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Abriendo caminos. Los procesos de participación ciudadana promovidos a nivel institucional en el ámbito local, como escuela de profundización democrática*
Opening Roads. Citizen Participation Processes Promoted Locally at the Institutional Level, as a School for Deepening of Democracy
FORUM. Revista Departamento de Ciencia Política, núm. 15, 2019
Universidad Nacional de Colombia

Tema libre

FORUM. Revista Departamento de Ciencia Política
Universidad Nacional de Colombia, Colombia
ISSN: 2216-1775
ISSN-e: 2216-1767
Periodicidad: Semestral
núm. 15, 2019

Recepción: 06 Julio 2018

Aprobación: 14 Noviembre 2018

Financiamiento

Fuente: Administraciones públicas locales contratantes (Ayuntamiento de Madrid, Ayuntamiento de Valladolid, Ayuntamiento de Badalona, Ayuntamiento de Jaén, Ayuntamiento de Las Rozas, Ayuntamiento de Fuenlabrada, Ayuntamiento de Pinto, Ayuntamiento de Aranjuez, Ayuntamiento de Torrejón de Ardoz, Ayuntamiento de Alcalá de Henares, entre otros).

Beneficiario: la Red de Ciudadanía y Medio Ambiente Sostenible (CIMAS) (www.redcimas.org)

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Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Cómo citar: García-Montes, N. (2019). Abriendo caminos. Los procesos de participación ciudadana promovidos a nivel institucional en el ámbito local, como escuela de profundización democrática. Forum. Revista Departamento de Ciencia Política, (15), 11-35. https://doi.org/10.15446/frdcp.n15.73368

Resumen: Las administraciones, los gobernantes y los responsables políticos tienen en su mano la capacidad de generar espacios de democracia directa en sus ámbitos de actuación, especialmente a nivel local, abriendo caminos que van más allá de la democracia representativa. El objetivo de este artículo es hacer un análisis de la participación ciudadana, promovida desde el ámbito institucional, así como de sus potencialidades, dificultades y requisitos, para facilitar las prácticas de profundización democrática desde el marco de las políticas locales. Una participación que es diferente a la que surge de abajo arriba, pero que ofrece un espacio idóneo para convertirse en una escuela de ciudadanía y de democracia directa.

Palabras clave: participación comunitaria, política pública, desarrollo participativo, participación ciudadana, democracia participativa.

Abstract: Administrations, leaders, and policymakers have in their hands the ability to generate spaces for direct democracy in their fields of action, especially at the local level, opening roads that go beyond representative democracy. The aim of this paper is to analyze citizen participation promoted at the institutional level as well as potential, difficulties, and requirements to facilitate the deepening of democratic practices from the field of local politics. A participation that is different from that which emerges from the bottom up, but which offers an ideal space to become a school of citizenship and direct democracy.

Keywords: Community participation, public policy, participatory development, citizen participation, participatory democracy.

Introducción

Acontecimientos como la Primavera Árabe (2010), el movimiento 15-M (2011) y Ocuppy Wall Street (2011) despertaron una conciencia en una parte de la sociedad, ante la necesidad de implicarse en la res pública, y una demanda de mayor protagonismo ciudadano en la política a través de espacios de democracia directa. Asistimos a un interés creciente, en diferentes instancias, por la participación de los ciudadanos en los asuntos comunitarios en los últimos diez o quince años, especialmente desde el comienzo de la crisis sistémica actual (Ramonet, 2011). La democracia representativa tradicional se ha empezado a ver desbordada por la reivindicación de una democracia participativa, que complemente o enriquezca a la anterior. A la estela de tales actitudes se han fraguado algunos cambios políticos —tanto de enfoques como de modelos de gestión— que están favoreciendo la puesta en marcha de numerosas iniciativas municipales de participación social. En lo local, la democracia directa y la democracia participativa encuentran un campo de implementación y experimentación muy apropiado, sea en cuestiones de menor o mayor envergadura y transcendencia para la vida municipal —arreglar una plaza, mejorar un espacio público, satisfacer necesidades urbanas no cubiertas, crear alguna infraestructura o equipamiento nuevo, etcétera—.

Sin embargo, independientemente del alcance o calado de las transformaciones derivadas de las iniciativas participativas, e independientemente de la calidad, rigor, verosimilitud y compromiso real de los procesos participativos —aunque siempre será preferible que cumplan con unos criterios y resultados mínimos para que se puedan llamar participativos—, es destacable la tendencia que se observa en los últimos años a integrar la visión y opinión ciudadana en la gestión pública local, por ejemplo en planes de urbanismo, de desarrollo, estratégicos y sectoriales. Podemos hablar desde un nivel en que los responsables políticos y técnicos hayan logrado superar la fase de desconocimiento y desconfianza ante los procesos participativos, nivel en el que, lamentablemente, todavía no se encuentran muchos de ellos.

Atendemos a la definición de participación de Hart (1993): “La participación es la capacidad para expresar decisiones que sean reconocidas por el entorno social y que afectan a la vida propia o a la vida de la comunidad en la que uno vive” (p. 5). Participación es tomar parte. Aunque también es sentirse parte (Pindado, 2009). Tomar y sentirse parte en los asuntos públicos comunes (comunitarios), tanto a nivel individual (personas físicas) como a nivel colectivo (asociaciones o entidades con cierto grado de organización). Para tomar parte se debe establecer una serie de mecanismos y canales de participación que le permitan a la ciudadanía implicarse en lo procomún, sin necesidad de formar parte de las estructuras formales de gobierno. Es decir, incidir en las políticas sin ostentar cargos o funciones públicas (Díaz, 2017). Se trata de ejercitar los derechos políticos en un sentido más amplio que el propuesto por Marshall en su obra clásica (1950), limitados a participar en la política pública como elector o elegido, es decir, en el marco de la representatividad institucional. Por el contrario, en la democracia participativa los derechos políticos se adscriben a la codecisión continuada de los electores en determinados asuntos gestionados por los elegidos, más allá de la mera delegación en estos últimos. Una democracia en la que el habitante de una localidad pueda encontrar un espacio donde adoptar un rol más cercano al de ciudadano activo, que al de cliente de una administración pública, superando esa “concepción privatizadora” de la ciudad en la que se pierde el estatus de ciudadanía y se sustituye por el de clientela (Boira, 2003).

La participación ciudadana en la toma de decisiones, respecto a distintas parcelas de la actuación de una administración, le permite a la comunidad aportar su visión subjetiva y vivida en la planificación de su ciudad o pueblo, y de esta manera se puede fomentar un lazo identitario más fuerte entre población y espacio poblado. Además de dar impulso a procesos de democracia directa, la participación ofrece un potencial innovador y estructurado para aplicar criterios de integración social y corresponsabilidad ciudadana a las políticas públicas y a la planificación local. Se abre una posibilidad para crear cultura democrática e implicativa en la población, para tejer sentido de pertenencia con el territorio, para promover hábitos, actitudes y conciencia cívica desde lo local y, en definitiva, una posibilidad para hacer ciudades y pueblos más acordes con las necesidades de sus moradores. La participación ciudadana, en asuntos concretos de la política local, puede ser el cauce para integrar a la ciudadanía en su conjunto, en la tarea de devolver la ciudad a sus habitantes, el derecho a la ciudad del que hablaba Lefebvre (1969). Hacer que distintos habitantes de los espacios administrados puedan ser partícipes de la construcción en su pueblo o ciudad. Personas no necesariamente vinculadas a organizaciones sociales, asociaciones cívicas o grupos de interés, no acostumbradas a participar en la actividad municipal, sin afinidades políticas partidistas o sin más voluntad que contribuir a la mejora de su entorno.

