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El devenir del testimonio: memoria y autoficción en Diario de una princesa montonera. 110% verdad (2021) de Mariana Eva Perez
The development of testimony: memory and autofiction in Diario de una princesa montonera. 110% verdad (2021) by Mariana Eva Perez
El hilo de la fábula, vol.. 19, núm. 22, e0012, 2021
Universidad Nacional del Litoral

Tres, la letra estudiante (un espacio joven)

El hilo de la fábula
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 1667-7900
ISSN-e: 2362-5651
Periodicidad: Semestral
vol. 19, núm. 22, e0012, 2021

Recepción: 04 Octubre 2021

Aprobación: 05 Noviembre 2021


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Resumen: El presente artículo propone analizar los cruces entre «memoria», «testimonio» y «autoficción» en Diario de una princesa montonera. 110% de verdad (2021) de Mariana Eva Perez. El desplazamiento de la «verdad» a la «autenticidad» del testimonio inaugura, en Latinoamérica, una reconfiguración ética en donde el valor reside ahora en la opción formal, perceptual, que trastoca las categorías de «ficción» y «testimonio». Desajustado de su inscripción genérica de «diario», indaga en las políticas de la memoria de la última dictadura militar argentina (1976–1983) en clave irónica. La Princesa Montonera, como dispositivo autoficcional, parodiza las estrategias institucionales de reconstrucción del pasado, en disputa con una «cultura de la memoria» (Huyssen, 2007).

Palabras clave: memoria, autoficción, testimonio, dictadura.

Abstract: This article aims to analyse the intersections between «memory», «testimony» and «autofiction» in Diario de una Princesa Montonera. 110% verdad (2021) by Mariana Eva Perez. The displacement implied from the concept of «truth» to the testimonial «authenticity» inaugurates, in Latin America, an ethic reconfiguration, in which the value resides now in a formal, perceptual option which upsets the categories of «fiction» and «testimony». Unclassifiable in its genre (a diary), it explores the politics of the memory of the last military dictatorship in Argentina (1976–1983) in an ironic way. The Montonero Princess, an autofictional character, parodizes the institutional strategies of reconstruction of the past, in conflict with a «culture of memory» (Huyssen, 2007).

Keywords: memory, autofiction, testimony, dictatorship.

El devenir del testimonio

El testimonialismo se generalizó en América Latina en las década del 60 y 70 como parte de un proceso cultural y político revolucionario. Biografía de un cimarrón (1966), del escritor cubano Miguel Barnet, se conoce como el primer gran éxito de la llamada «novela testimonial».1 Sin embargo, ya existía en Cuba, una abundante producción de testimonios sin pretensiones literarias (reportajes, memorias de combatientes, etc.). En 1970, la revista Casa de las Américas establece un premio entre sus categorías (novela, cuento, poesía, teatro, ensayo) e incluye por primera vez el testimonio. El «nuevo»2 rótulo, promovido por grupos literarios politizados afines a las tareas revolucionarias, deviene en procesos de institucionalización y canonización que favorecen la proliferación y puesta en circulación en el continente latinoamericano de un entramado de textos que se inscribirán en tal línea, con una clara marca de «vocación testimonial». De este modo, emergen en el canon literario un vasto corpus de textos que plantean problemáticas en torno a la identidad latinoamericana en clave reivindicativa, cuya hibridez genérica superpone y mixtura géneros discursivos como el diario, la entrevista y la reseña histórica. En Argentina, el texto de investigación periodística Operación Masacre (1957) y Carta Abierta de un escritor a la junta militar (1977) de Rodolfo Walsh,3 sumado a su participación en el proceso de institucionalización del género como jurado en el certamen de la revista Casa de las Américas (1970), resultan claves para visibilizar los cruces entre literatura, política y testimonialismo.

