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Mentís al cuerpo liberado
You lie to the released body
Você mente para o corpo liberado
CEDOTIC Revista de Ciencias de la Educación, Docencia, Investigación y Tecnologías de la Información, vol.. 1, núm. 1, 2016
Universidad del Atlántico

Artículos

CEDOTIC Revista de Ciencias de la Educación, Docencia, Investigación y Tecnologías de la Información
Universidad del Atlántico, Colombia
ISSN-e: 2539-1518
Periodicidad: Semestral
vol. 1, núm. 1, 2016

Recepción: 27 Mayo 2016

Aprobación: 03 Julio 2016

Resumen: A partir de la propuesta de Nietzsche, quien comprendió que no hay más razón que el cuerpo, este trabajo analítico emprende un recorrido desde dos ángulos: el cuerpo como un ser de doble dimensión: por un lado, el cuerpo propio como un ser que respira la carne del mundo y es carne de ese mismo cuerpo. Por otra, se enfoca el cuerpo en la modernidad, desde los aspectos negativos de los medios de comunicación, y a partir de allí, promueve al cuerpo como producto que convoca a la identificación, incluso en la diferencia. El autor acude a Le Breton y su preocupación antropológica moderna por el cuerpo, y retoma al psicoanálisis, pasando por la literatura de ficción hasta llegar a la filosofía. En una segunda parte, se analiza el papel de los estudios feministas y su aporte ideológico, tendientes a destacar que a la mujer se le ha definido en la sociedad a partir de lo imaginario, lo simbólico y lo terrible, mientras el hombre se constituye en eje de la hegemonía patriarcal y cultural, que ha forjado esa representación e imaginarios. Finalmente, estudia estos antecedentes en la filosofía griega y cómo Platón y Aristóteles declaran la incompletud del ser femenino, lo cual ha sido retomado por la cultura occidental. En su trayecto, el texto propone otra gramática para el cuerpo: la de que el cuerpo moderno todavía no ha sido liberado.

Palabras clave: Cuerpo, modernidad, masculinidades, estudios feministas, hegemonía patriarcal.

Abstract: From Nietzsche´s proposal, who understood that there is no more reason than the body to free the body itself. This analytical work takes a journey from two angles: the body as a being of two dimensions: on the one hand, the body itself as a being that breathes the flesh of the world and it is flesh of that same body. On the other one, the body is focused on modernity, from the negative aspects of the media, and from there, is promoted it as a product that involves the identification, even, in difference. The author turns to Le Breton and his modern anthropological concern for the body, and he returns to psychoanalysis, going through fiction literature to philosophy. In a second part, the role of feminist studies and their ideological contribution are analyzed, emphasizing that woman have been defined in society from the stereotypical, symbolic and terrible dimension, while man is constituted in axis of the patriarchal and cultural hegemony, that has forged that representation and stereotype. Finally, he studies these backgrounds in Greek philosophy and how Plato and Aristotle declare the incompleteness of the feminine being, which has been retaken by Western culture. In its development, this text proposes another grammar for the body: that the modern body has not yet been released.

Keywords: Body, modernity, masculinities, feminist studies, patriarchal hegemony.

Resumo: A partir da proposta de Nietzsche, que compreendeu que não há mais razão do que o corpo para libertar o próprio corpo. Este trabalho analítico leva uma viagem de dois ângulos: o corpo como um ser de duas dimensões: por um lado, o próprio corpo como um ser que respira a carne do mundo e é a carne do mesmo corpo. Por outro lado, o corpo se concentra na modernidade, dos aspectos negativos da mídia, e a partir daí, é promovido como um produto que envolve a identificação, mesmo, na diferença. O autor se volta para Le Breton e sua preocupação antropológica moderna para o corpo, e ele retorna à psicanálise, passando pela literatura de ficção para a filosofia. Em uma segunda parte, analisa-se o papel dos estudos feministas e sua contribuição ideológica, enfatizando que a mulher tem sido definida na sociedade a partir da dimensão estereotipada, simbólica e terrível, enquanto o homem é constituído em eixo da hegemonia patriarcal e cultural que forjou Essa representação e estereótipo. Finalmente, ele estuda esses antecedentes na filosofia grega e como Platão e Aristóteles declaram a incompletude do ser feminino, que foi retomada pela cultura ocidental. Em seu desenvolvimento, este texto propõe outra gramática para o corpo: que o corpo moderno ainda não foi liberado.

Palavras-chave: Corpo, modernidade, masculinidades, estudos feministas, hegemonia patriarcal.

Introducción

En Carta sobre el humanismo (2009), Martin Heidegger nos habla del lenguaje como un aspecto fundamental de la experiencia filosófica. A través de él expresamos nuestra mundanidad, nuestra experiencia tejida entre el ser y el estar haciendo en el mundo. El lenguaje atraviesa en la racionalidad occidental por las demandas, algunas veces infames, de la gramática y de la lógica, de tal manera que, bajo esta panorámica, aprendimos a decir desde la adivinación confusa y espesa donde suelen ocultarse los sucesos fenoménicos. “Liberar al lenguaje de la gramática para ganar un orden esencial más originario es algo reservado al pensar y al poetizar” (p. 12). Por una de esas calles laterales de la filosofía se ha pretendido desafiar a la historiografía dominante sostenida sobre las bases de un a priori platónico desde el cual se construyó una gramática y una lógica, no sólo al lenguaje, sino al cuerpo que lo dice con timidez espesa. Por esas calles laterales de la filosofía, a veces luminosas, a veces muy oscuras, se fraguó la construcción de una razón corporal más allá de una episteme judeocristiana que abriera los espacios para el nacimiento de un cuerpo fáustico donde la carne se transformara en recinto hospitalario y no tuviera cabida la malsana pedagogía de la muerte agazapada entre los resquicios de la gramática atávica de la racionalidad cartesiana.

Hablamos de una filosofía que tiene como punto de partida una fenomenología de la corporeidad en cuya sombra luminosa se fermente un ser carnal latente; es decir, y como señalara Merleau Ponty, un ser tejido desde una conformación entre la carne del mundo y la carne del cuerpo, entendiendo que la carne del mundo es la extensión ontológica de lo sensible que no accede a la condición de sentiente. El cuerpo propio en una transparencia que respira de la carne del mundo, y, al mismo tiempo, es otra misma transparencia que, por ver y tocar las cosas, es carne del cuerpo. El cuerpo es un ser de doble dimensión: un lado sensible que se manifiesta tanto al prójimo como a sí mismo, y un lado sentiente que sólo es accesible a sí mismo. Merleau Ponty en Lo visible y lo invisible (1996) asegura que la carne del cuerpo configura su ser sensible, a quien contempla como ser visible y tangible, como un puente entre sí y el conjunto de cosas sensibles, es decir, lo que ha definido como la carne del mundo.

Por tal razón, el cuerpo se transforma en elusiva potencia posibilitadora de infinidad de órdenes metafóricos, puesto que, ya lo hemos apuntado, también es advertido como recipiente donde tiene morada la experiencia originaria de donde mana todo conocimiento y que permite desafiar lo interior y lo exterior, la alteridad y la mismidad, la cultura y la materia, el sujeto y el objeto. El cuerpo se abre desde sí mismo para mostrarnos el intemporal acontecimiento por el cual transita la experiencia infiltrándose a través de la piel, transformando toda exudación corpórea en una irradiación del universo cultural. He allí por qué Nietzsche comprendió que no hay más razón que el cuerpo.

Otra gramática para el cuerpo. Otra manera de decir al cuerpo alejado del cálculo frío e inhumano de la racionalidad. He allí el imperativo que la modernidad no supo solventar. La racionalidad moderna le endilgó más fantasmas a un cuerpo ya atiborrado de espectros demenciales. El cuerpo se transformó en el lugar irremediable al que se está condenado. Foucault (2010) entenderá, por ejemplo, que es contra él y como para borrarlo por lo que se hicieron nacer todas las utopías de la modernidad. En el vientre de la modernidad se emprendió el tejido que ha buscado darle invisibilidad al cuerpo visible. Hizo del cuerpo el lugar fuera de todos los lugares a través de los distintos maquillajes de los cuales se sirvió. La ciencia moderna acarició al cuerpo desde la frialdad mortuoria del laboratorio diseccionándolo, adhiriéndole certezas que lo ataban a un mundo avergonzado por las utopías, las nuevas posibilidades. Abierto en dos sobre la mesa quirúrgica se habló sin cortapisas de un cuerpo liberado. Por un lado, las ciencias contándonos un cuerpo por partes. Asfixiándolo de funciones biológicas, nuevo camino empleado para hablarnos del pecado.

Por otro lado, la sociedad moderna, compulsivamente moderna, redefinió la imaginería que sobre el cuerpo se tenía -¿se tenía?- y, desde la fruslería de las revistas, la publicidad y la televisión se promovió al cuerpo como producto que convoca a la identificación, incluso en la diferencia. Cuerpos que comen los mismos alimentos.

Cuerpo que llevan las mismas ropas. Cuerpos que escuchan la misma música, los mismos cantantes. Cuerpos que se entretienen en los mismos programas, que compran la misma línea de autos. Pareciera que no hay otro camino distinto más que lo idéntico. Una igualdad enfermiza, de fachada cuya proclamación repetida se ha propuesto borrar de la representación toda afirmación de una alteridad. Entonces, de qué hablamos cuando hablamos de un cuerpo liberado. Hablamos del cuerpo moderno.

¿Cuerpo liberado? El cuerpo moderno

El cuerpo es la parte material de los seres animados. ¿Sólo material? Esta conjunción trascendental de elementos de todas las clases cuyo funcionamiento está muy lejos de haber sido totalmente desenmarañado, contenido por una piel que lo sujeta a la vez que lo extravía del mundo –ya extraviado en sí mismo–, es lo que constituye concretamente un ser humano. Este ser humano, ciertamente, es mucho más que su cuerpo, entendiendo de antemano que el cuerpo siempre es otra cosa, pero sin él, está claro, no existe. El cuerpo, así lo entiende David Le Breton (2002), es un tema que se presta esencialmente para el análisis antropológico, puesto que pertenece al linaje identitario del ser humano (p. 9). Desde el cuerpo, donde habita el rostro que nos respira nuestro andar existencial, el ser humano se afirma vivo. Vivir es reducir – ampliar, quizás multiplicar– el mundo al cuerpo, a través del retablo simbólico que éste encarna. Todas las civilizaciones han tenido cierta consciencia de esta realidad, su estabilidad, la opacidad del cuerpo a la mirada, al tacto, al olor, al conocimiento, y todas han suscrito a través de un conjunto de reglas necesarias de manera ajustada al carácter siempre improbable de la naturaleza de lo que animaba al cuerpo.

Voltaire en su Diccionario Filosófico (1976) expuso que, del mismo modo que no se sabe con certeza qué es el espíritu, se ignora también qué es el cuerpo exactamente. A pesar de conocer ciertas propiedades de las cuales está dotado, sigue siendo un desconocido.

