Artículos
Resumen: Se propone una lectura contrastiva de la funcionalidad del mito en la crítica literaria argentina. El punto inicial se encuentra en las lecturas que Roland Barthes realizó durante la década del cincuenta, ancladas en la crítica semiológica; allí, el mito se muestra como una formación de sentido cristalizado en la doxa de la sociedad burguesa. En esta primera acepción fundacional, la crítica se presenta como una práctica desmitificadora, la cual elabora una paradoxa necesariamente refractaria al mito. Y esa posición resulta reelaborada por distintos exponentes de la crítica argentina y de las lecturas semiológicas; entre ellas, las que confluyen en las revistas LENGUAjes y Los Libros. Finalmente, se traza un contrapunto polémico en torno a la productividad de mito en la crítica a través de las figuras de Beatriz Sarlo y de Horacio González.
Palabras clave: Semiología, Barthes, Crítica Argentina, Mito, Paradoxa.
Abstract: I propose a contrastive reading about the function of «myth» in Argentine literary criticism. The starting point is found in the readings of Roland Barthes during the 50's, that is, the semiological critic, there the myth is shown as a crystallized doxa of bourgeois society. In this foundational sense, the semiological criticism is presented as a demystifying practice, which elaborates a paradoxa opposed to the myth. This position is elaborated by different exponents of the Argentine critic among them, those that come together in the magazines LENGUAjes and Los Libros. Finally, a controversial counterpoint is drawn around the significance of the myth through the figures of Beatriz Sarlo and Horacio González.
Keywords: Semiology, Barthes, Argentine Criticism, Myth, Paradox.
Un Punto de Partida
La irrupción de la semiología en la crítica argentina, durante la década del sesenta, puede ser considerada como un hito en la actualización de los métodos y de las pretensiones de la teoría; incluso, como una instancia relevante en un amplio proceso de renovación cultural que, por supuesto, alcanza, con reverberaciones particulares, al pensamiento europeo y al latinoamericano. A fin de evitar falsas generalizaciones, señalar asincronías y hacer tangibles las singularidades de cada tradición y de cada campo cultural, cabría indagar sobre los canales no siempre coincidentes a través de los cuales se produjo dicha modernización; considerando este proceso no como mera traducción de textos, importación de saberes o tráfico de influencias, sino como una compleja trama de apropiaciones y de debates.
A mediados de la década del sesenta, el pensamiento de Sartre, su vinculación con la crítica marxista y su caracterización humanista del existencialismo son abiertamente problematizados. En sintonía con esta transformación en los marcos teóricos de referencia, la revista francesa L´Arc dedicó, en 1966, un número especial a la declinación del sartrismo, en el cual se hacía tangible la emergencia de una modernización vehiculizada, principalmente, por el estructuralismo. Entre sus artículos, se encontraba un trabajo de Bernard Pingaud, en el cual elaboraba un contundente balance de época. En un gesto característico de su sutileza intelectual (en la inminencia de un cambio de paradigma), Oscar Masotta colocó un fragmento del texto de Pingaud como epígrafe para su libro Conciencia y estructura (1968) —editado por Jorge Álvarez—; y, de hecho, a través del itinerario de Masotta, es posible calibrar las variaciones de la teoría y de su recepción en la escena cultural argentina:
1945, 1960: para medir el camino recorrido entre esas dos fechas, basta abrir un diario o una revista y leer cualquier crítica de libros. No solo no se cita ya a los mismos nombres, no se invocan las mismas referencias, sino que no se pronuncian tampoco las mismas palabras. El lenguaje de la reflexión ha cambiado. La filosofía, triunfante hace quince años atrás, se borra ahora ante las ciencias humanas: el desplazamiento acompaña la aparición de un nuevo vocabulario. Ya no se habla de «conciencia» o de «sujeto», sino de «reglas», de «códigos», de «sistemas»; ya no se dice que «el hombre hace el sentido», sino que el sentido «adviene al hombre»; no se es más existencialista, se es estructuralista (2010, p. 27).
