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Recepción: 30 Diciembre 2020
Aprobación: 10 Febrero 2021
Resumen: Nuestro desafío es analizar cómo se usa la violencia, comprender sus lógicas de acción y sus condicionamientos. Como resultado de la comparación de dos investigaciones etnográficas proponemos una reflexión sobre las violencias que ilumine tres áreas nodales para la discusión sobre este concepto. Primero, interpretaremos a la violencia como un «recurso» y analizaremos sus criterios de uso. Segundo, estudiaremos las condiciones sociales que definen la utilización de este «recurso». Por último, analizaremos cómo las condiciones de uso se vinculan con las desigualdades sociales.
Palabras clave: violencias, legitimidad, condiciones.
Abstract: Our challenge is to analyze how violence is used, to understand its logic of action and its conditioning. As a result of the comparison of two ethnographic investigations we propose a reflection on the violence that illuminates three nodal areas for the discussion on this concept. First, we will interpret violence as a resource and analyze its use criteria. Second, we will study the social conditions that define the use of this resource. Finally, we will analyze how the conditions of use are linked to social inequalities.
Keywords: violence, legitimacy, conditions.
Una introducción a las violencias
A través de una comparación entre dos trabajos etnográficos, uno con policías de la Provincia de Buenos Aires y el otro con miembros de una «barra brava»,1 proponemos reflexionar sobre las condiciones sociales que habilitan el uso de las violencias. Para ello interpretaremos a la violencia como un «recurso» que se moviliza según los contextos y las relaciones sociales. Nos interesa analizar cómo se usa la violencia y cómo este uso está condicionado.
Trabajaremos en la comparación de experiencias etnográficas. El primer trabajo de campo se realizó entre el 2004 y el 2008 entre los integrantes de la hinchada del Club Atlético Huracán.2 La «hinchada» es uno de los nombres3 con que se identifican a uno de los grupos organizados de espectadores que acompañan a un club de fútbol. Estos son denominados «barras bravas» por los medios de comunicación, y ellos se autodenominan: preferimos: «hinchada», los «pibes» o la «barra». El segundo trabajo de campo se inició en el 2009 y es una investigación entre miembros de la Policía de la provincia de Buenos Aires.4 En este período se realizó trabajo de campo en dos comisarías, una de zona norte y otra en las afueras de La Plata, y más de treinta entrevistas abiertas y no estructuradas, diez de ellas extensas historias de vida, con policías de distintas jerarquías.5
En ambos grupos la violencia se usa. ¿Pero qué es la violencia? Violencia es un término polisémico y espinoso, difícil de ser abordado desde una perspectiva socio-antropológica. Tenemos un punto de partida: es imposible una definición específica y definitiva del término violencia (Álvarez, 2011; Isla y Míguez, 2003; Garriga y Noel, 2010). Imposibilidad que tiene su sostén en la diversidad de acciones y representaciones así definidas. Cada grupo social denomina acciones y representaciones según el resultado de matrices relacionales contextualmente determinadas. Riches (1988) manifestaba que la nominación de una acción como violenta es el resultado de una disputa por los sentidos de acciones y representaciones entre la tríada: víctima, ejecutor y testigos. La definición de qué es violento y qué no, de qué es aceptado y qué no son campos de debates atravesados por discursos de poder (Isla y Míguez, 2003). Es necesario, entonces, dar cuenta de quiénes, cómo y cuándo definen a ciertas prácticas como violentas.6
Les integrantes de la Policía bonaerense y los miembros de las «barras» no desean ser definidos como violentos. En ambos casos la violencia no es un término nativo. Los “barras” consideran a sus prácticas como «combates» o «peleas»; nunca mencionan que participaron de «hechos violentos» ni, menos aún, que son «actores violentos», sino que afirman ser sujetos con «aguante». Igualmente, nuestros informantes policías, cuando se les pregunta por la violencia policial dan respuestas esquivas o justifican sus prácticas como resultado de la violencia social, no desean ser cargar el mote de violento ni violenta. Policías y «barras» desean correrse del estigma de la violencia. Estudiaremos sus prácticas, aunque no sean definidas por ellos como violentas pero sí por terceros.
Para poder comprender estás prácticas debemos indicar que los sentidos de las prácticas violentas son una elaboración histórica y particular de cada grupo social. Y que sus acciones no pueden ser entendidas, bajo ningún concepto, como una acción carente de sentido (Garriga y Noel, 2010). Rifiotis y Castelnuovo (2011) sostienen que el discurso contra la violencia, el discurso de la indignación, ha transformado a la violencia en la parte maldita de la experiencia social, el resquicio de la sinrazón. Sostenemos que las acciones violentas no son ejemplo de la irracionalidad ni de insania, por el contrario, son prácticas legítimas.
Aquí asoma un eje central de nuestra tarea: rastrear las legitimidades de las acciones violentas. La violencia se define por relación con alguna idea de ilegitimidad. Por tanto, la definición de violenta para con una conducta dependerá de los criterios de quienes realicen la imputación. Observamos que la cuestión de la legitimidad implica una disputa: no debemos olvidar que lo legítimo para una mayoría —o, dicho de manera más precisa, para los sentidos hegemónicos en un colectivo social— puede no serlo para otros actores. Es preciso, entonces, rastrear la legitimidad de los actos para ver qué se define como violencia y qué no.
