Artículos
Recepción: 02 Marzo 2020
Aprobación: 10 Junio 2021
Resumen: En este artículo se busca ensayar una breve genealogía a propósito de la razón evaluadora y aquellas posiciones que de diferentes maneras buscan oponerle resistencia. Para ello, se realizó una investigación de archivo tomando como referencia revistas de educación argentinas de finales del siglo XIX y explorando lo que de contemporáneo pueden alojar sus planteos a propósito de un abordaje crítico de la problemática. Desde una perspectiva filosófica, se analizan diferentes textualidades que posibilitan plantear dos grandes momentos en este ensayo: el primero, dedicado a explorar el peso de argumentaciones pro–evaluativas (o pro–examen) y discutir su paso continuo en el tiempo evaluador; el segundo, dedicado a rescatar el «contrapeso» de posiciones contra–evaluativas que, colectivamente, constituyen una lucha común y trazan gestualidades ético–políticas que discontinúan la sinonimia instalada por la modernidad/colonialidad entre educación y evaluación. Este último momento se presenta como un entramado textual evocativo que ofrece un final necesariamente abierto.
Palabras clave: GRADO DE SEVERIDAD, EJERCICIOS DE VOLUNTAD, FALTAS MAYORES, GANANCIAS Y PÉRDIDAS, MIEDO Y PARÁLISIS, COMERCIO DE MUECAS.
Abstract: This article seeks to rehearse a brief genealogy about the evaluative reason and those positions that in different ways seek to resist it. For this, an archival investigation was carried out taking Argentine education magazines from the end of the 19th century as a reference and exploring what contemporaneously they can accommodate their proposals regarding a critical approach to the problem. From a philosophical perspective, different textualities are analyzed that make it possible to raise two great moments in this essay: the first, dedicated to exploring the weight of pro–evaluative (or pro–exam) arguments and discussing its continuous passage in the evaluative time; the second, dedicated to rescuing the «counterweight» of counter–evaluative positions that collectively constitute a common struggle and trace ethical–political gestures that discontinue the synonymy installed by modernity/coloniality between education and evaluation. This last moment is presented as an evocative textual framework that offers a necessarily open end.
Keywords: philosophy of education , pedagogy , evaluative reason , politics , ethics.
I. NOTACIÓN INICIAL
En tiempos que pueden ser adjetivados como críticos, dramáticos o trágicos, suele saberse de manera más directa y sensible que lo esencial es invisible a los rankings, a las pruebas y toda impostura que se vanaglorie de medir algo. No obstante, hay instituciones o sujetos para quienes su (pre)ocupación se muestra inconmovible y se sitúan tan lejos del deseo de enseñar o transmitir como cerca del empecinamiento compulsivo de evaluar y todo el summum de tareas aledañas que pretenden «corroborar» o, directamente, cobrar lo dado –incluso en su sentido conservador más olvidado–. De modo que la enseñanza, ese pulmón fundamental de las instituciones educativas, se obstruye con frecuencia desde esa guillotina –a veces llamada evaluación, a veces llamada examen– que decapita las curiosidades estudiantiles y docentes para transformarlas en pragmatismos burocráticos que reducen el tiempo de estudio y amplían el del rezo cognitivo destinado a producir valor y competencias (ganancia para algunos, pérdida de otros).
El basamento de esa mezquina enseñanza mercantil (que no da sin recibir algo a cambio), de esa falsa idea del estudio (que confunde la tarea impuesta con la relación amorosa –y por eso también imposible– con el saber), de esa docencia bursátil (que promueve pedagogías vigilantes y castigadoras de esos signos vitales de la educación que son los errores, reducidos en ellas a contracciones auto–responsabilizantes de deudas o culpas –como la palabra alemana schuld refiere para ambas–), puede encontrarse cabalmente en la razón de evaluar. Este tipo de racionalidad tiene su fuente energética libidinal conectada a la pulsión de muerte (Giuliano, 2020a) y encuentra apoyo en instancias inmanentes que intentan anular cualquier lucha liberadora de nuevos modos de existencia (Giuliano, 2020b). Caracterizada por manifestarse en un lenguaje seductor que busca consensos y consentimientos para hacer entrar lo inmedible e incalculable en un dominio calculador de (a veces) camufladas homogenizaciones matemáticas –que igualan singularidades evaluadas a cosas evaluadas en una mismidad equivalencial–, planteando un principio de sustituibilidad y cosificación (Giuliano, 2019a), alimenta un círculo en el que cada evaluado/a se convierte en un/a evaluador/a en potencia. Asimismo, se ha visualizado como un producto de la colonialidad pedagógica (Giuliano, 2019b) que habita hasta discursos pretendidamente críticos de los que se alimenta para mejorarse siempre que quede incuestionada –ya sea en su función embrutecedora de comparar y normalizar a sujetos singulares, en su acción clasificatoria que indica distancias desaprobatorias y cercanías aprobatorias respecto de un ideal de sujeto, o en sus vínculos ineludibles con el racismo y el neoliberalismo (Giuliano, 2019c)–.
En este artículo se convida entonces una breve genealogía de posiciones complacientes con dicho tipo de racionalidad y, al mismo tiempo, de posiciones que plantean resistencias y aquí reunimos a modo de mostrar pistas que alimenten gestualidades pedagógicas contra–hegemónicas. Con esta idea, se parte de una investigación de archivo realizada en la Biblioteca Nacional de Maestros (Argentina), donde hemos podido recabar posiciones y contraposiciones –en relación con la cuestión del examen y la evaluación– en publicaciones de finales del siglo XIX como la fundada por Sarmiento, El Monitor de la Educación Común, o la correspondiente al órgano del Centro de Unión Normalista, la Revista pedagógica argentina, y la Revista de enseñanza de la Provincia de Buenos Aires[1]. En este marco, se releen y analizan posicionamientos relativos a la cuestión que nos convoca y, en función de los diferentes pasajes encontrados, se abarca una temporalidad que va desde la década del ochenta del siglo XIX hasta la primera década del siglo XXI. Esto permite hallar, insinuar o inferir algunas continuidades que constituyen la potencia de la razón evaluadora y que se actualiza de manera constante en los marcos pedagógicos contemporáneos. La elaboración aquí esbozada no pretende hacer historia de las ideas o historia de la educación, más bien intenta explorar y ensayar diferentes reflexiones que nutran el campo filosófico de la educación.
