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Sobre: Traductores del exilio. Argentinos en editoriales españolas: traducciones, escrituras por encargo y conflicto lingüístico (1974–1983), de Alejandrina Falcón. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 2018
El taco en la brea, vol.. 7, núm. 12, 2020
Universidad Nacional del Litoral

Reseña

El taco en la brea
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 2362-4191
Periodicidad: Semestral
vol. 7, núm. 12, 2020

Falcón Alejandrina. Iberoamericana/Vervuert. 2018. Madrid/Frankfurt

Hay escenas de la traducción que aún no han sido escritas. El libro de Alejandrina Falcón avanza sobre «una escena de traducción nacional en el exilio» (23): la de los traductores argentinos que, entre 1974 y 1983, llegaron a España y se incorporaron como trabajadores, al igual que otros emigrados latinoamericanos, en la industria editorial de ese país. Traductores del exilio es una investigación sobre la traducción, aunque un gran acierto del libro es el modo en que esa práctica aparece situada en un entramado discursivo y el modo en que es analizada como un ejercicio ligado a la identidad de los sujetos que lo practicaron en la coyuntura española de esos años. Lejos de esa idealización de la práctica que aparece como el contrapunto exacto del olvido en el que estuvo sumida históricamente, Falcón no abstrae a la traducción de sus condiciones materiales, no la piensa solo en su dimensión literaria, sino más bien como un ejercicio concreto dentro de lo que denomina la «tópica exiliar» en España, constituida por una multiplicidad de discursos. Así, como lo enuncia hacia el final de su libro, «la traducción tuvo diversas funciones tanto o más relevantes, para pensar el exilio, que su función literaria: tuvo una función alimentaria, solidaria, de revisión de la tradición de importación nacional, de apropiación de ciertos rasgos de la cultura receptora» (223). Tal abordaje justifica los tres aportes disciplinarios de su trabajo: la investigación académica sobre exilio político en Argentina y América Latina, los estudios de traducción con perspectiva descriptiva y sociohistórica y los estudios sobre el libro y la edición que adoptan una escala de análisis transnacional.

El primer capítulo rastrea las representaciones del exilio argentino, tanto en ámbitos disciplinares (la historia reciente y los estudios literarios), como en el discurso de los actores que participaron de las discusiones sobre el tema. Falcón propone el sintagma «exilio y traducción» no como un objeto dado, sino como una construcción «en función de los contextos de manifestación concreta de las prácticas referidas en el sintagma» (30) y explora los dos sentidos atribuidos al exilio literario: un sentido metafórico y otro literal, sentidos que recortan dos tradiciones discursivas sobre la relación entre exilio y literatura. Luego de esta indagación, el libro aborda la presencia de los emigrados latinoamericanos —en especial los argentinos— en el mundo del libro español durante el periodo estudiado. Falcón repasa las principales transformaciones del campo editorial, como la creación de editoriales fundamentales (Barral, Lumen, Tusquets Editores, Anagrama, entre otras), la instalación en España de editoriales latinoamericanas como Paidós o Minotauro, y la apertura de nuevos proyectos dirigidos por argentinos residentes en Europa, como Mario Muchnik. Una vez establecida esta constelación, señala:

Los exiliados y emigrados que trabajaron para estas y otras editoriales generalmente lo hicieron como colaboradores free lance o, en menor medida, como empleados de plantilla. Realizaron casi todas las tareas editoriales concebibles, desde la corrección ortotipográfica y estilística hasta la dirección de colecciones, pasando por el diseño de portadas, los informes de lectura y la asesoría literaria. Sin embargo, la escritura y la reescritura por encargo figuran entre las prácticas que mayor número de argentinos involucraron. Los exiliados redactaron y revisaron, por lo general de manera anónima o seudónima, artículos de diccionarios, enciclopedias y fascículos; tradujeron literatura «culta» y literatura popular de masas, ciencias sociales y humanas, y best–sellers de toda clase; prologaron libros traducidos; adaptaron traducciones de origen latinoamericano y clásicos de la literatura mundial para colecciones infanto–juveniles; escribieron novelas populares por encargo —cultivaron notoriamente la ciencia ficción, el policial y el thriller erótico—; redactaron libros por encargo sobre bricolaje, cocina, razas de perros, personajes célebres, sexualidad humana, vida extraterrestre, yoga, espiritualidad, drogas y un extenso etcétera. (69)

