Editorial
PRESENTACIÓN
Con motivo del XXIV centenario del nacimiento de Aristóteles, que se conmemora en 2016, se ha celebrado entre los días 23 y 28 de mayo, en Tesalónica, la antigua Estagira, un congreso internacional sobre su obra y figura, organizado por el Centro Internacional para los estudios sobre Aristóteles (DIKAM) de la Universidad Aristóteles de Tesalónica (AUTH), bajo los auspicios del Presidente de la República Helénica, con el apoyo de la Fédération Internationale des Sociétés de Philosophie (FISP), la Academia de Atenas y la Comisión Nacional Griega de la UNESCO. En este congreso mundial, que rememora los 2.400 años de Aristóteles, participaron 250 ponentes, procedentes de 40 países.
El día 2 de ese mismo mes de mayo, falleció el profesor argentino Osvaldo Guariglia. Era licenciado en letras clásicas por la Universidad de Buenos Aires (1965), con una tesis sobre el físico presocrático Anaximandro de Mileto, bajo la dirección de Eilhard Schlesinger. Obtuvo su título de doctor en Filosofía por la Universidad de Tübingen, en la República Federal de Alemania (1970), con una disertación sobre la concepción aristotélica de la teoría de los contrarios, en especial por contraste con la teoría platónica de los principios, tal como había sido reconstruida por su director, Konrad Gaiser.
Obsesionado con el Estagirita, especialmente con los temas fundamentales de la moral de la virtud, se ocupó de las cuestiones del método en la filosofía práctica, el estudio de las acciones, su racionalidad —silogismo práctico— y el tema del bien. Su enfoque de la ética aristotélica lo aborda desde la perspectiva de la ética contemporánea y, más concretamente, desde la sagaz visión que en la actualidad nos proporciona la controversia entre universalismo y comunitarismo. Desde el comienzo de su andadura, estuvo muy atento a la gran revolución que supuso para la fundamentación de la ética la publicación de Teoría de la justicia por John Rawls en 1971 y de los escritos de Jürgen Habermas consagrados a la estructuración de la teoría crítica de la Modernidad, que culminan en la Teoría de la acción comunicativa (1981).
Durante su intensa vida académica, Guariglia fue profesor titular de ética en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, profesor honorario de la Universidad Nacional de La Plata y director del Instituto de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires. Asimismo, fue también investigador principal del CONICET. Obtuvo la Beca Antorchas para académicos, varias ayudas de la Fundación Alexander von Humboldt en diferentes convocatorias, y el Primer premio nacional en Filosofía, International Studies in Philosophy y Cuadernos de Filosofía. Fue codirector de la Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía (EIAF), editada por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y la Editorial Trotta, cuyo último volumen 33/1 (coordinado junto a León Olivé y Reyes Mate), aparecido en 2015, lleva por título: Filosofía iberoamericana del siglo XX: Filosofía teórica e historia de la filosofía.
Como destacado docente universitario e investigador, sus notables contribuciones en el campo de la filosofía antigua, la ética y la filosofía política contemporánea se han plasmado en sus libros: Quellenkritische und Logische Untersuchungen Zur Gegensatzlehre des Aristoteles, Hildesheim: Georg Olms Verlag, 1978; Ideología, verdad y legitimación, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1993; Universalismus und Neuaristotelismus in der zeitgenössischen Ethik, Hildesheim: Georg Olms Verlag, 1995; Moralidad. Ética universalista y sujeto moral, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1996; La ética en Aristóteles o la moral de la virtud, Buenos Aires: Eudeba, 1997; Una ética para el siglo XXI. Ética y derechos humanos en un tiempo posmetafísico, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2002; En camino de una justicia global, Madrid: Marcial Pons, 2010, y Breviario de ética (junto a Graciela Vidiella), Buenos Aires: Edhasa, 2011.
Su dedicación al estudio de la filosofía práctica aristotélica arraiga en dos acontecimientos políticos y sociales que dirigen sus intereses, orientándolos hacia cuestiones de ética y de filosofía política: el golpe de Estado de 1976, que había derrocado al gobierno democrático en Argentina, y el movimiento intelectual de los estudiantes alemanes de la última década de los setenta, momento en el que descubre la primera Escuela de Frankfurt, la Dialéctica de la Ilustración de Theodor Adorno y Max Horkheimer, y la obra de Ernst Bloch. A partir de entonces, Guariglia no desvinculará su estudio de la ética aristotélica, en especial de su teoría de las virtudes, del contexto social e histórico en el que fue concebida y escrita.
Para este prefacio editorial, correspondiente al volumen 15, número 1, de la Revista Filosofía UIS, cuya línea temática principal se centra en la filosofía política y del derecho, regresaremos a la Política de Aristóteles, recordando la función esencial que Guariglia otorga a la razón en la ética, tratando de descubrir que existe al menos un concepción de la “buena vida”, la del “magnánimo”, articulada en torno a la vida de la virtud que, en nuestros días, resuena con enorme actualidad, pues nos presenta un ideal que nos resulta familiar, aunque distante.