En este sentido, Ana María Amar Sánchez (1990) advierte que el relato de no–ficción organiza su espacio desmitificador, fracturado en la medida en que se juega siempre en los bordes, en los márgenes de las formas, de lo literario y lo político, de lo imaginario y lo real. Planteado como un espacio de confluencia de diversas líneas, nunca es neutral porque trabaja la lucha y la contradicción: muy determinado por la escritura, ya que señala continuamente su condición de testimonio y de investigación escrita. Sin embargo, la fuerte presión de lo fáctico no hace más que negar su autonomía literaria y remarcar su dependencia y conflicto con lo real. Diversas líneas críticas de abordaje de la narrativa testimonial, junto con aquellas narrativas que se posicionan en los bordes (consideradas bajo el rótulo de no–ficción), configuran un amplio campo de tensiones. Una de las problemáticas observadas consiste en el gesto de quitarle al testimonio su carácter de ficción, es decir, de anular la dimensión narrativa del testimonio y transformarlo en reflejo fiel de la palabra del testigo. Esta creencia deriva de la convención discursiva asociada a la connotación jurídica o religiosa implicada en «dar testimonio», es decir, actualizar un cierto estado de cosas con al menos dos finalidades reconocibles direccionadas: una, la de revelar y dar cuenta de una infracción, anomalía o hecho que atente contra la integridad física y/o derechos de individualidades devenidas en colectivos, y la otra, en el sentido moral disciplinante de carácter espiritual y divino.

No obstante, en tal movimiento de extensión de lo íntimo/privado a lo público/compartido puede reconocerse y mensurarse el impacto del testimonio en su politicidad. Su juego implicaría, además de representar una historia, asumir que es verdadera, y la fuente de autoridad que legitimaría tal premisa y ratificaría el estatuto de verdad se direcciona a la correspondencia crédula de asignar a su narrador un tipo de existencia real, habilitado por el «sesgo autobiográfico» y, en muchos de los casos, las implicancias deterministas e instrumentalistas que le atribuyen una finalidad implícita: la denuncia, que lejos de estar solapada se encuentra operativizada como una estrategia programática precisa que la coloca enfáticamente en el centro y en la cima del relato. Esto produce un «efecto de veracidad» que desautomatiza la percepción habitual de la literatura como algo ficticio o imaginario. De este modo, la figura del «yo» que enuncia se exacerba y potencia, e incluso en algunos casos, las responsabilidades morales y las implicancias políticas ponderan al denunciante como portavoz/representante que modula y canaliza las desgracias suyas y las ajenas. El eje del testimonio gira, bajo esta premisa, en torno a una situación problemática que el narrador testimonial vive o experimenta con otros y de la que vendría a dar cuenta. Sin embargo, despojado de su carácter meramente «denunciante», la reconfiguración actual del testimonialismo excede la transitada línea del «intelectual comprometido» sartreano y/o del «escritor revolucionario». El documentalismo de hoy difiere del denuncialismo/testimonialismo de los sesenta, setenta, ochenta e incluso de los noventa. En su deriva contemporánea, el testimonio asume formas de autoficción, escrituras híbridas, relatos fragmentarios con temporalidades superpuestas, que habitan en los márgenes y programáticamente mixturan la dimensión autobiográfica y la novela.

Deriva 1. De blog a «diario»

Diario de una princesa montonera. 110 % verdad se configura como un mosaico de relatos fragmentarios que se tejen y destejen, proliferan, se amplían, se reescriben pero, en particular, se retroalimentan entre sí. Entre ellos opera una suerte de correspondencia, de dispersión programática que implica considerar el devenir de sus condiciones de producción y circulación. El blog o bitácora personal tiene su origen técnico en las primeras comunidades digitales de la web 2.0. En este se registran publicaciones periódicas en orden cronológico a modo de «diario», en donde los usuarios realizan publicaciones en línea, generalmente breves, destinadas a diversos fines: compartir información o temáticas a usuarios afines, reforzar marcas de autor, como así también abrir hilos de conversación y recibir intercambios y/o comentarios con los potenciales lectores, es decir, proyectar y generar un «asiduo público lector» y establecer vínculos con otros bloggers. En la presentación de la reedición del texto, Mariana Eva Perez (2021) cuenta sobre la «edad dorada de los blogs» y el devenir del suyo en libro. La primera parte, «Diario de una princesa montonera», fechada en 2010 y publicada por primera vez en 2012 bajo el sello Capital Intelectual, es reeditada posteriormente por Planeta en 2021 en su versión extendida, definitiva, en donde se agregan una segunda y tercera parte, «La fiesta modesta» (2011–2015) y «Mi pequeño Nürnberg» (2016–2018), respectivamente.