El cuerpo sigue siendo un desconocido debido a que mientras hay una aproximación a su composición, su mecánica y su química, esta misma acción parece, al mismo tiempo, alejar a quien se aproxima a su esencia. Esas manifestaciones esenciales interrogan constantemente y al no poder ofrecer una respuesta satisfactoria, la racionalidad activa su perversa relación de complementariedad con la superstición: Dice Jung al respecto (2001): “Es una regla psicológica que la sombra aumenta proporcionalmente con la luz; así, pues, cuanto más racionalista se muestre la conciencia, más ganará en vitalidad el universo fantasmal del inconsciente”. Lo viviente se abre paso, confronta al ser humano con los límites de su cuerpo, con esa forma de materialidad en que, con toda ambivalencia, el mismo ser humano se encuentra entre su humanidad y su animalidad. Entre mundo y medio. Entre el control y su ilusión. De tal manera que, la existencia del ser humano es corporal, pero nada es más misterioso para ese ser humano que el propio espesor de su cuerpo.

El cuerpo moderno, así lo ha entendido Le Breton como buena parte del pensamiento antropológico contemporáneo, es un entramado de rupturas proveniente de la disolución del sujeto con los otros, con el cosmos y consigo mismo. El cuerpo occidental moderno es el espacio carnal de la interrupción, el ámbito objetivo de la soberanía del ego (Le Breton), parte indivisible del sujeto ubicado en el corazón de colectividades en las que la división social es la regla. Nuestras vigentes ideas del cuerpo están estrechamente supeditadas al ascenso del individualismo como estructura social, con la contingencia de un pensamiento racional positivo y laico sobre la naturaleza, con la retracción de las tradiciones populares locales y, además, con la historia de la medicina que representa un saber en alguna medida oficial sobre el cuerpo (Le Breton).

El siglo XX se transformó, así, en constante hacer y deshacer del cuerpo intentado dar explicaciones que, en muchos casos, terminaron sembrando más sombras sobre lo que ya estaba bastante oscuro. Ideas que sobre el cuerpo nacieron por condiciones sociales y culturales particulares. Ideas que más bien perecen jalones más o menos significativos, interesadas en la construcción de una genealogía del cuerpo, cada una con pretendida misión de dar respuesta a la frondosa imaginación que despierta, después de todo, el cuerpo que la contiene. La preocupación moderna por el cuerpo, afirma Le Breton, es una dínamo tenaz de imaginario y de prácticas. Factor de individualización, el cuerpo reproduce los signos de la distinción, es un valor. “El hombre se sabe, se conoce como cuerpo”, ha indicado Lacan (1981). Lo aprende del otro, parcialmente, antes de anticipar su totalidad en el espejo, antes de hacer uso de él, que limita en los primeros tiempos su inmadurez nativa. De entrada tiene su goce, pero no la conciencia que da la entrada en juego del significante (Lacan). El significante separa en el lenguaje y, por lo tanto, en la vida, el goce del cuerpo, pero, con ello, no se contribuye a mantener buenas relaciones con él. En nuestras sociedades occidentales, el cuerpo es el signo del individuo, el lugar de su diferencia, de su definición.

Curiosamente, insiste Le Bretón, al mismo tiempo está disociado de él a causa de la herencia dualista que sigue pesando sobre su caracterización occidental (2002). Es posible hablar, como si fuese una buena frase, de la liberación del cuerpo, manifiesto típicamente dualista que no recuerda convenientemente que la condición humana es corporal, que “el hombres es indiscernible del cuerpo que le otorga espesor y sensibilidad de su ser en el mundo” (pp..7-10). Tal liberación, como es de suponer, es muy relativa, y esto es fácilmente verificable. Las sociedades occidentales se fundamentan en un aniquilamiento del cuerpo traducido en distintas situaciones rituales propias de la vida cotidiana. La modernidad ha cargado al cuerpo de preocupaciones, de temores, al punto de que parece sólo tenerse consciencia de que se tiene un cuerpo ante el dolor y la enfermedad. En tal sentido, ¿puede un cuerpo repleto de preocupaciones, temores y miedos ser un cuerpo liberado?

Los aspectos a los que con frecuencia en la actualidad se aluden son el carácter mecánico e industrial que tornea el cuerpo, ya lo hemos dicho, los discursos biológicos y médicos de las ciencias naturales y de la salud que le restan espontaneidad y expresividad, la inserción del cuerpo en los engranajes económicos de la lógica productiva mediante dispositivos políticos, su sumisión a través de discursos que instauran relaciones de poder siempre caracterizadas por su índole represiva, bien sea en la escuela, la cárcel o el hospital, la definición y construcción de géneros a partir de visiones esencialistas, el deslinde de espacios y ámbitos públicos y privados a través de códigos de comportamiento social e introspección, o la fetichización que resulta de la inmersión del cuerpo en el consumismo (Pedraza Gómez, (s/f, en línea).

Estas son las utopías advertidas por Foucault y, en virtud de ellas, el cuerpo ha desaparecido. “Ha desaparecido como la llama de una vela que alguien sopla”, según comenta Foucault en El cuerpo utópico (2010). El alma, dirá el francés, las tumbas, los genios y las hadas se han adueñado por la fuerza de él, lo desvanecieron en un abrir y cerrar de ojos, soplaron sobre la pesadez que le sembraron, lo enfrentaron al espejo para mostrarle la fealdad que le inventaron y pretendieron restituirlo sólo como un perpetuo amasijo de carne sin profundidad hospitalaria.

Entonces, casi sin darnos cuenta, llegamos al Psicoanálisis, que partió de un supuesto descubrimiento de que la consciencia no es capaz de abarcar la totalidad de los hechos psíquicos. Entonces Freud descubrió el inconsciente constituyendo así un modo de designar el anudamiento del ser humano a la confección de la palabra, y los efectos que de ello se derivan van más allá de lo que es capaz de avistar. Trastornando, dirá Foucault, todas las superficies ordenadas y todos los planos que reconcilian la prodigalidad de seres, hurgando en una larga incertidumbre en la práctica milenaria de lo mismo y lo otro (1968, Las palabras y las cosas).

Por esa razón, el Psicoanálisis prefiere hablar de sujeto, puesto que evoca la sujeción a lo simbólico que a todos afecta. Esto no significa el desconocimiento de la base orgánica, pero “en tanto se constituye en el seno de lo simbólico, el ser hablante se separa de su organismo como ente natural, sufriendo una merma de su relación inmediata a lo sensible de lo vivo” (Dessal, 2011). La vida sólo retorna al ser humano – al sujeto– a través del cuerpo, que no es otra cosa que aquello de lo que se goza.

El cuerpo para el Psicoanálisis también posee forma, se revela en forma de imagen, de reflejo visible. ¿Qué refleja el cuerpo? La modernidad no lo sabe con exactitud, pero el Psicoanálisis como la religión de mayor envergadura del discurso moderno, afirma que, como imagen, siempre tiene algo de engañoso. Producto de la debilidad del ser humano ante el vacío, ante la Nada que lo observa en silencio, dispone de la facultad de fraguar imágenes que serán siempre un reflejo de su propio cuerpo. Esto se encuentra presente en diversas manifestaciones que van desde el hecho cierto de creer que las castas sociales son emanaciones incandescentes del cuerpo de Buddha, hasta la más vulgar y superflua publicidad de automóviles.

Para los griegos, cuna del pensamiento occidental, la gran sabiduría estaba representada por el cosmos transfigurado como un cuerpo perfecto. Razón por la cual la política iniciara sus tejidos a partir de la medicina aplicada, como es de suponer al cuerpo social. De allí toda la racionalidad moderna fue imponiendo un profuso alejamiento de las representaciones que pudiesen aproximar al ser humano a otras posibilidades de comprensión de sí mismo y su cuerpo. Descartes propuso vaciar al sujeto de todo contenido mental (sensaciones, percepciones, juicios, conocimiento) por ser propicio a los engaños, pero deja la puerta abierta al yo pienso. El psicoanálisis freudiano dio un paso más radical afirmando que allí donde se cree que se piensa, hay en verdad un vacío, un agujero, una Nada. Jacques Lacan es todavía más radical cuando en 1975 dijo ante un público americano incrédulo que él pensaba con los pies. Palabras más, palabras menos, el cartesianismo aquí enumerado libró a la ciencia del más espeso de sus obstáculos: la representación que siempre emanará de la forma del cuerpo, y le suministró un discurso que no significa nada.

Las representaciones sociales le establecen al cuerpo una posición determinada dentro del simbolismo general de la sociedad. Sirven para nombrar, afirma Le Breton, las diferentes partes que lo componen y las funciones que cumplen, “hacen explícitas sus relaciones, penetran el interior invisible del cuerpo para depositar allí imágenes precisas, le otorgan una ubicación en el cosmos y en la ecología de la comunidad humana” (2002). El cuerpo es una construcción simbólica, no es, en modo alguno, una realidad en sí mismo. De allí las múltiples voces que pretenden, desde el universo de lo representativo, darle sentido a eso que es su misterio, su contingencia inaprehensible. Representaciones que insurgen de la emergencia y del desarrollo del individualismo en las sociedades occidentales renacentistas (Le Breton).

La modernidad cartesiana desde su estructuración individualista convirtió al cuerpo en un recinto del sujeto, lugar breve, espacio finito, cárcel de su propia libertad, “el objeto privilegiado de una elaboración y de una voluntad de dominio”, ha indicado Breton (2012). El saber sobre el cuerpo en la modernidad se sostiene sobre la frágil base de la atomización de los sujetos, de la cosificación de la sensibilidad que permite abrir las compuertas a una racionalidad sentiente, cuyo fruto maduro termina siendo la indolente indiferencia como único tejido relacional. Esto termina siendo, dice un inquieto Le Breton, un rasgo significativo de las sociedades dentro de las cuales el individualismo es un hecho consumado y estructurante, que advierte el desarrollo como propio de un carácter plural, polifónico de la vida colectiva y de sus referencias. “En estas sociedades, en efecto, la iniciativa se revierte mucho más sobre los sujetos, o sobre los grupos, que sobre la cultura que tiene una tendencia a convertirse en un mero marco formal” (Le Breton, 2012).

El resultado de esta dualidad entre la experiencia social y su incapacidad de integración simbólica es la carencia de sentido que vuelve un infierno la vida. Por esta razón, el ser humano se abandonó en sus propias iniciativas, a su soledad, “desvalido ante un conjunto de acontecimientos esenciales de la condición humana: la muerte, la enfermedad, la soledad, el desempleo, el envejecimiento, la adversidad…” (Le Breton, 2012). Esta atomización de los sujetos termina por enfatizar todavía más el distanciamiento entre unos y otros respecto a los elementos culturales tradicionales. Aquí, frente a nosotros, el fruto maduro de los despreciadores del cuerpo desnudados por Nietzsche en el cuarto discurso de Así habló Zaratustra: “Querían escapar a su miseria y las estrellas les resultaban demasiado lejanas. Así que suspiraron: «¡Oh si hubiera caminos celestiales para caminar despacio y sin ruido a otro ser y a la felicidad!» ¡Así que se inventaron sus intrigas y brebajes sangrientos! Y se defendieron de sus cuerpos y de esta tierra, los desagradecidos. Pero ¿a quién le debían en su rechazo espasmo y delicia? A su cuerpo y a esta tierra” (1979). Los despreciadores del cuerpo siguen en ese destierro. En su evasión del cuerpo tienen que valerse de él. Ni siquiera en la nada celestial dejan de estar sujetados a su cuerpo y a la tierra que lo sostiene. Tampoco conciben el sentido de la tierra, pues éste se manifiesta sólo al cuerpo sano: sólo la más sincera y pura voz del cuerpo sano puede hablar del sentido de la tierra. Esto es lo que conocemos actualmente sobre los que desprecian el cuerpo y sobre lo que les resulta imposible.

