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Recepción: 05 Mayo 2017
Aprobación: 23 Noviembre 2017
Resumen: en este artículo se analiza la tesis de MacIntyre que sostiene la dimensión biológica o animal del ser humano, como la condición privilegiada mediante la cual puede reconocerse el carácter vulnerable y dependiente de los agentes morales. Este punto de partida permite argumentar a favor de las virtudes relacionadas con la reciprocidad, y cuestionar la idea del ser humano como un individuo solitario, sin ataduras afectivas y morales. Veremos que este planteamiento presenta algunas dificultades que serán examinadas al final del texto, y que su posición, aunque valiosa, no puede tener prioridad frente a la concepción moderna del individuo.
Palabras clave: dimensión biológica, fragilidad, reciprocidad, individuo, respeto.
Abstract: we analyze in this article the thesis of MacIntyre which supports the biological or animal dimension of the human being, as the privileged condition by which the vulnerable and dependent character of the moral agents can be recognized. This starting point allows to argue in favor of the virtues related to the reciprocity and to question the idea of the human being like a solitary individual, without affective and moral ties. We will see that this approach presents some difficulties that will be examined at the end of the text and that its position, although valuable, can not have priority over the modern conception of the individual.
Keywords: biological dimension, fragility, reciprocity, individual, respect.
1. El carácter animal del ser humano
Si bien en su obra Tras la virtud MacIntyre ha hecho su más clara presentación de la importancia de las virtudes, de la tradición, del carácter narrativo de la vida, de las prácticas sociales y de las ataduras morales, es en Animales racionales y dependientes donde el autor desarrolla su idea de la fragilidad humana y la relación que esta tiene para los estudios éticos, al sostener que: i) no es posible una ética independiente de la biología[3] (MacIntyre, 2001a, pp. 10-15), y ii) dar por sentado el hecho de que “el cuerpo del ser humano [es] un cuerpo animal, que tiene la identidad y cohesión de todo cuerpo animal” (20) y, por tanto, es vulnerable.
Esta interpretación coincide con los estudios contemporáneos de etología; en ellos, la animalidad humana se presenta como una cuestión indiscutible (Wall, 2011; Dawkins, 2010; Morris, 2002). En la filosofía clásica, en particular desde la perspectiva de Aristóteles (2000), la distinción entre lo vivo y lo inanimado llevó a incluir al ser humano dentro del género animal, de tal manera que la animalidad no se oponía a la idea de hombre; de hecho, se entendía al ser humano como un animal político, un animal parlante o racional. Sin embargo, la historia de la reflexión moral no le ha dado el reconocimiento que merece al hecho de que seamos seres biológicos y, por consiguiente, vulnerables (MacIntyre, 2001a).
La indiferencia de la Modernidad respecto a la condición animal del ser humano, al hecho de estar constituidos por la carne[4] (Falque, 2012), por esta realidad mudable y corruptible, puede explicarse por el entusiasmo en la razón. El énfasis que la reflexión filosófica moderna puso en la razón humana condujo a un desinterés por el conocimiento empírico y, con ello, mermó la atención debida a la corporalidad. Kant representa quizá el mejor ejemplo de quien, como eremita resistiéndose a las tentaciones de la vida, intenta mantener a distancia las pasiones humanas mediante la fuerza de la razón. “Pero, así como ningún eremita puede evitar soñar con hermosas doncellas y apetitosos manjares, ningún filósofo puede desentenderse de las necesidades, ansias y obsesiones básicas de una especie que es de carne y huesos” (Wall, 2011, p. 23).
El entusiasmo de los modernos por la razón no solo los llevó a incurrir en la negación del cuerpo, sino que, al señalar la racionalidad como la distinción fundamental que separa al ser humano del animal y de su propia animalidad, creyeron que esta podía ser examinada sin referencia al cuerpo, y desconocieron que la manera de pensar del ser humano corresponde a una especie animal más (MacIntyre, 2001a). Este énfasis en las diferencias que distancian al ser humano de los animales puede notarse en la obra de importantes pensadores del ámbito filosófico.
