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Identidades y ensamblajes afectivos en juventudes de minorías sexuales y de género Sexualidad y género para pensar la intervención comunitaria
Identities and Affective Assemblages of Sexual and Gender Minority Youth Sexuality and Gender to Reflect on Community Intervention
Revista Argentina de Estudios de Juventud, núm. 15, e055, 2021
Universidad Nacional de La Plata

Artículos

Revista Argentina de Estudios de Juventud
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
ISSN-e: 1852-4907
Periodicidad: Frecuencia continua
núm. 15, e055, 2021

Recepción: 22 Octubre 2020

Aprobación: 18 Marzo 2021

Publicación: 01 Junio 2021


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Resumen: En este artículo se discuten algunos elementos teóricos y empíricos sobre la noción de identidad, juventudes y experiencia para problematizar la existencia de un sujeto epistemológico y político de juventudes de minorías sexuales y de género (jmsg) desde la articulación de las normas del género, sus discursos y sus fuerzas institucionales. Se discuten las posibilidades de existencia de este sujeto y se recupera la noción de ensamblajes afectivos, para trabajarla en su cruce con la vida en línea que nos proporcionan las tecnologías de la información y comunicación (tic), para identificar una topografía y una estética específica de intervención psicosocial con grupos de estas minorías, bajo el afán de construir y de reconocer su sujeto epistemológico y político, y así proponer formas de acción política que atiendan sus necesidad y sus demandas.

Palabras clave: identidad, experiencia, juventudes, ensamblajes afectivos, LGBT.

Abstract: This article discusses some theoretical and empirical elements on the notion of identity, youths and experience to problematize on the existence of an epistemological and political subject of sexual and gender minority youths stemming from the articulation of gender norms, its discourses and institutions. The implications of the existence of this subject are discussed and the notion of affective assemblages is recovered, to discuss its intersection with online life through the use of information and communication technologies (ict) in order to identify the specific topography and aesthetic of psychosocial intervention with these minorities, with the intent of building and recognizing an epistemological and political subject, as well as propose forms of political action that can attend their needs and demands.

Keywords: identity, experience, youth, affective assemblages, LGBT.

Introducción

Hasta hace poco tiempo, los adultos podían decir: «¿Sabes una cosa? Yo he sido joven y tú nunca has sido viejo». Pero los jóvenes de hoy pueden responder: «Tu nunca has sido joven en el mundo en el que soy joven yo y jamás podrás serlo».

Margaret Mead (1979)

En este ensayo se problematizan la noción de identidad y las experiencias emocionales de juventudes de minorías sexuales y de género (JMSG) en México. He reflexionado sobre estas categorías en diferentes trabajos (Lozano-Verduzco, 2014, 2015, 2016), que abordaron la manera en que diferentes grupos de hombres gais u homosexuales construían un sentido de sí mismos a partir de normativas en torno al ser hombre y de las políticas que gobiernan el cuerpo y el sexo, así como el modo en que este sentido de sí-mismo –que nombré identidad– podría tener efectos en las emociones.

El trabajo con juventudes, en general, implica pensar en la construcción de la categoría analítica de juventud, sus cooptaciones y los usos políticos y académicos que permiten organizar grupos, cuerpos y formar instituciones, así como analizar sus movimientos y sus efectos. Este trabajo se complejiza cuando el interés recae en la manera en que ciertas juventudes son marginadas de diferentes esferas sociopolíticas debido a su expresión corporal, de género y a la manera en la que viven su sexualidad, pues tanto el sexo como el género son discursos que gobiernan los cuerpos, dirigidos por políticas culturales poderosas que establecen nociones en torno a lo válido y lo aceptado.

Para comprender la categoría juventudes en el siglo XXI, así como la manera en que diferentes grupos y cuerpos la ocupan, es fundamental analizar la relación que dichas juventudes guardan con las tecnologías de la información y de la comunicación (TIC), las cuales han facilitado la emergencia de espacios públicos globales que proveen de oportunidades vastas para construir comunidades que se basan en gustos, en creencias y en ideologías compartidos (Ridings & Gefen, 2017). Estas interacciones, además, no están desligadas de limitaciones geográficas y temporales. En el siglo XXI, se vuelve necesario comprender las formas en que las juventudes se comunican y el lugar que estas comunicaciones ocupan en la construcción de prácticas y de capital cultural, en tanto mecanismos que regulan la emergencia y la existencia de identidades colectivas y subjetivas (Giménez, 2002).

En este ensayo, se argumenta sobre la politización de grupos de JMSG y las posibilidades de reconocimiento que esa organización ha permitido para problematizar las políticas de identidad que rigen el cruce entre juventud, sexo y género en México. Estas políticas resultan relevantes para el análisis de un primer nivel simbólico-normativo de la identidad, que debe ser enriquecido desde un nivel de experiencia afectiva o encarnada. Este segundo nivel obedece a un análisis de la experiencia subjetiva que reconoce la manera en que los sujetos que la encarnan narran dichas experiencias. Por ende, en este texto se sostiene que las JMSG enfrentan dificultades para la organización de movimientos amplios y plurales que busquen el reconocimiento –y no solo la inclusión– de sus identidades polisémicas y que, en la medida en que estas dificultades aparezcan, sus identidades se verán afectadas por experiencias de malestar emocional derivadas de lógicas de marginación de la otredad sexual.

Al mismo tiempo, se propone que esas experiencias de malestar tienen el potencial de acercar a los sujetos de estas minorías juveniles permitiendo formas de organización. Finalmente, se sostiene que esta organización sucede, sobre todo, en el mundo virtual o en línea, en donde convergen y se transforman políticas de género, del sexo, de identidad y de exclusión. Estos espacios pueden ser idóneos para el desarrollo de intervenciones comunitarias, debido a que se trata de campos llenos de interacción y de formas de comunicación que acercan y que alejan a las JMSG de expresiones culturales y les proveen de materiales fundamentales para construir lógicas de representación y de identidad que validan la diversidad de la sexualidad y del género.

Así, el eje articulador de este ensayo es el de identidades juveniles, que reúne tres conceptos fundamentales para las ciencias sociales en la actualidad: la identidad, la juventud y las TIC. Este eje permite explorar la manera en la que grupos específicos de jóvenes, en este caso las JMSG, adoptan identidades sexuales y de género, y el lugar de los modos de comunicación –específicamente, los que tienen lugar en línea, en tanto interacciones culturales– en el desarrollo de estas identidades.

Las identidades juveniles

Se entiende a la categoría de identidad como el resultado de una serie de interacciones con el medioambiente y de significaciones particulares de esas interacciones (Giménez, 2002) que permiten construir una noción de sí-misme.1 En este sentido, la identidad es constituida a partir de la interacción simbólica con los entornos que se habitan (Blumer, 1998). Les sujetes somos capaces de percibir lo que sucede a nuestro alrededor, de interactuar con los demás objetos (sean estos materiales o simbólicos) y de interpretar los significados, tanto de esos objetos como de nuestras interacciones con ellos. Aprendemos sobre los objetos, sobre los contextos y sobre nuestras relaciones con y en ellos, y, por eso, somos capaces de construir narraciones sobre nosotres-mismes (Bruner, 2004).

