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La emergencia de una escuela filosófica nietzscheana en la España del tardofranquismo. Una lectura sociofilosófica
THE RISE OF A NIETZSCHEAN PHILOSOPHICAL SCHOOL IN LATE-FRANCOIST SPAIN. A SOCIOPHILOSOPHICAL READING
Revista Filosofía UIS, vol.. 15, núm. 1, 2016
Universidad Industrial de Santander

Artículos

Revista Filosofía UIS
Universidad Industrial de Santander, Colombia
ISSN: 1692-2484
ISSN-e: 2145-8529
Periodicidad: Semestral
vol. 15, núm. 1, 2016

Recepción: 09 Marzo 2016

Aprobación: 25 Abril 2016

Resumen: en este artículo se estudia, utilizando el método de la sociología de la filosofía, la formación de una escuela nietzscheana en España, entre el final del franquismo y la Transición democrática. Se analiza la recepción de la obra de Nietzsche en ese periodo y la influencia francesa en el nietzscheanismo español. Se exploran también las condiciones sociales de posibilidad de esta escuela, viéndola como una bohemia.

Palabras clave: filosofía española, recepción de Nietzsche, sociología de la filosofía, nietzscheanismo español.

Abstract: In this paper, using the sociophilosophical method, we study the formation of a Nietzschean school in Spain, between the end of Francoism and the democratic Transition. The reception of Nietzsche’s work in that period and the French influence in the Spanish Nietzscheanism are analyzed. Finally, we explore the social conditions of possibility of this school, seeing it as an intellectual bohemian.

Keywords: Spanish Philosophy, Nietzsche’s reception, sociology of philosophy, Spanish nietzscheanism.

1. La presencia de Nietzsche en la cultura filosófica del franquismo

A la altura de 1966, cuando la dictadura del General Franco acababa de celebrar sus veinticinco años de vigencia y los signos de creciente oposición al régimen eran evidentes, nadie podía esperarse en el mundo intelectual español, la resurrección del interés por Nietzsche.

Los escritores de la Generación del 98, el propio Ortega y Gasset e incluso las vanguardias artísticas de la Generación del 27, se habían interesado a fondo por la obra del solitario de Sils-Maria (Sobejano, 2004). Esa recuperación, iniciada en la coyuntura finisecular, se emplazaba en el contexto de una crisis de la racionalidad positivista y liberal, que alcanzaba al conjunto de la cultura occidental.

Sin embargo, en el mundo filosófico del franquismo, dividido desde muy pronto entre un polo falangista zubiriano y un polo integrista y escolástico, la presencia de Nietzsche era muy poco relevante. En este último sector se le negaba la condición de filósofo; las obras de Nietzsche pertenecían al ámbito exclusivo de la creación literaria, o bien se le acusaba de promover un biologicismo ateo. Por su parte, los pensadores del polo falangista, como el joven Laín Entralgo o Montero Díaz, reivindicaban a Nietzsche como ideólogo prefascista, conectando así con una herencia intelectual (Giménez Caballero, Ledesma Ramos), anterior a la Guerra Civil (Sobejano, 2004, pp. 650-663 y Rodríguez Puértolas, 2008, pp. 117, 221, 492, 670 y 1077). Esta misma presentación de Nietzsche, pero con una intención peyorativa, como filósofo irracionalista y legitimador del fascismo, tendía también a prevalecer en la intelectualidad antifranquista de la década de los sesenta y primeros setenta.

En medio de este escenario, y casi de forma simultánea, surgieron en España desde la segunda mitad de la década de los años sesenta, dos nuevas recuperaciones del legado nietzscheano. La primera tuvo un eco más débil, casi limitado al mundo de los especialistas. Principalmente desde Barcelona, comenzó a gestarse una recepción académica y erudita del filósofo alemán. La iniciativa partía de algunos estudiosos que, desde sectores próximos al cristianismo progresista, abierto a la renovación promovida por el Concilio Vaticano II, estaban decididos a profundizar el diálogo con las tradiciones seculares e incluso ateas del pensamiento occidental.

Esta tentativa de poner al día la filosofía oficial, colonizada por la escolástica tomista, se concretó en la fundación de Aporía. Revista de Actualidad Filosófica, en 1964, y también en la celebración de unas jornadas (las “Convivencias de Filósofos Jóvenes”, iniciadas en 1963) que tendrían un prolongado porvenir; en ambos enclaves, estos redescubridores de Nietzsche, como Andrés Sánchez Pascual (n. 1936), Luis Jiménez Moreno (1929-2007) y Alfonso Álvarez Bolado (1928-2013), desempeñaron un papel destacado (Vázquez, 2011a, pp. 47-48). El primero tradujo la obra del filósofo alemán para Alianza Editorial; el segundo la enfocó desde la perspectiva de la antropología filosófica; el tercero la interpretó en el marco de la historia de la metafísica.

