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Recepción: 14 Enero 2020
Aprobación: 04 Mayo 2020
Resumen: el presente artículo tiene como objetivo determinar el fundamento teológico del concepto de soberanía propuesto por el jurista alemán Carl Schmitt. Según nuestra hipótesis, tal fundamento teológico se encuentra en la filosofía del pensador danés Søren Kierkegaard, quien, en diferentes obras, desarrolló los importantes conceptos de excepción, decisión y suspensión teleológica de la ética en relación a la experiencia religiosa de la repetición. Como veremos, tales conceptos forman parte del fundamento teológico de la famosa definición schmittiana de la soberanía: “soberano es quien decide sobre el estado de excepción”, la cual define el decisionismo del jurista alemán. Así, por medio del concepto de decisión, extraído de la obra kierkegaardiana e introducido en la doctrina de la soberanía, Schmitt logra tres objetivos. Por un lado, no solo inicia la crítica al parlamentarismo liberal y al Estado burgués de Derecho, sino que revela el fundamento teológico-existencial de la unidad política del Estado moderno. En segundo lugar, en el marco jurídico-político, actualiza la teología fideísta desarrollada por Kierkegaard en su obra. Finalmente, en el marco teológico-metafísico, introduce el papel de la decisión como actualizador del rol público de la trascendencia en la modernidad secularizada frente a la reserva escatológica de la teología. Para lograr nuestro objetivo, utilizaremos el método de la analogía conceptual teológico-política creado y aplicado por el mismo Carl Schmitt a la historia de la soberanía europea.
Palabras clave: fundamento teológico, analogía conceptual, soberanía, decisionismo, repetición.
Abstract: this article aims to determine the theological foundation of the German jurist Carl Schmitt’s concept of sovereignty. According to our hypothesis, such theological foundation belongs to the philosophy of the Danish thinker Søren Kierkegaard, who, in different works, developed concepts such as exception, decision and teleological suspension of the ethics in relation to the religious experience of repetition. As we will see, such concepts are at the base of the famous Schmittian definition of sovereignty: "It is sovereign who decides on the state of exception" and that defines the decisionism of the German jurist. Thus, by means of the concept of decision, extracted from the Kierkegaardian work and introduced into the doctrine of sovereignty, Schmitt achieves four objectives. On the one hand, it not only begins the criticism of liberal parliamentarism and the bourgeois State of Law, but also reveals the theological-existential foundation of the political unity of the modern State. Second, in the political-legal framework, it updates the fideistic theology developed by Kierkegaard in his work. Finally, in the political-theological framework, he introduces the role of decision as an actualizer of the public role of transcendence in secularized modernity as opposed to the eschatological reserve of theology. To achieve this goal, we will use the method of conceptual theological-political analogy created and applied by Carl Schmitt himself to the history of the European sovereignty.
Keywords: theological foundation, conceptual analogy, sovereignty, decisionism, repetition.
1. Introducción
Carl Schmitt bautizó a su doctrina con el nombre de decisionismo (Schmitt, 2009, p. 46). Desde su punto de vista, esta habría sido introducida en la teoría política de la modernidad temprana por Jean Bodin y Thomas Hobbes, ambos representantes del absolutismo monárquico. Aunque no mencionaron el concepto de decisión, Bodin y Hobbes resaltaron la acción personal como elemento fundamental dentro del concepto de soberanía. En este sentido, Bodin (1985) veía la soberanía en la capacidad del monarca de dar y derogar leyes según las circunstancias (p.58), mientras que Hobbes la resumía en su famosa frase: auctoritas non veritas facit legem.
La acción personal del soberano fue interpretada por Schmitt como la capacidad de decisión frente a la situación de necesidad, tipificada por él bajo la famosa categoría jurídica de estado de excepción. Sin embargo, tal vínculo entre decisión y excepción no aparece conceptualizado por ninguno de estos grandes pensadores políticos, quienes, por el contrario, concibieron la soberanía desde un punto de vista sustancialista, es decir, como un poder omnipresente en la vida política. A diferencia de Bodin y Hobbes, la concepción schmittiana de la soberanía supone un concepto actual del poder, puesto que se caracteriza por su capacidad para decidir sobre una situación de necesidad concreta.
Por otro lado, Schmitt también cree descubrir la decisión en la tradición política del pensamiento católico contrarrevolucionario, representado por Joseph de Maistre y, especialmente, por el político español Juan Donoso Cortés. Si bien de Maistre destaca el problema de la soberanía, no habla de la decisión, sino de la doctrina de la infalibilidad papal, es decir, de la soberanía personal del Papa, caracterizada por ser inapelable en su justicia (Schmitt, 2009, p. 50). Por su parte, Donoso Cortés tampoco menciona la decisión, sino la dictadura, es decir, se enfoca en mostrar la pérdida de legitimidad de las monarquías en la lucha apocalíptica contra el ateísmo comunista (Schmitt, 2009, p. 56).
El concepto de decisión determina la totalidad de la obra de Schmitt y posee diferentes roles según las diversas áreas que la realidad jurídico-política abarca. Como varios estudiosos han mostrado, el origen de este concepto tiene lugar en la obra del pensador y teólogo danés Søren Kierkegaard; sin embargo, a pesar de este reconocimiento, la influencia de Kierkegaard en la obra de Schmitt tiene un alcance mucho más profundo del que se suele indicar, puesto que define por completo el pensamiento del jurista alemán. Por tal razón, se sostiene que no solo los conceptos de Kierkegaard han sido extrapolados por Schmitt al ámbito jurídico-político, sino que la propia concepción teológica del pensador danés —experimentada en el fenómeno religioso de la repetición— constituye el fundamento de la propia concepción schmittiana de la soberanía
2. La estructura de la soberanía: de la decisión normativa a la decisión excepcional
Suele olvidarse que, para el jurista de Plettemberg, la política siempre ha de ser expresión de una idea jurídica, pues la política sin el Derecho no tiene mayor sentido que el de una fuerza conflictiva carente de toda legitimidad. La política se legitima siempre y cuando encarne una idea jurídica (Schmitt, 2011a, p. 26). Sin embargo, al mismo tiempo, la idea jurídica no coincide por completo con la aplicación de la norma, puesto que, para Schmitt, el Derecho constituye una dimensión anterior a toda positivación jurídica. En tal sentido, la realización de la idea jurídica en norma positiva por parte del Estado nunca está garantizada por completo, porque existe un doble abismo entre la idea jurídica y su concreción (Schmitt, 2011a, p. 55).
Según Schmitt, este hiato solo puede ser salvado imperfectamente por un acto de decisión que queda en manos del Estado. El Estado debe realizar una doble mediación con el Derecho: transformar la idea del Derecho en Derecho positivo y aplicar el Derecho positivo a la situación concreta. De esta manera, al igual que la decisión judicial, que intermedia entre el Derecho, la norma y el hecho, el Estado toma la decisión que sirve a la realización de la idea jurídica en norma positiva respecto a una situación política concreta (Scalone, 2005, p. 334).
