Artículos
Recepción: 19 Mayo 2021
Aprobación: 16 Agosto 2021
Publicación: 12 Octubre 2021
Resumen: Los/as autores/as plantean que si se quiere aportar a una educación que promueva la transformación social, se hace indispensable motivar en las prácticas pedagógicas procesos de auto reconocimiento para que los/as estudiantes puedan redescubrirse desde el valor de la diferencia para aportar a la construcción colectiva de una sociedad más justa. Las cartografías corporales permiten motivar la reflexión sobre el valor de reconocer la realidad del otro, aspecto clave para generar realidades sociales distintas que partan más desde la comprensión que del prejuicio, más aun luego de vivir una pandemia.
Palabras clave: transformación social, cartografías, cuerpos, territorio, pedagogías.
Abstract: The authors suggest that if you want to contribute to an education that promotes social transformation, it is essential to motivate in pedagogical practices self-recognition processes so that students can rediscover themselves from the value of difference to contribute to the collective construction of a more just society. Body cartographies allow to motivate reflection on the value of recognizing the reality of the other, a key aspect to generate different social realities that start more from understanding and not from prejudice, more after living a pandemic.
Keywords: social transformation, cartographies, bodies, territory, pedagogies.
Enseñar es más difícil que aprender. Se sabe esto muy bien, mas pocas veces se lo tiene en cuenta. ¿Por qué es más difícil enseñar que aprender? No porque el maestro debe poseer un mayor caudal de conocimientos y tenerlos siempre a disposición. Enseñar es más difícil que aprender porque significa: dejar aprender […]. El maestro debe ser capaz de ser más dócil que los aprendices. El maestro está mucho menos seguro de lo que lleva entre manos que los aprendices. De ahí que, donde la relación entre maestro y aprendices sea verdadera, nunca entra en juego la autoridad del sabihondo ni la influencia autoritaria de quien cumple una misión.
Martin Heidegger (1964)
Las palabras son puentes.También son trampas, jaulas, pozos.Yo te hablo: tú no me oyes.No hablo contigo: hablo con una palabra.Esa palabra eres tú,esa palabra te lleva de ti misma a ti misma.La hicimos tú, yo, el destino.[...] Las palabras son inciertas y dicen cosas inciertas.Pero digan esto o aquello, nos dicen.
Octavio Paz (1987)
Digámoslo sin ambages (y decir esto es hacer un rodeo), digámoslo sin florituras académicas ni citas de Deleuze, Foucault o Heidegger: estas reflexiones son sobre la corporeidad y la soledad que se nos imponen (¿y quién es este mayestático «nosotros/as»?) en tiempos de educación mediada por la virtualidad, y no quieren ser solo unas reflexiones de intelectuales o de artistas de escritorio, deprimidos o sedentarizados por la pandemia. Hablamos de la corporeidad y la soledad de estos asesinados y muertos que en Colombia parecen no importarles a la educación; escribimos sobre algunas experiencias desde este solipsismo de la presencialidad virtual o mediada (disculpas por esta manía bárbara de inventar eufemismos y expresiones enrevesadas que parece que se impuso con la pandemia y con la distancia mediatizada); hablamos de la soledad de estudiantes y de jóvenes asesinados/as o detenidos/as por protestar, que deberían poder estar acompañándonos en la educación y no estar olvidándose en la soledad sangrienta de un cañaduzal, de una tumba o de una estación de policía. Deberían poder estar haciendo con nosotros/as estas reflexiones.
¿Qué habría de ocupar nuestro pensamiento en la actualidad, desde la educación y desde nuestras disciplinas y oficios que crean y que reflexionan sobre las corporalidades en la educación? No creemos que debamos, en estos ejercicios de reflexión, reproducir los vicios y las fealdades de la vida presencial en nuestras instituciones educativas: es cierto que tenemos que responderle a la vanidad burocrática de nuestras instituciones con los créditos y los nombres de nuestros proyectos y grupos de investigación, con los nombres de nuestros patrocinadores institucionales, con nuestros artículos publicados; y es cierto que, de pronto, nos contaminemos de esa vanidad institucional, y seamos prestantes, activos y productivos/as académicos/as e investigadores/as. Pero por fuera de esa hoguera de las vanidades, ¿qué es lo que en verdad deberíamos estar pensando en estas reflexiones?
