Investigación
Recepción: 03 Junio 2020
Aprobación: 14 Agosto 2020
Resumen: Este artículo comunica los resultados de un trabajo de investigación realizado en el marco del seminario final de la Licenciatura en Letras de la Universidad Nacional del Nordeste. Dicha investigación se orientó a seguir el rastro de la triangulación economía-género-poder en la fuente histórico-literaria Árbol de familia (Debolsillo, 2012 [Sudamericana, 2010]), de María Rosa Lojo. Interesó especialmente analizar la faz productiva de los personajes, la (in)dependencia material e inmaterial establecida entre ellos y los tipos de violencia que se ciernen sobre figuras femeninas intervinientes en la diégesis novelar, máxime si estos llegan a configurar casos de violencia económica. Procedimentalmente, una vez definidas las relaciones vinculares entre personajes (familiares y no familiares), se aislaron las tareas productivas que se asocian a cada uno y, a través de la revisión de casos puntuales (testigos), se exploró si «[l]a dependencia económica de algunos personajes femeninos respecto de algunos personajes masculinos genera otras formas de dependencia, principalmente morales o ideológicas». Los resultados del estudio casuístico indican que no existiría un patrón regular en el comportamiento de los personajes que verifique exactamente la hipótesis y la promueva a ley general ―como podía preverse dada la complejidad del fenómeno―, pero sí han surgido elementos suficientes para postular la existencia intradiegética de una violencia que consiste en oponer a la subjetividad femenina, como horizonte, una actividad económica definida, de programación generalmente patriarcal, que tiene como correlato una identidad femenina pretendidamente estática vinculada con una serie de labores también estáticas que generan, en conjunto, sufrimiento a personajes femeninos.
Palabras clave: Género, Poder, Dependencia Económica, Dependencia Moral, María Rosa Lojo, Árbol de Familia.
Abstract: This article communicates the results of a research work carried out in the framework of the final seminar of the Licenciatura en Letras at the Universidad Nacional del Nordeste. This research was oriented to follow the trace of the economy-gender-power triangulation in the historical-literary source Árbol de familia (Debolsillo, 2012 [Sudamericana, 2010]) by María Rosa Lojo. It was particularly interesting to analyze the productive side of the characters, the material and immaterial (in)dependence established between them and the types of violence that hover over the female figures involved in the novel diegesis, especially if these come to configure cases of economic violence. Procedurally, once the relationships between characters (family and non-family) were defined, the productive tasks associated with each one were isolated and, through the review of specific cases (witnesses), it was explored whether “the economic dependence of some female characters on some male characters generates other forms of dependence, mainly moral or ideological”. The results of the case study indicate that there is no regular pattern in the behavior of the characters that verifies exactly the hypothesis and promotes it to general law ―as could be foreseen given the complexity of the phenomenon― but sufficient elements have emerged to postulate the intradegetic existence of a violence that consists in opposing to female subjectivity, as a horizon, a specific economic activity, of generally patriarchal programming, which has as correlate a supposedly static female identity linked to a series of tasks also static that generate, as a whole, suffering to female characters.
Keywords: Gender, Power, Economic Dependence, Moral Dependence, María Rosa Lojo, Árbol de Familia.
El humano es, al decir de Gilles Lipovetzky, homo faber y homo loquens (Hermoso, 2020). Incluso considerando que el hablar es hacer ―en términos de Austin (1962)―, podríamos optar casi exclusivamente por faber como atributo total del sintagma nominal homo. El humano, básicamente, hace, y hace de manera particularísima, no equiparada por otras especies[1]. Estudiar los rastros de la actividad humana permite especular acerca de las relaciones de producción entabladas entre un número finito de individuos y, a través de ellas, hipotetizar sobre relaciones sumamente interesantes como las de poder, de dominación y de dependencia (material e inmaterial o moral).
La preocupación por conjugar estudios acerca de la relación humana, su faz productiva y la perspectiva de género no es ciertamente nueva[2], aunque siguen siendo escasas, en la Argentina, las investigaciones pormenorizadas que analizan puntual y exhaustivamente la triangulación economía-género-poder a partir de las representaciones literarias que una obra propone[3].
En el presente trabajo, nos abocaremos a seguir el rastro de esta tríada en la fuente histórico-literaria Árbol de familia (Debolsillo, 2012 [Sudamericana, 2010]), de María Rosa Lojo. Las relaciones de poder se articulan, claro, entre personajes. Lo que nos interesa es (a) la faz productiva de dichas relaciones, (b) la (in)dependencia material e inmaterial que conlleva (en el caso de que suceda) y (c) los tipos de violencia que se ciernen sobre figuras femeninas intervinientes en la diégesis novelar (Prince, 1987), máxime si estos llegan a configurar casos de violencia económica.