El texto de Pingaud trasluce al zigzagueante movimiento intelectual de Masotta, quien materializa, en modo ejemplar, estas mutaciones, las cuales se diseminan en otros críticos argentinos. Quizás el nombre propio que sintetice la irrupción y la productividad de las innovaciones vinculadas al modelo estructural y a sus aportes hacia una crítica de la cultura, es decir su apertura semiótica, sea Eliseo Verón. En este sentido, Oscar Terán (1991) data la difusión del estructuralismo durante los primeros años de la década del sesenta, «ya en 1963 Primera Plana señalaba a Eliseo Verón como la cabeza visible de quienes en la universidad metropolitana militaban en la nueva corriente» (1991, p. 112). Evidentemente, el carácter polémico de la nueva corriente hacia la tradición teórica dominante (el marxismo, ya sea en su confluencia con el existencialismo o en una modulación gramsciana) quedaba abiertamente expuesto, «resultaba imposible desconocer que el predominio adjudicado por el estructuralismo al código o al significante abría un ancho campo de disenso con los postulados de la fenomenología y del marxismo concentrables en aquella categoría más vasta del “humanismo”» (1991, p. 112). Este panorama forma parte de un momento de la historia cultural argentina en el cual es factible advertir la «irrupción» de discursos que afectan los modos de la crítica, tal como sostiene Susana Cella (1999). Y para completar el panorama, resulta necesario incluir la incidencia del psicoanálisis, cuya difusión fue llevada a cabo principalmente por Oscar Masotta. En este sentido, la tensión polémica entre psicoanálisis y semiótica permite advertir las modulaciones de la escena crítica argentina entre las décadas del sesenta y del setenta; aunque esta controversia no resulta en absoluto una oposición taxativa entre dos esquemas irreconciliables, sino en variables del discurso crítico. La efervescencia y la multipolaridad de la crítica son señaladas con precisión por Oscar Steimberg:
El existencialismo sartreano inicia esta serie, que va a completarse con la irrupción del estructuralismo y, no mucho después, de la semiología. Luego llega la hora de un renovado marxismo y la irrupción vigorosa de la semiótica y el psicoanálisis, en especial lacaniano. Estas corrientes tienen gran capacidad de inscripción, pero se encarnan privilegiadamente en algunos autores cuya obra registra la acción e intersección de dichos saberes (1999, pp. 63-64).
Según Steimberg, Masotta y Verón son las figuras que mejor representan esta conformación teórica: por un lado, el itinerario de Masotta desde la perspectiva sartreana a la estructuralista y luego al psicoanálisis demuestra «el intento por construir una teoría del sujeto» (1999, p. 64), con lo cual se enfrenta la perspectiva analítica de Verón, quien yuxtaponía a la «orientación semiológica» su «interés inicial por la dimensión sociológica de sus objetos» (1999, p. 64). En todo caso, los textos de Masotta y de Verón comparten, hacia 1970, según advierte Steimberg, su carácter descentrado respecto de la instrucción universitaria y de la doxa de las ciencias sociales. A pesar de sus diferencias metodológicas y de perspectivas críticas, ambos compartían un territorio común: el trabajo sobre el significante, ya sea como dimensión empírica para trazar una teoría del lenguaje y de la comunicación, ya sea para indagar en los modos de inscribir el deseo en la formación del sujeto. Finalmente, Steimberg advierte que los «cruces interdisciplinarios» —al modo en que Roland Barthes relacionaba textos literarios con los saberes semiológicos y filosóficos— describen el carácter singular y el régimen de lectura que reclaman las obras de Masotta y de Verón. En todo caso, ambos autores hicieron ostensible la densidad de una «crítica específica» que «reforma sus categorías y redefine sus objetos» (1999, p. 78) como parte de las alteraciones de la práctica crítica.
El despliegue de la semiología[1] pudo advertirse especialmente en dos publicaciones periódicas ancladas en los debates de la década del setenta, la revista Los Libros (1969-1976) y la revista LENGUAjes (1974-1980). Sobre el proyecto Los Libros, Diego Peller sostiene que su rasgo distintivo se encontraba en la convivencia inicial de una «tendencia “cientificista” y “modernizadora”, preocupada por renovar las herramientas y los objetos de la crítica, y por leer lo político —por develar la ideología— en los libros; frente a la tendencia “revolucionaria” más interesada por la política en sentido estricto”» (2007, p. 3). De esto se desprende una caracterización compleja que hace de la publicación un campo de tensiones e, incluso, puede articular dos momentos en el interior de su historia, momentos que se identifican con nombres propios y con actitudes diferenciales hacia el trabajo crítico.