Al respecto, Heidegger (2007) concluyó que el ser humano forma el mundo, mientras que el animal es pobre en mundo en la medida en que está supeditado al entorno; el animal no puede reconocer las características específicas o distintivas de un ser, no puede aprehender algo como algo. Por otra parte, el análisis de la complejidad del lenguaje humano que Donald Davidson (1989) llevó a cabo ha mostrado que hay una diferencia abismal entre los seres humanos y el animal, ya que aquellos requieren de un vocabulario, reglas determinadas, conexiones lógicas y palabras que desempeñan un papel específico en una oración, como los sustantivos, adjetivos y verbos. Todo ese conjunto de características posibilita las intenciones de los actos de habla[5] que están insertos en una práctica social o contexto determinado, mientras que los animales carecen por completo de esas cualidades.
Hay que aceptar que las diferencias entre el animal y el homo sapiens son sustanciales, sin embargo, hay que reconocer al mismo tiempo, que por medio de los procesos culturales “el ser humano se convierte en un animal reencauzado y rehecho, pero no en ninguna otra cosa” (MacIntyre, 2001a, p. 68). El establecimiento de esta línea divisoria no implica la ausencia de semejanzas importantes entre los seres humanos y ciertas especies de animales inteligentes no humanos, como los gorilas, los bonobos, los caballos, los elefantes o los delfines. Especialmente en el caso de los delfines, las semejanzas con el ser humano son importantes:
Los delfines habitan en grupos y manadas, y su estructura social está bien definida. […] Crean diferentes tipos de vínculos sociales y muestran afectos y pasiones; pueden sentir miedo y padecer estrés; albergan intenciones y son juguetones, participan deliberadamente en los juegos, así como en la caza y otras actividades. […] son capaces de interaccionar muy bien con el ser humano e incluso, a veces, son ellos mismos quienes inician la interacción. […] Por otra parte, la cooperación que llevan a cabo implica la coordinación de las acciones de un delfín con las acciones de otros que persiguen un mismo objetivo (MacIntyre, 2001a, p. 35).
La similitud que puede establecerse entre el ser humano y los animales inteligentes no humanos, como el delfín, no obedece solo a la estructura corporal finita, frágil y vulnerable que ambos comparten, incluye además, las precondiciones intelectivas que anteceden a la reflexión y le dan la posibilidad a los delfines de realizar un comportamiento análogo al del ser humano, pues aun con las carencias de lenguaje, su inteligencia les permite corregir sus acciones a partir de sus percepciones (MacIntyre, 2001a, p. 55), motivo por el cual puede atribuírseles razones y creencias que los llevan a actuar, pero que no pueden expresar porque carecen del habla y la escritura.
La presunción de razones y creencias en los animales inteligentes no humanos se basa en la observación de su comportamiento. En este sentido, según los estudios contemporáneos, los delfines hacen una cosa para lograr otra distinta, aprenden de la experiencia pasada, pueden reconocer algo como amigable u hostil, ocultar información y dar señales falsas; utilizan algunos medios o estrategias para alcanzar sus fines, comenten errores y los corrigen, crean relaciones entre ellos, e interactúan con el ser humano al punto de que logran descifrar varios de sus propósitos. Estas condiciones prelingüísticas son las mismas que posibilitan en el ser humano la transición hacia la racionalidad gracias al uso del lenguaje. Si no se reconoce este punto de partida, sería difícil explicar el desarrollo de la racionalidad humana (MacIntyre, 2001a).
La discusión acerca de las cualidades cognitivas que el delfín u otros animales puedan compartir con el ser humano son controvertibles, y no es el interés de este artículo demostrar si es cierto o no que los animales inteligentes no humanos poseen razones para actuar; pero ello no es un impedimento para subrayar algunas consecuencias de la comparación que MacIntyre ha pretendido clarificar entre el animal humano y los animales inteligentes no humanos.