Quienes intentamos pensar sobre estos aspectos de la educación, en medio de las maromas planeadas e improvisadas impuestas por la pandemia, buscamos en la querencia y en la solidaridad, en los afectos y en las emociones, en los encuentros y en los desencuentros, que es lo que nos hace humanos, más aun en estas circunstancias de la educación en la mediación virtual. Hoy, reflexionamos desde la incertidumbre y la vacilación, desde las preguntas y los problemas irresolubles, pero que dan qué pensar. Por ejemplo, empezar por lo obvio de un encuentro de clase virtual sincrónica (de nuevo, nos disculpamos por esta manera absurda de nombrar realidades innecesarias y toscas para la educación, como encuentros de humanos cargados de gestos, de emociones y de pensamientos que encarnan en cuerpos fácticos), de esas voces sin imágenes que nos depara la tal presencialidad mediada, voces sin cuerpos, que dicen, que enuncian, que dictan y que determinan desde el éter. A veces, estas voces terminan diciendo doctrina, como en estas interminables reuniones burocráticas que insistimos en mantener en la virtualidad, en las cuales solo tiene cuerpo o rostro en imagen el/la jefe/a, la voz cantante o algún/a profesor/a convertido/a en presentador/a de variedades. ¿Qué potencia de pregunta y de interpelación le queda a estas imágenes o a estas voces sin gestos?
Decía San Juan de la Cruz (1578), como si se tratara de un visionario de la presencialidad mediada, que era necesaria la combinación de presencia y de figura:
Descubre
tu presencia,
y
máteme tu vista y hermosura;
mira
que la dolencia
de
amor, que no se cura
sino
con la presencia y la figura.
Se nos ocurre que, como en ese acto amoroso del que habla San Juan de la Cruz, en la educación nos quedamos con esa presencia aterradora de la voz en off, del dictador de clase, y la figura, es decir, la imagen, el hacerse presente lo ausente, que nos sucedía todos los días en las clases, era ese encuentro del cuerpo social que ahora nos viene a faltar y que, de alguna manera, tenemos que comprender porque afecta la educación misma.
El texto que se presenta aquí trata de articular y de poner a dialogar, solo para provocar preguntas y cuestionamientos, tres perspectivas y tres experiencias que se han dado cita, desde hace aproximadamente tres años, en ese lugar de pensamiento que es el proyecto de investigación interinstitucional «Pedagogía, arte y ciudadanía», de las universidades Jorge Tadeo Lozano (en Bogotá y Cartagena de Indias) y la Corporación Universitaria Minuto de Dios (Bogotá). Para exponer estos elementos, tendremos dos fragmentos articulados de experiencias: un planteamiento general sobre la proveniencia y algunos cuestionamientos pedagógicos que nos han exigido pensar prácticas formativas en capacidades de relato y de narración, para contribuir a ese diálogo permanente que es la construcción de nuestra memoria individual y social, y a la puesta en marcha de un taller de construcción de relatos individuales que dan la palabra al cuerpo y al territorio.
La educación, la reflexión y la práctica pedagógicas están desencarnadas (como diría Jacques Le Goff, de la historia). Hablamos de hombres y de ciudadanos, de mujeres y de ciudadanas, y obviamos, generalmente, ese umbral que es el cuerpo: el cuerpo fisiológico con sus distintas edades, condiciones de género, sexuales; el cuerpo vivido, las emociones, los gestos. Como si la vida se situara fuera del tiempo y del espacio, fuera de la tonalidad emocional, de los deseos y la mortalidad, en la «inmovilidad presumida de la especie» (Le Goff & Truong, 2005, p. 11). Pretendemos, con lo que sigue, buscar vías de encarnar la práctica pedagógica, la capacidad de construir nuestros relatos y memorias individuales y sociales, nuestras maneras de ser ciudadanos/as y agentes críticos.