Un paso más desde la democracia representativa hacia la democracia participativa

La democracia participativa, más acorde con la democracia directa que con la democracia representativa, no pretende sustituir a esta última; debe entenderse más bien como complemento, refuerzo y una forma de mejorarla (Habermas, 1998). Se puede concebir la democracia participativa como gobernanza, donde “las instituciones estatales y no estatales, los actores públicos y privados, participan y a menudo cooperan en la formulación y aplicación de políticas públicas” (Mayntz, 2001, p. 1). Mientras que la democracia representativa, en palabras de Schumpeter (1983, [1942]), sería

el sistema institucional de gestación de las decisiones políticas que realizan el bien común dejando al pueblo decidir por sí mismo las cuestiones en litigio, mediante la elección de los individuos que han de congregarse para llevar a cabo su voluntad (p. 321).

Este planteamiento sobre delegación de responsabilidades, funcional durante mucho tiempo y en muchos lugares, aunque sigue siendo necesario hoy en día quizás ha encontrado el momento de enriquecerse y ampliarse. Se puede dar un paso hacia modelos más integradores de la voz ciudadana, de forma más transversal y continuada que en unas elecciones cada determinado número de años, que es el modelo de democracia electoral propio de los formalismos de la dimensión política (Reguillo-Cruz, 2003). Especialmente en un momento en el que asistimos a una crisis de legitimidad social de la política representativa tradicional, en diversas partes del mundo, generada por una progresiva desconfianza y distanciamiento ciudadano frente a las instituciones públicas (Torcal y Montero, 2006) y los partidos políticos (Hernández, 2006).

El distanciamiento entre sociedad civil y clase política, así como la manifiesta desafección ciudadana respecto a una cosa pública acaparada por las élites políticas, económicas y tecnócratas, agudizado en las primeras décadas del siglo XXI, puede verse revertido a través de procesos de empoderamiento, implicación y correflexión/cocreación por parte de la ciudadanía. El apartamiento de los destinatarios de las políticas públicas de las decisiones sobre las mismas es reflejo de una sociedad donde unas minorías activas compiten entre sí, para tratar de ostentar los roles dirigentes y acaparar el mayor espacio de influencia posible sobre unas mayorías pasivas (Moscovici, 1979). Una anquilosada, estancada e insuficiente democracia representativa produce una pérdida de capacidad crítica de la ciudadanía, una cosificación del pensamiento y una actuación clónica, a pesar de que puedan existir pensamientos distintos (Roitman, 1998). Pero al mismo tiempo, esa rígida y desgastada estructura puede servir de motor para que surjan prácticas alternativas y superadoras de intervención en lo público, que se filtren por los resquicios de la democracia representativa y que encuentren un campo para la experimentación en lo local. El ciudadano, con la democracia representativa del Estado-nación moderno, adquiere un “estatus legal” —conjunto de derechos—, pero queda desprovisto de un “estatus moral” —conjunto de responsabilidades— (Cortina, 1997). En el ámbito local, la apertura de espacios de democracia participativa, a partir de prácticas y experiencias concretas —en presupuestos participativos, en planificación del territorio, en diseño de espacios públicos, en diagnósticos de necesidades, en intervención comunitaria intercultural, en gestión de la diversidad u otros proyectos e iniciativas participativas—, está sirviendo de simiente para reactivar una conciencia ciudadana que, en muchos lugares y entre muchos sectores sociales, se había acomodado a la delegación de responsabilidades en los representantes públicos y la asunción de las decisiones tomadas por estos de forma mecánica.

Aunque los ciudadanos demandan cada vez una mayor implicación en definir las políticas que afectan sus vidas, y un papel más amplio en la gestión de los asuntos públicos, la participación, en la mayoría de los procesos, en términos cuantitativos, es poco significativa en comparación con el total de la población de una localidad. Junto a la progresiva reivindicación de intervención en lo público, por sectores más amplios de la sociedad, coexisten el desinterés y la apatía de otra buena parte de la población. Se imponen ciertos aspectos que actúan en contra de la participación, como el individualismo, la desconfianza, el escepticismo, la resignación, la desmotivación, la delegación, la inadmisión de responsabilidades, la falta de tiempo, la dificultad de compatibilizar la participación ciudadana con la vida cotidiana y las obligaciones diarias, la falta de formación e información de los ciudadanos o la creencia de que ya están conquistados todos los derechos —aunque en épocas de crisis, donde los derechos se recortan, resurgen las luchas sociales—.

La democracia participativa abre un camino para superar la crisis de los planteamientos de una democracia liberal representativa, que se alimenta de las fuentes de la Ilustración y el Estado Moderno (De Sousa, 2004) y que ha derivado en una especie de acatamiento de las decisiones políticas y de las actuaciones institucionales sin cuestionamiento social. O, en el mejor de los casos, con un cuestionamiento que opera como queja pero que no se traduce en acción, implicación o reivindicación práctica. En la mayoría de los casos, la praxis no es el efecto dominante y la actitud ciudadana ante aquellos aspectos o decisiones políticas de los gestores públicos, no compartidas o consideradas inadecuadas para el bien común, se refugia en retórica privada, o a lo sumo en espacios de socialización cotidiana como bares, centros de trabajo, hogar, entre otros. Es lo que podríamos llamar desahogo de taberna. Un desahogo que no tiene trascendencia efectiva ni promueve la ciudadanía activa, implicada y convertida en agente de transformación social. La participación permite el paso de la protesta a la propuesta, convirtiendo en acción transformadora el potencial crítico de la sociedad y evitando que se pierda la energía colectiva en charlas de café, resignaciones y frustración. Supone la superación del descontento desde la inacción por la acción propositiva y creativa.

Pero no estamos hablando de subversión, rebelión o antisistematismo, sino de participación ciudadana en lo público desde lo público. Estamos hablando de participación impulsada desde las instituciones democráticas, para articular a la ciudadanía con dichas instituciones, con la política y, en definitiva, con la propia democracia. Una democracia representativa que sinergice con la democracia participativa para mejorar la democracia como concepto, praxis y forma de organización y regulación social. La una con la otra, la otra con la una en una fusión de las potencialidades y fortalezas de cada cual. Unos representantes elegidos por los representados (democracia representativa) para que integren a tales representados en las cuestiones públicas, para las que se les encomienda la representación, haciéndolos partícipes en la gobernanza de la cosa pública (democracia participativa) desde diferentes niveles y responsabilidades.

Conviene distinguir la participación ciudadana de la participación social, en el sentido que la primera está auspiciada o promovida desde lo institucional mientras que la segunda surge de abajo arriba, sin una mediación de alguna administración pública. La participación social, como activismo de la sociedad civil, puede ser entendida como acción colectiva de protesta o movimientos sociales; tiene un carácter más esporádico y espontáneo e incide en el ámbito público mediante acciones relacionadas con la reivindicación política, o mediante prácticas alternativas a la democracia participativa (Astudillo, 2015). Por su parte, la participación ciudadana es un concepto vinculado a la gestión y planificación pública, que supone una participación más institucionalizada, organizada y reglada, compatible con la democracia representativa a la que trata de complementar, pero ajustándose a la institucionalidad (Salazar et al., 2015). Es una síntesis de dos legitimidades; la legitimidad de la representación de los poderes públicos elegidos por el sistema de sufragio universal y la legitimidad de la voz del pueblo, a través de la participación en los asuntos públicos de forma directa. En el caso que nos ocupa, nos centramos en la participación ciudadana desde lo institucional.