En primer lugar, aunque no han quedado plenamente demostradas las similitudes cognitivas que ciertos animales comparten con el animal humano, puede notarse que las diferencias que los separan en el nivel prelingüístico no son tajantes. Este hecho es importante, si cumple con la función de captar la atención de quienes reflexionan en torno a la moral para que dirijan sus análisis hacia la animalidad y vulnerabilidad humana, y al carácter contextual y empírico de la vida ética, ya que, como ha mostrado el autor, el modo de pensar del ser humano es el que corresponde a una especie animal más (MacIntyre, 2001a). En otras palabras, el desarrollo de sus habilidades cognitivas no lo separa por completo de su animalidad.
En segundo lugar, al observar el modo como se comportan los delfines, las cadenas de cooperación y las estrategias que establecen entre ellos para buscar ciertos bienes que tienen que ver con su supervivencia, el alimento o la protección, nos podemos preguntar a favor de MacIntyre: si el instinto lleva a los animales no humanos a obrar de ese modo, ¿no significa esto que nosotros también tenemos una inclinación natural a obrar de igual manera? En otras palabras, que el instinto gregario no sería el producto de una reflexión, o solo el producto de la reflexión, como parece haberlo indicado Hobbes cuando consideró que el hombre es lobo para el hombre (homo homini lupus), sino que el instinto de cooperación, como sucede en el animal no humano, es el que primero empuja al ser humano a establecer redes de reciprocidad, y la inteligencia lo lleva a organizarse en sociedad, pues su comportamiento gregario no es solo fruto de la reflexión, pertenece también a su instinto animal.
Esto quiere decir, por otra parte, que no es posible justificar el egoísmo a partir de la biología, pues esta, por el contrario, es muestra del compañerismo que existe entre los animales (Wall, 2011). En concreto, la cooperación puede observarse en el instinto biológico, y la corporalidad —más exactamente la dimensión de la carne— puede verse como un punto de partida para pensar la respuesta moral que exige la condición vulnerable y dependiente de la vida humana.
En tercer lugar, puede sostenerse en contra de MacIntyre que el hecho de que los delfines y otras especies de animales inteligentes no humanos realicen ciertas actividades de cooperación y ayuda, no es un motivo para que los seres humanos, al reconocer ciertas similitudes, desarrollen actitudes morales de solidaridad o reciprocidad, tal como pretende indicar MacIntyre. Por otra parte, al llevar a cabo la presentación de las características que aproximan al homo sapiens y al animal, lo que uno esperaría del autor es que su argumentación se dirigiera a la defensa de los animales inteligentes no humanos, con el fin de construir una relación más sana, tal como lo ha hecho, por ejemplo, Peter Singer (1999, 2002); ya que para reconocer el carácter vulnerable y dependiente de la vida humana no es necesario acudir a las similitudes que se comparten con los animales inteligentes no humanos, basta con poner la atención en la experiencia de la fragilidad que hace patente la condición biológica. Por tanto, que no existan abundantes estudios desde la perspectiva moral, no significa que dicha experiencia no se reconozca.
2. La condición vulnerable, base de la solidaridad
El énfasis en la fragilidad biológica radica en la importancia que ella tiene para los estudios morales, ya que ni la idea de una racionalidad pura, ni los enfoques metafísicos le han otorgado el valor que se merece; por el contrario, tales posturas, para mantener la coherencia, han tenido que restarle importancia al cuerpo, y han desconocido, además, el carácter ineludible de la vulnerabilidad que acompaña la racionalidad, al ser esta una capacidad que está enraizada en la condición biológica. La interpretación metafísica o puramente racional, al centrarse en la idea de lo universal o lo permanente, de lo categórico o lo absoluto, de lo claro y lo distinto, ha tenido efectos negativos en la reflexión moral, pues descuida la condición de dependencia y la aflicción de la vida humana. Por el contrario, la concepción antropológica que parte del cuerpo puede pensar con naturalidad la caducidad de la vida, la finitud, los cambios que se experimentan en un espacio y tiempo concretos (Mèlich, 2010).