Pedagogía y pregunta
Hemos querido empezar esta propuesta de diálogo con tres ideas o nociones que atisban en los epígrafes: el enseñar, que en general se relaciona con el preguntar y, por lo tanto, con la vulnerabilidad, con el riesgo y con la incertidumbre; y la imagen y la palabra, pero pensadas, principalmente, desde la experiencia del arte, y no solo desde el uso cotidiano y, aún menos, desde el reiterativo uso mediático masivo. Por supuesto, con esto intentamos destacar aspectos que habitualmente –es decir, en nuestra sociedad del consumo y de la habladuría que lo nivela y lo achata todo– pasan desapercibidos o ya no son aparentes ni significativos.
En efecto, una imagen no es solo una pintura, una foto o una imagen digital. Y, a su vez, una foto, una pintura y una imagen digital no son solamente una mera imagen. ¿Qué intentamos decir con esta manera de hablar como en un círculo vicioso? Una imagen no es solo una imagen, en el sentido de que una foto de un tablero no es solo eso. O un rostro no es solo una apariencia o una careta. Una verdadera imagen, como una mirada que nos penetra y nos da un vuelco y nos tumba, no nos deja iguales luego de haber sido alcanzados por ella. Y una imagen no es solo una imagen, porque también es un movimiento y un acontecimiento, un gusto y un olor, y una textura y un son. Por eso, las imágenes son visuales y sonoras, y olfativas y hápticas, y motrices, y también por eso nos equivocamos de cabo a rabo si concebimos el arte solo como objetos visuales, como apariencias, como meras imágenes.
Una imagen es un dejar ver (a veces, un hacer ver) y, como dice Martin Heidegger en «Poéticamente habita el hombre» ([1951], 2017), un permitir ver el aspecto de lo invisible, un dejar ver la manera como aparece lo no visible, lo ausente, incluso, un ver muy peculiar del aparecer en su retraerse. Manera paradójica de hablar, ¿verdad? Un dejar ver, un traer a lo visible y a la mirada, aquello que se retrae, que se retira, y dejarlo ver, justamente, en su propio retirarse.
Pero una foto y una pintura no son una mera imagen, en el sentido de nuestro actual consumo inquieto y nervioso, es decir, en ese consumo de la imagen como mera apariencia, mucho menos como decoración. Una imagen puede llegar a atravesarnos y a mostrarnos lo que apenas soportamos o podemos ver, bien sea porque algún poder no quiere permitirlo, bien sea por propia ceguera o por carencia de perspectiva, bien sea porque la naturaleza de aquello que hay que ver nos enceguece y nos exige un moroso y un cuidadoso mirar o, al menos, un mirar distinto.
Y una palabra no es solo un escrito, un impreso o lo meramente verbal: no es solo un decir, una historia o una narración ya dada, cerrada y culminada. Una palabra nunca es un mero decir: las palabras pueden dejar huellas y, a veces, cicatrices o heridas en la piel y en la memoria: indio, negro, marica, perra, gorda, flaco, bruto, fea… Palabras simples pero decisivas, que marcan y que queman, que señalan. Como un nombre en una lista o un término prohibido, toda palabra tiene la potencia de ser una herida.
Pero, como dice la palabra poética de Octavio Paz (1987), una palabra puede ser un puente que une lo distante y que deja pasar por debajo un agua profunda, que también nos separa y en cuyo fondo buscamos las preguntas más difíciles. Una palabra es una trampa, la trampa de lo sobreentendido, de lo ya sabido, de lo incuestionable, de lo que no se puede decir, de lo que ya nos hastiamos de escuchar, una y otra vez. Y una palabra es una jaula que nos atrapa, que nos inmoviliza y que nos congela en lo dado, en una identidad que ya no somos pero que cargamos como condena. Escuchamos los cantos y no los escuchamos, nos dicen algo que no logramos comprender y que tenemos que comprender. Nos dicen, en un sentido transitivo, es decir, nos dicen y nos nombran unos/as para los/as otros/as, a nosotros/as para otros/as nosotros/as. Nos convertimos en la una o en el uno para cada quien.
Y, por último, la dificultad enorme de eso de enseñar. Ni docentes ni maestros/as ni profesores/as, pues todas sus etimologías son odiosas. Solo acompañantes que quieren compartir direcciones de la mirada, indicaciones de las imágenes, resonancias de las palabras y, ante todo, esa ruptura que es la pregunta (pregunta-herida, pregunta-vulnerabilidad, pregunta que nos abre los/as unos/as a los/as otros/as), que es pensarnos de nuevo, acaso desde nuestras palabras (jaulas, puentes, engañosas, auténticas), desde nuestras imágenes (propias, banales, compartidas, aisladas), desde nuestros rostros, nuestras voces y nuestros cuerpos, desde nuestros territorios íntimos, comunales, sociales y naturales.