En estas páginas interpretaremos cómo las acciones que algunes definen como violencia pueden ser una herramienta legítima en un contexto determinado de relaciones sociales para alcanzar ciertos objetivos: un «recurso». Las acciones violentas no sólo tienen sus lógicas sino también sus fines: acceder a bienes materiales o/y hacerse de valores simbólicos relevantes puede ser el objeto de estas acciones que a veces se repudia y, a veces se, aprueba. Entonces, nos proponemos analizar la violencia como un «recurso» y sus modos de uso. Finalizaremos el trabajo con una discusión sobre los condicionamientos que moldean estos usos y debatiendo con la noción de cadenas de la violencia (Auyero y Berti, 2013).
El «respeto» entre el «aguante» y el «correctivo»
La noción de «respeto» aparece recurrentemente entre les policías y los miembros de las «barras». Les policías entienden que deben ser «respetados» o «respetadas», que la correcta interacción, es la deferencia. La deferencia con la autoridad policial señala el curso «normal» de la interacción: obediencia, sumisión y subordinación. Sirimarco (2009) enfatiza que desde el inicio de la carrera policial se construye una distinción —categórica— entre les miembros de la fuerza de seguridad y el resto de la sociedad. Distinción que opera como jerarquización. En función de esta jerarquía les policías sostienen que «los ciudadanos» y «los delincuentes» deben ser respetuosos, atentos y deferentes. Cuando esto no sucede, sienten que son insultados, que la figura policial está siendo deshonrada, y reaccionan con el objeto de acabar con ese ultraje. Cardoso de Oliveira (2004) menciona cómo la dinámica de ciertas interacciones puede ser definida como agraviante para una de las partes cuando la otra no asume las formas de honor que la primera considera correctas.
Entre los «barras» la noción de «respeto» se vincula directamente con la violencia y con la pertenencia al grupo. Ser respetado es, para ellos, ser reconocido y definido por su «aguante», señal que regula la membrecía. Para las «barras», el «aguante» tiene que ver con piñas, patadas y pedradas, con soportar los gases lacrimógenos y otros efectos de la represión policial, con cuerpos luchando y resistiendo el dolor. Pelear, afrontar con valentía y coraje una lucha corporal, es prueba de la posesión del «aguante».
El «aguante» es el concepto nativo que relaciona la lucha con el «respeto». Tener «aguante» es una propiedad de los que hacen del verbo aguantar una característica definitoria y distintiva, una disputa por un bien simbólico sumamente relevante según los estándares grupales. Para acceder a ésta hay que «pararse», «no correr», «ir al frente». El que huye, el que «corre», no tiene aguante. Los integrantes de las «hinchadas» cantan canciones, recuerdan enfrentamientos, muestran cicatrices como testimonio de viejas peleas pero nada de esto testimonia, al fin y al cabo, el «aguante». Es en los enfrentamientos físicos —contra rivales, compañeros o policías— donde se prueban la posesión del mismo. En estas acciones los actores a través de prácticas que otros definen como violentas se hacen del «respeto».
Volvamos sobre les policías. En varias entrevistas y charlas informales escuchamos que les policías sentían que en algunas interacciones les faltaban «el respeto». Repetían indignados que en ciertas oportunidades les insultaban o les trataban de formas incorrectas. Les policías esperan que los traten con deferencia y que se muestren solícitos y serviciales ante sus pedidos. Por el contrario, muchas veces hay burlas, sátiras y desprecio. El irrespeto produce una situación de indignación que puede saldarse con el uso de la violencia: con un «correctivo».
Nuestros informantes nos decían que algunos jóvenes de los sectores populares son irreverentes con la autoridad policial. Cuando estos jóvenes hablan con un policía pocas veces le dicen «oficial» y muchas veces los insultan o los tratan de las formas comunes según su socialización. Estos modales son mal interpretados por les policías, a quienes no les gusta que les digan «loco» o «boludo», y menos, «gato» o «bigote». Estas formas coloquiales son interpretadas como una falta de «respeto». El irrespeto borra las jerarquías, iguala lo diferente. Así aparece el «correctivo» como una acción que restituye el orden puesto en duda por los malos modales de los insolentes.
Cuando nuestros entrevistades hablan del «correctivo», sus gestos imitan el golpe de su puño sobre una cabeza imaginaria. El «correctivo» no siempre es un golpe, sino que puede ser a veces un cambio en la postura corporal, en los gestos o en los tonos que señalan el quiebre de una relación normal. Ante esa señal de autoridad, el interlocutor debería entender las formas convencionales de la interacción con la autoridad. De continuar con lo que para los ojos policiales es una actitud irrespetuosa, la escalada violenta aumentaría. «Coquito», «coscorrón» o «correctivo» son formas válidas y diferentes de denominar a las acciones que usan les policías para reorientar la interacción que se ha salido del cauce que consideran correcto.
«El correctivo» es una medida de deferencia y subordinación. Una respuesta a una práctica de irrespeto considerada como violenta por les policías. Birkbeck y Gabaldon (2002) señalaban que las formas de irrespeto eran un argumento utilizado por los policías para validar el uso de la fuerza.
Violencia como recurso
La violencia física o su potencialidad aparece en los dos casos analizados como una forma legítima de hacerse «respetar». La violencia es un «recurso» en tanto accionar legítimo; es decir, una acción válida para alcanzar ciertos objetivos en un determinado contexto de interacciones.