Además de afirmar (a modo de axioma) que «[…] el trabajo constituye una dimensión [relevante] de la existencia del hombre en la tierra» (Vélez Correa, 2019, p. 392), también consideramos cierto que el trabajo o actividad productiva constituye un núcleo informativo que mucho dice sobre quien lo ejecuta, incluso más de lo que el ejecutante mismo puede informar o creer[4]:
[…] se puede intentar conocer al hombre y la historia partiendo del pensamiento humano, es decir, partiendo de lo que dijeron los filósofos, los moralistas o los teólogos. También se podría conocer al hombre y su historia partiendo de un concepto de la naturaleza humana, partiendo de una definición de la esencia humana (Feuerbach). Marx critica estas formas y dice que todos estos caminos llevan a un falso conocimiento de la sociedad y la historia. La historia y el hombre solo se comprenden cabalmente partiendo de una «base real» y esa base real se identifica con la producción (Echeverría, 1985, p. 138).
En efecto, partimos de una producción artística concebida que cumple la doble función de (a) ser en sí misma un producto humano y, a la vez, (b) plasmar producciones humanas historizadas-ficcionalizadas. Si bien nos concentraremos en una arista particular vinculada con la segunda función ―testimonio en perspectiva de una secuencia generacional de personajes femeninos[5]―, aprovechamos para indicar que, en tanto producto artístico-estético, deja ver otros aspectos totalmente relevantes que, aunque hacemos a un lado en esta ocasión, deseamos subrayar: (1) propuesta/riqueza léxica[6], (2) originalidad de prosa poética[7], (3) destacada intertextualidad obra-piezas musicales[8], (4) incidencia de las editoriales sobre la forma final del producto novela observable en irregularidades ortotipográficas[9] y (5) formas particulares de hacer autoficción, entre otros.
Sin embargo, si analizamos la pieza literaria desde un punto de vista sociocrítico que considera el texto como objeto cultural privilegiado y que reinserta a la literatura (y lo que ella refiere) ―al decir de Marie-Pierrette Malcuzynski[10]― «[…] dentro de una economía socio-cultural dada» (Chicharro, 2007, p. 718), concluimos que la novela seleccionada es oportuna también para otro tipo de trabajo: explorar la aplicación de una perspectiva de género y las posibilidades epistémicas que una combinación disciplinar economía-feminismo habilita (tal y como lo desarrollaron investigadoras como Mercedes D’Alessandro, Corina Rodríguez Enríquez, Mirta Zaida Lobato o Silvia Fedirici), aquí a partir de un corpus literario.
La ventaja de trabajar con un corpus literario como el que presentamos, además de que deja analizar con exhaustividad el perfil productivo femenino de dos grupos familiares a lo largo de cinco generaciones, es que permite, al decir de Deleuze, «[…] “atravesar el horizonte”, “penetrar en otra vida”» (citado en Pál Pelbart, 2008, p. 8), en especial si tenemos en cuenta que esta narración es memoria ficcionalizada[11] y, sobre todo, que es de autoría femenina, variable que habilitaría (proponemos) una evasión[12] del modo de significar históricamente[13] redominante (masculino):
La relación entre masculino y femenino no puede representarse en una economía significante en la que lo masculino es un círculo cerrado de significante y significado. […]. Beauvoir anunció esta imposibilidad en El segundo sexo al alegar que los hombres no podían llegar a un acuerdo respecto al problema de las mujeres porque entonces estarían actuando como juez y parte (Butler, 2007 [1990], p. 62).
Por su parte, las ventajas de trabajar el aspecto productivo de una trayectoria humana es que se vincula de manera palpable con estructuras políticas y de poder ―objetos de interés que compartimos con los estudios culturales―, y permite realizar un seguimiento de ellas a través del trazado de relaciones de dominación, de dependencia y de explotación económica que se retratan de forma pormenorizada a lo largo de la narración.
Terminológicamente, tendremos que redefinir los alcances de lo que técnicamente (jurídicamente) se conoce como violencia económica o patrimonial, porque solamente contempla la privación de ―o perturbación en― la gestión plena de recursos económicos o materiales[14] propios de la mujer. Proponemos, en cambio, definir violencia económica como aquella violencia que surge de la naturalización ―y, por tanto, invisibilización― del trabajo no remunerado. Esta clase de violencia se construye, postulamos, sobre la premisa de que un cierto trabajo no remunerado es obligatorio para determinado ser humano, independientemente del ámbito en el que se encuentre. Generalmente, esta violencia encuentra basamento en una relación de poder no equitativa entre hombres y mujeres y, además, implica que todo incumplimiento de dicho trabajo no remunerado y obligatorio conlleve formas de violencia física o psicológica, o bien conlleve cualquier forma de penalización (simbólica, pragmática).