Con ello comprendemos también la encomienda introductoria de Zaratustra a los que desprecian el cuerpo, a los que le dicen a su cuerpo hasta nunca —y se vuelven también mudos, ya que su cuerpo está enfermo: de ahí que sólo puedan querer huirse de la piel, y sólo puedan encontrarse en una falsa relación con aquello que debería hablarles en ellos del modo más sincero y puro. El respeto por su cuerpo les resulta vedado por su falta de salud. Ésta no es una condición desprovista de problemas para el conocimiento: sólo quien está sano puede escapar a los predicadores de la muerte y puede dejar en paz a los transmundanos y dejar que el sentido de la tierra le hable desde su cuerpo.

La mujer: construcción de un cuerpo esquizofrénico

A modo de introducción

Francesca Gargallo afirma en Ideas feministas latinoamericanas que: “La relación entre la filosofía –también llamada “pensamiento” a secas– y la literatura latinoamericana ha sido muchas veces enunciada, pero nunca ha sido realmente abordada por las historiadoras e historiadores de las ideas” (2006, p. 125). Según la pensadora mexicana, la filosofía latinoamericana tiene una relevante particularidad en sus vías de expresión. No sólo dice –la filosofía– desde el ensayo que es, como es de suponer, su espacio por excelencia, sino que, además, dice desde la novela y la poesía. En esto, dirá alguien y con razón, que tampoco es original la filosofía latinoamericana, pero a estas alturas, creo que poco importa la originalidad.

Pese a que se han planteado diversos, ricos y muy originalísimos tratados sobre y contra la pobreza, la pobreza sigue allí, sólida y con una sonrisa victoriosa cada vez más sonrisa y más victoriosa. De tal manera que, no vamos a ahondar en este tema de lo original, tan sólo pretendo decir que la filosofía latinoamericana, siguiendo a Gargallo, no existe porque su literatura se expresa filosóficamente, pero nadie, quizás muy pocos, han abordado sistemáticamente la teleología de semejante discurso.

Si la literatura latinoamericana, en diversas ocasiones, se ha expresado filosóficamente, sería interesante ir tras las huellas de lo que la literatura ha dicho en torno a la mujer, ya que ha sido éste, el de la mujer, un tema que ha despertado enorme interés, en especial, desde que comenzaron a desarrollarse las ideas en torno al concepto de liberación o emancipación. En cuanto a las obras simbólicas latinoamericanas, entiendo por esto, la literatura, Enrique Dussel expresa lo siguiente: “EI sujeto europeo que comienza por ser un yo conquisto es el ego varón” (2007, p. 14). Es fácil entender, desde este razonamiento que, si el sujeto europeo y su afán conquistador representa el ego del varón, del macho latinoamericano, pues, el sujeto americano que comienza por ser un yo conquistado resulta ser la mujer. Sobre esto vuelve Dussel:

El cara-a-cara erótico se verá alienado sea por la prepotencia de una varonilidad opresora y hasta sádica, sea por un masoquismo o una pasividad o, en el mejor de los casos, un frío resentimiento femenino. La pareja erótica liberada no se ha dado todavía en América Latina como una realidad social, hay individuales excepciones faltas todavía de real tradición pedagógica o política […] Las teogonías o el relato mítico del origen de los dioses, el cosmos y los seres humanos, es siempre bisexual entre las grandes culturas amerindianas –y no exclusivamente patriarcal como entre los semitas, por ejemplo. […] Esta mítica nos deja ver una exacta lógica de los símbolos que no llega a trascender, sin embargo, la Totalidad trágica. Al origen está Alom-Qaholom, la diosa madre y el dios padre de todo, nombrándose primero la diosa madre, lo femenino (2007, p. 15).

Dussel hace referencia al Memorial de Sololá, texto escrito por el maya Francisco Hernández Arana y que tiene una importancia fundamental para la cultura americana, ya que confirma gran parte de la información que se despliega en el Popol Vuh acerca del origen de los linajes de la región y las migraciones de las tribus. Entonces, tenemos que, al menos para los americanos originales, lo femenino y lo masculino representaban una misma entidad, pero que, hay que decirlo, siempre lo femenino era presentado primero. Si para ellos ambos ¿géneros? estaban equilibrados y representaban una misma fuerza creadora, entonces qué desarmonizó el equilibro de esas fuerzas. No es nada difícil responder a esta pregunta. Sin embargo, explicar el origen de esta desarmonización, ahondar en las razones del desequilibrio, es tarea, a mi juicio, obligatoria.

Para explicar las posibles fuentes de donde parte la discriminación de la mujer en la vida social, partiremos de lo reflexionado sobre el tema por tres pensadoras de incuestionable profundidad. Gloria Comesaña Santalices desde la filosofía irá tras la búsqueda del origen siguiendo el camino trazado por Simone de Beauvoir desde el existencialismo sartreano y hegelianismo; así como de la tesis biológica de Shulamith Firestone y la tesis de Kate Millet, quien, también, desde los razonamientos de Beauvoir, intenta explicar las razones de la discriminación. Desde la psicología y el psicoanálisis, Ana Teresa Torres busca explicaciones en los trabajos de Sigmund Freud, Melanie Klein y Jacques Lacan para terminar haciendo un recorrido por el imaginario que sobre la mujer elaboró el mundo occidental y patriarcal. Por último, nos remontaremos a los griegos y sus reflexiones en torno a la mujer, lo haremos desde los estudios realizados por Antonio Pérez Estévez, filósofo y catedrático de inestimable valor para la historia de las ideas en Venezuela.

Gloria Comesaña Santalices: Beauvoir, Firestone y Millet

Comesaña intenta explicar a la mujer desde la alteridad y desde esa misma alteridad buscar los códigos que expliquen la discriminación femenina. “Creemos, afirma Comesaña, que es la alteridad como estructura ontológica de la conciencia lo que puede permitirnos comprender exhaustivamente las condiciones de desigualdad que hasta ahora han regido las relaciones entre los sexos” (1995, p. 13). Al hacerlo, Comesaña, se sitúa de entrada en la línea definida por Simone de Beauvoir en El Segundo Sexo (1949). El libro significó la primera fundamentación filosófica a la reflexión sobre la situación de subordinación en que vive la mitad femenina de la humanidad. Afirma Comesaña:

La obra esquivaba toda absurda querella sobre la inferioridad o superioridad relativa de cada uno de los sexos, para plantear que la situación de la mujer no es producto de la naturaleza, sino resultado de una elaboración cultural arbitraria de los datos naturales. El determinismo natural quedaba fuera de combate al demostrar Simone de Beauvoir que no se hace mujer, se llega a serlo según la frase que ella hizo famosa (1995, p. 49).

En el libro Beauvoir introduce un concepto que, a juicio de Comesaña, será determinante. Nos referimos al concepto del Otro Absoluto. Concepto que explica en estos términos:

El semejante, el otro, que es también el mismo con quien se establecen relaciones recíprocas, es siempre para el macho un individuo macho. La dualidad que se descubre bajo una forma u otra en el corazón de las colectividades opone un grupo de hombres a un grupo de hombres, y las mujeres forman parte de los bienes que éstos poseen y que son entre ellos un instrumento de cambio. El error proviene de que se han confundido dos figuras de la alteridad que se excluyen rigurosamente. En la medida en que la mujer es considerada como el Otro Absoluto, es decir, -sea cual sea su magia-, como inesencial, es precisamente imposible mirarla como otro sujeto (1970, p. 92).

En tal sentido, la mujer termina siendo considerada como el Otro-extraño, ya que, biológicamente es diferente al hombre y que esta diferencia se hace más evidente a partir de la función en la maternidad. “El hombre, explica Comesaña, no encuentra en ella simplemente un doble, un semejante, un prójimo, sino que reviste esta extrañeza de la mujer del carácter de Otro-Absoluto y encuentra así en ella la representación privilegiada de esta categoría de pensamiento” (1995, p. 17). En El Segundo Sexo, Beauvoir intenta demostrar que es la educación y el ambiente lo que determina y explica la situación de desventaja que la mujer ha vivido a lo largo de la historia.

Durante el año en que apareció el libro y poco tiempo después, la filósofa entendió que la única vía a través de la cual podía alcanzarse la emancipación de la mujer era el socialismo. Sin embargo, años después terminaría por cuestionar la capacidad del socialismo concreto para solventar lo incierto de la situación supeditada de la mujer. “Lo hizo, explica Antonio Boscán, cuando llegó a apreciar de cerca la realidad de la condición de la mujer en los países socialistas europeos” (2007, p. 28). A partir de entonces tomará partido por el feminismo y comenzará su lucha para la organización de todos los esfuerzos de las mujeres a nivel mundial.

Volviendo al tema del Otro como valoración negativa que expone Beauvoir, Gloria Comesaña entiende que esto no responde ni explica la reducción del rol de la mujer en la vida social, no cuestiona la incapacidad de la mujer de verse y asumirse como Mismo frente al hombre. Así que busca en las fuentes que intentan explicar la desigualdad en la biología. Entre las autoras feministas que sostienen la tesis biológica, una de las más conocidas es Shulamith Firestone. Firestone es una feminista radical nacida en Canadá y que se hizo célebre en la discusión en torno al tema de la mujer con la publicación del libro La Dialéctica del Sexo (1973) en el cual intenta una síntesis heterogénea de las ideas de Marx, Engels, Freud, Wilhelm Reich y Simone de Beauvoir.

En su libro Firestone sostiene que:

El materialismo histórico es aquella concepción del curso histórico que busca la causa última y la gran fuerza motriz de los acontecimientos en la dialéctica del sexo: en la división de la sociedad en dos clases biológicas diferenciadas con fines reproductivos y en los conflictos de dichas clases entre sí; en las variaciones habidas en los sistemas de matrimonio, reproducción y educación de los hijos creadas por dichos conflictos; en el desarrollo combinado de otras clases físicamente diferenciadas (castas); y en la prístina división del trabajo basado en el sexo y que evolucionó hacia un sistema (económico – cultural) de clases (1976, p. 160).

Esto llevará a Firestone a plantearse, entre otras cosas, la posibilidad de que, a través de la tecnología, la mujer podría liberar su cuerpo gracias al desarrollo de la anticoncepción y la reproducción extrauterina. Al sostener que la división fundamental de la sociedad es la división de los sexos –clases en términos marxistas–, se entiende que la opresión específica de las mujeres está relacionada de manera directa con su biología con lo cual, la desigualdad es entendida en términos naturales.