Resulta relevante pensar la identidad de manera relacional e intersubjetiva, como aquello que sucede en el espacio entre el sujeto y lo que lo rodea, pues esta aproximación nos permite movernos desde la experiencia única e individual hasta las formas en que estructuras e instituciones sociales forjan maneras de ser. Para esto, es útil pensar en dos niveles de análisis. El primero, normativo-simbólico, implica identificar y analizar las normas sociales bajo las cuales el cuerpo se materializa, y los símbolos que estas normas producen y que se intercambian entre sujetos. El segundo, el del afecto y la experiencia, es entendido como la manera en que los cuerpos se afectan y son afectados, y cómo esos afectos los moldean (Pons, 2019). Así, la identidad es una ficción que creamos para dar sentido a nuestros cuerpos en distintos espacios, contextos y relaciones, a partir de normas y de símbolos que se materializan en experiencias encarnadas. Esta ficción es necesariamente polifónica y plural, porque rebasa la dicotomía interior-exterior y personal-social, para analizar los procesos actuales que gobiernan los discursos, las narrativas, las ficciones y, por ende, la autonomía.

Si la identidad es siempre relacional, significa que existe en relación con otros, con quienes hacemos grupos para interactuar. De allí que la noción de agrupación resulte fundamental para su análisis. Los grupos no solo producen identidad sino, también, una serie de normas de pertenencia a esa identidad, lo que Gilberto Giménez (1997) ha nombrado como identidad social. Esta identidad da nombre a la pertenencia al grupo y permite a los cuerpos ser clasificados y ordenados (Tajfel & Turner, 1986). La identidad social, en tanto asimilación de normas de comportamiento y de existencia particulares, resultado del grupo en el cual se socializa (Giménez, 1997), permite a agentes externos generar categorías de clasificación y, con ello, entre otras cosas, facilitar la percepción del mundo social (Tajfel & Turner, 1986). En tanto, la narrativa que cada une es capaz de construir para contestar a la pregunta «¿quién soy?» (Hall, 1996), puede referirse como identidad personal, que siempre es en función de aquello visto y asimilado de los grupos y los contextos en los que une se mueve. En este sentido, la identidad es aquello que nos permite diferenciarnos de otres, pero también vincularnos con otres, pues involucra aquello que nos hace singulares a la vez que refiere lo que se comparte con otres. En este proceso de asimilación y de diferenciación se juega la clasificación y la posibilidad de exclusión y de marginación. Estos vínculos nos invitan a pensar el lugar de los afectos: a pensar cómo los vínculos afectan los cuerpos, las relaciones y las maneras de entender el mundo.

Para la psicología hegemónica, la noción de identidad resulta de mayor importancia en la pubertad, debido a que en ese momento el cuerpo se transforma para parecer más «adulto». Cuando estas características adultas se materializan, la psicología hegemónica nos dirá que también la identidad se consolida, como si esta fuera interior y dependiente, únicamente, del cuerpo sexuado. El concepto de juventudes marcará una diferencia con esta línea de pensamiento, al señalar el carácter dialógico de la identidad. Es decir, hablar de juventudes permitirá comprender que la subjetividad se juega en las relaciones con el entorno y que, por eso, no es acultural ni ahistórica. Por el contrario, las juventudes producirán identidades, relaciones, objetos y discursos diferentes a partir de las normas y las políticas particulares de las instituciones que las afecten. En otras palabras, los grupos y las instituciones de cada contexto permitirán la producción de identidades particulares a partir de sus normas locales. La noción de juventudes, así como la de identidad, no solo permite aproximarse a la historia de vida y a las particularidades de ciertos sujetos, sino a las dinámicas culturales y a las reglas sociales que permiten la existencia de ciertos cuerpos, identidades y relaciones.

La adolescencia, por lo general, se emplea para distinguir una serie de transformaciones en la vivencia subjetiva: cambios cualitativos en procesos cognitivos (Piaget, 1999), que permiten la configuración de un razonamiento social en el cual destacan procesos identitarios, individuales y grupales, así como nociones éticas y valorativas (Kohlberg, 1992); o cambios en el desarrollo corporal (Papalia, 2017) que marcan, en nuestra lógica de género, una maduración sexual que indica la posibilidad de reproducción (Dávila León, 2005). Desde esta línea de pensamiento, la adolescencia se circunscribe a ciertos procesos fisiológicos que ocurren dentro de un marco etario más o menos específico, en el cual la pubertad tiene un lugar protagónico.

La adolescencia también es comprendida como aquel momento de la vida entre la infancia y la adultez que requiere de ciertos cuidados y atenciones para llegar a buen término. En este sentido, la adolescencia se suele comprender cómo una etapa de vida de vulnerabilidad y de dolor, digna de ser atendida y protegida. En el campo de la sexualidad, este cuidado se exaspera, pues se señala que les adolescentes aún no comprenden su cuerpo ni sus capacidades y que los cambios hormonales pueden conducir a prácticas de riesgo como embarazos e Infecciones de Transmisión Sexual (ITS), que más bien tienen la fachada de problemas políticos, puesto que alejan a sus practicantes del proyecto de ciudadanía construido por el Estado, enmarcado en una moral y un entorno cultural particular. Ejemplo de ello es la gran cantidad de textos en el campo de la sexualidad dirigidos únicamente a adolescentes, como si estes fueran les úniques que requieren de información sobre la sexualidad; textos, además, llenos de información sobre los «riesgos» del ejercicio sexual (List Reyes, 2014).

Esta noción de sexualidad se vincula, en gran medida, con la institución familia tal como la comprendemos en la actualidad: como una de las encargadas de forjar y de llevar por «buen camino» al adolescente, y de asegurarse de que termine esta etapa con una identidad sólida y preparada para la adultez (Dávila León, 2005; Lozano-Verduzco, 2014).

A pesar de que existe una diversidad de aproximaciones teóricas y metodológicas al estudio de la adolescencia, y de que en algunos textos esta categoría se lee como sinónimo de «juventud» (Lozano, 2014), vale la pena destacar que la adolescencia como categoría entiende que el sujeto se encuentra en tránsito hacia la madurez. Una madurez concebida desde lógicas adultocéntricas que señalan lo deseable de une ciudadane adulte y centrade en la producción de bienes y de servicios como ente económicamente productivo. Es decir, el sujeto adolescente no es maduro, no es completamente inteligible, no es aún ciudadano y, como tal, propone un riesgo social.

De manera distinta, el concepto de juventud resulta flexible pues, como señalan Mario Margulis y Marcelo Urresti (2000), la juventud y su comprensión están marcadas «por la multiplicidad de realidades sociales en la que esta etapa de la vida se desenvuelve» (p. 13). Pensar en juventud permite teorizar más allá de una edad, de una transición y de un momento de vida, para problematizar lo que implica vivir como «joven» en cierta cultura y en cierto momento histórico (Brito, 1996). Margulis y Urresti (2000) entienden a la juventud como marcada por el tiempo y como depositaria de una serie de expectativas que funcionan a manera de promesas: «Si estudias una carrera, tendrás un mejor trabajo y estilo de vida». «Mejor» en el marco del consumo capitalista, que implica mayores ingresos económicos y nada más.