La decisión judicial constituye uno de los ejemplos de este tipo de operación que el Estado, a través de sus representantes, debe llevar a cabo. En tal sentido, en un escrito de juventud titulado Ley y juicio (1912), Schmitt se ocupó de estudiar, por primera vez, la función de la decisión, aunque en el marco de la praxis judicial. Como él mismo asegura, el problema de la decisión nunca más lo abandonó a lo largo de su reflexión jurídico-política (Herrero, 2012, p. XXVIII).
El problema fundamental que guía a Schmitt en esta primera investigación acerca de la decisión puede formularse en los siguientes términos: ¿cómo encontrar un criterio autóctono en la praxis judicial que nos permita determinar cuándo una decisión judicial es correcta? A diferencia de los juristas de raíz kantiana, para quienes el abismo existente entre la teoría del derecho y la praxis judicial puede salvarse solo mediante la subsunción, en la norma general, de la decisión judicial referida al caso particular, Schmitt pensaba que la diferencia ontológica entre ambas dimensiones hacía inútil tal subsunción (Herrero, 2012, p. LII).
Schmitt consideraba que la subsunción de la decisión judicial al interior de la norma transformaba la decisión en una mera formalidad, de manera que, al final, el ámbito de la praxis judicial desaparecía (Herrero, 2012, p. LIII). Para Schmitt, no había manera de reducir un ámbito al otro, puesto que la norma, si bien era necesaria como hipótesis para interpretar un hecho, no nos proporcionaba un método para decidir cuál de sus interpretaciones posibles era la correcta y debía ser aplicada (Herrero, 2012, p. LIV). Por esta razón, el núcleo hermenéutico del Derecho no podría ser el conjunto de normas, sino el universo total de la praxis judicial, pues en él ya está implícita la totalidad de las normas, así como su confrontación con el caso particular sobre el que debe aplicarse (Herrero, 2012, p. LVII).
En suma, lo que se le exige al juez para que su decisión judicial (su sentencia) sea correcta es que satisfaga el principio de “determinación” del Derecho que, según Schmitt, consiste en la capacidad del juez para calcular lo que la praxis judicial considera correcto a partir del conjunto de la eficacia de las normas, las leyes positivas, ciertas normas metapositivas y los precedentes jurídicos. De esta manera, el juez lleva a cabo un proceso intelectual por el cual un caso concreto debe ser juzgado a la luz de un fundamento universal. Las normas y los elementos prejurídicos son instrumentos para la “determinación” del Derecho, efectuada en el ejercicio de la misma praxis judicial (Schmitt, 2012, pp. 132-133).
De esta manera, podemos reconocer la existencia de una decisión normativa, es decir, de la decisión tal como normalmente se presenta en todas las actividades jurídicas. En este sentido, tanto la norma como la decisión constituyen los dos componentes de la actividad jurídica. Sin embargo, la idea del Derecho jamás se traduce con toda su pureza a la realidad, porque la decisión, al intervenir en su realización, agrega un elemento nuevo que no está contenido en aquella. En consecuencia, desde la generalidad de la norma no hay forma de determinar quién debe actualizar la idea del Derecho mediante la decisión. Por ello, siempre se necesita la mediación de una autoridad que, aunque pertenezca al ámbito jurídico, sea exterior al propio ordenamiento jurídico (Schmitt, 2009, p. 32).
Ahora bien, frente a la decisión normativa, ejercida de manera ordinaria, destaca la decisión excepcional como núcleo del problema de la soberanía. Schmitt desarrolló un nuevo concepto de soberanía a partir de la función jurídica del Estado. Para el jurista alemán, esta función se hallaba expresada, no en las normas, sino en la capacidad de decisión de la autoridad competente al interior del Estado. Según Schmitt, el concepto de soberanía era un “concepto-límite” (Grenzbegriff), es decir, un concepto de la “esfera más extrema” (äusersten Sphäre), razón por la cual su definición no puede “conectarse al caso normal, sino al caso límite” (Schmitt, 2009, p. 13), ¿qué significa esto?
Le debemos a Kant la noción de “concepto-límite” (Grenzbegriff). Mediante este término, el filósofo alemán trata de conceptualizar los principios que constituyen la condición de posibilidad del conocimiento (Martínez Marzoa, 1992, p. 40). La soberanía es un “concepto-límite”, porque se encuentra más allá de la doctrina del Derecho público, es decir, constituye su fundamento y, por lo tanto, su límite. En este sentido, es la condición de posibilidad de todo el proceso jurídico-político por el que se construye el poder del Estado, de manera que la soberanía no puede ser limitada por los organismos jurídico-políticos constituidos, ya que ella es el fundamento de los mismos.
Pues bien, a partir de la definición schmittiana de la soberanía, “Soberano es quien decide sobre el estado de excepción” (Schmitt, 2009, p. 17), Schmitt introdujo los conceptos de soberano, decisión y excepción, los cuales, a diferencia de las teorías clásicas de la soberanía, no hacen referencia directa a ella, sino a su titular: el soberano. Así, gracias al protagonismo del soberano, la soberanía puede actualizarse en la realidad jurídico-política. La soberanía es el resultado de un acto de decisión del soberano frente a una situación excepcional, cuya consecuencia es la suspensión total del orden jurídico establecido (Schmitt, 2009, p. 17).
De esta manera, a pesar de que el orden y la seguridad pública tengan una realización concreta diferente, dependiendo si el sujeto de la soberanía es una burocracia militar, una administración mercantil o un partido revolucionario, esta siempre tendrá como fundamento una decisión. Por tanto, la soberanía no consiste en la posesión, por parte del soberano, de determinados atributos, sino en su aplicación, por medio de una decisión, a una “situación concreta” (Schmitt, 2009, p. 16).
Esta “situación concreta” no puede ser otra que el caso de extrema necesidad, pues gracias a él es posible explicar adecuadamente el ejercicio del poder soberano, porque solo el caso excepcional, que nunca está previsto en el orden jurídico vigente, puede ser calificado como de extrema necesidad, de manera que actualiza el problema del sujeto de la soberanía. Esto se debe a que, en tal situación, no es posible establecer con claridad si se trata, en efecto, de un caso de extrema necesidad ni prevenir lo que debe hacerse en tal caso para dominar la situación. Por lo tanto, el problema de la soberanía consiste en determinar quién posee la competencia para resolver un caso para el que no se ha prescrito ninguna competencia (Schmitt, 2009, p. 16).
Esta competencia solo puede ser determinada por la propia dinámica jurídico-política que, a través del enfrentamiento entre las diversas agrupaciones beligerantes, llega a su máxima expresión en el caso decisivo. En este sentido, cualquiera de ellas puede llegar a ser soberana si, además de ser una unidad política, logra poseer la competencia para decidir en el caso decisivo, es decir, en el caso excepcional (Schmitt, 1991, p. 68).