2. De la recepción erudita a la adaptación creativa: un Nietzsche a la francesa

Esta recuperación erudita fue realizada por profesores de filosofía nacidos entre el final de los años veinte y la década siguiente. Sin embargo, la adaptación creativa, que daría lugar a una alternativa “lúdica” o neonietzscheana en el panorama filosófico español, fue protagonizada en general por pensadores más jóvenes, de una unidad generacional posterior. Nacidos mayoritariamente en la década de 1940, lo que acogían a través de la referencia a la obra de Nietzsche, eran en realidad los usos e interpretaciones de la misma que se estaban produciendo entonces en el universo filosófico francés. Nos ocuparemos de explorar los lineamientos generales de esta “escuela” (Moreno Pestaña, 2010; Moreno Pestaña, 2011), sintetizando algunas exploraciones nuestras sobre el asunto, realizadas con anterioridad, utilizando para ello las herramientas de la sociología de la filosofía o del también denominado análisis “sociofilosófico” (Kusch, 1995 y 2000; Collins, 2004 y 2005; Pinto, 2007 y 2009). Finalmente, trataremos de evaluar en qué medida las contribuciones de la mencionada escuela supusieron o no una “revolución simbólica” dentro del campo filosófico español.

Respecto a las lecturas francesas de Nietzsche, se trataba, no sólo de una proliferación de exégesis, preludiadas por la que Bataille publicó en 1945 y continuadas con las de Deleuze (1962) y Klossowski (1969), a la que se sumó el Colloque de Royaumont de 1964, cuyas actas se editaron en 1967, contando con la participación de los dos últimos citados y también de Michel Foucault (Pinto, 1995, pp. 121-197, Le Rider, 1999, pp.153-217). Lo principal era la utilización del corpus nietzscheano en los proyectos creativos de estos autores, a los que se añadirían los nombres de Cioran, Rosset, Derrida y Blanchot. Eugenio Trías (1942- 2013) y Fernando Savater (n. 1947), dos de los filósofos más relevantes de este grupo de jóvenes nietzscheanos, intervinieron decisivamente en la difusión de esos pensadores franceses, a través de su labor en editoriales como Taurus, Seix Barral y Anagrama.

En este caso no se trataba de fijar, con erudición filológica, el corpus nietzscheano, ni de interpretarlo con arreglo al uso universitario del comentario de textos. Se pretendía más bien elaborar una obra filosófica original, teniendo al legado nietzscheano descifrado a la francesa, como punta de lanza de una experiencia nutrida también por otros pensadores que cuestionaban también el tronco logocéntrico de la cultura occidental (Vázquez García, 2011b). Esta posición neonietzscheana se presentaba, en plena ebullición contestataria del tardofranquismo, con una mirada estrábica, filosófica pero también política, estética e incluso emocional.

En lo teórico, pretendía abrir una nueva posibilidad dentro del menú “moderno”, alternativo a una filosofía oficial dominada por la escolástica medievalizante. En esa panoplia destacaba por un lado el análisis lógico-lingüístico de filiación anglosajona y por otro la dialéctica marxista. En lo político, los jóvenes nietzscheanos representaban el rebasamiento, por la izquierda, de la oposición que encarnaban los comunistas, de ahí la proximidad de aquellos a la rebeldía ácrata. En lo estético, estos filósofos se mostraban con las maneras de una bohemia vanguardista, manteniendo una actitud sarcástica, a la vez, con el folclorismo predominante en el arte oficial, y con el realismo social defendido por los críticos y artistas de izquierdas. En general, defendían una suerte de sublimación formal, al modo de la finalidad sin fin propia del juego, de contenidos y materiales innobles, poniendo en el mismo plano los textos de Kant y los cómics de Mafalda, o incorporando en la filosofía la reflexión sobre el vino, los toros o el cine de Alfred Hitchcock. En los afectos, esta bohemia recusaba encarnizadamente el pathos burocrático de la filosofía universitaria, ya fuera en la versión retro encarnada por el cura escolástico o en la moderna representada por el profesor analítico. Pero repelía también la sensiblería atormentada del existencialismo o del humanismo cristiano, con sus énfasis en la angustia, la autenticidad y la esperanza. Los nuevos filósofos “lúdicos” se inclinaban en cambio por una cierta jovialidad en la destrucción de los ídolos encumbrados por el logocentrismo, ya fuera Dios, el proletariado, el progreso científico o el “hombre de carne y hueso”.

Esta vanguardia nietzscheana no nació de una pieza. Se fue componiendo gradualmente a partir de dos focos principales. El primero se constituyó entre Madrid y París por los discípulos del carismático Agustín García Calvo (1926-2012) (Lázaro, 2013), que fue expulsado de su cátedra de Lenguas Clásicas en 1965 por dar apoyo a las protestas estudiantiles contra el régimen. Fernando Savater, Javier Echeverría, Mary Sol de Mora y Víctor Gómez Pin conformaron este grupo. El segundo foco tomó forma en Barcelona y lo formaron dos jóvenes profesores, Xavier Rubert de Ventós y Eugenio Trías, que en los años finales de la década de 1960, debatían de filosofía en las tertulias que se celebraban en casa de Josep Calsamiglia (1913-1982). Este había pertenecido a la denominada “escuela de Barcelona”, siendo discípulo de Joaquim Xirau antes de la Guerra; las autoridades franquistas le impidieron enseñar.