Bajo esta lógica, Rossana Reguillo (2013) entiende a las juventudes mexicanas como un grupo caracterizado por la inestabilidad y la contingencia, cuyos capitales objetivos, sociales y políticos se ven menguados por estructuras sociales, lo cual se traduce en «la sensación de ser culpable de algo inaprensible» (p. 400). De acuerdo con esta autora, la condición juvenil se ve atravesada por lógicas sistémicas como la falta de seguridad social, de seguridad ciudadana y de acceso a trabajo digno, que tienden a naturalizarse y a pensarse como propias de un rango de edad. Esta condición resulta agravada por las condiciones económicas actuales, producto de las cuales una gran cantidad de jóvenes trabajan de manera informal, sin generar antigüedad y sin acceso a prestaciones de ley; no tienen oportunidad ni de trabajar ni de estudiar; o las oportunidades laborales para elles disponibles apenas superan el salario mínimo (García Canclini, 2020). Las juventudes, así, terminan por deberle a la sociedad que les otorgó una familia y una educación formal, a pesar de que para personas menores de 18 años no hay la posibilidad de ejercer una ciudadanía formal, toda vez que existen limitaciones legales para la puesta en marcha de sus prácticas políticas –como la posibilidad de votar– y que el mercado laboral no les ofrece oportunidades dignas de un ejercicio profesional que les conduzca a su independencia y a su autonomía.

En esta lógica, el sujeto joven que se ha construido en la modernidad mexicana, y que puede vislumbrarse en políticas que dan lugar a espacios como el Instituto Mexicano de la Juventud, requiere de atenciones especiales para garantizar y para organizar su futuro y el de la sociedad entera. La discusión en torno a estas categorías nos ha llevado a visibilizar a la juventud como vulnerable en sí misma y no como resultado de la interacción con discursos y con aconteceres científicos, políticos y culturales resultado de narrativas neoliberales y globalizantes que producen afectos específicos sobre los cuerpos entendidos como jóvenes. A pesar de la buena voluntad e intenciones de esta lógica adultocentrada, el reconocimiento pleno de las identidades juveniles como sujetes políticos resulta incompleta, pues carece de un entendimiento sobre su experiencia vivida y sus condiciones de vida. Condiciones que resultan muy disímiles respecto de quienes en la actualidad somos considerades adultes.

La perspectiva de los estudios sobre juventudes nos invita a pensar a les jóvenes siempre en función y en relación con sus entornos, tanto inmediatos como extensos, y con el encuentro de identidades que estos entornos permiten (Brito, 1996; Margulis & Urresti, 2000; Reguillo, 2013; Villa Sepúlveda, 2011). Pero también debemos pensar la juventud con sus efectos discursivos, pues la juventud identifica (Villa Sepúlveda, 2011): mueve los cuerpos y sus subjetividades hacia ciertas relaciones, instituciones y políticas. Aquí, podemos problematizar las identidades como marcos regulatorios reproducidos por las instituciones en las que como cuerpos circulamos. Se trata, entonces, de condiciones y de identidades atravesadas no solo por una cuestión etaria, sino por otros condicionantes sociales, estructurales y sistémicos como el sexo, el género, la situación migratoria, el acceso a educación formal, la clase y la orientación sexual. Para Reguillo (2013), esto termina, más que en una moratoria social, en una inadecuación del yo que dificulta la posibilidad de construir y de narrar la propia historia biográfica. Esta condición es resultado de la institucionalización de sus significados, y de los efectos sociales y políticos que buscan las instituciones sociales.

Instituciones, normas y discursos

Partimos de considerar que las instituciones son conformadas por sujetos y por multitudes de identidades. Los cuerpos que interactúan en ciertos espacios, tanto materiales como simbólicos, generan hábitos que son aceptados por el grupo de pertenencia. Con el tiempo, estos hábitos son reglamentados y terminan por regir el campo de ciertas actividades (Berger & Luckman, 2001; Bourdieu, 2000) al interior del grupo. Estas reglas pueden ser explícitas o implícitas y construyen una noción de lo socialmente deseable. En este sentido, podemos pensar en lo aceptado socialmente como aquello que es institucionalizado, sin que esto excluya de lo institucional las prácticas de resistencia ante aquello aceptado. Habituarnos a algo, tipificarlo, permite no tener que explicarlo cada vez que se quiere repetir una acción. Esto significa que existe un proceso de normalización reglamentada que se produce en el habituar. En el paso del hábito a la tipificación se solidifica la institucionalización. De hecho, la institución requiere de reglas para funcionar; es, ella misma, una regla.

En los grupos y en las instituciones encontramos una dialéctica similar a la que existe en los procesos identitarios, pues el grupo mismo da lugar a la institución que lo estructura. En el caso de la identidad, esta tiene lugar cuando el cuerpo interactúa en grupo y lo alimenta, a la vez que el grupo estructura la identidad. La posibilidad de estructuración identitaria grupal e institucional sucede solo gracias a la producción de reglamentaciones y de tipificaciones. El paso de la habituación a la tipificación o la institucionalización implica la emergencia de normas que permiten comprender una sola forma de hacer las cosas, pues a eso se refiere el hábito. Así, el despliegue de poder es claro: pasamos de la acción grupal a la tipificación y, de ella, a la regularización y la normalización de los hábitos. En este sentido, toda institución implica una suerte de gobierno sobre la acción humana (Foucault, 2007, 2010). Si las reglas organizan prácticas, y las reglas son producidas por los sujetos que ocupan las instituciones, entonces, de alguna manera, son los propios sujetos quienes se gobiernan a sí-mismos. No se señala esto con la intención de ironizar nuestra vida sociopolítica, sino de entender que, como sujetos de saber, nuestras acciones despliegan formas de poder circulares, que consiguen el fin de organizar y de ordenar la vida social de ciertas formas.

Las normas, en esta lógica, serían las formas visibles del poder institucional y grupal. Si bien las normas no siempre están escritas, se hacen saber y se comunican de diferentes maneras: con acciones, con palabras o con documentos. Este conjunto de expresiones escritas, habladas o actuadas conforman lo que podemos entender por discurso. Es decir, las normas y las formas de gobierno producidas en las instituciones conforman un discurso específico que comunica los hábitos y, al hacerlo, comunica posibilidades de inteligibilidad, para ser reconocidos como sujetos, y de saberes a los que ciertos sujetos pueden acceder y otros no (Van Dijk, 2011). En otras palabras, el discurso denota formas de distribución de poder que permiten ver los espacios de desigualdad, de marginación y de exclusión (Jäger, 2003).

Los discursos también denotan formas de distribución de saber vinculadas al poder. Pero de manera más específica, los discursos permiten comprender los saberes que imperan en ciertos contextos. Para los grupos de JMSG esto es de suma relevancia, pues cuando estes jóvenes no tienen en sus contextos conocimientos, palabras y conceptos que les permitan nombrar sus deseos, sus emociones y su erótica, prevalecen experiencias emocionales vinculadas al malestar, el dolor, la tristeza y la culpa (Lozano-Verduzco, 2015). De allí que debamos considerar los discursos manifiestos en los diferentes espacios e instituciones que ocupan les jóvenes: familia, escuela y espacios virtuales.