Ahora bien, para entrar en la materia del nexo entre la educación y el preguntar (que nos llevará a plantear la relación con la búsqueda de la pregunta a través de la imagen y la palabra, y de su arraigo en la corporalidad), es necesario señalar que el presente intento de reflexión nació en el seno de un grupo de investigación que recibía su orientación de tres elementos o nociones: arte, cuerpo y ciudadanía. El proyecto buscaba, desde la reflexión pedagógica y la práctica docente universitaria, pensar actividades académicas que, al ocuparse de fenómenos artísticos relativos al cuerpo y a la corporeidad, animaran en el encuentro con los/as estudiantes el pensamiento de prácticas tendientes a fortalecer capacidades de convivencia y de ejercicio de ciudadanía crítica y activa, mediante el reconocimiento de la posibilidad y la capacidad del mismo preguntar como ejercicio de la crítica, del reconocimiento de la alteridad y de la necesaria descentración que exige la empatía.
Pero ¿por qué buscar el nexo, justamente, entre el hilo conductor del cuerpo y de la pregunta? ¿Cuál es el nexo profundo y buscado entre la educación, la corporeidad y el preguntar? Ya sea en ciertas formas de cuestionamiento de la identidad del sujeto y del cuerpo llevadas a cabo por algunas vanguardias artísticas europeas de la primera mitad del siglo xx, en el llamado fascista del movimiento artístico del futurismo a someter la vida humana a los rigores sanadores de la guerra, o en las prácticas de vejación y de flagelación corporal autoimpuestas por algunos miembros del accionismo vienés, parecería que el cuerpo es lo que, en palabras de Paul Valéry (Ponty, 1986), «en primer lugar pone el artista», ya no solo como medio de su factura plástica y visual ni como material y soporte dominable, moldeable y disponible sino, ante todo, como pregunta por formular. En las últimas tres o cuatro décadas, el aporte que han ofrecido las artes a la cultura y al pensamiento se ha relacionado, indudablemente, con sus diversas maneras de señalar, de decir, de nombrar y de hacer presente el cuerpo, incluso mediante el paradójico señalamiento crítico de su ausencia, su olvido, su desfiguración o su desmembración en la misma cultura.
En lo que sigue, trataremos de elaborar algunas cuestiones filosóficas para pensar el asunto de la educación, en particular, a partir de la consideración o de la cita que abre este texto, y que acaso se puede desarrollar en aquello que se llama la estructura y la necesidad de la pregunta desde una aproximación hermenéutica, particularmente, desde Heidegger y Hans Georg Gadamer, toda vez que nos puede proporcionar elementos para una experiencia de prácticas pedagógicas cotidianas que atiendan al asunto del cuerpo, en conjunción con la formación de capacidades ciudadanas para una democracia que pueda contener el diferendo y el desacuerdo, sin tener que renunciar a la convivencia, a la compasión, y a la posibilidad de llegar a acuerdos por vía de la racionalidad.
Por supuesto, asuntos tan amplios –y quizá necesarios– para pensar la formación efectiva de ciudadanos/as críticos/as, no solo en el marco de la educación superior sino, sobre todo, en el ejercicio contagiante de la academia hacia la sociedad en todos sus niveles y sus campos de ejercicio, no son tratados en el vacío. Aunque solo mencionamos de manera explícita los nombres de Heidegger y de Gadamer, también debemos señalar, en varios planteamientos, la presencia de propuestas de pensamiento –e incluso didácticas– de Martha Nussbaum (particularmente, en El cultivo de la humanidad [1997], Sin fines de lucro [2010] y, de manera muy puntual, Emociones políticas [2014]), del profesor Guillermo Hoyos Vázquez (2010, 2013) y, para una perspectiva muy crítica sobre nuestra contemporaneidad, de Byung-Chul Han (en particular, en La agonía del Eros [2012] y La salvación de lo bello [2015]).