De modo que, si bien en el inicio era factible encontrar «críticos volcados a un análisis textual inmanente del texto literario y preocupados por la autonomía y los fundamentos del discurso crítico» (Rosa, Ludmer), de manera paulatina, el lugar de la crítica política, representado fundamentalmente por Carlos Altamirano y por Beatriz Sarlo, se impone. La disputa, entonces, puede entenderse como modulaciones en el ejercicio de la crítica y en la elección de sus materiales, así como el grado de politización del discurso crítico. En este sentido, Peller señala que la salida de Héctor Schmucler como director, así como el paulatino alejamiento de críticos como Rosa y Ludmer, marcan «la etapa final de la revista» (2007, pp. 12-13) plenamente politizada.
Por su parte, la publicación LENGUAjes adquirió, en su breve existencia, una contundente perspectiva disciplinar, fundada como revista de la Asociación Argentina de Semiótica. Su comité editorial se mantuvo inalterado en sus cuatro números, compuesto por Eliseo Verón, Oscar Steimberg, Juan Carlos Indart y Oscar Traversa. Esta red de trabajo de investigación se fundaba en la novedad metodológica introducida a partir de la semiología, es decir, el aparato teórico del modelo estructural y, más específicamente, su noción de «lengua». El enfoque semiótico permitía una nueva perspectiva para la investigación en ciencias sociales al proponer una mirada divergente al hegelianismo y al marxismo dominantes hasta la década del sesenta. En su lugar, las nociones capitales de la lingüística saussureana, su relectura llevada a cabo por Jakobson y por Benveniste, así como las implicancias antropológicas producidas por Lévi-Strauss y el programa semiológico de Roland Barthes dispusieron al estructuralismo como un poderoso sistema teórico a partir del cual renovar el lenguaje y los métodos de la crítica. Es este proyecto el que caracteriza a LENGUAjes; la revista partía de la semiótica para polemizar, desde una visión amplia, con los reduccionismos contenidista, esteticista, tecnologista y economicista, enfocando la especificidad del modelo estructural hacia el lenguaje de los medios masivos. En suma, la apuesta del grupo involucraba un trabajo de actualización de los marcos teóricos y un llamado hacia la especificidad del lenguaje, con lo cual se buscaba ajustar y precisar el rigor de los análisis en las ciencias sociales[2].
Práctica Crítica y Mitologías (Barthesianas)
Estas dos publicaciones permiten advertir un proceso de actualización teórico-metodológica efectuado entre las décadas de los sesenta y setenta, el cual ha ampliado sus fronteras hasta llegar a las orillas rioplatenses. Ese movimiento de oscilación en la práctica crítica habría comenzado con el impulso de la Antropología estructural (1958), de Lévi-Strauss, y con los trabajos de Roland Barthes, entre los cuales cabe considerar, especialmente, a Mitologías (1957), uno de sus textos paradigmáticos debido al alcance de su apuesta crítica[3]. La incidencia de Barthes en la crítica argentina es innegable y ostensible, y junto a él, la difusión de un poderoso entramado teórico cuya versatilidad se prueba al advertir sus capacidades descriptivas en términos estrictamente lingüísticos, e incluso, como soporte metodológico para una crítica cultural enfrentada, tal como escribiera el propio Barthes, a la «Norma burguesa» (2012, p. 12) naturalizada.
