Dos, dossier
Recepción: 20 Agosto 2021
Aprobación: 21 Septiembre 2021
Resumen: Después de medio siglo de su institucionalización, ¿por dónde y cómo volver al testimonio o discutir sobre sus frágiles fronteras, siempre presionadas por disputas disciplinares y políticas o por las tensiones irresueltas entre la voz y la escritura? ¿Cómo atender a su compleja maquinaria narrativa repleta de elipsis, saltos y condensaciones después que, ya sabemos, ha demostrado su relevancia y eficacia como prueba de la verdad en sede judicial? ¿Es posible, entonces, apostar a su reinscripción poética? Este parece ser el cometido de algunas narraciones recientes cuando, a partir de intrincadas operaciones de archivo, exploran sus múltiples derivas para incrustarlo en la zona imprecisa y ambivalente que dibuja la ficción documental. Ni como prueba de la verdad ni como la voz de los que ya no están, el testimonio en tanto documento material retorna como huella, como acontecimiento. Oración. Carta a Vicki y otras elegías políticas (2018) de María Moreno testimonia en ficción sin someterse a los formatos hegemónicos de la biografía ni de la autobiografía. Apela a la re-escritura para ponerse en el lugar de otro y suplantar al autor como heredera, desdoblarse y experimentar por él, con él.
Palabras clave: testimonio, ficción, documento, archivo.
Abstract: Half a century after the institutionalization of testimony, where and how to return to it or discuss its fragile frontiers, which are always under pressure from political and disciplinary disputes or from the unsolved tensions between voice and alphabetic writing? How to attend to its complex narrative machinery filled with ellipsis, cuts, and condensations after, as we know, it has demonstrated its relevance and effectiveness as proof of truth in judicial proceedings?? Is it possible, then, opting for its poetic reprocessing? This appears to be the case of some recent narratives when, through intricate archival operations, they examine its multiple drifts to embed it in the mixed and ambivalent area drawn by documentary fiction. Testimony as tangible document, rather than legal evidence or the voice of those who are no longer present, returns as a trace, as an event. María Moreno’s Oración. Carta a Vicki y otras elegías políticas (2018) testifies in fiction without resorting to the hegemonic formats of biography or autobiography. Moreno turns to rewriting in order to put herself in the place of the other, to replace the author as heir, to unfold herself and to experience for him, with him.
Keywords: testimony, fiction, documents, archive.
Evidentemente en el
montaje, en la compaginación, en la selección, en el trabajo de investigación
se abren inmensas posibilidades artísticas. (Rodolfo Walsh, 1970)
Sigo fiel a la idea de
Rodolfo Walsh de que el testimonio supere a la novela pero con la oreja en
Manuel Puig y su derecho a la metáfora. (María Moreno, 2020)
Las cartas a Vicky, a los amigos y a la Junta Militar que Rodolfo Walsh escribió en sus últimos meses de vida, son documento, registro, anotación, testimonio escrito e instrumento de la historia científica. También son material probatorio para la demanda de justicia en los juicios por robo, sustracción y desaparición del autor y de su archivo. Y, sin embargo, siguiendo a Jacques Le Goff, sabemos que no existe el documento inocuo, objetivo, primario. Por su inscripción pública, por su carácter performático, por las tensiones históricas que las atraviesan, las cartas de Walsh son documento / monumento. Como monumento funerario, asumen la forma de la prosopopeya a través de la cual, a la manera de los epitafios, retornan las voces de los muertos para perpetuar el recuerdo y la conmemoración. Sin embargo, en la carta a Vicki hay algo más. Robada dos veces, la primera, por los represores, y la segunda, por el coraje de una cautiva que la sustrajo desde las entrañas del monstruo para retornarla a sus herederas, la carta a Vicki demuestra que la carta robada es carta aplazada que siempre llega a destino. Objeto de culto, auténtica reliquia, manifestación aurática de la firma de su autor y original restituido para su conservación.