II. EL PESO DEL TIEMPO EVALUADOR Y SU PASO CONTINUO
"La vanidad suya ¿no sentirá alguna vez la vaga aspiración hacia esa inferioridad que colma a los inútiles de tantos éxitos?". José María Ramos Mejía, Los simuladores del talento en las luchas por la personalidad y la vida
"La creencia en los exámenes (…) va tan lejos, que, incluso hombres que se han formado de una manera independiente (…) guardan un ápice de amargura en el corazón mientras su situación no se haya reconocido arriba mediante una investidura oficial, un título o una decoración: hasta que puedan «hacerse notar»". Friedrich Nietzsche, El viajero y su sombra
1. DE UNA FARSA ARRAIGADA ONTOLÓGICAMENTE: COMPLEMENTOS «INDISPENSABLES», RESULTADOS MORALES, DESEO EVALUADOR Y DEFICIENCIA DE LOS OTROS
Promediando los finales del siglo XIX, en una sección dedicada a los exámenes de El Monitor de la Educación Común, podemos encontrar la sospecha cristalizada de que no puede haber una propagación significativa de notas (consideradas explícita y literalmente clasificaciones) sobresalientes y distinguidas, ya que resultados «verdaderos» se afincarían bajo la concepción que reza que «allí donde todos son distinguidos, no hay uno solo que lo sea en realidad» (Tufró, 1888: 50). Esto se inscribe en la convicción más general de que las decepciones sufridas no bastan para destruir la importancia de los exámenes que son vistos como «complemento indispensable de la enseñanza», estímulo al estudio y medio de obtener información útil sobre «la marcha de las escuelas y las promociones que pueden hacerse entre los maestros y alumnos» (Guerrico y Tufró, 1888: 141) –énfasis nuestro–. De modo que el examen termina por ser determinante no solo para estudiantes, sino también para las escuelas y docentes. En este marco, vemos en potencia a la razón evaluadora cuando incluso se registran posiciones que evidencian, ya por aquella época, la relación entre evaluación y deseo: «Los niños desean ser interrogados por las autoridades y experimentan una viva satisfacción cuando otras personas que sus maestros les proponen alguna cuestión a la cual pueden responder» (Atienza y Medrano, 1889: 552). Podemos notar así que la razón evaluadora no solamente podría estar encarnada por la o el docente, también ella puede ser puesta en acto por autoridades institucionales u otro tipo de personas. A esto se suma que la «satisfacción» percibida, cuando otros que sus maestros les proponen alguna cuestión, está probablemente más del lado del desafío y las pocas consecuencias institucionales (de legajo) que un error en la respuesta pudiera acarrear.
Hacia 1890, en la Revista pedagógica argentina, encontramos –sin autor verificable– una argumentación sobre el establecimiento de los exámenes no con el simple propósito de dar notas o clasificaciones, sino con el de «obtener resultados morales que esas notas no pueden alcanzar a expresar con exactitud»[2] —énfasis nuestro—, teniendo en cuenta que esta moralización se instituye para la escuela y no la escuela para ella, lo que no es otra cosa que la histórica y desfigurada discusión entre fines y medios (el examen sería un medio y no un fin, aunque luego la historia demuestre lo contrario). En esta línea, luego se advierte la complejidad en el manejo de las variables que hacen «saber perfectamente» que alumnos muy aplicados y laboriosos, «primeros de la clase» o estudiantes inteligentes, llegan a ofuscarse en momentos de examen al tiempo que otros «desaplicados, perezosos o nulos, que se han pasado todo el año fastidiando al maestro sin aprovechar la más mínima utilidad de sus lecciones»[3] responden bien. Frente a este fallo del «mecanismo de moralización» que supone el examen, se infiere una «herida moral» (con un pronóstico de «pésimos resultados» para el futuro de educandos) al poder equipararse, en un mismo acto clasificatorio, estudiantes «inteligentes» o aplicados a otros considerados «indolentes e ignorantes».
De ahí que, en la Revista de enseñanza de la Provincia de Buenos Aires, podamos encontrar por la misma época testimonios como el de Balbinito que veía en los exámenes una farsa aunada a una rutinaria costumbre que está tan arraigada que llega a formar parte «de nuestro carácter, de nuestro ser» (Balbinito, 1894a: 146). A este importante efecto ontológico, se le suma una cierta confusión que Balbinito registra en un intercambio entre un docente y un examinador que no se reconoce como tal, sino como un mero clasificador porque no se necesita «saber mucho para poner un 4 o un 5 según conteste el alumno» (Balbinito, 1894b: 162), lo cual para Balbinito encubre la ignorancia de que esos puntos pretendan dar las medidas de las condiciones intelectuales de los educandos y (mal) aquilatan la capacidad docente. Como si clasificar no formara parte de la lógica examinadora y hubiera examen sin clasificación, lo que Balbinito corrobora cuando un examinador plantea que le resulta «aburridor» examinar a los que saben poco ya que se puede aprender algo solo cuando se examinan grados «superiores» y lleva a nuestro autor a exclamar con fuerza «¡Cuántos de estos habrá que si les hicieran las preguntas que se hacen a los niños no contestarían ni a la mitad!» (Balbinito, 1894b: 162). De hecho, en la Redacción de la Revista de enseñanza se habla de la necesidad de suprimir los exámenes porque no se alcanza a comprender cómo después de haber experimentado que ese medio no sirve para conseguir lo que se busca, se persiste en mantenerlo y se menciona a otros países que han eliminado de sus reglamentos escolares las prescripciones que establecían «esa forma de cerciorarse del adelanto o atraso de una escuela» e incluso se cita a un gobernador de Oaxaca (México) que sostiene «Está demostrado hasta la evidencia, el ningún valor pedagógico de los exámenes»[4]. Pero el diagnóstico del que se parte muestra el fuerte arraigo de la creencia en la eficacia de los exámenes y el gusto por ese «aparato» con que de «tiempo inmemorial» se captura o intercepta el regocijo popular.