Procedimentalmente, luego de establecer las relaciones primarias entre los personajes (parentesco), aislar las tareas productivas que se asocian a cada personaje y analizar desigualdades materiales y formas de dependencia o de independencia material predominantes entre algunos personajes, intentaremos definir, a través de la revisión de casos puntuales (testigos), si existen otras formas de dependencia (moral, por ejemplo), vinculadas con la dependencia material, para lo cual analizaremos casos paradigmáticos.
¿Existe una relación causal entre la dependencia económica y otras formas de dependencia en la diégesis novelar? Nuestra hipótesis es que sí. La dependencia económica de algunos personajes femeninos respecto de algunos personajes masculinos genera otras formas de dependencia, principalmente morales o ideológicas. Esta es nuestra precomprensión modelizante, parcialmente inspirada en la interpretación de eventos históricos puntuales[15].
La muestra recogida de la novela está constituida por (a) parlamentos y (b) descripciones realizadas por la voz de la narración. Los parlamentos y las descripciones serán los vinculados con la actividad productiva (en sentido amplio) que se asocian a la trayectoria vital de los distintos personajes. Clasificamos a los personajes en dos grupos principales: (a) personajes familiares y (b) personajes no familiares.
Los personajes y sus vínculos han sido cuidadosamente relevados, aunque la sistematización de las relaciones que ofrecemos sea probablemente inexacta en términos absolutos, principalmente por la existencia de descripciones ambiguas[16] o bien por la reiteración de nombres a lo largo de las generaciones, todo lo cual dificultó la definición del parentesco. Sin embargo, presentamos esquemas[17] que sintetizan la red vincular de las genealogías de la narradora (materna y paterna). Definidos los parentescos, aislamos las ocupaciones y las actividades productivas de los personajes[18] referidas a lo largo de la novela y las agrupamos según se asocien a personajes familiares o no familiares.
De la información clasificada, surge que la discriminación naturalizada que se aplicaba sobre la figura femenina redundaba en el recogimiento de su experiencia productiva sobre tareas puntuales, generalmente agrupadas en torno al hogar: (a) cocinar, (b) asear, (c) cuidado personal de terceros, (d) reproducción, (e) administración de recursos[19], (f) corte y confección, y (g) trabajos de campo/finca.
Son excepciones no absolutas a esta regla (en el sentido de que persisten algunas o todas las actividades antes mencionadas) los personajes femeninos vinculados con (h) el arte o entretenimiento, (i) trabajos particulares de diversa índole y (j) gestión de inmuebles y capitales.
Los resultados concuerdan en términos generales con los arrojados por los primeros tres censos nacionales realizados en la Argentina, en 1869, 1895 y 1914.
Para interpretar esta información que compara una realidad diegética con una realidad histórica mensurada, los grupos de mujeres que tenemos en cuenta podrían ser clasificados según sean (a) españolas migrantes o bien (b) españolas no-migrantes. Esta clasificación no es gratuita. El primer grupo definido estaba expuesto a una sumatoria de exigencias totalmente violentas:
[…] las mujeres inmigrantes tuvieron que realizar un enorme esfuerzo de adaptación personal y de integración de sus hijos a la sociedad receptora (la vía más segura para progresar), bajo un doble fuego: por un lado, la presión exterior constante del Estado por socializar a través de la educación nacional a millones de individuos de procedencia diversa; por otro, la presión interna, derivada de la organización patriarcal de la familia, basada en hábitos culturales de ultramar y fortificada por las prácticas criollas. Mucho era lo que se esperaba de ellas: que trabajaran en el hogar y fuera de este si era necesario (Malgesini, 1991, p. 359).
Como vemos, en ambos casos (censos y diégesis), la socialización de las mujeres estaba sumamente controlada y acorralada en contextos precisos de interacción: «Encerrando la subjetividad en el entorno hogareño, las tecnologías clásicas de vigilancia y castigo inician su tarea: La familia, con sus horarios, sus rutinas, su delimitación de lo interior y lo exterior, produce la primera forma del encierro normalizador» (Lewkowicz, 2008 [2004], p. 101). La escasa participación social que los trabajos domésticos permitían sería un factor determinante para intentar definir algún grado de independencia moral. Malgesini (1991) explica que «[…] dedicarse a la beneficencia, a la educación, o participar en alguno de los escasos movimientos feministas fueron las únicas posibilidades de participación social abiertas a la mujer argentina entre 1860 y 1926» (Malgesini, 1991, p. 359), sin embargo, a lo largo de la novela, no encontramos mujeres que ejercieran roles docentes (más que esporádicamente), ni que desarrollaran actividad política de algún tipo.