Esta participación ciudadana encuentra en lo local un adecuado espacio de implementación, como ya se practicaba en la Grecia clásica y la antigua Roma. Entonces, los ciudadanos —se excluía de esta condición a las mujeres y los esclavos— deliberaban y decidían en asambleas locales, sin necesidad de intermediarios o representantes, lo cual era facilitado por las dimensiones de la mayoría de las ciudades, casi nunca superando los 10 000 habitantes. A nivel local —en las ciudades y los pueblos— resulta más viable y accesible la participación ciudadana impulsada desde la administración más próxima al ciudadano, y se pueden dar mayores facilidades para desarrollar experiencias reales de democracia directa. Siguiendo a Alguacil (2000): “Los gobiernos de las ciudades son los que mejor pueden identificar los problemas y movilizar los recursos para mejorar las condiciones sociales y ambientales de su territorio” (p. 171). Lo local aparece como laboratorio apropiado para la puesta en práctica de los procesos participativos, debido a la relación más directa de la administración con los administrados, a que los asuntos comunes que se gestionan incidan en la vida cotidiana de las personas y a que hay un espacio territorial y administrativo acotado y predefinido. Pueden ser grandes ciudades, siempre que se descentralice la participación y se aplique a niveles más bajos (distritos, barrios, entre otros); o pequeñas localidades donde la interacción y el alcance poblacional puedan ser más manejables. La descentralización político-administrativa, desde la lógica del principio de subsidiariedad, es un elemento fundamental para desarrollar prácticas de participación ciudadana, por ejemplo, en subunidades urbanas, si el tamaño de la localidad es excesivamente grande. Dotando a los niveles más permeables el contacto con la población de recursos y competencias, para el desarrollo de estrategias de participación ciudadana, se facilitarán prácticas de profundización democrática. Así, la participación promovida desde lo local y desde lo institucional, siempre que no se instrumentalice y se utilice con fines espurios, se puede convertir en una escuela de democracia directa.

El camino hacia la decisión compartida

Hemos podido comprobar, con base en una larga experiencia[1], que la participación en los procesos promovidos desde el ámbito público-institucional quedan, en muchos de los casos, en un nivel de consulta. Si tomamos como referencia la escalera de la participación, adaptada del modelo inicial de Arnstein (1969), para determinar los distintos niveles secuenciales hacia la participación, un primer peldaño lo constituye la información[2], es decir, el derecho a ser informados. Sin embargo, esto no puede considerarse participación senso estricto, sino un requisito previo, una condición que se tiene que dar para que pueda haber participación. La información favorece la toma de conciencia crítica, la creación de opinión y la transparencia, pero no puede quedarse en un mero instrumento legitimador o una operación estética. La información no debe limitarse a un yo [administración] te cuento [al ciudadano] lo que voy a hacer; por ejemplo, una alcaldía informa a los vecinos que va a remodelar un barrio.

El segundo peldaño es el de la consulta. Ya no se da una relación unidireccional entre administración y administrados, como en el nivel de la información, sino que se permite un flujo bidireccional. Pero la consulta sobre la opinión ciudadana respecto a determinados asuntos públicos no implica compromiso o vinculación, y muchos procesos denominados participativos se limitan únicamente a consultar a los implicados y así dar un cierto barniz participativo que no traspasa el ámbito de las sugerencias, para constituirse en realidades dentro de la gestión pública. La consulta se suele traducir en un yo [administración] te pregunto [al ciudadano] y luego haré lo que me parezca; por ejemplo, una alcaldía informa a los vecinos que va a remodelar un barrio y hace una encuesta para conocer su opinión, aunque en el fondo no tiene en cuenta sus propuestas.

Un tercer peldaño es el de la toma de decisión, y aquí sí se puede estar hablando de participación real, efectiva y transformadora. Es decir, se le permite a la ciudadanía compartir la toma de decisiones, ejercer el derecho a decidir sobre las cuestiones que la afectan. En este nivel de participación el ciudadano, informado, consultado y escuchado, tiene la oportunidad de intervenir en un proceso de transformación social, procediendo como sujeto activo y no como objeto, simple receptor o utilizado de manera instrumental. La toma de decisiones participada se trata de un lo decidimos juntos [administración y ciudadanía]; por ejemplo, una alcaldía informa a los vecinos que se va a remodelar un barrio y que se va a abrir un proceso participativo para discutir e integrar todas las propuestas y aportaciones en el plan de remodelación. Esta forma de actuar fomenta la reflexión colectiva y la creatividad social, se aportan más elementos de juicio y pueden surgir propuestas más transformadoras y superadoras, favoreciendo la eficacia y la legitimación.

Al final de la escalera, en el cuarto peldaño, se puede encontrar un nivel de participación no muy explorado todavía, pero donde se dan verdaderas prácticas de democracia participativa o democracia directa, y donde se habilita la posibilidad a los ciudadanos de compartir responsabilidades (Lovan, Murray y Shaffer, 2017), una corresponsabilidad a través de un reparto del poder. Hablamos de la participación como cogestión; es decir, la gestión compartida entre el sector institucional y la ciudadanía de algún asunto o actividad pública. O incluso, autogestión —un nivel superior, ya que en la cogestión el reparto de responsabilidades lo decide el actor principal, ejerciendo una mayor cota de poder—, cuando la ciudadanía organizada se hace cargo y responsable de la gestión de alguna parcela de la vida pública. No es lo más común alcanzar estas cotas de participación, pero sí se pueden apreciar algunas iniciativas que apuntan en esta línea, por ejemplo, en algunos centros sociales autogestionados. Este nivel de participación supone un proceso acumulativo de todos los peldaños anteriores de la escalera —información, consulta, toma de decisión— generando autoorganización.

Lo habitual es subir los dos primeros peldaños de la escalera (información y consulta). En muchos casos la escalada se queda ahí, produce vértigo seguir. En gran parte esto es debido, en los procesos participativos que están vinculados a la esfera institucional o que dependen de ella, a la falta de voluntad y apuesta política por promocionar e impulsar procesos de democracia participativa en la toma de decisiones y en la gestión. El proceso se estanca en una participación consultiva que se puede utilizar por parte de los gobernantes para legitimar actuaciones, dotar de cierto barniz democrático a la planificación pública y cumplir con una moda de hacer partícipe a la población en diferentes asuntos municipales; moda y demanda al mismo tiempo. La falta de una verdadera voluntad política, unida al desconocimiento de un amplio sector de los gobernantes respecto a qué es participación ciudadana, qué implica desarrollar un proceso participativo, qué condiciones se necesitan, qué recursos y capacidades hay que destinar y qué consecuencias y resultados hay que asumir, también ha obstaculizado la promoción de procesos realmente participativos e implicativos.

