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La figura del vagabundo como cifra del extrañamiento y la marginación. Una aproximación a Un horizonte de cemento de Bernardo Kordon1
The figure of the homeless as a figure of estrangement and marginalization. An approach to Un horizonte de cemento by Bernardo Kordon
El taco en la brea, vol.. 8, núm. 14, 2021
Universidad Nacional del Litoral

Dossier

El taco en la brea
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 2362-4191
Periodicidad: Semestral
vol. 8, núm. 14, 2021

Recepción: 26 Julio 2021

Aprobación: 10 Agosto 2021


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Para citar este artículo: Gasillón, M.L. (2021). La figura del vagabundo como cifra del extrañamiento y la marginación. Una aproximación a Un horizonte de cemento de Bernardo Kordon. El taco en la brea, (14) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0051 DOI: 10.14409/tb.2021.14.e0051

Resumen: En este trabajo, analizaremos la construcción de la subjetividad marginal del protagonista de la novela Un horizonte de cemento (1950), de Bernardo Kordon, quien cuenta sus experiencias en el Buenos Aires de la Década Infame. El linyera percibe la mirada recelosa de aquellos que lo aíslan y lo llevan a vivir en soledad. Al mismo tiempo, un lenguaje cargado de sinestesias enmarca una experiencia marcada por la pérdida (Didi-Huberman, 2017) y la necesidad de sobrevivir. Durante su recorrido, Tolosa percibe sensaciones diferentes que marcan un alejamiento de lo que necesita. Entonces, el distanciamiento (Shklovski, 2016) opera también a través de la singularización de ciertos elementos de la vida cotidiana detallados como si se experimentaran por primera vez para aumentar la duración de la percepción; es decir, el extrañamiento, derivado de determinados procedimientos narrativos, que va más allá de las apariencias para comprender la realidad representada de manera más profunda (Ginzburg, 2000). Finalmente, observaremos que el vagabundo no se avergüenza de su condición, sino que señala una distancia respecto de la «gente común» y de aquellos protagonistas lúmpenes (Sebreli, 2003) de otras novelas realistas que los presentaban desde afuera, como objetos exóticos o extraños.

Palabras clave: novela realista , Bernardo Kordon , Un horizonte de cemento , extrañamiento , vagabundo.

Abstract: In this paper, we will analyze the construction of the marginal subjectivity of the protagonist of the novel Un horizonte de cemento (1950), by Bernardo Kordon, who recounts his experiences in the Buenos Aires of the Infamous Decade. The linyera perceives the suspicious gaze of those who isolate him and lead him to live in solitude. At the same time, a language loaded with synesthesia frames an experience marked by loss (Didi-Huberman, 2017) and the need to survive. During his tour, Tolosa perceives different sensations that mark a departure from what he needs. So, distancing (Shklovski, 2016) also operates through the singularization of certain elements of daily life detailed as if they were experienced for the first time to increase the duration of perception; that is, the estrangement, derived from certain narrative procedures, that goes beyond appearances to understand the reality represented in a more profound way (Ginzburg, 2000). Finally, we will observe that the vagabond is not ashamed of his condition, but rather indicates a distance with respect to «common people» and those lumpenes protagonists (Sebreli, 2003) of other realistic novels that presented them from the outside, as exotic or strange objects.

Keywords: realist novel , Bernardo Kordon , Un horizonte de cemento , estrangement , homeless.

Uno puede descubrir a los otros en uno mismo, darse cuenta de que no somos una sustancia homogénea y radicalmente extraña a todo lo que no es uno mismo: yo es otro. Pero los otros también son yos: sujetos como yo, que sólo mi punto de vista, para el cual todos están allí y sólo yo estoy aquí, separa y distingue verdaderamente de mí. Puedo concebir a esos otros como una abstracción, como una instancia de la configuración psíquica de todo individuo, como el Otro, el otro y otro en relación con el yo; o bien como un grupo social concreto al que nosotros no pertenecemos. Ese grupo puede, a su vez, estar en el interior de la sociedad: las mujeres para los hombres, los ricos para los pobres, los locos para los «normales»; o puede ser exterior a ella, es decir, otra sociedad, que será, según los casos, cercana o lejana: seres a los que todo acerca a nosotros en el plano cultural, moral, histórico; o bien desconocidos, extranjeros cuya lengua y costumbres no entiendo, tan extranjeros que, en el caso límite, dudo en reconocer nuestra pertenencia común a una misma especie.

Tzvetan Todorov

Realismo a contramano: el linyera como modulación del pícaro

El campo de la narrativa rioplatense de las primeras décadas del siglo veinte estaba impregnado de arquetipos y recetas derivados de un naturalismo ya caduco o de un realismo de corte panfletario, socialista, político.2 En ese contexto, sin embargo, el escritor y periodista Bernardo Kordon (1915–2002) se aleja de la tendencia predominante al componer relatos que adscriben, más bien, a un realismo crítico (Sebreli en Kordon, 1950) o neo–realismo (Rivera, 1982) —La vuelta de Rocha. Brochazos y relatos porteños (1936) fue el volumen de cuatro cuentos que inauguró esta tendencia en el joven autor—. Generalmente describe en sus relatos la ciudad, los grupos de diversos individuos que conviven en ella (casi todos, marginados que recorren zonas periféricas: cuenteros, prostitutas, cabecitas negras, peones e inmigrantes) y sus formas de vida.3 Esta narrativa presenta, así, algunos aspectos de lo que Mijaíl Bajtín (2013:197–198) denomina «novela de vagabundeo», pues los protagonistas se mueven por espacios disímiles y protagonizan aventuras diferentes, con lo cual el autor expone y describe la heterogeneidad urbana.4 Además, la realidad representada está asociada a antihéroes caracterizados por la necesidad y lo imprevisible, por lo cual, intentan sobrevivir a través de la mentira, el robo o el aprovechamiento de sus semejantes, incorporando la tradición de la picaresca europea (Abbate, 2004).5 La ficción kordoneana se hace eco de la estructura social y económica del Buenos Aires de los años 30 y 40, caracterizado por la marginalidad, la injusticia y la necesidad.6 En palabras de Beatriz Sarlo, en la capital argentina «vagabundean los desocupados, los fracasados del sueño inmigratorio, sus hijos, y los nuevos migrantes que empiezan a llegar (...) de las provincias interiores» (2007:41–42), pero también abundan los marginales que padecen la soledad y la expulsión provocada por la «gran máquina urbana» y el mercado (42).

Una de los primeros ejemplos de esta estética centrada en el excluido social se encuentra en Un horizonte de cemento, una novela que salió publicada en 1940 por la A.I.A.P.E. (red antifascista argentina denominada Asociación de Intelectuales, Artistas, Periodistas y Escritores, de la que participó Kordon).7 Enmarcada en el género autobiográfico heredado de la picaresca, el texto presenta al protagonista, sus experiencias y recorridos a partir de su propia voz, durante los últimos años de la Década Infame, una época en la que tuvieron una fuerte presencia la crisis económica, los golpes militares y las convulsiones sociales:8 «Ese portero no sabía lo que hacía ni lo que decía. Me daban ganas de enseñarle quién es Juan Tolosa. Esas luces me hacían recordar bien. Donde hubo música y luces, Juan Tolosa fue respetado. Estoy hablando de piringundines de hace treinta años» (Kordon, 1950:16–17).