¿Qué significa, entonces, concebir a la violencia como un «recurso»? Significa interpretar a la violencia y su potencialidad como parte de un repertorio de acción. Siguiendo las directrices de Lahire (2004:55) analizamos a la violencia como pieza de un boceto de presentación y marco para la acción. Es decir, un conjunto de experiencias interiorizadas, aprendidas en socializaciones delimitadas, que funcionan como un esquema de percepción y de disposición a la acción. Los miembros de las «barras» y les policías usan a la violencia. Ser miembro de la «barra» y parte de la policía genera un esquema de acción y de evaluación del mundo, que usa a la violencia de formas diferentes según las interacciones. Una vez más, cabe repetir que estas prácticas son definidas como violentas externamente.
Auyero y Berti entienden a la violencia como un repertorio y señalando algunas de las particularidades a las que nosotros nos referimos con la noción de «recurso», ellos dicen:
Pensar la violencia como un repertorio no quiere decir que todos los habitantes del lugar recurren a ella para resolver sus problemas, de la misma manera en que la existencia de un repertorio de acción colectiva no implica que toda una población se sume a la protesta (Auyero y Berti, 2013:114).
La idea de repertorio señala para estos autores la noción de conocimiento de la práctica y su carácter usual. Sumamos a estas dos nociones la idea de aceptación para dar cuenta de la legitimidad. La violencia es un «recurso» en tanto es usual, aprendida y legítima. Un «recurso» que posee tres caras. Por un lado, comunica una concepción del mundo, exhibe valores y sentidos, marca límites, crea diferencias. Por otro lado, comunica diferencias internas. Por último, la acción violenta es el instrumento que crea y (re)crea esas diferencias. Las tres caras son parte de una misma interpretación, la de la violencia como «recurso». Investigadores han mencionado y enfatizado que la violencia, como acción social, posee una dimensión que tiene como objeto comunicar alguna característica elegida por sus practicantes (Riches, 1988; Segato, 2003). La función expresiva de la práctica violenta puede tener como fin ubicar al actor violento en una posición determinada en una estructura de poder, señalar la pertenencia a un universo determinado de género o marcar la pertenencia grupal. Así, las formas violentas legítimas comunican un límite y marcan jerarquías; señalan dos fronteras. Por un lado, instaura la distancia entre un nosotros y la alteridad; ya sea policías o aguantadores el uso de la violencia señala nociones de pertenencia. Por otro lado, ordena categorías internas; señala clivajes entre diferentes tipos de aguantadores y policías que usan la violencia.
Ahora bien, la acción violenta es una de las herramientas posibles para la ubicación en el anhelado espacio del «respeto». Herramienta que gana relevancia cuando las formas de reconocimiento grupalmente estipuladas son inestables y endebles. La acción violenta es eficaz y útil cuando la pertenencia recorre los caminos del «respeto». Bourgois (2011) mostró cómo diferentes acciones violentas eran vigorosos medios para hacerse respetar entre los vendedores de crack. Las interacciones masculinas en el ámbito de la calle pasan por un alarde agresivo —casi siempre lúdico— que ubica a los actores en una posición en un mapa relacional. Para Bourgois, la cultura callejera necesita de esos alardes violentos para ganar el respeto. Ostentaciones cruciales para reforzar la credibilidad profesional en la economía subterránea de la venta de crak, ya que un vendedor de droga debe mostrar-exhibir su potencial agresivo. La exhibición les permite incluirse en redes sociales. La cultura callejera es, entonces, un estilo de vida que da un valor positivo a las agresiones físicas. El reconocimiento de estos saberes era de una relevancia mayúscula ya que permitía, a quién exhibiera su posesión, hacerse del respeto.
Encontramos aquí una similitud y una diferencia con los casos analizados. En ambos casos las acciones violentas son un medio para alcanzar un estatus deseado, un «recurso». La diferencia radica en el hecho que las acciones violentas son para les policías un «recurso» entre otros y, en cambio, entre los «barras» las acciones violentas son «la» herramienta; ya que es la única forma que tienen para hacerse reconocidos como aguantadores, edificando una distinción para con el resto de los espectadores que no hacían de la violencia un medio en la construcción de sus identidades. Dentro del mundo profesional de las policías hay otras formas de ganar el «respeto» (Garriga, 2016). Álvarez en su trabajo entre campesinos de los andes colombianos analiza cómo la violencia puede ser una herramienta —y no la única— para hacerse del respeto, él afirma: «En una comunidad donde las relaciones de poder son inestables y fluidas la violencia es utilizada para construir una persona. Siendo agresivo un hombre joven es temido y, más adelante, puede tal vez obtener respeto» (Álvarez 2011:182). Las variadas formas de hacerse respetar entre los campesinos muestran un escenario similar al policial.
Las prácticas violentas —en la policía y en la «barra» — son «un» esquema de percepción y de acción. Los resortes de la acción no están sujetos ni determinados por la violencia como «recurso». «Barras» y policías están condicionados por este «recurso», pero pueden manipularlo, usarlo, impugnarlo. Lo hacen según las interacciones y sus propios repertorios estandarizados. Por esto mismo, las lógicas de la acción son impredecibles, ya que actúan en la intersección de sus repertorios —múltiples mas no infinitos—. Así definimos que la violencia no es una particularidad esencial sino un «recurso». Policías y «barras» en algunas relaciones hacen de la violencia su señal de pertenencia, su marca distintiva, pero en otras relaciones manipulan otros «recursos», otras señales. Estratégicamente se usa o no la violencia según las interacciones.