Razones para caminar hacia procesos participativos

La promoción de procesos de participación ciudadana, desde las administraciones locales, genera una serie de beneficios y oportunidades tanto para las instituciones y responsables públicos como para los habitantes de los lugares administrados por tales. Si nos preguntamos por las razones para apostar por este tipo de gobernanza encontramos argumentos de carácter ético y moral. Por ejemplo, que la participación contribuye a la profundización democrática, al empoderamiento ciudadano, la corresponsabilidad y al civismo y respeto entre los distintos actores sociales. O que se puede recuperar la confianza ciudadana en las instituciones públicas. O que este tipo de prácticas intensifican el apego al territorio, la identidad local y el sentido de pertenencia comunitaria por parte de los participantes. O que constituye un contrapeso a los abusos de poder (Sánchez, 2015).

Además de las cuestiones de orden moral y ético, desde un punto de vista práctico y pragmático, la participación ciudadana ofrece mayor eficacia y eficiencia en la gestión (Fung, 2015), ya que se parte de las necesidades, expectativas y demandas sentidas por los propios beneficiarios de las políticas públicas. De esta forma, con la implicación de la ciudadanía en la definición de la realidad, de las prioridades, de las actuaciones, etcétera, las políticas se ajustarán mejor a los intereses de la comunidad. Si las necesidades son planteadas directamente por los ciudadanos, incorporando el criterio del usuario o destinatario de la labor gubernamental, y no son intuidas por técnicos o políticos, se estará en mejores condiciones de acertar en la planificación y el diseño de políticas, obras y servicios, y se aprovecharán mejor los recursos públicos, redundando en una gestión más eficiente. A eso hay que sumar la mayor creatividad que se genera con la inclusión de más puntos de vista en un proceso participativo, lo que puede redundar en la aparición de propuestas desbordantes y superadoras de las habituales posiciones dicotómicas, cerradas o estancadas en momentos de conflicto o dilema —el dilema se puede convertir en multilema, abriendo las opciones de respuesta ante una realidad determinada—.

Las propuestas de actuación pública, elaboradas por los ciudadanos, siempre que el proceso se desarrolle con las adecuadas garantías, presentan el valor de lo real, de lo construido con base en narrativas compartidas o confrontadas, pero que generan nuevos sentidos comunitarios. No hay un relato único, ni una mayoría representativa de participantes en términos estadísticos del total de la población, pero sí hay un camino para que todos los actores sociales se sientan conectados con alguna de las diferentes narrativas que van surgiendo y que se entrelacen con —una parte de— la metanarrativa conjunta. Cuantitativamente, no se suelen alcanzar grandes cifras de participación en los procesos locales de democracia directa, sin embargo, es probable que muchas personas ausentes se puedan sentir identificadas con las necesidades diagnosticadas y con las propuestas planteadas por los participantes. Siempre y cuando estos participantes, desde el punto de vista cualitativo, presenten la suficiente heterogeneidad y sus perfiles sean diversos y complementarios —jóvenes, mayores, hombres, mujeres, agricultores, comerciantes, desempleados, profesionales, universitarios, sin estudios, entre otros— como para ser representativos de los diferentes sectores sociales desde un enfoque dialéctico, no estadístico. En la participación ciudadana, lo interesante es pasar de las cuentas a los cuentos, como diría Ibáñez (1994), de los números a los relatos y las narrativas incluyentes, compartidas y significantes.

Los procesos participativos institucionales, es decir, promovidos, organizados o respaldados por las administraciones públicas, no suelen ser masivos, al menos no tanto como para ser representativos del total de la población desde una lógica estadística. Sin embargo, no se debe caer en el juego numérico de la cantidad en este tipo de prácticas, propio de mediciones cuantitativas, ya que los procesos de participación ciudadana no son equiparables a las encuestas. O, en un extremo mayor, caer en el error de equipararlos con la participación en las convocatorias electorales. La valoración debería establecerse más en términos cualitativos, ya que partimos de la base de que la participación ciudadana no se trata de cifras sino de representatividad estructural y simbólica, donde la cantidad de participantes no es tan importante como la variedad de los mismos; que cualquier ciudadano tenga abierta la posibilidad de participar y ejercer ese derecho, y que si no lo hace sea por causas imputables a su propia voluntad, no a las facilidades o condiciones externas disponibles. Independientemente de la cuestión meramente numérica, el simple hecho de contar con más puntos de vista en el diseño y planificación de las políticas locales, puntos de vista de una serie de actores sociales diferentes a los planificadores habituales —como suelen ser técnicos, políticos o expertos— pero que son los verdaderos destinatarios y afectados por tales políticas, ya es un elemento favorable. Lo importante es que los distintos actores sociales de un territorio puedan ver reflejada una parte de sus realidades, sus deseos y sus expectativas, más allá de las cifras de participación; obviamente, siempre que no sean tan ínfimas que el proceso participativo derive en algo demasiado exclusivo, elitista o que esté desvirtuado en cuanto a su esencia. Y que puedan compartir los problemas percibidos y las propuestas planteadas de forma participativa, aunque no hubieran contribuido directamente con su implicación, y lo hagan a través de la voz de otros con características y necesidades similares.

La participación ciudadana va a permitir orientar la gestión pública hacia demandas reales y sentidas como tales, poniendo el foco en lo necesario y no en lo intuido, imaginado o, directamente, antojado por los poderes públicos, tratando de evitar ocurrencias que respondan a intereses adulterados que, en ocasiones, nada tienen que ver con la vocación de servicio público. ¿Por qué, y para qué, construir un gran complejo deportivo a las afueras de un pueblo, destinando una considerable inversión económica que puede endeudar las arcas públicas, que, al tiempo, queda infrautilizado? Por qué no preguntar directamente a los vecinos si es algo realmente necesario, beneficioso, oportuno, deseable. Quizás la respuesta fuera que lo que realmente hace falta en el pueblo es una serie de pequeñas pistas deportivas, bien distribuidas y bien comunicadas a pie, en bicicleta o transporte público, donde no fuera necesario pagar una tasa por uso. ¿Por qué no preguntarle a los ciudadanos qué es lo que realmente se necesita y destinar los recursos a satisfacer demandas y problemas reales? Porque los ciudadanos que forman parte en los procesos participativos pueden ser consideraros expertos convivenciales (Montañés y Gutiérrez, 2017), en tanto conocedores de su realidad y de sus necesidades. Es otro tipo de experticia, distinta a la de los políticos —basada en la legitimidad de los votos— y los técnicos —basada en la formación y sapiencia—. Pero el conocimiento vivencial de la realidad por parte del ciudadano es un capital a integrar de forma preeminente en la gestión pública, porque de él emana la materia prima con la que deberían trabajar los técnicos y los políticos. Los saberes comunes y no expertos muchas veces son objetados, o cuanto menos discutidos, menoscabando la capacidad de enriquecimiento y complementariedad que aporta la visión ciudadanista común, aunque lo haga desde otra lógica y con otros fundamentos.