Esta diseminación, del mismo modo que la técnica del collage, nos presenta fragmentos de imágenes superpuestas que confluyen discontinuas y yuxtaponen temporalidades disímiles. Las escenas exhiben la fragilidad del recuerdo y construyen sentido en el operar de la memoria. Este repertorio de imágenes pone en tensión una vuelta al pasado que se postula desde un programa escriturario crítico y disidente, que iterativamente aplica distancias de la mirada que oscila en un ir y venir por los recuerdos —los suyos pero también los ajenos—. Según Maurice Halbwachs (2004), la memoria colectiva, en tanto proceso social de reconstrucción, emerge como producto de interacciones múltiples de las memorias compartidas en marcos sociales de referencia y en situación de disputas por el poder. En este sentido, la memoria compartida (equiparación acrítica de experiencias de pasados traumáticos de quienes compartieron «lo mismo») se perfila como zona problemática y advierte que la posibilidad de bifurcaciones y disensos obliga a revisar un amplio constructo de asignaciones naturalizadas per se.

Deriva 2. Entre verdad e hipérbole: autoficción como actuación de la memoria

En tiempos de desdiferenciación entre prácticas artísticas y no artísticas, en donde el mercado ha cooptado todas las esferas humanas al punto de transformarlas en bienes de consumo bajo el signo de «lo bello», el arte ensaya nuevas formas de resistencia. La estetización del mundo arrastra consigo problemas de índole ético–perceptual: la experiencia es transformada en espectáculo y exhibida en el «mercado de intensidad» (Moreno, 2017) sin perturbar los moldes que lo conforman.

La incertidumbre de cara al futuro, frente a un presente plagado de contradicciones y paradojas, no ha hecho más que poner en marcha el pretérito como repertorio de imágenes estáticas. «Culto al pasado» (Jelin, 2002), «cultura de la memoria», «globalización de la memoria» (Huyssen, 2007) son algunos nombres que recibe este giro en su versión nostálgica, inscripto históricamente a fines del siglo XX. El resurgimiento de géneros intimistas tales como las confesiones, autobiografías y testimonios, como así también la aparición en la década del 80 de novelas históricas posmodernas y documentales revisionistas, han potenciado la ilusión de «museificación del mundo» (Huyssen, 2007:5) y logrado un verdadero éxito comercial.

La mercantilización de la memoria fosiliza el pasado para convertirlo en un bien de consumo de la industria cultural. Del mismo modo, el testimonio como instrumento de denuncia ha devenido también en objeto de consumo: desde el sensacionalismo en medios de comunicación hasta su estallido en redes sociales. En Diario de una princesa montonera, la fetichización de la memoria resulta ironizada como estrategia crítica, manteniendo la distancia con el discurso institucionalizado de «Memoria, Verdad (Verdat) y Justicia». Mariana Eva Perez escribe en su Diario:

¡Explotó el 24 de marzo en facebook! Dos tendencias en disputa. ¿Cómo ejercitamos la memoria? ¿Cambiamos la foto de perfil con la clásica leyenda Nunca Más o por la foto de tu desaparecidx favoritx? […] el muro de facebook se me llena de siluetas, desaparecidos, pañuelos, nuncamases, todo el merchandising. (Perez, 2021:61)

La ironía exhibe la arbitrariedad de ciertas iniciativas y convocatorias en redes (performances, manifestaciones artísticas, homenajes, posteos en twitter y facebook) que, en busca de «ejercitar» la memoria, ponen en marcha esta tendencia archivística del pasado en medios masivos, revelando su nula eficacia política. Ante la saturación de esta expansión de la memoria y su banalización, la autora busca ensayar políticas eficaces de la memoria que contribuyan a sacar de la amnesia algunos gestos ritualizados en el plano simbólico. En este sentido, la dimensión activa de la memoria como función discursiva requiere de un trabajo de elaboración y re–vivencia (Jelin, 2002:15), lejos de toda definición estática del pasado. Siguiendo los aportes de Elizabeth Jelin, decimos que ninguna memoria se opone al olvido y al silencio —ya que es un mecanismo que actúa de forma complementaria a esta— sino que, necesariamente, toda memoria se opone a otra memoria, con sus correspondientes mecanismos de selección y olvido. El cuestionamiento de la dimensión institucional, museística, de la memoria del terrorismo de Estado en Argentina, busca resistirse a la «complacencia de las imágenes» (Richard, 2010:240), un gesto iconoclasta que el Diario activa en su apuesta formal, desacralizando el lugar desde dónde se habla (la voz testimonial de los hijos de desaparecidos).