Sobre la legitimidad
Los valores que hacen de la violencia un «recurso» legítimo —tanto para los «barras» como para algunes policías— no están escindidos de otras legitimidades. Muchas veces se oculta la ligazón opacando las continuidades entre las violencias aquí analizadas y las acciones de otres actores sociales. En este apartado deseamos exhibir las atmósferas de legitimidad que constituyen a la violencia como un «recurso». Álvarez (2004) para explicar la legitimidad de las acciones violentas de los narcotraficantes y de la guerrilla en Colombia, dice:
[…] reconociendo que gran parte de las acciones de los diferentes actores sociales son socialmente aceptadas, encuentro que las acciones de la guerrilla y de los narcos aparecen claramente legitimizadas por los miembros de la comunidad. Esta legitimación sería impensable si algunos de los valores de la comunidad no coincidieran con los valores de estos dos actores sociales (Álvarez 2004:197).
Afirmamos que la violencia es un «recurso» legitimado en las interacciones de «barras» y policías con otres actores sociales. Para empezar a reflexionar sobre este tema debemos mencionar que los «barras» no son el único grupo social que tiene prácticas violentas y que muchos simpatizantes que no pertenecen a éste grupo protagonizan acciones violentas. Comúnmente estas no son señales de distinción, marcas de pertenencia.
La violencia como un «recurso» para hacerse del «respeto» es una herramienta cuya legitimidad supera ampliamente los límites de la «banda». Por esta razón, muchos jóvenes que no son parte de las «barras» deciden pelear a golpes de puño para ser respetados. La práctica de lucha, de enfrentamiento físico, excede al ámbito de las «barras», conformándose como una práctica más en el campo de lo político, lo doméstico, lo laboral, etc. Por ejemplo, participé de varias instancias en la que los actores resolvieron sus problemas, que nada tenían que ver con el fútbol, a golpes de puño. Las dificultades que podían estar relacionadas con temas laborales o sentimentales, podían ser concluidas por intermedio de la violencia. Mostrando una legitimidad que supera el mundo del fútbol.
Entre les policías bonaerenses la violencia también es un «recurso» legítimo. Legitimidad construida en un mundo de interacciones sociales que, una vez más, superan el ámbito policial. Analizaremos dos formas diferentes de la construcción de esta legitimidad. La primera está vinculada a la guerra contra el delito. Tiscornia y Sarrabayrouse (2004) sostienen que las policías comparten con la sociedad la representación de la inseguridad en términos de guerra, represión e intolerancia. Nuestros interlocutores repiten hasta el cansancio que en las labores diarias se aprende el «ser» profesional, desvalorizan la instrucción formal de las escuelas y sostienen que la verdadera formación se realiza en las comisarías, en la «calle». Repiten que el policía aprende su metier en las «trincheras», la referencia bélica no es un dato menor al trabajo policial. Chevigny sostiene que esta noción de guerra contra el delito no es una particularidad de nuestras tierras y afirma que:
De Río de Janeiro a Buenos Aires, a Los Ángeles y, cada vez más, a la ciudad de México, tanto los funcionarios electos como los policías se quejan de que los acusados tienen demasiados derechos y que los tribunales son una «puerta giratoria», y sostienen que la policía tiene que «tomar medidas enérgicas» contra el delito; dicen incluso que es necesario montar una «guerra contra el delito» (Chevigny 2002:61).
Esta noción de combate contra la delincuencia es entre les policías uno de los pilares que justifica al «correctivo». La segunda construcción de legitimidad pasa por la representación de la alteridad. En reiteradas oportunidades nos topamos con una frase: «no tienen derecho a nada». Nuestros informantes señalaban por medio de esta expresión a ciertos delincuentes que a sus ojos no tendrían derechos. En esta categoría se encontraban los que habían roto las formas morales básicas para con la sociedad y no para con la policía: los violadores, los que golpean a ancianos, los que maltratan a los niños. Estas transgresiones generan una indignación que justifica el «uso» de la violencia. Silvia, en una charla nos decía que los violadores eran los presos más sumisos dado que sabían que el delito que los había arrastrado hasta la cárcel los convertía en una especie de parias carentes de todo tipo de derechos. El desprecio por estos delitos moralmente inaceptables es similar al que asoma en los medios de comunicación y en el discurso convencional.
Así, el punto de apreciación policial sostiene que existen delincuentes que no merecen un trato correcto ya que han violado las normas básicas de convivencia en la sociedad. Sobre estos, seres indignos, la violencia es el trato justo que «se merecen»; el «uso» de la violencia, entonces, está justificado por lo aberrante del delito. Los casos analizados –ambas formas de justificación- revelan que el uso de la fuerza se legitima en la sanción moral, hay personas que se «lo merecen». Las construcciones de los «otros» (Sozzo, 2002) son centrales para definir quiénes son los sujetos morales dignos de ser violentados. Una construcción maquiavélica, que define buenos y malos, que instituye barreras en términos morales, autoriza interacciones violentas. El mérito tiene una arista moral. Birkbeck y Gabaldon (2002) sostenían que para los policías el uso de la fuerza era más posible ante individuos moralmente cuestionables.
En ambos casos —«barras» y policías— la violencia es un «recurso» que se legitima en interacciones que superan los límites grupales. Así observamos que las prácticas violentas son consecuencia de entramados relacionales imposibles de interpretar como resultado del confinamiento social. Hasta aquí hemos exhibido los vínculos existentes entre las acciones de policías y «barras» con otres agentes sociales para dar cuenta que la construcción de legitimidad de la violencia como «recurso» no es el resultado del aislamiento grupal sino de un entramado que supera a los grupos. Reforzar esta idea nos permite dar cuenta de los condicionamientos para con las prácticas violentas. Nos cabe ahora analizar cómo el «recurso» de la violencia se usa según contexto, actores y relaciones.