Una motivación común que permite reunir a los/as mencionados/as pensadores/as es que, acaso como en todo verdadero esfuerzo del pensar, atienden a un ánimo de crisis, de quebrantamiento y de cuestionamiento. Bien sea que se hable de manera general acerca de la cultura, o de formas más específicas como la crisis de las ciencias del espíritu, o de las humanidades y las artes, o de la educación misma, nos hablan por un común intento de preguntar, de renovar ciertas preguntas que se imponen en nuestros tiempos.
A manera de sugerencia, proponemos considerar la idea según la cual el educar tiene su fuente y su riqueza en esa incontrolable potencia de incertidumbre y de tanteo en la penumbra que muchas veces sentimos en la experiencia pedagógica. De ser así, ¿sería acaso necesaria una nueva mirada hacia la educación que permita y que potencie la experiencia de lo inseguro, del error y de lo vacilante, de manera que se pueda reconocer su potencia fértil y fortalecedora? ¿Qué aportaría semejante confrontación con lo inseguro a la formación de capacidades ciudadanas para una posible democracia que sea capaz de reconocer el disenso y los acuerdos parciales, locales y situados en condiciones históricas puntuales y cambiantes?
Retengamos en la memoria esta idea, pero trasladada al campo de la educación: en la actualidad, parecería resultar imposible la experiencia del asombro, de la duda, de lo incierto, propia de la educación; donde se atiende a los criterios de entretenimiento / aburrimiento, de refuerzo motivacional, de «flujos pulidos de informaciones y de datos», es posible que se paralice la experiencia educativa.
Es en este esfuerzo por plantear estas preguntas que proponemos pensar asuntos acaso bastante obvios y candorosos, asuntos que destacan en la experiencia de la comprensión misma y, por lo tanto, de la enseñanza y del aprender, y que involucran una dosis importante de titubeo y de inseguridad que puede abrir la posibilidad de nuevas cuestiones y experiencias. Para esto, partamos rápidamente de reconocer –en un giro muy socrático del pensamiento– que quienes nos atrevemos a enseñar acaso tenemos que lidiar con cierta imposibilidad de enseñar o con la temible certeza de que estamos necesariamente confrontados a la condición insegura y aterradora de no saber nada. En consecuencia, si no queremos engañarnos en nuestra vocación, quizá deberíamos de confrontar de una vez una precaria condición de la relación pedagógica entre profesores/as y estudiantes: no somos instructores/as ni transmisores/as ni directores/as del proceso educativo: somos, ante todo, acompañantes.
Respecto de la primera cita de Heidegger, queremos, por lo menos, sembrar la inquietud acerca de la fundamental dificultad del enseñar, una dificultad que no tiene que ver solo con la pericia y con el dominio sabihondo que desarrollemos en un área del conocimiento, ni con el esfuerzo por lograr el reconocimiento transparente de nuestros pares en cada área, como miembros valiosos y productores de una comunidad disciplinaria o profesional (indudablemente, lograr tanto el dominio de un área de conocimiento, como el reconocimiento de los pares e incluso cierta sabihondez, constituyen empresas con un alto costo no solo económico y académico, sino también vital y emocional, y que hacen parte de la gravosa vida y de la tradición académica institucional). Tampoco se trata de un defecto o de un mal que tiene que soportar esta práctica; más bien, es uno de sus rasgos más propios y necesarios. Cuando la vocación es auténtica, en cualquier ejercicio académico ponemos siempre en juego todas nuestras pretensiones de validez y, justamente, en la suspensión de esas seguridades y de esas más íntimas certezas podemos echar un vistazo a lo que pueda ser el «truco» del enseñar y, por ende, la fuente de muchas indicaciones fértiles para la investigación acerca de la educación.
Quienes hemos intentado enseñar, hemos sentido la experiencia defectiva de estudiantes que no solo no preguntan, sino para quienes las preguntas que se hacen desde nuestras tradiciones y culturas, o que hacemos nosotros/as mismos/as, no son significativas. Ahora bien, estas experiencias defectivas son perfectamente válidas en el proceso de diálogo y de enseñanza: no ver un problema, ser incapaz de articular una pregunta y fracasar en exponer la relevancia de una pregunta, son experiencias válidas del diálogo y, quizá, nos pueden abrir aún más las posibilidades de comprensión del proceso de enseñanza y de aprendizaje, más que las experiencias perfectas, logradas y exitosas de enseñanza.