En el tercer capítulo de su Teología política, Schmitt describe el derrotero de la historia política de la soberanía europea a partir de su método de la analogía teológico-política según el cual “todos los conceptos relevantes de la teoría política moderna son conceptos teológicos secularizados” (Schmitt, 2009, p. 37).
En tal sentido, es claro que, gracias a un nuevo fundamento teológico, Schmitt logra que la efectividad pase a primer plano, de manera que, a partir de la dialéctica entre decisión y excepción, se ejerza efectivamente la soberanía. Así, solo los acontecimientos excepcionales pueden dar lugar a la soberanía, ya que solo la decisión tiene la capacidad de resolverlos. Este tipo de acontecimientos, bajo el concepto jurídico de estado de excepción, es concebido por Schmitt como la expresión secularizada del concepto teológico del milagro (Schmitt, 2009, p. 37).
En segundo lugar, si la soberanía es el resultado de la siempre difícil dinámica entre el estado de excepción y la consecuente decisión del soberano, la dictadura soberana no es otra cosa que la objetivación de esta dinámica en una forma jurídico-política específica. Como Schmitt ha descrito en su obra La dictadura (1921), solo en el caso de excepción se ejerce realmente la soberanía, porque, en tal caso, el poder y el Derecho se fusionan en una única realidad. El Derecho ya constituido y el poder aún no constituido se integran en una única forma jurídico-política que Schmitt denomina dictadura soberana y cuyo representante es o bien un “dictador constitucional” o bien un “legislador dictatorial” (Schmitt, 2003, p. 172).
Según Schmitt, la noción general de dictadura debe entenderse como la supresión de una situación jurídica mediante un procedimiento que tiene un objetivo concreto que se desliga del Derecho (Schmitt, 2003, p. 26). La dictadura revela la verdadera naturaleza del Derecho, es decir, su finalidad primordial, ya que, al igual que la norma, protege a la sociedad, pero, a diferencia de ella, lo hace de manera inmediata y efectiva. En este sentido, la dictadura suprime el Derecho para realizarlo, pero no a partir de los principios de la justicia normativa, sino según el apoderamiento de una autoridad suprema capacitada jurídicamente para suspender el Derecho e implantar una dictadura. Tal autoridad está en situación de permitir una excepción concreta, porque en ella coinciden simultáneamente la comisión y la autoridad (Schmitt, 2003, pp. 27-28).
De esta manera, lo que Schmitt nos muestra con su teoría excepcional de la soberanía es el modo como todo orden jurídico-político se constituye, no el contenido del mismo. A este modo, Schmitt le denomina decisionismo y tiene como forma jurídico-política a la dictadura, pues, cuando el caso excepcional se apodera de la escena política, se produce una fusión entre la ley y el poder. Surge así la dictadura soberana, bien con un “legislador dictatorial”, como Cromwell, o con un “dictador constitucional”, como Robespierre (Schmitt, 2003, p. 172).
No obstante, la dictadura puede tomar dos formas específicas según la situación excepcional a la que se enfrenten. En efecto, si hablamos de la suspensión de la Constitución con intención de defenderla, entonces hacemos referencia a una dictadura comisarial. Si, en cambio, hablamos de la suspensión de la Constitución con intención de reemplazarla por una nueva Constitución, entonces hacemos referencia a una dictadura soberana (Schmitt, 2003, pp. 181-182).
La suspensión total del orden jurídico-político por parte de la dictadura soberana hace patente una realidad originaria que supera cualquier organización política. Schmitt identifica esta realidad originaria con el poder constituyente, de manera que la soberanía no sería otra cosa que la cristalización de este poder en una posterior organización jurídico-política específica, esto es, en un nuevo poder constituido. En este sentido, la dictadura soberana no suspende la Constitución a partir de un Derecho fundamentado en ella, sino que apela a otra Constitución que desea instaurar y a la que considera verdadera (Schmitt, 2003, pp. 182-183).
Por tal razón, a diferencia de la dictadura comisarial, autorizada por un órgano constituido según la Constitución existente, la dictadura soberana se deriva de su propio ejercicio inmediato a partir del “informe” poder constituyente. En tal sentido, puede afirmarse que la dictadura comisarial realiza su comisión de manera incondicionada a partir de un poder constituido, mientras que la dictadura soberana realiza su comisión de manera incondicionada a partir de un poder constituyente (Schmitt, 2003, pp. 192-193).
En tercer lugar, si la soberanía es el resultado de la dinámica entre el estado de excepción y la decisión, el poder constituyente es el principio que la actualiza, es decir, la voluntad política que hace posible su existencia tanto como constitución existencial cuanto como constitución normativa.
Como afirma Schmitt en su Teoría de la Constitución (1928), se trata del fundamento existencial del poder legítimo, la soberanía, y su expresión normativa en la Constitución. En tal sentido, la Constitución no es absoluta, porque no surge de sí misma; en realidad, aparece gracias a la voluntad política existencial de un poder político ya existente (Schmitt, 1996, p. 46). Por tal razón, se puede decir que su origen es incondicionado e indeterminado. Gracias a esta condición, el poder constituyente es capaz de crear, mediante una decisión, el ordenamiento normativo: la Constitución (Schmitt, 2003, p. 190).
De esta manera, el poder constituyente es la voluntad del ser político concreto, el cual, al ejercer tal voluntad mediante la decisión política, determina el modo y la forma de su propio ser. En tal sentido, es la voluntad política mediante la cual el ser político concreto determina su propia naturaleza. Así, en cuanto existencia de la unidad política, determina, como un todo, la esencia de esta misma unidad política a través de una decisión (Schmitt, 1996, pp. 93-94).
La Constitución surge gracias al ejercicio del poder constituyente, pues ella no se funda en una norma abstracta, sino en la validez de la voluntad del ser político. En tal sentido, la Constitución es esencialmente una cristalización suya; sin embargo, ella “no lo puede agotar, absorber o consumir de manera absoluta”. La voluntad política continúa existiendo por encima de la Constitución, al punto que los conflictos constitucionales, respecto a los fundamentos de la decisión política de conjunto, solo se resuelven a través de él mismo (Schmitt, 1996, pp. 94-95).
Por tanto, en cuanto mandato, el poder constituyente es el principio originario de todo orden jurídico y político, por lo que, en cuanto voluntad política, es necesariamente único e indivisible; razón por la cual no se trata de un poder añadido a los otros poderes (legislativo, ejecutivo y judicial), sino que constituye el fundamento de todos ellos (Schmitt, 1996, p. 95).
