennard, la casa satisface la función de realzar el valor de sus contenidos, entonces su éxito ético (transformativo) sería indudable. Pero eso contradice la evaluación final de Wittgenstein y la deja colgando en el aire.
Tercero, únicamente considera el edificio en relación con su función inmediata —y puramente privada—, ignorando su significación por sí mismo y con independencia de la ocasión para su construcción; en otras palabras, reduce su significado a significado expresivo, obvia sus significados objetivo y documental, por lo que minimiza su interés intrínseco.
Cuarto, ignora que para Wittgenstein tanto los objetos culturales pretéritos como los objetos artísticos preciosistas son artefactos que ya no contienen la ‘verdad interior’ de una relación integrada e integradora del sujeto con sus acciones, sus creencias y sus ideales, y que han dejado de estar enraizados en una comunidad orgánica que, vitalmente, se auto-expresa. Es decir, en ausencia de una comunidad moral dada, la filosofía y el arte tradicionales pierden significatividad y, transformadas en residuo de épocas pretéritas más dignas de consideración anticuaria que de apasionada intimidad, sobreviven en el limbo a-temporal del academicismo como los restos inútiles y los ídolos huecos que salpican la costa tras el naufragio de la Cultura. En este sentido, Lennard asume un ahistoricismo schopenhauariano muy alejado de Wittgenstein.
Finalmente, no da cuenta de la evolución filosófica de Wittgenstein, quien abandona la filosofía constructiva y de tratado y la reemplaza por investigaciones que son exploraciones en un suelo rugoso de espacios abiertos los cuales no han sido intelectual y culturalmente domesticados.
La terapia wittgensteiniana consiste, por tanto, en convertir en un infierno el supuesto paraíso de nuestro edificio representativo y, con ello, abrir una puerta que nos lleve hacia lo inexpresable. La imagen del nómada que recupera su libertad, pese a que deba pagar el precio de renunciar a sus seguridades y de vivir a la intemperie, desprotegido, reemplaza las imágenes claustrofóbicas del espacio visual y objetual moderno. Y vincula curiosamente a Wittgenstein con Descartes, quien, con un gesto liberador análogo, en el que las imágenes de la arquitectura están presentes, pone en práctica una demolición general de las opiniones, que ataca los cimientos mismos de la casa en la que nos hemos refugiado y que obliga a hacer de nosotros mismos y de nuestra libertad el fundamento último de nuestra filosofía.
Entonces, ¿por qué pensó Wittgenstein que su obra temprana no era el medio adecuado para alcanzar el objetivo para el que fue diseñada? Existen, fundamentalmente, tres razones.
Por una parte, el contacto con los miembros del Círculo de Viena convenció a Wittgenstein de que, lejos de despertar en el lector la necesidad de una reorientación ética, la visión representacionista que el Tractatus desarrollaba se transformaba fácilmente en un lugar de residencia permanente, pareciendo reforzar el mundo cultural al que se oponía. Se trataba, por supuesto, de una malinterpretación, pero de una malinterpretación tan extendida que arrojaba serias dudas sobre la viabilidad del medio. Y más cuando ese medio concordaba con las presuposiciones imperantes en el contexto donde sería recibido.
Por otro lado, el Wittgenstein más maduro cobra consciencia de que la reforma ética (y filosófica) es un proceso sin fin, con sus tentaciones y sus retrocesos, sus éxitos transitorios y su permanente ansiedad, y que un momento único y privilegiado de ‘iluminación’ ni preserva ni garantiza su consecución. Se trata de otra cuestión sobre la que Wittgenstein se aleja de Schopenhauer. Lo que aquí distingue al Wittgenstein maduro de Schopenhauer es su sensibilidad agudísima a la enorme dificultad que supone el ejercicio de reorientación hacia el núcleo mismo de la subjetividad y el inmenso esfuerzo que exige vencer la resistencia de los filósofos a abandonar la perspectiva representacional que los exilia de sí mismos y que se nutre, entre otras cosas, de la familiaridad con un mundo de objetos intelectuales[16], que obstaculiza el reencuentro con lo ordinario —donde ‘lo ordinario’ es el dominio de ‘lo ético’—, cercano y extraño a la vez, que posee las características de lo siniestro, de lo que alguna vez fue familiar, en Freud.