Esta desacralización opera en virtud de evidenciar una retórica testimonial —protocolar, solemne, reivindicatoria— tanto en los discursos oficiales de la memoria (el «Nunca Más», la Asociación Civil Abuelas de Plaza de Mayo, H.I.J.O.S, las políticas públicas de la memoria del kirchnerismo) como en la literatura. Los renovados asedios a la dictadura militar de 1976 en las últimas décadas y la aparición de un género específico —la narrativa testimonial de hijos de desaparecidos— se torna síntoma de una reactivación de los mecanismos selectivos de la memoria. Un vasto corpus de novelas integran esta serie, tales como La casa de los conejos (2008) de Laura Alcoba, Los Topos (2009) de Félix Bruzzone, Soy un bravo piloto de la Nueva China (2011) de Ernesto Semán, Pequeños combatientes (2013) de Raquel Robles, Aparecida (2015) de Marta Dillon, entre otros. Con diferentes estrategias, tienen en común esta indefinición entre ficción y testimonio, característica de las «narrativas de la memoria» (Arfuch, 2018) de la segunda fase de la posdictadura.

Estas narrativas de la memoria materializan un proceso de reelaboración del pasado en donde la necesidad de decir parte de una decisión ética en común: presentificarlo en pos de volverlo representable para sí y para otros. La dimensión narrativa consiste en una puesta en forma, un ordenamiento del decir, en donde los hechos traumáticos de la historia (en este caso, la violencia de la última dictadura militar) cobran sentido en el lugar del relato. Leonor Arfuch (2018) distingue dos períodos en este proceso de elaboración: una primera etapa de la posdictadura (1983), de narrativas netamente testimoniales y de impronta autobiográfica (entrevistas, diarios de cárcel, confesiones, relatos de vida, documentales), en las que predomina el valor referencial del testimonio y su carácter de denuncia; por otro lado, una etapa siguiente, de resignificación y reconversión estética del testimonio, en donde la narrativización no está anclada a una «verdad». En esta variante de la deriva testimonial se inscriben formas diversas de la autoficción, género híbrido entre la autobiografía y la novela (Musitano, 2016) y obras experimentales en cine, teatro y artes visuales.

Diario de una princesa montonera se posiciona en esta última línea de reconfiguración del testimonialismo en América Latina. El valor referencial del testimonio, su condición de «verdad», es desplazado por el de «autenticidad» (Canteros, 2020:132), cualidad regida por la forma y opuesta a la mediación representativa. El plus del 110% verdad que anuncia el subtítulo del libro —guiño comercial llevado al extremo— evidencia que entre testimonio y ficción no hay oposición ni separación posibles.4 La hiperbolización de la verdad («¿Es Verdad o es Hipérbole? Lo dejo a tu criterio, lector») desautomatiza preconceptos propios de la autobiografía, como la sinceridad confesional y la dimensión consciente del recuerdo.

En el Diario, proliferan las escenas de la vida cotidiana, narraciones de sueños, sucesos imaginarios, conversaciones teatrales, hiperbolizadas, sin que exista con certeza una distinción genuina entre verdad e invención. Bajo la inscripción genérica del diario íntimo (el cual se encuentra localizado en la web, doble inscripción que corroe las barreras entre lo público y lo privado), se impone la primera persona como marca autobiográfica («M***»). El juego de equivalencias entre narrador y firma de autor, propio del efecto autobiográfico, insume al lector otro desafío: la lectura «detectivesca», propia de la investigación policial. Esta lectura indicial se distancia de la mera identificación referencial, y apela al texto mismo para la reconstrucción de los hechos: «¿Son buenos detectives, lectores?» (Perez, 2021:52). «La joven hija de desaparecidos, a la que a esta altura del relato el lector intuye a pasitos del brote, pasa al acto» (59).