No se trata de competir con la sapiencia técnica, absolutamente necesaria; más bien al contrario, se trata de contrastarla o conjugarla con otra forma de mirar la realidad social desde la cotidianidad de “los comunes”, siguiendo a Villasante (2017). El ciudadano “no experto”, en términos técnicos, aunque sí en términos vivenciales, pone en juego, en la construcción de la realidad, concepciones, intereses, expectativas y afectos desde la subjetividad objetivada y desde la interacción social, que ofrecen un prisma que es más difícil que recoja la fría objetividad científico-técnica. Las personas son “seres en situación” (Freire, 1983) y la visión del habitante es tan importante como la del técnico, el planificador o el político. Como señala Boira (2003), toda intervención en la ciudad debería partir del reconocimiento de esta pluralidad y, por tanto, de la necesidad, al menos de contar con ella como principio general. Pero el saber ciudadano debe ser confrontado con el saber técnico, por lo que el rol del técnico o funcionario público es fundamental en los procesos participativos, ya que tendrán que valorar y validar las propuestas ciudadanas con el fin de que se ajusten a los requisitos legales, competenciales, económicos y de viabilidad, necesarios para garantizar su posterior implementación. Por ello, es necesario lograr una correcta implicación del personal técnico en el proceso.

La participación ciudadana también otorga legitimidad (Fung, 2015) y respaldo social a las decisiones tomadas, en la medida en que han sido compartidas o, al menos, se ha abierto la posibilidad a la ciudadanía de implicarse en la construcción colectiva. La forma en que se toman las decisiones —por consenso, votaciones ponderadas, votaciones simples, unanimidad…— influye en la calidad del proceso participativo. Pero es cierto que, aunque los procesos participativos busquen el mayor consenso posible, la unanimidad es imposible y habrá decisiones y resultados que no satisfagan a todos los sectores sociales. Sin embargo, en múltiples experiencias de participación, desarrolladas en muchos lugares, se ha demostrado que es más fácil alcanzar cotas de consenso. Proyectos en los que se ha comprobado que esos sectores, de alguna forma disconformes con los resultados de la participación, aceptan la situación con mucha mayor afinidad y empatía, por el hecho de haber tenido la oportunidad de tomar parte en el proceso de participación-deliberación-decisión, repercutiendo en una mayor perdurabilidad y asunción de los resultados. La conciencia democrática prevalece y se pasa del ganar-perder al gana el bien común y acepto tanto las reglas del juego como el resultado porque soy parte de ello. En este sentido, otra de las razones para la participación ciudadana es que fomenta la visión global ante la realidad, frente a la visión parcial, y el interés general frente a los intereses particulares.

Por otra parte, la participación ciudadana mejora la comunicación e interacción entre políticos, técnicos, entidades sociales y ciudadanos, favoreciendo el aumento de la transparencia en la gestión pública. Así como la rendición de cuentas por parte de los administradores a los administrados, ya que la apertura de espacios de reflexión, deliberación y proposición, compartidas con la ciudadanía, hace que la administración tenga que poner bajo el foco público proyectos y políticas que hayan sido definidas a partir de propuestas elaboradas de manera participativa, y cuyas implementaciones van a estar sujetas a las expectativas y requerimientos de la población implicada. Por eso, otro valor que ofrece la participación ciudadana es la exigencia de más responsabilidad, diligencia y savoir faire a los dirigentes políticos y funcionarios públicos, que se verán conminados a cumplir con sus compromisos en pos de su propia credibilidad. Se ejerce un control ciudadano de la gestión pública y, al mismo tiempo, un conocimiento del funcionamiento de la institución/administración por parte de los administrados —cuáles son sus recursos, de dónde vienen y cómo se gestionan, cuáles son sus competencias, sus posibilidades, sus limitaciones…—. De este modo, se podrían evitar, en un extremo casi caricaturesco, planteamientos y ofertas desde el ámbito político como, por ejemplo, pavimentar el río y construir una vía de circulación sobre él, tomando por poco inteligentes a los ciudadanos y haciendo demostraciones de brindis al sol y populismos insustentables.

Afrontar el camino de la participación con las mejores garantías

Nos encontramos, en muchas ocasiones, con una escasa cultura participativa en buena parte de las sociedades actuales, y con la necesidad de ir creando esa cultura con experiencias locales, satisfactorias y exitosas que sirvan de contagio, efecto bola de nieve y buenas prácticas a replicar. Por ello, se insiste en estas páginas en la escuela de democracia y ciudadanía que puede ofrecer una participación real y completa, impulsada desde las administraciones en el ámbito local.

Muchas actuaciones públicas tratan de adornarse con un maquillaje de participación, y es frecuente encontrar que tratan de responder a una moda, a una estética políticamente correcta o a un intento de legitimación. Este extremo resulta de difícil superación, pero lo que sí se puede es establecer una serie de criterios y prerrequisitos para que la participación ciudadana sea lo más fructífera posible, con los mejores resultados y la mayor de las satisfacciones para todas las partes. Es necesario preparar el camino de un proceso participativo para —al margen de modismos, electoralismos o, directamente, pantomimas pretendidamente participativas— recorrer un cauce riguroso que lleve hasta la verdadera codecisión ciudadana en la administración de lo común-público por los gestores electos.

A la hora de señalar algunas condiciones para el buen desarrollo de los procesos de participación promovidos desde la esfera institucional, para una participación real y completa, una primera es que la propia administración promotora esté convencida de lo que hace. La administración debe ser consciente de las implicaciones que supone iniciar un proceso participativo, de los compromisos que conlleva y de las dificultades que se presentarán en el camino, así como de los beneficios que genera tanto para la ciudadanía como para la propia administración. La voluntad política para instaurar modelos de gestión más democráticos debe anteceder cualquier proyecto que se ponga en marcha desde esta lógica. El rol del gobierno representativo, legítimamente instaurado en las urnas, es decisivo a lo largo de todo un proceso participativo, desde la disposición de ponerlo en marcha hasta la facilitación del mismo y la asunción de los resultados y su implementación. Para ello, además de voluntad política debe poner sobre el tapete medios y recursos, tanto económicos como humanos, técnicos, jurídicos y materiales. Se trata, desde la teoría de la acción colectiva, de facilitar una Estructura de Oportunidades Políticas (Tilly, 1978).

La voluntad política, además de plasmarse en la apertura del proceso, la facilitación del mismo y la asunción de resultados, debe corroborarse en el tipo de asuntos hacia los que se dirige la participación. Es relativamente sencillo para un responsable político público aplicar consultas, incluso superar ese nivel y alcanzar el de la participación en la decisión, sobre aspectos poco relevantes para la comunidad, o al menos no decisivos para el desarrollo de la vida de las personas; por ejemplo, la elección de la mascota de las fiestas populares o de qué color se pintan los bancos de un parque. Sin embargo, la verdadera voluntad se demuestra abriendo la participación a temas de auténtico interés público y social, asuntos transcendentes para la población y su espacio habitado, como el modelo de ciudad, el urbanismo, la movilidad, la convivencia, el empleo, la educación, la sanidad, entre otros. Por tanto, una cuestión fundamental es sobre qué se permite participar. Así como el nivel de apertura, el grado de deliberación que se promueva, la transparencia y la ausencia de censura marcarán el listón del proceso. Además, si la participación no se orienta hacia las cuestiones que realmente despierten atracción ciudadana y beneficios sociales, es muy probable que la aceptación del proyecto y la implicación en el mismo se vea reducida a niveles muy poco representativos. Del mismo modo, si la participación es puntual e instrumental (Montecinos, 2017), aplicada desde un enfoque meramente utilitarista por parte de la administración, no resultará creíble y no concitará la adhesión necesaria por parte de la ciudadanía. Es decir, se aboga por una participación que no se convierta en un elemento para legitimar las actuaciones políticas desde una perspectiva de gobierno local gerencial-empresarial. Los procesos participativos requieren de veracidad y continuidad, de ser precisamente eso; procesos y no gestos aislados publicitarios, electoralistas o populistas. Igualmente, la capacidad de permanencia frente a cambios externos —cambios políticos o sucesos locales de otra índole— debería ser una cualidad presente. El establecimiento de un modelo de gestión participativo implica entender la participación de manera integral y transversal a la acción de una administración pública, aplicada de forma longitudinal para poder crear esa cultura participativa de la que adolecen tanto la sociedad, en su conjunto, como las propias administraciones, en su seno y funcionamiento.