¿Cómo leer las cartas de Walsh sin correr el riesgo de su fetichización? ¿Cómo volver a ellas sin invocar al autor-mártir de la resistencia? ¿Cómo restituir la huella de una experiencia más allá de la narración de la biografía de su autor? ¿Qué son esas cartas en relación a la ficción? Oración. Carta a Vicki y otras elegías políticas de María Moreno instala a la escritura en lo que podríamos llamar la zona testimonial aunque de manera ambigua: en el mismo movimiento que da testimonio de otras y de otros, trabaja para la desconstrucción crítica del género. Sucede, entonces, que reescribiendo los testimonios de quienes sobrevivieron, Moreno pregunta por las formas paradójicas de su tener lugar.
Organizado en torno de las dos cartas que Rodolfo Walsh escribió ante la muerte de su hija, el libro avanza por la repetición compulsiva e incesante de una serie de fragmentos que dan forma a un texto-rizoma. De este modo, las cartas, junto a los testimonios que las acompañan, vuelven una y otra vez para darle tono y ritmo a una letanía. En el trabajo con la forma hace explícita su disidencia con el paradigma testimonial consagrado en los sesenta y setenta. Aquí las cartas no son instrumento ni de la verdad ni de la mentira, sino la vía regia que conduce a la exposición de una serie de conjeturas. Si adscribimos el libro de Moreno a la narrativa documental no lo hacemos con la pretensión de añadir una etiqueta más a la lista de géneros narrativos llamados referenciales (testimonio, crónica, no ficción), tampoco porque pensemos que las formas de lo documental atraviesen la totalidad de su producción. Parafraseando a Octavio Paz al momento de describir la escritura de Carlos Monsiváis podríamos decir: María Moreno, un nuevo género literario.
Lejos de las definiciones, nos mueve la pregunta por la peculiar relación que la escritura de Oración… establece con los materiales que exhibe, interroga y lee intensamente y a los que somete a una manifiesta pulsión poética (la oración, la elegía, la letanía) distanciándose decididamente de las historias de vida y de los relatos de no ficción. Aquí el carácter documental reside en su particular modo de tratar con una masa discursiva que es transcripta, re-escrita y examinada con el gesto performático de una lectora apasionada de los materiales atesorados en su propio archivo. Este modo de proceder complica el régimen de verdad del documento puesto que el ejercicio de montaje, repetición, proliferación y desvíos hace imposible detenerse en un sentido o una referencia que las cartas cristalizarían. Como un inesperado avatar del arte postal, las cartas son envíos que retornan desde el largo porvenir de un escritor insepulto.
Los que vienen de Cuba, los que van hacia Cuba
Bajo el nombre Rodolfo Walsh parece cifrarse el comienzo de la no ficción y de la novela testimonial en América Latina. La publicación de Operación masacre en 1957 ha sido señalada como el momento de fundación del nuevo género literario. Sin embargo, desde el punto de vista teórico de la recepción, esta suposición resulta sospechosa. ¿Apareció Walsh como Walsh? Claro que no. Ciertamente, su legitimidad no fue inmediata. Para ello debieron mediar las circunstancias cubanas y el proceso de cambio de la noción de literatura en los sesenta. Debió suceder la reunión del 4 de febrero de 1969 en la cual el jurado de Casa de las Américas (Hans Magnus Enzensberger, Ángel Rama, Noé Jitrik, Carlos María Domínguez, Isadora Aguirre) recomendó a las autoridades añadir en la convocatoria del Premio al género testimonio. Y luego, esperar a que al año siguiente, el 11 de febrero, las mismas autoridades enviaran una carta a Rodolfo Walsh invitándolo a formar parte del jurado por ser el «autor de una de las obras de mayor calidad, altamente representativa de ese género» y que en su respuesta, el 27 de abril, Walsh anote: «Es la primera legitimación de un medio de gran eficacia para la comunicación popular».1
Esta primera legitimación del trabajo de Walsh, en el marco de institucionalización del testimonio, asimila retrospectivamente una experiencia residual para hacerla ingresar a la modalidad narrativa emergente que apostaba al carácter referencial de los textos y al trabajo con las voces subalternas. Tomando distancia de la categoría de ficción, proclamaba una voluntad de verdad en el marco de un proceso revolucionario que oficiaba de fuente de autoridad y prestigio. Esto acontecía cuando La Habana era el faro hacia donde dirigían sus miradas los intelectuales de izquierda y cuando se consagraba el Nuevo Cine Latinoamericano que, en el mismo sentido del testimonio, apuntaba a cumplir con la utopía de ceder la palabra al pueblo. Entre las condiciones de posibilidad, no solo medió la revolución cubana sino también la revolución tecnológica del grabador portátil que facilitaba la captura de las narraciones de las voces subalternas. En el campo literario, las y los escritores (en particular, quienes se habían formado en el periodismo o la antropología) encontraron un instrumento técnico que permitía potenciar la materia prima de la voz que luego sería objeto de transcripción, edición y publicación bajo sus nombres propios (Ricardo Pozas por Pérez Jolote, Barnet por Montejo, Moema Viezzer por Domitila Barrios, Elizabeth Burgos por Rigoberta Menchú son los casos más conocidos).