El linyera describe en primera persona su presente en las calles de la capital porteña, rodeado de maltrato, humillación y discriminación asociados con su vida errante y su predilección por el vino. Podemos observar que este narrador construye un relato testimonial sobre sus avatares en la ciudad, en algún punto cercano a lo que Walter Benjamin denomina «marino mercante» (1991:113), debido a que comparte su historia «oralmente» con los lectores e intenta hacer algo semejante con los personajes ocasionales que le hablan en encuentros fugaces. Si bien en este caso estamos frente a una novela en la que no aparecen los elementos maravillosos, remotos ni religiosos de las narraciones tradicionales antiguas, es posible identificar en ella rasgos de oralidad, repeticiones, uso coloquial y vulgar de expresiones del lunfardo rioplatense de las primeras décadas del siglo veinte, que comenzó como lenguaje técnico de delincuentes y se transformó en la lengua representativa del «sector desasimilado» o lumpen, como señala Sebreli (2003:118). Además, predominan aspectos relacionados con la utilidad o el provecho que puede obtenerse en determinadas circunstancias imprevistas que se presentan al protagonista, las cuales, en su mayoría, se vinculan con el intento de cubrir las necesidades básicas: comer, dormir, dialogar con alguien, tomar vino, protegerse del frío. Prevalece la intención de «comunicabilidad de la experiencia» (Benjamin, 1991:114) libre de explicaciones o análisis psicológico por parte del narrador:

Les habla Juan Tolosa, con 63 años en el lomo y una postergada necesidad de comer y dormir bien siquiera una temporadita, no para entregar la herramienta sino como quien pide una tregua en mitad de la batalla. (...) A los que parecen esperar un milagro en cada punta de la ciudad, a ellos acerco mi desgracia y la explico como mejor puedo. No se trata de decir la verdad, siempre muy larga, y que a nadie interesa. Digo las cosas necesarias para que sientan lo que es llegar a viejo y estar solo. A veces me dan una moneda, y entonces tomo un vaso de vino, porque un plato de comida cuesta más y no calienta nada. (Kordon, 1950:29)

Las vivencias contemporáneas del «viejo» andrajoso se mezclan con los recuerdos de un trabajador joven que recorría el país en busca de un sueldo —un linyera (del lunfardo linghera), es decir, el peón jornalero «golondrina», que trabaja ocasionalmente en zonas rurales o vive de la caridad ajena (Rodríguez, 2021)—.9 En palabras de Benjamin: «la huella del narrador queda adherida a la narración, como las del alfarero a la superficie de su vasija de barro» (1991:119). El narrador presenta la historia «llanamente como experiencia propia. (...) De esta manera, su propia huella por doquier está a flor de piel en lo narrado» (119).

El otro, un sujeto–objeto extravagante

Este vagabundo —consciente de su clase— percibe la mirada recelosa e inquisidora de los demás y eso lo enfada constantemente porque, según remarca, no conocen su verdadera esencia, que no es inferior a la de los «otros». Algunos quieren ayudarlo con algo de comida o bebida, por lástima, pero muchos también lo discriminan, golpean o se creen «superiores» a él, que siente orgullo por ser lo que es y no se arrepiente de su elección, aunque varias veces lamente vivir en soledad (uno de los rasgos más destacados por el protagonista):

Un linyera es mejor que todos: no usa nada para diferenciarse. Es el camino quien lo distingue como el más sufrido y el más hombre. Por eso yo quería contar algo de mi vida. Unas ganas locas de decirle a alguien todos los recuerdos que en ese momento se atropellaban en mi cabeza. (Kordon, 1950:24–25)

—Queda algo de fibra y bastante sangre, señores —les dije, mientras daba a palpar mi brazo derecho, debidamente flexionado. Pero nadie se interesó en comprobarlo. No me aceptaban nada: ni el abrazo, ni las palabras, menos el desafío de un viejo. Nadie me necesitaba: todos me miraban de lejos y reían. Estaba solo. (...) Terminaba de acordarme del portero que me había echado. Nuevamente sentí odio. El muy alcahuete se había aprovechado de un viejo que andaba preocupado por encontrar el modo de comer. (...) Sentí una necesidad rabiosa de demostrarle quién es Juan Tolosa cuando se enoja. (38)

La luz en la cara me despertó. Alguien me iluminaba con una linterna.

—¿Y esta basura qué hace aquí?

La inesperada pregunta sonó en la noche y terminó de despabilarme. El «basura» era yo. Tenía la seguridad de ello, pero acostado como estaba no se me ocurrió contestar nada. (45)

El relato se inscribe en un realismo no moralizante, que representa con minuciosidad la mirada negativa de los «otros» hacia el linyera, desde su propio punto de vista, y las estrategias de supervivencia que desarrolla diariamente.10 Los hechos están presentados desde la óptica del solitario Tolosa, una subjetividad que se piensa a sí misma, al tiempo que piensa y esgrime aserciones sobre un entorno que lo observa con desconfianza, lo aísla, lo expulsa hacia el margen. Pese a esa mirada distanciada entre la clase media respecto de los desclasados solitarios, extraños, en aquel paisaje urbano porteño, todos convivían y frecuentaban los mismos cafés, bares, espectáculos, tranvías, calles:

Peor era este frío y limpio horizonte de cemento. Y esta gente, sí, esta basura. (...) Brutos finos y contentos, no saben nada de nada. ¿Yo, espectáculo? De ningún modo. Lo eran ellos. Y un espectáculo a quien yo, Juan Tolosa, iba a darle lo merecido. Abrí la ventanilla y escupí afuera. (Kordon, 1950:106)

Esa subjetividad, orgullosa de su esencia, da cuenta de sus penurias, hábitos y recuerdos sin la impronta de una actitud romántica ni crítica. Ahora bien: no solo tiene voz el mendigo (un personaje no estereotipado, con sentimientos, pensamientos, emociones, vivencias, culpa), sino que también el protagonista marca una distancia que lo separa de los habitantes burgueses de la ciudad. El procedimiento crítico se ubica en el intersticio entre las miradas (él es observado y él observa a los otros) y en la reapropiación que hace de aquello que los otros dicen de él para luego devolvérselo resignificado. El vagabundo no es caracterizado «desde afuera» como «objeto exótico» por el narrador, ni tampoco está presentado a partir de la compasión y la «simpatía», como en la literatura de comienzos de siglo XX y el grupo Boedo.11 No se trata de un personaje diseñado, plano, definido linealmente «por un trazo», por un elemento básico que lo conduce durante toda la narración. Se aleja del «tipo» definido por Georg Lukács (1965), ese personaje típico a través de cuyas variaciones se articula la visión del «todo» en un período histórico; que no evoluciona ni es una personalidad individualizada. Por el contrario, a diferencia de ese héroe atravesado por los desacuerdos y las contradicciones morales, sociales y psicológicas que afectan la vida en el mundo moderno, Tolosa es un personaje modelado, redondo, porque ofrece una multiplicidad más acentuada de rasgos, en la que se le dedica una observación atenta, particular. La densidad y la riqueza de sus rasgos configuran una singularidad variable en cuanto a sus deseos, características, defectos, dolores o conflictos internos. Este linyera presenta una cualidad y complejidad humana que los otros le han negado, ni quieren ver. El relato exhibe una conciencia de época marcada por un personaje sumido en la miseria, el desamparo y la incomprensión en un ámbito urbano indiferente y cruel (el «horizonte de cemento» que pregona el título), detallado a partir de indicios de locaciones espacio–temporales precisas, verosímiles:

Estaba frente a la calle Córdoba: terminaban todas las luces de la recova. Sacudí violentamente la cabeza. Tenía que despejarme de la última gota de vino para enfrentar la noche y el frío. El silencioso campo de batalla se extendía delante de mí. La avenida Leandro N. Alem se ensanchaba aún más. Eso era una llanura de asfalto. Del otro lado se extendían las desiertas moles de los galpones. (Kordon, 1950:41)

Pueden creer a este viejo: las noches de Buenos Aires son frías y solo una serie de vasos del tinto la pueden entibiar. Puedo pasar como un viejo borracho, pero les juro que no he tomado sino la cantidad necesaria para sentirme en esta noche de invierno envuelto en un sobretodo de regular espesor, con ganas de contar cosas pasadas y olvidar las de ahora. Yo soy Juan Tolosa, ustedes son jóvenes, y no pueden conocer lo que he vivido. Buenos Aires tenía otro clima y otro río cuando yo era muchacho. (29–30)

La palabra «identidad» deriva de la expresión latina identitas, cuya raíz es ídem («lo mismo»). Entonces, según el significado más básico, el vocablo se relaciona, por un lado, con los rasgos característicos de los integrantes de un grupo frente a los que no pertenecen a él; un segundo sentido incluye «la conciencia que un individuo tiene de ser él mismo y (...) distinto a los demás. Entre lo mismo y lo otro se abre, así, el territorio material y simbólico de la identidad» (Solórzano-Thompson y Rivera-Garza, 2009:140). Si tenemos en cuenta esa definición elemental para analizar a Tolosa, su identidad se ve resquebrajada porque no puede ser incluido en ningún grupo, ni logra empatizar con un «otro» que lo acepte como «mismo». Por el hecho de ser «viejo», «croto», borracho, un homeless sin familia ni hijos, resulta expulsado casi constantemente, es una subjetividad que está «fuera de lugar», como reza el título del libro autobiográfico de Edward W. Said (2001), por elección propia. Giorgio Agamben afirma que «El deseo de ser reconocido por los otros es inseparable del ser humano. (...) este reconocimiento le es tan esencial que, según Hegel, cada uno está dispuesto a poner en juego su propia vida para conseguirlo. (...) es solo a través del reconocimiento de los otros que el hombre puede constituirse como persona» (2014:67). En este sentido, el protagonista se autopercibe como un «bicho raro» que transita por un mundo ajeno, extraño para él. Se abren dos líneas de sentido antitéticas a lo largo del relato: la primera respecto del pasado asociado con la juventud, el trabajo pasajero, el calor, el plato de comida caliente, el sol, la compañía de amigos, la naturaleza. El contexto actual del vagabundo, sin embargo, se relaciona con la vejez, la escasez, la soledad, la discriminación y un campo semántico que gira en torno al frío: varias acciones transcurren por lo general de noche con viento helado, durante el recorrido por Buenos Aires, en medio del crudo invierno; solo el café y el vino tinto pueden atemperar esta sensación lúgubre.

Según Georges Didi-Huberman, la noche es «lo que abre nuestra mirada a la cuestión de la pérdida», se vincula con la experiencia de la privación, es el momento en el que los objetos revelan su «fragilidad existencial» (2017:64–65). La noche porteña, dice Ezequiel Martínez Estrada, «es inmensamente más expresiva y profunda» (2009:288), por ese motivo, Tolosa camina sin cesar por las calles de Buenos Aires, a pesar de su cansancio y edad avanzada. Ese deambular nocturno se nutre, además, de una fuerte presencia de imágenes sensoriales (visuales, olfativas, táctiles y gustativas), que complementan su fragilidad y ponen en evidencia, en especial, las carencias de comida caliente, abrigo, techo y vino:

Quise tomar café. No era el momento de hacerlo y me quemé. Es horrible eso de quemarse la lengua con el café que se lleva nuestra última moneda. ¡Maldito peón! Terminaba de entrar en ese boliche y ahora me echaban. El segundo sorbo lo tomé con mucho cuidado, pero ya no servía. Volví a sentir la quemazón en la lengua y el café tenía el gusto áspero de algunos frutos verdes. Aguanté el odio que trae la mala suerte y respondí serenamente a ese hombre interesado en descubrir a qué clase de vagabundo servía. (Kordon, 1950:15)

Había un olor caliente de polenta frita con chinchulines. Palabra que ese olor me envolvía, me acariciaba, me seguía cuando caminaba. La vida tiene sus cosas buenas. Yo estaba casi contento. (16)

Tanta gente y luces. Y de vuelta el olorcito rico de la grasa frita. Había que comer. Por la ventana estudié la fonda. (17)

Quien tenía ahora enfrente olía a vino, no a brea, pero decía ser un auténtico marino. (21)

Los detalles que menciona el narrador no constituyen un «discurso decorativo», una descripción aditiva «inútil» o «superflua» como la que identifica Roland Barthes (2017:229–232) en la novela realista decimonónica. Las obras de la modernidad, según el semiólogo francés, responden a un imperativo «realista» asentado en la verosimilitud y la «ilusión referencial» que provoca un «efecto de realidad» (237). No obstante, en el texto de Kordon, las descripciones y el uso de un lenguaje cargado de sinestesias enmarca la «travesía física» del narrador como «algo que pasa a través de los ojos», el tacto, el olfato y el gusto.12 Esas sensaciones nacen a partir de una experiencia marcada por la pérdida —traducida, en este caso, en la carencia de alimento, techo, abrigo y amigos—, como sostiene Georges Didi-Huberman, y la necesidad de sobrevivir: «cada cosa por ver, por más quieta, por más neutra que sea su apariencia, se vuelve ineluctable cuando la sostiene una pérdida (...) y, desde allí, nos mira, nos concierne, nos asedia» (2017:16) (cursivas del original). En otras palabras, el relato sensorial del vagabundo está construido, fundamentalmente, a partir de una mirada que se detiene en lo que anhela, pero no posee —lo inalcanzable o, por momentos, algo que tiene durante un momento fugaz—, para intentar retenerlo y apropiárselo o acercarlo de alguna manera, ya que «viendo algo tenemos en general la impresión de ganar algo. Pero la modalidad de lo visible deviene ineluctable (...) cuando ver es sentir que algo se nos escapa ineluctablemente: dicho de otra manera, cuando ver es perder» (17). A veces, Tolosa puede acceder a aquello que desea, por medio de la caridad o del robo:

Me llamó adentro y me hizo sentar en su mesa. Comía pescaditos y tenía enfrente una botella de vino. Primero miré la comida y después a quien me había llamado para su mesa. (Kordon, 1950:17)

Terminamos de limpiar los platos y el otro dijo:

—Sí, es una vergüenza que un viejo tenga que mirar la cocina de una fonda con cara de hambre. (18)

Quedé junto a los chicos. Tendrían unos quince años e iban mal vestidos. Los miré, y ellos también me miraron, con odio. ¿Qué venía a hacer? ¿Quería un pescado? Ellos también lo querían y por eso habían ayudado a tirar de la red. Yo era un intruso. Además, viejo y solo, de modo que no tenían ninguna razón para esconder el desagrado que les provocaba mi presencia. Tuve entonces la completa seguridad de que estaba entre cuatro enemigos. Pero quería un pescado para mí. (71)

A medida que avanza en su itinerario habitual, el protagonista percibe una cantidad de sensaciones diferentes que remarcan todo aquello que contempla y codicia pero que, al mismo tiempo, lo distancia de los demás, que sí pueden tenerlo. Un doble movimiento de acercamiento y lejanía parece atrapar al linyera cada vez que posa sus ojos en algún objeto o persona: el vino, el pescado, la fonda, un desconocido con quien hablar se rodean de un «aura» cifrada en la cercanía–ausencia y la extrañeza en el momento de la mirada, como explica Didi-Huberman a partir del concepto benjaminiano (2017:93–94). Así, el paisaje urbano está edificado en la percepción de Tolosa y, «por mediación de él», en las «percepciones y recuerdos del autor». En consecuencia, el personaje existe porque «ha entrado en el paisaje y forma él mismo parte del compuesto de sensaciones» (Deleuze y Guattari, 1997:170).