Finalmente, también fue relevante el hecho de que la Haus Wittgenstein y el Tractatus son objetos ya finalizados, productos cristalizados tras un proceso del que no somos testigos y al que no se nos invita a llevar a cabo por nosotros mismos; ready-mades culturales que, artificial y mecánicamente, tratan de generar una reorientación profundamente personal y vívida; representaciones (supuestamente) privilegiadas con las que nuestra única relación es intelectual y contemplativa; cosas entre cosas en un mundo de cosas.
Wittgenstein cobró consciencia de que no hay transformación —ética y filosófica— sin actividad propia; de que la filosofía es una ascesis o disciplina en cuyo ejercicio nadie podrá reemplazarnos, de que se trata de una cura de enfermedades que primero tenemos que sufrir profundamente, y de que nada puede sustituir artificialmente a las lecciones de la vida (Wittgenstein, 2006, p. 97) para que lleguemos a estar en posición de necesitar una liberación espiritual y filosófica que únicamente nosotros podremos luchar por alcanzar. Por eso, Anthony Kenny ha comparado las Investigaciones filosóficas con las Meditaciones de Descartes (Kenny, 1982, p. 26); porque, lejos de tratarse de manuales o de libros de texto, son guías que orientan un proceso reflexivo que cada uno debe realizar por su cuenta y asimilar como propio, ejercicios espirituales que instituyen una disciplina que cada uno debe administrarse a sí mismo.
También, por eso Wittgenstein advierte: “(El filósofo no es ciudadano de una comunidad de pensamiento. Esto es lo que lo convierte en filósofo.)” (Wittgenstein, 2007, p. 81).
4. La luz invisible
En un conocidísimo pasaje de Investigaciones filosóficas, Wittgenstein escribe:
¿De dónde procede la importancia de nuestra investigación si lo único que parece destruir es todo aquello que tiene valor, es decir, todo lo que es noble y significativo? (Destruir, como quien dice, todos los edificios, dejando tras ella sólo ruinas y escombros). No hacemos otra cosa que desmoronar castillos de naipes y que despejar el suelo del lenguaje sobre el que se erguían. (Wittgenstein, 2001, § 118)
¿Despejar el suelo del lenguaje? ¿Con qué fin? ¿Con el de construir nuevos edificios, con mejores y más sólidos cimientos? ¿Desmoronar castillos de naipes? ¿Es entonces el filósofo un morador del desierto, un agonista que se limita a enfrentarse y vencer a sus tentaciones, y cuya labor puramente negativa es similar a una ascesis infinita, que no conduce a mística alguna?
Muchos intérpretes se han inclinado por la primera opción, queriendo ver el proceso crítico como un medio imprescindible para la construcción de teorías estables y testables, teorías que tratan de entresacar y de articular a partir de los textos dialógicos de Wittgenstein. Otros, por el contrario, han optado por una lectura exclusivamente crítica, donde la destrucción o se agota en sí misma o, como mucho, desemboca en un quietismo que deja todo como está, el desierto como desierto. El problema radica en que nos paraliza un dilema con dos únicas alternativas que son igualmente ilusorias —o una filosofía positiva que, por ello mismo, ha de ser constructiva y teórica, o una filosofía que, tal como sucedía con la terapia pirrónica, es parasitaria del blanco dogmático al que se enfrenta, y que por sí misma no tiene nada más que ofrecer que el caos a-racional de nuestros prejuicios (biológicos o culturales)—; un dilema que se reproduce en las diversas áreas de investigación de Wittgenstein, por ejemplo, entre el Wittgenstein conductista y el Wittgenstein escéptico, o entre el Wittgenstein fundacionalista y el anti-epistemólogo.