Por otro lado, la decisión consciente acerca del modo y forma de la existencia política, cristalizada en la Constitución, presupone ya la realidad del Estado, pues es su modo y forma los que se fijan. En cambio, la voluntad política que hace posible semejante acto de constitución no puede ejecutarse a través de ningún procedimiento, puesto que el poder constituyente no está vinculado a formas jurídicas establecidas. En tal sentido, se puede afirmar que el poder constituyente se halla en un “estado de naturaleza” permanente, razón por la cual no puede constituirse con arreglo a la Constitución, aunque esta encuentre su fundamento en él precisamente (Schmitt, 1996, pp. 96-97).
El poder constituyente no solo crea la Constitución, sino que le otorga legitimidad, es decir, la reconoce como situación de hecho y ordenamiento jurídico. De esta manera, una Constitución es legítima cuando el poder y la autoridad del poder constituyente que sirve de base a su decisión son reconocidos, es decir, puede “fijar el modo y forma de su existencia” (Schmitt, 1996, p. 104).
En cuarto lugar, la decisión hace realidad la “estructura teológico-política” de la unidad política moderna mediante la realización tanto del principio de representación, como el principio de identidad, constitutivos del Estado moderno. En efecto, a pesar de que el liberalismo, a través del Estado burgués de Derecho, ha implantado el parlamentarismo como forma mixta de monarquía y democracia, el problema de la decisión, y del poder constituyente, siempre está latente. Por tal razón, los teóricos del parlamentarismo hablarán de “soberanía de la razón” o “soberanía de la Constitución” con la finalidad de escamotear el poder constituyente de la unidad política (Schmitt, 1996, p. 205).
En cuanto a unidad política, el Estado está articulado por dos principios formales contrapuestos: la identidad y la representación. La identidad surge de la existencia inmediata del pueblo respecto de sí mismo, mientras que la representación nace de la necesidad de gobierno del propio pueblo. En este sentido, la monarquía absoluta es la primacía del principio de representación, mientras que la democracia implica la primacía del principio de identidad. Sin embargo, tanto en un caso como en el otro, ambos principios se combinan de manera diversa, no son excluyentes: la monarquía necesita de la identidad y la democracia necesita de la representación (Schmitt, 1996, p. 206).
Ahora bien, en tanto que el parlamentarismo liberal solo está interesado en “limitar” tanto el poder constituyente del pueblo como el del monarca, no puede ni representar ni darle identidad a la unidad política. Como consecuencia de ello, se crea una tensión permanente entre los dos principios que ponen en cuestión la legitimidad del gobierno y, eventualmente, la del propio Estado. En realidad, en esta tensión se revela la “estructura teológico-política” del Estado moderno, puesto que la representación no es un fenómeno normativo, sino existencial. La representación actualiza algo imperceptible mediante un ser públicamente visible, de manera que en ella aparece concretamente una forma elevada del ser (Schmitt, 1996, p. 209).
Pues bien, de acuerdo con la definición inicial, entre el estado de excepción y la decisión se despliega el drama fundacional, mediante el cual el poder constituyente se transforma en poder constituido. Este drama se desarrolla en el seno del orden jurídico-político constituido de ese momento, de suerte que uno de sus componentes, la decisión, se independiza del otro, la norma, debido al estado de excepción (Schmitt, 2009, p. 18).
Al ejercerse únicamente en el estado de excepción, la soberanía excede toda organización jurídico-política, de suerte que, en el corazón de todo orden constitucional, la soberanía espera siempre su momento de actualización en las situaciones excepcionales (Löwith, 2007, pp. 146-147). Por tal razón, el acto constitutivo de la decisión es verdaderamente un acto de fundación, pues solo la decisión funda tanto la norma, como el orden jurídico (Schmitt, 1996, pp. 30-31).
3. El fundamento teológico de la soberanía: la experiencia religiosa de la repetición
Para descubrir el origen del concepto de decisión utilizado por Schmitt, se debe recurrir al método que él mismo creó bajo el concepto de analogía teológico-política o teología política. Por tal razón, se aplicará al concepto de soberanía del propio Schmitt su propio método.
La fundación de la analogía conceptual teológico-política o teología política no habría sido posible sin el aporte de los llamados pensadores contrarrevolucionarios o tradicionalistas como Joseph de Maistre, Louis de Bonald y Juan Donoso Cortés. Cada uno de ellos descubrió el vínculo entre teología y política a partir de la reflexión acerca del rol sociológico de la religión al interior de la vida política de un pueblo. Schmitt, en cambio, concibió esta disciplina como un método de comparación entre los conceptos jurídicos-políticos y los conceptos teológico-metafísicos correspondientes a una época determinada (Schmitt, 2009, p. 43).
La posibilidad de esta comparación conceptual tiene dos fundamentos: uno histórico y otro sistemático. Schmitt plantea que “todos los conceptos centrales de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados”, en el doble sentido de su evolución histórica y de su estructura sistemática. En cuanto a su evolución histórica, estos conceptos se trasladaron de la teología a la teoría del Estado, de suerte que, por ejemplo, el Dios omnipotente se transformó en el legislador todopoderoso y, respecto de su estructura sistemática común, sirvieron para la comprensión sociológica de la jurisprudencia; de manera que, por ejemplo, el estado de excepción habría adquirido en el derecho una significación análoga a la del milagro en teología (Schmitt, 2009, p. 37).
De esta manera, la teología política como sociología de los conceptos jurídicos es la disciplina o método que tiene por finalidad determinar la analogía existente entre el sistema de conceptos jurídico-políticos y el de conceptos teológico-metafísicos de una misma época, pues, como afirmaba Schmitt: “La imagen metafísica que de su mundo se forja una época determinada tiene la misma estructura que la forma de la organización política que esa época tiene por evidente” (Schmitt, 2009, p. 44).
Ahora bien, la analogía teológica al decisionismo está presente en un pequeño texto donde se muestra con claridad su origen. En efecto, en el último párrafo del primer capítulo de su Teología política (1922), Schmitt contrapone la necesidad de lo general a la pasión de la excepción. Para fundamentar su posición, cita el texto de un “gran teólogo protestante del siglo XIX” al cual no identifica:
La excepción es más interesante que el caso normal. Lo normal nada prueba; la excepción, todo; no sólo confirma la regla, sino que ésta vive de aquélla. En la excepción, la fuerza de la vida efectiva hace saltar la costra de una mecánica anquilosada en repetición. Un teólogo protestante, que ha demostrado la intensidad vital que puede alcanzar la reflexión teológica aun en el siglo XIX, ha dicho: “La excepción explica lo general y se explica a sí misma. Y si se quiere estudiar correctamente lo general, no hay sino mirar la excepción real. Más nos muestra en el fondo la excepción que lo general. Llega un momento en que la perpetua habladuría de lo general nos cansa; hay excepciones. Si no se acierta a explicarlas, tampoco se explica lo general. No se para mientes, de ordinario, en esta dificultad, porque ni siquiera sobre lo general se piensa con pasión, sino con una cómoda superficialidad. En cambio, la excepción piensa lo general con enérgica pasión” (Schmitt, 2009, p. 20).