Sin intención de mímesis, la búsqueda estética del Diario se distancia del género confesional y apela a la autoficción, opción formal que explora las transformaciones de la subjetividad y su relación con la memoria, entendida como fenómeno discursivo, social y por ende, colectivo. El concepto de autoficción pone de relieve la inaprehensibilidad de un «yo» real, auténtico, que se separe de lo ficcional. En este sentido, su hibridez genérica entre autobiografía y novela potencia su productividad sin ligar, necesariamente, conciencia y escritura.5

La Princesa Montonera fusiona la militancia política con los cuentos de hadas. Se declara «hija de la revolución y la derrota», con un pasado marcado por el activismo político de «militonta», plurilingüe (Princesse Montonière) y experta en el «temita», diminutivo que engloba un campo de significaciones, tabúes y representaciones, tanto personales como colectivas, en torno al genocidio y la desaparición forzada de personas durante la última dictadura militar argentina. Este personaje —en el sentido etimológico de la palabra, en tanto «máscara»— opera como dispositivo autoficcional, en un juego de identificaciones entre la voz narrativa y la figura autoral, sin dejar de asumir un carácter performático, más allá de lo referencial. El deber-ser de la Princesa (el protocolo, la solemnidad del testimonio, el compromiso político) regula una serie de prácticas discursivas que condiciona la forma de hablar sobre el pasado; el cómo hablar del «temita» cuando el pasado es presentificado ad infinitum, confundiéndose en la multiplicación (y la indistinción) de las imágenes.

La prescripción rebasa el plano discursivo porque también fija y moviliza un conjunto de prácticas que tienen el carácter de ritual y culto para gestionar la memoria (protocolos, performances, actos, merchandising) que visibilizan tendencias en disputas y nos presentan una geografía memorista similar a un campo de luchas. La Princesa Montonera, harta de tanta pose, decide tomar distancia para habitar los bordes y ubicarse en las antípodas del Fervor Montonero. Sin embargo, todos los intentos desembocan en el mismo gesto: buscar un lenguaje nuevo para decir, para narrar de otra manera, para exponer los conflictos de la militancia y tomar distancia. Esta distancia permitirá romper con el círculo endogámico y proyectar una experiencia multiplicadora: narrar para otros.

En este sentido, la búsqueda consiste en una puesta en tensión entre un «yo» que intercala con la tercera persona bajo la nómina: «Princesa Montonera» o «PM», como también en el «nosotros» en plural y colectivo de los «hijis». Reniega del «nosotros gremial» que estropea su escritura y la coloca en el lugar de la víctima, en el nosotros–las–víctimas que pretende anular con humor y sarcasmo:

Lo peor de los planteos que me arrancan ese nosotros gremial, ese nosotros las víctimas, por si no quedó claro, es el daño irreversible que le hacen a mi prosa, las frases prefabricadas que se derraman sobre lo que intento escribir y un tonito entre doliente y quejoso, reivindicativo… (Perez, 2021:183)

El humor negro y la ironía son, entonces, una vía de escape a la victimización como posición desde la cual se enuncia. El desajuste entre posición enunciativa (la voz autorizada de los hijos, que porta la experiencia de un colectivo), género discursivo (novela híbrida entre diario íntimo y blog) y narrador (una voz, particular, que modela la materia narrada) provoca la risa,6 en tanto gesto social que sanciona la rigidez de las formas. En este sentido puede afirmarse que no se trata de irreverencia pura que deviene en palabra despolitizada, amoral, sino de una operación crítica que permite reflexionar sobre los alcances de las prácticas de la memoria en el terreno de la ficción: «Esa noche fui a ver una obra de teatro que parodia la militancia revolucionaria de los setenta. No me gustó el final: llega la Triple A y los mata a todos. Muy deus ex machina» (Perez, 2021:85).

El carácter irrisorio del Diario deja entrever el conflicto entre la solemnidad y la risa como máscara: el fantasma de un mal nominado hijismo que habita en el texto y engloba, en la generalización de la experiencia, a las «víctimas de violencias de Estado». El concepto de víctima ha sido aplicado y estudiado en el campo de los derechos humanos en relación con sus usos y apropiaciones, desde la antropología, la sociología y el derecho. Más allá de la acepción habitual de víctima (asociado al peligro, la amenaza, el padecimiento), no siempre se lo asocia transitivamente, es decir, como paciente de la acción de un victimario. La victimización, entonces, es la marca que desindividualiza a la víctima, le quita el «nombre propio» bajo el signo del estigma. Judith Butler (2004) utiliza el término «vidas precarias» para referirse a esas víctimas que sufren las más de las veces una doble afrenta: la del infortunio o la muerte y la pérdida del nombre en el devenir incesante del número. En el pasaje de lo singular a lo colectivo se transparenta la prescripción: un deber–ser instalado en la hegemonía dóxica, en el sentido común y en el consenso colectivo que implicaría que todas las víctimas deben dar testimonio. Pero la Princesa Montonera nos advierte que también hay un modo establecido: relatos idénticos, repetidos, «lo mismo de siempre» (la patota que no se identifica, el auto sin chapa, el hijo que no aparece más, el maltrato en la comisaría, las amenazas en el tribunal).