Como se ha apuntado anteriormente, es necesario avanzar en la democracia participativa hasta los niveles de toma de decisión, superando los de información y consulta que se suelen dar con mayor facilidad, pero que no dejan de ser, en muchas ocasiones, un mero barniz participativo o ciudadanista, sin hacer una verdadera apuesta por la implicación de la población en los asuntos públicos. Alcanzar ese nivel implica el paso a la acción, es decir, que la participación sea vinculante, sea asumida por los representantes públicos y los resultados sean integrados en la acción de gobierno. El logro de resultados, es decir, la ejecución de actuaciones decididas de manera participada y su grado de importancia y trascendencia para la comunidad, es un indicador importante para valorar la eficacia de un proceso participativo. Una de las debilidades, en múltiples proyectos participativos, es que, en muchas ocasiones, todo queda en papel mojado, en diagnósticos y planes bien diseñados pero que no pasan de la tinta a la realidad y se acumulan en los cajones de las administraciones públicas bajo el polvo, causando frustración y poniendo en riesgo la participación futura. O, en otros casos, las prácticas participativas se quedan en la propia realización de los procesos, sin materializarse en mejoras para la comunidad (Brugué, 2009).

Si la ciudadanía participa tiene que servir para algo, tiene que ver recompensado su esfuerzo y su compromiso, al mismo tiempo que la administración ha de cumplir con su responsabilidad y su parte del convenio con la ciudadanía. Por tanto, se deben alcanzar resultados tangibles y se deben visibilizar. La implementación de las actuaciones acordadas se considera fundamental para el éxito de un proyecto participativo, ya que refuerzan el proceso, generan confianza, motivación, credibilidad y satisfacción. Ciudadanos satisfechos y comprometidos se convierten en difusores del proyecto, aumentando su popularidad y legitimidad (Allegretti, García y Paño, 2011). No hay mejor publicidad para un proceso de participación ciudadana que el arreglo de la calle, la creación del parque, la ampliación del carril ciclista o la instalación de paneles solares en el centro cultural, que habían sido propuestos desde instancias de participación. Sin embargo, esta necesidad de resultados vinculantes de los procesos participativos choca a veces con la falta de voluntad política y la resistencia técnico-política a las propuestas ciudadanas, y cuando no es con esto lo hace con la ralentización en la ejecución por la excesiva burocracia administrativa, cuestión que también debe ser prevista, atendida y mejorada.

Otro factor que contribuye a la buena marcha de los procesos participativos es la información que se promueva. La participación ciudadana tiene como premisa fundamental la información; sin ella no puede haber participación, del mismo modo que la información por sí sola no es participación —como ya se señalaba en la escalera de la participación—. Es necesario que la información circule, se comparta y se socialice (Montañés y Gutiérrez, 2017). Tanto para dar a conocer el proyecto que se lleve a cabo e invitar a la ciudadanía a formar parte del mismo —difusión del proyecto—, como para crear opinión y tener elementos de juicio respecto al objeto participado sobre el que gire el proyecto, como puede ser urbanismo, medioambiente, salud, educación, etcétera; información para la toma de conciencia crítica. Los flujos informativos bidireccionales —administración-ciudadanía y viceversa— son esenciales a lo largo de todos los momentos del proceso: ex ante para sentar las bases del proyecto a realizar, invitar a la población a sumarse y definir, así como esclarecer el contenido, las condiciones y la naturaleza de la participación; durante el proceso para hacer devoluciones parciales de los resultados, acuerdos y alcances que permitan seguir avanzando; y ex post para dar a conocer los resultados finales, las propuestas ciudadanas aprobadas y los pasos que se vayan dando para su puesta en marcha.

Cuantas más personas estén informadas sobre el proyecto, y sepan que pueden participar, mayor será tal participación. Pero además de la comunicación y la información será necesario habilitar amplios y variados espacios, canales y mecanismos de participación, lo cual redundará en la cobertura y accesibilidad del proceso, es decir, el número y la diversidad de actores y las facilidades que encuentran para participar. Habrá personas o colectivos que tengan mucha disponibilidad para implicarse activamente, de manera presencial, asistiendo a reuniones, talleres, actividades, etcétera; y habrá otras que no puedan asumir tal grado de compromiso o, simplemente, no quieran hacerlo, pero sí tengan interés en dar su opinión en algún momento puntual. Es necesario habilitar mecanismos y canales de participación para todo tipo de disponibilidades e intereses. Desde los dispositivos para poder mostrar una opinión o plantear una propuesta de forma no presencial —la denominada e-democracia ofrece cada vez más un sofisticado sistema de participación virtual en línea que, sin lograr sustituir la participación cara a cara por la que apostamos, aporta nuevos instrumentos para integrar más voces en los procesos—, hasta la creación de órganos participativos, la convocatoria de foros, sesiones de trabajo y asambleas para dar cabida a la deliberación de aquellas personas que, con más implicación, disponibilidad o motivación, participen de manera más continuada. El objetivo es facilitar una participación para todos los públicos, es decir, en la que encajen todos los perfiles de potenciales participantes: activistas, miembros de asociaciones y entidades ciudadanas, individuos a título particular, personas con responsabilidades laborales, familiares o de cualquier otra índole que condicionen o limiten su implicación, etcétera.

Los órganos y espacios participativos que se dispongan deberían caracterizarse por su horizontalidad, funcionalidad, flexibilidad y democracia interna. También es conveniente que se encuentren despartidizados —que no despolitizados—, es decir, que se puedan mantener al margen de los intereses políticos partidistas o que sean utilizados como armas electorales o para el juego político de competición. En los procesos participativos se necesita generar espacios colectivos para escuchar, desde múltiples enfoques y miradas, y posibilitar la integración del mayor número de perspectivas y puntos de vista, desde la pluralidad como enriquecimiento. Se necesita hacer un esfuerzo especial para fomentar el mejor funcionamiento posible de los procesos y órganos participativos, para que se conviertan en espacios deliberativos, informativos, formativos y de reflexión. Es decir, que se constituyan en escenarios en los que se puedan expresar opiniones, debatir principios, razonar visiones, realizar diagnósticos y planificaciones e intercambiar y divulgar información desde diferentes posiciones.