Como anota Cristi (1991), esta cita, “creada” por Schmitt, proviene de la obra La repetición (Gjentagelsen), publicada el 16 de octubre de 1843 por Søren Kierkegaard, “el gran teólogo protestante del siglo XIX” al que hace referencia Schmitt sin decir su nombre.
En La repetición (1943), Kierkegaard sostiene que los antiguos griegos descubrieron la anamnesis, es decir, la reminiscencia. De acuerdo a esta experiencia, todo lo que existe actualmente, existió alguna vez en el pasado. En cambio, el cristianismo descubrió otro tipo de fenómeno: la repetición. Según este punto de vista, todo lo que existió en el pasado, volverá a existir nuevamente a partir de ahora, es decir, se repetirá o, mejor, se reiniciará (Kierkegaard, 2019a, p. 21).
Así, los griegos descubrieron el recuerdo como forma de experimentar la vida, de manera que entendían el presente a partir del pasado. El cristianismo, en cambio, descubrió la repetición como una forma diferente de experiencia vital, según la cual el presente se comprendía a partir del futuro. Ambas formas de experimentar el tiempo intentaban, cada una a su modo, expresar la esencia de la vida. Si bien se trataba de experiencias temporales opuestas, el movimiento que las constituía era idéntico, pues, el recuerdo no es sino una repetición retroactiva (Kierkegaard, 2019a, p. 21).
Desde este punto de vista, Kierkegaard ataca la dialéctica hegeliana. Según él, la categoría de la mediación (Vermittelung) creada por Hegel no le hace justicia al verdadero proceso dialéctico, pues en ella se pierden los contrarios en una síntesis de naturaleza lógica. Por el contrario, en su lugar, el concepto correcto es el de repetición (Gjentagelse), ya que en él se mantiene la tensión entre los contrarios en el seno de la existencia. Esto se debe a que el término Gjentagelse no solo trae consigo la idea de repetir algo, sino la de recuperar y recomenzar algo. De esta manera, la repetición de Kierkegaard es la repetición de algo que se recupera y reinicia mediante la acción, no mediante el pensamiento (Kierkegaard, 2019a, p. 36).
Para Kierkegaard, el pensamiento siempre permanece en la inmanencia y no permite acceder a la trascendencia, porque suplanta el movimiento de la existencia por el movimiento de la razón e introduce contenidos previamente determinados por ella. En este sentido, la filosofía idealista reproduce la repetición retroactiva descubierta por los griegos. En cambio, desde el punto de vista descubierto por Kierkegaard, sí es posible acceder a la trascendencia, pues, en cuanto experiencia de la existencia, la repetición cristiana siempre se enfrenta al futuro inesperado (Kierkegaard, 2019a, p. 66).
Kierkegaard explica la repetición a partir del ejemplo de Job. En su perspectiva, Job es el primer defensor de los derechos del hombre ante Dios y tal defensa solo puede entenderse bajo la categoría de la prueba. Para asimilarla, no existe racionalidad alguna, porque la prueba siempre es una experiencia individual, una excepción, mientras que toda racionalidad estudia siempre lo general. Por tal razón, ni la filosofía, ni la ciencia, ni la ética ni la estética, ni la dogmática teológica pueden dar razón de ella. La prueba es, por tanto, un acontecimiento que antecede a todo conocimiento y, para diferenciarla de cualquier otro evento, es necesario comprobar el poder destructivo de su actualización en la vida del hombre. La prueba de Job es, en realidad, la repetición actualizada en el presente eterno de la existencia. Por medio de ella, la realidad humana es quebrantada y abierta hacia la trascendencia. (Kierkegaard, 2019a, pp. 83-84).
Desde este punto de vista, la repetición acontece en la propia vida. Y, en efecto, así sucede cuando Job, después de haber padecido un castigo inmerecido, recibe de vuelta lo perdido. Tal suceso constituye una repetición, porque Job recupera su propio yo, como si acabara de nacer. La repetición consiste entonces en el repetirse a sí mismo, en el insistir espiritualmente en la propia unidad personal, en el recuperarse y recomenzar en medio del acontecimiento de la prueba, pues lo que existe existirá nuevamente como regeneración de lo que ha sido destruido (Kierkegaard, 2019a, pp. 89-90).
En este punto, Kierkegaard introduce la oposición entre lo general y la excepción. De esta manera, reinterpreta la categoría hegeliana de lo general, o el mundo ético, en función a su propia explicación de la existencia como hecho singular. Así, lo individual irrumpe en lo general bajo la forma de la excepción. Esta irrupción constituye el ámbito concreto de la existencia que desbarata toda construcción ética de la vida humana. La prueba, en cuanto acontecimiento, trae la repetición, es decir, la nueva existencia. La excepción lucha por emerger desde el seno de lo general para abrirse paso hacia la trascendencia, pero esto no ocurre por obra del deseo o de la voluntad humana, sino por el acaecimiento de un evento extraordinario ante el cual la voluntad debe decidir. La transformación que produce este evento en la vida del hombre lo coloca en la repetición, es decir, lo obliga a elegirse dentro de lo que acontece (Kierkegaard, 2019 a, pp. 90-91).
En una obra paralela, Temor y temblor[2], nos enfrentamos a un “ensayo de psicología experimental”, aplicado al personaje bíblico de Abraham. En este libro, Kierkegaard trata de recuperar la experiencia psicológica del patriarca de la fe, Abraham de Ur. La cristiandad, que Kierkegaard distingue del cristianismo, habría ocultado esta experiencia y, en su lugar, habría resaltado el sacrificio de “lo más preciado” que Abraham poseía: Isaac. La consecuencia de este ocultamiento deliberado habría traído consigo la desaparición de la experiencia de la fe en el propio cristianismo. Tal experiencia tendría como núcleo el hecho de la angustia (Kierkegaard, 2019b, p. 123).
Según Kierkegaard —o Johannes de Silentio—, es a partir de la angustia que la experiencia de la fe se hace realidad, pues sin esta Abraham sería solo un asesino carente de escrúpulos. La presencia de la angustia es sumamente relevante, pues solo ella asegura que la situación que se vive sea una paradoja. Solo la fe puede transformar el crimen en un acto sagrado. De esta manera, desde un punto de vista ético, Abraham quiso matar a Isaac; desde un punto de vista religioso, quiso ofrecerlo en sacrificio. Esta contradicción entre dos deberes, deber del padre y deber del creyente, es la que coloca a Abraham en la posición del absurdo y genera la angustia. Esta última lo prepara para ingresar en la dimensión de la fe. Absurdo, angustia y fe están, por tanto, inextricablemente ligados (Kierkegaard, 2019b, p. 125).