Estos jóvenes, bien conectados con el mundo editorial y periodístico, gracias a un importante capital social de origen familiar, pasaron de los cenáculos privados y de las tertulias en cafés y cervecerías a publicar, desde finales de los años sesenta, en periódicos como Triunfo, Diario de Barcelona, Diario Madrid y Tele-Exprés. Los grupos madrileño y barcelonés entraron en contacto, y al núcleo original se fueron añadiendo nuevos nombres: Javier Fernández de Castro, Antonio Escohotado, Félix de Azúa, Ferrán Lobo, Tomás Pollán. El resultado de este encuentro, en 1975, fueron Los Cuadernos de la Gaya Ciencia, una publicación de corta vida. Unos años más tarde, la vanguardia llegaría incluso a cobrar forma institucional; se fundaron el Col.legi de Filosofia de Barcelona (1976) y posteriormente la Facultad de Filosofía de Zorroaga (1978).

El elenco de pensadores se seguía ampliando con nuevas incorporaciones, aunque también existían renuncias y distanciamientos. Intelectuales como Eduardo Subirats, Josep Ramoneda, Rafael Argullol, Josep Sarret, Jordi Llovet o Miguel Morey transitaron en algún momento por esa red (Vázquez García, 2009, pp. 263-313).

3. Las condiciones sociales de una bohemia

A menudo ha tendido a explicarse la aparición de un complejo generacional de “filósofos jóvenes” entre el tardofranquismo y la Transición, recurriendo a la oposición entre epigonismo y tradicionalismo. La generación joven, incluidos aquí los nietzscheanos nacidos en torno a 1940-1950, se caracterizaría por el olvido de la propia herencia filosófica, empezando por el orteguismo, y por la importación entusiasta de corrientes intelectuales foráneas, de última hornada (Bolado, 2001 y 2005). En el caso de los nietzscheanos, la atención se concentraría sobre todo en las obras de los postestructuralistas franceses (Foucault, Derrida, Deleuze, Lyotard) y de lo que entonces se denominó “pensamiento negativo”, con una nutrida pléyade de representantes, también en el país galo (Bataille, Klossowski, Cioran, Clèment Rosset).

Esta división, sin embargo, entre importadores de modas foráneas y conservadores de la tradición propia, nos parece insuficiente. En efecto, la importación se efectúa siempre desde interrogantes abiertos por la tradición que la acoge, e implica reacomodar la tradición receptora, aunque esta permanezca impensada para los que realizan esa importación. Por otro lado, la recuperación o continuación de una tradición determinada, se hace siempre desde los problemas abiertos por un presente en mudanza constante, de modo que la continuidad siempre queda interrumpida o alterada en alguna medida.

Por eso, a la hora de analizar sociológicamente las obras y los productores de la “filosofía lúdica” española, nos parece más fructífera la distinción establecida por Pierre Bourdieu, entre “bohemia” y “academia” (1997, pp. 88-93). El neonietzscheanismo español adquiere carta de identidad oponiéndose al estilo de la filosofía académica, cuyos rituales se convierten en objeto de irrisión.

¿Cómo pudo surgir una bohemia vanguardista, de querencias nietzscheanas, en ese escenario tan gris que componía la filosofía universitaria en la España de 1970? Para entender este acontecimiento se hace necesario poner en relación las alteraciones que estaban teniendo lugar en otros mundos sociales conectados, en especial el campo escolar, el campo político y el campo editorial. Explorando el cortocircuito de estos tres grupos de transformaciones, el encuentro de estas series independientes, se hace más inteligible la irrupción de los nietzscheanos (Vázquez, 2014, pp. 151-156).

En el terreno de la demografía escolar, los cambios fueron impulsados por el extraordinario incremento acaecido en la demanda de estudios universitarios, entre la segunda mitad de la década de 1960 y los primeros años de la siguiente. Esta dinámica estaba ligada a los cambios inducidos por el desarrollismo económico en el mercado laboral. El crecimiento urbano, la expansión del sistema administrativo, de la industria y del sector servicios, requería unos cuadros de gestión, técnicos y profesionales, que contaran con estudios superiores. Las nuevas clases medias encontraban en la universidad un instrumento crucial de movilidad social.

Los hijos de estas clases emergentes ingresaban en las universidades, pero se concentraban sobre todo, no en las facultades tradicionalmente “dominantes”, como Medicina o Derecho, ni en las escuelas técnicas superiores, sino que lo hacían, por una parte en las facultades subordinadas desde la perspectiva del poder temporal (Ciencias, Filosofía y Letras), y por otra en las nuevas titulaciones emergentes (Ciencias Económicas y Políticas, Psicología y Biología). La demanda desbordó al sistema educativo.

La universidad respondió con la contratación masiva de profesores jóvenes y no numerarios. Se formó entonces una suerte de proletariado intelectual, con salarios bajos, escasas perspectivas de hacer carrera (la escasa financiación hacía que la oferta de plazas fijas fuera muy limitada), una intensa carga laboral y recursos académicos escasos (debido a la urgencia de contratar en masa). A finales de la década de 1970, estos docentes no numerarios llegaron a constituir hasta el 80 % del profesorado universitario. Sometidos a unas condiciones económicas muy precarias, subordinados al arbitrio de los catedráticos, y urgidos a preparar la tesis doctoral, estos profesores veían alejarse definitivamente su acceso a un puesto laboral estable. Las perspectivas de promoción se habían roto.