Modos de uso
Para comprender qué tipo de «recurso» es la violencia es necesario dar cuenta de sus lógicas de uso. El «respeto» es para los «hinchas» una marca de distinción, una práctica que edifica límites y señala formas legítimas de ubicarse de un lado o del otro de estas líneas divisorias. Los «hinchas» con los que conversamos sostienen que era en las peleas con «hinchadas» adversarios y nunca con simpatizantes que no participaban de estos grupos donde se disputaba al «aguante», donde se ganaba o se perdía el «respeto». Lo inconcebible, lo intolerable, en esta regulación de la violencia es la falta de solidaridad entre pares en caso de enfrentamiento. Los «pibes» no pueden aceptar que un colega reniegue de un enfrentamiento y huya abandonando a sus compañeros. Afirman que los que reciben entradas, los que viajan en los micros, los que reciben ropa, deben «pararse», o sea, pelearse. Los que no tienen esta actitud están siendo poco solidarios con sus compañeros y sobre ellos recaen las peores sanciones, que pueden ir desde negarles entradas y favores hasta golpearlos ferozmente. El «respeto» se gana o se pierde peleando contra «barras» rivales y mostrando compañerismo en los enfrentamientos físicos.
Ahora sigamos estas lógicas en la policía. La lógica del «respeto» instituye en qué circunstancia puede irrumpir el uso de la violencia como respuesta a lo que les policías sienten como una afrenta. Es decir, no todas las injurias. Las faltas de «respeto» son concebidas como injuriantes pero se actúa de diferentes formas según quién sea el ofensor, quién el ofendido u ofendida y los contextos agraviantes. Tres datos nos permiten alumbrar la complejidad de esta lógica.
Por un lado, existen formas de irrespeto de la alteridad sobre la autoridad policial que son toleradas. Numerosas veces les policías recuerdan interacciones donde un ciudadano o un funcionario público les faltó el «respeto» —que ellos dicen merecer— y, sin embargo, no actuaron violentamente por temor a represalias. Les policías se imponen formas de tolerancia hacia el irrespeto de los ciudadanos cuando éstos pueden ejercer alguna forma de poder. Pueden tolerar la insubordinación de un «civil» que posee saberes o contactos para interponer un reclamo ante el abuso policial. Birkbeck y Gabaldon (2002) afirmaban que ciertos usos de la fuerza estaban orientados para con los sujetos que no podían establecer un reclamo ante la justicia o que su reclamo no sería creíble.
Por otro lado, la reacción policial —ante lo que para elles es una ofensa— está superpuesta con otras particularidades sociales del policía. El género, la clase, la edad y otras variables median en que un insulto sea o no sea tolerado. En varias conversaciones notamos que la misma ofensa era interpretada como más o menos humillante, según el género. Las ofensas eran para los varones una degradación más vergonzosa, que hería no sólo el «respeto» que merecen como policías sino también las nociones de hombría que muchos de ellos mostraban continuamente en sus charlas.7
Por último, los contextos en los que se desenvuelven las interacciones de irrespeto son centrales para entender la reacción policial. La situación de posibilidad de la violencia también está mediada por las formas de control que recaen sobre les policías. Por ello, cuando el lente social se posa, con obstinada sapiencia, en las acciones policiales, sienten más limitada su capacidad de reacción ante el irrespeto.
Por todo esto, sostenemos que el uso de la violencia vinculado al irrespeto está condicionada por tres variables: contextos, interacciones y posiciones sociales de les policías. Es así que observamos que la violencia como un «recurso», a veces se usa y a veces no. Esta idea no solo refuerza la razonabilidad de la violencia sino que permite comprender que les policías no son «sujetos naturalmente violentos» sino que hay escenarios y contextos que legitiman la utilización de este «recurso».
En la misma línea de razonamiento decíamos que los «barras» dicen «aguantársela» pero hay que aclarar que en determinados contextos no usan la violencia. Así sucedió el día que la «hinchada» de Huracán decidió no enfrentarse a sus pares de Chicago. Éstos habían tirado un portón que separaba ambas parcialidades y a través de una reja invitaban a los de Huracán a pelear. La invitación nunca fue aceptada. Los Quemeros los esperaban sin tirarles piedras y sin intentar tirar la reja que los separaba. Al otro día varios «barras» explicaron lo acontecido. Distintos argumentos usaron para justificar la pasividad de la «banda» de Huracán. Unos dijeron que los «hinchas» de Chicago, al ser locales, estaban moralmente obligados a ir a buscarlos y ellos por ser visitantes a esperarlos. Según un hincha la parcialidad de Chicago «tenía que romper la reja». Otros me contaron que la reacción de Huracán podía terminar con una quita de puntos que perjudicaría la lucha del equipo en el torneo de fútbol. Y un tercero, con un tono intimista, me dijo «viste cuántos eran», dando a entender que la superioridad en número del rival hacía de la reacción Quemera una derrota segura.
Así, los «barras» buscan el momento justo para hacer públicas, para hacer visibles, las señales del «aguante» y reconocer cuándo, cómo, contra quién y dónde probarse. Es decir, que es un conjunto de saberes que debe ser explotado en situaciones determinadas y en ciertos contextos estipulados. Los integrantes de las «hinchadas» saben que el «aguante» es aceptado en un campo y en otros no; y por ello, reconocen lugares y situaciones donde exteriorizarlo u ocultarlo. Por ejemplo, en las negociaciones con los dirigentes deben exhibir la posesión del «aguante», pero teniendo en cuenta las circunstancias y las interacciones a veces no conviene hacer efectiva la práctica que los distingue.
