Artículos
Recepción: 20 Junio 2016
Aprobación: 18 Agosto 2016
Resumen: es innegable la importancia que tiene la ética, como una parte de la filosofía, en la construcción de ciudadanía, de cara a los retos que se proyectan en una época de postconflicto. Sobre esta idea, abordaré la dimensión ética de la justicia transicional con el fin de argüir la siguiente tesis: es necesario no solo reconocer sino además valorar la dimensión ética en los procesos transicionales de justicia, pues es esta dimensión la que hará viable la materialización de los acuerdos en la pragmática cotidiana, trascendiendo lo meramente político o jurídico. Para lograr este objetivo propongo realizar un rastreo conceptual de la justicia de transición para mostrar que, desde sus principios fundantes, existe una dimensión ética en este proceso, lo anterior teniendo en cuenta la noción de responsabilidad que tenemos por el otro, esto es, el sentido de humanidad que nos lleva a la cooperación.
Palabras clave: justicia de transición, ética, educación, filosofía, ciudadanía, responsabilidad.
Abstract: It is undeniable the importance of ethics -as part of philosophy, on the citizenship building, in order to face the challenges in a post-conflict era. On this idea, I will address the ethical dimension of transitional justice in order to argue the following thesis: it is necessary not only recognize, but also to assess the ethical dimension in transitional justice processes, due to it is this dimension that will make feasible the realization of agreements in everyday pragmatic, transcending the merely political or legal sphere. To achieve this objective, I propose to make a conceptual tracing of transitional justice to show that, since its founding principles, there is an ethical dimension to this process, the above taking into account the notion of responsibility we have on the other, that is, sense of humanity that leads to cooperation.
Keywords: Transitional Justice, Ethics, Education, Philosophy, Citizenship, Responsibility.
En muchas ocasiones se pregunta por la utilidad de la filosofía en un mundo tan cambiante y competitivo como el nuestro. En algunas otras ocasiones se deslegitima la reflexión filosófica por no tener incidencia directa en la vida práctica del ser humano. En este sentido, parece que estamos llamados a justificar una y otra vez la trascendencia que tiene la filosofía para la vida del hombre. Ésta fue la tarea del mismo Aristóteles en el Protréptico cuando explica que es necesario cultivar la filosofía, aunque sea simplemente para analizar su pertinencia[2] (Aristóteles, 1949, Frg. 6). En este contexto, y sin entrar a detallar romanticismos históricos, estas líneas se proponen reflexionar sobre la importancia que tiene la ética, como una parte de la filosofía, en la construcción de ciudadanía, de cara a los retos que se proyectan en una época de postconflicto. Aquí abordaré la dimensión ética de la justicia transicional con el fin de argüir la siguiente tesis: es necesario no solo reconocer sino además valorar la dimensión ética en los procesos transicionales de justicia, pues es esta dimensión la que hará viable la materialización de los acuerdos en la pragmática cotidiana, trascendiendo lo meramente político o jurídico.
Para lograr este objetivo propongo realizar un rastreo conceptual de la justicia de transición para mostrar que, desde sus principios fundantes, existe una dimensión ética en este proceso, lo anterior teniendo en cuenta la noción de responsabilidad que tenemos por el otro, esto es, el sentido de humanidad que nos lleva a la cooperación.
1. Definición de la justicia de transición y su dimensión ética
Para empezar, es importante señalar que no existe una definición unívoca de lo que significa la justicia de transición. Existe un amplio consenso en la comunidad jurídica, académica e incluso política sobre su importancia. No obstante, existe un igualmente amplio disenso en su comprensión. Esto se explica principalmente por dos razones: primero, porque la teorización sobre la justicia de transición es algo mucho más reciente que su realización, ya que en sus orígenes fue una práctica que con el paso del tiempo se ha venido teorizando; y, segundo, porque los acercamientos conceptuales desde las distintas disciplinas mantienen sesgos académicos en muchos casos inquebrantables. A pesar de las dificultades de este ejercicio, considero que sí es posible ofrecer un acercamiento conceptual sobre lo que significa y los principios fundamentales que la definen.
Para cumplir con el objetivo propuesto de hacer un rastreo conceptual sobre ésta podemos remitirnos a dos enfoques que dan cuenta de dos maneras distintas de explicar este tipo de justicia. Por un lado, Ruti Teitel (2003) y por el otro Rodrigo Uprimny (2006) procuran explicar la justicia transicional de acuerdo a criterios comparativos que utilizan como herramienta para diferenciar las formas en las que cuales ésta se ha aplicado a lo largo de la historia reciente de la humanidad.