Es a partir de la dimensión biológica que puede verse con mayor claridad cómo los seres humanos estamos de continuo enfrentados a una gran cantidad de aflicciones físico-psíquicas en el transcurso de la vida, en distintas etapas y con diferentes grados de intensidad. Otros autores han enriquecido este aspecto al abordar el punto de vista afectivo; con ello han hecho patente que emociones como el amor, la ira, el temor, la culpa, el deseo sexual, la pena por la muerte de un ser querido, aparte de no poder ser ignoradas y de ocupar un papel importante en el razonamiento ético acerca de lo bueno y lo justo, son expresión de la vulnerabilidad humana, al presentarse ante el sujeto como afecciones inevitables (Nussbaum, 2008; Camps, 2011). En efecto, esta estructura corporal finita es la que nos hace patente la vulnerabilidad y la dependencia de los otros; debido a nuestra “condición finita es que nos pasamos la vida buscando refugios físicos y simbólicos” (Mèlich, 2010, p. 14).
Por tanto, si con la racionalidad moderna se ha pretendido la universalidad de la razón práctica, a partir de la corporalidad se puede afirmar la vulnerabilidad ineludible de la condición humana. Ahora bien, el acento en la fragilidad no implica un rechazo de los valores trascendentes; nos indica, por el contrario, que aquello que se halla más allá del cuerpo solo puede comprenderse desde este. Por tanto, la afirmación de que “la identidad humana es fundamentalmente corporal, aunque no sea solo corporal” (MacIntyre, 2001a, p. 23), solo puede sostenerse desde la referencia a la experiencia empírica.
En consecuencia, la corporalidad[6] humana cuestiona tanto el punto de partida de la esencia, como “la posibilidad liberal individualista del sí mismo, la idea de un ser humano autónomo, amo y señor de sí mismo, plenamente responsable de su forma de ser y de vivir. Si somos corpóreos, estamos en perpetua relación y dependencia del otro” (Mèlich, 2010, p. 38). Es debido a la naturaleza vulnerable de la vida humana como se relaciona “la dependencia de otros individuos a fin de obtener protección y sustento, […] bien sea durante la infancia o la senectud” (MacIntyre, 2001a, p. 15), pero en general, en cualquier momento de la vida, los seres humanos no solo estamos expuestos a una enfermedad, o a alguna situación convaleciente, sino que dependemos de los demás para la supervivencia y el desarrollo de nuestras capacidades.
Si el entusiasmo en la razón obvió el estudio del cuerpo[7], el acento en “la autonomía del individuo, lo cual es comprensible y correcto” (MacIntyre, 2001a, p. 23), descuidó las ataduras comunitarias y fortaleció un patrón de pensamiento caracterizado por el concepto de autosuficiencia, y la comprensión del ser humano como un ser que no tiene carencias, obstaculizando con ello el desarrollo de las virtudes de la reciprocidad. Ahora bien, para el despliegue de estas virtudes se necesita aprehender desde niños que tenemos un pasado en el que hemos recibido de otros: cuidados, protección, apoyo, enseñanza y, por consiguiente, no podemos buscar los bienes que deseamos como si fuéramos individuos que no tienen ningún tipo de vínculo (MacIntyre, 2001b, p. 271).
Según el autor, la vulnerabilidad y la dependencia reclaman un tipo de relación ética que no puede basarse exclusivamente en principios o en la idea de un ser humano plenamente autónomo, sino en la realización de un conjunto de virtudes que posibilitan la práctica de la reciprocidad. El juicio de MacIntyre es pertinente si se suscribe a las consecuencias negativas que puede tener la primacía del individuo, pero debe ser rechazado si con él se quieren cuestionar las bases mismas de la autonomía y lo que ello implica para una moral moderna; en el apartado “Algunas consideraciones críticas”, que se expondrá al final del escrito, analizaremos las razones que nos llevan a defender esta afirmación. Pero antes veamos algunas consecuencias morales que se desprenden del reconocimiento de la vulnerabilidad y la dependencia humana.