Deriva 3. La búsqueda de las palabras justas y el devenir en escritora con mayúscula

Existe otra dimensión que ratifica el carácter autobiográfico asociado al oficio de escritura: la posibilidad de despojarse del «peso» del pasado, personal y colectivo. La operatividad de su evocación desmantela la imposición de pautas preestablecidas que las diversas «máscaras del yo» ensayan con sus posibilidades performáticas. La Princesa Montonera, en la tragedia y en la comedia, se configura como un personaje histriónico que pone en escena e interpreta a la perfección una «puesta en discurso» estereotipada. En su época de militancia asume una performance combativa en donde combina los dos caracteres del neologismo militonta.

Pese a su intención explícita de subvertir un entramado de discursos7 que giran en torno al terrorismo de Estado, aquellos «fantasmas» todavía siguen vigentes. La búsqueda que la Princesa Montonera nos plantea puede formularse como el siguiente interrogante: ¿cómo construir y habitar una casa de palabras? El texto ensaya sus posibles respuestas. La imagen de una casa hecha de palabras se figura como el leitmotiv que le permite escribir una historia que pueda e, incluso, le guste habitar. La receta para devenir en escritora consiste en infinitas búsquedas y bifurcaciones pero con algunos lineamientos claros. La primera búsqueda: liberarse de la prosa académica acartonada para encontrar palabras nuevas.

¿Cómo extraerme la prosa institucional que se me hizo carne cuando escribía la propaganda que el Nene me pedía y no me dejaba firmar? ¿Podrá la joven princesa montonera torcer su destino de militonta y devenir Escritora? (Perez, 2021:43)

Después debería vomitar Historia con mayúscula para poder construir la suya, ese gran agujero negro minado de vacíos. La invención de una historia personal se arma como un rompecabezas de fragmentos que se van llenando de relatos de desconocidos —cosas que le contaron—; el auge de la tecnología acorta las distancias y permite una reconstrucción más rápida. Los desconocidos se vuelven próximos: las cartas, los mails, las entrevistas son más que «trámites» (burocracia), duelo, proceso y gestión del recuerdo. Cada aporte y coincidencia es una pieza más que la aproxima a colmar el «gran agujero negro» que es también la vida del padre y la madre, que más que desaparecidos (palabra que inauguraron los represores para dar nombre a lo que no podía nombrarse) son desconocidos. Ese padre que, hasta lo que se sabe, era Responsable Militar de la Columna Oeste en julio de 1977, que antes se llamaba Aníbal,8 cuando militaba en Tres de Febrero. Tal vacancia filial se intenta suplir escarbando en los recuerdos de sus compañeros de militancia, por quienes la princesa indaga y en su rol de detective busca pistas. La figura de estos colaboradores resulta clave por el aporte de datos que a modo de versiones se van sumando a su propósito de «reconstrucción autobiográfica».

Las imágenes son productivas también en esta búsqueda por la identidad y la memoria. Cumplen un rol que potencia el recuerdo9 ante el proceso del duelo. El «dilema con fotos» de la Princesa Montonera, en particular, con aquellas que se exponen en los paneles y en los actos memoriosos —que no retratan ningún momento significativo, ni dicen nada sobre la violencia sufrida—, problematiza la representación de los desaparecidos en la memoria pública. En el acto de rememorar, las fotos más elocuentes son aquellas que «dicen algo» porque hablan de una «clandestinidad larguísima» (Perez, 2021:81).