De acuerdo con Teitel (2003), la justicia transicional está asociada a periodos de cambios políticos. Constituye, en esencia, los mecanismos utilizados por un Estado para dar respuesta a los crímenes cometidos por antiguos regímenes. Teitel analiza las múltiples comprensiones que ha habido de la justicia transicional a partir de un recuento de ciertos hitos históricos en su implementación. Este análisis se fundamenta en una genealogía (al estilo nietzscheano) de tres fases en las que se evidencian cómo un momento o hecho histórico específico generó tanto una pragmática de la justicia transicional circunscrita al contexto, así como un desarrollo intelectual sobre la misma. Esta “historia intelectual” realizada por Teitel está compuesta por tres fases, las cuales se deben entender como ciclos críticos progresivos que se sirven de su contexto histórico y de comprensiones anteriores de la justicia transicional para proponer nuevas apreciaciones sobre ésta.
La primera fase tiene sus orígenes en el periodo entre guerras[3] y encuentra su mayor representación en los juicios de Núremberg. Se trata de una fase no muy extensa pero altamente representativa en la historia de la humanidad, en la medida en que múltiples actores se vieron inmersos. Este momento histórico constituyó un periodo de tiempo excepcional de aplicación de la justicia por parte de los aliados vencedores contra las fuerzas alemanas vencidas. A pesar de su brevedad, su existencia posibilitó una comprensión universal de los derechos humanos que devino en el Derecho Moderno de los Derechos Humanos con alcance y reconocimiento a nivel internacional. Esta manera de entender la justicia transicional —representada en los juicios penales— tuvo dos características principales: por un lado, la aplicación de justicia se dio en el orden internacional y, por el otro, se buscó definir responsabilidades en el orden individual, específicamente en los altos mandos superiores. Esta comprensión de la justicia de transición tuvo lugar en reacción a la justicia implementada precisamente en el periodo entre guerras la cual, de acuerdo con Teitel (2003, p. 73), constituyó uno de los factores que desencadenó la II Guerra Mundial.
La segunda fase de esta genealogía se define a partir del colapso y la desintegración de la Unión Soviética y la denominada posguerra fría. A partir de la finalización del periodo de equilibrio bipolar del poder, se da la “tercera ola” de democratizaciones en la que la justicia de transición tuvo lugar en distintos contextos. Cabe mencionar, por ejemplo, el término de los regímenes militares en Suramérica, así como las transiciones en otras latitudes como Europa, África y Centroamérica. Como consecuencia de la variedad de experiencias de transición hubo una proliferación de concepciones sobre la justicia transicional, su definición, sus alcances y principios fundantes. Para esta fase, entonces, la justicia de transición tiene dos cualidades para destacar: por un lado, la aplicación de la justicia fue en el orden nacional (a diferencia de la primera fase) y, por el otro, aunque fue también de adjudicación de responsabilidades para los individuos, esta vez tuvo especial énfasis en los mandos medios. Para esta segunda comprensión de la justicia transicional es necesario considerar que se deja de lado la preocupación exclusiva del castigo a los perpetradores, para incluir reflexiones más profundas sobre la reconstrucción de la nación y la reconciliación de la sociedad.
En la tercera fase que propone Teitel encontramos la aplicación de la justicia transicional de manera mucho más amplia. La justicia de transición deja de ser una excepción a la norma y se concibe como un paradigma viable y válido para resolver situaciones de conflicto. Esta estabilidad se ve representada en la materialización de una entidad administradora de justicia estable y permanente como lo es el Tribunal Penal Internacional (2003, p. 90). En esta comprensión de la justicia de transición tiene lugar una actualización del derecho de la guerra que deviene en cierta manera de justificar las acciones deseables o no en medio de las confrontaciones, así como las razones que posibilitarían justificar el inicio de la guerra (por ejemplo, la guerra contra el terrorismo).
El enfoque que ofrece Teitel sobre las diferentes comprensiones de las transiciones enfatiza cómo la justicia transicional —propia de estos periodos excepcionales— hace parte también del desarrollo político en la historia internacional. La genealogía realizada nos acerca desde una perspectiva posible para entender esta forma de justicia. Pero no es la única: un acercamiento distinto lo encontramos en las explicaciones del profesor Rodrigo Uprimny quien sostiene que las distintas aplicaciones de la justicia transicional que ha habido a lo largo de la historia pueden ser clasificados en cuatro “tipos básicos” (2006, p. 21) según cómo las sociedades hayan resuelto las tensiones entre justicia y paz, es decir, las tensiones entre los derechos de las víctimas del conflicto y las condiciones que se requieren para la cesación del mismo.
