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EL PODER DE LA PALABRA
Gramma, vol.. 32, núm. 65, 2020
Universidad del Salvador

Creación

Gramma
Universidad del Salvador, Argentina
ISSN: 1850-0153
ISSN-e: 1850-0161
Periodicidad: Bianual
vol. 32, núm. 65, 2020

1.

Mi nombre es Susana Silvia Siciliano. Soy profesora de Lengua y Literatura en el Colegio Noble Madera Formativa (mixto, laico y bilingüe, y de contundente mensualidad), del barrio de Belgrano R, Ciudad de Buenos Aires.

Yasmín Magalí Corbatta, una de mis alumnas de quinto año, participó en cierto concurso televisivo de preguntas y respuestas en la especialidad Literatura Hispanoamericana. La chica, a pesar de los nombres espeluznantes con que, a manera de pecado original, la castigaron sus padres, fue siempre una excelentísima estudiante y por tal motivo goza de mi mayor estima.

Se suscitó el siguiente conflicto.

Frente al jurado televisivo, Yasmín Magalí debió citar, a su elección, tres obras cualesquiera publicadas por el escritor ecuatoriano Juan Montalvo. Como se hallaba bien preparada (en gran medida, gracias a mi eficacia pedagógica), sin vacilación dijo: Catilinarias, Geometría moral y Siete tratados. Según me contó, los tres miembros del jurado (unos pelafustanes, escritores de best sellers) se consultaron con la mirada, hojearon unos papeles, charlaron en voz inaudible y, finalmente, el presidente del tribunal calificó la respuesta como errónea, ya que, según sus datos, Montalvo nunca había publicado ninguna obra titulada Geometría moral.

Con lo cual Yasmín Magalí fue eliminada del certamen y no pudo pasar a la siguiente ronda.

Pero eso no iba a quedar así.

Aconsejada por mí, unos días más tarde, Yasmín Magalí, acompañada por el doctor Tomás Toledano (que, además de abogado, es mi marido desde hace una eternidad), se presentó en el canal de televisión con ánimo querellante y un sobre A4. En el primero portaba justa indignación; en el segundo, dos fotocopias, a saber:

1) La página 162 de la Historia de la literatura americana y argentina, de Fermín Estrella Gutiérrez y de Emilio Suárez Calimano; 2) la página 211 de Escritores de Hispanoamérica, de Rodolfo M. Ragucci. En ambas se consignaba que, en efecto, Juan Montalvo había escrito una obra titulada Geometría moral.

Los tres ignorantes autores de best sellers deliberaron entre ellos y, como no sabían ni bien ni mal qué demonios hacer, trasladaron el incordio a las autoridades administrativas del canal, que prometieron «estudiar el asunto y proceder en consecuencia». Según metáfora futbolística utilizada por mi marido, lo que hicieron tales jerarcas fue «tirar la pelota al córner», es decir, intentaron desentenderse del problema sin buscar la solución.

Apremiado por las circunstancias (es decir, por cinco cartas-documento amenazadoras redactadas por Tomás, o sea mi susodicho marido abogado), el mismísimo director general del canal se reunió con él y con Yasmín Magalí, y adujo, a manera de malicioso sofisma, que la pregunta se refería a obras publicadas por Montalvo, y, puesto que Geometría moral no había sido publicada por el autor, sino que había aparecido en 1902, es decir cuando el autor ya había viajado al más allá en 1889, la respuesta de la concursante no podía considerarse correcta.

Según me contó Tomás, él inmediatamente «le paró el carro» al insolente ejecutivo, que pretendía enredarlo con un juego de palabras, y lo amenazó con iniciar ipso facto acciones penales contra el programa, contra la televisora y contra la empresa multimedios propietaria del canal. Como al pasar, dejó entrever que el temible Tirso Toledano, sindicalista jefe del Gremio de Conductores de Topadoras y Barrenadoras, no era otro que su hermano mayor.