En la célebre entrevista con Ricardo Piglia de marzo de 1970, Walsh ve en el documentalismo y la narrativa testimonial una estrategia de combate contra el orden burgués que, en la literatura, parecía conservar su último bastión en la novela de ficción. «Es probable, conjeturaba benjaminiamente, que un nuevo tipo de sociedad y nuevas formas de producción exijan un nuevo tipo de arte más documental, mucho más atenido a lo que es mostrable» (Walsh, 2020:511). El contexto cubano acaso lo hiciera reconsiderar desde nuevas perspectivas el modo en que había realizado la extraordinaria investigación sobre los fusilamientos de José León Suárez en 1956, en particular, el trabajo de montaje que le permitió dar con un libro que no era exactamente una novela pero que se le parecía mucho. Sin embargo, su posición respecto de la ficción siempre es ambigua. Puede verse en la misma entrevista con Piglia. Mientras percibe su «esplendoroso final» como el arte literario característico de la burguesía del siglo XIX y XX, dice vivir ambicionando tener tiempo para escribir la suya con la atención y el cuidado que el género merece. Walsh señala a Biografía de un cimarrón como un modelo a seguir. Se trata de la autobiografía de Esteban Montejo, un ex esclavo de 103 años, que habló durante horas, grabador mediante, para Miguel Barnet, quien, a su vez, reorganizó el material manteniendo la primera persona aunque publicándolo como una biografía bajo su nombre de autor. Acoplándola al orden historiográfico de la nación, Barnet hace sintonizar la historia del cimarrón y mambí con el proyecto revolucionario en curso aunque sin referir a la cuestión racial que atravesaba — y atraviesa más allá y más acá de la revolución— las relaciones entre los de arriba y los de abajo en Cuba, como en el resto de América Latina.
Si los setenta fueron los años de la canonización del testimonio, los noventa fueron los de su desconstrucción. La crítica del testimonio discutió intensamente el libro de Barnet, en particular, la problemática articulación de un sujeto social complejo entre el testimoniante negro iletrado y el mediador blanco cuya palabra (en el prólogo, en el epílogo, en las notas al pie, en la tapa del libro con su nombre de autor) no resigna la jerarquía de la representación en el orden de la letra acompañada con la certificación de su firma. De este modo, focalizando la narración en personajes subalternos, el testimonio dejaba intacta la creencia romántica de que en el espacio de los otros y de las otras habita la verdad.2
Es curioso que Rodolfo Walsh presente al libro de Barnet como paradigma del testimonio y el documentalismo cuando él mismo había desestabilizado los procedimientos de control discursivo poniendo en escena, a través del montaje de fragmentos, la imposibilidad de capturar la totalidad. Operación masacre, ese gran caleidoscopio a través del cual podemos percibir destellos de la realidad en las huellas no borradas del carácter construido de la narración, promueve una escucha conjetural de los testimonios y demanda lectores que con perspectiva criptográfica atiendan a los pequeños detalles, sutiles ambigüedades e ironías dispersas entre el ensamblaje de los materiales recolectados.