La participación y los saberes en las TIC

Uno de los ámbitos relevantes para la cuestión identitaria de les jóvenes son los espacios virtuales, en donde también circulan lógicas de poder que son el resultado de una sociedad del rendimiento, donde se producen sujetos que «desean» rendir hasta el agotamiento (Han, 2012). Para Byung-​Chul Han (2014) los espacios virtuales se han convertido en lógicas normalizadas de subjetivación en donde ya no se pone en juego el cuerpo, sino el alma; lo que supone pasar de la biopolítica a la psicopolítica. Asimismo, también podemos entender a los espacios virtuales como espacios que median la representación del conocimiento, el acceso al entretenimiento y las formas de comunicar (Scolari, 2018), y como una forma de derrotar la centralización en el control social y político que, en el siglo XX, ejercían los medios de comunicación masiva (Buckingham, 2018).

Las TIC son herramientas pedagógicas fundamentales en el siglo XXI, pues permiten el acercamiento a fenómenos globales y a la construcción de conocimiento (de manera formal e informal, puesto que internet ofrece tanto conocimiento de corte académico como aquel que está disponible fuera de las aulas), mediante canales de comunicación que se llenan de diferentes formas de interacción cultural (García Canclini, 2020). Los espacios virtuales, incluso, son espacios de activismo, que han propagado importantes cambios sociales y políticos que involucran a grupos de jóvenes (McInroy & Beer, 2020; Scolari, 2018). Ejemplo de ello es el uso de #MiPrimerAcoso en México, que permitió a cientos de miles de mujeres iniciar una conversación masiva sobre la violencia misógina a manos de hombres. La plataforma SocialTIC, identifica a #IngridEscamilla como la mejor iniciativa de construcción ciudadana en México, un esfuerzo que nació a partir del feminicidio de esta joven y que fue expuesto en medios impresos. La iniciativa permitió el desarrollo de contranarrativas que incluían imágenes de la joven con vida, en lugar de la típica fotografía de su cadáver que circulaba en los principales medios impresos y televisivos. Incluso, permitió la toma simbólica de oficinas de gobierno por parte de mujeres, para protestar por la falta de políticas que las protejan de la violencia masculina.

Los espacios virtuales han sido tan relevantes para el cambio sociopolítico que a quienes usan estas tecnologías no se les puede llamar simplemente consumidores, sino prosumidores, pues no solo consumen sino que también producen (Scolari, 2018). Estas características permiten la construcción y el desarrollo de comunidades de práctica o de culturas participativas, en donde los saberes están vivos y en movimiento constante, y todes les miembros tienen una participación más horizontal en la construcción de conocimiento. En este sentido, Néstor García Canclini (2020), considera que las iniciativas sociales de las juventudes, que nombra «movimientos sorpresa», son relevantes en tanto «desacomodan las estructuras e imaginan usos no habituales de las comunicaciones o los espacios públicos» (p. 58) y son capaces de crear nuevos sujetos políticos, justamente, porque permiten formar conexiones afectivas e informativas. Se trata de expresiones organizadas, antiautoritarias y de comunicación intensiva como el movimiento #YoSoy132, que a través de videos de jóvenes estudiantes universitaries criticó al entonces candidato presidencial del Partido Revolucionario Institucional.

Las juventudes modernas ocupan su tiempo llenando las llamadas redes sociales virtuales, que al permitirles producir y consumir contenidos, gestar relaciones interpersonales y crear comunidades que tienen efectos sobre sus vidas fuera de línea, también contribuyen al adoctrinamiento del comportamiento a través del hábito y de su normalización, de manera similar a lo que sucede en otras instituciones. Esto otorga a las redes sociodigitales y a sus prosumidores diferentes cauces de interacción.

Procesos de identidad: normas y ensamblajes afectivos

Los colectivos lésbico, gay, bisexual y trans (LGBT) tienen una historia de demanda y de organización política particular. Este transitar se ha dado dentro de un sistema sexo-género regulatorio de los cuerpos y de sus expresiones. Los sistemas de género guardan un vínculo fundamental con la política sexual de una sociedad y de un determinado contexto. Gayle Rubin (1986) introduce elegantemente la idea de sistema sexo-género para dar cuenta de las maneras en las que una mujer se convierte en «conejita de Playboy […] en determinadas relaciones» (p. 96). Es decir, el sistema sexo-género trata de las disposiciones a través de las cuales transformamos la sexualidad biológica en diversos productos de la actividad humana.

Celia Amorós (1992), señala que el sistema sexo-género es un sistema patriarcal que, como tal, es metaestable; es decir, requiere de «pactos seriados» por parte de los hombres para sostenerse. Los pactos no son más que formas de relaciones y acuerdos, repetidos y no siempre conscientes, que les permiten a los hombres (generalmente, cis y heterosexuales) continuar ocupando el espacio público –el espacio de la toma de decisiones y de la actividad política– y que dejan a las mujeres en el espacio privado, con menos posibilidades de acción y de organización. Entre más se repitan estos pactos, más estable y endeble se vuelve el patriarcado. Los pactos seriados también les garantizan a los hombres una serie de privilegios y de dividendos patriarcales (Connell, 1995).

Sin embargo, a Amorós (1992) se le escapa dar cuenta de los efectos que los pactos seriados tienen en la subjetividad. Judith Butler (1992), por ejemplo, dirá que es la repetición de las normas del sexo lo que dará lugar a un sujeto sexuado y generizado. Para Amorós (1992), la repetición de actos entre hombres permite el mantenimiento de un sistema sexo-género que pone en desventaja a las mujeres; para Butler (1992), la iteración de los actos de cualquier ser humano implica la reproducción de una norma que regula los cuerpos en tanto su sexo y su género, y que, al mismo tiempo, le permite al sujeto entrar en existencia como identidad inteligible. Butler (1992) llama a esto performatividad de género, que se inscribe en una matriz heterosexual. A su entender, la performatividad reproduce y resiste la norma del sexo. Es decir, la repetición de la norma nunca es igual a la norma. De este modo, la autora no solo nos permite pensar en cómo los sistemas de género (patriarcal) y del sexo (heteronormativo) producen identidades enmarcadas en ciertas lógicas reglamentadas, sino que nos deja aventurar la posibilidad de transformar esas lógicas.

Al respecto, es relevante entender que la sexualidad se produce desde su propio sistema, al que se ha nombrado heteronorma y que se refiere a la construcción de discursos que apelan a solo dos géneros naturales y complementarios entre sí que, a su vez, dan lugar a una sola orientación sexual –la heterosexual–, lo que deja fuera otras posibilidades de expresión genérica y erótica (Warner, 1993). Cathy J. Cohen (1997) retomará estas ideas para entender a la heteronormatividad también como repeticiones, como prácticas localizadas e instituciones centralizadas que legitiman y que privilegian la heterosexualidad. En este punto, necesitamos reconocer que ambos sistemas se coluden con una perspectiva adultocentrada de la sexualidad que privilegia las problemáticas y los deseos de les adultes e invisibiliza los de les jóvenes y niñes.