Entonces el ejecutivo se acobardó —siempre en la versión de Tomás— y, para no elevar el conflicto a mayores dimensiones, propuso una solución intermedia, que además serviría a modo de publicidad «cultural»: Yasmín Magalí debería conseguir una opinión escrita de un académico argentino, donde este certificase que, a su juicio, no había ni podía haber diferencias entre una obra publicada en vida del autor y otra publicada tras su fallecimiento. Con este sencillo requisito, Yasmín Magalí volvería a presentarse en el torneo y pasaría automáticamente a la ronda que antes le había sido denegada.

2.

Como excelente profesora que soy, asumí la responsabilidad de conseguir el documento exculpatorio, ya que, como no he sido madre, considero que todos mis alumnos constituyen, de alguna manera, los hijos que no he tenido (salvo unos cuantos que, por insoportables, me habrían convertido en filicida).

En la sala de profesores, expuse el caso y recibí, por parte de casi todos los colegas (donde constituyen amplia mayoría los papanatas), diversos comentarios insípidos que no me sirvieron de nada.

Aunque profesora de materias tan incomprensibles como la Matemática y la Física, Gabriela Irene Laguna es una buena amiga mía (a pesar de ciertos defectos que no es del caso exponer aquí):

—¡No hay problema, Su! —exclamó—. Justamente a la vuelta de mi casa vive el académico Benito Benvestiti. Es un geronte enclenque, medio gagá, que hace las compras en la verdulería y en la panadería. Es simpático, siempre se está riendo y saluda a todo el mundo, aunque nunca ocurrió eso conmigo. Me imagino que no tendrá inconveniente en redactar y firmar lo solicitado. Yo vivo en la calle Picheuta, y el viejo choto, en Barco Centenera.

Aunque yo, a pesar de mi versación en letras, nunca había oído siquiera el nombre de Benvestiti, consideré de buen augurio que con tanta rapidez hubiéramos encontrado una persona adecuada para poner en marcha nuestro plan.

En efecto, a la semana siguiente Gaby me anunció por teléfono que ya había conseguido una cita con el «célebre académico» (así lo llamó, con hipérbole). Nos esperaría el sábado 18 a las once de la mañana en su departamento del sexto piso de la calle Barco Centenera, en el barrio de Parque Chacabuco.

Recibí la noticia con una mezcla de alegría y de malhumor; la primera, porque nuestro objetivo se iba encaminando eficazmente; el segundo, porque, como vivo en Olivos —en la calle Catamarca, para ser más precisa—, nada me cuesta conducir el auto hasta nuestro colegio de la calle Estomba, en Belgrano R, pero aborrezco tener que trasladarme hacia lugares de otra galaxia, tales como Pompeya, Soldati, Lugano o, en este caso, Parque Chacabuco.

No obstante, y después de consultar un plano de Buenos Aires y de asesorarme geográficamente con mi marido (que, a pesar de ser inútil para muchas cosas, conoce bastante bien las calles), empuñé el volante de mi auto (tenemos dos, uno blanco y otro negro, de la misma marca e idéntico modelo) y, ayudada por el GPS, me dirigí a los departamentos de la calle Picheuta. Llegué con poco margen, a las once menos diez. En la vereda me esperaba Gabriela.

Dijo:

—¿No querés subir a tomar un café?

Una invitación totalmente inútil y antifuncional. ¿Cómo íbamos a perder tiempo tomando café si a las once, a dos cuadras de allí, nos esperaba el académico?

Por toda respuesta, di tres golpecitos sobre mi reloj pulsera con el dedo índice, y pusimos proa hacia la calle Barco Centenera.

Gabriela y yo, sin consulta previa, nos habíamos acicalado para adquirir un aire atractivo, pero, a la vez, profundo e intelectual. Yo lo hice con mi mesura y calidad habituales.

Cargando bastante las tintas, Gabriela, a quien jamás vi con lentes, ahora lucía un par de anteojos de formidable armazón negra, que le daba un inconfundible aire de socióloga de izquierda, perfeccionado por no haberse pintado los labios y por mostrar el pelo un poco erizado. Sin embargo, la combinación de su pollera largo Chanel con una casaca profusa en bolsillos y cierres-relámpago, y un poco rígida, la hacía parecer también como una monja de clausura que aspirase a ingresar en un cuerpo de bomberos voluntarios. En fin, la pobre Gaby, dentro de sus limitaciones, es buena persona, pero con gran facilidad para el ridículo.