3. La condición solidaria de la vida humana
¿Para qué necesitan los individuos aprender a verse como seres vulnerables y dependientes? En la medida en que se reconoce la condición de vulnerabilidad y dependencia que todo ser humano padece desde la concepción y el inicio de la vida hasta la muerte, aun con independencia de un estado convaleciente[8], se tendrán buenas razones y motivaciones para desarrollar virtudes solidarias, de reciprocidad o de ayuda mutua. Siempre será posible preguntarse ante la aflicción de otro ser humano, “¿podría haber sido yo?” (MacIntyre, 2001a, p. 121). Además, la fragilidad humana no solo reclama la presencia de los otros para superar la infancia y hacer frente a las aflicciones, sino también para obtener de ellos todo lo que concierne al desarrollo humano:
Todo individuo necesita ayuda de los demás para evitar padecer una situación de discapacidad, pero cuando esta llega a darse, bien de manera temporal o permanente, y uno se queda ciego, sordo, lisiado, sufre alguna enfermedad debilitante o un trastorno psicológico, necesita de los demás para mantenerse en vida, para obtener los recursos necesarios, con frecuencia escasos, para descubrir las oportunidades que quedan por delante, y para que hagan lo que uno no puede hacer por sí mismo. […] Desde el momento del nacimiento, y en realidad desde antes, el niño forma parte de un conjunto de relaciones sociales que lo definen y que no son en absoluto obra suya. Y debe transitar a un estado en que sus relaciones sociales son las de un razonador práctico independiente con otros razonadores prácticos independientes, así como quienes posteriormente dependerán de él (MacIntyre, 2001a, pp. 91-92).
Es un hecho que la vida del ser humano está inmersa en un conjunto de relaciones y redes de reciprocidad, sin las cuales sería imposible su desarrollo individual; así, por ejemplo, sin el estímulo temprano de las capacidades del cerebro, el niño podría verse frustrado en algún área fundamental del pensamiento y del lenguaje, y sufrir con ello graves dificultades para convertirse en un agente moral, para relacionarse, desarrollarse y convivir con otros. Por ello, cada agente moral necesita aprender desde la infancia a ser consciente del pasado; a ver que ha recibido cuidados, que depende y ha dependido de otros, que en el presente o en un futuro próximo otras personas dependerán de él, y que es probable que en su vejez o en un estado de convalecencia necesite ser cuidado y ayudado por otras personas.
Para la constitución del carácter moral, los seres humanos necesitan aprender a reconocer que “con relativa frecuencia lo que se da y se recibe es inconmensurable” (MacIntyre, 2001a, p. 120); a tener presente que lo que una persona está llamada a dar puede ser bastante desproporcionado comparado con lo que ha recibido, o que aquellas personas a las que se les da, pueden ser de quienes no se recibirá absolutamente nada (149), y que esta experiencia —en la que se da y se recibe— no cumple solo con el logro de la supervivencia, sino con el desarrollo de las capacidades[9] y la constitución de la identidad humana.
Por tanto, para el logro de los vínculos comunitarios, de las relaciones de reciprocidad y de las actitudes ligadas a la generosidad y la justicia[10], se requiere de un tipo de educación en las virtudes que no solo se refiere aquello que se deben los unos a los otros, sino que implica ceremonias y encuentros de acción de gracias, compartir regalos, relaciones de amistad, actitudes de hospitalidad que “supone[n] siempre el reconocimiento sincero de la dependencia” (MacIntyre, 2001a, p. 149) y la vulnerabilidad. Virtud que no se limita a las obligaciones comunitarias con los familiares, amigos, compañeros de trabajo o vecinos cercanos, sino que se extiende a los extraños o extranjeros, en atención a las necesidades perentorias que estén sufriendo, aunque no se tengan vínculos afectivos con ellos (Rorty, 1991; Sandel, 2011).