Para un correcto funcionamiento de los procesos y órganos participativos, será necesario cuidar el desarrollo de los talleres, reuniones y sesiones participativas que se organicen, para lo que conviene hacer un trabajo previo —preparación, diseño, difusión, convocatoria…—, un trabajo durante —moderación, dinamización— y posterior —análisis, evaluación y devolución de información—. En este sentido, durante las sesiones de trabajo deliberativas se debe atender a tres elementos importantes: eficacia —cumplimiento de objetivos, abordar todos los temas, tomar las decisiones previstas, alcanzar los resultados esperados, cumplir los plazos…—; participación democrática —igualdad de condiciones y facilidades para participar, consideración de todas las opiniones…— y buen clima grupal —buenas relaciones personales, buen ambiente de trabajo, cordialidad, cooperación, respeto…—. En todo momento habrá que analizar cuál es el perfil del participante en los distintos espacios y órganos creados para la participación en un determinado contexto, así como los actores sociales que más están presentes y los que menos, para detectar, en el caso que existan, aquellos colectivos o grupos de población que, por alguna razón, se mantienen al margen. En algunos casos esto será imputable a ellos, porque no tengan interés o intención de participar, pero en otros la responsabilidad será del propio órgano, espacio o proceso de participación. Por ejemplo, en aquellos casos en los que el lenguaje y la terminología empleados son desconocidos o difíciles de entender para un número considerable de personas; cuando, por razones de horario, resulta difícil asistir; o si los temas y la problemática tratada resultan ajenas o indiferentes a la mayoría.

En relación con los ausentes, a la hora de abordar un proceso participativo se debe contemplar, como otro criterio para la buena marcha y la calidad del mismo, la incorporación de los colectivos y sectores sociales tradicionalmente excluidos o invisibilizados en la agenda pública. Muchas veces será necesario salir en su busca —y no convocar desde la lógica de esperar a que acudan a los encuentros, reuniones, foros o talleres que se organicen— a través de los mecanismos y las estrategias metodológicas más adecuadas, acudiendo a sus propios espacios, redes y a la organización de visitas, talleres, foros, asambleas, encuentros y reuniones específicas, para así integrar a aquellos actores que tengan más dificultad o menos predisposición para participar. La lógica, en este caso, es la contraria a la de Mahoma, se trata de ir a la montaña y no esperar a que la montaña venga a nosotros, ya que en muchas ocasiones y con determinados actores sociales eso no será posible. En este sentido, “mapear” (Freire, 1993) los actores existentes en el territorio es útil para saber quién es quién, quién está, quién falta, por ejemplo, a través de la técnica del sociograma, aplicado a las metodologías participativas[3].

Finalmente, otro aspecto fundamental, para iniciar el camino de la participación impulsada desde una administración local, es la metodología —del griego meta: fin, y ódos: camino—. Es necesario organizar, sistematizar y regular la participación para que cumpla sus objetivos, con procedimientos adecuados para todas las partes. Una metodología que permita implicar a la ciudadanía en los asuntos comunes y en las decisiones que afectan a su comunidad, en un nivel que vaya más allá de la mera consulta, en consonancia con la democracia participativa.

Un modelo de gestión participativo supone entender la participación de manera integral y transversal a la acción de una administración pública, como se ha empezado a hacer desde hace algunos años con otros aspectos transversales de la realidad social y política —el medioambiente, el género, entre otros—. De esta forma, la administración establece un sistema que favorezca la comunicación con la ciudadanía, la transparencia, la integración de los puntos de vista de los actores implicados y la cercanía en su labor de gestión. A través de una metodología que aporte la flexibilidad necesaria en los pasos a dar, para adaptarse a nuevas circunstancias y necesidades, así como para superar imprevistos que puedan ir surgiendo. Además, se debe procurar acomodar los mecanismos participativos a cada colectivo y grupo participante. Para ello será necesario crear sistemas de participación concretos, regulados y con tiempos definidos, pero con la necesaria apertura y adaptabilidad que requiere una iniciativa de este tipo. Espacios participativos en los que se busque la reflexión colectiva, la transformación de la visión particularista y el interés propio por una visión solidaria, del bien común y que priorice el interés general.

Desde las ciencias sociales y la sociología, en particular, se ofrece un abanico de estrategias, métodos, técnicas y herramientas concretas para trabajar grupalmente en los procesos participativos a nivel local, generando reflexión colectiva y capacidad creativa —por ejemplo, flujogramas, árbol de problemas, derivas urbanas, mapas cognitivos, escenarios de futuro, sociogramas, Diagnóstico Rural Participativo (DRP), tetralemas, entre otros—. Son metodologías participativas de investigación, e intervención, social que beben en numerosas fuentes y enfoques, que comparten planteamientos epistemológicos similares en cuanto a la construcción del conocimiento desde la transformación del objeto en sujeto: la Investigación Acción Participativa (IAP) (Lewin, 1946; Fals-Borda, 1970; Fals-Borda y Rodrigues, 1987), la Socio-Praxis (Villasante 1995, 1998,2003), la Planificación Estratégica Situacional (Matus, 1987), el Socio-Análisis Institucional (Guattari et al., 1981), el DRP (Chambers, 1983), el ECRO (Pichón-Rivière, 1985), el Método Trascend (Galtung, 2004) o la Pedagogía Liberadora (Freire, 1967).

Tomando el caso de la IAP, la propuesta de metodología participativa quizás más extendida, el primer planteamiento que pone en juego es definir qué actores sociales —ciudadanistas e institucionales— son parte activa en los procesos de reflexión y toma de decisiones, estableciendo una premisa fundamental: los sujetos protagónicos deben ser las personas afectadas por la realidad a abordar. En 1977, fecha simbólica de esta corriente de tradición crítica en América Latina con la celebración del Primer Simposio Internacional de IAP en Cartagena de Indias, Colombia (Molano, 1978), con el barranquillero Fals Borda como anfitrión, se sentaron algunas bases teóricas y epistemológicas importantes sobre un tipo de conocimiento que, siguiendo a Freire (1968), para ser verdadero conocimiento debe transformar la realidad. Vincular la reflexión a la acción, en un proceso en espiral de planificación, acción, observación y reflexión (Kemmis y McTaggart, 1992), y romper la separación clásica entre objeto (el investigado en el campo académico o la ciudadanía en el campo político) y sujeto (el investigador en el campo académico o la administración en el campo político), para pasar a una relación sujeto-sujeto, entendido este como sujeto-en proceso (Colectivo IOÉ, 2003), son dos de las principales aportaciones que ha dejado la IAP y que se engarzan directamente con la democracia participativa y la implicación ciudadana en los asuntos procomunes. La IAP, o cualquier otra metodología participativa —o combinación de varias—, está compuesta por elementos que contribuyen a allanar el camino en las prácticas participativas que se ponen en marcha a nivel institucional, y facilitan el logro de resultados, la optimización de tiempos y recursos, la búsqueda de consensos, la integración e inclusión discursiva y de posiciones respecto al objeto de la participación y la creatividad colectiva. Estas metodologías están al alcance de profesionales, activistas, técnicos de la administración, del tercer sector o de los movimientos sociales, para dinamizar y acometer, de manera sistémica y organizada, los procesos participativos (Cea D’Ancona y Valles, 2015). Porque la participación, entendida como se plantea en el presente artículo, es decir, no como participación social sino como participación institucionalizada, sin método es como caminar a la deriva, sin mapa.

Conclusiones

La participación ciudadana, como concreción y aplicación práctica de la democracia participativa y como escuela de ciudadanía, incorpora una serie de valores a la gestión pública de una administración: pensamiento crítico y educación cívica de los administrados, pasar del rol de cliente al de ciudadano, habitantes que dejan de percibirse como meros espectadores o consumidores de los servicios institucionales para identificarse como actores que construyen el devenir de su comunidad, y transformación del sujeto civil pasivo en actor político activo. Todo ello traslada a la práctica, junto con procesos más de base, de abajo arriba y de participación social, los planteamientos de la democracia participativa, superadora de la democracia representativa.