En la experiencia de Abraham se puede distinguir, en modo potenciado, la experiencia de la repetición descrita por Constantius. Del mismo modo ocurre con Abraham, pues al mantener la fe, gracias al absurdo, pierde y recupera a Isaac, es decir, repite su condición previa en forma potenciada. En un único movimiento, Abraham realizó lo que el joven enamorado esperaba de su amada. Sin embargo, a diferencia de este, que esperó el momento de la liberación, Abraham tuvo que llevar a cabo una acción en correspondencia con las circunstancias. Esta es la distancia que separa a Job de Abraham: la acción en medio del absurdo. Mediante tal distancia, Kierkegaard señala ahora un aspecto nuevo de la relación existente entre el absurdo, la angustia y la fe (Kierkegaard, 2019b, p. 129).
Kierkegaard intenta demostrar cómo aparece la fe en medio del absurdo. Según él, Abraham tuvo que resignarse de manera absoluta antes de experimentar la fe. Precisamente, al igual que a Job, el absurdo obligó a Abraham a la resignación infinita; sin embargo, Job no alcanzó la fe, sino la apertura hacia ella a pesar del absurdo. Su persistencia es el resultado de su vasto conocimiento del mundo y de su piedad ante Dios, pero nada de esto tiene que ver con la fe. Por tal razón, el joven enamorado dice “Job no es un héroe de la fe, sino el héroe que, con tremendos dolores, da a luz la categoría de la prueba” (Kierkegaard, 2019a, p. 83).
Cosa distinta ocurrió con Abraham, quien, según la tradición judía, es considerado precisamente el “patriarca de la fe”. En efecto, en su caso, es gracias al absurdo, que actualiza la angustia, que él puede alcanzar la fe, de la que constituye su ejemplo más destacado. Después de la resignación infinita, que consiste en la aceptación absoluta de la finitud de la existencia, es posible disfrutar de todo lo finito sin culpa ni anhelo. Se produce así la repetición, pues todo se recupera al resignarnos infinitamente a todo. Se instala así la paz en el alma, pues el hombre está reconciliado con la finitud de la vida (Kierkegaard, 2019b, p. 133).
De esta manera, el salto hacia la fe acontece cuando la resignación infinita, luego de haberse reconciliado con el dolor de la finitud, se transforma en el ser humano, en certeza de la imposibilidad desde el punto de vista de la finitud y en posibilidad absoluta desde el punto de vista de la infinitud. Ya no se trata, en suma, de experimentar el absurdo padeciéndolo como Job, sino de creer en el mismo absurdo para remontarlo. Si la experiencia del absurdo me permite recuperarme a mí mismo mediante la resignación infinita, la experiencia de la fe en el absurdo me permite recuperar todo aquello a lo que había renunciado. Esta es, pues, la experiencia de Abraham en su angustia, la experiencia de la fe (Kierkegaard, 2019b, p. 138).
Ahora bien, Kierkegaard conceptualiza esta descripción a partir de su polémica contra Hegel. Lo particular, si existe en su sistema, es solo un momento del autodespliegue de la Idea. Por tal razón, todo lo particular está condenado a ser absorbido por lo general o a quedar separado, pero perdido como un momento “anómalo” que requiere una superación dialéctica. Según Kierkegaard, Hegel considera lo particular como una determinación moral del mal que debe ser reconducida o superada hacia la teleología del comportamiento ético. Por tal razón, desde la ética, Abraham debe ser considerado un asesino; sin embargo, desde la fe, Abraham se encuentra por encima de la ética. En efecto, en la fe del absurdo, lo particular se sitúa por encima de lo general, de suerte que, aislado de la ética, experimenta, en su interioridad, la realidad de la trascendencia (Kierkegaard, 2019b, p. 144).
En el caso de Abraham ocurre algo extraordinario, pues el τέλος de su acto supera la esfera de lo ético. Al dirigirse a un plano más alto produce una suspensión teleológica de lo ético que, en consecuencia, aniquila lo general, es decir, el orden jurídico establecido (Hegel, 1968, p. 136). La destrucción de lo ético es el único punto de contacto entre lo general y el acto particular llevado a cabo por Abraham. En realidad, su acto no posee ninguna implicación ética, pues no tiene como finalidad la vida de la comunidad. No pretende salvar la unidad política de la comunidad, ni apaciguar la cólera de los dioses ni mucho menos salvar a un pueblo (Kierkegaard, 2019b, pp.147-148).
De esta manera, el particular se encuentra en una nueva condición existencial cuando la ética ha quedado suspendida. El núcleo de esta nueva condición es la paradoja de la fe en la que él coloca toda su confianza, pues la fe es una convicción que trasciende todo conocimiento conceptual (Torralba, 2013, p. 217). Abraham ha alcanzado esta condición y se mantiene en ella. La única explicación posible para esta nueva condición no es la mediación de la razón dialéctica, sino, la acción por la que se rompe el orden ético, las normas sociales, y, en consecuencia, se abraza el absurdo de la fe. Así, accedemos a la unidad de la existencia humana, es decir, a la unidad de la pasión. Solo por la pasión es posible suspender teleológicamente lo ético (Kierkegaard, 2019b, p. 153).
De esta manera, se establece una dialéctica entre lo particular y lo general que no existía en el primer libro. En el primer caso, solo se confrontaban ambas categorías en el plano personal; mientras que, en el segundo caso, la excepción toma ya la forma del particular, o sea, del acto personal de la decisión, para confrontarse con lo general objetivado en las normas. Sin embargo, este particular tiene como determinación fundamental la capacidad de superar lo general y de imperar sobre él. La única manera de superarlo es mediante la fe, de suerte que el fundamento teológico de la experiencia de la repetición es el fideísmo, análogo al decisionismo schmittiano. Ahora bien, es necesario preguntarse ¿de qué manera la experiencia religiosa de la repetición, el fideísmo, constituye el fundamento teológico del concepto de soberanía de Carl Schmitt?
4. Teología política y política teológica: el debate entre Carl Schmitt y Erik Peterson
Para algunos especialistas en Kierkegaard, como el profesor Johannes Thumfart, entre Kierkegaard y Schmitt habría una contradicción en cuanto que la doctrina del pensador danés acepta la excepción solo “si no se persigue de manera voluntaria”, es decir, solo si está justificada. Thumfart presume que Schmitt es defensor de un “excepcionalismo ardiente” y arbitrario, cuya finalidad sería esencialmente defender la existencia del Estado. Esta es la razón por la cual el excepcionalismo schmittiano no llegaría al estadio del Caballero de la Fe, que Kierkegaard identifica con Abraham, sino únicamente al estadio del Héroe Trágico, que Kierkegaard identifica con Jefté, quien se inmola por la comunidad, no por Dios. Desde su punto de vista, un traslado coherente de las categorías kierkegaardianas a la política debería interpretarse como un “estado de excepción positivo, no en favor de la mera supervivencia del Estado”, sino más bien como “la posibilidad de revoluciones sociales en estados en que no todos los individuos tienen libertad y posibilidad de desplegar su excepcionalidad” (Thumfart, 2013, pp. 339-340).