La narración documental
Sería un error inscribir a Oración en la serie testimonial que inaugura Operación masacre y sin embargo no deja de resonar la declaración de su autora: «sigo fiel a la idea de Rodolfo Walsh de que el testimonio supere a la novela…» (Moreno, 2018). ¿Cómo entender esa fidelidad al testimonio? ¿Cómo será testimoniar con «derecho a la metáfora»? Sin la pretensión de formular una genealogía del testimonio, nos interesa señalar, en primer lugar, la distancia que existe entre el libro de Walsh con relatos etnográficos como los de Barnet, Burgos o Viezzer. Mejor es decir que Operación masacre dialoga con el experimentalismo documental de La noche de Tlatelolco (1970) de Elena Poniatowska cuando denuncia la versión oficial sobre una masacre que aún sigue sin encontrar justicia. O, más recientemente, con Las voces de Chernobyl cuando Alexandra Alexievich, en Moscú y en 1997, sin excluir la imaginación literaria, teje una multitud de voces para recordar una catástrofe atroz. Oración. Carta a Vicki y otras elegías políticas hace explícito este legado cuando pone en el centro de la escena a la mismísima escritura de Rodolfo Walsh para tender un hilo narrativo que enlaza la investigación sobre el accionar del terrorismo de estado en Argentina con los desbordes de una sintaxis barroca que pulsa los dilemas del testimonio a la hora de narrar una experiencia extrema.
Hay otros ejemplos que, más allá de las formas del testimonio, se inscriben en esta línea de experimentación empujando los límites de las formas narrativas canónicas e instalándose en la confusión de los géneros. Carlos Monsiváis y sus Días de guardar (1970) explora los límites de la crónica cuando somete el dato histórico, estadístico o etnográfico a la proliferación barroca recuperando la práctica martiana de hacer entrar a la literatura en el seno del periódico. Manuel Puig en Sangre de amor correspondido (1982) hace entrar el testimonio a la novela cuando reescribe la historia de vida de un obrero a quien grabó en su departamento en Río de Janeiro. El poeta Daniel García Helder sondea las fronteras entre poesía y narrativa mientras investiga la historia de la distribución de la renta de la pampa húmeda en La vivienda del trabajador, libro publicado en una colección de crónicas. Cristina Rivera Garza escribe un relato de archivo para volver a leer amorosamente a Juan Rulfo, organizando su material a partir de la pregunta crítica por las relaciones entre trabajo y escritura.
En el prólogo a la segunda edición de Falsa calma, un libro sobre los pueblos fantasma de la Patagonia al que también podríamos inscribir en esta línea narrativa, María Sonia Cristoff enfatiza la importancia del trabajo con los documentos, aunque de ninguna manera excluye el trabajo con la imaginación. El documento se vuelve recurso literario que abre hacia otras formas discursivas: el diario íntimo, el paper académico, la carta de amor, la carta documento. Cristoff analiza la relación de este tipo de experimentación narrativa con el cine documental, una noción problemática y cargada de ambigüedades puesto que rápidamente suele asociarse a la «ilusión referencial», es decir, a la tendencia de pensar las imágenes y lo dicho como reflejo de la realidad que es el mismo riesgo que atraviesa toda la historia del testimonio. Sin embargo, estudios como los de Bill Nichols y Emilio Bernini, entre tantos otros, demuestran que el cine documental también abrió muy tempranamente una zona de experimentación para explorar sus paradojas y ambigüedades.