Asimismo, puede rastrearse cierta influencia de la novela de Marcel Proust en esa insistencia de rememorar aquel «tiempo perdido». La narración gira en torno a un mundo urbano marcado por la presencia de emociones cambiantes (alegría, euforia, culpa, tristeza) expresadas a través de imágenes sensoriales que se relacionan con la nostalgia y el recuerdo de un pasado mejor, en el que Tolosa gozaba de juventud, compañía y trabajo temporal en zonas rurales del interior.13 El protagonista recuerda anécdotas, que se reactivan a partir de algún hecho del presente; hay retrospecciones —«analepsis»— que marcan un ritmo entre el ayer y el hoy, entre la resignación y la aceptación: «Este viejo que está hablando, en sus buenos tiempos cruzó a pie arenales en Santiago del Estero» (Kordon, 1950:21); «Porque suele ocurrírseme a veces que pudimos dejar esa vida de linyera para dedicarnos a hacer algo. Claro que a veces juntamos maíz, cargamos bolsas. (...) Pienso en esto, porque siempre quiero convencer al Juan Tolosa viejo que el Juan Tolosa joven no hizo sino lo que le dejaron hacer» (101).

En este sentido, la desautomatización, tal como enunció Viktor Shklovski conforme a los primeros trabajos de los formalistas rusos, funciona en el relato a través de la singularización de ciertos elementos de la vida cotidiana porteña (río, conventillo, saco mojado, café, polenta, grasa frita, pescado...) que aparecen con recurrencia.14 Sabores, aromas, colores, texturas que se describen como si se experimentaran por primera vez para aumentar la dificultad y la duración de la percepción, es decir, el extrañamiento —ostranenie o desfamiliarización (Chiani, 2009:64)—, derivado de determinados artificios o procedimientos fónicos, morfológicos, sintácticos y semánticos empleados por el autor. Según la retórica clásica, estas figuras implican la existencia de un lenguaje «literal» y otro, «figurado» que determina un estilo, ya que busca persuadir o conmover al destinatario en el discurso. Esos «giros» por los cuales el contenido léxico original se desvía hacia otro diferente forman parte de un ornatus que produce alienación —según los antiguos—, extrañamiento, desautomatización, sorpresa y variedad en el campo de lo habitual (Beristáin, 1995:213–214). Así, la narración escrita por Kordon se alimenta de metáforas, metonimia, comparación, descripción, onomatopeyas, campo semántico, entre otros, expresados en una lengua coloquial, de uso corriente e, incluso, vulgar.15 Se trata de un lenguaje «elaborado», construido a partir de un procedimiento literario que va más allá de las apariencias para comprender la realidad representada de manera más profunda, con «ojos distanciados, extrañados, críticos» (Ginzburg, 2000:26). Las comidas, los olores, la vivienda, el abrigo cobran una relevancia especial en el relato, dado que pasan a convertirse en «objetos de lujo», difíciles de alcanzar para el linyera.

Mujeres, inmigrantes y tango arrabalero

En los textos de Kordon generalmente la mujer tiene una aparición recurrente, si bien muchas veces ocupa el lugar de la ilegalidad, la mentira o la marginalidad pese a su protagonismo. De manera progresiva, los personajes femeninos fueron ganando un lugar. Hasta ahora, hemos observado que Un horizonte de cemento representa situaciones en las que diferentes personajes masculinos toman contacto con el linyera durante sus caminatas y lo desprecian por su aspecto, edad y condición indigente. Sin embargo, hay poca presencia de mujeres —casi todas sin nombre propio—, y queda reservada a aquellas humildes que viajan en tren con sus familias por las provincias del norte; la madre sumisa y triste del pibe Joaquín que acata lo que dice la autoridad paterna; la Parda Flora, «mujer de cuchillo en la liga» que trabajaba en un «piringundín» y se relacionó con el protagonista en el pasado, si bien este no da ningún detalle al respecto; y una bailarina de la recova, centrada en seguir su rutina, que captó la atención del vagabundo durante unos minutos:

Veíamos bailar a una mujer en pantaloncitos. Las piernas muy blancas, iluminadas, que daban gusto ver. La orquesta tocaba algo bien alegre y la mujer bailaba y cantaba. Palabra, que aunque soy viejo, eso me resultaba igual que tomar un buen vaso de vino. En varias cuadras la recova estaba llena de cafés con orquestas y mujeres. (...) La mujer seguía bailando llena de luces. No se cansaba de bailar y cantar, siempre alegre y con esa piel tan blanca que tenía. (Kordon, 1950:16)

Por su parte, cuando el protagonista recuerda sus aventuras de juventud en el interior del país con el turco Amed, aparece su atracción desaforada por el género femenino:

Podía ser vieja y horrible, pero el turco apretaba las mandíbulas, rechinaba los dientes y le saltaban los ojos. Yo entonces pensaba que estaba frente a un asesino, que todo el día caminaba con un asesino. (...) El labio inferior le colgaba como un cacho de carne, que le empezaba a temblar ligeramente cuando en este momento clavaba la vista en una china gorda de pelos arremolinados en rodete. Yo sentía hambre, sed, un cansancio que me abrumaba las carnes y me acobardaba. Pero el turco vibraba con la única obsesión de voltear a una de esas chinas. (89–90)

Turco bandido, sólo le preocupaban las mujeres. Tratándose de ellas se olvidaba hasta de comer. Hace más de diez años que lo dejé. Ya habrá muerto. Me lo imagino tirado en el norte reseco, mostrando los dientes, los ojos duros y cien chinas llorándolo a grito pelado. Lo habrá matado el padre o el hermano de cualquiera de las que volteaba donde la encontraba. Muerto de una cuchillada en la espalda, era lo que merecía. (91)

El vagabundo describe a su compañero de andanzas como loco, insensible y extremadamente mujeriego —lo opuesto a él—: su obsesión «animal» y pasional, intimidante para el protagonista, giraba en torno de las locomotoras y las mujeres, a quienes quería poseer con insistente manía, como objetos a «devorar». De esta manera, Tolosa marca una diferencia respecto del accionar, la mirada y la lujuria incesante de Amed, un inmigrante de Siria, por ejemplo, respecto de satisfacer sus deseos carnales con cualquier señora o señorita que se cruzara. El «turco» ejercía un poder sobre Juan y lo terminaba convenciendo de realizar ciertas cosas según lo que él resolvía, pero eso, en el fondo, enojaba a Tolosa. Por ese motivo y su desmedida inclinación sexual —que responde a un estereotipo de varón turco—, en un discurso ambiguo, confiesa que lo despreciaba y hasta hubiera querido asesinarlo o verlo muerto:

Sin embargo nunca lo quise como amigo, y más de una noche pensé que podía matarlo, o él matarme a mí, que en este caso casi resultaba igual, porque estábamos solos en un desierto y nunca faltaban piedras más o menos pesadas junto a las vías del ferrocarril. (Kordon, 1950:98)