En ambos grupos las acciones violentas son «recursos» para hacerse de prestigio según los sentidos legitimados. Usos contextuales y limitados a ciertas interacciones; usos estratégicos que impiden concebir la violencia como una particularidad irreflexiva del ser grupal. Así, definimos que la violencia no es una particularidad interiorizada y pre reflexiva sino un «recurso».8 Así, se usa a la violencia según criterios de legitimidad contextuales. Es tiempo de analizar las condiciones que moldean el uso de la violencia como un «recurso».
Recurso: condicionado y condicionante
Hasta aquí hemos estudiado el proceso por el cual la violencia se constituye como un «recurso», y cómo se usa. Ahora es necesario reflexionar sobre lo condicionado y lo condicionante del mismo. Primero proponemos, complejizando y ampliando las reflexiones anteriores, analizar cómo se distribuye desigualmente este «recurso» para ver cómo el mismo condiciona a los actores.
En una entrevista, un miembro de la «hinchada» me reveló que en algunas interacciones se ponía «el disfraz de barra». Cuando la situación lo ameritaba, él sacaba a relucir gestos, modismos, frases que lo ubican dentro de la comunidad aguantadora. Contaba en tono jocoso cómo de esa forma conseguía ropa de los jugadores o algún favor de los dirigentes. El «recurso» es contextual y tiene que ver con el tipo de relaciones que establecen las personas. En cada contexto, explota y juega con roles. Los miembros de la «hinchada», además de ser aguantadores, son padres, maridos, trabajadores, ladrones, entre otras funciones sociales. En cada una de esas dimensiones de la vida serán otros los recursos que guíen sus interacciones. Otro de los «pibes» me contó, como contraejemplo de lo expuesto, que cuando iba a buscar a su hijo al jardín se ponía «el disfraz de padre». Esto es un ejemplo de la multiplicidad de roles y los recursos asociados a éstos. Pero también, y por sobre todas las cosas, es un claro ejemplo de los condicionamientos que tienen que ver con la trayectoria biográfica de cada individuo, que habilita distintos «disfraces».
Interpretar a las acciones violentas como «recurso» requiere analizarlas como piezas de un repertorio. Lahire (2004:55) toma la noción de repertorio para referirse al conjunto de experiencias interiorizadas, aprendidas en socializaciones delimitadas, que funcionan como un esquema de percepción y de disposición a la acción. Los miembros de las «barras» y les policías usan a la violencia en el marco de un repertorio. Ambos grupos generan un esquema de acción y de evaluación del mundo, que hace de la violencia uno de sus «recursos» de acción. La violencia es un «recurso» en tanto es una acción legítima, en el marco de un mundo relacional, que se usa para alcanzar ciertos fines. El conjunto de repertorios hace de la violencia un «recurso» —diferencial y diferenciante— según les actores. Lahire, al respecto nos dice que:
[...] Desde el momento en que un actor ha sido colocado, simultáneamente o sucesivamente en el seno de una pluralidad de mundos sociales no homogéneos, y a veces incluso contradictorio, […] nos encontramos con un actor con un stock de esquemas de acción o de hábitos no homogéneos, no unificados, y, en consecuencia, con prácticas heterogéneas, que varían según el contexto social en que se ve obligado a evolucionar. (Lahire, 2004:47)
La violencia se sedimenta de formas diferentes según según las trayectorias y el conjunto de relaciones sociales. Estas formas disímiles hacen que nuestros informantes algunas veces «usen» el «disfraz de barras» y otros, por el contrario, el «disfraz de padres». Las relaciones predominantes son distintas en ambos casos, y esto es el resultado de los tipos de relaciones que moldean la acción. El «aguante» es un «recurso» condicionado por las limitadas relaciones de los sujetos y por las formas en que estas se sedimentan en los actores. Es decir, un joven que desde su niñez ha sido interiorizado en este tipo de relaciones sociales difícilmente pueda establecer otros criterios relacionales que no parezcan, ante sus ojos, carentes de hombría y faltos de «aguante». Aquellos actores que tienen más repertorios, como resultado de estar insertos en diversos mundos sociales, poseen otros recursos y más capacidades para manipular sus acciones distintivas.
Ahora bien, sin mencionarlo en términos de disfraces, el «correctivo» como «recurso» instaurado y legítimo hace que les policías se ajusten o relacionen con dicho ideal aceptándolo, impugnándolo parcialmente, interviniéndolo. Este ideal policial, a pesar de sus críticas parciales, «condiciona» y moldea la acción. Sin embargo, les policías jamás son reducibles a su ser profesional. La institución policial intenta crear condiciones de socialización que restringen la heterogeneidad sólo a su dimensión profesional, pretende fundar una configuración que borre la diversidad, crear una imagen que los defina y diferencie. Pero este ejercicio es imposible, dado que las formas de socialización nunca reducen al mundo policial. Les policías están insertos simultáneamente en una pluralidad de mundos sociales y las lógicas de la acción policial son plurales porque sus repertorios son plurales. El universo profesional crea condiciones de socialización coherentes y suficientemente homogéneas. Crea un ideal de separación pero no puede reducir les policías a un solo esquema de acción.