Especulábamos que el autosometimiento al que se sometían personajes femeninos respecto de ciertas prácticas estaba en directa relación con la presencia de un hombre (personaje masculino) que recordaba, tácita o explícitamente, la estructura patriarcal de la época referida en la novela, y que exigía prácticas coherentes con esta. Pero distintos personajes nos aportaron situaciones contradictorias de especial interés, a partir de las cuales surgieron interrogantes: ¿cómo se pueden reconciliar eventos tan contradictorios?, ¿se pueden buscar constantes significativas que tengan sentido para nuestro nivel de comprensión del fenómeno? Tales preguntas surgieron, por ejemplo, del análisis del caso de las tías de Barcelona y del caso de Felicidad, la infeliz, ya que ambos dejaban ver mujeres que, incluso sin una presencia masculina puntual, estando aisladas o con relativa libertad, optaban por acomodarse a normas que iban en sintonía con una moral machista.
En el caso de las tías de Barcelona, la narradora dice, prestándole la voz a doña Julia, que se habían metido a putas (sic), sin contar siquiera con las condiciones básicas para triunfar en el oficio. Adelina y Merceditas (denominadas «las tías»), desde un principio son retratadas como «holgazanas»[20]. Como ambas forman parte del grupo de personajes femeninos que no migran (es decir, se quedaron en España), hay que ubicarlas en Barcelona, pues se habían mudado allí, primero Adelina, y luego Merceditas (cuando Adelina la mandó a llamar porque había quedado embarazada). Adelina no forma pareja ni se brinda mucha información personal acerca del padre de Elisita. No obstante, a pesar de esta pretendida independencia (estaban en una ciudad que no era la natal, sin conocidos y viviendo sin entablar ninguna clase de vínculos con hombres según se relata), mantenían como fuente de ingreso la «modesta pensión que les tocaba como hijas de militar», como dejamos ver en el cuadro, y algún dinero extra que el padre de Elisa les giraba[21]. Pero esta situación, que las coloca como dependientes económicas de un padre difunto y de una pseudocuota de alimentos, empeora (en términos ideológicos) cuando Adelina se presenta a sí misma como viuda, en un esfuerzo no del todo necesario de ocultar las apariencias:
Adelina se presentaba como viuda y tenía colgado en la sala, sobre la estufa, el retrato del capitán Calatrava, con sus condecoraciones puestas. A su vera, había colocado la foto de un compadre cubano del capitán, al que hacía pasar por su difunto marido (pp. 236-237).
Esta preocupación por guardar las apariencias, como si la sociedad toda tuviese, en su eje, un enorme ojo (Foucault, 1975), nos obliga a advertir que las expectativas sociales (muy específicas en la época) definitivamente contribuyeron a la formación de hábitos y de comportamientos que reforzaban la vigencia palpable de mandatos sociales. Precisamente, la hija de Adelina, Elisita, acaba por cumplir a la perfección con el mandato social según el cual la fortuna se mide en hijos y en esposos adinerados.
El mandato social, en el caso de Adelina y su hija, Elisita, es tan potente que termina doblegándolas. «Alienación» y «enajenación»[22] quizá sean términos exagerados, pero explicarían por qué la presencia material de un hombre que implemente un orden de tipo patriarcal fue, al menos en este caso, accesoria o prescindible. Elisita, que creció al cuidado de Adelina y de Merceditas, terminó desarrollando los patrones de conducta totalmente esperados para una mujer de su edad, evidenciando una programación perfecta. Si bien Adelina y Merceditas han explorado espacios de socialización diferentes para la época (rompiendo el núcleo doméstico y religioso), solamente han dilatado su aporte a la perpetuación del orden moral establecido. Todo lo cual nos invita a pensar que la relativa independencia económica de «las tías» (al fin y al cabo, obtenían dinero de pensiones y de cuotas alimentarias) no las apartó del deber ser de la época. O bien las apartó, pero, por alguna razón, quizá por no desearle el mismo aislamiento a la menor que crecía a su cargo, se reacomodaron a las costumbres para Elisita, aceptando como lección que quien desiste del paquete normativo no lo pasa nada bien. O bien quizá quepa la explicación que da Ingenieros al respecto: «La independencia económica sería inútil, sin embargo, para seres que no tuviesen capacidad [de] […] actuar con independencia moral [esto es, sin alineación o enajenación]» (Ingenieros, 1917, p. 72). O, dicho en términos de De Beauvoir: «La independencia económica tiene un carácter abstracto, puesto que no engendra ninguna capacidad política […]» (De Beauvoir, 1999 [1949], p. 33). Léase: la independencia económica podría ayudar, pero no garantiza, desde ningún punto de vista, tender hacia una independencia moral o política.
Sin embargo, las tías de Barcelona tienen, a su manera, el mérito de haber cultivado otra forma de autonomía: la privación voluntaria. Incluso refugiadas bajo las fachadas de una viuda y de una hermana que crían una pequeña niña, ambas estuvieron dispuestas a privarse de ciertos placeres (comían mal y poco) para educar a Elisita, y esto las hace, en los términos que utiliza Foucault al comentar el pasado clásico griego, autónomas, es decir, capaces de controlar la tendencia al placer, imponerse una disciplina, y así alcanzar cierta autonomía: el gobierno de sí mismas[23], al menos por un tiempo.