El patriarcado, según esta versión, queda establecido como una estructura de poder generalizada y ahistórica. Para Firestone, la voluntad de dominación del hombre no puede explicarse ontológicamente a partir de la estructura de la conciencia. Comesaña señala que es todo lo contrario, la mujer es el resultado de la constitución psicosexual del individuo. “La naturaleza, apunta Comesaña, habría otorgado al hombre una serie de dones de los cuales la mujer se vería privada, o dicho de otra forma, ella habría cargado a la mujer con tareas mucho más pesadas en lo que concierne a la procreación” (1995, p. 20). De allí la importancia de la tecnología como aliada en el proceso emancipador de la mujer. Firestone, citada por Comesaña, afirma:

A diferencia de las clases económicas, las clases sexuales resultan directamente de una realidad biológica: el hombre y la mujer fueron creados diferentes y recibieron privilegios desiguales […] La familia biológica constituye una desigualdad natural en la repartición del trabajo. La necesidad de poder, que se encuentra en el origen del desarrollo de las clases, proviene de la constitución psicosexual de cada individuo según ese desequilibrio fundamental (1995, p. 20).

Advierte Comesaña que es aquí donde las ideas de Firestone tienen serias debilidades y que las razones biológicas a las cuales arguye no es más que los caminos trazados por el hombre, a través de la cultura, para apropiarse de la naturaleza y de su destino en ella. La filósofa entiende que Firestone no hace más que alterar las ideas de Beauvoir para acomodarlas exageradamente para explicar su tesis biológica. La naturaleza sólo será importante en la medida en que el hombre se aproveche de ellas para dar explicaciones arbitrarias al dominio de la mujer. No es la biología lo que subyuga a la mujer, es la manera cómo se han construido los códigos culturales lo que la ha sometido históricamente. Bajo esta idea están adscritas las ideas de Kate Millet.

Kate Millet es una feminista y escritora norteamericana cuyo libro Políticas Sexuales (1970) ofrece una amplia y argumentada crítica a la sociedad patriarcal en la sociedad occidental y en la literatura. Millet parte de que el sexo reviste un cariz político que, las más de las veces, suele pasar desapercibido. Emplea el término política para referirse a las relaciones que se establecen desde el poder con la finalidad de que el grupo dirigente mantenga el control sobre quienes domina. El carácter patriarcal[1] de la sociedad hace que las costumbres sexuales envuelvan relaciones de dominio y, por tanto, estén impregnadas de política. Al igual que como sostuvo Beauvoir, para Millet la mujer es “otro” para el hombre. La consideración de la mujer como otro no puede darse más que en una sociedad en la cual el hombre se considera a sí mismo como el sujeto al cual todo debe referirse. “La supremacía masculina, afirma Millet en una cita de Gloria Comesaña-Santalices, como los otros credos políticos, reside finalmente, no en la fuerza física, sino en la aceptación de un sistema de valores que no es biológico” (1995, p. 22). Millet es uno de los rostros más representativos del movimiento Feminista Radical de Izquierda que ha contribuido a la creación de los grupos de autoconciencia, en los que se induce a cada participante a exteriorizar su experiencia personal de subyugación con la finalidad de que se hiciera consciente de la misma, con la única finalidad de alcanzar una transformación de su circunstancia.

Ana Teresa Torres: Sigmund Freud, Melanie Klein y Jacques Lacan

“Ser hombre o mujer, afirma tajantemente Ana Teresa Torres, es un hecho del lenguaje” (Torres, 2007, 205). Un hecho del lenguaje que no es más que un modo de insertarse en la cultura, porque la cultura es quien asigna pautas de conducta social, e impone un cierto modo de condicionar los fenómenos insertos en la sexualidad. Torres piensa que la idea de que la sexualidad es una disposición de la naturaleza puede quizás utilizarse en los animales, pero poco tiene que ver con los humanos, que no con los hombres.

El dispositivo orgánico que permite la respuesta sexual da cuenta del sexo concebido como acto fisiológico, o incluso del placer corporal, pero poco dice de la multiplicidad de fenómenos implicados en la sexualidad, tales como el deseo, el amor, la elección del objeto, el goce y el sufrimiento, la prohibición y el conflicto. Todo ello es cultura. El cuerpo como tal no es más que un pedazo de carne y hueso (Torres, 2007, p. 205).

Dentro de esa cultura se construyen y deconstruyen los códigos que permean los discursos masculinos y femeninos. El discurso feminista tiene en la actualidad una solidez consciente y contrapuesta al discurso patriarcal, aunque Ana Teresa Torres hace la salvedad de que una cosa es que exista un contradiscurso, y otra su eficacia en los canales de la red social. Sin embargo, no sería descabellado afirmar que el discurso feminista ha llegado a un cierto acuerdo en vislumbrar que la mujer no es ese sujeto definido por la sociedad.

El sujeto femenino no está definido con la justicia merecida. Está definido desde el orden de las representaciones, desde lo imaginario, desde lo simbólico y ha sido el hombre quien ha dado contenido a esa representación, a ese imaginario. El psicoanálisis ha dado su visión sobre la mujer, quizás intentado desentrañar –o entrañar– aún más la disociación. Ana Teresa Torres hace una revisión de lo que, desde el psicoanálisis, se ha definido como Mujer. Para ello, indaga en el pensamiento de Sigmund Freud, Melanie Klein y Jacques Lacan y desde allí, hace una interpretación de las razones que han sostenido al imaginario que sobre la mujer ha existido desde tiempos remotos.

Luego de que Freud en 1920 publicara Psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina, se embarcó en el estudio y publicación de tres artículos dedicados al tema de la sexualidad femenina. Los textos aparecerán entre 1925 y 1933, años que fueron muy duros para el psicoanalista. Dos años le fue diagnosticado un cáncer en el paladar que modificó notablemente su ritmo de vida, aunque, hay que decir, en modo alguno disminuyó el compás de su trabajo. Los tres artículos son: Consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica de los sexos (1925), La sexualidad femenina (1931) y “La feminidad”, una de sus Nuevas conferencias introductorias sobre psicoanálisis (1933). En estos tres textos Freud desarrolla sus ideas cumbres en torno a la condición femenina. Torres entiende que estas ideas son las mismas que tuvo Freud desde siempre, sólo que complejizadas en cuanto a elaboraciones y conclusiones.

Torres, al hacer una revisión al pensamiento de Freud en torno a la mujer, concuerda con Beauvoir en que son ideas que no pueden sostenerse, no sólo porque el tiempo transcurrido y los sujetos empíricos han sufrido serias y profundas transformaciones, sino que además, parten de premisas que fueron aceptadas sólo por resultar cónsonas con el discurso patriarcal. Escribe Ana Teresa Torres:

La teoría de la castración basada en la lógica del falo es heredera directa de la concepción de la mujer como organismo biológicamente incompleto, pasivo e insuficiente. La diferencia imaginaria fundamental entre los aparatos genitales masculino y femenino reside en que los órganos sexuales de la mujer no son visibles a la mirada exterior. No todo el aparato genital masculino es visible a la mirada exterior, pero sí lo es el órgano ejecutor de la sexualidad reproductiva. Esta diferencia anatómica resulta fundamental pues en ella se ha basado toda la teoría de la castración (Torres, 2007, p. 234).

En vista de que la mujer no posee ningún carácter sexual primario visible, el imaginario asumió a su género desde el registro de la falta. La mujer, afirma, no tiene algo y se la ve como ser incompleto y vacío, en contraposición al hombre lleno y completo. Esta idea de la falta estimula la segunda consecuencia imaginaria de la castración que se reduce a pensar que un hombre castrado = mujer.

En la fase edípica el niño varón es víctima de la angustia de castración, es decir, del temor a que el padre le quite los genitales por haber deseado a la madre, y lo convierta en mujer. La creencia de que hay un solo sexo, el masculino, es la que da origen a esta fantasía. Se concibe una polaridad castrado/no castrado, la primera como posición femenina; la segunda, masculina. A la vez, el sexo femenino es negativizado, despojado de su identidad, la cual se define por no tener algo. Todo el aparato genital femenino queda anulado en esta concepción según la cual si un niño es castrado se convertirá en niña. Un hombre castrado es un sujeto que ha perdido los genitales. Esta amputación no lo transforma en mujer, lo convierte en un hombre que ha perdido una parte de su cuerpo (Torres, 2007, p. 235).

La mujer que, hay que decirlo, fue construida subjetivamente bajo los patrones definidos por la teoría de que sólo existe un género, se siente, se asume y es asumida como una mujer castrada, ya que le han amputado una parte de su aparato genital, y allí se concentraría la angustia de la castración femenina. La mayoría de las mujeres han sido erigidas bajo las directrices de la teoría unigenérica, debido a que ha prevalecido históricamente un discurso androcéntrico de la cultura, de cuya reconstrucción ha transcurrido muy poco tiempo para que se haya plenamente establecido un discurso heterosexual que registre consistentemente la dualidad sexual de nuestra especie.

La teoría freudiana de la castración no sólo se queda en la idea de la mujer como ser castrado. Debido a esta circunstancia, nos referimos a su condición de ser castrado, la mujer se plantea la falización de su cuerpo.

El cuerpo faltante, el cuerpo incompleto, necesita recubrirse del emblema fálico para encubrir la imaginaria falta. La mujer debe ser, en su cuerpo, un objeto dirigido al placer, y por lo tanto enmascarado para ser introducido como tal. Puesto que no tiene falo, debe convertir en falo todo su cuerpo. La superposición de la imagen de la mujer como cuerpo en ofrenda erótica tiene su origen en las ideas anteriormente expuestas, tanto en considerarla parte de la naturaleza, es decir, como ecuación ser = cuerpo, como en la lógica del intercambio de mujeres. En ese sentido la imaginarización del cuerpo femenino produce una reducción simbólica del sujeto (Torres, 2007, p. 236).

La mujer es un hombre enfermo, es un aforismo de Aristóteles que gobernó el mundo desde el nacimiento del pensamiento occidental hasta bien entrado el siglo XX[2]. Esta enfermedad era explicada desde un fenómeno que se genera fisiológicamente en la mujer y que, como se sabe, nada tiene que ver con la salud o la enfermedad, nos referimos a la menstruación. La emisión periódica de sangre, afirma Torres, ha sido un elemento imaginarizado como una debilidad que trascendió al plano moral y religioso, e incluso, fue asumido como muestra de impureza[3]. “En el siglo XVI no se permitía a los médicos tocar a una menstruante antes de una operación, y en la Edad Media no se permitía a las menstruantes entrar a las iglesias” (2007, p. 236).

Torres resalta las tres principales premisas de las teorías de Freud en torno a la condición sexual de la mujer. A saber:

  1. 1. La afirmación de que el sujeto femenino se presenta con una identidad y sexualidad masculina inicial, que solamente después de complicados circuitos se convierte en una identidad y sexualidad femenina adquirida: La niña es un hombrecito...
  2. 2. La afirmación de que esta transformación tendrá lugar en aquellos casos (ysolamente en ellos) en los cuales la niña haya reconocido el hecho de lacastración, y, con ello, también la superioridad del hombre y su propiainferioridad
  3. 3. La afirmación de que la posición femenina solamente se establece si el deseo delpene es reemplazado por un bebé, es decir, si el bebé toma el lugar del pene

Nada en la mujer es genuino. Freud no sólo le dará una explicación desde el psicoanálisis a la exclusión de la mujer, sino que además, le negará identidad propia, genitalidad propia y entenderá haciendo entender que el hombre no es su objeto propio sino sucedáneo.