Habituada a mi chalet de estilo nórdico de Olivos, no dejó de chocarme desagradablemente el edificio de la calle Barco Centenera, feo y grisáceo, de típica clase media tirando a baja. Las coordenadas del portero eléctrico nos informaron que el inmueble constaba de ocho pisos. Como Gabriela era del barrio, lo indicado era que fuese ella quien oprimiera el timbre del sexto A.

No empleó el índice sino el pulgar. Tras una eternidad de por lo menos tres minutos, oímos una voz apagada:

—¿Quién es?

Para demostrarme cuán aplomada era, Gaby, siempre histriónica, sonrió, como si estuviera en un escenario, y, con cantarina voz de soprano, dijo, haciéndose la juvenil:

—¡Las profes que veníamos a consultarlo por el asunto de Juan Montalvo!

Sonó la chicharra, empujamos la puerta y entramos en un vestíbulo con olor a sopa de dedalitos. Abordamos el ascensor —en una pared alguien había escrito el que lee esto es puto— y llegamos al sexto piso.

El académico, vestido con una especie de bata raída, color rata de albañal, nos esperaba, fumando, en el vano de la puerta del departamento. Era un hombre de baja estatura, canoso, despeinado y de barba desprolija y antiestética. Un terrible tufo de cigarrillo llegaba hasta el palier.

Nos extendió una mano blancuzca como filet de merluza y con un ademán nos indicó que nos sentáramos en un sillón medio despeluzado.

El viejo fumaba el que posiblemente era el undécimo cigarrillo de la mañana. En un cenicero con forma de neumático de tractor había, por lo menos, diez colillas de filtro marrón. A su lado, una foto enmarcada: el escritor en su juventud, junto a una mujer con cara de malvada, posiblemente su fallecida cónyuge.

Tanto Gabriela como yo éramos «pecadoras arrepentidas»: habíamos sido fuertes fumadoras en nuestra juventud, pero ahora, tras haber abandonado el vicio para siempre, no podíamos soportar el mero olor de un cigarrillo encendido a veinte metros. Y mucho menos en ese departamento pequeño, sin duda bastante sucio y hasta diría que sórdido, donde estábamos como navegando entre tinieblas.

Gabriela empezó a toser, aunque con timidez, para que ese hombre no pensara que le molestaba el humo de sus cigarrillos.

—Pues bien, señoritas o señoras, ustedes dirán qué las trae por aquí. Las escucho.

Y nos lanzó una mirada severa.

Como yo era la docente de Literatura, me sentí obligada a exponer:

—Resulta que nosotras somos profesoras en el Colegio Noble Madera Formativa…

—Sí, ya lo sé. Me lo había dicho la persona inoportuna que, a la hora de la siesta, me hizo levantar de la cama para atender el teléfono.

—Esa persona fui yo, disculpe —acotó Gabriela.

—Solo he nombrado el pecado. No me interesa quién fue el pecador o la pecadora. ¡Adelante con la historia, que no tengo toda la mañana para desperdiciarla con detalles tontos!

—Bueno, como le decía —retomé, ya un poco asustada—, en el Colegio Noble Madera Formativa, yo soy profesora de Lengua y Literatura, y Gabriela, de Matemática.

El académico agitó su mando derecha:

—¡Rapidito, rapidito, rapidito! No me interesan las autobiografías y mucho menos los currículos profesionales, que suelen estar plagados de mentiras y de informaciones falsas.

Tragué saliva:

—El caso es que una de mis alumnas participó en el conocido concurso A Ver Quién Sabe Más, organizado por el canal de televisión 73bis Alegría Contagiosa.

—No sé por qué llama «conocido» al concurso —dijo el académico—. Yo jamás lo oí nombrar. ¡Y ni falta que hace que yo me ocupe de esas estupideces que tanto gustan al vulgo ruin e ignorante!