En el caso de Felicidad, la infeliz, volvemos a encontrar esta situación paradojal (no porque sea paradojal en sí misma, sino paradojal en los términos de nuestras propias presunciones, ya que veíamos en la presencia masculina un requisito ineludible para el cumplimiento de la moral machista). Felicidad parece prepararse toda la vida para una cosa: vincularse socioafectivamente con un hombre. Que, según como lo vemos, es vincularse económicamente. Máxime si tenemos en cuenta que «[e]l discurso económico, o mejor, econométrico y economicista […] constituye el fundamento explícito del lazo social» (Lewkowicz, 2008 [2004], p. 106), sin entrar en detalles del trabajo (bruto) naturalizado en los contratos sociales vigentes en la época, dentro de los cuales estaban incluidos los trabajos invisibilizados de reproducción (procreación) y asistencia afectiva (por ejemplo, a adultos mayores).
No obstante, a pesar de que Felicidad logra reunir suficientes requisitos para presentarse a los ojos de la sociedad como una mujer perfecta, al menos en términos productivos, no tiene éxito en su deseo vincular. Solamente encontrándose, cuando migra, con un anarquista coruñés, alcanza súbitamente todo lo anhelado: tres hijos y una pareja, que, a contramano de lo esperado, la invita a ejercer la práctica del amor libre. Todas las virtudes cultivadas fueron devaluadas al cambiar Felicidad el contexto social en el que se relacionaba, lo cual nos deja ver cierta matriz ideológica de presencia vigorosa en Lugo (Galicia), o sea que (quizá) toda formación ideológica está en íntima vinculación con el contexto geográfico[24] y cultural, es decir, con un lugar o con lugares precisos: «[…] la subjetividad depende de lugares: lugares familiares, lugares en la conformación institucional, lugares en la estructura de clases» (Lewkowicz, 2008 [2004], p. 82). No podemos decir, pues es información que no se brinda, si el anarquista coruñés ejercía algún tipo de violencia económica explícita o implícita sobre Felicidad, la infeliz (y no podemos definir los términos en que se dio la procreación por triplicado), pero sí podemos decir que, en absoluto, la presencia del anarquista coruñés fue necesaria para que Felicidad desarrolle una serie de exigencias autoimpuestas que ciertamente violentaban su propio cuerpo (si pensamos en los embarazos) y su propia subjetividad.
Pasando a estudiar el funcionamiento de un tercer personaje femenino, solitario también, María Antonia, que tenía mucho ser, encontramos que, a diferencia de Felicidad, de Merceditas o de Adelina, aquella desarrolló una suerte de independencia económica (pues enviudó) al tiempo que desarrollaba una especie de independencia moral basada en asumir, sobre todo, una compostura totalmente viril. Su independencia económica, cabe aclarar, quizá no sea exactamente tal, y se asemeje, en verdad, al prototipo de viuda enriquecida que propone De Beauvoir para analizar el caso norteamericano:
En Norteamérica, las grandes fortunas terminan frecuentemente por caer en manos de las mujeres: más jóvenes que el marido, le sobreviven y heredan; pero entonces ya son mayores, y raras veces toman la iniciativa de nuevas inversiones; actúan como usufructuarias más que como propietarias. Son los hombres, en realidad, quienes disponen de los capitales. De todos modos, esas ricas privilegiadas no constituyen más que una pequeña minoría (De Beauvoir, 1999 [1949]), p. 55).
En suma, pasando por alto un análisis exhaustivo de la gestión del capital en este caso (información que tampoco se brinda en la novela), es interesante analizar que la forma de independencia moral que identificamos en María Antonia guarda una profunda relación con una forma de ser/estar sumamente viril. A María Antonia nadie puede imponerle nada, ni siquiera el Estado, que envía emisarios a sus territorios a cobrar impuestos y son espantados por disparos de un rifle que ella misma dispara. María Antonia se muestra generosa, ignorante de pequeños cálculos sobre reservas o ahorros, tal y como lo describe Bourdieu en la cita que recuperamos más arriba. Ella es indigna de todo ese «chiquitaje», o eso pretende transmitir. María Antonia desprecia a su nuera, justamente por no ser viril o «despierta». Por no tomar la palabra, la ve reducida; reprocha a su hijo varón mayor por casarse con una mujer apocada, callada.