Por su parte, Melanie Klein va a introducir una teoría de la castración que se aparta de la freudiana. La angustia de la mujer, según Klein, no reside en la posibilidad de perder el pene sino en no poder tener hijos. El universo kleiniano está centrado en la figura de la madre. De la misma manera con la cual Freud y Lacan fijarán su atención en el padre, así lo hará Klein, pero, obviamente, con la madre. La mujer al hacerse madre logra reparar la imagen dañada en las fantasías inconscientes infantiles, “y es a través de la restitución del hijo como la mujer logrará recomponer ese daño” (Torres, 2007, p. 247). Vuelve así sobre los pasos de Freud en los cuales el hijo es un sustituto fálico, pero sólo para transformarlo ahora es la posibilidad de expiación de la madre.

Para Klein, la castración femenina es una contrariedad motivada a un espacio faltante, de un vacío en el aparato genital. En su exposición de 1924 en el Congreso de Salzburgo, Klein aclaró su posición. El pene del padre como tal (y no confundido con el interior de la madre) es un objeto de codicia que no hace más que suceder al pecho materno. Las pulsiones edípicas precoces mezclan lo oral con lo vaginal: los niños desean el coito como acto oral; la boca y la vagina son igualmente receptivas, lo que favorece el desplazamiento de la libido oral sobre la genital. Klein desde la racionalidad del complejo edípico, postula la existencia de dos progenitores en la fantasía infantil como imago de los “progenitores combinados”.

Las fantasías, explica Kristeva interpretando a Klein, de que el pecho materno o la madre contienen al pene del padre o que el padre contiene a la madre se cuentan entre los elementos que intervienen en los estudios iniciales del conflicto edípico: permiten que se construya la imagen de los progenitores combinados. La intensidad de la envidia y los celos edípicos repercuten en la imagen de los progenitores combinados, y debe hacer posible que el niño los diferencie y establezca relaciones con cada uno de ellos. El niño sospecha que los padres se satisfacen sexualmente entre sí; la fantasía de la imagen parental combinada (que tiene también otras fuentes) se encuentra reforzada (Kristeva, 2000, p. 130).

La angustia de la castración en Klein no surge del hecho de que la mujer no tenga pene sino de la incógnita por saber si sus órganos genitales están completos o dañados. El espacio en blanco de la mujer, comenta Torres, representa la angustia por saber si su interior está vacío o lleno con un aparato que permite la reproducción, y que en el sentido sublimado sería la posibilidad de creación en actividades profesionales, artísticas, o en el mismo cuidado de la casa.

En tal sentido, Torres resalta cuatro ejes en la teoría de la sexualidad femenina en Melanie Klein:

  1. 1. Frustración oral y resentimiento con la madre al quedar privada del pecho.
  2. 2. Vuelta al pene como objeto de gratificación.
  3. 3. Fantasía sádica de atacar a la madre en su interior y privarla de su contenido (pene del padre, niños), basada en la teoría sexual infantil (compartida por ambos sexos), según la cual la madre contiene en su interior el pene del padre.
  4. 4. Temor a la retaliación de la madre.

Por último, Jacques Lacan explica que la mujer ha sido educada en la idea de que es objeto de deseo del hombre. Y ha sido educada para seducir y obtener su objetivo: ser elegida. Lacan se aprovecha de la dialéctica hegeliana del amor y del esclavo para explicar su teoría de los discursos. Un discurso en donde no existe una interlocución, ya que, el hombre es quien habla y la mujer es quien escucha. La comunicación femenina no puede ser neutral: seduce o resiste al sexo. El estilo comunicacional refleja la posición de poder entre los participantes, según la cual las mujeres deben ser indecisas, indirectas y deferentes, mientras los hombres son directos y autoritarios. De allí que se vislumbren los patrones comunicativos femeninos como ausentes de poder e incapaces de expresarse seriamente.

El 9 de mayo de 1958, Lacan pronuncia una conferencia en el Instituto Max Planck de München titulado La significación del falo. Allí Lacan expone su razón del falo: el complejo de castración opera, a través de la medida común del falo, en la instalación del sujeto en una posición sexual que le permite identificarse con el tipo ideal de su sexo tanto como responder a las relaciones con su partener. El falo es esencialmente un significante privilegiado, y las relaciones entre los sexos, dice Lacan, “girarán alrededor de un ser y de un tener que, por referirse a un significante, el falo, tienen el efecto contrariado de dar por una parte realidad al sujeto en ese significante, y por otra parte irrealizar las relaciones que han de significarse. Esto por la intervención de un parecer que sustituye a un tener […] para enmascarar la falta en el otro” (sf). El mito del Edipo aparece como una anécdota sobre una lógica más profunda, la del desarreglo no contingente sino esencial, estructural, de la sexualidad humana. El falo aparece, a la vez, como el símbolo del goce y de la pérdida de goce.

Propone además que, según resalta Torres:

  1. 1. La niña se considera ella misma, aunque sea temporalmente, como castrada en tanto que ese término quiere decir privada de falo, y ello por la acción de alguien, primero la madre, punto importante, luego el padre.
  2. 2. En ambos sexos la madre es considerada como provista de falo, como madre fálica.
  3. 3. Correlativamente la significación de la castración no toma de hecho su valor eficiente en cuanto a la formación de síntomas más que a partir de su descubrimiento como castración de la madre.
  4. 4. Estos tres problemas culminan en el desarrollo de la fase fálica en tanto caracterizada por el dominio imaginario del atributo fálico.

Antonio Pérez Estévez. La mujer y los griegos

Antonio Pérez Estévez, filósofo español que se radicó por muchos años en Venezuela, parte de la idea de que la cultura occidental está al borde del colapso. Una cultura hecha por el hombre, pero que, en modo alguno, ha sido del todo humana, ya que progresivamente ha venido sosteniéndose sobre la base de la negación de la vida misma. El filósofo se pregunta qué pudo conducir al ser humano al filo del abismo. Ahonda sobre las causas. Entre las que destaca la ausencia de la mujer en el devenir de la humanidad. Siguiendo las explicaciones de antropólogos como Gould Davies o G. Thompson, Pérez Estévez señala que

[…] en nuestra cultura se advierte un ausencia casi total de características femeninas y matriarcales, que por otra parte, existieron en las cultura primitivas indoeuropeas y que apenas han llegado a nosotros a través de mitos como el de la Gran Madre […] Características de estas culturas femeninas serían el culto a la fertilidad, la presencia de una propiedad colectiva y la concepción monista del universo como fuerza o energía irracional […] Nuestra cultura occidental no ha sido una cultura humana, sino una cultura de machos y para machos, en la que la mujer ha sido negada y reprimida (1089, p. 179).

Bajo esta premisa emprende la búsqueda de los orígenes donde se fundamenta la ausencia. El momento en cual se acordó la anulación de la mujer dentro del marco que definirá a la cultura occidental. Con esta inquietud llega hasta el mundo creado por los filósofos y poetas griegos donde, según Pérez Estévez, se van a perfilar los arquetipos que darán fisonomía a la mujer en el imaginario del patriarcado. Desde que el ser humano empezó a poner sus reflexiones por escrito y a dejar constancia de la historia de la humanidad, los que ejercieron el poder de expresar las imágenes en frases lógicas y coherentes fueron los hombres.

En las historias de las religiones y de la mitología, son ellos los que hacen las observaciones sobre las mujeres y sobre lo que éstas representan: la feminidad. Toma como fuentes principales para este arqueo las obras de Hesíodo y Homero hasta llegar a las filosofías de Platón y Aristóteles, ya que, por un lado encontramos aspectos que conforman la mitología griega que es la base de los contenidos de imaginería de la civilización judeo-cristiana, y por otro lado, son la base original de todo el pensamiento que desarrollará Occidente.

Hesíodo y Homero son las fuentes de las que beberá toda la mitología y la literatura griegas. Ambos ordenan el mundo de los dioses. Hesíodo los enumera y representa. Homero los establece en la cultura griega como ejes en torno a los cuales girará toda la vida del hombre. Desde el punto de vista mitológico la importancia de ambos es incuestionable, pero desde el punto de vista psicológico, plantean el tema de la mujer desde posiciones lógicas y “la lógica es esencialmente masculina. La razón, por así decirlo, es específicamente masculina, mientras el afecto, también por decirlo así, es esencialmente femenino” (Rísquez, 1990, p. 90).

La figura de la mujer es vista por vez primera en el pensamiento escrito occidental a través del nombre de Pandora. Aparece en dos relatos de Hesíodo: Teogonía y Trabajos y Días. Teogonía, escrita entre finales del siglo VIII y comienzos del VII a.C, representa el punto de inicio de toda la mitología griega. Está escrita en primera persona y refleja el afán de Hesíodo por «pensar» en el mundo según categorías esenciales. A diferencia de los poemas homéricos, Teogonía… parte de un principio de Verdad, es una revelación hecha al autor por las Musas del Monte Helicón, explicada en la primera parte del texto. Los relatos de la Teogonía… parecen escritos en respuesta a la excesiva humanización de los dioses de la tradición homérica. Mientras, Trabajos y días gira en torno a dos ideas asumidas como verdades: el trabajo es el destino universal del hombre, pero sólo quien esté dispuesto a trabajar podrá con él. En este texto incluye varios mitos de carácter social o moral fundamentales en la cultura griega. En ambos libros aparece Pandora vinculada estrechamente, pero como contraparte, a Prometeo, quien robó el fuego a los dioses para ofrecérselo a los hombres para su uso. Explica Pérez Estévez:

Prometeo nos es presentado por Hesíodo como “mañoso y astuto”, características semejantes a las de Ulises en las obras de Homero. Hombre astuto y mañoso es el que fácilmente engaña y es difícilmente engañado, es decir el hombre que utiliza su inteligencia para engañar y enredar a los demás. De hecho Prometeo intenta –según la Teogonía– “engañar la inteligencia de Zeus” con el ofrecimiento de un buey: oculta la buena carne y las ricas vísceras en la piel del buey y cubre los huesos en otro lugar con brillante grasa. Zeus dejándose engañar, eligió la blanca grasa y “la cólera alcanzó su corazón cuando vio los blancos huesos del buey a causa de la falaz astucia (Pérez Estévez, 1989, p. 181).