Sin embargo, debemos aclarar que un “estado de excepción positivo”, tal como el profesor Thumfart describe, no contradiría un ápice la concepción de Schmitt, puesto que su teoría de la soberanía no se refiere al Estado como poder constituido, sino más bien al Estado como poder constituyente y dictadura soberana en la que el legislador se transforma en dictador y viceversa. En esta medida, el soberano, revolucionario o contrarrevolucionario, liberal o conservador, republicano o monárquico, fascista o comunista, constituye el nuevo poder constituido a partir de la propia actualización del poder constituyente que aparece justo cuando aquel se encuentra en vías de desaparición.
Por la misma razón, el soberano schmittiano no es un Héroe Trágico, porque no defiende la comunidad constituida, sino la comunidad que ha de ser constituida. En tal sentido, el soberano schmittiano solo es un médium del poder constituyente, un siervo de este poder absoluto, un Caballero de la fe, cuyas acciones pueden ser vistas tanto como manifestaciones de la fe como del crimen, pero, en cualquier caso, como decisiones extraordinarias frente al acontecimiento del milagro, es decir, del estado de excepción. Para Schmitt, este poder no proviene de la comunidad inmanente, sino que actúa independientemente de él, como corresponde al dualismo entre Iglesia y Estado introducido por el cristianismo, aunque en clave secularizada (Van der Leuw, 1964, pp. 261-262).
Esta aclaración acerca de la influencia de Kierkegaard en Schmitt es pertinente por cuanto el primer gran debate en relación a la teología política schmittiana produjo la misma reacción. En efecto, el teólogo protestante Erik Peterson, muy cercano a Schmitt inicialmente, sostuvo en su famosa obra El monoteísmocomo problema político (1935) la “imposibilidad teológica” de una teología política desde un punto de vista rigurosamente cristiano.
Al escribir este libro, Peterson intentaba polemizar con los teólogos católicos de la famosa “teología del reino”, quienes, al igual que la Iglesia Evangélica Alemana de Friedrich Gogarten y Emmanuel Hirsch, defendían una escatología secularizada, identificada con la refundación de un imperio sagrado. Aunque Peterson solo menciona a Schmitt en una nota al pie de página, parece que el teólogo también quería enmendarle la plana al jurista a pesar del modo desconcertante como lo hizo (Scattola, 2008, p. 197):
El concepto de “teología política” fue introducido en la literatura por Carl Schmitt (1922) […] Pero no propuso sistemáticamente aquellas cortas argumentaciones. Nosotros hemos intentado aquí probar con un ejemplo concreto la imposibilidad teológica de una “teología política”. (Peterson, 1999, p. 123)
Según Peterson (1999), la teología política, como doctrina de la monarquía divina, solo puede existir en el judaísmo o en el paganismo, es decir, en el monoteísmo puro o en el politeísmo, pues en ellos la autoridad del monarca está fundamentada teológicamente. Al contrario, el cristianismo, al concebir a Dios como Trinidad, no puede aceptar este punto de vista al interior de su doctrina (p. 95).
Solo la herejía arriana, forma de monoteísmo adopcionista, podría aceptar tal cosa. Según Peterson, fue Constantino el Grande, converso al cristianismo desde el arrianismo, quien introdujo este tipo de monarquía en el sistema político romano-cristiano. Peterson ve en Eusebio de Cesárea, el gran artífice político del emperador Constantino, el representante de esta postura (Peterson, 1999, p. 92).
Con el desarrollo teológico de la doctrina de la Trinidad, especialmente con Gregorio Nacianceno y luego San Agustín, el cristianismo pudo superar la interpretación eusebiana según la cual el emperador, a la manera de Cristo, era el representante de Dios en la Tierra. Así, la conexión entre el Imperio y el evangelio cristiano quedaba cortada de raíz (Peterson, 1999, p. 93).
En suma, el monoteísmo, en cuanto problema político, es el resultado de la interpretación del judaísmo por el helenismo. Así, la monarquía divina judía se acopló a la idea monárquico-política de la filosofía griega. Inicialmente, esta síntesis se introdujo en la Iglesia cuando la fe cristiana fue declarada religión oficial del imperio; de esta manera, el cristianismo terminó subordinándose al poder político. Sin embargo, el desarrollo del dogma trinitario y de la escatología cristiana permitieron la ruptura radical con la teología política imperial (Peterson, 1999, pp. 94-95).
Para poder responder a las objeciones de Peterson es necesario hacer un rodeo. Se ha visto que la teología política schmittiana debe entenderse primariamente como un método analógico-conceptual entre conceptos teológico-metafísicos y conceptos jurídico-políticos pertenecientes a una misma época, es decir, como una sociología de los conceptos jurídicos, específicamente como una sociología del concepto de soberanía. Sin embargo, la teología política schmittiana no se reduce a un simple método, sino que, además, propone su propia doctrina de la soberanía. Hemos visto que esta doctrina recibe el nombre de decisionismo y que su contraparte teológica es el fideísmo, proveniente de la obra de Kierkegaard, ambos determinados por el concepto de decisión.
Así, el problema de la teología política es la expresión de la dualidad ontológica de la propia realidad política moderna. En efecto, como vimos, desde sus primeras obras, Schmitt demostró el hiato existente entre los hechos sociales y las normas jurídico-políticas que debían dar cuenta de ellos. Schmitt, contra el monismo materialista, afirmaba una visión dualista de la realidad, y, al mismo tiempo, buscaba una mediación. Schmitt buscó una solución que hiciera posible la conexión entre ambas regiones del ser. Inicialmente, esta conexión consistió en la recuperación de la dimensión histórico-social, concebida como objetivación de la voluntad de orden del cuerpo político de cuyo seno surgiría, posteriormente, el acto de decisión (Nicoletti, 1990, pp. 21-22).
Esta estructura ontológica dual tiene su expresión más acabada, como hemos visto, en el problema de la representación. Este consiste en el descubrimiento, en el seno de la forma política moderna, de una estructura fundamental “que implica un movimiento de trascendencia y, al mismo tiempo, el intento de sustraerse a este movimiento mediante una búsqueda de inmanencia” [traducción propia]. (Duso, 1996, p. 93).
El origen de esta dualidad proviene del llamado “proceso de secularización” del cristianismo. En efecto, hacia el siglo XI se produjo la reforma gregoriana o, como algunos historiadores la llaman, la revolución papal. En 1075, Gregorio VII decidió independizarse del Sacro Imperio y se transformó en cabeza de la Iglesia occidental, por lo que separó, jurídica y políticamente, a la Iglesia de los poderes seculares (Berman, 1996, pp. 11-12). Por si fuera poco, Gregorio VII proclamó en su Dictatus papae la supremacía legal del Papa sobre todos los cristianos y la supremacía del clero sobre todas las autoridades seculares (Berman, 1996, p. 104).