Sólo de noche me sentía más fuerte que él, y me gustaba quedar despierto, viéndolo dormir. En ese momento su vida dependía de mí. Sí, únicamente por mi bondad el turco seguía viviendo. (100–101)

Esas líneas que ocupan un breve fragmento dan cuenta de una mirada negativa y prejuiciosa hacia el sirio por parte del narrador. En otro capítulo, aparece también un personaje femenino de origen gallego, con una participación fugaz, pero que causa un efecto diferente. El baile de la «galleguita», en este caso, despierta reacciones en el pibe Joaquín y en otros hombres que asistieron a la milonga:

Linda la orquesta. Metía más fuego que la caña que chupaban los carreritos y el coñac de los fifís. El negro Abel candombeaba en el piano y el tano Luigi le hacía rulos al tango con su flauta. Liberal y comprensivo, pese a su terno nuevo de cuadritos, el pibe Joaquín le echó el ojo a una sirvienta gallega de la vecindad. (...) Parecía arremeter contra la orquesta y frenaba con un ocho que cepillaba el suelo. Era un tango como un pulso de fiebre. Quedaban pocos vidrios sanos cuando de esa misma mesa donde partió la lluvia de panes se la tomaron con el pibe Joaquín. Lo veían lucirse con aquella galleguita y pronto salió la provocación de los envidiosos. Improvisaron un estribillo. Algo de «bailan como gente fina, el flaco y su gallardina». (32)

Kordon fue un aficionado conocedor del tango popular y los lugares, lenguajes y costumbres asociadas con él.16 En esta escena, marcada por la fiebre y el calor de la bebida, emerge esa estética derivada de la poesía gauchesca del siglo XIX y el Juan Moreira de Eduardo Gutiérrez —tradición retomada luego por Jorge Luis Borges—. Por lo tanto, la noche asociada al coraje, el guapo y la provocación ocupan un lugar en el pasado juvenil del protagonista, cuando visitaba «La glorieta de la Parda Flora»:

El tango que bailaban no tenía letra. Entonces no se acostumbraba cantar un tango. Todo se decía bailando. (...) La milonga seguía con muchos floreos. No faltaban carreritos con alpargatas bordadas, dibujando en el suelo de ladrillos los firuletes que el tano Luigi marcaba con su flauta. (1950:32–33)

El narrador recuerda el ambiente típico de la milonga, la manera de bailar y las situaciones características que podrían experimentar aquellos que asistían (por ejemplo, tirar pedazos de pan al pibe Joaquín por su vestimenta). El consumo de vino enardecía los espíritus y cualquier provocación podía tener un desenlace fatal, como ocurrió gracias a que Joaquín bailaba con la sirvienta y usaba un saco nuevo a cuadros, que no quería manchar, pero terminó sucio de sangre: «Allí quedamos todos como pegados al suelo, parados como babiecas, sin saber lo que hacer, estúpidamente llenos de vino, cuando en la pelea que se armó a Joaquín le clavaron una puñalada en la barriga» (1950:33). El linyera rememora en su jerga, que acompaña su condición y nivel educativo escaso, este hecho que lo afectó mucho, al punto de sentir una culpa profunda, aun en el presente. El suburbio en relación con el inmigrante, el tango, la puñalada están descriptos en esa «lengua orillera» típica de las afueras de Buenos Aires, que originariamente estaba identificada con los vicios, los ladrones y la «gente de mal vivir», como afirma Enrique R. del Valle (1964).

Asimismo, puede leerse en la escena un aspecto que Kordon ya había desarrollado en Candombe. Contribución al estudio de la raza negra en el Río de la Plata (1938), a partir de la mención del «negro Abel», que toca el piano.17 En ese primitivo ensayo, une la tradición africana (marcada principalmente por el sonido de los tambores: «tan–gó tan–gó») con el gaucho, lo que derivó en la milonga, una «creación afro–pampeana», mientras que el compadrito heredó el «andar cauteloso de los negros». Es así como habla de las primeras manifestaciones del tango primitivo, del que participaban negros tamborileros, y lo define como «canción negra criolla». Enumera, también, varias palabras derivadas de lenguas africanas que luego utilizaron los criollos y forman parte del lunfardo: tango, mandinga, quilombo, batuque, tamango, samba, milonga, entre otras. De esta última, agrega que nació como un ritmo candombero en los suburbios (donde vivían los negros en el siglo XIX), pues presentaba el mismo ritmo de los tambores de los candombes, que era bailado solo por los compadritos como una especie de «burla» a los bailes africanos. En consecuencia, el ensayista concluye con una revalorización de la cultura africana y su importancia en nuestra música popular: «El negro que corrió junto con Buenos Aires todas sus luchas y vicisitudes, sobrevivió espiritualmente, y late, como algo vívido, palpable, en el ritmo candombero de la ciudad, en el ritmo milonguero del tango porteño» (Kordon, 1938:60). Estas ideas junto con una valoración positiva del negro —a diferencia del Turco, por ejemplo— resurge con fuerza en la novela:

Y había un pardo de bombachas con facha de cuarteador de los mataderos. Pardo, pero tirando bien a negro. Apretaba a su compañera, levantaba esa trompa que tenía y empezaba a mover las piernas con la suavidad de un gato. Parecía que escribía algo con los pies. ¡Ah, muchachos, ustedes no pueden saber lo que era eso, cuando los negros se iban, se iban para siempre, pero antes nos enseñaban a candombear la milonga a los porteños! (1950:33)

El vagabundo como cifra del distanciamiento

A partir del caso puntual del protagonista de Un horizonte de cemento —doblemente desplazado por condición social y edad avanzada—, que narra sus peripecias en veinticuatro horas, Kordon ofrece un testimonio diferente sobre la figura del vagabundo, ya que padece una exclusión impuesta, pero aceptada y autoelegida, de la que se enorgullece:

—Vía, vía, viejo.

Me echó de la puerta y me fui. Me detuve unos metros más adelante y entonces sentí rabia. ¿Era un mocoso para que me echasen de la puerta de un dancing? Ese portero no sabía lo que hacía ni lo que decía. Me daban ganas de enseñarle quién es Juan Tolosa. Esas luces me hacían recordar bien. Donde hubo música y luces, Juan Tolosa fue respetado. Estoy hablando de piringundines de hace treinta años. (1950:16–17) (Cursivas del original)

No me aceptaban nada: ni el abrazo, ni las palabras, menos el desafío de un viejo. Nadie me necesitaba: todos me miraban de lejos y reían. Estaba solo. Y de pronto, con ese brazo que ofrecía para que palpasen mis músculos, con ese mismo puño me apliqué un golpe en la frente. Terminaba de acordarme del portero que me había echado. Nuevamente sentí odio. El muy alcahuete se había aprovechado de un viejo que andaba preocupado por encontrar el modo de comer. Ahora tenía que buscarlo, sin dejar pasar un minuto más. Sentí una necesidad rabiosa de demostrarle quién es Juan Tolosa cuando se enoja. (38)

El personaje, cuya existencia se define por un estilo de vida errante, simboliza el extrañamiento —en sentido polisémico— y padece la marginación, al tiempo que invierte aquella literatura que ve al desclasado desde afuera, con prejuicios y miedo, sin intentar identificarse o entender con mayor profundidad el mundo interior del personaje discriminado, aislado por parte de la sociedad. Un ejemplo de la mirada que marca una distancia respecto del indigente, a través de la compasión o el desprecio, se encuentra en «Los ojos de los pobres», uno de los Pequeños poemas en prosa (1869) de Charles Baudelaire, que también salió publicado en El spleen de París. La escena del poema retrata la situación de una familia indigente en medio del avance del capitalismo, la industrialización y la modernización en la Francia del siglo XIX, que debe resignarse a contemplar lugares y objetos a los que no puede acceder. Como contrapartida, en frente, la pareja de buena posición que goza del privilegio de sentarse en un café lujoso, recién inaugurado.18 En el medio, una vidriera, una ventana que los separa, como plantea Jacques Rancière:

El consumidor de la mesa encuentra allí (...) la ocasión de meditar sobre lo que se comparte y no se comparte de lo que los ojos ven de cada lado de los paneles divisorios vidriados. Tal es efectivamente el tesoro nuevo que se ofrece a la poesía cuando se abren las ventanas detrás de las que se protegían los tormentos de las almas de élite y que la calle ofrece a ricos y pobres: el espectáculo del disfrute de los otros. (2019:35)

De esta manera, las puertas y las ventanas significan una conexión —y un límite infranqueable muchas veces— entre los pobres y los que cuentan con poder adquisitivo para darse ciertos lujos como ir al cine, tomar un café, comer algo caliente en una noche fría... Esta idea aparece en Un horizonte de cemento pero, a diferencia del poema de Baudelaire, Kordon invierte el foco y prefiere situar el relato desde los ojos del necesitado que, en palabras de Bajtín, afirmaría: «No poseo un punto vista externo sobre mí mismo (...). Desde mis ojos están mirando los ojos del otro» (2015:133):

Una hora viajé en el tranvía por calles tranquilas y arboladas. Ya era de noche cuando llegamos al centro. Y el tránsito nos hizo detener frente a los cines de la calle Lavalle. Un mundo extraño, pueden creerme. Hay una raza de gente que va muy tranquila y muy segura, convencida de que nunca se morirán, muy contentos de ellos mismos. El tranvía seguía parado, las luces de los cines inundaban toda la calle con una claridad de mediodía, y de pronto me sentí como expuesto en una vidriera. Allí estaba yo, detrás de un vidrio, frente a las potentes luces y con un timbre que sonaba para llamar la atención. Estaba expuesto como un bicho raro, con mi saco roto y todavía algo mojado. Como un animal miraba sorprendido a esa gente extraña y estúpida. En ese momento me admiraba todo ese mundo tan ajeno a mi vida, pero sabía perfectamente que el espectáculo era yo. Comprendí que era como un mono en una jaula, curioseando a los curiosos. (Kordon, 1950:105)

Las figuras en las que se detiene el protagonista están separadas por la ventanilla del tranvía que instala un «adentro» y un «afuera», una «pertenencia» y «no pertenencia» a un universo lejano de objetos y lugares que, siguiendo a Michel Foucault, presentan «volúmenes satélites» que «no manifiestan ni la presencia ni la ausencia de la cosa, sino más bien una distancia que la mantiene lejos en el fondo de la mirada y a la vez la separa incorregiblemente de sí misma; distancia que pertenece a la mirada (y parece así imponerse desde el exterior a los objetos)» (1999:251). El distanciamiento involucra al personaje que establece una diferencia respecto del resto que, al mismo tiempo, lo aísla y lo sitúa en un lugar periférico (un no–lugar, en realidad): ello constituye una identidad fragmentada y ambivalente que linda entre lo humano y lo animal. El vagabundo busca insertarse, pero reconoce la dificultad y termina por aceptar con dignidad y desdén su condición marginal: «ser uno mismo y a la vez estar desplazado de sí mismo; ser uno mismo en ese otro lugar que no es el emplazamiento de nacimiento (...), sino a una distancia sin medida (...). Estar fuera de sí, consigo mismo, en un con donde se cruzan las lejanías», en palabras de Foucault (252).

Como señala Ezequiel Martínez Estrada en su ensayo La cabeza de Goliat, publicado en 1940 al igual que Un horizonte de cemento, el pobre de Argentina sufre el desprecio y la negación de ciertos derechos que le corresponden en su calidad de ser humano, en consecuencia, «se convierte en un ser repulsivo», «un paria» que «rueda a los bordes de la ciudad» (2009:283). Tolosa busca ser incluido y reducir esa distancia que lo separa de la gente trabajadora y la clase media. En el marco de esta estética, que elabora la sensibilidad en relación con el movimiento por las calles, ese «otro» segregado toma la palabra y se acerca en el relato. Aunque constituye un antihéroe que deambula por los suburbios y sobrevive posicionándose en la «ilegalidad», a través de la mendicidad y el robo —reactualizando la tradición picaresca europea según un nuevo contexto de producción—, el vagabundo expresa sus ideas, sentimientos y convicciones para demostrar que no es un extraño, pese a sentirse como tal. De alguna forma, se enorgullece de su condición y la acepta:

Ellos son los hombres desconocidos a quienes nadie saluda. Son los que aceptan sin rencor su anonimato, y que saben bien qué es la soledad y la vida que cabalga en la muerte. (...) Éstos se apartan de todos, orgullosos siempre de su absoluta anulación (porque el orgullo es una cuestión de glándulas y no de situación social). (...) Acostados en los umbrales, en la tierra, todos los días despiertan ellos en el día anterior para empezar de nuevo una jornada ya gastada. (Martínez Estrada, 2009:285)