Esa misma ruptura afectó también a los estudiantes, al menos desde finales de los años sesenta, aunque siguiendo un ritmo más gradual. El mercado laboral, pese a la considerable demanda de puestos docentes en la enseñanza pública y privada, donde los salarios tendieron a ascender, empezó a verse saturado con la presencia de licenciados de difícil colocación y obligados desde entonces a encuadrarse cada vez más en ocupaciones a menudo precarias y situadas muy por debajo del horizonte esperado por sus familias.

La convergencia de ambas frustraciones, la de los profesores no numerarios por la quiebra de las expectativas de carrera y la de los estudiantes por la devaluación de títulos y el probable freno de la promoción social, contribuyó sin duda a intensificar y radicalizar la movilización estudiantil desde la segunda mitad de la década de los 60, destruyendo las pretensiones de despolitización y legitimación modernizadora introducidas por la Ley de Villar Palasí (1970) y acrecentando, tanto en el alumnado como en el profesorado de rango inferior, las disposiciones antiinstitucionales.

En el terreno cultural, esta expansión del estudiantado universitario ayudó a constituir una esfera social independiente para la cultura joven, emancipada del control familiar y religioso, donde el ocio y las relaciones sexuales no convencionales tenían un protagonismo crucial. En el campo político de la contestación universitaria ese fermento antiinstitucional reforzó, en muchos casos, los recelos contra la centralización y el burocratismo del PCE —que desde la insurgencia estudiantil de 1956 había liderado el movimiento antifranquista— dando lugar, en la coyuntura de 1968 —con las referencias del mayo francés y de la primavera de Praga— a una eclosión fragmentada de grupúsculos (ácratas, troskistas, maoístas, espartaquistas, libertarios) situados a la izquierda del partido comunista y con una fuerte impronta contracultural.

Los nuevos minipartidos constituidos en estas condiciones —Savater, Mary Sol de Mora y Echeverría estuvieron vinculados, de modo informal y según cronologías distintas, a sectores ácratas; Trías, Ramoneda y Félix de Azúa (este pasó antes por el FLP) militaron en la sección estudiantil de Bandera Roja, Rubert de Ventós transitó por una facción a la izquierda del PSUC— cuestionaban las limitaciones del proyecto emancipatorio avalado por el PCE, especialmente tras la crisis que supusieron el claudinismo y posteriormente la interrupción soviética de la experiencia checoeslovaca. Desde la izquierda clásica, encarnada por el PCE y el PSUC, se identificaba la opresión con la explotación económica, pensando que con la conquista del Estado y la transformación de las relaciones de producción sobrevendría el trastocamiento de “todo lo demás” (Trías, 1971, pp. 164-65). Frente a esta limitación, había que pasar del análisis de la explotación del hombre por el hombre a la crítica de la “explotación del cuerpo por el cuerpo” (153). En un contexto internacional marcado por las revueltas del 68, los pequeños partidos de la extrema izquierda española, haciéndose eco de los nuevos estilos de vida que se abrían paso en el mundo juvenil, pretendían proyectar la contestación revolucionaria en todas las vertientes de la existencia cotidiana: familia, sexualidad, consumo, creación artística, dominación masculina, escuela, psiquiatría, prisión. El postergado horizonte utópico invocado por los comunistas era reemplazado por una suerte de paradise now auspiciado por un permanente estado de revuelta y experimentación. En este escenario se emplaza la sustitución de una insuficiente crítica social e ideológica, asociada en último término al desenmascaramiento de los procesos de apropiación de la plusvalía en la producción material, por una “crítica artista” (Boltanski y Chiapello, 1999, pp. 244-249) de la cultura hipertrofiada que vivimos y que funciona limitando las posibilidades de vida, impidiendo su ampliación y enriquecimiento.

Por último, en el universo editorial se conoce una época de expansión en el consumo del género ensayístico. Este había comenzado a partir de 1966, con la Ley de Prensa que eliminaba la censura previa, proyectándose en un público universitario cada vez más numeroso y políticamente más movilizado y radicalizado. Junto a las casas de edición más vinculadas al progresismo católico (Nova Terra, Laia, Estela, Fontanella y en cierto modo EDICUSA) o a la izquierda comunista (Grijalbo, Siglo XXI, Ciencia Nueva), aparecieron nuevas empresas editoriales más abiertas a la izquierda alternativa y a los movimientos contraculturales (Anagrama, Lumen, Tusquets, Kairós). Por último, otras casas más consolidadas, daban cada vez más cancha en sus colecciones a este ensayismo postmarxista (Taurus editando a Nietzsche, a Bataille y a los autores de la escuela de Frankfurt o Seix Barral publicando textos de Deleuze y Marcuse) (Rojas Claros, 2006). Estos desplazamientos en el campo editorial se reproducían en el boyante campo de las revistas políticas minoritarias. Aquí, junto a las publicaciones próximas a la izquierda comunista (Nuestra Bandera, Argumentos, El Cárabo, Materiales, Nous Horitzons, Ruedo Ibérico) y socialista (Sistema, Taula de Canvi, Leviatán) o a las que fluctuaban entre estas dos regiones (Cuadernos para el Diálogo, Zona Abierta), emergía todo un territorio de revistas de signo libertario o de izquierda alternativa (El Viejo Topo, Ajoblanco, Ozono, Negaciones); algunas, ligadas en origen a un progresismo de corte más clásico, daban cada vez más cabida al nuevo izquierdismo artístico y contracultural (Triunfo) (Pecourt, 2008). En ambos casos se constata el intento de responder a la ampliación del público lector yendo a la conquista de la nueva generación de jóvenes contestatarios. La aparición del “neonietzscheanismo” en la escena filosófica española es incomprensible sin tener en cuenta estos cambios producidos a la vez en el campo escolar, político y editorial.