Si pensamos al patriarcado y a la heteronorma como sistemas políticos, entonces sus prácticas y sus reglamentos han sido institucionalizados en grupos sociales como la familia, la escuela, el sistema de salud, los centros comunitarios, entre otros. De ser así, estas instituciones transmiten discursos específicos centrados en lo heteropatriarcal que afectan la producción identitaria. Los efectos de estas instituciones sobre la subjetividad son la producción de deseos hetero-eróticos y el castigo de aquellas expresiones, prácticas e identidades que se alejan de esto, más cuando se trata de jóvenes. Los efectos de estos sistemas sobre la identidad han sido poco explorados, pero se pueden visibilizar en las emociones reportadas por personas de las minorías sexuales (Lozano-Verduzco, 2015; Meyer, 2003).

La expresión de las emociones no es una cuestión individual, sino que depende de las posibilidades de habla próximas a los sujetos. Lo que las personas dicen sobre cómo se sienten y viven, puede entenderse como experiencias emocionales que permiten comprender las experiencias de bienestar y de malestar exigidas para ciertos grupos de personas (Burin, 2000; Lozano, 2014). En otras palabras, lo que las personas expresan sobre sus sentimientos está influenciado por la cercanía con ciertos discursos que están regulados por las políticas institucionales de cada contexto, incluidos los medios de comunicación masiva y el curriculum formal e informal de las escuelas. Además, las experiencias emocionales, como mecanismo para fortalecer epistemológicamente voces silenciadas, son un camino para estudiar y para entender aspectos sobre la salud (Burin, 2000).

Afectos, emociones y experiencias

Proponemos a la experiencia como el proceso y la categoría a través de la cual podemos aproximarnos a ensamblajes y a intersecciones subjetivas. Para autoras feministas como Joan Scott (1991), Teresa de Lauretis (1989) y Ana María Bach (2010), la experiencia es un elemento fundamental en la constitución de la subjetividad. Para ellas, y para otras autoras (Pérez, 2011), la categoría de experiencia permite la aproximación a formas racionales y emotivas de proceder humano. Las experiencias se refieren a interacciones con el entorno, a las acciones que alcanzamos a percibir y a entender de nuestros alrededores, y a las interacciones que observamos y de las que somos parte. En ese sentido, la experiencia es una forma de acción, donde las emociones y las cogniciones son fundamentales para la construcción de conocimiento; la experiencia es lo que conecta el mundo subjetivo con el mundo social (Pérez, 2011).

Para la perspectiva feminista, la experiencia es una forma de conocimiento situado dentro de los márgenes políticos, geográficos y temporales de quien lo experimenta (Haraway, 1988), además de ser una vía para el conocimiento de sí-misme, de otres y de las condicionantes macroestructurales de la vida íntima y política. Desde esta lógica, las experiencias son siempre emocionales (Pérez, 2011), lo que refiere a la capacidad humana de construir conocimiento al hacer sentido de la vida emocional y de dirigir las capacidades de raciocinio. Además, la experiencia tiene el potencial de no ser narrada, pero sí comprendida por el sujeto que la vive, por lo que la experiencia también tiene un carácter racional.

Para Richard Menary (2008), las narrativas orientan la atención del sujeto a aspectos relevantes para sí, imponen una Gestalt específica para comprender el mundo y fungen como paradigmas, misma función que según Ana Rosa Pérez (2011) cumplen las experiencias. Sara Ahmed (2006), añadirá que tanto la experiencia como la forma de contarla no son completamente fenomenológicas, sino que están alineadas a partir de objetos heterosexuales y de sus despliegues de poder, de tal forma que las acciones que somos capaces de llevar a cabo y lo que podemos contar sobre ellas tienen una alineación específica, generalmente heterosexual.

Una diferencia fundamental entre experiencia y narración es que mientras la primera es la acción realizada por el sujeto, la segunda es su puesta en palabras. Jerome Bruner (2004) señala que las narraciones en torno al yo tienen un carácter reflexivo, pues implican un importante trabajo cognitivo y psicológico, algo que diferencia a las narrativas de la experiencia, toda vez que las segundas son tanto reflexivas como prereflexivas. Autores como Bruner (2004) y como Menary (2008) conciben a las narrativas como las herramientas fundamentales para la constitución de un yo. En este sentido, el yo narrativo implica la capacidad de conocer y de experimentar los contextos, y de reflexionar sobre une misme. Si el yo es reflexivo gracias a la guía de las narrativas, entonces es un yo con capacidad de accionar, en el sentido que las narrativas orientan las acciones y los afectos de las personas.

El asunto es que estas narrativas solo son posibles a través del empleo de cierta gama del lenguaje, es decir, de las palabras que conocemos y que sabemos usar, pero, sobre todo, de las expresiones a las que tenemos acceso debido a nuestro transitar por diferentes contextos. Ante esto, cabe la pregunta: ¿toda experiencia es capaz de ser narrada? Desde la teoría del afecto, encontramos el argumento de que no (Lara & Enciso, 2013; Massumi, 2010), puesto que si los afectos son todo aquello que nos afecta, o un «estado sostenido de relación, así como un pasaje (y la duración del pasaje) de fuerzas e intensidades» (Seigworth & Gregg, 2010, s/p), no todos son reconocidos por el sujeto que los experimenta. Los afectos implican formas de conocer, además del conocimiento consciente, pero siempre un trabajo cognitivo. La puesta en palabras del afecto tendrá que pasar, necesariamente, por el discurso (Wetherell, 2012), y podremos reconocerla y analizarla a través de las narrativas del yo, lo que podrá significar que hay aspectos del afecto que no son narrables. Para rebasar esta barrera impuesta por la hegemonía lingüística de lo humano (Ibáñez, 2006), Alba Pons (2019) propone pensar en el afecto encarnado como una salida analítica que puede rebasar las dicotomías de la modernidad (cuerpo / mente, razón / emoción, naturaleza / cultura, bueno / malo, hombre / mujer, masculino / femenino, joven / adulte, entre otras) y sobrepasar la política (entendida como una serie de discursos, de instituciones y de prácticas que buscan mantener un orden social), para dar lugar a diferentes maneras en que lo material y el discurso se sedimentan en los cuerpos, dinámica que constituye a los sujetos que –desde la lógica moderna– son contradictorios, líquidos y siempre cambiantes respecto de su conexión con el mundo.

Trabajar desde los ensamblajes afectivos implica, por un lado, pensar a los sujetos

al interior mismo de las geometrías de la diferencia producidas por las relaciones de poder y, por el otro, pensarse no desde una perspectiva universalista, sino desde una perspectiva situada que tenga en cuenta la complejidad y la materialidad afectiva del plano inmanente, del lugar de la experiencia (Pons, 2019, p. 146).

Así, los ensamblajes afectivos permiten reconocer esa acción de la política pero, también, darle lugar a lo político, que reconoce lo complejo de lo social y la inestabilidad que eso genera (Mouffe, 2007). Asimismo, permiten pensar al sujeto en los márgenes o, posiblemente, fuera de las lógicas dicotómicas, lo que da lugar a subjetividades hasta ahora no reconocidas y amplía los horizontes de inteligibilidad ontológica, epistémica, política y social. Finalmente, encontramos en la posibilidad del reconocimiento, tanto de ensamblajes afectivos como de experiencias emocionales, la apertura a nuevas conexiones grupales y colectivas a partir de la identificación parcial o total entre cuerpos.