Cristoff remite al excelente trabajo que Jacques Rancière escribió sobre Le tombeau d’Alexander (1992), el film de Cris Marker en homenaje a Alexander Medvedkin. Mediante el ensamblaje de materiales de archivo, Marker despliega una fabulosa elegía ante la tumba del maestro soviético. Aquí también, como en Oración…, lo epistolar cobra la forma de la prosopopeya y da estructura al film mediante seis cartas que el cineasta dirige a su amigo difunto evocándolo al pie de la lápida del cementerio, del espacio otro, diría Foucault. Cruzando diferentes regímenes de imagen, Marker trabaja con un profuso y agitado entrelazamiento de materiales de archivo de múltiples tiempos: la Rusia zarista, la soviética, la época heroica de los comienzos revolucionarios, la de Stalin, la del fin de la URSS, para articular una intensa mirada poética que interroga por la dimensión política del siglo europeo que terminó en 1989. Mediante el montaje de entrevistas grabadas, Marker «hace hablar» a Medvedkin, lo activa desde el archivo para dar continuidad al diálogo con su maestro. Rancière pregunta, tomando como ejemplo el experimentalismo de Marker, por la relación entre documental y ficción. Si fingere no es fingir sino forjar, armar, articular, entonces, una película documental no es lo contrario a una ficción sino su condición de posibilidad. Lo real, en lo documental, menos que un efecto a producir es un dato para comprender. En el mismo sentido argumentaba Edgardo Cozarinsky en 1973 al prologar la edición argentina de El cine como propaganda política. 294 días sobre ruedas, cuando sostenía que la poética documental de Medvedkin se oponía decididamente a la pretendida objetividad de la crónica informativa recurriendo a la exageración, la farsa, el vaudeville, el teatro de revista, el surrealismo, el expresionismo. «Contra la pasividad de quien supone que la realidad es reflejable o reconstruíble, Medvedkin se lanza a interrogarla, a desafiar sus contradicciones en todos los niveles que se presenta» (Cozarinzky, 1973:xv). Medvedkin dedicó su vida a filmar películas que el público no pudo ver. El gobierno soviético las rechazó y no permitió su proyección ante públicos amplios. Su gran película La felicidad (1934) fue impugnada por el partido, Nueva Moscú (1938) fue retirada de exhibición apenas estrenada. Cuando el régimen determinó que el realismo socialista era la estética que convenía al pueblo, Medvedkin tuvo que limitarse a trabajar para otros y a ensalzar al régimen. Medvedkin calló y pudo sobrevivir al terror stalinista.
El caso Medvedkin se asemeja, en varios sentidos, al de Nicolás Guillén Landrián, un cineasta relegado del cine cubano cuyas películas fueron censuradas e invisibilizadas en los mismos años en que Walsh era legitimado como el representante de la narrativa testimonial. Landrián fue víctima de numerosos encarcelamientos e internaciones hasta su exilio en Miami en 1989. Julio Ramos estudia la emergencia disruptiva del documentalismo de Guillén Landrián y su correlato biográfico en la patologización y psiquiatralización del cineasta. Precisamente, en las instancias de consagración del Nuevo Cine Latinoamericano, el documentalismo de montajes disonantes y disyuntivos de Guillén Landrián incitaba a una reflexión intensa sobre la relación entre lo audiovisual, lo poético y lo político. Cortos como Coffea Arábiga (1968), Desde La Habana (1969), Recordar (1971) y Taller de Línea y 18 (1971) presentaban experimentaciones fílmicas que sacudían los marcos institucionales de los géneros referenciales en los mismos años en que los dos institutos culturales más relevantes de la revolución (Casa de las Américas e Instituto Cubano de Arte e Industrias Cinematográficas) apuntalaban los relatos heroicos y utópicos que pretendían inscribir las identidades en un todo nacional del cual el testimonio de Barnet funcionó como paradigma. El proceso de Guillén Landrián expone las aporías del archivo y del testimonio cuando introduce el olvido en el corazón mismo de la monumentalización del género. El acontecimiento de su prohibición y reclusión pareciera haber quedado inscripto en el título de uno de los cortos del cineasta desconocido: La Habana, 1969, recordar. De manera insospechada, la anotación del título profetizaba el movimiento contradictorio de su archivación en el sentido que le otorga Derrida: adoptando las figuras de la represión y la supresión, el archivo reorienta hacia la promesa del provenir a la espera de nuevas interpretaciones, de nuevos enlaces históricos.
Especies de archivos
Por otro lado, el tema de la narración documental obliga a poner en consideración la noción positivista de documento ligada a la ratio archivista moderna preocupada por la tarea de ordenación y restauración de los sucesos tal como han ocurrido. En el marco de la ciencia del archivo, los documentos poseen una serie de características constitutivas: son piezas únicas y auténticas que garantizan cierta objetividad en sus testimonios y fiabilidad de los datos consignados. La narración documental y su pulsión archivística, presente en cierta zona del arte contemporáneo, altera los protocolos de la disciplina. Su propósito está más cerca de la «anarqueología de un archivista maldito» (Tello, 2018:29) que del relato cronológicamente ordenado de la historia. Trastornar el orden del archivo tradicional implica también desmontar, desestructurar al documento exponiendo sus condiciones de producción, las manipulaciones, los olvidos, los disfraces, los montajes, las apariencias. Las narraciones documentales que se interesan por los usos y las prácticas del archivo resignifican los materiales a partir de inesperadas conexiones del mismo modo que el arte de archivo al postular nuevos órdenes de conexiones, «conectando lo que no podía ser conectado», como dice Hal Foster (2017:193), para perturbar la idea de verdad testimonial y la concepción positivista del documento.