El marcadísimo carácter cultural que, como se ha visto, posee la concepción que tiene Wittgenstein de la actividad filosófica (del modo de hacer filosofía adecuado para tiempos de penumbra), nos permite arrojar luz desde una perspectiva socio-cultural sobre el dilema anterior, y sobre la ilusión compartida que lo posibilita; un espejismo típicamente ilustrado y moderno: el de la escisión entre el ámbito puramente pasivo, visceral y caótico del mundo ordinario y una racionalidad externa al mismo que se erige como tribunal evaluador de la práctica y que, en el mejor de los casos, es una sobreimposición desde fuera a la actividad humana. De acuerdo con este modelo, el filósofo terapéutico emplea su facultad racional para derribar todo aquello que se construyó sobre la razón, pero solo para dejarnos a la intemperie, presos del poder anárquico (despótico) de la tradición y el hábito (que son ciegos). Curiosamente, Wittgenstein contribuye a la tradición conservadora y contra-ilustrada en la que se ubica su pensamiento, demostrando que nuestras formas de vida son principios de racionalidad y orden, y, con ello, evita la deriva del conservadurismo hacia un nihilismo sombrío que responde a la ausencia de construcciones culturales e institucionales vivas en la modernidad tardía[17].
Algo que ha mermado la eficacia dialéctica del conservadurismo es el hecho de que sus defensores hayan evitado articular sus ideas en sistemas teóricos alternativos a los construidos por sus rivales; lo que, por otro lado, es coherente con la actitud conservadora —que no puede expresarse mediante teorías en la medida en que considera que nuestra relación primaria con nosotros mismos y con el mundo no es intelectual o teórica ni captable mediante teorías, y que nuestra práctica no procede etiológicamente de una representación racional previa ni se legitima ante una (supuesta) razón abstracta—. Sería, por tanto, paradójico construir un sistema socio-político racional conservador cuando lo que el conservadurismo cuestiona es la legitimidad de cualquier sistema que se establezca sobre dichas bases —sobre algo que sea una forma de ver y no una forma de hacer por nuestra parte—, y con independencia de cuál sea su contenido.
Sin embargo, al conservadurismo temprano, por ejemplo, de Burke y de Maistre le estaba abierta la posibilidad de establecer comparaciones. Y, por ello, de contrastar los efectos destructivos de las ideas ilustradas (plasmadas en la revolución francesa y sus consecuencias) con las instituciones y los productos culturales todavía vivos del Antiguo Régimen, y de emplear un lenguaje inscrito en devociones y formas de vida ancestrales, que apelaba directamente a la experiencia del oyente. Por contraste, lo que caracteriza al conservadurismo tardío de los siglos XX y XXI es la ausencia de instituciones tradicionales que puedan conservarse (lo que daría una dirección positiva inmediata al conservadurismo) y, sobre todo, la ausencia de un lenguaje mítico, religioso y sustantivamente ético que lo haga expresable e inteligible. La consecuencia es que el conservadurismo crepuscular se transforma en una filosofía de resistencia cultural exclusivamente personal y se agota en una actividad crítica nihilista y obsesiva, sangrante y desesperada, angustiosa, sombría, aterradora y profética, pero también inútil, en la que el filósofo malgasta gran parte de su energía en “superar la fricción de nuestras resistencias” (Wittgenstein, 2006, p. 6).
De acuerdo con la anterior imagen, si a Wittgenstein únicamente le queda un paisaje desprovisto de edificios humanos que puedan orientarle, también es verdad que no se trata de un paisaje indiferenciado, y que, educando la vista, uno puede descubrir señales naturales y marcas de reconocimiento que, en ausencia de una comunidad cultural dada, permitan recuperar un horizonte que históricamente (aunque no humanamente) ha desaparecido y que carece de símbolos articulados vivos. Wittgenstein dota así al conservadurismo de un anclaje, no en hechos, sino en la acción humana y en lo ordinario, un anclaje que le otorga significatividad y dirección.