Las JMSG podrán verse beneficiadas con la lente del afecto y de la experiencia, pues estas categorías permitirán reconocer las voces subalternas, calladas y abyectas de cuerpos que se ubican en el cruce de geometrías de poder múltiples y polisémicas desde lo adultocentrado, patriarcal y heteronormativo. Los ensamblajes afectivos en colectivo permitirán la producción de narrativas en torno a las experiencias emocionales de manera situada (Haraway, 1988), que permitan reconocer la historicidad, la política y la particularidad de los cuerpos y los sujetos construidos dentro de políticas de identidad que minimizan la experiencia juvenil, transgénero y homoerótica.

Homofobia o estigma homonegativo

El reconocimiento de estas dos categorías de análisis, homofobia y estigma homonegativo, implica acercarse a los funcionamientos de fuerzas sociales que encauzan el deseo, la erótica y las relaciones personales. La academia ha hecho esfuerzos por reconocer estas fuerzas y sus efectos en las personas, y ha nombrado como homofobia a las políticas culturales que se materializan en instituciones y que se expresan en las relaciones interpersonales que minimizan la expresión y la vivencia de lo homoerótico (Blumenfeld, 1992). Dada la cercanía fonémica de este concepto con la patología de fobia, algunes autores han optado por usar el concepto de estigma homonegativo (Herek, 2004) para diferenciarlo de la estructuración psiquiátrica de la fobia. Optamos, aquí, por mantener el uso de homofobia, pues consideramos que es el concepto que mayor eco tiene en la sociedad, en general, y en las comunidades LGBT, particular.

Si reconocemos la manera en que se institucionalizan las políticas de género que gobiernan el sexo, así como el privilegio de lo adulto sobre lo joven, observamos que se trata de fuerzas potencialmente adversas para el desarrollo de identidades y para el bienestar psicosocial de JMSG. Esto se constata en estadísticas recientes a nivel nacional que señalan que 55% de estudiantes LGBT se sienten insegures en sus escuelas; 41,7% se sienten insegures debido a cómo expresan su género; 84% ha sido víctima de acoso verbal; 44% ha sufrido acoso sexual; y 35% ha experimentado acoso físico dentro de sus escuelas (Baruch, Pérez, Valencia & Rojas, 2017). Estas lógicas de exclusión y de discriminación afectan negativamente la salud mental de las personas, incrementando la ideación y el intento suicida, y el consumo problemático de alcohol (Lozano-Verduzco, Fernández-Niño & Baruch-Domínguez, 2017).

La organización y las demandas en torno a las juventudes LGBT

En México, a finales de los años sesenta, se inició una organización sociopolítica de personas homosexuales que logró construir una agenda de demandas públicas (Arguello, 2014; Diez, 2010; Laguarda, 2009). Esta agenda surgió del memorial de agravios compartido por estos sujetos, que permitió dar cuenta del carácter común y colectivo de las lógicas de exclusión, y cómo conducen a la ocupación de espacios abyectos. Desde entonces, la problematización de esta agenda ha continuado y entre sus logros encontramos el reconocimiento de una serie de derechos civiles y colectivos como el acceso al matrimonio, la familia, la salud y la no discriminación de grandes sectores de lo que, en la actualidad, conocemos como LGBT.

A pesar de que los esfuerzos iniciales para la construcción de esta agenda no estaban protagonizados por jóvenes, su politización en la marcha conmemorativa de los diez años de la masacre de 682 (Arguello, 2014; Diez, 2010; Laguarda, 2009) permitió la inclusión de jóvenes que ampliaron la agenda y el inicio de colectivos como el Frente Homosexual de Acción Revolucionaria, Oikabeth y Lambda, que apoyaron incansablemente el reconocimiento público de lo homoerótico. Esa lucha continúa hasta el día de hoy, con diferentes expresiones centradas en el bienestar de las JMSG con organizaciones lideradas por jóvenes como YAAJ México y Cuenta Conmigo AC, que desarrollan diferentes intervenciones orientadas a modificar procesos educativos en torno a la sexualidad y el género, así como políticas de salud en torno al VIH y la identidad con la intención de generar espacios y dinámicas de bienestar emocional que validen el homoerotismo y la transgeneridad como posiciones validas de subjetividad.

No obstante, los movimientos y las demandas de las jmsg no aparecen en las producciones académicas. Parecería que su problematización escapa de la visión académica o que se trata de un movimiento con cierta homogeneidad al que las jmsg se suman sin una visión crítica de lo que implica su incorporación y su participación. En trabajos anteriores (Lozano-Verduzco, 2014, 2015, 2016), dimos cuenta de que algunos hombres gais, tanto jóvenes como adultos, desprecian los colectivos LGBT y solo ven la posibilidad de su politización a través de la Marcha del Orgullo y la Diversidad Sexual, que también minimizan. En sus testimonios, aparecían formas de reproducción de las políticas de identidad que dan lugar a la exclusión homofóbica, al argumentar que algunas expresiones de la diversidad sexual no alimentan la posibilidad de reconocimiento sino la de exclusión. Lo que también quedó claro en esos testimonios es que los contextos de tensión política de los sesenta, setenta, ochenta y noventa, proveyeron a los jóvenes homoeróticos de ese entonces de armas y de herramientas para la desobediencia civil organizada y que los hombres más jóvenes se sentían satisfechos con la posibilidad de nombrarse «gay» (identidad que previo a los ochenta no existía en México) y con el estilo de vida que esa gaydad proveía a través de espacios de homosocialización como clubes nocturnos y bares, donde imperaba una estética particular con sus peculiares formas de consumo de moda.

Parecería que la categoría gay ha cooptado ciertas posibilidades de organización de demandas (Lozano-Verduzco & Rocha, 2015; Lozano-Verduzco, 2016). No obstante, esto ocurre en el mundo fuera de línea. En la actualidad, analizar la vida social y sus efectos en los sujetos y en los cuerpos, sin considerar las dinámicas virtuales o en línea, implica perder una dimensión de la vida cotidiana de suma importancia. El uso de Internet, posible en dispositivos como teléfonos inteligentes y tabletas que ofrecen la posibilidad de acceso universal a Internet, ha permitido la proliferación de una serie de objetos pedagógicos y de artefactos en forma de apps que inauguran formas de interacción que la vida fuera de línea no ofrece.

El uso de internet a través de TIC permite el acercamiento y la apropiación de grandes cúmulos de información que rebasan los contextos inmediatos de quien navega la red. Esto permite la expansión de posibilidades de habla y aproxima al sujeto navegante a nuevos discursos que reflejan realidades, políticas y dinámicas socioculturales plurales y contrastantes con su realidad inmediata, además de poder compartir lo que sucede en sus contextos inmediatos fuera de línea. Tal ampliación de posibilidades ha tenido impacto en la organización de movimientos y de demandas sociales (Soria, s. f.). Para Guiomar Rovira (2017), la posibilidad de estas formas de organización depende de la apropiación de las TIC y de información pública disponible para la ciudadanía. En México, no sabemos con exactitud qué porcentaje de las personas LGBT tiene acceso a internet y a las TIC, y de quienes tienen, no se conoce qué tipo de uso realizan para permitir formas específicas de apropiación de tecnologías y de información que enriquezcan la organización de demandas colectivas.