Uprimny señala que los cuatro modelos o tipos de transición dependen de la importancia que se le otorga al castigo de los victimarios y la garantía de los derechos de las víctimas. El primer modelo “Perdones amnésicos” tuvo lugar, por ejemplo, en España y supone una generalización en la entrega de amnistías a los victimarios, y el desconocimiento de los derechos de las víctimas en términos de esclarecimiento de la verdad y la reparación por los daños causados. Cuando este tipo de justicia transicional tiene lugar en una sociedad, las negociaciones entre los actores se hacen más fáciles, y se logra el objetivo de reconciliación a partir de una política de olvido generalizado. Cabe destacar que hoy en día este modelo de transición es inaceptable en términos jurídicos si tenemos en cuenta las exigencias que hace el Derecho Internacional sobre el juzgamiento de crímenes atroces y de lesa humanidad (2006, p. 27).
El segundo modelo expuesto por Uprimny es el de los “Perdones compensadores” y éste se ve representado en un caso emblemático como el de Chile: su nombre nos indica cómo se compensa el perdón otorgado a los responsables, con medidas de recuperación de la verdad y la memoria como mecanismos de reparación para las víctimas. En este modelo de justicia transicional encontramos estrategias como las amnistías generales que vienen acompañadas con mecanismos alternos tales como las comisiones de la verdad, balance que apunta a la reconciliación nacional. El tercer modelo “Perdones responsabilizantes” encuentra ejemplificación en el caso de Sudáfrica; su objetivo es lograr el equilibro entre las exigencias de justicia, teniendo en cuenta el interés de las víctimas, y el otorgamiento de perdón en la medida justa para que sea posible la transición y la reconciliación sin dejar de adjudicar responsabilidades individuales. Los mecanismos presentes en este modelo de justicia transicional componen, por ejemplo, comisiones de la verdad que exigen la confesión total de los crímenes a cambio de un tratamiento especial de justicia, así como el otorgamiento de perdones para algunos casos particulares.
El cuarto modelo propuesto “Transiciones punitivas” tuvieron lugar en los casos de judicialización de Núremberg, Ruanda y Yugoslavia. Ante la imposibilidad interna de realizar los procesos necesarios para hacer la transición, la comunidad internacional a través de los tribunales ad hoc administraron la justicia para castigar a los responsables de crímenes atroces, crímenes de guerra y de lesa humanidad. Esta concepción de la justicia transicional concibe que el castigo retributivo a los responsables de crímenes atroces es el camino adecuado para consolidar un nuevo orden democrático (Uprimny, 2006, p. 21). La clasificación en cuatro modelos posibles de aplicación de justicia transicional[4] resulta de un estudio comparativo entre las distintas circunstancias históricas que han tenido lugar en las transiciones políticas a lo largo de la historia moderna. No obstante no es la única clasificación posible[5].
Estos dos enfoques ponen en evidencia que la implementación de la justicia transicional ha sido múltiple, y siempre contextualizada a un momento histórico y lugar determinado. De ahí que sea imposible ofrecer un único modelo de justicia transicional aplicable en cualquier parte. No obstante, todas estas implementaciones de la justicia transicional ponen en evidencia también un mismo objetivo: superar de alguna manera un pasado atroz para abrir la posibilidad de construir un futuro mejor.
El Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ, por su sigla en inglés), por ejemplo, define la justicia de transición como las acciones tanto judiciales como políticas que un país utiliza como tránsito hacia una paz estable y duradera, entre las que se incluye la reparación por situaciones pasadas en las que múltiples violaciones masivas a los derechos humanos han tenido lugar. Se trata, según el mismo ICTJ señala (2009), de un enfoque particular de la justicia, en el que este valor de universal reconocimiento busca ser aplicado en sociedades que se encuentran en un proceso de transición, un proceso en el que su orden social y político se ve transformado de forma radical.
La justicia transicional se aplica en casos en los que ocurren violaciones masivas a los derechos humanos, y busca establecer justicia entre víctimas y victimarios, visibilizando y reparando a las primeras, así como castigando a los segundos. Se trata de un balance entre valores de gran envergadura para las democracias actuales como lo son los valores de justicia y paz. Además de acompañar este proceso de transición, este enfoque particular de la justicia busca fomentar la confianza ciudadana y fortalecer la organización democrática de una sociedad, colocando especial énfasis en el respeto a los derechos humanos.