En su reconstrucción autobiográfica existe un gesto irónico y despectivo que se resuelve en una contradicción: ser lo que no se quiere ser (en este caso, una huérfana pedigüeña que quiere saber). Las reconstrucciones posibles son un conjunto de historias orales que se yuxtaponen y fijan en la escritura. La búsqueda de voces familiares, por la evocación del recuerdo, nos retrotrae a episodios de la infancia en donde predominan las impresiones: «vi caer del techo del consultorio un cometa naranja y tuve en las manos la sensación de tocar un material plástico. Onda la magdalena de Proust, pero berreta.» (77). Pero esta lucha por recordar está vedada ya que son voces silenciadas: «porque cuando se llevaron a Paty y a Jose, ella sabía decir: mami, papi, abuela, abuelo, baba, agua, queso y dulce» (77). Es la imaginación la única capaz de acceder a tales voces: «¿Imaginar esa voz diciendo qué? Mi nombre por ejemplo» (79). La evocación es una excusa, un motivo para seguir en la búsqueda y encontrar palabras nuevas para nombrar. El lenguaje permitiría llenar vacíos en la propia historia personal para transformar la gran catástrofe que ronda en torno al «temita» en un espacio habitable y narrable. La Princesa, con vocación de detective, indaga por los intersticios, por los bordes entre imaginación social e imaginación literaria.

Bajo el lema «volví y soy ficciones» se abre paso a una dimensión onírica10 en donde se transparentan ecos del pasado, fotos, murmullos y voces. Los fantasmas que recorren las páginas del Diario aparecen en sueños, pesadillas y deambulan entre los vivos: la madre, el padre, la abuela, una embarazada desaparecida. Estas apariciones súbitas se materializan en la lengua y el recuerdo: «bajan línea» (93) e irrumpen en el relato para convertir a los lectores en espectadores:

PRINCESA MONTONERA (al oído de PATY sentada): ¿Se parece [Gustavo] a papá?

PATY (no muy convencida): Sí, se parece.

Me doy cuenta de que no lo ve tan parecido porque está demasiado gordo. (92)

La escena familiar evoca lo que pudo haber sido: tematiza la pérdida, al mismo tiempo en que revierte la situación como si fuese una comedia. Los fantasmas se presentan como «fulguraciones figurativas»,11 seres inaprehensibles que perviven en la gran casa del lenguaje que la Princesa construye y quiere habitar. Esta irrupción de lo imaginario desestabiliza cualquier intento de narración realista, ya que presupone un desborde constitutivo en la idea de «identidad». Es así como «los padres vuelven» el día antes de la boda, «vuelven y no dan demasiadas explicaciones» (156), vivos, sin importar cómo: «son geniales/ re buenos papás/ y mejores guerrilleros/ y ahora vuelven/ lo lograron/ la fantasía de Argentina/ hecha realidad» (157).