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Notas

1 Quiero agradecer especialmente a Estefanía Di Meglio y Virginia Forace por su lectura atenta y generosa. Sus comentarios y sugerencias me fueron muy productivos en la reescritura de este trabajo.
2 Podemos recordar, para una nota, que en las narraciones anteriores a Kordon, los personajes marginales eran estigmatizados, desde Eugenio Cambaceres en adelante.
3 Si bien en algunos cuentos como «La última huelga de basureros», «Un poderoso camión de guerra» y «Hotel Comercio», por citar algunos, Kordon realiza una incursión en el género fantástico marcado por algún suceso cotidiano que se vuelve extraordinario.
4 Según explica Bajtín (2013:197), este tipo de novelas se remontan a la antigüedad clásica (Petronio, Apuleyo) y a la picaresca europea del Lazarillo de Tormes, Franción, Guzmán de Alfarache, Gil Blas, entre otras. El vagabundeo y la búsqueda de aventuras también aparecen en tramas de mayor complejidad, como en las novelas picarescas de Daniel Defoe (Moll Flanders, El capitán Singleton) y Tobias Smollet (Peregrin Pickle, Roderick Random, Hamfry Clincker).
5 El Diccionario de la Real Academia Española (2021:s/p) asocia la palabra pícaro a lo bajo, ruin, malicioso, falto de vergüenza, astuto o impúdico, e incluye también a una persona de baja condición, ingeniosa y de mal vivir, protagonista de un género literario surgido en España. Como observamos, el término tiene una fuerte connotación negativa y comenzó a formar parte de la tradición literaria española a partir de La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades (1554). Esta novela anónima inaugura el género de la picaresca, con una técnica narrativa nueva que incorpora el verosímil realista, a diferencia de la literatura pastoril, épica o caballeresca precedente. Podemos mencionar, entre sus rasgos distintivos, la presencia de una autobiografía que narra en primera persona las peripecias de un protagonista no heroico, inescrupuloso, astuto y acomodaticio al servicio de varios amos, que lo van guiando hacia el deshonor y la delincuencia. Según María Casas de Faunce, «El pícaro se distingue de otros tipos literarios en que es producto de su ambiente social y, por lo tanto, no puede existir como un ente aislado. (...) El pícaro se guía por el instinto de unos impulsos primarios en busca de gratificaciones sensoriales y no de goces espirituales» (1977:13) (Cursivas del original). Las aventuras de los pícaros cuentan con una larga tradición, en la que se encuentran varios textos como El Satiricón de Petronio, El asno de oro de Lucio Apuleyo, Testamentos de François Villon, Aventuras del pícaro Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, Grandezas y miserias de las cortesanas de Honoré de Balzac. El género también continúa en los siglos XIX y XX con Máximo Gorki, Pío Baroja, Bertolt Brecht, Thomas Mann, Jean Genet, Ilya Erenburg, entre otros. En América Latina, las primeras expresiones de narrativa picaresca están representadas por El carnero (1636) de Juan Rodríguez Freire, Los infortunios de Alonso Ramírez (1690) de Carlos de Sigüenza y Góngora, El lazarillo de ciegos caminantes (1773) de Alonso Carrió de la Vandera, y la novela El periquillo sarniento (1816), una forma del género más acabada, escrita por José Joaquín Fernández de Lizardi. En el contexto argentino, el género de la picaresca ambientada en los suburbios porteños puede rastrearse en Enrique González Tuñón, Roberto Arlt, Roberto J. Payró y Nicolás Olivari, por citar algunos de sus reconocidos exponentes.
6 Una operación semejante aparece en el libro «El violín del diablo» (1926) de Raúl González Tuñón, en el que las voces marginales y las zonas periféricas cobran protagonismo. En este caso, el procedimiento textual de la mirada se dirige hacia los márgenes de la ciudad, donde se establece un vínculo entre lo privado y lo público, y se presentan códigos y registros específicos. Los temas que trata y su ideología lo acercan a los boedistas, si bien la diferencia radica en la ausencia del propósito moralizador, el sentimentalismo y la verbosidad recargada. Por el contrario, Tuñón manifiesta una comprensión del mundo marginal (marineros, prostitutas, camareras, músicos ambulantes, borrachos, andariegos, tísicos) sin juzgarlo; sus textos muestran una simpatía optimista y nostálgica a la vez por el vagabundeo libre en la periferia. Con una libertad de expresión —que lo relaciona con los martinfierristas— pinta la realidad del Buenos Aires de los años 20 como algo de lo que él mismo participa.
7 Esta nueva organización filocomunista fue fundada por Aníbal Ponce el 28 de julio de 1935 en Buenos Aires (en el pasaje Barolo de la Avenida de Mayo) para manifestar su descontento contra el procesamiento del escritor argentino Raúl González Tuñón. Uno de sus principales puntos de discusión giraba en torno del papel que debía desempeñar el intelectual comprometido en la sociedad y la defensa de los valores culturales frente a los «males» que acechaban, como el fascismo. Conformó una unidad antifascista que se propagó hacia Uruguay, Chile, Paraguay y Brasil; debido a ello, durante su existencia fue intenso el intercambio de textos, traducciones e intelectuales que viajaban hacia los demás países integrantes (como Raúl González Tuñón y Bernardo Kordon en Brasil y Chile, o Jorge Amado y Pablo Neruda, en Argentina) para difundir sus escritos y compartir experiencias (Celentano, 2006).
8 En la Argentina, se denominó de esta manera al período comprendido entre el golpe de Estado del 6 de septiembre de 1930 y el del 4 de junio de 1943. Entre sus principales características se encontraban: el fraude, la dependencia económica del mercado inglés, la restauración conservadora, la persecución política de opositores y los grandes negociados ocultos (Saítta, 2012:245).
9 Con mayor precisión, según el periodista Guillermo Alfieri (2016:s/p), «Linyera proviene de linghera, denominación que los inmigrantes italianos brindaban al atado de ropa. Croto es la grafía modificada de (José Camilo) Crotto, ex gobernador de la provincia de Buenos Aires, que en 1936 resolvió que los trabajadores golondrinas viajaran gratis en los vagones de carga del ferrocarril. Como adjetivo, linyera quedó para el vagabundo y croto para el desahuciado social, aunque también se aplicó al mal jugador de fútbol, sinónimo de patadura».
10 Kordon se convirtió en un precursor para los narradores posteriores atraídos por la estética realista; tal es el caso de Haroldo Conti, quien también elige personajes y espacios marginales de la sociedad porteña de los años sesenta para sus relatos. A ello se agrega la influencia de Roberto J. Payró, Roberto Arlt, Cesare Pavece y ciertos aspectos de la literatura norteamericana (Ernest Hemingway y Albert Camus). Tal es el caso del cuento «Como un león», en el que aparece el vagabundeo y la trashumancia en su protagonista, acompañada por la desaparición física de dos seres queridos muy importantes para él (su padre y su hermano, además de algunos amigos cercanos). Constantemente recuerda a sus familiares y los toma como modelos a seguir en su supervivencia callejera dentro de la gran ciudad. Si bien la acción central ocurre en un día de invierno en la Villa 31 de Buenos Aires, el narrador en primera persona protagonista —Lito— establece lazos con el pasado y se acuerda de expresiones y anécdotas vividas junto a su papá y su hermano asesinado. Al mismo tiempo, hay una descripción abundante de la atmósfera de injusticia, delincuencia, pobreza, enmarcados en un lenguaje soez e imágenes auditivas y visuales.
11 Bernardo Kordon cuenta con una extensa producción narrativa que realizó durante más de cuatro décadas. Muchos de sus relatos giran en torno a personajes urbanos marginales, debido a ello se lo considera heredero del realismo característico del «Grupo Boedo». Como señala Jorge B. Rivera (1983), el escritor porteño forma parte de la llamada «Generación del 50», representada por Beatriz Guido, Marta Lynch, David Viñas, Bernardo Verbitsky, Humberto Constantini o Roger Pla. De forma semejante a ellos, los cuentos y novelas de Kordon presentan una mirada realista no moralizante, a diferencia de la narrativa de la generación anterior.
12 Estas imágenes, que relacionan el recorrido por los suburbios, los olores, la comida barata y lo visual se representan de manera más lograda, años después, por ejemplo, en Toribio Torres, alias «Gardelito» (1956).