Zeus castiga a Prometeo negándoles el fuego a los hombres, pero Prometeo nuevamente engaña al dios y logra esconder el fuego en una cañaheja y se lo proporciona a los hombres. Zeus no quedó muy contento con que Prometeo les diera el fuego a los hombres, porque se iban a comparar con los dioses. Llamó a Hefestos, el herrero de los dioses, y le dijo que hiciera la mujer, como castigo, ya que no van a poder vivir con ella ni sin ella. Hefestos empieza a amasar un tronco de greda y a irle dando forma, hasta hacer una hermosa mujer, y le dio vida. Venus le concedió la belleza; Atenea la sabiduría y la habilidad en todos los terrenos; Mercurio la palabra fácil y el ingenio rápido; las Horas y las Gracias el encanto de los vestidos y de los movimientos, y le adornaron el pecho y los brazos con joyas refulgentes y guirnaldas de flores perfumadas. Le pusieron por nombre Pandora, que significa "todos los dones". Zeus le regaló una cajita, que se la envió con Mercurio, quien le dijo que no la abriera por orden de Zeus. Pandora llegó a la Tierra y se fue para donde Epimeteo que iba a ser su marido.

Cuando Zeus mandó a fabricar a Pandora, lo hizo con el fin de dársela a Prometeo como castigo por haberle dado el fuego al hombre. Prometeo que era más inteligente que su hermano no la aceptó. Curiosa Pandora con la cajita que le había regalado Zeus, la abrió. Empiezan a salir las enfermedades, el dolor y todos los males. Trató de cerrarla pero no pudo y cuando salieron todos los males se asomó a la cajita y en un rincón había un pajarito: era la esperanza. Por eso se dice que la esperanza es lo último que se pierde. La mujer surge así como escarmiento a la creación del fuego por parte de los hombres.

Pandora, al igual que la mujer, viene entonces a representar lo contrario al fuego. Pérez Estévez afirma entonces que el fuego y la luz están vinculados al sol y éste a la Idea del Bien, a la inteligencia suprema. El reino del fuego será, entonces, el reino de la inteligencia; es decir, del arte y de la técnica. El fuego al cual hace referencia Hesíodo es aquel que representa la racionalidad. Obviamente, si Pandora –la mujer– representa lo contrario al fuego, entendemos que queda tipificada como contraria a la razón, a la racionalidad. La mujer es el único ser, así lo entiende Zeus, capaz de amenazar el poder racional del hombre.

Con el fuego racional se le dota al hombre del poder o dominio de controlar las ciencias y las artes y con ellas la naturaleza. El designio de Zeus era constituir otra raza de hombres, aparentemente sin fuego racional y sin dominio, pero Prometeo rompió estos designios en el momento en que les confirió la capacidad racional del fuego. En Pandora se encarnarán todos los atributos que amenazan el poder y la racionalidad del hombre. Pandora aparece justamente como lo antifuego, como lo no-racional, como la negación del poder controlador del hombre (Pérez Estévez, 1989, p. 182).

Para cuando aparecen los dos grandes cantos épicos homéricos, el rol de la mujer dentro de la sociedad griega ya estaba más que definido. La mujer no tenía voz ni tenía acceso a participar de la palabra pública, ya que carecía de logos. “La democracia antigua estaba basada en la igualdad de los derechos entre los ciudadanos, pero las mujeres y las esclavas estaban fuera de la polis y la ciudadanía” (Herrera Guido, 2001, p. 39). El rol de la mujer se reducía a servir al oikos, la casa y la familia. Pérez Estévez nos comenta que en la Odisea el varón, Ulises, es heredero de las características prometeicas de racionalidad e inteligencia, unidas a una agudeza idónea para enfrentar cualquier adversidad. La felicidad de Ulises está totalmente en sintonía con su casa y su patria. Fuera del hogar (patria y casa) se tropieza con un mundo amenazante, “que lo asedia a uno y le provoca una inseguridad y un terror existencial, causantes de una visceral angustia” (Pérez Estévez, 1989, p. 184). La felicidad del varón está vinculada estrechamente con el hogar. En ese hogar manda y domina el varón, la mujer está subordinada a él y debe ser obediente, dispuesta en todo momento a servir, tal y como lo impele la diosa Hera quien tiene la función de proteger el matrimonio haciendo del marido la principal de sus atenciones. En la Odisea será Penélope quien encarne este papel de esposa fiel y entregada a los designios del marido. Ella espera incansable el retorno de su señor. “Sus deseos carnales y corporales deben estar supeditados a la razón de su señor, el único que puede hacer y deshacer su vida en el más abierto contorno de la polis” (Pérez Estévez, 1989, p. 189).

La mujer administra y ordena el hogar con la finalidad de que el hombre pueda atender los asuntos del quehacer político. El esquema del hogar griego, advierte Pérez

Estévez, responde única y exclusivamente a la supremacía prometeica de la razón varonil: el hombre manda pues obedece a un elemento racional y debido a esto, la mujer, encarnación de la sensibilidad, no tiene otra alternativa más que obedecer y subordinarse, ya que está impedida de la razón. Esta subordinación es absoluta. La mujer de Homero, es decir, la mujer del mundo griego, la mujer ideal era aquella que renunciaba y negaba de todo aquello que entendían por femenino y se desvivía por participar de la inteligencia masculina.

Ahora bien, qué ocurría con las mujeres que se atrevían a negarse a participar de esa inteligencia masculina. ¿Qué pasaba con esas mujeres que daban la espalda al hogar y entraban alucinadas al mundo que tercamente se les negaba? Esa mujer era observada con recelo, era vista como un potencial peligro para el hombre, de su tranquilidad y de su posición social. Así como Homero nos presenta su concepto de mujer ideal en Penélope, también nos brinda un catálogo de mujeres peligrosas por su actitud independiente.

El catálogo está conformado por tres modelos de mujeres, o, mejor dicho, por tres mujeres diseñadas bajo un solo modelo: la independencia. Estás son Calipso, Circe y las Sirenas. Al igual que Lilit, figura legendaria del folklore judío, estas tres mujeres viven solas, no es en el desierto, pero si en islas muy lejanas. Viven solas y separadas de todo tipo de organización familiar. Mujeres solas que rechazan desde todo punto de vista el supuesto de que toda mujer debe rendir su sexualidad a las órdenes de la razón varonil. Pérez Estévez las reconoce como ninfas de las aguas[4], es decir formadas por el elemento más femenino de todos. Voluptuosas encarnaciones, no sólo de la sensibilidad sino de la sexualidad.

Calipso, llamada por Homero la que oculta, recibió hospitalariamente a Ulises cuando su nave naufragó. En la Odisea, se cuenta cómo Calipso, enamorada profundamente de Ulises lo retiene contra su voluntad en la isla durante mucho tiempo mientras él cree que apenas son unos días. La cantidad de tiempo que Ulises estuvo con ella varía. Algunos apuntan que fueron diez años, otros creen que siete y hay quien opina que fue un año. A cambio de que Ulises se quedara para siempre con ella, Calipso le ofrecía a cambio la inmortalidad.

Sin embargo, el aventurero sentía la necesidad de regresar a su hogar Ítaca y al final se mantuvo inflexible. Atenea quien protegía a Ulises, rogó a Zeus para que enviara a Hermes donde Calipso y le ordenara que debe dejarlo ir, a lo cual Zeus cedió. Aunque a ella le dolió dejar partir a su amado, cumplió la orden del dios de dioses. Le proporcionó al héroe madera para construir una embarcación, provisiones para el viaje, e indicaciones de cuales astros debía seguir para encontrar el camino a casa.

Esta relación entre Calipso y Ulises, cuyos hilos serán tejidos por la sexualidad, el placer y la entrega, hará que el hombre sucumba y se transforme en su propia sombra.

Ulises se convertirá en la negación del héroe prometeico.

Perdido el espíritu de lucha y de dominación, llora su infelicidad a las olas del mar. Es decir, el varón, que invirtiendo los valores se entrega a la sensibilidad y al placer de la vida, se torna en un falso hombre, en la negación de sí mismo, en una sombra abúlica apta sólo para llorar, pero no para ordenar y disponer acciones valerosas (Pérez Estévez, 1989, p. 186).

Circe es hija de Helios (el sol), y su madre es Perseis, en algunas tradiciones, aunque en otras su madre es Hécate. Es hermana de Eetes -rey de Cólquide y guardián del Vellocino de Oro- y por lo tanto es tía de Medea. También es hermana de Pasífae, esposa de Minos. Su vivienda está en la isla de Ea, la cual aparentemente corresponde hoy a la península llamada monte Circeo. Circe es considerada una maga muy poderosa. Ulises llega a esta isla de Circe, después de estar en el país de los lestrigones. La mitad de sus hombres son enviados a hacer un reconocimiento de la isla al mando de Euríloco. Todos se adentran en la isla y llegan a un valle donde hay un palacio brillante. Todos entran excepto Euríloco quien prefiere quedarse montando guardia. Circe –que es la dueña del palacio– recibe calurosa y hospitalariamente a los griegos, y los invita a un banquete. Euríloco es testigo de que una vez que sus amigos han probado los manjares, Circe los toca con una varita y los convierte en animales diversos, como leones, cerdos y perros, dependiendo de la naturaleza verdadera de cada uno.

Una vez hecho esto, Circe encierra a todos en unos establos llenos de animales similares. Al ver esto, Euríloco escapa y va a contarle a Ulises todo lo que ha visto.

Ulises decide ir a rescatar a sus hombres, y mientras pensaba en un plan, se le aparece

Hermes (mensajero de los dioses) y le da el secreto para vencer las artes mágicas de Circe: debe agregar una planta llamada moly que le entrega Hermes, a cualquier brebaje que ella le dé y así estará a salvo. Así, Ulises se presenta ante Circe que hace lo mismo que había hecho con sus compañeros y le ofrece de beber. Odiseo acepta, pero antes agrega la planta moly al brebaje, por lo que cuando Circe intenta convertirlo en animal con su varita, no sucede nada. Ulises saca su espada y le hace jurar a Circe que no le hará daño y que liberará a sus hombres. Hecho esto, el héroe se queda con Circe un año de placeres (aunque para otros es un mes), pero nunca olvida a Penélope. Circe tiene con Ulises a Telégono y a Casífone. Según algunas versiones también tuvo a

Latino. Además, Circe es madre de Fauno quien nació de su unión con Zeus. Destaca Pérez Estévez:

A través de su mansión vaginal, en la que se encuentran los más ardientes placeres, los hombres son convertidos en mansos leones, o en cochinos, dispuestos siempre a llenar su vientre de bellotas. El hombre que no domina la femenina sensualidad se transforma en una bestia mansa, en un abúlico ser, que olvidado de su pasado y su futuro, se conforma con el actual placer del sexo o de la comida. Ulises, ayudado por la razón convincente de Hermes, domina y ata la sensualidad de Circe a su voluntad racional; en ese momento, en que Circe se entrega y se subordina a la razón de Odiseo, deja de ser circe y deviene una auténtica mujer sumisa, presta a ayudar en todo a su señor Ulises. Las bestias se tornan de nuevo en hombre verdaderos porque Circe era ya una auténtica mujer, sometida a las decisiones racionales de Ulises (Pérez Estévez, 1989, p. 187).

Por último, están las Sirenas que, como Calipso y Circe, viven solitarias por negarse a ser subyugadas por la racionalidad masculina. Estas mujeres tientan con sus cantos alucinantes a los hombres que se acercan con la finalidad de hacerlos calaveras, para hacerlos “la más negra negación de lo que el hombre debe ser” (Pérez Estévez, 1989, p. 188). ¿Y qué ocurre desde la filosofía? ¿Cómo es vista la mujer en el pensamiento de Platón y Aristóteles?