Referencias

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Notas

1 En palabras del propio Miguel Barnet (1969) la novela–testimonio debería orientarse al desentrañamiento de la realidad recuperando los hechos que han afectado la sensibilidad de un pueblo y describirlos por boca de uno de sus protagonistas. Este procedimiento constructivo operativiza en su texto por medio de un «informante»: Esteban Montejo. En su ensayo «La novela–testimonio: socio–literatura», alude a las potencialidades del testimonio en su orgánica capacidad para desconocer creadoramente las fronteras fictivas entre los medios de expresión. Es decir: el movimiento hacia la «realidad» propicia el borramiento de las fronteras genéricas (Beverley, 1987:9).
2 John Beverley (1987) ha pensado el testimonio como «nuevo género» al sostener que la naturaleza del mismo como forma literaria coincide con el lema de la nueva izquierda norteamericana de los años 60, que asume la consigna «The personal is political» (lo personal es político). Un testimonio es una narración contada en primera persona gramatical por un narrador que es a la vez el protagonista (o el testigo) de su propio relato. Su unidad narrativa suele ser una «vida» o una vivencia particularmente significativa (situación laboral, militancia política, encarcelamiento, etcétera) (Beverley, 1987:11).
3 Rodolfo Walsh produce una permanente articulación entre el material documental —reportajes, testimonios, informes policiales— y la «reconstrucción de los hechos». Su narrativización a través de la figura múltiple del narrador–periodista–detective ficcionaliza a los protagonistas y al Walsh escritor cuyas investigaciones «en la realidad» también se duplican en el campo textual: aquel detalle aparentemente insignificante puede dar una clave y permite enfrentar lo increíble y efectivamente acaecido (de esto se ocupa su no–ficción) con lo verosímil falso (que se registra en la información oficial y en la prensa); de este modo se encuentran otra vez cuestionadas por el género las categorías de «verdad» y «realidad» (Amar Sánchez,1990:456).
4 María Moreno analiza en Oración: «Venido de un blog online, este libro hace que el diario como género íntimo devenga reality político, secreto para millones, y con el inverosímil “110% verdad” —tipo etiqueta de producto de góndola que figura entre guiones bajo el título— contrabandea el testimonio en la ficción. El número, como en los textos periodísticos de Rodolfo Walsh, es menos del orden de la prueba que una abstracción que, en este caso, no es ajena a la parodia: el 10% agregado al 100, el de los contenidos de yapa con que los avisos publicitarios de un producto sugieren al comprador que la compra sería, en realidad, un ahorro» (2018:155).
5 Alberto Giordano sostiene que esta modalidad autoficcional «corrige los vicios humanistas del relato autobiográfico porque es capaz de potenciar las fuerzas de lo ambiguo hasta el límite de sus posibilidades» (Giordano, 2013:12); ambigüedad como marca formal que asume transformaciones y exploraciones de la subjetividad sin pretensiones de ilusión biográfica (Bourdieu, 1989).
6 Martín Kohan advierte que la risa en Diario de una princesa montonera marca un antecedente en las narrativas de la post–dictadura: «El tipo de risa en la que indaga Mariana Eva Perez (y para ser más preciso: las condiciones de posibilidad para la risa en la que indaga) van más allá de lo establecido en la literatura argentina. No se aplican en especial a los héroes de la militancia, no parodian en especial la épica setentista, no corroen con preferencia esa zona del pasado, sino otra zona, más delicada: la de los ritos de la memoria y la reparación, la de la pérdida y el dolor por la pérdida» (Kohan, 2014:25).
7 Lo real no podría ser un caleidoscopio. La unidad relativa de la visión del mundo que se desprende del discurso social resulta de esta cooperación fatal en el ordenamiento de imágenes y datos (Angenot, 2010: 64).
8 Los cambios en la nómina permiten visibilizar el ocultamiento necesario de la identidad por parte de los perseguidos bajo el terrorismo de Estado.
9 Roland Barthes, en La cámara lúcida, escribe sobre el proceso de duelar a su madre: «Tengo ganas de delimitar con el pensamiento el rostro amado, de hacer de él el campo único de una observación intensa: tengo ganas de ampliar ese rostro para verlo mejor, para conocer su verdad (y a veces, ingenuo, confío esta tarea a un laboratorio). Creo que ampliando el detalle gradualmente lograré llegar hasta el ser de mi madre» (Barthes, 1980:152).
10 «Contamos nuestros sueños por una necesidad oscura: para hacerlos más reales, viviendo con alguien diferente la singularidad que les pertenece y que parecería no destinarlos más que a uno solo, pero más aún: para apropiárnoslos, constituyéndonos, gracias a la palabra común, no solo en dueños del sueño, sino en su principal autor y apoderándonos así, con decisión, de ese ser parecido, aunque excéntrico, que fue nosotros durante la noche» (Blanchot, 1971:136).
11 «De súbito la vida de las luciérnagas parecerá extraña e inquietante, como si estuviera hecha de la materia superviviente —luminiscente pero pálida y débil, a menudo verdosa— de los fantasmas. Fuegos debilitados o almas errantes. No nos asombremos, pues, de que se puede sospechar en el vuelo incierto de las luciérnagas, por la noche, algo así como una reunión de espectros en miniatura, seres extraños de intenciones más o menos buenas» (Didi–Huberman, 2009:9).

Notas de autor

* Isabel Ruiz y Gimena Sáenz son alumnas avanzadas de las Carreras de Profesorado y Licenciatura en Letras de la Facultad de Humanidades y Ciencias (FHUC) de la Universidad Nacional del Litoral. Desarrollan actualmente adscripciones en investigación bajo la dirección de Guillermo Canteros en el PI CAID 20: «Narrativas en el conflicto de las culturas: reconfiguración(es) del documentalismo en el cruce entre literatura, etnografía y arte contemporáneo en América Latina» (directora: Ana Copes), en las siguientes líneas de investigación: «Reinvenciones del testimonialismo en la narrativa latinoamericana contemporánea. Memoria, subjetividad y política en las voces hijos/as/es de las víctimas del terrorismo de Estado» (Isabel Ruiz); «Memoria, testimonio y experiencia: (re)configuraciones en la narrativa latinoamericana contemporánea» (Gimena Sáenz).


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