La narrativa documental exhibe documentos y enlaza materialidades heterogéneas (fotografías, dibujos, testimonios, cartas, noticias periodísticas, datos estadísticos, crítica literaria, información histórica, guías de turismo) al hilo narrativo con la intención de responder a una serie de preguntas analíticas con estrategias similares a las de la exposición por montaje cinematográfica. El montaje, ahora bien lejos de las intenciones didácticas y de las razones políticas que alentaba la estética setentista, vuelve a preguntar por la relación entre literatura y política, entre ficción y realidad.
Esta perspectiva se suma y busca ampliar la plataforma conceptual que, con gran lucidez crítica, propone Cristina Rivera Garza en Los muertos indóciles. Necroescrituras y desapropiación cuando analiza las múltiples formas en que el archivo se implanta en las ficciones contemporáneas. Plegándose a la estructura porosa, lagunar y frágil del archivo, los textos exhiben el momento procesual de la obra y abandonan la idea de edición final y definitiva. Más allá de la trama, los libros se articulan por yuxtaposición de notas al margen, notas al pie, ramificaciones, incorporación de materiales en bruto. No pretenden corroborar ni comprobar nada ni intentan contar lo que realmente pasó. Si bien ponen el foco en los hechos reales, lejos de las certidumbres, buscan iluminar las circunstancias de lo acontecido y re-contextualizar los materiales a partir de un montaje crítico en el cual la autoría se aproxima a la curaduría. Su autor/a, según Rivera Garza, no trabaja con el interés de rescatar voces sino de señalar la autoría ajena de los textos que reescribe y a partir de los cuales con-ficciona. Oración… es un libro que adscribe, punto por punto, a este estado de la cuestión.
Digresión que no es distracción
Ocurrió en un coloquio sobre poesía, en el 2005 en Tucumán, cuando Tamara Kamenszain vinculó los poemas póstumos de César Vallejo con la noción de testimonio de Giorgio Agamben. La conferencia anticipaba fragmentos de La boca del testimonio. Lo que dice la poesía, que publicaría dos años después. La lectura de España, aparta de mí este cáliz en clave testimonial no aspiraba a confirmar lo dicho tantas veces por la hermenéutica vallejiana tradicional, esto es, la agonía del poeta ante la guerra y las circunstancias españolas. Desde la perspectiva que inaugura Tamara, los poemas póstumos, en sentido benjaminiano, se abren a una dialéctica en suspenso entre lirismo y documento. La figura del «testimonio en oxímoron» permite, mediante un anacronismo productivo, que volvamos a leer a Vallejo, ahora bajo la sombra de la denominada «era del testigo» que imprime una flexión crítica al género testimonial en América Latina. Si en sus comienzos vanguardistas, Vallejo resistía a la tradición romántica del sujeto que se expresa y doblándose en dos gestaba al tercero impar, en sus poemas póstumos el tres se vuelve tertius para asumir la función de poeta testigo y radicalizar un proceso de desidentificación que se inscribe —si no funda— a la genealogía de los cadáveres textuales que la poética de Perlongher exacerbará posteriormente.
En el marco de una poética del duelo un sujeto bifronte da testimonio mecido por el ritmo de una lengua que ya no garantiza verdad alguna: «quiero escribir, pero me sale espuma; / quiero decir muchísimo y me atollo» (Vallejo, 1992:400). La melancólica repetición de las duplas, las famosas yuntas vallejianas, ahora vienen a confirmar la escisión constitutiva del testimonio que Tamara enfatiza deteniéndose en un verso sorprendente: «cuéntame lo que me pasa». Como es sabido, los poemas de Vallejo suelen citar a la lengua oral con un giro del lenguaje que es desviado por un uso impropio. En la inversión de los términos de la conversación, entre «lo que te pasa» a «lo que me pasa», se pone en escena un sujeto que resiste la poética del yo que se expresa al tiempo que se desdobla para dejarse decir por otro. De este modo, desplaza su palabra hacia una zona de interlocución incierta (¿quién habla cuando otro me cuenta lo que me pasa?) en un movimiento que va de lo impropio hacia la total desapropiación para referir lo que pasa en un lugar y en un año preciso: España, 1937.