El ejercicio de estas virtudes de la reciprocidad y, en general, las que buscan orientar la vida de los individuos y las comunidades[11], no puede dejarse al libre arbitrio de lo que cada cual quiera elegir, sino que tales virtudes han de ser transmitidas por sus miembros a través de los vínculos afectivos y morales que se han establecido entre ellos. Este planteamiento de una vida virtuosa entra en conflicto con la concepción liberal que desplaza el papel de las virtudes, al centrarse en la idea de neutralidad respecto a los estilos de vida, a las creencias religiosas y a las formas de administración política y económica[12]. El enfoque moral de las virtudes no demuestra la superioridad de su postura respecto al punto de vista liberal, pero es un hecho que el lugar que estas ocupan en la vida de las personas no puede ser desconocido. Así, por ejemplo, a partir de tradiciones bien distintas, diversos autores han buscado destacar el carácter decisivo de las virtudes (Cortina, 2007a, 2007b y 2008; Annas, 2011; Bosch, 2015).
Por otra parte, la enseñanza y transmisión de las virtudes no pueden orientarse exclusivamente hacia bienes específicos, o ser valoradas solo como medios para un fin; cada quien debe tener la posibilidad de reflexionar sobre aquello que “es mejor ser, hacer, o tener como individuo o como grupo” (MacIntyre, 2001a, p. 85). Cada agente moral no solamente tiene la tarea de alcanzar un grado de excelencia como violinista, médico, profesor…, sino que debe preguntarse qué recursos necesita para desarrollarse como ser humano, y cómo puede contribuir al bien de los otros, pues “la obtención del bien individual es inseparable de la del bien común” (134). El bien que logra todo individuo no se limita a la destreza en el desempeño de un rol determinado o a su valoración como un fin en sí mismo, sino que se refiere a aquello que lo beneficia como ser humano, y no solo como virtuoso ejecutor de una actividad. Esta interpretación funcional de lo bueno será explicada y analizada en el próximo apartado.
4. Algunas consideraciones críticas
La perspectiva aquí analizada aboga por una comprensión moral de las virtudes que tiene como punto de partida la condición biológica vulnerable y dependiente de la vida humana; con esta argumentación se busca favorecer la experiencia y la observación empírica en los estudios éticos, en contraste con los puntos de vista que asume la comprensión de la vida moral desde o solo a partir de principios metafísicos y abstractos. En esta dirección, el carácter estructural ineludible de la dimensión corporal permite cuestionar la idea del ser humano como un individuo aislado, plenamente autónomo, autosuficiente y sin carencias. Ya que, independientemente de que se esté pasando por una etapa convaleciente, la vulnerabilidad y la dependencia constituyen un estado que nunca se abandona, porque siempre se necesita de los otros para obtener de ellos todo lo requerido para la supervivencia, bien sea para comunicarse, debatir las ideas, razonar en grupo, seguir aprehendiendo, celebrar. Sin embargo, esta postura tiene tres aspectos críticos que revisaremos a continuación.
Primero, MacIntyre da por sentado que los individuos en una comunidad concreta, si se han ejercitado en ciertas virtudes, podrán comportarse moralmente y responder a la reciprocidad. Es probable que una férrea educación en las virtudes desde etapas tempranas de la infancia termine por moldear al adulto con la obtención de un buen carácter —dominio de sí, prudencia, sabiduría—, superando de ese modo las tendencias egoístas que caracterizan a todo ser humano, lo cual llevaría, en el mejor de los casos, a neutralizar los elementos negativos más potentes —el individualismo, la instrumentalización de las personas y la autosuficiencia— que se le atribuyen a la Modernidad, para dar prioridad así a la moral de las virtudes ante la moral de las reglas. Sin embargo, es pertinente preguntarse lo siguiente: ¿es posible mantener la motivación para ejercer las virtudes en el mundo moderno que, según el autor, se caracteriza por el individualismo? ¿Está el adulto que ha crecido en este ambiente en condiciones de reeducarse para reconocer su propia vulnerabilidad y dependencia, y para incorporar en su vida adulta las virtudes de la reciprocidad?