Se entiende entonces por Justicia Transicional los mecanismos alternos de resolución de conflictos cuyos instrumentos están circunscritos a una comunidad determinada, con la finalidad de respetar los derechos humanos de las víctimas del conflicto, y el cumplimiento de los derechos humanos en la población en general, bien sea durante las situaciones de conflicto, los procesos de transición o después de ellos. A diferencia de la justicia que funciona en periodos ordinarios, la justicia de transición funciona en un periodo excepcional en el que se busca una transición sin desconocer las víctimas del conflicto[6].
Esta definición general es repetitiva en la mayoría de los estudios[7] que se realizan actualmente sobre resolución de conflictos y construcción de paz. Un acercamiento conceptual que se fundamenta en dos intereses básicos: por un lado, la garantía de proteger los derechos de las víctimas que han visto menoscabados sus derechos fundamentales y, por el otro, la sostenibilidad a largo plazo de los acuerdos logrados, cuando se trata de salidas negociadas al conflicto. Lo anterior entendiendo que los objetivos de buscar paz y reconciliación en la sociedad, y proteger los derechos de las víctimas no constituyen búsqueda opuestas, ya que garantizar una sociedad democrática en paz es también proteger los derechos no solo de las víctimas directas del conflicto, sino además de la sociedad en general. Desde este punto de vista es evidente, al menos lo es para mí, que existe una dimensión ética en los procesos transicionales de justicia, y que esta dimensión es condición necesaria para la consolidación de paz de la que tanto se habla. A continuación, quisiera detallar las cuatro razones que encuentro para justificar dicha evidencia:
Primero, cuando nos preguntamos la razón suficiente por la cual se justifica la búsqueda y la implementación de mecanismos transicionales de justicia, estamos frente a la pregunta por el porqué: ¿por qué es necesaria la transición? Quisiera responder esta inquietud de la forma más intuitiva posible: porque no se puede hacerlo de cualquier manera. Sabemos que la justicia de transición es aplicable en al menos cuatro contextos: la consolidación de un sistema democrático después de dictaduras, la salida negociada al conflicto armado interno, el proceso de independización después de una ocupación y dominación extranjera, la intervención y limitación de regímenes discriminatorios y excluyentes por razones culturales[8]. En cualquier caso, se trata del paso necesario entre un pasado indeseable y oscuro, hacia un futuro anhelado que responde a los intereses de la comunidad en general. De este modo, los mecanismos transicionales de justicia garantizan que dicho paso no sea “de cualquier modo”. En últimas, podríamos decir que la justicia de transición es la manera que tenemos para responder las preguntas del deber ser: ¿qué debe hacer la sociedad frente a un pasado de graves violaciones de los derechos humanos en su búsqueda y construcción de paz? (¿Debe olvidar todo lo sucedido, debe perdonar, debe recordar, debe castigar?). Responder estas preguntas de manera responsable implica reconocer que existen unos mínimos que cumplir cuando se habla de procesos de transición: garantizar la protección de los derechos humanos, así como los principios básicos que definen la justicia transicional. Estos mínimos constituyen a mi juicio la base moral del proceso: se trata pues de garantizar la moralidad en este tránsito de devolverse o avanzar hacia la normalidad, ya que buscamos consolidar prácticas de paz, y no la idea de un salvador-pacificador[9].
Segundo, porque los procesos transicionales tienen acento en las demandas públicas de justicia que hacen las víctimas. La justicia es uno de los pilares fundantes de toda organización social, y en el caso de las transiciones, es el derecho que tiene una víctima a que el Estado investigue y sancione los casos en los que se han violado los derechos humanos y el Derecho Internacional Humanitario. Este derecho implica al menos tres elementos fundamentales: primero, igual y efectivo acceso a la justicia institucionalizada; segundo, acceso a la información relativa a la víctima; tercero, reparación efectiva por el daño causado. De esta manera, entiendo que el derecho a la justicia que tiene toda víctima en el marco de un proceso de transición implica que se satisfagan los derechos a la verdad, a la reparación integral y a la adopción de garantías para la no repetición de los hechos ocurridos. Sobre este derecho habría que decir dos cosas: por un lado, la demanda pública de justicia constituye un alzamiento en la voz individual que reclama una respuesta pública, lo cual hace que se constituya como un compromiso colectivo de consolidación y reconocimiento social. Por otro lado, los derechos a la verdad, reparación y garantías de no repetición deben ser comprendidos a la luz de un objetivo básico: reconocer a la víctima, y resignificar su lugar en la comunidad. Esta búsqueda de dignidad es una demanda moral por excelencia que se satisface una vez las víctimas ven satisfechos sus derechos[10].