Fue recién en 1984, es decir, 47 años después de los trágicos sucesos españoles, cuando los profesores Julio Vélez y Antonio Merino dieron con el libro Doy fe… de Antonio Ruiz Vilapana, secretario del Juzgado de Instrucción de Burgos y amigo de Vallejo. Exiliado en París, el ex agente de justicia dejó por escrito su testimonio de los hechos que, en funciones de oficial letrado, había visto y oído antes de salir de la zona franquista. Antonio Cornejo Polar ha estudiado cómo el poema III de España…, más conocido como Pedro Rojas, reescribe las notas del relato de Ruiz Vilapana, en particular la del fusilado que en el bolsillo de su chaqueta llevaba un trozo de papel sucio y arrugado con un mensaje escrito en lápiz que decía: «Abisa todos compañeros y marchar pronto, nos dan de palos brutalmente y nos matan, como lo ben pedío no quieren sino la barbaridá» (Ruiz Vilapana, 1937:22). Vallejo, como Walsh, mira y lee desde los personajes amenazados de insignificancia y testimonia re-escribiendo en una lengua «que no tiene su lugar en las bibliotecas de lo dicho ni en el archivo de los enunciados» (Agamben, 2000: 169).
Al citar aquí la fuente no pretendemos “dar fe” de la veracidad de los acontecimientos a los que refiere Vallejo ni tampoco ofrecerla como prueba documental de los fusilamientos de miles de campesinos y obreros españoles. Solo intentamos argumentar sobre la trama mediante la cual un documento ya no funciona como evidencia sino como parte de un proceso de desubjetivación, en particular, en la singularísima situación de una escritura «in extremis», ante la inminencia de la muerte, sin comunión ni representación sino por sustitución. La poética documental ensaya en el límite entre los vivos y los muertos abriéndose a una tarea del orden de lo imposible: la de hacer hablar a los que ya no pueden hacerlo.
Leyendo en detalle otro verso de Vallejo donde dice «por el analfabeto a quien escribo» (Vallejo, 1992:454), Agamben también argumenta sobre el cruce entre poesía y testimonio al advertir la potencia del oxímoron de la yunta analfabeto/escritura. El detalle está en la preposición en la que se juega el desposeerse del dominio de la palabra propia para hacerla ingresar a la comunidad de hablantes. Para un sector de los lectores de Vallejo «por» significa «para» y así cierran el circuito de la comunicación. Escribir para el analfabeto significaría una relación directa e inmediata con sus destinatarios, un camino hacia la oralidad donde las faltas de ortografía «parecen ser un punto intermedio (…) entre la letra y la voz» (Cornejo Polar, 1994:243). Para Agamben, «por» significa menos «para» que «en lugar de» en la medida en que el poeta testigo viene a suplantar al que no puede escribir, no por ser analfabeto sino por estar muerto. En ese movimiento de la lengua, el documento, en este caso, el papel hallado entre la ropa del combatiente muerto, ingresa al poema. La lección de Vallejo reside en recordarnos la estrecha relación que existe entre escritura y cadáver, entre la muerte y la palabra escrita.
Entre yo y tú, entre la primera persona y la segunda, desde la absoluta precariedad en la que instala su decir, el poeta testigo da fe de las hazañas y penurias del campo de batalla al tiempo que pulveriza la tradición de la poesía épica trastocando radicalmente la idea de héroe. ¿Cómo nombrar a la muerte en España cuando se está rodeado de miles de cadáveres sin nombre? ¿Cómo cantar a los muertos cuando ha caducado la retórica del himno, la oración, el responso o la elegía? ¿Cómo desentumecer las formas cristalizadas de una tradición evitando caer en la afectación?