Estas son cuestiones que el autor no resuelve; no obstante, los interrogantes no pretenden desestimar la importancia que deben desempeñan las virtudes en el desarrollo de la personalidad moral, pero sí hacer notar que la imagen ideal y optimista que el autor escocés ha heredado de la tradición clásica, en particular de Aristóteles, según la cual el ser humano es alguien que aspira o está inclinado por naturaleza a obrar bien (2007, 1094a), le ha impedido profundizar en la debilidad moral que acompaña a todo individuo, en la posibilidad de fracasar en la adquisición y práctica de las virtudes, ya sea por las características de su naturaleza individual o de las estructuras sociales que propician o refuerzan las injusticias (Young, 2011).
Visto de este modo, el anhelo de una vida virtuosa está siempre amenazado por el carácter antropológico y no solo por los rasgos negativos que MacIntyre (2001b) le ha atribuido al proyecto ilustrado. En consecuencia, creemos que ninguna propuesta moral que se centre en la idea de las virtudes puede desconocer la fragilidad moral de la vida humana; la concepción optimista de la acción ética tiene que complementarse con la presentación de lo “imperfecto” que acompaña la condición de lo humano (Marquard, 2001, 2006; Chamorro y Palacio, 2016). Así mismo, esa debilidad moral obliga a reconocer el papel determinante del respeto humano al que tienen derecho “todos los ciudadanos” como reconocimiento político que los Estados modernos han acordado, frente al mero compromiso ético o la voluntad aislada de los individuos.
En segundo lugar, desde el pensamiento de MacIntyre no es posible tomar como base al individuo para justificar la moral; la idea de una fundamentación ética con pretensiones de validez universal no es posible, así lo muestra la rivalidad de las posiciones éticas y la supuesta instrumentalización en la que han caído los seres humanos en el mundo moderno (2001b); por este motivo, el autor no apela a la idea de la obligatoriedad de la razón para cuestionar o exigir un comportamiento moral, sino a los vínculos entre las personas, a aquello que se deben los unos a los otros en razón de lo que han recibido en cuanto seres vulnerables y dependientes. Sin embargo, desde la modernidad filosófica la primacía que se le ha asignado a la voluntad del individuo y su autonomía han sido “determinantes” para esclarecer la justificación de la moral y el respeto de todo ser humano:
[…] el último recurso de toda disputa moral solo puede tomar como referencia el querer de los individuos. […] El sentido metódico del recurso al querer de los individuos —de todo individuo— y a su autonomía consiste tan solo en no aceptar nada meramente dado de antemano; el individuo debe poder apropiarse conscientemente de su ser social, el cual se admite sin duda alguna que le pertenece, pero debe también poder repudiarlo en la medida que lo reconoce como ilegítimo o no puede identificarse con él (Tugendhat, 2010, p. 190).
Afirmar el individuo como la única base de justificación de la moral significa que no puede aceptarse una fuente de apelación distinta, por ser ella la única que puede aspirar a unos acuerdos de carácter universal, tal como lo representa el reconocimiento del respeto de los otros, expresado en los derechos humanos. Con el recurso a la historia o a una entidad trascendente, no es posible llegar a acuerdos que queden justificados y sean capaces de despejar las fronteras que establecen las convicciones de las tradiciones culturales. Precisamente, lo que ha ganado la Modernidad, en particular con la conceptualización de Kant, es haber planteado el problema ético desde un punto de vista que no parte de los contextos ni de la condición histórica.
Por otra parte, darle relevancia a la autonomía no significa asumir al ser humano como alguien a-histórico o ajeno a los contextos, tal como pretende interpretar MacInturye con el fin de privilegiar la tradición, los vínculos y las relaciones de reciprocidad. Aunque su propuesta es importante, no puede ser la base de una moral que sea obligante para todas las personas; su visión es comprensible, pero desde la perspectiva de la justificación no puede ser convincente ni normativa, por tanto, válida para todos.
Aquello que es obligante se entiende que debe extenderse a todos los seres humanos, renunciar a esas exigencias políticas es renunciar a los derechos que los Estados se comprometen a defender y promover para dejar como única fuente de apelación la voluntad particular de los individuos. En este sentido, la solidaridad o reciprocidad de la que habla MacIntyre solo sería un compromiso ético para aquellos que reconocen la vulnerabilidad de los otros, bien sea por los vínculos que se establecen entre ellos o por las necesidades que experimenta aquel que sufre, mas no un derecho exigible.