La fuerza de ese arraigo puede notarse en el convencimiento de la relación entre los exámenes y la verdad, tal como lo manifiesta De Vedia (1895) cuando señala que llevar al alumno a «descubrir por sí mismo la verdad» y exigir que «expongan con claridad y en su propio lenguaje las verdades aprendidas, confirmándolas con prueba y ejemplos» constituyen puntos de interés «en bien del maestro y de la escuela» que estimulan «la laboriosidad y celo de los unos y procurando corregir las deficiencias que se pudieran en los otros» (De Vedia, 1895: 388) –énfasis nuestro–. Entre estos puntos, además del interés manifiesto en ver «si la clase muestra animación o indiferencia durante los exámenes» (De Vedia, 1895: 388), no deja de ser sintomática la ubicación de la labor y el celo en los unos y de las deficiencias a corregir en los otros, lo cual da cierta pauta del que será el vínculo histórico de la razón evaluadora con cualquier tipo de alteridad (visualizada siempre como una potencial deficiencia a corregir). A su vez, asombra hasta a dónde llega la fuerza de esa creencia que el propio autor en años previos alertó que lejos de cumplirse la presunción de que el momento del examen sirva de llamamiento a la conciencia, termina por enseñar a «confiar en el éxito de un supremo esfuerzo [individual] o en las intrigas de la astucia y no en el trabajo perseverante de todos los días» (De Vedia, 1889: 624). Estamos nada más y nada menos frente a quien fuera director de El Monitor de la Educación Común, portador de una pluma capaz de firmar textos que refieren al examen como «esa calamidad pública (…) que pesa sobre la juventud hace más de un siglo» (De Vedia, 1898: 817) al tiempo que observa el problema de expresión intelectual que genera en las infancias porque se les suele prohibir «expresar su pensamiento sin que les llegue su turno y sean interrogados», o que recoge testimonios docentes que hablan de los exámenes como «innecesarios, perjudiciales y contraproducentes», lo cual no conmueve su concepción de justicia pedagógica ligada a un mandato profesoral de deber ser «jueces competentes e inflexibles» (De Vedia, 1898: 818).
2. EL FACTOR SUBJETIVO EN LAS NOTAS: GRADO DE SEVERIDAD, EJERCICIOS DE VOLUNTAD, FALTAS MAYORES, GANANCIAS Y PÉRDIDAS, MIEDO Y PARÁLISIS, COMERCIO DE MUECAS
Lo anterior se profundiza cuando las luces comienzan a apuntar a docentes y la investigación comienza a indagar el factor subjetivo en las notas y cómo estas pueden variar no solo de docente a docente, sino también en un mismo docente. Esto puede verse en un estudio realizado por Langier y Weinberg, publicado en una revista de «Psicología normal y patológica» y traducido para El monitor de la educación común, donde además de verificar la variabilidad en la corrección en un mismo docente para una misma prueba en un momento determinado, encuentran que el famoso «término medio» (al que Aristóteles le dio prensa universal de virtud), que expresa el «grado de severidad» (Langier y Weinberg, 1932: 41) según afirman, difiere de un docente a otro al tiempo que parece mantener algún tipo de constancia en un mismo docente. Por ello se preguntan sobre la «capacidad científica» en la corrección de pruebas y realizan la experiencia de dar a corregir una prueba de ciencias a una persona absolutamente ajena al contenido de la misma, lo cual les llevo a notar que su divergencia era del mismo orden que las que había entre docentes avezados en los temas evaluados. Esto ya anticipa en aquella época uno de los yeites de la razón evaluadora que tomará mayor fuerza desde la mitad del siglo XX en adelante, esto es, que cualquiera pueda evaluar a cualquiera (claro que esta suerte de axioma al tiempo que incluye supone hacer uso –o abuso– de un lema en apariencia democrático, pero que no detiene la gran maquinaria de la exclusión y la clasificación social).
Un año después, en el marco de las traducciones que solían publicarse en El Monitor, puede encontrarse un texto sobre los exámenes firmado bajo el seudónimo «Alain», habitualmente usado por el filósofo francés Émile–Auguste Chartier, quien fuera un influyente profesor de pensadores como Georges Canguilhem y Simone Weil. Allí Chartier (1933) plantea a los exámenes como «ejercicios de voluntad» que como tales son «todos bellos y buenos» y a quienes los asalta la timidez, la confusión o la angustia, no harían más que mal excusarse cayendo en el lugar de la falta que, de esperar o temer demasiado (equivalente a no gobernarse «virilmente»), se harían «faltas mayores» (Chartier, 1933: 70) que dispensarían la ignorancia. De aquí que, frente a estos casos, él trataría de indagar qué se sabe y empujaría hacia ese lado… No obstante, da una pauta curiosa: «Es demasiado fácil razonar bien cuando nada se tiene que ganar ni que perder» y reconoce «una de las cosas bellas de la escuela» es que «las faltas no tienen en ella grandes consecuencias; importan nada más que un poco de papel perdido» (Chartier, 1933: 70), pero entonces, si no se gana ni se pierde y las consecuencias no son tales, ¿por qué el muchacho o la niña, que incluso «saben», pueden llegar a paralizarse por el miedo? Para Chartier, «Saber y no hacer uso de lo que se sabe, es peor que ignorar» puesto que, mientras que la ignorancia no muestra ningún vicio del espíritu, «la falta por emoción hace aparecer un espíritu inculto, más aun, un espíritu injusto» (Chartier, 1933: 70). Frente al ambiente familiar o amistoso que pudiera propiciarse para destrabar alguna parálisis circunstancial, Chartier (1933) enfatiza en una analogía mercantil de la situación de examen con la de un postulante a un empleo: contempla su propia impotencia, ambiciona y espera la hora de agradar, se indigna si no es entendido, pues «el mundo humano engaña por un comercio de muecas» (Chartier, 1933: 71), pero el problema (que es presentado como sordo y mudo) persiste más allá de algún género de infatuación y del infatigable Yo que se confiesa excepción.