El antihumanismo estructuralista, atento a señalar lo natural como histórico, lo estándar como ideológico, y a la doxa como un artificio del sistema de la cultura, encuentra su despliegue en Mitologías; y funciona como catalizador de un impulso crítico que, si bien se inicia en el estudio de la lengua, rápidamente se expande en toda su complejidad hacia una multiplicidad de discursos y de objetos proyectados socialmente y alojados en diversos soportes, desde la letra a la imagen o al rito social. La semiología barthesiana encuentra, en este temprano trabajo, la formulación más ambiciosa de una crítica de la cultura; para ello, realiza una conceptualización del mito contemporáneo descripto en su carácter de habla naturalizada y despolitizada, en la cual se filtra la preservación de los parámetros de la vida dominante, estrictamente burguesa. El trabajo del mitólogo, según Barthes, será operar un desvelamiento del estado artificial de la aparente banalidad cotidiana como efecto del ejercicio de la razón crítica. El mito, desde Barthes, se presenta como un régimen de sentido a descifrar a través de «un instrumento fino de análisis» (2012, p. 12); la semiología, asumida en última instancia como una incómoda operación desmitificadora o, más precisamente, como una «semioclastia» (2012, p. 12).
Incluso durante la década del setenta, cuando el furor semiológico dio paso a la «liberación del significante» (2012, p. 11) en la teoría del texto, la escritura crítica (barthesiana), ya sea entendida como juego, trabajo o producción de sentido, siempre se posicionó enfrentada a la doxa, esto es, a los discursos e imágenes masificadas y petrificadas como partes de una maquinaria massmediática y comunicacional. En este sentido, la teoría del texto y la práctica crítica se asumen como verdaderas puestas en abismo de ese discurso social, es decir, como para-doxa. En El placer del texto, Barthes visualiza al texto como un campo metodológico cuya posibilidad (utópica) es suspender «la guerra de las ficciones y los sociolectos» (2014, p. 44) —inscripta en toda práctica discursiva— a través de un trabajo de extenuación que, finalmente, sustrae la acepción ideológica e instrumental del lenguaje en una búsqueda por la pluralidad. La figuración teórica del placer, en su resonancia psicoanalítica, orienta una práctica absolutamente paradojal: «El placer es lo neutro. […]. El placer del texto es eso: el valor llevado al rango suntuoso de significante» (2014, p. 86; el resaltado es del texto original).
El carácter suntuario que Barthes despliega como característica del texto de placer (y especialmente de goce) implica su significación hacia toda forma de escritura cuyo principio pareciera considerarse, ante todo, como una antieconomía asociada al derroche. De esta forma, la escritura crítica trabajada desde el gasto, la suspensión o el goce, se enfrenta radicalmente a todo dispositivo que intente administrar el saber (cultural, lingüístico, filosófico) o propagar un acercamiento rudimentario, trivial y masificado. La aversión de Barthes a la doxa, vehiculizada en los medios masivos y en la cristalización de sus mitos, se hace tangible, especialmente, cuando la escritura crítica se propone como un derroche aristocrático e irreverente, una forma —una táctica— para enfrentar las naturalizaciones de la opinión pública.
En «De la ciencia a la literatura», ensayo de 1967 luego compilado en El susurro del lenguaje, Barthes sostenía que «la institución determina de manera directa la naturaleza del saber humano, al imponer sus procedimientos de división y de clasificación, exactamente igual que una lengua obliga a pensar de una determinada manera» (1987, p. 13). El proyecto barthesiano se implicaba, entonces, con el despliegue de un contra-saber omnívoro e irreverente, resistente a cualquier clasificación, cuyo programa podría sintetizarse en un trabajo de extenuación sobre la lengua, en una búsqueda por exponer sus mecanismos coercitivos. Diez años más tarde, esa propuesta se desplegará en su célebre Lección inaugural de la cátedra de Semiología Literaria del Collège de France, pronunciada el 7 de enero de 1977, cuyo eje principal se encontraba en la exposición del poder y su inscripción en el lenguaje. Sostenía Barthes:
El lenguaje es una legislación, la lengua es su código. No vemos el poder que hay en la lengua porque olvidamos que toda lengua es una clasificación, y que toda clasificación es opresiva. […]. Como Jakobson lo ha demostrado, un idioma se define menos por lo que permite decir que por lo obliga a decir. […]. Hablar, y con más razón discurrir, no es, como se repite demasiado a menudo, comunicar, sino sujetar: toda la lengua es una acción rectora generalizada. […] la lengua, como ejecución de todo lenguaje, no es ni reaccionaria ni progresista, es simplemente fascista, ya que el fascismo no consiste en impedir decir, sino en obligar a decir. Desde que es proferida, así fuere en la más profunda intimidad del sujeto, la lengua ingresa al servicio de un poder (2014, pp. 95-96).