Pensando acerca de cómo caracterizar esta reunión de actitudes que ostenta María Antonia, quizá virilidad[25] no sea la mejor palabra, pero sí da cuenta, en términos históricos al menos, de una cosa importante: excede la mera dominación de sí mismo, o va por la tangente. Se caracteriza por un poder de dominación sobre los otros. Y eso tiene más sentido, o se parece más el eco de una palabra como virilidad: rasgo de aquel que pretende dominar, imponerse. No es un halago. Sin embargo,
[…] esto no quiere decir que las mujeres no deban ser temperantes ni que no sean capaces de enkrateia, o que ignoren la virtud de sophrosyne. Pero, en ellas, esta virtud se refiere siempre en cierto modo a la virilidad. Referencia institucional, ya que lo que la templanza les impone es su situación de dependencia respecto de su familia y de su marido y su función procreadora que permite la permanencia del nombre, la transmisión de los bienes, la supervivencia de la ciudad. Pero también referencia estructural, ya que una mujer, para poder ser temperante, debe establecer respecto a sí misma una relación de superioridad y de dominación que en sí misma es de tipo viril (Foucault, 2003 [1984], p. 55).
En el caso del personaje de doña Julia, sus apreciaciones, que son las que retratan a Merceditas y a Adelina (las tías de Barcelona), dejan ver, ante todo, un encono palmario, una animadversión manifiesta respecto de las hermanas comentadas (Adelina y Merceditas). Y también dejan ver, y es quizá más interesante, un grado superlativo de enajenación y de alienación a la hora de producir juicios de valor. Adjetivaciones (como «putas») y caracterizaciones vinculadas con la holgazanería y dirigidas a individuos solo porque estos eligieron otras opciones vitales, sin que siquiera dicha elección afecte a la familia a la que pertenecen en términos patrimoniales (quizá el mayor de los pragmatismos), retratan de cuerpo entero una moral de época que priorizaba, de manera escandalosa, el qué dirán, alimentando ―y no poco― teorías como las que Guy Debord propondría en La sociedad del espectáculo (1967). Aunque también desde Barcelona (es decir, Elisita y compañía), dialogaban con doña Julia en estos términos «espectaculares», demostrándole quizá todo lo que la criada por unas «putas» ―Julia dixit― pudo hacer en términos de expectativas sociales:
En los meses siguientes fueron llegando de Barcelona más cartas y más fotos, que hablaban de la tardía dicha de Elisa y la mostraban con su marido recién estrenado y sus cinco nuevos hijos […] en todas las vistosas actitudes, clichés, prototipos y estereotipos que puede adoptar la exhibición de la felicidad (p. 240).
Naturalmente, esta demostración hacía rabiar a doña Julia, acentuando nuestra presunción de que opera en este personaje una verdadera creencia o fe en la justicia divina según la cual solamente ciertas mujeres, bien criadas y honorables, eran merecedoras del paraíso terrenal (paraíso ciertamente más pretendido por ella que el celestial, aunque muy cristiana se decía). Más allá de lo anecdótico que esto pueda resultar, lo interesante es que doña Julia entendía que someterse a las prácticas económicas normales (léase contrato social dual, o sea, el matrimonio) era la máxima aspiración:
Durante un tiempo, a mi abuela [doña Julia] le pareció que el mundo estaba en orden. Cada uno había cosechado lo que en él sembrara. Las tías de Barcelona tenían una reputación arruinada, un piso de alquiler, una vida de fantasías sin sustento, falaces y vistosas como plumas de pavo real. […]. Doña Julia, en cambio, tenía una hija casada legalmente por la iglesia con un hombre trabajador y en definitiva honrado.
[…].
Pero en sus últimos años, cuando empezaron a llegarnos las fotos de la nueva vida de Elisa, el orden del mundo en el que mi abuela había creído tenazmente comenzó a temblar. Elisita […] se había casado. […]. Y no se había casado con cualquiera, sino con un apellido y una fortuna. Un señor maduro también, viudo reciente, caballero de fina estampa y gemelos de oro en los puños de su camisa inglesa, que había puesto a sus pies un piso con balcones sobre la Rambla, y una casa en la playa, y el tapado de pieles de zorro plateado que ocupaba media foto y que doña Ana no había podido comprarse nunca, y un solitario de brillantes que no se veían nítidamente pero que herían el ojo de la cámara con un filo de luz (pp. 238-239).
Como decimos, es entendible que un personaje continuamente sometido como doña Julia haya tenido sensaciones encontradas al recibir noticias de que otras formas de experimentar la vida, al margen de lo establecido, hayan resultado exitosas (según su propia interpretación, que nadie aquí propone que tener hijos, perros y marido adinerado sea un éxito), sobre todo si tales noticias sobrevienen en el crepúsculo de la vida, cuando prácticamente puede hacerse nada. Su hija, sus lazos, sus dimensiones interiores habían sido ya moldeados conforme a la normativa moral, y el tiempo había fosilizado esas construcciones. Había obligado a su hija a recibir cierta educación, cierta preparación técnica, había depositado en ella expectativas coaccionantes. El resultado de todo esto no fue más que otra mujer semiconsciente de su programación productiva que acepta, sin mucha vacilación, lo que una madre amorosa le recomienda. Y doña Julia se lamenta: «Ana tendría [de haberse casado con un rico como Elisita] una vida desahogada, sin necesidad alguna de dar pruebas de decencia con el ejercicio rutinario de las tareas domésticas» (p. 240). Vemos aquí, sí, la dignificación de la mujer a través de la aceptación de su explotación económica.