Para lograr sus objetivos, la Iglesia sistematizó el Derecho existente en su época. Así, surgió un nuevo sistema de Derecho Canónico y nuevos sistemas jurídicos seculares, junto con una clase de juristas y jueces profesionales, jerarquías de tribunales, escuelas de Derecho, tratados de Derecho y un concepto de Derecho como cuerpo autónomo integrado y desarrollado con principios y procedimientos (Berman, 1996, p. 128). Edificado sobre la Reforma Gregoriana, el supremo gobierno de la Iglesia fue atribuido al papa por los canonistas de finales del siglo XII y XIII. Tenía plena autoridad (plenitudo auctoritatis) y pleno poder (plenitudo potestatis). Así, podía promulgar leyes, fijar impuestos, castigar delitos y disponer de los beneficios eclesiásticos, así como de la adquisición y administración de todos los bienes de la Iglesia (Berman, 1996, p. 218).
A partir de esta separación, la realeza occidental cambió de naturaleza, pues dejó de lado su naturaleza mediadora crística para desarrollar lo que la modernidad ha llamado poder representativo. Paradójicamente, tanto la Iglesia como el Imperio derivaron, cada uno a su manera, hacia lo que luego se identificó con el Estado moderno. Con Gregorio VII, la iglesia creó un poder burocrático centralizado a partir del Derecho canónico. El Imperio, dividido en monarquías nacionales, dejó de encarnar el fundamento divino y se transformó en el mediador del cuerpo social consigo mismo. Aparecieron así los dos principios constitutivos del mundo político moderno: la soberanía del Derecho y la legitimidad representativa del Estado (Gauchet, 2005, pp. 203-204).
No obstante, el paso decisivo en el proceso de secularización lo llevó a cabo Thomas Hobbes. En su obra, no solo se describe la nueva realidad del Estado, sino que se establecen los fundamentos teóricos de la nueva teoría política ya secularizada. En efecto, a diferencia de la teología política medieval que le había precedido, Hobbes fusionó las dos órdenes que esta presuponía. Así, el orden espiritual, asumido por la realidad histórica de la Iglesia, perdió su carácter trascendente y, en su lugar, apareció una única institución portadora tanto del orden temporal como del espiritual: el Estado (Scattola, 2008, pp. 111-112).
Así, a diferencia del mundo medieval, en el naciente mundo moderno el principio teológico supremo pasó a formar parte del poder temporal del soberano y desapareció la objetividad de la legitimidad divina que le daba consistencia. Desde ahora, en el mismo soberano habitará aquella autoridad que antaño provenía de Dios; se instauró así lo que Schmitt llamó decisionimo del soberano. La antigua distinción “entre auctoritas y potestas desaparece totalmente en la decisión soberana. Es summa auctoritas y summa potestas a la vez. Quien instaura la paz, la seguridad y el orden es soberano y tiene toda la autoridad” (Schmitt, 1996, p. 30).
A diferencia de la Iglesia, que actuaba sobre la sociedad siempre desde el exterior, el Estado, a partir de la desaparición de la trascendencia religiosa, introdujo una separación al interior de la inmanencia del mismo cuerpo social. El Estado, inmanente a la sociedad, se transformó así en una máquina institucional sin precedentes capaz de intervenir en todos los aspectos de la vida humana (Gauchet, 2005, pp. 276-277).
Sin embargo, la desaparición de la trascendencia religiosa trajo consecuencias dramáticas para el futuro de la modernidad. En efecto, según Schmitt, la continuidad de la Iglesia como institución en la historia se debe a que está organizada alrededor de una idea trascendente representada de manera personal por la figura del pontífice (Schmitt, 2011b, pp. 26-27). De esta representatividad derivaba la capacidad jurídica de la Iglesia católica (Scalone, 2005, p. 337).
Por el contrario, en el caso del Estado y de sus formas políticas modernas, a pesar de funcionar con la lógica transferida desde la Iglesia, la representación sufre una transformación radical. Al desaparecer la representaciónpersonal del pontífice, fundamentada en un orden metafísico preexistente, se instala un hiato insalvable entre el representante y el representado, pues el Estado es una creación artificial, cuyo fundamento es puramente abstracto y constituye una “trascendencia” impersonal. Por tal razón, la forma política moderna tiende constantemente a perder legitimidad (Scalone, 2005, p. 340).
El fundamento de la representación en el Estado moderno es, por lo tanto, infundado, carece de fundamento. Por tal razón, las formas políticas modernas necesitan permanentemente de una instancia decisoria que las haga efectivas y que supere el hiato inherente a la falta de representatividad. Así, el origen de la modernidad política está determinado por el fondo abisal del poder constituyente que, al perder a su representante personal, necesita ser legitimado. La única forma de hacerlo es a través del Derecho positivo, pues constituye el instrumento que el Estado moderno ha creado para tal fin. Sin embargo, para que el Derecho pueda legitimar al poder constituyente, la idea del Derecho necesita concretarse mediante un acto de decisión de la unidad política que haga posible su concreción positiva en la representación (Scalone, 2005, p. 343).
Dicho esto, podemos afirmar, con Merio Scattola, que la tesis de Schmitt, según la cual los conceptos teológicos se habrían secularizado en conceptos políticos, queda incólume ante la investigación de Peterson. En realidad, el teólogo alemán habría logrado describir un tipo de teología política desarrollada al interior del cristianismo antiguo, precisamente, aquella que deriva de la herejía arriana, pero no toca el fondo del argumento schmittiano. Se limita a señalar la incompatibilidad del dogma trinitario con la idea de una monarquía política fundamentada en el monoteísmo religioso (Scattola, 2008, p. 198).
En realidad, la teología política de Schmitt se centra en el aspecto teológico de la política, no en un dogma religioso; sin embargo, originariamente proviene de la función pública desarrollada por la Iglesia durante la Edad Media. Esta función pública tiene como expresión concreta la soberanía y, como agente de su actualización, la decisión del soberano. Por tal razón, en el contexto secularizado de la modernidad la decisión constituye el elemento fundacional y fundamental de esta teología política. Sin él, se pierde de vista la realización de la representación de la trascendencia en la inmanencia.
La tesis schmittiana debe ser entendida en un contexto secularizado, pero no por ello menos religioso, pues, en el mundo de la modernidad atea la religión no solo toma nuevas formas de expresión, sino que el propio ateísmo puede ser interpretado o bien como una experiencia negativa de Dios o bien, teológicamente, como una manifestación negativa de Dios. En este sentido, cabría preguntarse de qué divinidad se habla tanto en el caso de Kierkegaard, como en el de Schmitt, puesto que ni el Dios de la teología, repudiada ya por Kierkegaard como dogmática vacía, ni el Dios de la filosofía, concebida como racionalidad abstracta, pueden dar cuenta de esta divinidad manifestada a través de la excepción y que le exige al hombre decidir a partir de una fe paradójica.
5. Conclusiones
Referencias
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Notas
Notas de autor