4. Insiders y Outsiders en el campo filosófico español del tardofranquismo

¿Qué incidencia tuvieron estos cambios de la demografía escolar, de los consumos culturales y finalmente de la propia esfera política, sobre el campo filosófico profesional del tardofranquismo? Para entender el impacto del crecimiento de la población estudiantil en este ámbito, es necesario tener en cuenta la estructura polar que escindía el microcosmos de la filosofía licenciada, al menos desde finales de la década de los cincuenta (Vázquez, 2014, pp. 153-156).

Las secciones de filosofía de las Universidades centrales de Madrid y Barcelona, el Instituto Luis Vives del CSIC y los centros de educación superior bajo tutela eclesiástica —como la Universidad Pontificia de Salamanca, la de Comillas o posteriormente la Universidad de Navarra— que dominaban en la vertiente temporal (académica) de la institución filosófica, promovían un tipo de carrera y de perfil de filósofo que se ajustan bien al modelo del insider [2].

Con un origen social relativamente modesto y a menudo de procedencia rural, estos “oblatos” del mundo académico solían ser alumnos aplicados y con expediente académico ejemplar. Para la confección de sus tesinas y tesis doctorales, optaban por temas y autores de un canon ortodoxo que, a partir de la década de los sesenta, se amplió incorporando a los clásicos modernos y contemporáneos (Kant, idealismo alemán, Husserl, Heidegger). Por otro lado era frecuente en estos insiders la estancia de estudios en Alemania, en particular gracias a una beca del Instituto Luis Vives, y el paso por un centro de bachillerato tras ganar las correspondientes oposiciones a cátedra. En general estos insiders accedían pronto al funcionariado universitario, ocupaban cargos en la institución y solían caracterizarse por una producción de corte erudito o destinada al mercado escolar (manuales de filosofía para el bachillerato y la universidad, antologías de textos, etc. Frecuentaban raramente los medios de comunicación y las revistas intelectuales, se conducían de forma más convencional en la vida privada y publicaban en revistas profesionales y especializadas y en colecciones editoriales de proyección académica (como la “biblioteca hispánica de filosofía” en Gredos). Su respaldo simbólico lo constituía principalmente el conocimiento técnico de la Historia de la Filosofía, acompañado a veces de una familiaridad importante con los estudios teológicos.

El otro polo englobaba un tipo de docencia filosófica realizada fuera de las secciones de filosofía (y cuando tenía lugar en éstas, impartida en disciplinas jerárquicamente subordinadas, como Ética y Sociología, Estética o Psicología) e incluso al margen del espacio universitario. Esta práctica de la filosofía se concentraba en una red intelectual con fuerte presencia de orteguianos católicos y de falangistas zubirianos en vías de evolución ideológica hacia la izquierda, en un universo institucional que iba desde el Instituto de Humanidades y el Instituto de Estudios Políticos hasta la Sociedad de Estudios y Publicaciones, pasando por las asignaturas filosóficas presentes en las facultades de Derecho, Ciencias Políticas y Económicas, Filosofía y Letras (materias comunes) o la escuela de Arquitectura.

Aquí aparecían profesores con un formato diferente, de outsider: una procedencia social generalmente más elevada y de raíces urbanas; estilos de vida más transgresores y experimentales, cierta preparación en ciencias sociales o en lógica y metodología de la ciencia, o bien haciendo valer un importante capital artístico y literario; una trayectoria académica más irregular, mayor proximidad a los medios de comunicación y a las revistas intelectuales y una mayor proclividad hacia el ensayo e incluso hacia la creación literaria.