Hubo un instante de silencio. Realicé un esfuerzo descomunal y continué:

—Entonces ahí le preguntaron por tres obras de Juan Montalvo y, como hubo una especie de discrepancia entre la respuesta de mi alumna y el criterio del jurado, ellos recomendaron como una especie de expediente mediador la presentación de un documento validante que certificase la autenticidad, si no exacta, aproximada de dicha respuesta que había entrado en colisión con los datos recabados por los miembros del jurado de fuentes tal vez dudosas pero…

El viejo se puso de pie y, durante unos segundos, con ambas manos se tapó los oídos:

—¿Cómo pretende usted que yo logre entender ese galimatías demencial, ese laberinto de alumnas, jurado y documentos? Ya que dice ser profesora de Literatura, lo menos que se le puede exigir es que sepa expresarse con un mínimo de claridad.

El fuego del rubor me comió las mejillas y una catarata de transpiración se deslizó por mis axilas. En cambio, una palidez cadavérica había ganado el rostro de Gabriela.

—En resumen —colosal esfuerzo para retomar el discurso—, lo que nosotras necesitaríamos de su generosidad es que nos redacte un documento certificando que Juan Montalvo…

—¡Basta! —exclamó—. Esto ya constituye una burla terrible contra mi persona, y les voy a decir por qué. En primer lugar, lo único que intenté leer de Montalvo fue un libro marmóreo donde inventaba no sé qué absurdas aventuras nuevas de don Quijote, y me pareció tan malo que abandoné su lectura en la página diez. Como ven, no puedo decirles nada sobre ese escritor insoportable.

—Disculpe —intervino Gabriela—, no fue nuestra intención molestarlo. Solo somos docentes que…

—En segundo lugar, yo no creo que ustedes sean profesoras de absolutamente nada. Son dos embaucadoras, posiblemente con pedido de captura internacional. Y si ustedes, con la ignorancia que muestran, y con el aspecto ridículo que ostentan sus personas y su vestimenta, son realmente profesoras, ¡compadezco a los alumnos, que jamás van a poder aprender nada de sus enseñanzas!

—Bueno, en ese caso…

—En ese caso, ¡nada! Lo mejor que pueden hacer es retirarse de mi casa y no volver nunca más con esos despropósitos y fabulaciones y disparates de concursos, montalvos y maderas nobles.

Azoradas, asustadas, indignadas, Gabriela y yo aferramos nuestras respectivas carteras al estilo de sendas pelotas de rugby y, como si corriéramos hacia el try, abandonamos, tipo estampida, el edificio de la calle Barco Centenera.

Caminamos media cuadra. Gabriela había recuperado sus colores y tenía las manos hechas puños y los dedos crispados sobre las palmas.

—Volvamos —dijo—. Olvidé algo.

No me dijo qué. Pero llegué a imaginar su intención. Por experiencia, sé que la Gaby puede ser brava.

Su pulgar apretó largamente el timbre del departamento del sexto piso A. Tras una nueva eternidad de por lo menos tres minutos, volvimos a oír la misma voz apagada:

—¿Quién es?

Para demostrarme cuán aplomada era, Gabriela sonrió, nuevamente como si estuviera en un escenario, y, con cantarina voz, ahora de barítono, dijo:

—¿Hablo con el señor Benvestiti?

—El mismo. ¿Qué desea…?

—¿Qué deseo? ¡Deseo que te vayas a la reputísima madre que te recontra mil parió, viejo choto, decrépito, gagá, moribundo e hijo de mil putas!

No sabemos si el apostrofado puso en práctica la sugerencia, pues, en vez de contestar, colgó el receptor del portero eléctrico.

De allí nos fuimos al departamento de Gaby, amueblado, dicho sea de paso, con gusto espantoso y con multitud de adornos horripilantes en paredes y repisas. En fin, una pirujería cosmológica. Pero lo último que haría en mi vida es hablar mal de Gabriela, que, a pesar de sus carencias, es una de mis mejores amigas.