Uno de los documentos centrales del pensamiento de Platón es, sin lugar a dudas, La República. Platón orientó gran parte de su pensamiento a analizar las ideas políticas más importantes desde el punto de vista de un racionalismo cuya actualidad, en algunos casos, resulta pasmosa. En La República, partiendo de la elaboración del concepto de “justicia”, Platón busca definir los rasgos esenciales de una filosofía capaz de organizar un Estado perfecto centrando su atención en la educación de los hombres que lo conformarán.

El griego visualiza a hombres y mujeres con comunidad de rasgos, pero entendiendo que la mujer es más débil que el hombre. Platón, citado por Pérez Estévez, afirma que: “ellos –hombres y mujeres – difieren sólo en el sentido de que la mujer da a luz y el hombre engendra y no hay prueba de que la mujer difiere del hombre con respecto a nuestro propósito y por tanto continuamos pensando que los guardianes y sus esposas deberían perseguir los mismos objetivos” (1989, p. 195). Sin embargo, ni esta idea ni las ideas que Platón esbozó pensando en la mujer tienen nada de igualitaria. Platón no tiene dudas al comprender a la mujer como inferior al hombre. Sin embargo, también entiende que esa inferioridad no es cualitativa, ya que admite la posibilidad de que las mujeres puedan ingresar a los ámbitos privados para el hombre de su ciudad ideal: la guerra y la política.

Estas compañeras de los guerreros, mujeres privilegiadas, estarán eximidas, como los mismos guerreros, de cualquier actividad que no sea la guerra y todas las tareas relacionadas con la protección de la ciudad. Harán su vida fuera del hogar, como ellos; como ellos, se entrenarán desnudas, ya que la virtud les servirá de vestidos. La imagen de la mujer que Platón nos ofrece en La República, es, pues, completamente diferente de la de la mujer tradicional: es, desde luego, una imagen aplicable sólo a las mujeres del grupo dominante en la ciudad –de las otras, de las mujeres de los trabajadores, ni siquiera se habla–, pero no por ello deja de revelarse como completamente nueva (Mossé, 1990, p. 149).

Pese a ello que, naturalmente, puede considerarse un avance en las aspiraciones ciudadanas de la mujer, Platón recalcará una y otra y otra vez que la mujer es más débil que el hombre. Antonio Pérez Estévez llega a la conclusión de que el verdadero pensamiento de Platón en torno al tema de la mujer y la feminidad se encuentra en sus diversos diálogos. De ellos, destaca Simposio, Timeo y Menón. Simposio, más conocido por El Banquete, fue compuesto en tiempos en que Platón trabajaba en su República y cuyo tema central son sus reflexiones en torno a la naturaleza del amor. Estas meditaciones comienzan a partir del mito de las dos Afroditas.

Es indudable que no se concibe a Afrodita sin Eros, y si no hubiese más que una Afrodita, no habría más que un Eros; pero como hay dos Afroditas, necesariamente hay dos Eros. ¿Quién duda de que haya dos Afroditas? La una de más edad, hija de Urano, que no tiene madre, a la que llamaremos la Urania; la otra más joven, hija de Zeus y de Dione, a la que llamaremos la Afrodita popular o Pandemia. Se sigue de aquí que de los dos Eros, que son los ministros de estas dos Afroditas es preciso llamar al uno celeste y al otro popular. Todos los dioses sin duda son dignos de ser honrados, pero distingamos bien las funciones de estos dos amores (Platón, 1955, p. 256).

El amor de la llamada popular es casual y se da en el tipo de hombres más rastreros, “los cuales buscan el amor de mujeres y de niños, se fijan más en el cuerpo que en el alma y eligen a las personas más brutas, debido a que sólo desean realizarlo sin importarles si es noble o no” (1989, p. 196). En cambio, aquellos inspirados por Urania es decir, la Afrodita adulta, eligen sólo a varones porque, como ha quedado bien claro desde la mitología griega, son herederos de Prometeo: tienen naturaleza robusta y entendimiento. El amor inspirado en la Afrodita adulta es “divino y precioso tanto para la vida privada como la pública, pues impulsa a los amantes a preocuparse por su propia virtud” (Pérez Estévez, 1989, p. 197).

Tenemos entonces dos tipos de amores: el popular que es rastrero, indigno, vil, bajo, que sólo se fija en el cuerpo y que sólo elige a personas brutas, es decir, mujeres y niños pequeños; y el adulto que es divino, noble, virtuoso, cuyo centro de atracción es el alma y que busca refugio en naturalezas fuertes e inteligentes; es decir, en los varones o los jóvenes. De tal manera que, para Platón, la mujer representa lo indigno, lo rastrero, lo desenfrenado, el punto más ajeno de la posibilidad de comulgar con el alma y la mente. El amor ideal, el puro, el divino, sólo puede nacer entre varones.

Otro momento a resaltar en El Banquete se refiere a la participación de Aristófanes y la idea del origen de los sexos. Según lo expuesto por Platón en labios de Aristófanes, para comprender el origen de los sexos hay que remontarse a unos seres poderosos y redondos, compuestos de dos caras sobre un cuello circular, dos genitales en direcciones contrarias, cuatro brazos y cuatro pies. “Eran tres los seres originarios: los compuestos de dos varones, los compuestos de dos hembras mujeres, y los andróginos compuestos de varón y de mujer” (Pérez Estévez, 1989, p. 198).

Los varones eran hijos del sol, quizás haciendo alusión al mito prometeico, las mujeres de la Tierra y los andróginos de la Luna. Estos seres extraordinarios van a ser divididos por Zeus con la finalidad de debilitarlos y hacerlos menos peligrosos. Según Platón, el amor consistirá en la búsqueda ancestral de la otra mitad perdida. Quienes provengan de la mujer buscarán por naturaleza otra mujer. Quienes provengan de un varón buscarán por naturaleza otro varón. Quienes provengan de un andrógino buscarán al sexo contrario. “Del andrógino provienen los adúlteros y adúlteras y los amantes de mujeres. De la mujer provienen las lesbianas y del varón provienen quienes gustan de lo masculino, y mientras son muchachos, buscan amistad con hombres, permanecen con ellos y solicitan los abrazos de los hombres” (Pérez Estévez, 1989, p. 198). Estos últimos, los varones y su relación entre ellos supondrán la materialización de lo racional, lo inteligente, lo virtuoso.

“De la noble naturaleza humana, el sexo superior es el que a partir de hoy debería llamarse hombre” (Platón, 1955, p. 203). Esto se lee en el Timeo o de la naturaleza donde Platón describe el origen y formación del universo. Aquí Platón afirma tajantemente la superioridad del hombre sobre la mujer. Una superioridad esencial, ya que, la mujer es una degradación ontológica sufrida por el hombre a causa de su maldad. Pareciera volver sobre las huellas del mito de Pandora. “Lo femenino parece ser un peldaño ontológico intermedio entre lo masculino y la animalidad bruta, inferior al primero y superior a la segunda” (Pérez Estévez, 1989, p. 197). Platón reconoce nuevamente que ambos sexos pertenecen a una misma naturaleza humana, lo que lo separa de la tradición griega, pero entendiendo siempre que el sexo masculino es superior al femenino. Si en Timeo, Platón deja clara la degradación que significa la mujer, en Menón o la virtud termina de redondear la idea. En este diálogo se hace una descripción acerca de las virtudes del hombre y la mujer. No me cabe duda de que Platón al hablar de las virtudes de la mujer vuelve la vista a algunas aseveraciones hechas por Homero desde sus célebres poemas. Dice Platón: “Si deseas la virtud, no es difícil señalar que debe ordenar la casa, guardar los bienes de dentro y ser obediente y sumisa a su marido” (Platón, 1955, p. 204). He aquí las únicas virtudes de la mujer. He aquí, bien concentrado, qué se espera de la buena mujer, de la mujer ideal. Ni más ni menos, sólo eso.

Más directo, duro y complejo que Platón, Aristóteles no tiene reparos en afirmar que la hembra es un macho mutilado y, en su caso, la noción de diferencia es fundamental, ya que sin ella sería imposible sostener las definiciones. Parte de la diferencia sexual entre los animales considerando los contrarios macho y hembra, haciendo referencia directa a la especie humana, esto es: la mujer (gyne) y el varón (aner). Explica José Solana Dueso que lo primero que afirma Aristóteles es que machohembra son contrarios y ha sostenido en pasajes anteriores que la diferencia es contrariedad. En segundo lugar, afirma que esa contrariedad lo es del animal por sí y que, por lo tanto, no es una diferencia accidental, como podría ser la que hay entre un animal blanco y otro negro (s/f). A pesar de lo afirmado por Aristóteles acerca de que macho y hembra son contrarios y que tal circunstancia no es accidental, parece entender que ambos no constituyen especies diferentes. Para el filósofo, macho y hembra, varón y mujer pertenecen a la misma especie y, por supuesto, al mismo género.

Supone Aristóteles que existen dos tipos de contrariedad: las que están en la forma y las que están en el compuesto. Las primeras producen diferencia en cuanto a la especie y las segundas no. En consecuencia, macho y hembra, varón y mujer, tienen la misma forma y, por ende, son sustancialmente iguales, es decir, no diversos. En otras palabras, para Aristóteles, la forma podría representar lo universal y es en la materia donde se individualiza. Las personas son idénticas en cuanto a la forma o sea en cuanto a su naturaleza humana, pero distintas porque la materia informada es diferente.

Explica Pérez Estévez:

La materia aristotélica [hule] es sin duda muy distinta de la jora platónica. La jora es el no-ser, la contra-esencia, que sirve de receptáculo en el que los seres sensibles o imágenes existen como tales. La hule es un elemento constituyente de toda sustancia natural primera, receptor de la forma y sujeto en el que se da todo el cambio, pero no deja de ser una realidad tan misteriosa como la jora. Indeterminada e informe, incognoscible y potencial, la materia posee una realidad mágica, que sin alcanzar el ser – ya que éste lo recibe de la forma de la sustancia– se distingue evidentemente de la nada (1989, p. 201).

¿Entonces, dónde radica la diferencia para Aristóteles? La diferencia sexual se muestra en diferencias corporales, es decir, de la materia, entiéndase: los órganos sexuales. En consecuencia, entre el hombre y la mujer no hay contradicción en lo que toca a la sustancia o la forma, sino únicamente en lo que toca a la materia y el cuerpo, y esa diferencia tampoco estriba en que la mujer y el hombre reciban un principio activo diferente, pues el esperma, que contiene la forma de la especie, es, por todo lo explicado, el mismo. Eso significa que la diferenciación sexual, que consiste en la diferencia de órganos, es decir, de la materia, dependerá también, al menos en parte, de la materia. Si es así, parece que la materia tendrá el carácter de principio activo de la diferenciación sexual, aunque esta expresión resulte contradictoria con los principios metafísicos (pasividad de la materia) de Aristóteles.