Si logramos reconocer como condiciones previas, o que preparan el camino para el preguntar significativo y para el diálogo auténtico, en primer lugar, no suponer que lo sabemos todo y, en segundo lugar, estar dispuestos a poner en cuestión lo que creemos saber, nos estamos acercando a una situación de diálogo académico poderosamente fértil y prometedor. Si logramos comprender esto, el «truco» estaría en imaginar maneras en las que podamos hacer sentir y vivir a nuestros/as estudiantes estas dos condiciones.
Ahora bien, suponiendo que hemos logrado esta doble condición, entonces deberíamos atender a la estructura misma del preguntar, como condición posibilitadora del diálogo y del intercambio académico.
Quien es capaz de preguntar vive y siente la negatividad de la experiencia: en palabras de Sócrates, la experiencia de saber que no se sabe. Y sabemos que tener esta experiencia comporta un sentido de negatividad, de dureza, incluso de riesgo: ¿acaso no han evaluado ustedes el costo político que tiene que un dirigente reconozca que no sabe, suponiendo que esta experiencia haya tenido lugar alguna vez en la historia, por lo menos local o nacional?
Quien es capaz de preguntar, esto es, de armar y de recibir una pregunta, es capaz de entrar en un círculo de sentido que hace válida la pregunta, que la hace diciente, elocuente. Como señalamos, la experiencia cotidiana contraria a esta condición es la de los/as estudiantes que no comprenden ni el sentido ni el propósito de las preguntas que hace un/a docente. «¿Por qué pregunta eso?», dicen. Inmediatamente, esta pregunta nos llama la atención sobre la dificultad que hemos tenido en aclarar el terreno compartido, en entrar en un espacio común y familiar para los distintos agentes de la experiencia. Y tal constatación ya es una ganancia, en el sentido de reorganizar o de redefinir el espacio vital momentáneamente compartido. Incluso, podríamos aceptar que el hecho de que un/a estudiante sea capaz de hacernos esa molesta pregunta es un indicador de que nos empezamos a acercar a los lindes de lo compartido.
Finalmente, quien es capaz de preguntar es capaz de soportar una cierta ruptura en el tejido de lo familiar, de lo habitual, de lo supuesto. Gadamer (1993) señala: «El que surja una pregunta supone siempre introducir una cierta ruptura en el ser de lo preguntado» (p. 439). Las cosas no quedan iguales después de la pregunta, es decir, la realidad misma se reconfigura y se renueva a través de la pregunta. Y, de manera similar, también hay una cierta ruptura y un riesgo en dejarse tocar por la pregunta, pues tiene lugar una especie de quebrantamiento o de ruptura ontológica en el ser de quien pregunta y de quien recibe o acepta la expectativa de sentido que viene con el preguntar.
Como una manera de rescatar el valor formativo de la incertidumbre, nos permitimos recordar este poder inquietante del preguntar, del dudar íntimo y profundo, propio del proceso educativo, en una práctica pedagógica particular que se pregunta por la memoria, por el propio cuerpo, por el cuerpo social y por el territorio.
Cartografiar el cuerpo, una práctica pedagógica para motivar el auto reconocimiento y la empatía en la educación
¿Por qué leer los cuerpos? ¿Qué dice un cuerpo? Numerosas veces, nos han llevado a anularlos, a no sentirlos, a no leerlos y, mucho menos, a reconocerlos. Por muchos años, la educación se concentró en dirigirse a lo racional, a nutrir el aspecto intelectual y cognitivo de los/as estudiantes, pero al parecer se nos olvidó que la razón es y hace parte de un cuerpo que se manifiesta, que habla, que comunica y que, como docentes, no solo muchas veces se nos olvida leer sino que, por el contrario, fragmentamos. Los cuerpos son historia, son memoria y si se promoviera una educación desde los cuerpos tal vez tendríamos otros procesos y otras construcciones sociales, y nuestra relación con los/as otros/as tendría miradas y perspectivas distintas, con menos prejuicios y estereotipos. Como afirma Omar Rincón (2014), «los cuerpos son en el siglo xxi un alucinado campo de batalla por la significación y el humanismo frente al consumo, el capital y las tecnologías del yo. Menos mal que los cuerpos resisten, porque son también misterio, magia y vértigo» (p. 131).