—Héctor y los chicos se fueron a ver un torneo de papifútbol —me informó al entrar.

—Ah, qué lástima. Me habría encantado volver a saludarlos —repuse, mientras pensaba: «Mejor que no estén. El marido es un plomazo, y los hijos, dos máquinas de romper las pelotas».

La humillación a que nos había sometido el abominable Benvestiti produjo en nosotras un efecto diurético: acuciada por el pis que exigía libertad inmediata, Gaby corrió al baño y yo la seguí unos minutos más tarde. En dicho reducto comprobé que el papel higiénico era de pésima calidad y que los cuatro cepillos de dientes ya habían agotado su vida útil.

Como un medio de reponernos de la reciente batalla contra el geronte, en la cocina (azulejos celestes, algunos cuarteados) tomamos café con galletitas (un poco húmedas, seguramente porque no fueron guardadas con método adecuado).

Luego, con besos en las mejillas, me despedí de Gaby hasta el lunes, cuando volveríamos a vernos en el colegio.

3.

El lunes 20, por la mañana, le expliqué a Yasmín que el académico Benvestiti, un hombre muy simpático, nos trató con enorme gentileza y deferencia, pero se excusó amablemente por no poder redactar el documento solicitado: esa misma semana debía someterse a una delicada operación quirúrgica que prefirió no especificar.

Yasmín no se manifestó demasiado compungida:

—Bueno —dijo—, pero ese no será el único académico que existe. Podríamos buscar otro…

—Claro que sí —le contesté—. Pero, en todo caso, ocupate vos del asunto. Yo ahora estoy muy atareada y no tengo tiempo para ir a visitar académicos.

4.

Ese mismo lunes por la tarde yo estaba en casa tomando mate y hojeando distraídamente La Nación. Me encontré con esta noticia:

Benito Benvestiti, un riguroso hombre de la cultura

Hondo sentimiento de pesar ha causado en nuestros círculos académicos e intelectuales el repentino fallecimiento del doctor Benito Benvestiti, latinista y helenista de sólida cultura clásica, ocurrido el sábado pasado, a raíz de un síncope cardíaco, en su ya mítica vivienda del barrio de Parque Chacabuco, donde solían reunirse artistas y escritores de fuste para oír la palabra del maestro.

A los ochenta y dos años de edad, y en la plenitud de sus capacidades físicas y mentales, nada hacía prever tan desdichado desenlace. Porteño de ley, había nacido en Buenos Aires, en 1938, en el seno de una familia de poetas, pintores y músicos.

Su obra, extensa y rica, se inició en 1965, con su libro de ensayos Influencias de la poesía latina en la lírica hispanoamericana. Desde entonces, ha publicado más de cuarenta obras, de las cuales la más importante y característica es su clásico Itinerario de Juan Montalvo: poeta, prosista y ensayista de dimensión universal, el más completo y exhaustivo ensayo sobre la obra del polígrafo ecuatoriano, por el cual fue nombrado miembro de honor de la Sociedad Montalviana de la Literatura, con sede en Quito.

A continuación venía una enumeración de los honores y reconocimientos obtenidos por el escritor, y terminaba con esta información:

Sus restos serán velados en la sede de la Sociedad Argentina de Escritores y recibirán sepultura, mañana a las 10:00, en el Cementerio de Flores.

Inmediatamente tomé el teléfono y llamé a Gabriela. Apenas dijo «Hola», le espeté:

—Gaby: pará la oreja, voy a leerte algo interesante.

Y, de pe a pa, le leí toda la necrológica de La Nación.

—Bueno —respondió—. Habrá que creer en el poder de la palabra. Parece que el viejo crápula me hizo caso y se fue a donde lo mandé.

—Así parece, tal cual.

—Qué le vamo’a hacé: que en paz descanse.

Notas

* Escritor y profesor de Literatura. Ha publicado ensayos, cuentos y entrevistas, y colaborado en los periódicos La Nación y La Prensa, entre otros. Correo electrónico: fersorrentino@gmail.com


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