3. UN DÚO DINÁMICO Y UN TERCERO EN DISCORDIA: APRENDIZAJE–EVALUACIÓN Y OBJETIVOS DANDO VUELTAS… (BREVE APUNTE SOBRE EL ANTIPOPULAR TECNICISMO PEDAGÓGICO)
El problema se trasluce con mayor claridad en un artículo de Susana Avolio de Cols (1972), donde la razón evaluadora se manifiesta en una de sus concepciones más arraigadas y que tal vez ya se haya podido captar en lo expuesto anteriormente: la idea de que lo evaluado (o examinado) es el aprendizaje. Así, evaluar o recoger datos, juzgar y tomar decisiones en función de objetivos, se torna la tarea continua o «moneda corriente» de la docencia que tendría plena soberanía en determinar el final de un proceso de aprendizaje e indagar los resultados logrados. De aquí la importancia otorgada a la definición clara de los objetivos (que serán perseguidos con la evaluación para su verificación, tasación, juicio y sentencia) que deben poder traducirse en datos revelables y que darían cuenta del aprendizaje a partir de cambios en la conducta. Desde esta perspectiva «objetivista», dichos cambios son considerados «logros» que el docente espera obtener de sus alumnos una vez finalizado el «proceso de aprendizaje».
Puede resultar asombroso ver cómo años más tarde esa posición técnica y basada en una pedagogía (siempre evaluativa) por objetivos, se recicla en la dictadura militar que, en 1977, desde el Ministerio de Cultura y Educación, distribuye a todas las instituciones educativas un documento titulado «Subversión en el ámbito educativo.(Conozcamos a nuestro enemigo)» en el que principalmente se propone «brindar elementos de juicio» sobre el accionar subversivo para erradicarlo en todas sus formas y visualizar reivindicaciones estudiantiles (como la supresión de exámenes de ingreso), la lucha contra injusticias sociales (como la eliminación de estudiantes mediante exámenes y la docencia reducida a la lógica desaprobatoria propia de la evaluación[5]), como potenciales peligros para la educación que implican desorden, indisciplina, malos ejemplos que desvían incluso a docentes de sus «deberes programados» y restan días de clase. Todo lo cual era visto en perjuicio del sistema educativo para la consecución de sus «propios objetivos», de ahí que evaluar cumpliera un rol prioritario en la función docente que el gobierno de facto concebía en razón de la «responsabilidad primaria» que le asignaba en tanto «custodia» de la «soberanía ideológica». En el orden de aparición de los términos, no deja de ser llamativo que aparezcan casi genealógicamente a lo largo del desarrollo del texto: comienza aludiendo a los elementos de juicio, luego hace hincapié en las consignas que refieren al examen y termina por reivindicar la evaluación en la función docente.
4. ¿LA DICTADURA (EVALUADORA) CONTINÚA? RAZÓN EVALUADORA Y RESPONSABILIDADES…
"Hay un error, no solo en el sentimiento: «yo soy responsable», sino también en esta oposición: «yo no lo soy, pero es preciso que lo sea alguien». ¡Más esto es lo que no es cierto! Es preciso pues, que el filósofo diga (…) «¡No juzguéis!» Y la última distinción, entre los cerebros filosóficos y los demás, sería que los primeros quieren ser justos, mientras que los segundos quieren ser jueces". Friedrich Nietzsche, El viajero y su sombra
Poco más de tres décadas más tarde, en una reedición del El Monitor, retorna sintomáticamente el anudamiento entre evaluación, responsabilidad y enseñanza. Dussel y Southwell (2008) parten de la hipótesis de que un replanteo de la idea de evaluación y examen contribuiría a que la escuela sea más justa y más relevante. De ahí que pareciera sorprenderles leer en la investigación de Tenti Fanfani (2003) la paradoja del señalamiento docente a la evaluación como problema por el tiempo que insume y que, al ofrecerles más tiempo para su actividad docente, una exigua minoría lo destinaría a la evaluación o, en palabras de Dussel y Southwell, «muy pocos se manifiestan a favor de utilizarlo para evaluarmejor» (Dussel y Southwell, 2008: 26) –énfasis nuestro–. Esta, cómo examinar o evaluar mejor, parece ser una suerte de obsesión de la pedagogía moderna que no caduca, frente a la cual podríamos leer (y escuchar) a una mayoría de docentes que se rebelan al tiempo devorador (o Cronos) propio de la evaluación y al que no le dedicarían más de lo que este ya les consume –de su vitalidad, de su enseñanza, de su pensamiento–. Entonces, por más que intente vincularse la razón evaluadora a una escuela «más justa» o «más relevante», a partir de visualizarla como «producto de una acción que busca establecer políticas educativas, y que tiene definiciones políticas sobre lo que debe hacerse» (producto que ya en los planteamientos educativos de la dictadura militar también puede hallarse –como vimos anteriormente–, a diferencia de que ahora se realizaría con una justificación socio–política «no autoritaria»), no logra desprenderse del lastre contable y administrativo que la constituye y es capaz de reducir preguntas cualitativas (que indagarían sobre la justicia y la efectividad de las acciones) a «números y valores concretos» (Dussel y Southwell, 2008: 26).
Por más que la evaluación se plantee ya como «una pregunta social y política acerca de las funciones y efectos de la institución educativa», siempre se tratará de una pregunta circular por el «cálculo mal hecho» que produce exclusiones e injusticias y (auto)justificaría la re–inserción de su razón de ser y de hacer. Este probablemente sea el exceso perverso u obsceno de su lógica contable auto–reciclable: la persecución de un cálculo cada vez más inclusivo, pero que necesita de sus restos, de sus desechos, de sus parias para poder seguir justificando su presencia. De aquí que pueda llegar a decirse que la evaluación (y su tipo de racionalidad) «exceda» la lógica contable y se acompañe de una condición irónica muy repetida: «pero tiene que incluirla» (Dussel y Southwell, 2008: 29).