13 Un aspecto interesante, objeto de otro artículo en preparación, es el del proceso del que la narrativa de Kordon da cuenta de las grietas que ya se adivinan respecto de las ruinas que va signando la transformación del capitalismo hacia sus versiones contemporáneas (Giorgi, 2014; Quintana, 2016). En este sentido, las huellas de una mirada crítica se hacen patentes especialmente en torno a la concepción de los trabajadores, el trabajo y los distintos personajes marginales que protagonizan sus textos.
14 En la Rusia de comienzos del siglo XX, un grupo de jóvenes universitarios revolucionaron «los planteamientos teóricos sobre el fenómeno literario» y buscaron la especificidad propia del lenguaje poético (Pozuelo Yvancos, 1989:36–37). Para determinar esa literariedad —o literaturnost, una expresión de Roman Jakobson (1923)—, Viktor Shklovski acuñó el concepto de «extrañamiento» en «El arte como artificio» (1916), un ensayo que se considera un manifiesto, un artículo fundacional del movimiento formalista. A partir de citas de textos de Tolstoi, adivinanzas, cuentos tradicionales, y en estrecha relación con el movimiento futurista, Shklovski busca polemizar con una línea de la teoría crítica rusa de ese momento: arremete contra Potebnia y la tradición especulativa de la estética romántica alemana en la que abrevan los simbolistas. Su objetivo es identificar el procedimiento propio de la literatura para diferenciarla de la lengua cotidiana, prosaica, que denominó «extrañamiento» y se vinculaba con la idea genetista de nacimiento–madurez–muerte que derivó en la «automatización». En esta última importa la referencia, por lo tanto, la relación entre el signo y la realidad se vuelve habitual y mecanizada. Por el contrario, el lenguaje poético es una construcción que cuenta con ciertos artificios creados por el artista, que «oscurecen» la forma verbal y desautomatizan el uso frecuente de las palabras: el extrañamiento implica un modo distinto de acercarse a la realidad. Asimismo, este concepto dista del término alemán Verfremdungseffekt, el «efecto de ruptura de la ilusión» o «distanciamiento», que caracterizaba al teatro épico de Bertolt Brecht en los años 30 y se centraba en el rol activo del espectador, pero no en la percepción estética (Amícola, 1997:57–65). No obstante, Lucía Hellín Nistal sostiene que el distanciamiento brechtiano no difiere en esencia de la desautomatización del formalismo, dado que en ambos planteos nacidos en regímenes comunistas importa la «ruptura de la automatización perceptiva desde procedimientos literarios. La idea es que el teatro pueda presentar al público de su tiempo —a la clase trabajadora— situaciones que para ellos son comunes, cotidianas, como acontecimientos significativos y problemáticos socialmente, y no como naturales e inevitables» (2016:483).
15 Metáforas: «Pesaba esa espesura negra de la noche del suburbio» (31), «Qué bueno era eso: ver las vías y acordarme de cuando Juan Tolosa tenía piernas de hierro para recorrer el país» (84), «Peor era este frío y limpio horizonte de cemento» (106); metonimia: «El patrón de la barca llevaba siempre puesta una gorra con visera de hule resquebrajada y empañada de grasa. (...) Al menos no recuerdo haberlo visto sin aquella torta grasienta encima de la cabeza» (22); comparación: «Yo sentía la cabeza pesadísima y la sangre saltarina como una soda» (24), «Se rio como un salvaje, pero sin alegría. Ellos sí estaban mojados hasta el culo. Yo estaba seco y calentito de sol. Por eso me miraron como a un enemigo» (71); onomatopeyas: «Estaba enfrente de una feria de diversiones y escuchaba la música de un organito. Sonaba con ruido de botella: “glin–glin–glin”» (39), «Cerca, un polígono de tiro: bajo el cielo sonaban el pum de los fusiles y el tac–tac de una ametralladora» (66); descripción: «Estábamos amarrados semanas enteras en las aguas del Riachuelo, cerca de los frigoríficos de Barracas. El agua parecía aceite mineral. Hasta el cielo estaba sucio de humo y hollín. ¡Un asco todo! A veces me quedaba mirando el desembarcadero ya en desuso, con una grúa abandonada sobre los maderos podridos» (23), «Y caminando hacia el lado de Palermo descubrí un portón de conventillo, abrigado, aunque viscoso, como engrasado» (60); campo semántico: «¡Eso de navegar era aburrirse mucho! Ya le dije que lo único bueno era la comida. Al amanecer desayunábamos con mate y galleta, después reponíamos fuerzas con unos fiambres, y siempre nos quedaba el consuelo de almorzar a las doce en punto. Con ojos enamorados mirábamos las dos ollas que nunca faltaron encima de la cocinita de popa, donde en vez de la bandera nacional se balanceaba una ristra de chorizos como una guirnalda» (22).
16 A comienzos de los años 30, gracias a la invitación del periodista y automovilista chileno Emilio Kartulovick, Kordon empezó a colaborar en la revista Sintonía (conocida en el continente) ya que, según él comentó en una entrevista, «de muchacho me obsesionó el tango y esas cosas» (Altamirano y Sarlo, 1982:241). Ese espacio le permitió investigar y escribir sobre los primeros tiempos del tango (la denominada Guardia Vieja) y hablar con sus creadores, que vivían en conventillos o casas de barrio. Precisamente, hay un tango de aquella época, titulado «Vagabundo» (1929), cuyo protagonista es un mendigo que tiene voz propia para expresar sus necesidades y sentimientos como en un Horizonte de cemento. Un fragmento de la letra —de Emilio Magaldi, con música de Agustín Magaldi y Pedro Noda— dice: «Me río de las penas,/ me río de la ilusión,/ me río de las bellezas,/ de la vida y el amor./ Loco a mí todos me llaman/ al ver cómo río yo,/ porque el mundo no sabe/ lo que reclama mi dolor./ Si en el derrumbe de mi vida/ un abismo me absorbió,/ dejen que mi alma perdida/ se burle de mi aflicción./ Pero a veces me confundo con un llanto/ cuando el pecho en la emoción se excita/ y recuerdo en mis horas de quebranto/ aquellos besos de mi buena madrecita. (...)» (García Blaya, 2021).
17 A su regreso de Brasil, el escritor porteño publicó dos textos relacionados con la cultura negra: Candombe. Contribución al estudio de la raza negra en el Río de la Plata (1938) y Macumba. Relatos de tierra verde (1939). En el primero, el autor comienza con una aclaración del título y el tema central: el candombe, sobre el que enumera algunas acepciones de la palabra, que le servirán para desarrollar posteriormente: se llamaba candombe al tamboril africano. Era la canción con que se acompañaba su sonar, la danza que incitaba, la congregación de negros, la liturgia que se evocaba. Candombes eran las municipalidades que regían la vida de la población negra. Candombe, con su significado original de baile y tamboril —«expresión de vida y alegría del africano», como lo definiera Sarmiento—, «es onomatopeya que comprende en un vocablo éso que fué el trasplante de África en el Río de la Plata» (Kordon, 1938:3).
18 Algunos fragmentos representativos son: «Al anochecer, como estabas algo cansada, quisiste sentarte en la terraza de un café nuevo que hacía esquina con un bulevar también nuevo y todavía lleno de escombros, que ya mostraba su esplendor inacabado. (...) En la calzada, justo delante de nosotros, se había plantado un buen hombre de unos cuarenta años, con cara de cansancio y barba entrecana, que llevaba de una mano a un niño, mientras sostenía en el otro brazo a una criaturita demasiado pequeña para andar. Estaba haciendo de niñera y llevaba a sus hijos a tomar el fresco de la noche. Todos iban andrajosos. Los tres rostros estaban extraordinariamente serios y los seis ojos contemplaban fijamente el café nuevo, con igual admiración, aunque diversamente matizada por la edad. Los ojos del padre decían: “¡Qué hermoso, qué hermoso! Se diría que todo el oro de este pobre mundo se ha concentrado en esas paredes”. Los ojos del niño exclamaban: “¡Qué hermoso, qué hermoso!, pero ése es un sitio donde sólo puede entrar la gente que no es como nosotros”. (...) Había dirigido mis ojos a los tuyos, amor mío, para leer en ellos mi pensamiento; me había sumergido en tus ojos tan bellos y tan extrañamente dulces, en tus ojos verdes, habituados por el capricho e inspirados por la luna, cuando me dijiste: “¡No soporto a esa gente con los ojos abiertos como un portón! ¿No puedes decirle al encargado del café que los eche de ahí?”» (Baudelaire, 2016:53–54).

Información adicional

Para citar este artículo: Gasillón, M.L. (2021). La figura del vagabundo como cifra del extrañamiento y la marginación. Una aproximación a Un horizonte de cemento de Bernardo Kordon. El taco en la brea, (14) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0051 DOI: 10.14409/tb.2021.14.e0051



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