Pasados veinte años de la publicación de Mitologías, el proyecto barthesiano continuaba postulándose como una crítica a las formas e imposiciones fraguadas en la lengua y en los discursos. La exposición de esos poderes, el desmantelamiento de la ideología asimilada acríticamente a través de las imágenes y de configuraciones del mito contemporáneo constituye un núcleo de sentido invariable en la práctica crítica de Barthes. Ya sea a través de las herramientas lingüísticas del modelo estructural, las derivaciones del psicoanálisis o la proyección de una semiología como crítica de la cultura, el proyecto teórico-crítico iniciado en 1957 constituye el horizonte de sentido metodológico que orienta múltiples prácticas de escritura, no solo en el campo cultural europeo. Y de hecho, el conjunto de la obra de Barthes puede ser considerada como una de las últimas y más poderosas instancias de reflexión crítica realizadas en el largo recorrido de la modernidad literaria.
Mito y Crítica en la Argentina. Algunas Nuevas Paradojas (o Escenas Polémicas)
El devenir de la práctica crítica argentina, con sus respectivos progresos y represiones, hegemonías y censuras, desde la semiología, el estructuralismo o la sociología, quizás se pueda dimensionar a través del balance realizado por Adolfo Prieto en su artículo «Estructuralismo y después», publicado en la revista Punto de Vista, en 1989. Luego de repasar la irrupción del estructuralismo[4] durante la década del sesenta y señalar tanto su productividad como sus límites en los trabajos de Nicolás Rosa, Noé Jitrik y Josefina Ludmer, Prieto elaboraba una serie de diagnósticos, entre los cuales advertía la emergencia de la figura del crítico como productor de sentido (en la estela barthesiana) y, al mismo tiempo, revelaba «la función política» (2015, p. 543) de su discurso. Asimismo, proponía una serie de conclusiones capitales en torno al desarrollo y la evolución de esos modelos de lectura y de escritura: en principio, su precisión disciplinar vinculada al prestigio metodológico proporcionado por el análisis discursivo, luego, el abandono paulatino del primer estructuralismo rígidamente lingüístico y, correlativamente, la autonomización del discurso crítico. A partir de esta inflexión, la crítica comenzó a considerarse «un proceso de producción semiótica que desborda el objeto originario de análisis» para, finalmente, agregar una precisión histórico-política, «la postulación de la variante “Latinoamérica” como significante global que condiciona o clausura el proceso de producción semiótica en que se instala la actividad crítica» (2015, p. 542).
Las conclusiones de Prieto focalizaban la modalidad del posestructuralismo argentino al subrayar la reintroducción de la historia como dimensión ineludible en el análisis crítico, y la modernidad como significante percibido desde la incompletud de la «perspectiva de la historia latinoamericana» (2015, p. 542). Quizás el título del último libro publicado por Josefina Ludmer, Aquí América Latina (2010), permita corroborar hasta qué punto la temprana percepción de Prieto marcaba acertadamente la singularidad de las producciones críticas vernáculas. De cualquier manera, cabe subrayar que este balance realizado en 1989 permite considerar las turbulentas transformaciones ocurridas en la teoría durante sus décadas precedentes, y lo hace desde las páginas de una publicación que ha sido testigo de primera mano e incluso protagonista de esas turbulencias y de esas renovaciones.