Por más esfuerzo que se aboque en que la evaluación no sea ni deba ser un «aparato de medición» puramente contable y administrativo, o que a estas características se les dé «otras resonancias», como vemos en Dussel y Southwell, ella no deja de definirse por «mediciones que toman algunos datos y momentos de un proceso, y que nunca lo abarcan todo» –aunque lo intenten– y por ser instrumentos que requieren evaluación a sí mismos (alimentando un círculo vicioso–pragmático) periódica y, en ocasiones, públicamente en nombre de la «revisión de sus capacidades técnicas y de sus efectos políticos» (Dussel y Southwell, 2008: 26). Tales mediciones, en su intento de abarcarlo todo, cimientan ese mundo neoliberal de números y cuantificación donde evaluar lo (hasta entonces) in–evaluable se torna tasar el valor de actividades, sentimientos y relaciones que, a partir de ello, entran en el registro de lo económico, de lo útil, de lo rentable. En educación, la evaluación opera así otorgando legitimidad pedagógica o reconocimiento a ciertas actividades, emociones y relaciones, en detrimento de otras. De modo que la razón evaluadora puede pasar cierto tiempo desconsiderando lo que no puede ser medido, pero no tardará mucho en encontrar una forma para otorgarle un valor cuali o cuantitativo siempre arbitrario y atado al contexto. Estas desconsideraciones pueden estribar en sostener que lo in–evaluable no es realmente importante o básicamente no existe, lo cual no se trata precisamente de una ceguera o de un mero problema del régimen de visibilidad, sino de que el artificio y su sistema engañoso todavía no han acaparado hasta ese punto en su maquinaria ontológica. Lo cual no quiere decir que no pueda hacerlo luego, por eso es problemático sostener que medir lo que puede ser «fácilmente» medido está bien «mientras funcione», puesto que la razón evaluadora, aunque falle sistemáticamente y su crimen no sea perfecto, siempre encuentra la manera de medir y de «funcionar» o ser funcional.
Esto último puede notarse claramente cuando Dussel y Southwell, al pensar en las actividades, sentimientos o relaciones, que en las instituciones escolares tienen «un peso fundamental a la hora de condicionar los aprendizajes» se preguntan con qué «instrumentos» pueden acercarse a mirar lo que se produce, qué sucede con lo que no entra a la prueba y si, a partir de ello, «no hay mejores formas de tomar exámenes o de evaluar lo que los alumnos saben o no saben» (Dussel y Southwell, 2008: 27). Una vez más, se asoma la pregunta en la que quedó entrampada la pedagogía moderna desde sus inicios: ¿cómo juzgar, examinar o evaluar mejor a los otros? Como puede observarse, a la razón evaluadora no le basta con evaluar el saber, intenta alcanzar también al no saber y cada vez más apunta a intervenir en los registros in–evaluables de los sentimientos y las relaciones. Un procedimiento que el neoliberalismo supo realizar con creces a partir de la Teoría del Capital Humano que extendió el registro de lo económico a esferas de la existencia que no estaban atravesadas por el mismo, pero que mucho antes de su existencia ya fue experimentado en cierta forma por la lógica examinadora cuando, por ejemplo, durante el siglo XIX se involucraba a la comunidad para los exámenes escolares y esta lógica colonizaba así lo público con su correspondiente cuota de premios y castigos, vergüenza y humillación pública. Sin ánimos de imitar su lado punitivo, las autoras referidas rescatarían el resto del procedimiento en tanto posibilidad de situar la razón evaluadora «en coordenadas más públicas y colectivas» y no como «una rendición de cuentas unidireccional, sino como un lugar de llegada de diversas acciones y actores» (Dussel y Southwell, 2008: 28–29)[6]. Pero que las coordenadas de la rendición de cuentas sean públicas y colectivas no garantiza la ausencia de lo unidireccional que, por más multidireccional que se plantee, tiene el mismo lugar de llegada para una diversidad de actores y acciones o, en otras palabras, conduce a dar cuenta de un proceso y este, en la medida que no se ajuste al normal esperado para su aprobación, podrá siempre ser calificado de insuficiente públicamente y marcado con ese significante –más allá de que luego se ofrezca la decisión política que deba ponerse en juego para superar dicha situación (y regularizarla o, directamente, normalizarla)–. De aquí también toda la cantinela sobre «la responsabilidad» que a liberales y neoliberales les gusta tanto. Tal vez se olvide lo señalado por Tenti Fanfani (2003) sobre que el reconocimiento público y formal del rendimiento agrega su propia fuerza específica a esos tipos de rendimiento o diferencias construidas como desigualdades, contribuyendo a reproducirlas en el tiempo o, básicamente, a naturalizarlas. Tal vez por eso dicho autor sostiene que «las evaluaciones ofrecen, más que una utilidad social, un servicio técnico–pedagógico» y «Si la evaluación ha de servir sobre todo como una herramienta pedagógica, los docentes se constituyen en los usuarios privilegiados de sus productos» (Tenti Fanfani, 2003: 193–194).
Pero los docentes ¿hasta qué punto podrían usarla sin ser usados por ella, es decir, por su tipo de racionalidad y lógica fundamentalmente crueles? Dicha expresión da a pensar que los docentes parecen ser el medio de un tipo de racionalidad que los necesita para generar sus productos y reproducirse (no sin diferencias) infinitamente haciéndoles creer que ostentan una situación de privilegio cuando en realidad son los rehenes de su propia exclusión o, a lo sumo, un mero engranaje de la matrix y su colonialidad. Docentes como productores de la razón evaluadora, seducidos por los privilegios en el uso de su producción, ¿hasta qué punto no opera la misma lógica que Marx describió en el Fetichismo de la Mercancía? Los datos, las notas e informaciones ¿no serían precisamente la mercancía que se encuentra en producción o transacción?
La responsabilidad asociada a la evaluación o a la rendición de cuentas, y que la dictadura en su lineamiento de política educativa le dio un lugar primario, aparece enfatizada en otro artículo de El Monitor de la mano de Margarita Poggi (2008) que encuentra en la accountability su par inglés difundido desde la década del ochenta con la avanzada neoliberal que, entre otras cosas, fortaleció los discursos sobre la autonomía escolar, los sistemas de recompensas y sanciones, la producción de estándares y el desarrollo de sistemas de evaluación focalizados en resultados. En este marco, si atendemos lo trazado por Poggi (2008), el uso del término ‘responsabilidad’ quedó estaqueado a una primacía ego–lógica del sujeto que jurídicamente se concibe como racional–consciente y dueño de sus actos, moralmente siempre relacionado a la culpa, y políticamente anudado a tomar a cargo consecuencias decisionales que atañan a otros. Frente a tamaña resonancia moderna –y aún vigente– de la «mayoría de edad» kantiana, queda por pensar una idea de responsabilidad más jugada como una respuesta de infancia o una infancia de respuesta, no infantilizada, para este problema que involucra a sujetos no siempre dueños (atravesados por diferentes desposesiones) de sus actos, no siempre conscientes (atravesados por el inconsciente), no siempre morales (atravesados por la ética) y no siempre políticamente correctos (atravesados por el conflicto a partir de indecidibles)[7].