El ámbito local y la participación promovida desde la esfera institucional, siempre que sea real y completa, ofrecen un espacio propicio para el desarrollo de las prácticas de democracia directa. Se trata de un escenario adecuado para el ejercicio de una ciudadanía activa y comprometida; por las facilidades y circunstancias que reúne en cuanto a gestión de políticas públicas, la cercanía de la administración a los administrados y las posibilidades para un gobierno abierto con base en la accesibilidad, transparencia y participación (Grimmelikhuijsen y Feeney, 2016).

Sin embargo, la participación ciudadana no está exenta de dificultades y obstáculos que hacen que no siempre se logren los objetivos esperados. Entre otros, cabe mencionar:

· Aspectos societales: el individualismo, el desinterés, la desconfianza, el escepticismo, la resignación, la desmotivación, la delegación, la inadmisión de responsabilidades, la falta de tiempo, la dificultad de compatibilizar la participación ciudadana con la vida cotidiana y las obligaciones diarias, la falta de formación e información de los ciudadanos o la creencia de que ya están conquistados todos los derechos.

· Aspectos locales: la falta de voluntad política, la participación como moda, maquillaje o estrategia meramente electoral, la instrumentalización de la participación, el desconocimiento por parte de los responsables y de la propia ciudadanía, falta de medios y recursos o la resistencia política y técnica a las propuestas ciudadanas.

En cualquier caso, y siguiendo a Machado, se hace camino al andar, y cualquier paso que se de en la dirección de profundizar en la democracia participativa, cualquier peldaño que se trate de subir, puede contribuir a allanar un camino que no está libre de trabas. Para ello, conviene tener en cuenta algunas condiciones o requisitos para que los procesos de participación local puedan avanzar en la mejor dirección:

· Contar con la implicación institucional.

· Superar el nivel de consulta para fomentar la participación en la toma de decisiones.

· Participar en asuntos de verdadero interés para la ciudadanía.

· Participación vinculante que ofrezca resultados y transformaciones sociales.

· Información y transparencia.

· Facilitar diversos y suficientes canales y mecanismos de participación.

· Inclusión de los sectores sociales ausentes o invisibilizados.

· Participación continuada y transversal, no puntual y utilitaria.

· Disposición de medios y recursos técnicos, económicos y humanos.

· Aplicar una metodología.

En la constelación de experiencias participativas, que se están desarrollando localmente desde la iniciativa institucional, a mayor o menor escala y con mayor o menor incidencia, se pueden encontrar muchas prácticas que no cumplen con unos mínimos criterios de participación, ni con una profundidad suficiente para generar verdaderos procesos de codecisión y empoderamiento ciudadano. Son prácticas que ofrecen un maquillaje orientado, más que a desarrollar procesos de implicación ciudadana en lo público, a cumplir superficialmente, y como un trámite, con el propósito de iniciar un diálogo con la población para aparentar una apertura a la coparticipación que no es real. Pero los proyectos con enfoques participativos más rigurosos, con mayor vocación de transformación social, han permitido abrir caminos hacia la democracia directa, convirtiéndose en una escuela de democracia y ciudadanía donde experimentar y desarrollar procesos que vayan más allá de la democracia representativa.

Agradecimientos

Este artículo se sustenta en investigaciones realizadas por el autor en el marco de la Red de Ciudadanía y Medio Ambiente Sostenible (CIMAS) (www.redcimas.org) aplicando metodologías participativas. Investigaciones relacionadas con la asesoría, asistencia técnica y metodológica en procesos de participación ciudadana en los asuntos públicos, especialmente a nivel local en España. Entre otros, se pueden destacar proyectos de presupuestos participativos, Agenda 21, planes estratégicos. Los proyectos han sido financiados por las administraciones públicas locales contratantes (Ayuntamiento de Madrid, Ayuntamiento de Valladolid, Ayuntamiento de Badalona, Ayuntamiento de Jaén, Ayuntamiento de Las Rozas, Ayuntamiento de Fuenlabrada, Ayuntamiento de Pinto, Ayuntamiento de Aranjuez, Ayuntamiento de Torrejón de Ardoz, Ayuntamiento de Alcalá de Henares, entre otros).

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Notas

* Artículo recibido: 06 de julio de 2018 / Aceptado: 14 de noviembre de 2018 / Modificado: 03 de diciembre de 2018. Este artículo se sustenta en investigaciones realizadas por el autor en el marco de la Red de Ciudadanía y Medio Ambiente Sostenible (CIMAS) (www.redcimas.org) aplicando metodologías participativas. Investigaciones relacionadas con la asesoría, asistencia técnica y metodológica en procesos de participación ciudadana en los asuntos públicos, especialmente a nivel local en España. Entre otros, se pueden destacar proyectos de presupuestos participativos, Agenda 21, planes estratégicos. Los proyectos han sido financiados por las administraciones públicas locales contratantes (Ayuntamiento de Madrid, Ayuntamiento de Valladolid, Ayuntamiento de Badalona, Ayuntamiento de Jaén, Ayuntamiento de Las Rozas, Ayuntamiento de Fuenlabrada, Ayuntamiento de Pinto, Ayuntamiento de Aranjuez, Ayuntamiento de Torrejón de Ardoz, Ayuntamiento de Alcalá de Henares, entre otros).
** Sociólogo, especializado en metodologías participativas, desarrollo local, desarrollo sostenible y planificación urbana. Profesor asociado de la Universidad Complutense de Madrid (UCM) (Madrid, España). Miembro y socio fundador de la Red CIMAS. Miembro del Grupo de Investigación Sociedad, Territorio y Medio Ambiente (GISMAT), de la UCM. Últimas publicaciones: Desarrollo urbano, crisis ecológica e importancia epistemológica de la percepción ciudadana (2018). En E. Santos (Coord.), Metodologías participativas y democracias transformadoras. Madrid: Observatorio Internacional de Ciudadanía y Medio Ambiente Sostenible (CIMAS) y Metodologías participativas. Sociopraxis para la creatividad social (en coautoría) (2015). Madrid: Dextra Editorial. Correo electrónico: nestorga@ucm.es https://orcid.org/0000-0001-5606-0297
[1] El autor de este artículo, en su condición de miembro de la Red CIMAS, ha formado parte de equipos de investigación en más de treinta proyectos de participación ciudadana, promovidos desde el ámbito de la administración pública local.
[2] En la propuesta planteada por Gutiérrez (2006), también inspirada en Arnstein, se habla de un escalón previo en el que la participación se concibe como mera asistencia y consumo de programas, servicios, equipamientos, etcétera, que oferta la administración, dando cuenta de los distintos derechos reconocidos a nivel público, generalmente en forma de “necesidades” (salud, transporte, zonas verdes, ocio...). En este nivel, el ciudadano es considerado como un cliente-usuario de servicios públicos.
[3] Para más información sobre el sociograma se puede consultar, entre otros, a Villasante y Gutiérrez (2006) y Gutiérrez (1999).

Información adicional

Cómo citar: García-Montes, N. (2019). Abriendo caminos. Los procesos de participación ciudadana promovidos a nivel institucional en el ámbito local, como escuela de profundización democrática. Forum. Revista Departamento de Ciencia Política, (15), 11-35. https://doi.org/10.15446/frdcp.n15.73368



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