La extensión de la cita expone la diversidad de prácticas escriturarias y no escriturarias asumidas por los emigrados latinoamericanos en el mundo editorial, entre las que se encuentra la traducción. Los encargos de traducción significaban, además, un «gesto de solidaridad» (74), ya que, como lo señala Falcón, la traducción constituía una práctica que garantizaba la supervivencia inmediata. En relación con la llegada de los emigrados latinoamericanos a España, el capítulo analiza asimismo el «ideologema de los exilios cruzados», es decir, la idea de un paralelismo entre la labor de los exiliados españoles en América a fines de los años 30 y el papel de los exiliados latinoamericanos en el campo cultural español décadas más tarde, para problematizar la pretendida homología, a través de cuestiones como la «creencia lingüística» o «la valoración de la variedad de lengua hablada y escrita por sendos contingentes emigrados» (83).

El tercer y cuarto capítulo, uno de los aportes centrales del libro, abordan algunas de las numerosas traducciones de latinoamericanos emigrados publicadas durante esos años. Si bien es incuestionable la presencia de editoriales que funcionaron como proyectos de traducción de literatura —como Minotauro, Adiax o Argonauta—, Falcón observa que «la inspección de catálogos de traducciones indica que en los primeros años del exilio no predominó la traducción de obras selectas o siquiera de obras literarias» (93), por lo que decide centrarse en dos casos testigo: las editoriales Martínez Roca y Bruguera. Martínez Roca, sello para el que trabajaron traductores argentinos como Horacio González Trejo y Juana Bignozzi, entre muchos otros, se dedicó a la publicación de títulos de corte popular y éxito comercial, como «las novelas de adolescentes recluidas en reformatorios, sumidas en la droga y el alcohol» (95). Falcón se detiene en el caso de Nacida inocente, de Gerald Di Pego y Bernhardt J. Hurwood, una traducción de J.A. Bravo que dio lugar, debido a su éxito, a toda una saga. Esas nuevas novelas eran el resultado de una práctica editorial: la seudotraducción, la escritura por encargo de novelas firmadas con seudónimo extranjero, que se extendió además a otras colecciones de la editorial. Así, detrás de los nombres de autor extranjero que firmaban los títulos de la saga Nacida inocente, pero también libros sobre extraterrestres o thrillers eróticos, aparecían escritores argentinos: el seudónimo «Paul May» pertenecía a Ernesto Frers, «Robert Rose» a Álvaro Abós y Eduardo Goligorsky; «Tom Green» y «Jonathan Gibb» a Alberto Speratti; «Alvin Piatock» era el seudónimo de Vicente Zito Lezama y «Al Merkel» el de Alberto Szpunberg; los seudónimos «Marius Alexander», «Kenneth Sullivan» y «Wang Kien» pertenecían al narrador argentino Mario Sexer. Lo interesante de estas seudotraducciones era que exponían «el remedo estereotipado de la lengua de las traducciones peninsulares recreada según el oído de un escritor de origen rioplatense» (99). Falcón se detiene en el caso de Pablo Di Masso, prolífico escritor por encargo, traductor de Marxismo y literatura de Raymond Williams, pero también el «secreto autor de más de doscientas novelas publicadas por bolsilibros de Bruguera y Ceres» (104). Bajo el seudónimo de «Rocco Sarto», Di Masso no solo incursionó en los más diversos géneros, sino que incluso denunció, en una de sus novelas, los crímenes de la dictadura argentina.