II. CONTRAPESO: O EDUCACIÓN, O EVALUACIÓN. LLAMAMIENTOS, EVOCACIONES, REBELIONES
Suele reconocerse que los términos ‘evaluación’ y ‘examen’ portan connotaciones diferentes, pero se tiende a pensarlos conjuntamente porque «en el uso cotidiano ambos son intercambiables, y ello habla de cadenas semánticas entrelazadas» (Dussel y Southwell, 2008: 29), al mismo tiempo que involucran decisiones políticas y técnicas. El juego de sustitución equivalencial e intercambiabilidad es propio de la razón evaluadora, ya que posee e impone también esa flexibilidad semántica. No obstante, por más que el examen se subsuma o recicle de diversos modos al interior de la razón evaluadora, podemos seguir el juego propuesto para leer no solo lo explorado hasta aquí en clave de una dimensión crítica–genealógica de la razón evaluadora en las páginas de la historia de las ideas pedagógicas argentinas, sino para re–leer algunos textos clásicos de finales del siglo XIX y comienzos del XX que en su radical oposición a los exámenes siguen dando que pensar respecto de lo que de esa problemática se aloja en la razón evaluadora.
Ya en 1882, el pedagogo español Francsico Giner de los Ríos alerta sobre las pruebas de estudio como la mayor censura de un sistema en el cual «o el profesor ignora el fruto de sus esfuerzos en personas que ha tenido a su lado todo un curso (y más tal vez), o se somete a una fiscalización por parte de otros profesores, autoridades académicas y aún administrativas» (Giner de los Ríos, 1889: 120), lo cual considera una situación depresiva para la probidad docente y harto ilusoria en sus resultados. La operación de ubicar la censura en medio de una elección forzada en la que un procedimiento evaluativo conduce o bien a ignorar los afectos y efectos de un proceso pedagógico, o bien a más evaluación (fiscalización de terceros), abre una nueva dimensión del problema que ataña a la libertad de expresión de los procesos educativos cuando estos no devienen en judicativos. De aquí su consideración del asunto como lesivo para la probidad docente y casi un anticipo freudiano del porvenir de una ilusión cuando se cree tan certeramente en los resultados evaluativos.
Unos años más tarde, en 1894, Giner de los Ríos formula explícitamente el antagonismo «O educación, o exámenes» que bien haríamos en reformular si lo planteamos en nuestra época que se dirime en si la docencia tiene que ver con estar siendo enseñantes o tiene que ver con ser evaluantes. O educación o evaluación, esta sería la brecha irreductible que lo político traza en el terreno docente contemporáneo. Y es que lo que está en juego, nada más ni nada menos, es el sacrificio de la educación a la evaluación donde
«tratan al niño como un instrumento que hay que preparar para ganar dinero (…) como se educa a un potro para las carreras; sin miramiento alguno respecto de su porvenir, destruyendo su robustez y su resistencia a las enfermedades, ya inmediatamente, ya a la larga, y con ella su mismo vigor intelectual (…) La emulación, una de las formas inferiores de la lucha animal por la existencia, desmoraliza, obliga a desatender los fines superiores de la educación y hace imposible la diversidad y originalidad en ésta, imponiendo a todos un tipo único: el que ha de dar la victoria en el concurso. El maestro, esclavizado a una tarea servil, no puede consagrar lo mejor de sus fuerzas a aquello que más responde a su vocación y que él realizaría con superior desempeño; sino a ese ideal de satisfacer a los examinadores: todo lo demás es, o perjudicial, o cuando menos artículo de lujo, que no hay tiempo ni posibilidad de atender. Mientras tanto, por su parte, el discípulo tiene que encogerse de hombros ante la idea nueva, la investigación original, el punto de vista personal y fresco, que es lo único que puede despertar su interés, abrir su espíritu, dilatar su horizonte, fortalecer su inteligencia y su amor al saber y al trabajo. ¿De qué le sirve todo esto en el examen? (…) No hay más que una necesidad: ser aprobado, llevarse la nota, el premio (…) El sacrificio de las facultades superiores a la rutina; el rápido olvido de lo que de ese modo y con tal fin se «aprende»; el cultivo obstinado de la superficialidad para tratarlo todo, compañera inseparable de la incapacidad para tratar a fondo nada; el deseo, no de saber, sino de parecer que sabemos; la presión para improvisar juicios (…) que engendra (…) la ligereza, la falta de respeto, la indiferencia por la verdad; la subordinación de la espontaneidad y la sinceridad al convencionalismo de las respuestas a un programa; la habilidad para cubrir con la menor cantidad de sustancia el mayor espacio posible; la disipación (…) de fuerzas; el disgusto de todo trabajo que no tiene carácter remunerativo… he aquí los gravísimos males de un sistema pedagógico (…) que trae consigo por necesidad la corruptio optimi y suprime las más nobles influencias para una sana educación» (Giner de los Ríos, [1894] 1993: 74) –énfasis original–.