Sin embargo, sería de una gran miopía analítica negar que las formas de interacción del mundo policial —donde se busca legitimar un modelo— se sedimentan en formas de ver el mundo y de actuar. Las interacciones cotidianas, atiborradas de valores morales, sentidos y esquemas de percepción, son incorporadas. Se entrelazan —a veces armónicamente, o de manera conflictiva en otras ocasiones— esquemas diversos de percepción del mundo que se ponen en escena según los diferentes contextos e interacciones. Ahora bien, la incorporación de este modelo es diferente según les actores. Los modos de ser policía, surgen de la articulación del repertorio profesional con las características de cada actor. Género, clase, jerarquía y edad son variables que desdibujan los efectos homogeneizantes del «correctivo» como «recurso». En la interiorización de la configuración de un modo de ser policía es relevante la particularidad de cada actor (Suárez de Garay, 2005). Esta particularidad es el resultado de las diversas tramas relacionales.
Para finalizar, retomamos una vez más los aportes de Lahire (2004) quien sostiene la necesidad de pensar la multiplicidad de habitus que poseen les actores en nuestras sociedades actuales. Este autor combina la idea de repertorio con la idea de almacenamiento para reflexionar sobre las lógicas de la acción. Los resortes de la acción son el resultado de los diferentes esquemas de acción que hemos interiorizado en nuestras diversas relaciones sociales. La diversidad de las interacciones, genera una pluralidad de esquemas de acción que hace imposible reducir la lógica de la acción de los «barras» o de les policías a uno solo de sus repertorios; tampoco debemos olvidarnos de cómo este «recurso» condiciona la acción según las situaciones y las legitimidades.
Condiciones y cadenas
Sosteníamos en el apartado anterior que el uso de la violencia como un «recurso» estaba condicionado por los otros recursos que moldean la acción. Nos cabe en este último apartado reflexionar sobre la distribución social del «recurso» de la violencia y su vínculo con las condiciones estructurales. El uso de la violencia como «recurso» está desigualmente distribuido en nuestra sociedad. Algunes actores lo usan más que otres. Obviamente que el uso de la violencia está vinculado a la posesión de otros recursos; al stock de recursos que tiene cada repertorio. Por esto, no podemos dejar de mencionar que la distribución desigual del uso del «recurso» de la violencia en nuestra sociedad tiene relación con condiciones estructurales de la sociedad, como la pobreza, la marginación, la indigencia, la inestabilidad laboral, la precariedad etc.
Consideramos que existe una relación entre el uso del «recurso» de la violencia y las condiciones estructurales, pero sugerimos que esta relación es sumamente compleja. Aquí es necesario mencionar un primer punto para empezar a desmontar prejuicios y estigmas. Afirmamos que la «hinchada» está constituida principalmente por miembros de los sectores más relegados de la sociedad, pero también hay actores de los estratos medios. El «aguante» es un «recurso» que no es específico de los sectores populares. Ni todos los que participan de la «hinchada» son pobres y desempleados ni todos aquellos «olvidados» por el sistema que visitan los estadios se suman a la «hinchada». De esta forma, evitamos aumentar la «sospecha» que siempre recae sobre las clases populares como las violentas, producto de su «natural» incivilización. La violencia es un «recurso» de todos los estratos sociales. Una interpretación recurrente de la violencia policial, del sentido común, recorre el mismo camino. Se sostiene que los policías que comenten abusos para con el uso legal de la fuerza lo hacen en función de su pertenencia social y se señala, así, a la policía bonaerense en general —en comparación con otras fuerzas— y a les policías que hacen labores en la «calle» como violentos por integrarse con lo más bajo de la sociedad. «Son pobres vestidos de policías» y «violentos como todos los pobres» repiten como un mantra los impugnadores morales y actores de una estigmatización sin ningún asidero.
Abogamos, entonces, por no deslizar las miradas analíticas en posturas simplificadoras de los fenómenos complejos. Y debemos hacer esto sin olvidarnos los efectos reales de las condiciones estructurales. Como afirma Riches (1988) respecto a la relación entre estructura social y formas culturales de la violencia:
[…] Obviamente, todas esas variables socioculturales son pertinentes en cierto grado en todas las sociedades, ya que pueden agravar o disminuir la probabilidad de que surja la violencia en una situación social concreta. Pero, en cualquier caso, la relación entre estructura social y la violencia es la de «influencia» y la de «oportunidad». No se insinúa que la estructura social «fuerce» a la violencia; existen siempre líneas alternativas de acción. (Riches, 1988:33)
Influencia y oportunidad hacen de la violencia un «recurso» legítimo. En este sentido debemos meternos en un debate ineludible. Bourgois (2002), distingue cuatro tipos de violencia: la política, la estructural, la simbólica y la cotidiana:
Limito el término violencia política a la violencia directa e intencionalmente administrada en el nombre de una ideología política, de un movimiento o de un Estado […]. La violencia estructural se refiere a la organización político-económica de la sociedad que impone condiciones de sufrimiento físico y emocional […]. El concepto de violencia simbólica fue desarrollado por Pierre Bourdieu para develar cómo la dominación opera en un nivel íntimo vía el reconocimiento-desconocimiento de las estructuras de poder por parte de los dominados, quienes cooperan en su propia opresión al percibir y juzgar el orden social a través de categorías que lo hacen aparecer como natural y evidente [...] (Bourgois, 2002:75).