Tercero, porque los procesos transicionales de justicia tienen una característica esencial y común a los sistemas de moralidad: la dualidad entre lo específico y lo general. Bertrand Russell alguna vez afirmó que, en cada comunidad, cualquiera que fuese, existe un sistema moral que permite distinguir con claridad qué acciones son alabadas y cuáles reprochadas, cuáles obligadas y cuáles prohibidas. Este sistema de moralidad responde necesariamente a las características históricas, culturales, e incluso religiosas de la comunidad, y varía de un grupo a otro. De la misma manera, cada proceso de transición tiene sus particularidades y responde a las concepciones particulares que tiene una comunidad sobre la justicia y la reconciliación. No obstante el carácter específico de la moralidad de cada comunidad, o de las medidas y mecanismos implementados en los procesos de transición, es importante señalar que en ambos casos se responde a unos mínimos de justicia[11] comúnmente establecidos que no se negocian y que deben ser respetados: para el caso de la moralidad particularizada, sin importar las prácticas culturales que se defiendan es necesario responder por el cumplimiento de los derechos básicos para todo ser humano[12]; y para el caso de los procesos de transición no se pueden desconocer los principios comunes de la justicia transicional.
En este contexto cabe la caracterización del sujeto político como un ciudadano del mundo que, además de responder por las obligaciones nacionales que le corresponden al ser ciudadano de un país determinado, es también miembro de la humanidad y, en cuanto tal, tiene obligaciones de orden internacional que transciende la obediencia impuesta por un Estado. Estas obligaciones se fundamentan en una idea de humanidad que se corresponde con un estado de cosas y actitudes deseables, una pretensión dada desde el deber ser, desde la ética.
Cuarto, porque el objetivo de todo proceso transicional de justicia es un objetivo ético: la reconciliación. Esta reconciliación debe ser entendida no solo en términos colectivos como suele pensarse, sino también en términos individuales. El deseo de lograr una paz estable y duradera pasa no solo por el establecimiento de acuerdos políticos entre las partes en conflicto, sino además el mantenimiento de los mismos. Esta perspectiva futura sirve como idea reguladora de las acciones concretas en el presente, además de ser la condición de posibilidad para establecer una cultura democrática que posibilite dicho mantenimiento. La reconciliación no obstante no puede verse como un fin en sí mismo, puesto que con ello se corre el riesgo de sacrificar la satisfacción de justicia de las víctimas. Es necesario entender que la reconciliación constituye un fin en la medida en que a su vez es un medio para lograr fines ulteriores, como la protección a largo plazo de los derechos humanos: en este sentido, la reconciliación nos permite regular nuestras acciones en función de los pactos y acuerdos comunes que nos permitirán trascender un estadio anterior de violencia generalizada y abusos.
Hasta el momento he esbozado cuatro razones para justificar una intuición que resulta más que evidente para mí: los procesos transicionales de justicia compelen una dimensión ética. Lo relevante de esta reflexión no es afirmar esta intuición sobre la que muchos podríamos estar de acuerdo, sino señalar que esta dimensión ética muchas veces no es tenida en cuenta en su relevancia para comprender los retos del denominado post-acuerdo que se nos viene en el futuro inmediato. De ahí que, reitero, es fundamental no solamente reconocer la dimensión ética de la justicia transicional, tal como se ha venido haciendo en la última década al analizar los procesos sociales que deben estar detrás de los fenómenos políticos de transición, sino además y muy especialmente valorar dicha dimensión y con ello trascender el mero discurso. Considero que ésta es una asignatura pendiente y que debemos realizar en el futuro inmediato, a través de la implementación de actividades, programas y políticas públicas de movilización ciudadana y formación de las disposiciones cívicas que nos permitan construir la paz que se ha estado negociando. Estos retos no corresponden solamente a las partes en conflicto, a los negociadores en la mesa, a los dirigentes políticos, sino más bien a los ciudadanos comunes y corrientes. De ahí que la consideración de una dimensión ética de la ciudadanía también sea necesaria para desenredar la madeja de asuntos que tenemos pendientes. Por tal motivo, esta primera parte insistió en la caracterización de la justicia transicional desde esta dimensión ética. A continuación, quisiera enfatizar esta dimensión ética a partir de la consideración de una noción también relevante en este contexto: la responsabilidad.