Ana, la bella, por su parte, era más que semiconsciente de esto. No queda claro por qué, pero, por alguna razón, Ana elige casarse. Sin embargo, es contradictorio. En sus fantasías, existía otro enamorado que había fallecido. Ella era independiente, sabía sobrellevar distintos trabajos. Quizá haya incidido su condición de inmigrante. Lo importante es que acaba vinculándose con Antón, el rojo, que, por su parte, ni está mucho tiempo en casa ni le presta demasiada atención, pues trabaja a brazo partido. No obstante, como pudimos ver, la presencia masculina puntual de un individuo es accesoria y no es requisito necesario para articular el orden moral que se impone y emana a raudales del suelo mismo de la sociedad, aunque no se identifique una fuente precisa. Este fragmento deja verlo de manera transparente:
Mi madre [Ana, la bella] y Alicia se parecían también en su insatisfacción de amas de casas desesperadas. Ana tenía, eso sí, mayores y más remotos motivos de infelicidad (Sarita, que se hizo su casi confidente, acaso conocería los más antiguos, y el retrato invisible de Pepe bajo la cara del abuelo). Ambas compartían un motivo presente: la cárcel arbolada de los suburbios, lejos de los teatros, de los cines, de las confiterías, de las bibliotecas y las vidrieras. «A mi marido le da lo mismo ―susurraba Sarita―, siempre está de viaje. Los chicos juegan en su mundo. Mis padres están felices con tal de que yo me ocupe de ellos. Todo carga sobre nosotras al final. Y a nadie le importa demasiado qué es lo que queremos». ¿Sabían ellas qué era lo que querían? (p. 258).
Luego de la revisión de estos casos puntuales y de un comentario breve de las variables ideológicas y culturales que acompañaron la formación de las trayectorias de los personajes, podemos llegar a algunas conclusiones. Sobre todo a partir de Ana, la bella, importante personaje alrededor del cual se teje el cierre de la novela. Y se teje otra cuestión además, Ana también es importante porque desarrolla conciencia: «A diferencia de la metódica doña Julia, odiaba los ritos (para ella, esclavitudes) de la cocina» (p. 262). Como dijimos, desarrolla conciencia de dicha explotación, de la violencia económica. En términos de Lewkowicz:
La conciencia se afirma en su potencia eminente cuando asume las condiciones que la determinan […]. El acto de subjetivación se origina en la conciencia de un lugar que determina opresivamente. Así, nuestro esquema requiere, para pensar la subjetivación, unos lugares institucionales, unas instituciones que encierren en esos lugares una conciencia que asuma la determinación por el lugar y la institución de encierro. Pero nuestro esquema heredado plantea todos estos requisitos porque le augura al que los satisfaga una enorme potencia. El lugar forma parte de un sistema de lugares, de una estructura; los perjuicios ocasionados por ocupar un lugar se traducen en otros tantos beneficios para los ocupantes de otros lugares. En el plano económico, moral, erótico, político, institucional, emocional, la relación básica es de explotación (Lewkowicz, 2008 [2004], pp. 82-83).
Naturalmente, el desarrollo de dicha conciencia, sobre todo cuando las condiciones de explotación son inmodificables, resulta problemático. Ana se suicida: «[…] había abierto la puerta prohibida de la renuncia y se había fugado por allí, devolviendo a su Hacedor, como se devuelve un traje mal cosido a un sastre inexperto, la vida que nadie parece dispuesto a entregar con gusto» (p. 280).
Los casos revisados nos permiten determinar que los hombres per se no son portadores de una moral específica-particular, sino que son portadores de una moral superior a ellos, de tipo social, que los contiene y los programa en menor o mayor medida. De esta manera, independientemente de la situación económica de los personajes femeninos, estos no desarrollarían una moralidad dependiente de los hombres con los que traban relación, sino con el sistema social en su conjunto: «[…] hay estructuras que construyen al sujeto, fuerzas impersonales tales como la cultura, el discurso o el poder» (Butler, 2002, p. 27). Esto explica el hecho de que mujeres que se relacionan con otras mujeres desarrollen formaciones ideológico-morales patriarcales, incluso habiendo rechazado toda vinculación o influencia propiamente masculina y hasta habiéndose alejado de entornos masculinos.