Esta procedencia es la que se constata en el grupo de los jóvenes neonietzscheanos, atendiendo a las ocupaciones paternas: arquitecto (Félix de Azúa), abogado de renombre (Trías), notario (Savater), diplomático (Escohotado), comerciante de vinos (Gómez Pin), terrateniente (Rubert de Ventós), ingeniero (Javier Fernández de Castro). Este origen se relaciona en la mayoría de los casos con una acumulación primitiva, familiar, de capital cultural de índole no escolar, transformado por ello en disposiciones profundamente incorporadas: la frecuentación de las artes plásticas, de la música o de la alta literatura. Tales recursos, convertidos en esquemas de percepción y apreciación, se proyectaban en un habitus filosófico muy alejado de las maneras académicas. El filósofo “lúdico” era un filósofo artista, con predominio de las inclinaciones literarias y con una producción en principio ajena al mundo universitario, que encontraba su lugar natural en editoriales de vocación vanguardista y en la esfera periodística. El acceso a estos espacios, en general vedados para el filósofo insider, requería contar con los necesarios “contactos”, es decir, disponer del necesario capital social que permitiera hacer carrera fuera de la academia. El origen familiar de los nietzscheanos, procedentes en general de una alta burguesía bien relacionada, hacía posible estas vocaciones que no requerían el paso por la beca de investigación y el Instituto de bachillerato.

El incremento en el número de los estudiantes universitarios favoreció especialmente a este sector de los profesores outsiders. Como se ha dicho, el aflujo se concentró en las titulaciones no filosóficas de Filosofía y Letras —un aumento del 18,33% en contraste con el 10,42 % de la sección de filosofía entre 1960-1970— y en licenciaturas de nueva planta como Ciencias Económicas y Políticas (disciplinas cuyo profesorado pasó del 2,5 % de todos los docentes universitarios, en 1944-45, al 14,1 % en 1969-70). El reclutamiento de los profesores de filosofía no numerarios en estos enclaves empezó a realizarse a partir de criterios que primaban la innovación, el vanguardismo y la formación híbrida antes que la acumulación de capital histórico-filosófico o el expediente intachable. Estas últimas propiedades, más raras en una coyuntura de demanda creciente de docentes, seguían encaminando a sus depositarios hacia las secciones más antiguas de filosofía, donde la especialización y la pureza filosóficas parecían seguir augurando una carrera académica de mayor prestigio. Las nuevas secciones de filosofía abiertas en España entre finales de los sesenta y primeros años setenta, como las de las Universidades Autónomas de Madrid y Barcelona y la de Valencia, se rigieron asimismo por la nueva pauta de reclutamiento de outsiders, propiciando lo que luego se ha bautizado como la “generación de los filósofos jóvenes”.

Ante la ruptura de expectativas en el logro de la carrera académica, estos aprendices de filósofos, como ya se ha comentado, se proyectaron en circuitos alternativos. Aquí se emplazaba un floreciente espectro de revistas intelectuales y de editoriales decididas a impulsar el género ensayístico. La masa creciente de estudiantes movilizados y descontentos, el proletariado pensante formado por los profesores de baja graduación y una militancia católica de base surgida de los trastocamientos del campo religioso propiciados tras el Concilio Vaticano II, suministraban un nuevo público para el consumo de literatura filosófica. Esta empezaba a considerarse como un ingrediente indispensable para la adquisición de una cultura política a la altura de los tiempos, de modo que el izquierdismo en estado práctico y ligado a las disposiciones antiinstitucionales (expresadas en una retórica sobre la “represión” y la negación de la “autoridad”) generadas por la ruptura de expectativas, podía convertirse y legitimarse en un izquierdismo teórico y docto de fuentes muy diversas (desde Marx, Lenin, Mao y Althusser, hasta Marcuse, Norman O. Brown, Alan W. Watts, Paul Goodman o Nietzsche). Se multiplicaron entonces los espacios informales de sociabilidad donde tenía lugar una iniciación filosófica cargada de efervescencia política: cineclubes, trastiendas de librerías, círculos privados de lectura, seminarios paralelos en casas particulares, en cervecerías o en locales parroquiales.

Entre finales de los sesenta y la primera mitad de la siguiente década, se constituyó un campo editorial alternativo cuya producción ensayística quedaba escindida en cuatro grandes grupos. En primer lugar, el polo ligado al cristianismo progresista (Edicusa, ZyX, Nova Terra, Edicions 62, Península, Estela luego convertida en Laia); en segundo lugar, un sector conformado por el marxismo científico (Ciencia Nueva, con la colección de libros de bolsillo “Cuadernos de Ciencia Nueva”, Ediciones Halcón, Equipo Editorial, Ricardo Aguilar, Ariel, con la colección “Ariel Quincenal”, dirigida por Manuel Sacristán, Siglo XXI de España, Grijalbo). En tercer lugar hay que mencionar las empresas editoriales con una presencia importante de la filosofía analítica (Tecnos, con las colecciones “Estructura y Función” y “Filosofía y Ensayo”, dirigidas respectivamente por Enrique Tierno Galván y Manuel Garrido, “Cuadernos de Teorema”, colección de libros de la revista con este nombre, dirigida por el último filósofo mencionado y Alianza Editorial, con la presencia activa de Javier Muguerza y Alfredo Deaño, vinculados a este sello por Javier Pradera). Por último, en el emplazamiento de lo que podríamos denominar el “izquierdismo cultural alternativo”, se situarían precisamente las producciones de lo que se denominó “neonietzscheanismo” (Taurus, que bajo la dirección de Jesús Aguirre fue desplazándose del cristianismo progresista hacia esta nueva posición de vanguardia; Seix Barral, en los años que prestó mayor atención al ensayo, con colecciones como la “Breve Biblioteca de Reforma”; Anagrama, con la colección de “Cuadernos Anagrama”, cuya sección filosófica llegó a dirigir Eugenio Trías; Kairós, dirigida por Salvador Pániker, La Gaya Ciencia, fundada por Rosa Regás).