2. La responsabilidad como noción ética y su incidencia en los procesos transicionales de justicia
En los procesos transicionales de justicia no todos los actores tienen las mismas funciones, ni llevan a cabo las mismas actividades. De lo anterior se sigue que no todos tienen la misma clase o grado de responsabilidad en el proceso. Teniendo en cuenta esto, creo que es de suma importancia definir las distintas formas de responsabilidad según el grado de participación. Mi intención no es, desde ninguna perspectiva, definir los mecanismos pertinentes para adjudicar penas y castigos según el grado de responsabilidad por actos del pasado. Lo que sí pretendo es ofrecer una caracterización del concepto que nos permita asociar nuestra forma de responsabilidad, con posibilidades reales de construcción de paz en el post-acuerdo. Para ello, quisiera en primera instancia recuperar un concepto de la ética tradicional que muchas veces no es correctamente definido en ciertos contextos. Se trata del concepto responsabilidad, y la distinción entre un sentido causal y un sentido moral de la responsabilidad[13].
De manera sintética y sin entrar en el detalle de las disquisiciones éticas que se proponen al respecto, podría decir que las condiciones bajo las que se adjudica responsabilidad en sentido causal se identifican con las condiciones en las que llevamos a cabo acciones voluntarias, esto es, nuestra intervención directa en las acciones que realizamos y el conocimiento que tenemos de las condiciones en las que éstas se realizan[14]. Por el contrario, creo que la responsabilidad en sentido moral está ligada necesariamente al carácter que tiene un agente moral. La responsabilidad moral tiene que ver con las acciones que un agente realiza a partir de su carácter, es decir, la deuda u obligación moral que adquiere por estas acciones. En este caso, un agente puede ser elogiado o reprochado no sólo por su acción sino también por el carácter del cual ésta procede. Una persona obtiene reconocimiento en el ámbito moral cuando actúa conforme a lo que dicta la recta razón, y se le reprocha cuando actúa en contra de ésta, obteniendo así una deuda u obligación moral.
En este contexto, los juicios morales se enuncian sobre acciones realizadas por agentes morales, esto es, agentes con capacidad de deliberación y de elección, por lo cual las acciones son susceptibles de ser elogiadas o reprochadas. De este modo, emitimos juicios morales no solo por las acciones en sí mismas, sino en virtud de las personas que llevan a cabo dichas acciones. La consideración moral de nuestras acciones es posible por dos razones: 1. Porque somos agentes morales, y nuestros actos se desprenden del carácter que hemos constituido a lo largo de los años y 2. Porque, en cuanto agentes morales, existe una serie de expectativas sobre la acción que realizamos en relación a cómo debería llevarse a cabo de acuerdo a un sistema de valoración común.
Así, la consideración moral de la responsabilidad está relacionada directamente con el carácter del agente. La idea que quiero defender con esta explicación es la siguiente: si bien un agente es responsable en sentido causal por las acciones que voluntariamente realiza, el agente capaz de deliberar y elegir es además susceptible de ser juzgado moralmente en virtud de las expectativas que tenemos acerca de su comportamiento, expectativas que están vinculadas al hecho de que se trata de un agente racional, capaz de elegir un curso de acción moralmente aceptable.
En este sentido, habría que decir que los miembros de una sociedad, en cuanto agentes morales (racionales, con capacidades deliberativas y de elección), somos en cierto grado responsables en sentido moral por el curso de nuestra organización social. Si bien es cierto que no podemos cargarnos con el pasado y las consecuencias de las decisiones de otros, es igualmente cierto que es nuestra responsabilidad —en sentido moral— hacer algo al respecto. No obstante, el grado de responsabilidad que se adquiere por omisiones o por actitudes reprochables en sentido moral es distinto al grado de responsabilidad que tenemos por acciones concretas que generan daño directo o indirecto a otros. De este modo, si consideramos el momento histórico que vive nuestra sociedad, y contextualizamos esta reflexión a la coyuntura nacional, podemos establecer que existen al menos cuatro formas de responsabilidad moral que pueden tener los ciudadanos de una comunidad política que se encuentra en un proceso de transición[15]:
Responsabilidad moral por acción directa: esta forma de responsabilidad se da cuando existe una participación directa o indirecta en la comisión de crímenes contra individuos o colectivos sobre la base de una diferencia ideológica o política.
Responsabilidad moral por apoyo: esta forma de responsabilidad tiene lugar cuando, a pesar de no haber realizado un crimen o daño directo a persona alguna o colectivo, se defienden las acciones victimizantes de otros individuos o grupos configurados que utilizan medios lesivos para defender ideales u objetivos políticos.