Como si se tratara de un vaticinio sobre lo que sería la Teoría del Capital Humano, Giner de los Ríos anticipa crudamente la dimensión utilitaria–económica de la razón evaluadora que a tanta gente ha enfermado (somatizando todo tipo de manifestaciones psico–físicas) a causa de la lógica de rendimiento que siempre pide más y un mejor puesto en la carrera, una mejor suerte en el concurso y una mejor calificación en la evaluación. De aquí el recurso a la emulación como forma de imitación o igualación de un funcionamiento en lo que a una persona, un dispositivo o programa se refiere y que no termina más que por hacer perder el ánimo o la esperanza cuando no se da la talla, no se llega al sujeto ideal, al ideal del Yo, al sujeto trascendental que la razón evaluadora estipula –funcionamiento analizado en Giuliano (2019e)–. De este modo, docentes y estudiantes pueden hundirse en la neurosis obsesiva que intenta satisfacer a sus evaluadores de la mejor manera y al menor costo posible. De ahí que todo lo que no entre en las coordenadas de lo evaluable esté de más, puesto que no generará valor en la escala preestablecida o hará perder el tiempo programado (y ajustado) a circunstancias productivas precisas. Así, no restaría más que encogerse de hombros, cerrar el espíritu, disminuir el horizonte por concentrarse en el fin, en la meta, en la victoria que siempre tiene forma de número y podio de juicio, y que finalmente nos convertirá en, para evocar a Ramos Mejía, «simuladores del talento». Pues se prioriza la necesidad de la demostración, el hacer parecer[8] que se domina algo (una materia, una unidad, un programa), es decir, escenificar una simulación del saber (y no su experiencia), el establecimiento de una impostura (y no de una postura singular), el cuerpo que se despojado de alma o el alma despojada de cuerpo, una forma de corrupción que algunos creen óptima.
«Pues, por este camino, al joven ya no le importa comprender: el mundo en que vive, las fuerzas que ha de manejar, la humanidad a que pertenece, ni trazarse un ideal elevado para su conducta. A este ideal, se sustituye otro, separado de aquél por un abismo, y que, salvo para el desesperado esfuerzo de una exigencia momentánea, es completamente infecundo. Y, hasta a aquellos que son capaces de sentir otra clase de estímulos, se les fuerza a doblegarse a la conquista del éxito, la fama y el dinero. (…) jamás los exámenes florecen, como allí donde el monólogo diario del profesor pone un abismo entre él y sus alumnos. (…) En cuanto a los que defienden el examen como prueba de la enseñanza que da el maestro (opinión bastante arraigada antes en Inglaterra con respecto a las escuelas primarias, en el pésimo sistema del payment by results, hoy ya felizmente derogado), cualquiera otro medio sería preferible: la publicación de libros, de trabajos, de resúmenes e informes acerca de la obra realizada en cada curso» (Giner de los Ríos, [1894] 1993: 75).
Como puede observarse, Giner de los Ríos anticipa –más de un siglo atrás– una de las tesis claves de Rancière (2010) sobre el abismo que, en la lógica de las relaciones pedagógicas, separa el saber y la ignorancia o, más precisamente, las posiciones de saber y las posiciones de ignorancia. En ese abismo, caracterizado por Rancière (2010) como una «distancia embrutecedora», quien detenta la posición de saber riega las flores de la razón evaluadora y el propio jardín (que Voltaire sugería cultivar) puede cubrirse de floridos exámenes (siempre fieles a una lógica desigualitaria e individualista). El monólogo o la relación mono–lógica, que instala ese abismo entre docentes y estudiantes, se encarga de explicar interminablemente (tanto como embrutece performativamente) la auto–justificación de su posición y que requiere de posiciones de ignorancia que validen su lugar, su reparto y su separación. El «pago por resultados» es un gran ejemplo de cómo se alimenta esta lógica desigualitaria abismal hasta nuestros días: mejores resultados en pruebas internacionales suelen prometer mejores flujos de financiamiento para educación, pero esto no se realiza sin corporaciones de saber que establecen ignorancias a evaluar, es decir, enseñar la propia incapacidad de modo tal que el rendimiento óptimo sea la ilusión de saber o la zanahoria tras la cual sociedades y culturas radicalmente diferentes compiten en pos de un lugar en el podio del saber. Por esto también la conquista de la fama, el éxito y el dinero van tan de la mano con estos procedimientos de la razón evaluadora, se trata de una promesa siempre falsa (como la «igualdad de oportunidades») que necesita de gentes que pierdan para sostener desde abajo la pirámide que hace al podio o al ranking de turno.
No resulta extraño entonces que frente a un tipo de racionalidad que tiende a disipar fuerzas, se junten cientos de personas de diversos ámbitos a oponerle resistencia[9]. El texto de Giner de los Ríos ([1894] 1993) documenta una de estas acciones en la que más de cuatrocientos profesionales de diferentes ámbitos (filólogos, naturalistas, filósofos, pedagogos, industriales, historiadores, antropólogos, médicos, sociólogos, artistas, editores, escritores, funcionarios públicos, arqueólogos, entre otros) toma posición conjunta para enfrentar al régimen examinador, convirtiendo así el texto en un parlamento de testimonios críticos. Entre ellos, destaca el del filólogo alemán Max Müller que habla de cómo se acaba el placer del estudio al pensarse solo en el examen que quita la libertad de extraviarse en los textos y establece una dirección forzosa que va produciendo de año en año «una verdadera ‘náusea’, que comienza por el fárrago indigesto, cuya deglución se le impone, y acaba por extenderse a todo el libro, al verdadero estudio y a la ciencia» (Giner de los Ríos, [1894] 1993: 76). Se trata de un padecimiento, más precisamente del sufrimiento de métodos serviles que, por mucho que se estudie, siempre perjudican si no se «aprendió» (y descifró) a tiempo el discurso favorito del evaluador, además de que restan tiempo y ocasiones para esa «pereza inteligente» a la que Max Müller consideraba como posibilitadora principal de la lectura sin más y del verdadero estudio (muy al contrario de esa lectura pragmática en la que se indica lo que se debe leer, incluso página por página, y que algunos también llaman «estudio»). Siguiendo esta idea, el verdadero estudio necesita tiempo libre (o scholè), tiempo de pereza, tiempo de aventurarse en la lectura, todo lo contrario del tiempo evaluador que no admite lugar ni ocasión para la vagancia, la errancia y la libertad de vuelo en las textualidades[10].