Identificamos que, presumiblemente, algunos personajes femeninos, habiendo alcanzado relativa independencia económica (como Ana, la bella), teniendo autonomía material y económica, habiendo podido preservar esa independencia y explorar sus intereses vitales[26], eligen, voluntariamente (y sin motivos transparentes), recostarse sobre proyectos vitales conocidos (el matrimonio, por ejemplo) para evitar, quizá, el intolerable vértigo que imprime en el cuerpo la conciencia de la libertad caudalosa: el desierto infinito. Da la sensación de que la libertad, eternamente perseguida, una vez alcanzada, castiga a su perseguidor con la también eterna combinación de posibilidades que se le abre en perspectiva. Dice De Beauvoir: «El hombre soberano protegerá materialmente a la mujer-ligia y se encargará de justificar su existencia: junto con el riesgo económico evita ella el riesgo metafísico de una libertad que debe inventar sus fines sin ayuda» (De Beauvoir, 1999 [1949], p. 6; la cursiva es nuestra), aunque cabría aclarar, más que el hombre individual soberano otorgador de sentido de De Beauvoir (protector, justificador), resulta quizá más adecuado atribuir tales alcances al programa cultural de un sistema social determinado.
También concluimos que es exagerado proponer una vinculación lineal y rigurosamente consecutiva entre independencia moral e independencia económica, o dependencia moral e independencia económica, o viceversa, porque surge del análisis que todas las combinaciones son potencialmente factibles[27]. Sin embargo, sí podemos presumir que sería virtualmente más probable desarrollar dependencia moral cuando la dependencia material o económica coacciona a una persona, ya sea de manera directa o indirectamente ―a través de formas simples (como la manutención) o de formas complejas (matriz económica estatal)―, o contando con la complicidad premeditada (motivada por la conveniencia o la comodidad, o bien por enajenación o la alienación). También conviene tener en cuenta el grado de conciencia que los individuos (en este caso, personajes femeninos) tengan acerca de las condiciones que se les imponen y el grado de aceptación o resistencia que estos opongan. No es lo mismo, por ejemplo, aceptar un programa cultural automáticamente que aceptarlo voluntariamente. En Ana, la bella, la aceptación se hace resignación, y, por ende, frustración exacerbada, pues al final es puramente consciente de que su vida se acaba como un carpintero acaba una pequeña tabla, que no es más que eso, una pequeña tabla, y que le ha consumido quizá demasiado tiempo de pulido.
Encontramos, sí, que quizá la máxima violencia sea la que imprime la constante actividad económica, totalmente definida en sus bordes, y de programación patriarcal, sobre la subjetividad femenina. Es decir, sobre su identidad. El ser humano, como escribimos al principio, es homo faber. Es lo que hace. Y los personajes femeninos, en esta novela, dejan ver que son lo que hacen. En eso (en el hacer) cambian su tiempo, lo han mutado, lo han canjeado. Es entendible que incluso se muestren preocupados por aquello en lo que han invertido su vida, aunque esto haya sido un conjunto de «pequeños objetos estúpidos», como dice Saint-Exupéry[28] cuando refiere ese terremoto que hace temblar a la gente, no por sus vidas, sino por la vida de aquella mundanidad que habían parido con las manos.
Quizá, a lo largo de la novela, puede encontrarse una constante particular: el peso abrumador de la pretendida identidad femenina estática sobre la base de una actividad económica precisa (prestar asistencia afectiva a mayores o enfermos, tareas de limpieza, cocina, cuidado de menores, entre otros). Podría decirse que, en el devenir del relato, asistimos, salvo contados casos, al retrato de un conjunto de mujeres que no pueden explorar otras identidades y que tienen vedado, por defecto, su campo de acción y, por ende, sus posibilidades de exploración vital. Los personajes asimilan esta limitación invisible de diferentes maneras: algunos lo aceptan, otros lo rechazan, otros se paralizan, otros abandonan la vida de manera abrupta agobiados por ese poste[29] al que yace atada su vida. Y tal poste no es cualquier poste: es el poste predefinido por el género, que reserva, según esta clasificación, tal o cual trabajo, tal o cual ocupación, tal o cual identidad. Acompaña al género de los personajes retratados en la novela una forma específica y predefinida de explotación laboral. Así, la predefinición es violenta, porque lo que comprime es materia humana. Y ciertamente encontramos en la literatura un lugar para observar, hasta gastarnos los ojos, el testimonio de las minorías, esa sumatoria de voces que retrata la economía de relaciones afectivas y sociosexuales establecidas al interior de grupos humanos y que deja ver, de manera bastante clara, una dependencia material, sí, dependencia esperable, pero que no deja predecir que, sobre la base de tal dependencia material, exista, necesariamente y en todos los casos, una dependencia inmaterial (moral o ideológica). Lo cual resulta, sin lugar a dudas, esperanzador.
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Notas