Responsabilidad moral por indiferencia: esta forma de responsabilidad se da cuando los ciudadanos no actúan para evitar o prevenir crímenes contra otros por indiferencia, miedo, o pasividad, en el entendido de que podrían haberlo hecho pues el riesgo era nulo o mínimo.
Responsabilidad moral por exclusión: esta forma de responsabilidad tiene que ver cuando un ciudadano participa y reproduce por medio de sus acciones y decisiones un sistema de exclusión y/u opresión contra individuos o colectivos. En estos casos, aunque no hay uso ni apoyo a la utilización de la violencia, las prácticas generalizadas de exclusión promueven o posibilitan esta violencia.
A partir de lo anterior, es posible afirmar que somos de algún modo responsables por lo que hacemos o dejamos de hacer. La tesis de la profesora de Gamboa es clara al señalar que “la transformación política y personal de los miembros de una sociedad en transición sólo se puede garantizar cuando los miembros de dichas comunidades asumen la responsabilidad que tienen con el pasado y, a su vez, están dispuestas a enmendar, restaurar y recordar a sus víctimas” (2006, p. 145). No obstante, creo que el ámbito de la responsabilidad debe ampliarse en relación con las acciones futuras: en consecuencia, somos responsables de lo que hagamos o dejaremos de hacer a futuro en el proceso de construcción de la paz que eventualmente logre firmarse entre las partes en conflicto. Creo que ser conscientes de nuestro grado de responsabilidad como ciudadanos de una sociedad que vive un proceso de transición es, al menos, un primer paso de cooperación en las acciones que debemos emprender en la etapa de post-acuerdo. Estas acciones deben estar encaminadas a afrontar los retos que se vienen para construir la paz que aquellos otros están firmando en la mesa de negociación. Dicho de otro modo, la tarea en el futuro inmediato es nuestra, así como es nuestra la responsabilidad moral de lo que vendrá.
Es por ello que creo firmemente en que todos los ciudadanos están llamados a actuar en cuanto agentes políticos y también morales de la democracia. Esto es así porque el ser humano, al ser un sujeto social por definición, puede a través del esfuerzo cooperativo transformar los aspectos negativos de su propia comunidad. Ahora bien, aunque lo anterior es de suma claridad para muchos, no lo es tanto el objeto de dicha responsabilidad. La asignatura pendiente está entonces en la responsabilidad que todos tenemos que asumir frente a un pasado, pero especialmente frente al futuro: una responsabilidad que trasciende la identificación de victimarios y hechos delictivos, y se delimita en los grados de responsabilidad que todos hemos tenido como miembros de una comunidad política con un pasado oscuro y deseable de cambiar. Pero también una responsabilidad de lo que estamos dispuestos a hacer a futuro: éste es el reto ético que nos convoca.
3. Connato de reflexiones sobre la ciudadanía: la necesidad de un sentido ético
Las diferencias, las asimetrías, los conflictos son inevitables en una sociedad altamente plural y heterogénea como lo es la sociedad colombiana, y son precisamente estas diferencias aquellas que podemos identificar como una de las múltiples causas del conflicto en Colombia. El reto que nos aboca es reflexionar cómo poner en diálogo dichas posiciones. Para lograr esto creo que se necesita reconfigurar la noción que tenemos de ciudadano: transcender la concepción meramente política del mismo y comprender que no hay un ejercicio de ciudadanía real si no consideramos los compromisos éticos que son necesarios para la convivencia. Vale la pena entonces señalar que comprender la dimensión política del ciudadano (la deliberación y la participación en los ámbitos político-público de su sociedad) pone de manifiesto la necesidad de considerar igualmente una dimensión ética que contribuya en este proceso político y disponga al ciudadano para realizar dicho ejercicio. Esta dimensión ética sostiene de trasfondo una teoría ética de las virtudes públicas y aboga por una constitución moral fuerte, virtuosa[16].
Desde esta perspectiva, además de formas generales de justicia que abundan en cualquier sistema político, los ciudadanos comunes y corrientes necesitamos asumir la importancia que tiene descubrir los problemas y aquellos elementos que nos interesan concretamente. Asimismo, es realmente necesario establecer mecanismos concretos de acción que busquen contribuir a dichos intereses comunes y, finalmente, educar al ciudadano para que se disponga a colaborar y a participar de la vida en común y corrija de algún modo malestares tan propios de la vida en sociedad, tales como la apatía ciudadana y la falta de civismo.