Podemos pensar que el público al que va destinada la Política de Aristóteles sea el mismo que el de las Éticas. Ahora bien, podría incluso ser más amplio, conformado por aquellas personas interesadas en la política pero que no poseen necesariamente un profundo conocimiento científico. Richard Bodéüs (Le philosophe et la cité. Recherches sur les rapports entre morale et politique dans la pensée d’Aristote, Paris: Belles Lettres, 1982, p. 129-130) sostiene que este público lo integraría el legislador, pero no solo en el sentido de los grandes reformadores, como Solón o Clístenes, sino en el de todos aquellos que participan de la función legislativa en la ciudad, es decir, todos los ciudadanos varones de Atenas dotados de derechos políticos y, especialmente, aquellos que participan activamente en el consejo o ejerciendo funciones en las magistraturas.
Los principios propios de la Política podrían reducirse a ciertas proposiciones fundamentales: la ciudad constituye un todo natural, su objetivo es el bien y lo justo, y el bien supremo es la felicidad, tanto para la ciudad como para el individuo. En un pasaje célebre, Aristóteles señala que aquel que es incapaz de vivir en común con otros hombres o que no necesita nada de los otros, porque es autosuficiente, no puede formar parte de la ciudad, es “sin ciudad” (ápolis). Este individuo es un ser degradado, una bestia, o un ser superior al hombre, un dios (Pol. I 2, 1253a2-9). Por ello, Aristóteles indica que la noción de individuo (hékastos) excluye la pura individualidad, es decir, el individuo absoluto, y supone la anterioridad de la ciudad con respecto a él. La ausencia de integración de un individuo en una ciudad constituye el indicio de un hombre “ávido de guerra”, parecido “al peón aislado en el juego de damas”, ya que el hombre que se aparta de la ley y del derecho se convierte en el peor de los animales y, en lugar de utilizar las armas que la naturaleza le ofrece para ejercitar la prudencia (phrónesis) y la virtud, las emplea para fines opuestos, produciendo la injusticia más intolerable. De ahí la siguiente conclusión: “La justicia es una virtud política, ya que la justicia es el orden de la comunidad política, y la virtud de la la justicia es el discernimiento de lo justo” (1253a37-39).
Este vínculo entre la ciudad y la justicia marca la prolongación de la ética, acentuando el punto de vista jurídico de las leyes, sin perder de vista el estatuto ético de la justicia. En efecto, al mismo tiempo que reconoce que la ley y la ciudad son las garantes de los derechos, es decir, impiden injusticias y facilitan los intercambios, Aristóteles insiste en la necesidad de ir más allá del simple hecho de “vivir” en sociedad para “vivir bien”, es decir, ejercitar la felicidad de los ciudadanos, haciéndoles, en primer lugar, buenos y justos y, a continuación, capaces de alcanzar una autarquía y una vida perfecta, incluso capaces de llevar a cabo una vida en común según los principios de la philía (III 9, 1280b10-1282a2).
Sin embargo, el carácter específico de esta perspectiva no debe ocultar el hecho de que, para Aristóteles, la igualdad no concierne a todos los hombres, sino solamente a los ciudadanos, lo que quiere decir que la felicidad de los otros queda sometida a la de los ciudadanos, es decir, a aquellos que son solo susceptibles de aplicar la virtud plenamente, porque son los únicos en poder asumir responsabilidades en la ciudad. Esta limitación es esencial, ya que, al mismo tiempo que manifiesta los límites de la filosofía política aristotélica, elaborada de acuerdo con la situación social propia del mundo antiguo, explica, entre otros aspectos, la justificación de la esclavitud en su pensamiento y la exclusión de la mujer de las responsabilidades políticas.
Si el hombre es un animal político por naturaleza, no todos los hombres son ciudadanos, pues la calificación de “ciudadano” es más restringida que la de animal “político”. Aristóteles elabora la lista de individuos a los que la denominación de “ciudadano” no puede atribuírseles de manera correcta (III 1, 1275a). La definición que aporta la calificación específica de “ciudadano” podría atribuirse al hecho de vivir en una ciudad, tal como aparece en Política, 1274b y 1275a. Pero Aristóteles nos advierte de que se trata de un criterio demasiado amplio, ya que incluye también a personas que no son propiamente ciudadanos, sino habitantes de la pólis, como los metecos y los esclavos. Por lo que es preciso eliminarla. Tampoco constituye un criterio lo suficiente preciso el hecho de poseer una determinada capacidad jurídica, es decir, poder presentar una acusación o asumir su defensa en un proceso, ya que se extiende igualmente a los metecos y a los extranjeros visitantes, que se encuentran de paso.