¿Pero cómo se concretaron las estrategias de hibridación entre filosofía y literatura desplegadas por los jóvenes nietzscheanos? El concepto de “estrategias de hibridación de rol” ha sido acuñado por Martin Kusch (1995, p. 203) en su ya clásico trabajo sociofilosófico sobre la crítica al psicologismo en la filosofía alemana de las primeras décadas del siglo XX. La hibridación consiste en practicar la reflexión filosófica derivándola a partir de una disciplina extraña. Se contrapone a las estrategias de “purificación”, tendentes a marcar las fronteras entre la actividad filosófica y las demás disciplinas, presentando a la filosofía como una reflexión que se nutre de sí misma y fundamenta al resto de saberes sin derivarse de los mismos.

Pues bien, la fracción de los neonietzscheanos españoles hizo valer un tipo específico de competencia filosófica, apoyándose en estrategias de “hibridación de rol”. Por una parte, una hibridación primaria, dominante, con el mundo artístico, y especialmente con la literatura, introduciendo en la actividad filosófica la dinámica experimental y transgresora de las vanguardias. Por otro lado, una hibridación secundaria, subordinada, con ciertos ámbitos de las ciencias sociales, pero mostrando siempre, en este caso, la irreductibilidad y jerarquía de la creación filosófica respecto al empirismo de la investigación social. Es decir, en esta segunda variante se combina una restringida hibridación de rol con la cauta “vigilancia de fronteras”, rechazando el rebajamiento de la “pureza” filosófica al fango de las técnicas empíricas de análisis. Ahora bien, esta estrategia enunciativa compartida por los jóvenes nietzscheanos, ¿dio realmente lugar a un trastrocamiento del universo filosófico español, produjo una “revolución simbólica” en su interior?

5. Conclusión: una revolución simbólica truncada

Pierre Bourdieu (2013, pp. 13-14) ha definido la “revolución simbólica” como un cambio que “trastoca las estructuras cognitivas y a veces, en cierta medida, las estructuras sociales. Impone, en caso de tener éxito, nuevas estructuras cognitivas que, por el hecho de generalizarse y difundirse, habitan el conjunto de los sujetos de percepción dentro de un universo social”.

¿Introdujo el grupo neonietzscheano español una revolución simbólica en el campo filosófico? Tras la Guerra Civil, la filosofía oficial entronizada por los vencedores acabó aniquilando la norma filosófica avalada por el orteguismo[3]. Según este patrón cognitivo, hacer filosofía consistía en nutrir la reflexión de materias extrañas a la propia tradición encarnada por los textos filosóficos, apoyándose principalmente en las aportaciones de las ciencias empíricas. En el caso de Ortega, el saber de referencia lo constituían principalmente las ciencias históricas. Su teoría de las generaciones era una tentativa para reformar estas disciplinas. En ese cuadro, cuyo formato institucional lo encarnaba la Facultad de Humanidades defendida por Ortega, y no una Facultad de Filosofía, los textos filosóficos no componían un corpus específico, escindido del resto de las manifestaciones culturales, susceptible de análisis y comentario interno. Muy al contrario, Ortega y sus seguidores proponían una aproximación desacralizada y sociológica a esa tradición.

Ese prototipo de filósofo “híbrido” y maridado con las ciencias empíricas, desaparece con la norma de la filosofía instaurada por los vencedores de la Guerra Civil. El cambio no fue tan rápido como a veces se piensa. Diezmadas por el exilio las filas del orteguismo, su prestigio intelectual se mantuvo más allá de su derrota institucional. Hay que esperar a la plenitud de la década de los 50, tras el fallecimiento del filósofo, para constatar el triunfo intelectual de una norma escolástica en el campo filosófico español.

Surgida en las redes católicas del tomismo oficial, en oscuras celdas de dominicos o de franciscanos, se imponía una nueva forma de filósofo. Este era ante todo un lector, un comentador profesional de textos que conformaban una herencia autorreferencial, expresión de una verdad intemporal, desgajada del mundo histórico y de sus conflictos. La filosofía se convertía así en una tarea de exégesis, realizada al margen de las ciencias empíricas y de sus instrumentos metodológicos. El filósofo no se instruía ni tomaba sus herramientas de las disciplinas científicas; estas eran sólo objeto de una reflexión fundadora y hasta cierto punto policial (atenta a evitar “reduccionismos” y extrapolaciones), situada, de entrada, más allá de la propia actividad científica.