Finalmente, quisiera presentar cuatro importantes razones que me ayudan a sustentar la idea de considerar tanto ética como políticamente al ciudadano. Primero, porque en esta idea de ciudadanía confluyen la reflexión ética y la práctica política de tal modo que configuran un sentido muy particular de lo que significa ser ciudadano, haciendo énfasis tanto en las libertades individuales como en la responsabilidad por las obligaciones concomitantes. Segundo, por el papel que se le otorga al ciudadano, quién además de ser uno de los elementos más importantes en la organización política de una sociedad, es aquél que se preocupa y participa voluntariamente en el gobierno de la misma. Tercero, porque la educación para la ciudadanía constituye un lugar especial en la concepción del ciudadano. Con la educación cívica en virtudes públicas se potencia la faceta política–pública de todo ser humano, de tal modo que se fortalecen los compromisos del individuo con la sociedad. Finalmente, la cuarta razón es que, las virtudes públicas, características esenciales de la ciudadanía democrática en sentido republicano, son elementos que coadyuvan a revitalizar el sentido de lo público, su importancia y, evidentemente, su defensa. Ésta es la apuesta por un ciudadano en su dimensión tanto ética como política, una ciudadanía democrática en clave de virtudes públicas.
4. A manera de conclusión
Termino estas cortas reflexiones por el mismo lugar por donde inicié: el llamado del filósofo parece ser justificar su que-hacer en contextos de pragmatismos absolutos y medidas eficaces de la actividad intelectual. La maravilla de la ética —y de la filosofía en general— es la posibilidad que nos brinda de imaginar mundos posibles, mundos moralmente deseables que sirven como ideas reguladoras de la acción concreta. En efecto, la justicia transicional al tener de trasfondo una base ética, constituye un esfuerzo por imaginar una forma de llevar a cabo la transición desde ese pasado indeseable a un futuro mejor. Como idea rectora funciona muy bien y nos abre un camino que nos reta a realizarla de la mejor manera posible, aunque sabemos por definición que la materialización de éstas no siempre se logra. También sabemos que de trasfondo existen intereses egoístas, luchas de egos, particularizaciones del proceso que definitivamente obstaculizan aquello a lo que se aspira. No debe ser extraño entonces en este contexto afirmar que no existe ninguna nación que haya logrado satisfacer completamente los principios de la justicia transicional, a saber, los derechos fundamentales de justicia, verdad y reparación. No obstante, que esto sea así no es razón suficiente para no asumir el reto propuesto de este post-acuerdo: nada más ni nada menos que reconciliarnos y construir la paz.
La pregunta que uno debe hacerse después de analizar en detalle la idea de la justicia de transición es ¿para qué?, ¿cuál es el objetivo transcendental que define este interés? En nuestro caso colombiano se evidencia este objetivo transcendental a través de las distintas formulaciones jurídicas llevadas a cabo hasta el momento[17]: la reconciliación nacional y la construcción de una paz estable y duradera. La pregunta subsecuente que surge sería: ¿para qué queremos establecer procesos de reconciliación y construir una paz estable y duradera? A primera vista, esa pregunta podría resultar mal formulada o verse como una redundancia. La respuesta parecería obvia si dijéramos que todos los colombianos queremos acabar con un conflicto que ha durado varias décadas, así como queremos establecer mecanismos que nos permitan reconciliarnos con nosotros mismos como sociedad. A pesar de la redundancia, creo que la pregunta no solo es pertinente, sino que además es necesario formularla de nuevo: ¿por qué todos queremos lograr este objetivo?
Mi intuición radica, y es la tesis que quise esbozar desde el inicio, en que es nuestra racionalidad moral aquella que nos impulsa, de manera consciente o no, a buscar cierto estado de cosas comúnmente deseables. Dicha racionalidad moral se aterriza en el aquí y en el ahora en el ejercicio de una ciudadanía doble-dimensionada: una ciudadanía que trasciende los estrechos límites de la política y se abre caminos de reconciliación desde el reconocimiento del otro, desde la afirmación de la interculturalidad, desde la defensa de la validez de la diferencia, desde, en últimas, una postura ética. Lo anterior solo se logrará, como lo dijo alguna vez el sabio del grupo de la comisión de sabios de la época: “Una educación desde la cuna hasta la tumba, inconforme y reflexiva, que nos inspire un nuevo modo de pensar y nos incite a descubrir quiénes somos en una sociedad que se quiera más a sí misma” (García, 1994)φ
Referencias
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Notas
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