El cuerpo nos ha permitido entender y comprender a los/as estudiantes de manera distinta, más compleja, más humana. Conectarnos más desde sus sentires, desde sus contextos y no solo desde sus competencias o sus habilidades académicas. Cuando dejamos que sus cuerpos hablen, el proceso en el aula cambia. Son sus historias y sus relatos los que brillan, y el proceso de auto reconocimiento permite que se lean de manera distinta, y que ganen seguridades y un poder de interlocución que no tenían; elementos que resultan fundamentales para generar una educación más empática, donde se construye a través del escucharse y del escuchar al/la otro/a. Relatos como el que se presenta a continuación permiten evidenciar la importancia de mirarse y de dibujarse para comprenderse desde una mirada que la educación, muchas veces, no ha tenido en cuenta.
Hoy, elijo despojarme de los miedos impuestos, de la belleza promocional y de las miradas nocivas. Elijo perdonarme por dejar de lado la valía de mi cuerpo y la perfección de cada una de sus partes. Elijo admirarme cada vez que ante el espejo vea no solo una silueta, sino la composición armoniosa de mi ser.
Hoy, pretendo reconocer que lejos de los reflectores de un estereotipo vacío, encuentro una persona valiosa, capaz y libre de elegir las manos que la rocen, la abracen, la besen y la acaricien, sin sentir el sesgo de un historial desbaratado.
Hoy, quiero creer que no necesito encajar en una talla, en una imagen, en una máscara. Quiero creer que nadie tendrá el poder suficiente para desatar mis lágrimas a causa de daños innecesarios. ¡Quiero liberarme de las culpas y los miedos para disfrutar de quien soy! (Carta a su cuerpo de una estudiante que participó de los talleres sobre Cartografías corporales).
¿Cómo leer sus cuerpos? Gracias a la cartografía, una herramienta muy útil para reconocer territorios y para llegar a construcciones colectivas, los/as estudiantes se han «dibujado» o cartografiado para mirarse de manera distinta, entendiendo que
Este cuerpo que tenemos no solo es nuestra única manera de existir en el mundo, también es como un lienzo en el que la sociedad proyecta una serie de símbolos y de conceptos, antes de que nosotros podamos decidir si nos gustan o no. Antes de que podamos reconocernos en un espejo, nuestro cuerpo ya carga con significados (Ruiz-Navarro, 2019, p. 38).
Las cartografías les han permitido entender que símbolos, conceptos, instituciones, contextos han marcado y han construido su cuerpo, su historia. Los lleva a releerse y a entender qué construcción social se manifiesta en sus cuerpos. Los lleva a profundizar en quiénes son.
El cartografiarse les ha permitido a los/as estudiantes mirarse de otras formas y ver cómo no se han permitido escuchar sus cuerpos para identificarse. Cuando se encuentran con sus siluetas en el papel blanco y empiezan a responder en sus territorios las siguientes preguntas: «¿Qué huellas o marcas ha dejado el contexto que te rodea en tu territorio, es decir, en tu cuerpo? ¿Qué cargas en tu cuerpo de esos contextos que habitas?», empiezan a entender que ellos/as son historias que no se han contado del todo en las aulas de clase, y que narrarse y escuchar el relato del/la otro/a les permite comprenderse y comprender a ese/a otro/a desde conexiones más humanas y menos prejuiciosas, miradas que, muchas veces, invalidan o anulan la posibilidad de construir conjuntamente, de comunicarse.
Laura Contrera y Nicolás Cuello (2016) plantean la importancia de mirarse y de sentirse desde el cuerpo para encontrarse con los/as otros/as:
Necesito preguntarme cosas sobre mi cuerpo, sobre el cuerpo de las otras, y construir un cuerpo extenso, un espacio para la acción y la reflexión. Me parece fundamental hablar desde nuestras propias carnes. Esas carnes defectuosas, inseguras, miedosas, angustiadas. Nuestras carnes, las que sobran, las que faltan, las que duelen, las que están viejas, las que están enfermas, las que no son funcionales, las que mueren incluso… Por esto, pienso en luchas cómplices y afines. Busco potencias vinculadas y vinculantes. Creo que es necesario y vital encontrarse. Será el encuentro, el lugar de la potencia, el lugar desde donde partir, el lugar de la posibilidad. Nuestro cuerpo (p. 56).