Por su parte, para el historiador inglés Edward Augustus Freeman, el examen convertido en el fin fundamental de la vida universitaria es una especie de deporte dirigido a atormentar estudiantes a quienes se les pide que retengan datos en su memoria hasta el día en que les sean requeridos (y olvidarlo todo en cuanto pasa, claro) e hizo de la universidad un cuerpo «cuyos miembros se ocupan, respectivamente, no en estudiar, sino en examinar, o ser examinados» (en Giner de los Ríos, [1894] 1993: 77). El atiborramiento cuantitativo afín a la razón evaluadora reduce la conversación educativa y el estudio a una mera preparación para… Por eso, algunos pensadores como Freeman sostienen que, en realidad, solo se puede comenzar a estudiar cuando la examinación acaba y con la suerte de que esta no haya acabado también con las ganas de hacerlo. De aquí la sobrecarga de exigencia que el positivista Frederic Harrison atribuye en sus «nueve décimas partes» al examen y no al estudio, lo que también alimenta una maquinaria capaz de capturar a cualquiera y moldearlo, más allá de su situación social, en la obsesión por «aprender» una serie de respuestas a un programa dado. Asimismo, Harrison observa que se perfilaron dos nuevas maneras de hacer negocios en el mercado: la de examinador y la de preparador para exámenes.
La vigencia de estos cuestionamientos puede verificarse cuando al día de la fecha se encuentran posiciones que no solo pertenecen a evaluadores o técnicos propiamente, sino también a filósofos de la educación que defienden el examen tanto (y a veces con mismos argumentos) como los psicólogos conductistas de la década de 1960. Frente a esto, cualquiera podría tentarse a recordar a Don Francisco cuando habla de un distinguido profesor español que defendía el examen precisamente por esa especie de «gimnasia» nerviosa que implica, a lo que él responde que «así se podría también defender la conveniencia de las convulsiones epilépticas para adquirir soltura de movimientos» (Giner de los Ríos, [1894] 1993: 78). Olvidan con frecuencia las etiquetas que se plantan a estudiantes y que nada tienen que ver con el estudio, ni con sus aptitudes, ya que «Saber no es lo mismo que saber responder a un programa» que además se plantea como «medida del universo: lo que no está en él, no lo han de preguntar en el examen; y lo que no han de preguntar en el examen ¿para qué sirve?» (Giner de los Ríos, [1894] 1993: 78–79). Claro que para nada que genere utilidades o ganancias en buenas notas, «si total no va a tomarse en la prueba» (podría pensar cualquier estudiante con entrenamiento en pasar exámenes y en descartar todo lo que no genere utilidad en su lógica).
Para William Armstrong, un ingeniero famoso por fabricar cañones en su época, una educación funesta es la que pretende llenar de cosas la inteligencia en vez de despertarla y en lugar de estimular facultades creadoras, las comprime bajo la presión de la uniformidad y el mecanismo. Así, el objeto fundamental de la educación se planteaba relacionado a la mayor armonía posible entre cuerpo, espíritu y placer, lo cual era incompatible con el prurito de la epidemia de exámenes. De este modo, los exámenes se perfilaban a convertirse en «el más implacable monstruo que el mundo haya conocido jamás en la realidad y en la leyenda» (Giner de los Ríos, [1894] 1993: 80) por la cantidad de jóvenes que caían en sus garras y los efectos subjetivos tremendos que producía: dependencia (de consignas) para aventurarse en alguna exploración, caída o reducción del deseo de saber, disminución de la capacidad de observación y de la reflexión sobre lo observado, apatía generalizada para preguntar(se) o entusiasmarse con cualidades y conocimientos, conformismo negligente, entre otros. Por supuesto, no se consideraba inepta a la juventud, sino víctima de una enfermedad adquirida (cuyo remedio algunos lo visualizaban en el manejo libre de libros y la promoción de hábitos de investigación)[11], pero la salida forzosa no sería fácil y podría perecerse en medio de la aterradora competencia que incluye influjos corruptores de toda sinceridad como «adular hipócrita y servilmente las opiniones de sus jueces» (Giner de los Ríos, [1894] 1993: 80).
Profundizando el argumento, el educador rural y escritor australiano William Catton Grasby sostiene que los exámenes no pueden dar medida de la inteligencia ni de los conocimientos, al tiempo que son perniciosos para el bienestar intelectual y físico por ser causa de cierta cantidad de inmoralidades –en varias formas– entre docentes y estudiantes. Pero el mayor mal que les atribuye, como criterio de los resultados de la enseñanza, es la falsa idea que engendran de que la educación consistiría en el conocimiento de unos cuantos hechos y en la aptitud para ejecutar unas cuantas operaciones mecánicas, no en el poder de pensar y en el amor al saber (traducción posible de la palabra filosofía). Aquí podría sumarse la idea de Whille (filósofo alemán interesado en la emancipación) acerca del examen como instrumento de tortura para docentes y estudiantes que solo prueba, no una formación, sino una nivelación militar según las normas prescritas.
Sorprendería incluso encontrarse con la posición del idealista alemán Friedrich Paulsen, para quien todos los medios para «estimular» el estudio no sirven para aprender, sino para obligar a memorizar catecismos de preguntas y respuestas que coartan la libertad de estudios y conducen a meros repasos y compendios, por lo que los exámenes le resultan desagradables y perjudiciales tanto para examinandos y examinadores. Pues, para Paulsen, el verdadero objeto de la educación se concentra en excitar un nuevo modo de vida y esto es algo que jamás podría lograrse con coacción ni con prácticas mecánicas.
De nuestro lado del charco podríamos recordar al pedagogo argentino Carlos Vergara (1916) que tenía la esperanza de que los exámenes y clasificaciones desaparecieran en cuanto se comprenda lo que es la educación, como fruto de las manifestaciones espontáneas, libres, sin medidas artificiales, de todas las energías de la infancia, de la juventud, de la docencia y del pueblo. Para Vergara, no había nada más contrario a la educación que la violencia producida por los exámenes y las clasificaciones.
Por último, y para dejar abierta esta travesía genealógica de archivos y fuentes que, cual fogón inextinguible, indefectiblemente seguirá poblándose de voces por–venir, no queremos olvidar la contundente voz de Deodoro Roca (2008) que, en 1920, instaba a su comunidad académica a ir preparando la supresión de los exámenes por tratarse de un «sistema radicalmente malo y universalmente fracasado» que, cuando más, «estimula la vanidad pueril y reglamenta lo artificioso» (Roca, 2008: 53–54).
Así queda una gestualidad mnémica que hace presente los sencillos (y tantas veces dejados de lado) nombres del pueblo, primeros en encender el fuego cuyo resplandor acrecienta nuestro paso inflamado por apetitos históricos de liberación.
Referencias
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Notas