En relación con el segundo caso testigo, Falcón se concentra en el rol de los emigrados latinoamericanos en el proceso de importación de la novela negra en España, en especial en la Serie Novela Negra de Bruguera. En su diseño, esta colección estuvo marcada por una «política de reaprovechamiento de materiales disponibles» (118), en particular la reedición de títulos publicados por otras editoriales y la adaptación de traducciones procedentes de otras áreas lingüísticas. Así, además de traducciones producidas ad hoc, muchas de ellas firmadas por traductores argentinos, «el catálogo de la serie negra se constituyó con una treintena de títulos cuyas primeras ediciones fueron publicadas en Buenos Aires entre 1940 y 1975...» (118). Todas estas versiones estuvieron sometidas a «una rigurosa aclimatación en un sentido hispanizante» (121) y su condición de traducciones se ocultaba detrás de la denominación «edición para el público español» (125), mientras que las traducciones reeditadas y adaptadas se denominaban «ediciones restringidas» (126). Esta cuestión, conjetura Falcón, podía obedecer al género traducido, «concebido como popular y subliterario» (126), aunque también a la identidad social de los traductores.

La bestia debe morir, de Nicholas Blake, traducida por Rodolfo Wilcock, es el caso que permite advertir las prácticas de manipulación llevadas a cabo en el seno de la colección. Publicada en Buenos Aires en 1945, como el primer título de la célebre colección El Séptimo Círculo de Emecé, dirigida por Borges y Bioy Casares, la traducción apareció en 1980 en el N° 42 de la Serie Novela Negra de Bruguera, dirigida por el escritor argentino Juan Martini. Más allá de las manipulaciones lingüísticas a la que se sometían todos los títulos, Falcón muestra cómo el marcado de la traducción de Wilcock que Martini lleva a cabo a través de la vía paratextual, le asigna a la novela de Blake un nuevo alcance y establece un diálogo tanto con Borges y Bioy Casares como con Piglia, director en Argentina de otra colección, la Serie Negra de Tiempo Contemporáneo: «Diez años después de Piglia, más de treinta después de Borges y Bioy, Juan Martini corta, pega y relee su tradición literaria en una colección peninsular, desde el exilio» (130). Este diálogo permite explicar la manipulación de reediciones de origen latinoamericano no solo como una estrategia económica propia del sector editorial, sino como la relectura de una tradición de traducción, ligada además a la función testimonial atribuida al género:

la importación literaria operada por argentinos exiliados tuvo también un signo político, es decir, constituyó una reflexión sobre lo político por medio de cierta literatura que, en abismo, representaba la violencia de que eran doblemente objeto como exiliados políticos y mano de obra inmigrante. En síntesis, parafraseando a Piglia, la importación de novela negra practicada por exiliados políticos latinoamericanos entrañaba, «más allá de la conciencia» que tuvieran de ello sus agentes, una reflexión sobre la propia compleja relación con la ley y el dinero, entre las necesidades económicas y la gratuidad (o el compromiso) de la literatura. (131)

«La crítica de traducciones: traidores, proxenetas y sudamericanos», analiza la instancia de recepción y la crítica de traducciones —en la que intervinieron los emigrados latinoamericanos— así como también el proceso de institucionalización y profesionalización de la traducción en la España de esos años, a través de asociaciones gremiales, convocatoria a congresos y jornadas, o premios de traducción. El resultado de este proceso fue un giro histórico en la valorización de la práctica. Falcón enumera cinco grupos textuales relacionados con la mención de traducciones y traductores entre 1974 y 1983: reseñas de libros, noticias sobre cuestiones gremiales e institucionales, testimonios de traductores, dossiers sobre literatura traducida y ensayos teóricos sobre la traducción. A continuación, repasa una serie de reseñas para concluir que «el lenguaje para referirse a las traducciones es lícitamente agresivo; los juicios no requieren argumentaciones, descripciones, explicaciones literarias, teóricas o históricas» (153). Aunque también registra críticas que hacen uso de otro tipo de lenguaje, Falcón destaca el hecho de que las representaciones que desprestigian la traducción —asociándola con «formas delictivas», «fallas morales» o «minusvalías intelectuales» (155)— permiten dar cuenta de un imaginario que las vuelve enunciables, y que los mismos traductores participaron en la difusión de estas representaciones —como lo señalará más adelante: «los traductores son grandes difusores de representaciones dóxicas sobre la traducción» (167)—.