Los pocos datos disponibles señalan que en la Ciudad de México casi 80% de las personas LGBT accede a sitios exclusivamente destinados a esa comunidad como grupos y páginas en Facebook, la página Homosensual y aplicaciones de «ligue» como Manhunt, Moovz y Grindr (Lozano-Verduzco & Salinas-Quiroz, 2016), y que las principales razones para el uso incluyen: buscar con quien tener sexo (79,9%), conectar con amistades (7,2%) y buscar información (6,2%). Datos aun por trabajar3 apuntan a que las JMGS de tres ciudades mexicanas4 implican a las TIC de manera importante en sus vidas cotidianas y acceden a una multiplicidad de sitios que les permiten hacer frente a los malestares que se despiertan a partir de la confrontación de su deseo y de las políticas de identidad en sus contextos. Estos datos apuntan a la posibilidad de organización de pequeñas células de jóvenes, cuya formación se articula en torno a la posibilidad de vivirse libres de estigma y de exclusión, y mediante las cuales es posible la producción de narrativas del yo apegadas al deseo homoerótico que cuestiona las políticas heteronormativas y patriarcales.

En este sentido, nos parece que en la actualidad las JMGS descansan sobre la plataforma de derechos, de reconocimiento y de visibilidad construida décadas atrás por generaciones anteriores, al tiempo que expresan nuevas formas de activismo virtual que no necesariamente implican un diálogo con la élite política, sino que buscan la ocupación de espacios públicos y privados como prácticas políticas para la libre expresión de su deseo, tal como sucede con los movimientos sorpresa que buscan desacomodar ciertas estructuras de manera antiautoritaria. Gracias a las interacciones suscitadas en línea, estas juventudes se apropian de discursos «novedosos» para sus narrativas, lo que les permite hacer frente a formas de exclusión fundadas en el género y en el sexo, así como construir afinidades y relaciones donde reflejar y resolver un afecto que les coloca como sujetos abyectos.

Bajo estos preceptos, las TIC y el proconsumo en línea dirigen ciertas formas de ensamblajes afectivos y, por tal, caminos identitarios novedosos en donde la dicotomía público-privado se erosiona. En lo virtual, millones de personas pueden compartir su «salida del clóset»5 mediante narrativas emotivas y políticas –como sucede a través del espacio Todo Mejora MX–, y pueden, de manera permanente, conectarse de manera erótica con cientos de cuerpos para concretar encuentros sexuales virtuales o materiales. Esto no significa que la vida en línea se libre del nivel normativo-simbólico que constriñe y que da cauce a las identidades y a la expresión de afectos, sino que se vuelve un espacio que posibilita sus torceduras y sus críticas. Así, la vida en y fuera de línea de JMSG implica formas de organización colectiva, subjetiva, de información, de afectos y de relaciones que abren lógicas y políticas antes desconocidas para un contexto determinado.

Estética y topografía de la intervención psicosocial con JMSG

Estas formas de torcer han tomado cierta relevancia en el escenario sexo-disidente mexicano en los últimos años, a pesar de que ha sido ampliamente discutido en contextos angloparlantes. Las propuestas de Butler (1992), Cohen (1997) y Warner (1993), que bien señalan las formas de opresión de las políticas del sexo y del género, también apuntan a formas de resistencia y de apertura de nuevas prácticas críticas en torno a la sexualidad y a su relación con el Estado para la apropiación de derechos sexuales y para el ejercicio de ciudadanía sexual.

Nos referimos a lo queer o a lo cuir –como ha sido recuperado en algunos contextos mexicanos (Valencia, 2014)–, como lo que señala formas de expresión identitaria, aún no reconocidas por el régimen heteropatriarcal adultocéntrico, que buscan espacios simbólicos para su existencia y su reconocimiento. Lo cuir, como señala Sayak Valencia (2014), también implica «torcer» o ser «torcido». Así, trabajar y vivir desde lo cuir significa adoptar una mirada que lleve a torcer las formas reglamentadas de vida sexual y a asumir cauces diferentes a los establecidos para permitir ensamblajes afectivos críticos de la heteronorma o, posiblemente, fuera de ella. Es decir, intervenir desde lo cuir es trabajar para gestar un sujeto político específico, diferente, torcido y novedoso. Dicho sujeto político no podría ser definido desde las lógicas que oprimen a las JMSG, sino desde la voz misma de estas juventudes.

Estas «nuevas» formas de identificación no hubieran sido posibles sin la migración masiva de discursos y de conceptos, en muchos casos a través de las tic. Esto tiene mucho sentido al considerar las aportaciones de Manuel Castells (2012) para pensar la sociedad red, aquella donde la comunicación y la información son la fuente del poder social que organiza la vida social. Si pensamos a las JMSG desde lo cuir, debemos verlas como colectivos plurales y polisémicos que se rigen bajo las normas culturales de la familia, la educación y la sexualidad mexicanas, pero que encuentran aperturas y fisuras para dar lugar a un deseo y un afecto disidente. Muchas de estas fisuras aparecen gracias a las lógicas de red descriptas por Castells (2012).

¿Hasta dónde los afectos de estas juventudes rebasan o confrontan las políticas que dan lugar a sus subjetividades? Esta pregunta tendría que guiar las formas en que se puede intervenir desde lo comunitario (que implica un diálogo interdisciplinario donde se involucra el trabajo social, la psicología social, la comunicación social, la antropología, entre otros) con juventudes de la disidencia sexo-genérica. En mi experiencia de trabajo psicosocial con jóvenes en general, he encontrado una serie de barreras institucionales y sociales que impiden establecer un diálogo entre pares. Las autoridades escolares o familiares suelen actuar como mediadores de los afectos y las identidades de las juventudes, apropiándose de sus narrativas y experiencias.6

La intervención psicosocial con jóvenes tendría que, como primer paso, poner en duda nuestro lugar como «adultes» y obligarnos a soltar el poder que nos da el supuesto lugar de saber. En otras intervenciones que he tenido la oportunidad de desarrollar, permitir a las juventudes pensarse como sujetos históricos –así como los pensaba Margaret Mead (1979) en el epígrafe de este texto–, permite que les jóvenes tomen conciencia de su lugar en el mundo como sujetos políticos e históricos, así como identificar las fuerzas que les sostienen. Esto implica dejar que pregunten desde sus saberes, que se sientan entusiasmades por dichas preguntas y acompañarles en la construcción de métodos que puedan dar respuesta a sus preguntas. La intervención con JMSG tendría que proponer formas de vinculación entre cuerpos y comunidades, vínculos que permitan identificar condicionantes estructurales que las afectan de formas similares y que gesten posibilidades de organización antiautoritaria y de torcerdura de las políticas que gobiernan al género y a la sexualidad. En pocas palabras, que las intervenciones se basen en el uso de TIC para crear al sujeto político de JMSG.

En estas intervenciones, los pactos patriarcales repetidos por hombres jóvenes, así como las perspectivas heteronormativas, suelen suspenderse momentáneamente, dando paso a silencios respetuosos para la reflexión. Estos silencios pueden pensarse como espacios temporales donde aparecen afectos inenarrables, experiencias que rebasan la posibilidad de las políticas identitarias y del lenguaje. Posterior a estos silencios, les jóvenes se permiten preguntas y expresiones que reconocen como difíciles de verbalizar o que nunca se habían atrevido a hacer y que para les adultes pueden parecer hasta cómicas.7 Este momento permite, además, el reconocimiento de subjetividades guiadas por políticas de los sistemas sexo-género antes descriptos.