Y es cuando estas narrativas se dan en las aulas que es posible tejer con el/la otro/a, conectarse desde sus historias e ir eliminando los estereotipos que han causado tanto daño y odio en las relaciones humanas. Reconocerse en el relato del/la otro/a promueve la empatía y la transformación social.
Si se quieren generar procesos educativos distintos, que aporten a la construcción de sociedades más pacíficas, resulta interesante permitir que los/as estudiantes, desde metodologías diferentes, puedan interpelarse, cuestionarse, descubrirse y sorprenderse desde la validez de sus relatos, sus conocimientos y sus memorias, que están guardados en el primer territorio que habitan, su cuerpo. Encontrarse desde ese territorio permite comprenderse desde otras formas y es desde esa comprensión que se empieza a promover otro tipo de tejido social.
Uno de los retos pedagógicos que tenemos es empezar a promover la escritura y la escucha de esos relatos que han sido excluidos del aula. Es desde esos nuevos relatos, desde el dibujarse, que se puede construir colectivamente y entender que la primera forma de existir es desde nuestro primer territorio, el cuerpo. «Nuestro cuerpo es todo lo que tenemos para relacionarnos con el mundo. Todo lo que sabemos, y todo lo que entendemos, está filtrado por las condiciones de percepción de ese cuerpo alto o bajo, ágil o torpe: nuestro cuerpo es todo lo que hay» (Ruiz-Navarro, 2019, p. 37).
La importancia de promover el derecho a narrarse en las aulas va a permitir que los/as estudiantes escuchen otras narrativas y, a la vez, puedan identificarse con otras miradas. La multiplicidad de relatos hace que sea posible sensibilizarse frente a las realidades de los/as otros/as, pero también pone sobre la mesa la posibilidad de leer su territorio desde posturas más críticas, entendiendo cómo las instituciones, el sistema político y los contextos los/as han marcado y los/as han construido, y la vez puedan ellos/as identificar qué tipo de luchas y de posturas políticas quieren asumir desde sus cuerpos. Es claro que «la voz en primera persona es necesaria y le da valor a lo que no puede contarse si no es desde la mirada propia» (Fink & Rosso, 2018, p. 7), y eso es lo que buscan las cartografías en el aula de clase.
Conclusiones
El ejercicio de cartografías corporales ha permitido encontrarse desde los cuerpos y, desde ahí, entender cómo ese territorio, nuestro y su territorio, guarda su memoria, su historia como sujetos.
Lo que verdaderamente marca nuestro carácter está de alguna manera sumergido en nuestro cuerpo: todo ese flujo de repeticiones y conchitas, de gestos fatigosamente renovados y canicas, de rutinas largas y astillas diminutas. El camino de la escuela, el reclamo operístico del vendedor ambulante, el roce de los pantalones de franela, la luz invernal sobre el mueble heredado del abuelo, el olor a naftalina, el jarrón chino que sobrevivía a todas las mudanzas, el rojo –si– de las buganvillas que nos retenía en un callejón poblado de basuras y de malandros que fumaban. Esa memoria –idiosincrásica y meteorológica– se puede traducir incluso al chino, porque tiene que ver con los cinco sentidos, patrimonio compartido con los cuatro elementos, pero no se puede traducir sin un enorme esfuerzo introspectivo y lingüístico. Uno de los nombres que recibe ese esfuerzo –para rescatar lo común encerrado en el propio cuerpo– es «poesía» y, en general, «literatura» (Alba, 2016, p. 21).
Valorar y promover los relatos de los/as estudiantes en el aula –que se narren en primera persona y que desde ahí se reconozcan y reconozcan al/la otro/a–, así como el valor de la diversidad y la diferencia, va a aportar a la construcción de sociedades más tolerantes, más democráticas y menos radicales. Desde estas metodologías, podemos construir contextos más pacíficos, donde se respete la otredad y tengamos lugares más habitables y tranquilos.
Referencias
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