Se trata, por una parte, de reavivar la experiencia íntima del oyente, redescubriendo el carácter ceremonioso, ritual, de asombro y de angustia, de pecado, esperanza y tormento, de nuestra forma inmediata de estar en el mundo y de nuestras acciones intencionales. Pero se trata también de denunciar el purismo epistemológico y el proyecto reconstructivo de las filosofías representacionistas modernas, y de reemplazarlo por un proyecto transcendental y constitutivista donde el filósofo, lejos de construir hipótesis teóricas, hace explícito el orden inherente (que es también su condición de posibilidad) a la actividad humana ordinaria. La segunda filosofía de Wittgenstein pone de manifiesto, negativamente, que ni es posible reconstruir el mundo humano a partir de (hipotéticos) ‘datos’ epistémicamente privilegiados ni esos ‘datos’, que el escepticismo radical deslegitima racionalmente, poseen privilegio cognitivo alguno; y, positivamente, que la noción de racionalidad es interna a nuestras actividades mismas, de modo que ni pensar yhacer son dos actividades categorialmente independientes ni podría existir representación alguna sin direccionalidad práctica. Las reglas que dirigen y constituyen la acción humana son internas a la acción misma. Sería imposible tanto construir un lenguaje humano a partir de una tabula rasa como inculcar un sistema normativo a quien careciese de él. De hecho, sin dicho suelo normativo no podríamos reconocer como racional a quien nos confronta. En cualquier caso, lo realmente relevante es que el único lugar desde el que podemos pensar es el lugar en el que ya nos encontramos (la agencia humana), y que traer a la luz los elementos que constituyen nuestras prácticas es muy diferente a construir una teoría, pues las teorías no pueden legitimar a aquello sin lo cual no serían tan siquiera posibles. Tal como Wittgenstein escribió:
No estoy interesado en erigir un edificio, sino en obtener una visión perspicua de los fundamentos de todo edificio posible.
Por eso, mi meta es muy diferente a la de los científicos, igual que mis pensamientos son de una índole muy diferente a la de los suyos. (Wittgenstein, 2006, p. 9)
La civilización moderna teje una red de relatos y de superestructuras teóricas (y pseudo-éticas) cada vez más disociadas del desarrollo orgánico de la vida humana, y de su tendencia a expresarse en instituciones que, más que productos artificiales sobreimpuestos desde el gabinete alucinatorio del ideólogo y del ingeniero social, son codificaciones de lo tácito, recordatorios de nuestro desarrollo. Esto crea una escisión cada vez mayor entre lo consciente y lo subconsciente, entre la vida y el lenguaje, entre la realidad y la apariencia, entre las élites y las comunidades, entre el invernadero de la academia y de lo políticamente correcto y la dimensión humana más real e íntima. Dicha escisión genera una tensión tan insoportable que la superestructura ficticia amenaza con desmoronarse.
Hay algo en la ciencia, algo vinculado a su naturaleza, a su divorcio de la textura de la vida, con toda su oscuridad y su luz, que hace imposible a quien es prisionero de la imagen científica del universo ser capaz de percibir, y, por tanto, de adaptarse a los hechos mismos —y que lo condena a la auto-alienación. En un comentario iluminador, George Steiner (1988) alabó la agudeza profética que en los albores del mundo tecno-científico demostró Joseph de Maistre, quien, como Casandra, hizo visible la oscuridad de un mundo (el nuestro) todavía por venir. Lo que hace Wittgenstein, ya en ese mundo, es mantener viva una luz que, aunque invisible para los habitantes de la caverna, ha de guiar, en lo más profundo de la oscuridad de la noche, a quienes lleguen con el amanecer.
Referencias
Andaluz Romanillos, A. (2006). Realización de la libertad y sentimiento de lo bello en Kant. Cuadernos salmantinos de filosofía, 33, 231-268, https://doi.org/10.36576/summa.30297
Cometti, J-P. (2000). Architecture and Philosophy: Wittgenstein’s House in the Light of Ethical Concerns. En J. Bakacsy, A. V. Munch y A.-L. Sommer (Eds.), Architecture, Language, Critique. Around Paul Engelmann (pp. 128-146). Rodopi.