Las TIC tienen el potencial de funcionar como herramienta de mediación, de producción de saberes, de poderes y de identidades que, si bien se basan en el nivel normativo-simbólico de la vida fuera de línea, permiten la torcedura y el resquebrajamiento de esas normas y símbolos, es decir, tienen un carácter antiautoritario (García Canclini, 2020). En línea con la propuesta de Castells (2012), podemos pensar en la posibilidad de forjar las mentes y la cultura a través de la negociación colectiva. En el espacio virtual, las JMSG pueden interactuar con sus pares, confrontarse con saberes previamente apropiados, con saberes novedosos y con formas de vida diversas que orientan la mirada del joven hacia su experiencia vivida, a su afecto encarnado. Es decir, los contenidos virtuales, la información y cómo se comunican, activan emociones en quienes consumen dicha información. Así, los afectos y las emociones se juegan todo el tiempo en la vida en línea.

Esta intersección informática, en donde se tejen formas de comunicar, mentes, emociones, afectos, políticas e identidades, permite la negociación colectiva entre les jóvenes, complejizando esas negociaciones con los cauces de información disponibles en la red. Esto implica cuestionar las políticas de identidad desde este nuevo reconocimiento y encontrar espacios, aunque pequeños, que suelten chispas para iluminar –al menos, momentáneamente– posibilidades de existencia construidas colectivamente y que permitan formar células de subjetividades para echar a andar organizaciones locales que movilicen el poder de manera capilar. Las TIC, inclusive, pueden ser en sí mismas una forma de intervenir. Si se utilizan como plataformas para ser llenadas de información y de saberes particulares, atractivos para las JMSG –posiblemente, producidos por elles mismes desde sus ensamblajes particulares–, las posibilidades de autonomía pueden emerger. Mucha de la información que circula en las redes virtuales es libre de normativas institucionales o, al menos, busca poner en jaque esas normativas (Castells & Kumar, 2014). Esto implica proveer a las JMSG de un espacio donde no es necesaria la negociación institucional, pero sí la negociación con sus propios deseos, afectos, relaciones y vínculos.

Conclusiones

En este texto he trazado líneas para argumentar sobre las condiciones actuales de un grupo particular de las juventudes y la manera en que se podrían orientar y construir con elles formas de trabajo colectivo y productivo. Con esto, sostengo que ninguna intervención puede realizarse alejada de la argumentación teórica y de su imbricación con la evidencia recolectada de manera empírica. En el terreno de las juventudes, esto resulta aún más relevante, toda vez que se trata de un sector silenciado por las políticas culturales en torno a la edad y el conocimiento.

Es todavía más importante escuchar con atención las experiencias de les jóvenes cuando se trata del desarrollo de su sexualidad y de la expresión de su género, toda vez que nuestra sociedad no solo está marcada por el adultocentrismo, sino también por expresiones patriarcales y heteronormadas que tienen formaciones específicas de marginación que se traducen en experiencias de dolor, de violencia y de malestar. Hago énfasis en la intervención a manera de escucha y de reconocimiento ante la falta de un sujeto político y politizado de JMSG, que en México aún no existe, pero que de existir tendría la potencia de cuestionar el lugar de lo LGBT, del sistema sexo-género, de las normas heterosexuales y de las múltiples formas de opresión que viven las juventudes.

Estas intervenciones se anudan en una ética que busca abonar a la resolución de problemas sociales actuales. Su ética tendría una forma horizontal, que permita el diálogo plural y respetuoso sobre las necesidades de quienes atraviesan conflictos y necesidades de reconocimiento de diferente índole. Así, las intervenciones deben reconocer la pluralidad de sujetos, de sus experiencias y de las relaciones que estas permiten construir con las instituciones y con el Estado en general, para atender necesidades pocas veces reconocidas. Considero a las TIC y a las interacciones en línea como idóneas para este trabajo. Esto, sin invisibilizar que Internet es un espacio donde también existen formas normativas de ocupación, que reproducen las lógicas de opresión de la vida fuera de línea, pero reconociendo que la vida en línea tiene la potencialidad de cuestionar y de torcer esas normativas. Las intervenciones deben ser situadas y reconocer la intersección de lo social, lo político y lo cultural en los grupos y en sus ocupantes, por lo que construirlas sin información que dé cuenta de las experiencias en torno a estos elementos tendrá un alcance corto, por más pragmático que resulte el planteo. Informar detalladamente estas intervenciones también es importante, ya que puede minimizar la posibilidad de formas de violencia y de marginación. En otras palabras, es necesario reconocer lo singular a partir de las políticas que orientan la vida emocional de los grupos que llamamos minoritarios, como sucede con les jóvenes de la llamada diversidad sexual.

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Notas

1 Usaré la «e» para referirme a sujetos masculinos, femeninos y a aquelles que no se identifican con ninguno de los dos, en un intento por resignificar el binarismo de género y ampliar horizontes de inteligibilidad identitaria.
2 El 2 de octubre de 1968, una manifestación de miles de estudiantes, jóvenes, profesores, obreros, sindicatos e intelectuales, que luchaba por la libertad de los presos políticos, y por garantizar la seguridad ciudadana y el acceso a la educación, fue detenida por grupos armados y numerosos de sus integrantes masacrados. Esto tomó lugar en la Plaza de Tlatelolco, en la Ciudad de México, por órdenes del entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz.
3 En el marco de un proyecto internacional promovido por la Asociación Internacional para la Resiliencia de la Juventud Queer (https://www.inqyr.org/), en el que actualmente colaboro.
4 Se trata de las ciudades de Monterrey, en Nuevo León; Ciudad de México; y Mérida, en Yucatán.
5 En las últimas tres décadas, hemos visto en México un crecimiento en la apropiación de conceptos y de referentes producidos en el Norte Global, específicamente, en los Estados Unidos. «Salir del closet» es una expresión que se utiliza para referirse a personas que hacen pública su orientación sexual no heterosexual y/o su identidad de género no cis.
6 Proyecto de intervención psicoeducativa en sexualidad, realizado entre 2015 y 2017, con la organización civil Progrésale AC, en un bachillerato de la alcaldía Iztacalco de la Ciudad de México, en donde autoridades escolares interrumpían constantemente el trabajo que hacíamos o solicitaban conocer los contenidos a educar. En una escuela privada, también de la Ciudad de México, primero me solicitaron construir una forma de sensibilizar a padres y madres en familias lgbt, para detener el proyecto, luego de trabajar con directivos escolares, pues consideraron muy «difícil» concluir la propuesta inicial.
7 Intervención psicoeducativa en sexualidad, realizada en 2019, en una escuela privada al sur de la Ciudad de México. En el trabajo con un grupo de estudiantes de sexto año de primaria, un participante hombre, después de varios minutos de silencio y de miradas cruzadas, entre risas se animó a preguntar cuántos tipos de semen existían, pues un compañero suyo aseguraba que el sabor del semen cambiaba cuando se comía piña.


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