En todo caso, si la diferencia específica de los seres humanos frente al resto de los animales consiste en poseer capacidad de lenguaje conceptual, se seguirá que el hombre y la mujer no podrán estar marcados por una diferencia esencial y, por tanto, la racionalidad será un patrimonio compartido. Volvemos entonces a la HULE aristotélica que es comparada a una madre y a una hembra que, por tal motivo, es indeterminada e informe, así como incognoscible, por lo tanto, es dotada de una esencial carencia formal y, a razón de ello, desea, busca, anhela, abrazar a la forma para poder así existir en la sustancia individual.

Lo femenino está dotado de esa esencial carencia de lo masculino, razón por la cual desea esencialmente unirse a él. Para Aristóteles, explica Pérez Estévez, la mujer desea unirse al macho para adquirir el ser político por medio el cual se integra al Estado. Al no haber macho, la mujer es incapaz de superar la “privacidad individualizante de la reclusión y del gineceo”[5].

Lo femenino para Aristóteles es lo material, lo sensible, lo particular, lo potencial receptivo, lo naturalmente indeterminado. Lo femenino por material es lo informe, es decir, lo contrario a la forma y por tanto lo incognoscible para el entendimiento. Igual que la materia lo femenino no puede ser captado por el entendimiento; puede sí ser percibido por la sensibilidad pasajera y particular. Lo femenino pertenece para Aristóteles a ese mundo misterioso de la materia desconocida por indeterminada y falta de esencia (Pérez Estévez, 1989, p. 202).

Por otro lado, tenemos las connotaciones biológicas que desde los sexos hace Aristóteles. Los textos biológicos o políticos ya no consideran al varón y a la hembra como simples individuos pertenecientes a una especie y marcados por una diferencia (¿?) se sitúa en una zona intermedia entre las diferencias accidentales y las esenciales. Biológicamente, Aristóteles contempla al hombre y a la mujer como pareja orientada a un fin muy determinado: la reproducción. Desde la perspectiva política, la asociación macho-hembra, como la de amo-esclavo, constituyen comunidades naturales simples con un fin preciso, la reproducción en el primer caso y la conservación en el segundo.

Desde este punto de vista, los textos políticos y biológicos hallan su espacio conceptual común en la noción de physis, un auténtico paraguas protector bajo el que se desarrolla tanto la teoría política como la biológica de Aristóteles. Dejando de lado la cuestión de la esclavitud, y admitiendo que la comunidad macho-hembra constituye una unión necesaria (una comunidad natural) en vistas a la generación, debemos explicar por qué, en los textos biológicos, la hembra queda reducida a un ser de naturaleza inferior (s/f, p, 26).

Más adelante, Solana Dueso, agrega:

Aristóteles, por expresarlo sucintamente, es coherente con su teoría de las causas y en consecuencia aplica esta teoría general al caso concreto de la reproducción sexual. Siempre que hay un cambio, en este caso la generación de nuevos seres vivos, debemos considerar un principio formal (morphe) y un principio material (hyle), el primero activo y el segundo pasivo. En esto consiste la llamada teoría hilemórfica. El carpintero que manipula la madera para construir un mueble se comporta como el principio activo que da forma a una materia pasiva, resultando un ser nuevo que es la cama. Si en analogía con la técnica aplicamos el esquema a la reproducción animal, el macho sería el principio activo que transmite la forma del nuevo ser en tanto que la hembra se limitaría a recibir pasivamente la semilla del varón (principio activo). La hembra es la materia y actúa como el surco que recibe la semilla de la que nacerá la planta. La hembra, por tanto, sólo aporta el lugar y la materia. Ambos principios, macho y hembra, activo y pasivo, materia y forma, son necesarios: el esperma que aporta el varón es como la energía (trabajo) del carpintero; "lo de la hembra", es decir, el residuo de la hembra o la secreción de la hembra es la materia de la que se forma el embrión. Lo importante del esperma es su carácter de principio activo en tanto que la parte material del mismo se disuelve y evapora. En todo caso, el esperma no es parte de la forma que toma cuerpo, sino el principio del movimiento que aplica esa capacidad al residuo de la hembra, es decir, la parte material del embrión) (s/f, pp. 26-27).

Durante el acto de la procreación, la mujer no es más que el receptáculo del esperma, su único aporte es servir la causa material, es decir, “ese sustrato indeterminado y potencial”[6], dispuesto única y exclusivamente para recibir lo que el hombre le da. Para Aristóteles, será el varón quien en realidad engendra al ser humano. Será el único y certero productor de la nueva forma específicamente humana. “La mujer, explica Pérez Estévez, como causa material continúa siendo lo pasivo, lo potencial, el receptor a través de su castimenia o regla, mientras el semen varonil es el que engendra y produce el nuevo ser humano” (1989, p. 203).

En Aristóteles, lo femenino, por su materialidad, queda así relegado a la esfera de lo privado, de lo particular, de lo individual en cuyo espacio vital no cabe la universalidad. La mujer así mantiene su condición de ser estrictamente la guardiana del hogar, así como ya quedaba establecido con Penélope en la epopeya homérica, cuya única misión es, no sólo servirse como receptáculo del semen varonil, sino como garante de la tranquilidad de lo privado de tal forma que el hombre pueda desarrollarse en la esfera de lo público. Al quedar reducida a lo privado, automáticamente, quedará excluida de todo lo que implique la racionalidad.

Conclusiones

Hemos hecho un recorrido superficial en torno al imaginario que sobre la mujer se construyó en Occidente. Desde el psicoanálisis pasando por la literatura de ficción hasta llegar a la filosofía, concretamente, al nacimiento del pensamiento occidental, se ha pensado a la mujer como lo otro distinto¸ lo otro extraño, lo otro desconocido, lo otro peligroso, lo otro terrorífico dejando a las claras que, como se apunta en distintas partes del ensayo, todo termina reduciéndose al ámbito cultural.

Culturalmente se edificó la idea de que la mujer era el peligro del que hay que cuidarse y para ello el hombre, fundador del patriarcado, se sirvió de todas las alternativas posibles para explicar tal peligrosidad. Escritores, pensadores, filósofos no han hecho más que ahondar en lo femenino para enrarecerlo con demonios y fantasmas que sólo forman parte de esa otra cara del hombre que queda al desnudo ante la infalible sexualidad femenina.

Platón y Aristóteles se sirve de la mitología griega (Hesíodo y Homero) para concluir que la mujer es un ser incompleto y que por esa misma incompletitud se transforma en un monstruo que busca socavar la racionalidad, la tranquilidad, el equilibrio masculino que termina siendo el equilibrio del universo y esto, claro está, no es poca cosa. De este fenómeno de la falta se sostendrá luego Freud para trastocar los hilos del subconsciente y ratificar la condición de hombre mutilado de la mujer. De tal manera que, la mujer, ese demonio de cabello largo, terminó desdibujándose de la historia y de la cultura. Terminó desapareciendo, ahogándose en la negación más abominable y de la cual debe sostenerse para, al menos, respirar aire en un mundo hecho por el hombre exclusivamente para el hombre, el heredero de Prometeo.

Bruja, histérica, diabólica, prostituta, maldita, a la mujer se le nombra para difamarla. Para señalarla como responsable directa del desvío del macho en el camino de la virtud y del bien. Lo femenino se vuelve enigmático, desconocido y como hay que darle nombre para poseerlo, pues, entonces, vuelven a sonar destempladamente el coro de viejos: bruja, histérica, diabólica, maldita, prostituta, vampira, bestia, salvaje y así es empujada hacia las sombras, pero a veces sus voces atraviesan la oscuridad para hacer tronar de nuevo su misterio. Una voz extranjera en su propia tierra. Es la Pitia que le presta su voz al Oráculo en el templo de Apolo, que habla en enigmas porque la verdad sólo puede decirse a medias.

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Notas

[1] Millet subraya que el patriarcado constituye el fundamento de la dominación de las mujeres por los hombres. Asimismo, insiste esta autora en el carácter patriarcal no sólo de nuestra sociedad, sino de todas las civilizaciones que se han sucedido a lo largo de la historia. El patriarcado tiene una enorme capacidad para adaptarse a cualquier sistema económico, político y cultural. (Comesaña Santalices, 1995).
[2] “De esto dan muestras algunas sentencias como “doy gracias al cielo que me ha hecho libre y no esclavo, que me ha hecho varón y no mujer” (Platón), “de todas las bestias salvajes, ninguna hay tan nociva como la mujer” (San Juan Crisóstomo), “la mujer es un hombre enfermo” (Aristóteles), o llegando al mundo moderno con asertos tan denigrantes como el de Ortega y Gasset que identificaba la esencia de la feminidad con el hecho de que “un ser sienta realizado plenamente su destino cuando entrega su persona a otra persona” (Espegel Alonso, 2008).
[3] El judaísmo comparte con otras culturas el temor a la sangre y disocia la fase menstrual con la concepción y la vida, lo que convierte a la mujer en níddah o excluida. Dichos patrones, que imponen periodos de abstinencia y un distanciamiento físico de los esposos, al que se pone fin en virtud de diversos actos de purificación coincidentes con una nueva ovulación, regula de una manera precisa la vida sexual de la pareja -operativa en torno a la mitad del año, si consideramos la etapa pre y postmenstrual- para favorecer, en teoría, la procreación, porque dichas limitaciones hacen a la mujer más deseable a los ojos de su marido. Esta purificación ritual en el míkveh no se considera un deber salvo cuando depende de ello la reanudación de las relaciones sexuales. Por esta razón la mujer soltera no lo frecuenta y realiza su primera tevilah antes de la boda. Tampoco puede procurar a su marido aquellas atenciones que sugieran intimidad, como rellenar su copa, disponer la cama y lavarle manos, pies y rostro. En la níddah -regulada en el Levítico-- se diferencia la menstruación ordinaria (níddah) del flujo anómalo (zavah). La primera mácula durante una semana a la mujer, en la que está prohibida absolutamente cualquier relación. Una vez transcurrido el séptimo día, si ha desaparecido el flujo vaginal, realizará un baño purificador de inmersión y lavará sus ropas y ya es considerada apta para la conyugalidad. Para evitar transgresiones accidentales, se instauran los días impuros premenstruales y se anima a la mujer a que realice una exploración de sus órganos reproductores antes de iniciar una relación sexual para que no sobrevenga incidentalmente una pérdida de sangre inesperada. Un caso especial se contempla en la fase post partum -cuya explicación es puramente biológica, pues el sangrado prosigue durante las cuatro o seis semanas-, donde el periodo establecido dependerá del sexo de la criatura: si alumbra un hijo, es de una semana y 33 días adicionales de purificación; cuando se trata de una hija, el periodo se duplica (80 días), porque en su día se convertirá en mujer que menstruará y parirá. (Charageat, s/f)
[4] “Calipso vive en una cueva regada por cuatro fuentes. Circe en una mansión en medio de un oasis en una isla desértica. Las Sirenas en verdes prados oteando el mar” (Pérez Estévez, 1989).
[5] Pérez Estévez, Antonio (1989) Ob. Cit.
[6] Pérez Estévez, Antonio (1989) Ob. Cit.


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