Esta norma escolástica, como sostiene Moreno Pestaña (2013, pp. 212-214), sobrevivió más allá de los tiempos revueltos del tardofranquismo y la Transición. La llamada “generación de los jóvenes filósofos” innovó en los contenidos, importando masivamente las más flamantes corrientes del pensamiento europeo contemporáneo, pero mantuvo intactas las formas, esto es, la norma. El filósofo seguía siendo un glosador de textos, descifrando o confrontando recíprocamente los monumentos de la tradición; a lo sumo ejercía de escoliasta, aunque su mirada no estaba ya regida por el guión tomista, sino por las maneras de la filosofía analítica, del marxismo gramsciano o lukacsiano o del esquizoanálisis deleuziano.

La bohemia luditrágica española no trastocó en absoluto estas estructuras cognitivas que pautaban la norma escolástica. Importó el estilo del neonietzscheanismo francés pero, como he tratado de ilustrar con el ejemplo de Eugenio Trías, esto se plasmó básicamente en una recodificación vanguardista del añejo comentario de textos.

El novum que supuso esta unidad generacional en el panorama filosófico español no procedió pues de una ruptura con el molde del filósofo-lector. Debe cifrarse más bien en el plano de la filosofía como estilo de vida. Estos hijos de clase acomodada, desafiaron los hábitos ascéticos del filósofo profesor, heredero de los seminaristas de los años cincuenta, y del filósofo militante, muy extendido en el antifranquismo de los sesenta y los setenta. Asumieron el principio rupturista de las vanguardias artísticas, plasmado en un estilo de bohemia vital y en el género del ensayo innovador. No faltó tampoco, entre ellos, la incursión en el terreno literario. Del ámbito de las vanguardias recogieron también cierta capacidad para detectar en materiales innobles, ordinarios, cotidianos, la posibilidad de producir figuras de alto rendimiento conceptual y especulativo (Becker, 2004, p. 47), un impulso que también estaba presente en Ortega.

En los primeros tiempos de la Transición, este estilo de “crítica artística”, popularizado a través de numerosas revistas alternativas y contraculturales de la época, desempeñó un papel simbólico no desdeñable en la legitimación de ciertos movimientos sociales de los años 70 y 80 (pacifismo, antimilitarismo, contestación carcelaria, antipsiquiatría, despenalización del consumo de drogas, reivindicaciones de gays y lesbianas, protestas antinucleares). Estas luchas parciales dejaban de integrarse en un metarrelato global (Mainer, 2008, p, 175), como el que había representado el marxismo. Desde la intelectualidad próxima al PSOE (José Luis Abellán, Elías Díaz, Ignacio Sotelo, Joaquín Leguina), esta modalidad de crítica, bien ejemplificada por el Savater de finales de los 70 y primeros 80, era descalificada como producto de un radicalismo “desencantado” (Muñoz Soro, 2011, pp. 49-53). Pero esa misma “crítica” radical, de corte estetizante, ajena a los análisis empíricos concretos, al instrumental utilizado por las ciencias humanas, proyectada en una modalidad bohemia del comentario de textos, impedía analizar la realidad social conflictiva en la que estaban inmersos los propios filósofos “lúdicos”.

Por esa razón, tras el triunfo del PSOE y la domesticación de la crítica gracias a una generosa política cultural basada en las subvenciones y el clientelismo (Mainer, 2008, pp. 175-176; Morán, 2014, pp. 657-678), los neonietzscheanos se encontraron completamente desarmados. Abandonaron el radicalismo antihumanista, hicieron apostasía de sus radicalismos afrancesados de juventud y se adaptaron, con más o menos vasallaje según las trayectorias (Vázquez García, 2009, p. 330), a la nueva doxa neoliberal (Boltanski, 2008) y neoconservadora. En unos casos optaron por ejercer de intelectuales universales, apelando al hedonismo o a un “humanismo” abstracto que, más allá de la crítica certera a los nacionalismos periféricos (Mainer, 2008, pp. 177-178), rehusaba involucrarse en la lucha concreta contra las desigualdades. En otros casos prefirieron replegarse para elaborar un del sistema propio, alejándose mundanal ruido e impulsando nuevas exégesis de su propia obra dentro de círculos iniciáticos restringidos. Aquí el humanismo abstracto dejaba su lugar a la gigantomaquia especulativa, interpretando los acontecimientos históricos (el 11-S, la presidencia de Obama, etc.) a partir de megaconceptos de gran formato (el “destino de Occidente”, “la deriva nihilista de la modernidad”, etc.). Otros, por último, se dejaron llevar por la corriente convirtiéndose, sin más, en entusiastas apologetas del libre mercadoφ

Referencias

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Notas

[1] Texto publicado en el marco del proyecto de I+D FFI2014-53792-R, dentro del grupo HUM-536.
[2] Se retoma aquí, modificándola, la distinción idealtípica entre filósofo insider y outsider utilizada por Gil Villegas, 1996, pp. 102-108
[3] Esta argumentación sobre la “norma de la filosofía” antes y después de la Guerra Civil, ha sido desarrollada por Moreno Pestaña en un trabajo fundamental, La norma de la filosofía. La configuración del patrón filosófico español tras la Guerra Civil (2013).

Notas de autor

[*] español. Catedrático de filosofía de la Universidad de Cádiz (España). Especialista en filosofía española y francesa contemporánea y en historia cultural de la sexualidad.
[**] Artículo de investigación.


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