La obligatoriedad política de los Estados en relación con los derechos es el recurso que tienen las sociedades modernas para velar por el respeto de todos, para reconocer a cada miembro de la sociedad como un fin en sí mismo. Es, por otra parte, la herramienta mediante la cual los Estados democráticos dan respuesta a las demandas de solidaridad de las que habla el autor escocés, no solo desde la perspectiva ética, sino como una obligación política que busca beneficiar a todos los ciudadanos. Por tanto, hay que reconocer el querer de los individuos como la fuente de apelación que permite llegar a acuerdos con pretensiones de universalidad y de carácter obligante, pero el papel de las tradiciones y los vínculos comunitarios que propician una vida virtuosa —según los enfatiza MacIntyre— puede entenderse como una posición complementaria[13], mas no se le puede otorgar la primacía frente al carácter político que asume el pensamiento moderno en relación con la autonomía de los individuos y sus derechos.
Esta interpretación puede sostenerse no solo tras analizar las obras clásicas más relevantes de MacIntyre: Tras la virtud, Tres visiones rivales de la ética, Animales racionales y dependientes, sino al examinar su texto más reciente: Ethics in the conflicts of Modernity (2016). En este último escrito, el autor escocés habla abiertamente de su posición moral como neo-aristotélico y neotomista, a la vez que enfatiza en su rechazo del emotivismo representado por Stevenson y la continuación de esa postura perfeccionada por el expresivismo de Blackburn y Gibbard, por ser este un enfoque que niega la posibilidad de evaluar los juicios morales como verdaderos o falsos. De igual manera, en esta obra rechaza el carácter impersonal, universal y abstracto de la ética kantiana, pero sin llegar a conclusiones determinantes sobre la primacía de su visión neo-aristotélica frente a la ética moderna, o su influjo en la esfera política, cosa que la reflexión propiciada por la ética de la Modernidad ha logrado con la obligatoriedad de los derechos. Por estas razones consideramos el planteamiento de MacIntyre como una posición complementaria.
Ahora bien, contrario a la imagen de la moral moderna que tiene el autor escocés, el discurso de los derechos implica la valoración no instrumental entre los seres humanos, el reconocimiento recíproco del mismo respeto para cada individuo. Sin el énfasis que la Modernidad ha puesto en el individuo y su autonomía, los derechos no podrían garantizarse. En este sentido es extraño que MacIntyre no se haya confrontado a profundidad en las que se consideran sus obras más importantes —Tras la virtud y Animales racionales y dependientes— con el análisis de estos puntos. El terreno ganado por la Modernidad en la concepción de autonomía como fuente de apelación, y la defensa de los derechos en cuanto válidos para todos, son situaciones históricas ante las que no es posible retroceder; si lo fuera, no sería conveniente.
En tercer lugar, en el capítulo catorce de la obra Tras la virtud (2001b) y, posteriormente, en Animales racionales y dependientes (2001a, pp. 83-85), MacIntyre desarrolló un concepto funcional del bien[14] que se explica a través de prácticas definidas en las que se pueden contar las artes, las ciencias, los juegos, la educación, la vida familiar, entre otras. Desde la perspectiva funcional del bien, ser bueno consiste en ejercitar con excelencia una actividad por sí misma, sin tener en cuenta el fin exterior; así, por ejemplo, en el juego, las virtudes de la honestidad, la transparencia o la rectitud se reconocerían por el juego mismo y no por el fin exterior que se pudiera obtener con el triunfo. La posición moderna, por el contrario, atribuye la bondad a la capacidad de respetar al otro al reconocerlo como sujeto de derechos, con lo cual el concepto de lo bueno se relaciona con el trato que se deben dar los unos a los otros y no solo con la valoración intrínseca que debería motivar la ejecución de una actividad, según lo expone el autor.
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Notas
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