Aristóteles continúa su listado de los usos inapropiados del término “ciudadano”. Los habitantes de la pólis que no son ni metecos, ni extranjeros de paso, ni esclavos, ni mujeres, pero que no están incluidos en esta lista, no tienen derecho a portar la calificación pura y simple de “ciudadanos”, sino la de “ciudadanos” con la siguiente precisión: “ciudadano retirado” o “ciudadano incompleto” (1275a16-19). Así, por ejemplo, no se incluyen en la lista de los ciudadanos habilitados para desempeñar cargos políticos o los que ya no lo están: los ciudadanos “naturalizados”, los ciudadanos afectados de indignidad —pérdida de derechos cívicos— , los exiliados, los niños y los ancianos. Por ello, en sentido propio, la definición de “ciudadano” se aplica, prioritaria y exactamente, al habitante de la ciudad que participa en la función judicial y en el poder, la magistratura (1275a22-23). Precisamente, esta diferencia cualitativa está ausente del resto de individuos que también habitan la pólis, pero que, en sentido propio, no son ciudadanos. De manera general y equitativa, “ciudadano” es quien participa en el gobierno y en el ser gobernado, y se aplica de manera diferente a cada constitución (1283b1-1284a1). En la república, el gobierno deberá garantizar el bien a todos los habitantes que forman parte de la asamblea; en la aristocracia, el bien de los habitantes que tienen la posibilidad de acceder a los cargos de gobierno previamente diferenciados; en la democracia y en la oligarquía, en cambio, el gobierno se ocupará de su propio beneficio, y no del de la base social.
La filosofía política aristotélica concierne a una ciudad restringida dirigida por los únicos ciudadanos aptos para ocupar puestos de responsabilidad y asumir el conjunto de las virtudes que conducen a la felicidad. Ahora bien, esta superioridad de los ciudadanos, considerados globalmente, no impide a Aristóteles insistir en el carácter primordial de las leyes como referencia de las decisiones políticas y jurídicas. Para el estagirita es preciso considerar que las leyes, una vez instituidas de acuerdo con una constitución correcta como la de la república (politeía), son justas, aunque deban evolucionar, en cierta medida, para adaptarse al desarrollo de la sociedad. Por lo demás, considera que la evolución de las leyes debe hacerse con medida, ya que una ciudad cuyas leyes no cambian ya no está en concordancia con la realidad social. Así pues, el interés general, basado en la justicia —tal como se establece en las Éticas— debe constituir un rasgo esencial del poder político. No obstante, como la justicia supone la igualdad, solo los ciudadanos, entre los miembros de la ciudad, pueden asumir el poder político. Por lo tanto, define al ciudadano como aquel que es apto para participar en el juzgar y en el poder, es decir, quien es apto para el poder judicial y deliberativo. Al excluir de su sistema político a todos aquellos habitantes de la pólis —mujeres, esclavos, metecos— que no pueden dedicarse a la práctica de la virtud, porque no poseen la libertad suficiente, Aristóteles restringe en gran medida el poder de la mayoría de los miembros de la ciudad. Sin embargo, su análisis tiene el mérito de ser claro, y hacer ver que el compromiso político supone un espacio importante de libertad, no solo en el ámbito de la palabra (isegoría) y de las leyes (isonomía), sino también en el ámbito de las decisiones y del compromiso político. Por todo ello, para Aristóteles, la injusticia no se determina solo por el hecho de tomar más que la parte que le corresponde, sino también por el hecho de evitar sus responsabilidades. De ahí que, en la acción de los ciudadanos, el ideal pueda medirse por la equidad, que consiste en incorporar la ley formal en función de las acciones particulares, es decir, en adaptar la ley a las circunstancias particulares y contextuales de la acción —lo que es propio de la phrónesis—, pero siempre desde la perspectiva de tomar menos que su parte, incluso cuando se tenga el derecho de tomar más —lo que es propio de la equidad, ya que pretende una igualdad práctica—.
Para Guariglia, Aristóteles caracteriza lo justo natural como algo mudable y, sin embargo, permanente. Precisamente, en ello radica el significado central de lo que denominamos “justicia” y “derecho”, en clara oposición a todas sus significaciones periféricas, que pueden hacer referencia a instancias contradictorias entre sí. De hecho, la cuestión de los derechos humanos fue un eje central entre sus ocupaciones, participando en los grupos de intelectuales —junto a Carlos Santiago Nino y Eduardo Rabossi— que aportaron apoyo filosófico al Juicio a las Juntas que organizó el gobierno argentino en 1985, una vez restaurada la democracia, en oposición a la justicia militar, bajo el mandato de Raúl Alfonsín, contra las tres primeras juntas militares. Partidario de la teoría de la “justicia como equidad” de John Rawls, defiende la existencia de una continuidad histórica, al menos entre los países democráticos y las “sociedades jerárquicas decentes”, que apunta hacia el establecimiento de una justicia global, especialmente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Desde un enfoque posmetafísico, Guariglia revitaliza la filosofía práctica aristotélica proyectándola con esperanza en el futuro más inmediato de las comunidades iberoamericanas y de sus ciudadanías.