La introducción de las perspectivas sociológicas de Pierre Bourdieu y luego la reflexión marxista de Raymond Williams al interior de Punto de vista pueden ser interpretadas como estancias particulares de la renovación teórica ocurrida en la escena cultural argentina de los últimos treinta años. Sin embargo, tal vez quepa matizarlas en su aspecto de radical novedad al advertir, aunque solapada, la constante semiológica del proyecto crítico de su directora, Beatriz Sarlo. Si bien las opciones de la teoría, a la hora de procesar los discursos sociales, la historia y convocar una posibilidad política para su propia práctica, se sitúa, generalmente, cercana a los nombres de Bourdieu, Foucault o Williams, la semiología barthesiana no se desplaza totalmente. A través de ella, persiste un soporte metodológico —«un instrumento fino de análisis»— para producir una crítica a los diversos modos en que se efectúa la vida burguesa y su norma invisibilizada. Por supuesto, las nociones de sistema, lengua y sujeto se reconsideran; no obstante, el análisis crítico del mito contemporáneo se filtra como un modo para hacer visible la politicidad involuntaria de todo discurso y las aparentemente banales estéticas de la vida cotidiana.
Si las modulaciones críticas de las décadas de los ochenta y tempranos noventa se mostraron marcadamente neomarxistas y sociológicas, cabe considerar esta flexión como un movimiento estratégico, cuya finalidad era enfrentar (nombrando) la violencia del Estado y los modos de vida postulados como parámetros generales y estandarizados de la sociedad argentina en la inmediata posdictadura. Sin embargo, tal como advierte Miguel Dalmaroni, «el inconsciente de la operación Williams [en Punto de vista] no es inglés, ni historicista, ni culturalista ni popularista. Es parisino, estructuralista, semiólogo y esteticista: es Barthes […], el Barthes semiólogo de la vida cotidiana, el Barthes ensayista, el Barthes de las Mitologías» (1998, pp. 39-40). Dalmaroni expone su hipótesis en la compilación Las operaciones de la crítica (1998), realizada por Alberto Giornado y por María Celia Vázquez (dos barthesianos confesos). Tal como sostiene Dalmaroni, el proyecto crítico de Sarlo se inscribe indudablemente en una genealogía barthesiana, que hace de la semiología un método ensayístico para elaborar una crítica de la cultura. Develar el mito es, para Barthes y luego para Sarlo, exponer «la trampa del sentido común tendida por la Doxa» (1998, p. 40). Otro artículo presente en la compilación advierte esa misma presencia del Barthes de Mitologías en la producción de la directora de Punto de vista; según Celia Vázquez, la semiología barthesiana conforma, junto a los estudios culturales adornianos, una constelación crítica moderna que opera productivamente en el proyecto-Sarlo, como denuncia «del estereotipo y del cliché en la industria cultural que convierten a la cultura en naturaleza y fijan la norma burguesa» (1998, p. 58).
En un sentido inicialmente contrario y disputando la conceptualización del mito de raigambre barthesiana —imagen teórica dominante en el interior de la crítica argentina— e incluso el lugar de la crítica en el tejido social, es posible distinguir, presente en la misma compilación de trabajos, la voz de Horacio González[5]. Esa disidencia polémica se materializa en su artículo, titulado con perspicacia, «Mito y crítica». La intervención se orienta a reconsiderar al mito como una palabra anónima e históricamente insistente en la que se despliegan las múltiples voces de hablantes sin nombre, cuyo origen inmemorial e impulso repetitivo sería refractario a la voluntad crítica puesta en marcha por la racionalidad emancipadora de la Ilustración. Para González, el mito se muestra como una palabra común —inserta en la comunidad— en la cual se emplaza el punto de partida para toda crítica y posibilidad de conocimiento. En consecuencia, no existiría tal cosa nombrada como novedad radical, sino un eterno recomenzar de repeticiones a través de las cuales emerge el sentido; así, lo diferente (lo nuevo) se presenta como variación de un habla arrastrada desde la historia. Al sustraerse de la perspectiva semiológica, en la cual el crítico se imagina decodificador de obras o develador de sistemas sociales, González sugiere una imagen disímil en la que su palabra se acopla dialógicamente a lo inmemorial del mito para conseguir el acontecimiento del pensamiento: «Pensar bajo un régimen de novedad y al mismo tiempo hundirse en la nada del tiempo. El crítico debe ser una figura inaprensible, a no ser que sea reducido al rol menor de, como se dice, “decodificador”» (1998, p. 94; cursiva en el original).