El sexto capítulo prolonga el trabajo del anterior y aborda «tres series discursivas» (166): el problema de la lengua de la traducción en la «tópica traductiva» (166) del período, el problema de la variedad de lengua en la «discursividad exilar rioplatense» (166) y la cuestión de la calidad de las traducciones en el marco de una discusión mayor sobre la situación lingüística de la España posfranquista. Falcón explora con detenimiento algunas polémicas entre traductores, editores y periodistas culturales, polémicas que exponen la valoración pública de las variedades lingüísticas del castellano en la traducción y vuelven legible el silenciamiento e incluso la condena de la cuestión latinoamericana en las traducciones. A su vez, indaga otras intervenciones de la prensa que, explícita o solapadamente, discuten en torno al «omnipresente fantasma de la crisis de la lengua nacional» (174), así como también otras instancias públicas de discusión sobre la unidad de la lengua española, como el congreso «Salamanca 80». En esa discusión, las traducciones aparecen como un objeto de debate en relación con una idea socialmente instalada en el periodo, la de una «crisis idiomática» (175). Aunque los traductores latinoamericanos intervinieron en estas discusiones, Falcón remarca su invisibilidad para el discurso oficial y concluye: «la historia de la traducción en España tampoco debería escribirse con prescindencia de la figura del traductor exiliado, convidado de piedra en el festín retórico de la “unidad del idioma” pero testigo privilegiado de las condiciones de trabajo en las editoriales peninsulares» (189).

El último capítulo del libro proyecta una biografía colectiva de los traductores exiliados, a partir de las fuentes utilizadas en la investigación: desde entrevistas abiertas, encuestas o ensayos autobiográficos, hasta un conjunto de testimonios impresos recientes. El objetivo no es exponer una lista exhaustiva de nombres de traductores —Falcón advierte «el escaso poder explicativo de las listas de nombres y obras para dar cuenta de las prácticas editoriales y su devenir histórico» (215)— sino pensar a estos agentes como una figura plural. El capítulo explora estos materiales atendiendo a cuestiones como la identidad social de los importadores, la función de los traductores en el proceso de traducción o la valoración social de la práctica, entre otros. El trabajo, más que relevante, se centra en los perfiles diferenciados de traductores exiliados como Eduardo Goligorsky, Ana Goldar, Horacio Vázquez-Rial, Ana María Becciú y Andrés Ehrenhaus. Esta exploración confirma lo que Falcón señalará en las conclusiones de su trabajo. Por un lado, en el contexto de los exilios latinoamericanos, la traducción no fue un ejercicio que reintegró la identidad al exiliado, sino que, por el contrario, fue una práctica a través de la cual esa identidad fue enajenada, lo que llevó a problematizar la identidad lingüística (problematización ligada a diferentes factores identitarios de los traductores). Por el otro, Falcón lleva a cabo una afirmación crucial que justifica la siguiente cita:

lo que en cada caso particular significó «traducir en el exilio» dependió de cómo se percibía o resolvía esa tensión entre la posibilidad de vivir de la escritura (o reescritura) y las condiciones de producción, sujetas a variables tales como el género traducido (literatura popular o culta), la trayectoria del traductor (ocasional, inexperto, experto, destajista), la política editorial, el perfil editor, el origen nacional del contingente exiliado, su estatuto legal en el país de acogida, el prestigio social atribuido a su lengua o variedad de lengua, las creencias lingüísticas dominantes y la «educación idiomática» en la diferencia, la tradición de relaciones culturales entre el país de origen y el contexto exiliar, su grado de conflictividad, así como a la historia de los debates lingüístico–literarios que signaban imaginariamente esas relaciones. (223)

El libro se cierra con dos anexos fundamentales para los lectores: «Traducciones realizadas por argentinos exiliados y emigrados en Barcelona» y «Traducciones y traductores de la Serie Novela Negra». Además de ordenar la información que aparece dispersa a lo largo del libro, estos apartados permiten contemplar, en la sucesión de la enumeración, el extenso trabajo de los traductores latinoamericanos en el exilio, ocultos detrás de unos nombres extranjeros.



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