Engelmann, P. (1967). Letters from Ludwig Wittgenstein with a Memoir. Blackwell Publishing.
Kant, I. (2008). Critique of Judgement. (J. C. Meredith, trad.). Oxford University Press [original publicado en 1790].
Kenny, A. (1982). Wittgenstein on the Nature of Philosophy. En B. McGuinness (Ed.), Wittgenstein and His Times (pp. 1-26). Thoemmes Press.
Last, N. (2008). Wittgenstein’s House. Language, Space, and Architecture. Fordham University Press.
Leitner, B. (1995). The Architecture of Ludwig Wittgenstein. Academy Group, Ltd.
Lennard, S. H. C. (1983). Architecture as Autobiography: The Meaning of Wittgenstein’s Architecture. The Humanist, 83, 25-32.
Loos, A. (1995a). Ornament and Crime. En A. Opel (Ed., y trad.), Ornament and Crime: Selected Essays (pp. 167-176). Ariadne Press [original publicado en 1908].
Loos, A. (1995b). Architecture. En A. Opel y D. Opel (Eds. y trads.), On Architecture (pp. 75-84). Ariadne Press [original publicado en 1910].
Mannheim, K. (1952). Essays on the Sociology of Knowledge. En P. Kecskemeti (Ed.). Oxford University Press.
Nyíri, J. C. (1982). Wittgenstein’s Later Work in Relation to Conservatism. En B. McGuinness (Ed.), Wittgenstein and his Times (pp. 44-68). Thoemmes Press.
Paden, R. (2007). Mysticism and Architecture. Wittgenstein and the Meanings of the Palais Stonborough. Lexington Books.
Schopenhauer, A. (2010). The World as Will and Representation, volume I. (C. Janaway, trad.). Cambridge University Press [original publicado en 1819].
Sextus Empiricus (2005). Against the Logicians. (R. Bett, trad.). Cambridge University Press.
Shklar, J. (1957). After Utopia: The Decline of Political Faith. Princeton University Press.
Steiner, G. (1988). Darkness Visible. London Review of Books, 10(21). https://www.lrb.co.uk/the-paper/v10/n21/george-steiner/darkness-visible
Wittgenstein, L. (1995). Tractatus Logico-Philosophicus. (D. F. Pears y B. F. McGuinness, trads.). Routledge [original publicado en 1922].
Wittgenstein, L. (2001). Philosophical Investigations. Blackwell Publishing [original publicado en 1953].
Wittgenstein, L. (2006). Culture and Value. En G. H. von Wright (Comp.). Blackwell Publishing [original publicado en 1977].
Wittgenstein, L. (2007). Zettel. En G. E. M. Anscombe y G. H. von Wright (Comps.). Blackwell Publishing [original publicado en 1967].
Notas
Nótese, en cualquier caso, que el Tractatus mismo, y, a fortiori, la Haus Wittgenstein en cuanto que expresión del Tractatus, ya incluye en sí mismo la dirección terapéutica hacia su negación, como precisamente sugiere el hecho de que Wittgenstein recoja de los pirrónicos la imagen de la escalera, y además en un momento crucial del texto (6.54). En este sentido, podría decirse que, por lo menos virtualmente, el primer Wittgenstein contiene la sombra del segundo; y, por tanto, que no hay ruptura en lo que se refiere a la finalidad de su proyecto filosófico entre el Wittgenstein temprano y el tardío (aunque sí lo hay, tal como se desarrollará, respecto a los instrumentos adecuados para su apta realización).
Notas de autor
Español. Doctor de la Universidad Pontificia de Salamanca, España. Profesor Ayudante Doctor de la Universidad de La Laguna, España.
Información adicional
Formad de citar (APA): Gómez-Alonso, M. (2021).
Wittgenstein: filosofía y arquitectura como disciplinas éticas. Revista
Filosofía UIS, 20(2). https://doi.org/10.18273/revfil.v20n2-2021002