Para González, mito y crítica no son discursos antagónicos ni regímenes irreconciliables, sino palabras que se confunden para trazar un marco de mutuas implicancias en las que se definen los modos de la crítica y de la identidad de quienes intervienen en ella. En este sentido, González reclama una «crítica que pueda reconciliar la razón como descubrimiento y el mito como una lengua cerrada que flota como burbuja impenetrable en todas las conversaciones» (1998, pp. 92-93). Es decir, inserta la singularidad de los aparatos de lectura fundados en la teoría en una territorialidad conversacional, omnipresente en todas las manifestaciones de la lengua, para extender su campo de acción hacia la totalidad de las tramas del lenguaje. Por lo tanto, el mito puede adoptar dos facetas contradictorias; puede presentarse como una celebración de «las fábricas contemporáneas del lenguaje —la publicidad, la lengua política, la escritura académica—» (1998, p. 95), lo cual anula su capacidad para producir pensamiento o componer un marco de inteligibilidad histórico «entendido como un sedimento mudo de las culturas que nos impide hablar “como si fuera por primera vez”. Romper ese impedimento es precisamente lo que exige la crítica del mito y a la vez lo que el mito secretamente nos reclama» (1998, p. 95; cursiva en el original).
En definitiva, González advierte sobre la posibilidad de considerar a la propia actividad crítica como un discurso implicado en la generación de un discurso también factible de convertirse en mito[6], es decir, en un habla repetida, proyectada hacia el afuera y, por lo tanto, diseminada entre las infinitas posibilidades de un diálogo (entre textos, entre voces) que recomienza: «el mito actuaría como un lazo de destinación entre textos muy diversos, un ámbito de amistad que corta el tiempo con un acto que lleva a que hable, otra vez y mejor, lo que parecía ya haber hablado» (1998, p. 96). A través de González, el mito deja de ser lo cristalizado para convertirse en una territorialidad de lo común, el punto de contacto entre el pasado y su recomenzar en el presente, la contingencia de concretar un vínculo en una comunidad que no se asume como imposible o inoperante, sino que se sostiene positivamente en el eterno recomenzar del pensamiento.
Coda
La relación entre el mito y la crítica puede considerarse desde una ambivalencia polémica que, en el campo argentino, es posible identificar con las posiciones y las prácticas de dos figuraciones aparentemente antagónicas, representadas por Beatriz Sarlo y por Horacio González, quienes se han enfrentado públicamente en los últimos años, incluso, a partir de un ámbito de discusión que avanza desde la teoría cultural hacia las consideraciones del lugar del crítico y sus relatos en el funcionamiento de la política[7]. La querella, entonces, continua repitiéndose, desplegando un campo de acción que es la respuesta práctica a un dilema teórico ya señalado por Barthes hace sesenta años. La tarea semiológica puede realizar una crítica de la cultura que conduzca, en última instancia, hacia un «sociabilidad teórica» (Barthes, 2012, p. 254), cuya relación con el mundo se encuentra mediada por el sarcasmo, sin garantías de futuro, dado que «la positividad de mañana está completamente oculta por la negatividad de hoy» (2012, p. 255).
Sin embargo, el mismo Barthes proponía una alternativa. Sin eliminar completamente el distanciamiento entre el crítico y la dimensión histórica-social-ideológica, concluía sus Mitologías con una proyección auspiciosa: «nuestra búsqueda deber estar encaminada a lograr una reconciliación de lo real y los hombres, de la descripción y la explicación, del objeto y del saber» (2012, p. 256). En esta mirada proyectual, puede sostenerse un modo para comprender la crítica y designar sus identidades. El territorio compartido que el mito proporciona revelaría una potencialidad política, un modo para designar e imaginar la vida en común, cuya proliferación masificada no puede borrar el trazo de la crítica como contrapartida dialéctica. Queda considerar los modos de esa práctica, ejercida en la soledad de la distancia o alojada en el movimiento caótico de un real inasible y multifacético. Quizás, los detenimientos que ofrece la crítica, ejercidos como cortes o intervenciones, formulen espacios intempestivos donde se hagan visibles nuevas o anacrónicas posibilidades de sentido.
Referencias Bibliográficas
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Notas