Finalmente, por violencia cotidiana Bourgois entiende «a las prácticas y las expresiones de agresión interpersonal que sirven para normalizar la violencia en el nivel micro […]» (Bourgois, 2002:76)[9]. Bourgois utiliza la metáfora de una «olla a presión» para ejemplificar cómo la violencia política, la estructural y la simbólica modifican las relaciones sociales y normalizan a la violencia cotidiana. La propuesta de Bourgois gambetea las interpretaciones individualistas de los actos de violencia cotidianos. Por ello Bourgois, sostiene que el desafío de la etnografía, es «clarificar las cadenas de causalidad que enlazan a la violencia estructural, la política y la simbólica en la producción de una violencia cotidiana que refuerza las relaciones desiguales de poder y distorsiona los esfuerzos por resistirlo» (Bourgois, 2002: 96). Sin embargo, la posición de Bourgois parece interpretar que existe una relación unicausal de la violencia al establecer relaciones directas entre los distintos tipos de violencias. Pablo Semán elabora una crítica a estas posiciones sosteniendo que «todo el razonamiento supone una pasividad extrema de los niveles, elementos y procesos micro a los que se transfieren las consecuencias y las fuerzas de los procesos macro» (Semán, 2006:180). Recordemos cómo decía Riches, en el apartado citado anteriormente, que la influencia de la estructura social no evita la existencia de líneas alternativas de acción.
Y aquí queremos reflexionar a partir de dos ideas que se enlazan. Primero recordando una cuestión central en los análisis de la acción: condicionamiento no es determinación. No existe una cadena de causalidad para la interpretación del fenómeno violento sino mojones que se articulan situacionalmente. Dejando al resultado de la acción imposible de abordar según leyes. Si existiesen cadenas causales cómo explicamos que no son los más pobres los únicos violentos o cómo explicamos las violencias invisibles de los más poderosos. Si la violencia fuese una causa, un resultado de las condiciones que condicionan la acción como analizaríamos las situaciones donde los aguantadores no «aguantan» o donde les policías que son maltratados —según sus términos— no dan «correctivos».
Aquí creemos necesario incluir el segundo punto de nuestra reflexión que es traer a colación, nuevamente las ideas de Lahire (2004) sobre la multiplicidad del actor social y remarcar que les policías y los «barras» «usan» a la violencia como un «recurso» entre tantos otros. Es necesario mencionar a Lahire para reafirmar nuestro argumento:
Los repertorios de esquemas de acción (de hábitos) son conjuntos de compendios de experiencias sociales que han sido construidos-incorporados en el curso de la socialización anterior en marcos sociales limitados-delimitados; y lo que cada actor adquiere progresivamente, y de un modo más o menos completo, son tanto unos hábitos como el sentido de la pertinencia contextual de su puesta en práctica (Lahire, 2004:55).
En la articulación de las dos ideas aquí expuestas, que permiten dar cuenta de la multiplicidad de condicionamientos, proponemos que las nociones de cadenas o encadenamientos para hablar de la violencia son poco fructíferas o confusas. Auyero y Berti (2013) enuncian, sin desarrollarlo conceptualmente, la noción de cadenas de la violencia para dar cuenta de cómo se articulan diferentes formas de la violencia. Para estos autores, diferentes usos de la violencia se conexionan formando una cadena que conecta la calle y el hogar, lo público y lo doméstico. Argumentan que la experiencia a situaciones violentas en un plano de la vida social-como víctima o victimario- habilitaría el uso de la violencia en otras dimensiones vitales, encontrando, así, una cadena. Consideramos —al igual que los autores antes mencionados— que las violencias pueden estar articuladas pero que esa articulación no es lineal. Por esto, proponemos no utilizar la noción de cadena que remite al encadenamiento de diferentes factores. La noción de cadena para pensar las violencias, anulan la agencia, reduce la acción y olvida la multiplicidad de experiencias vitales. Por el contrario, con la noción de la violencia como «recurso» entendemos que las violencias se usan según los criterios de legitimidad de cada uno de los mundos de interacción.
La violencia es, entonces, un «recurso», uno de los tantos que forman los repertorios de la acción. La multiplicidad de recursos —nunca infinitos y desigualmente distribuidos— hace imposible reducir a una sola causa sus formas de acción. El «aguante» y el «correctivo» estipulan formas de acción recurrentes, sin embargo, la acción muchas veces toma otros rumbos guiada por otros recursos.
A modo de conclusión
En estas páginas analizamos la violencia como un «recurso» y observamos sus modos de uso. Mostramos cómo la violencia es un «recurso» para «barras» y policías para hacerse de bienes simbólicos y materiales, para hacerse del «respeto». Sin embargo, nuestro análisis permitió no reducir la acción a ese «recurso» y, al mismo tiempo, dar cuenta de las formas variadas de «usar» a la violencia. Les agentes sociales son operadores limitados por las jerarquías, por el género, por la pertenencia de clase, entre otras cuestiones. Pero estos límites no impiden el hacer de les actuantes. Así, observamos que en la acción se manipulan los recursos y que ésta es el resultado del entrecruzamiento de diferentes condicionamientos sociales. Las acciones de policías y «barras» cuentan con variados repertorios que usan según las interacciones y sus capacidades. En este camino, nuestro objetivo fue, también, discutir cómo se vinculan los usos de las violencias con las condiciones estructurales y proponer que la utilización del «recurso» de la violencia en un contexto de relaciones sociales tiene que ver con la legitimidad de la violencia en esas interacciones. Y, así, argumentar que las relaciones entre distintas formas de violencia y las condiciones estructurales son complejas e indirectas.
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Notas