Solía escribir con su dedo grande en el aire:
«¡Viban los compañeros! Pedro Rojas» (Vallejo, 1992:460)
Desde la perspectiva del testimonio, «el dedo grande en el aire» es algo más que la metáfora de la tensión entre oralidad y escritura como quería Antonio Cornejo Polar. Estamos lejos de la utopía de la lengua en la que un sujeto cede lugar a la palabra viva de los analfabetos para que hagan sonar su voz. Cuando el poeta habla por los que de ningún modo pueden hablar, ingresa a la zona de la co-autoría pues instaura una relación inquebrantable e íntima de desapropiación. De este modo, ingresamos al pensamiento de la comunidad en el sentido que el término asume en el diálogo que sostuvieron Maurice Blanchot y Jean-Luc Nancy, tan afín a la lectura de Tamara Kamenszain. Pensar la comunidad es pensar la aparición del ente que nos vuelve nosotros y otros a la vez. Este proceso está presente en algunas de las escrituras contemporáneas que ponen fin al reino de lo propio a través de estrategias de desapropiación textual. «El texto desapropiado —dice Rivera Garza— lleva consigo las marcas del tiempo y el trabajo de los otros» (Rivera Garza, 2013:281). De esta manera, vincula la escritura a las prácticas materiales a la que está ligada: el trabajo, las decisiones políticas, las estéticas que llevaron a su elaboración sin excluir el derecho a la ficción. Pedro Rojas escribía en el aire con su dedo y César Vallejo re-escribe su testimonio, por delegación, sin pretensiones de representación ni de jerarquías. La poética vallejiana empuja al testimonio más allá de la prueba de la verdad instalándolo en el terreno de la enunciación de quien es depositario de una vivencia personal y comparece como garante de una herencia recibida.
Una coartada para sobrevivir
Lo primero que salta a la vista es el trabajo con la forma. Los 86 fragmentos que componen Oración… amasan un continuo heterogéneo compuesto por géneros menores: cartas, entrevistas, noticias y recortes de periódicos de los años setenta, fragmentos de diarios íntimos de Vicki y Rodolfo Walsh, relatos autobiográficos de María Moreno enlazados con reproducciones de sus notas publicadas en diarios al menos desde 2003. Como en todos sus libros, Moreno practica el reciclado al que denomina «autoplagio», un robo de sí re-contextualizador de su archivo personal que a fuerza de repetición produce diferencia. Continuo heterogéneo, decíamos, incluyendo las notas al pie que, por su disposición gráfica, no se distinguen del cuerpo textual homenajeando —tal vez— la poética de la nota al pie que inventó Walsh en el célebre relato homónimo. Así también, la práctica de reeditar en libro lo editado en el diario hace presente el factor Walsh de su escritura y la común posición crítica frente a los valores trascendentes del libro como lúcidamente señaló David Viñas a principios de los noventa. En Sarmiento, argumenta Viñas, se encuentra el prototipo fundacional de «la firma de autor», un capital simbólico impreso en los diarios que no se puede despilfarrar y al que hay que organizarlo sistemáticamente en libros que son la base de su monumento. Desde los ochenta, desde las columnitas del margen, Moreno forjó su nombre de autora en los diarios aunque accionando contra el patriarcado del periódico, un lugar tradicionalmente ocupado por la hegemonía masculina y su dominio de la palabra pública y donde las otras y los otros —mujeres, bárbaros, homosexuales, inmigrantes, disidentes políticos, pobres— fueron alternativamente objeto de repulsa y exclusión histórica tanto como de representación. Si por un lado, como señalaba Viñas, la dispersión de la escritura en los diarios y revistas es un modo de hacer efectiva una política de la publicación que rompe con la relación fetichizada de la propiedad literaria, por el otro, reeditar lo ya escrito, volver a escribirlo y darle forma de libro, es parte del plan de insistir en las causas que han sido olvidadas o todavía que no han sido escuchadas.
El periodismo de Moreno se inscribe en el activismo feminista y en la promoción de identidades oblicuas, indirectas y distantes al tiempo que entra en pleito con la cultura oficial del progresismo hegemónico que promueve la imagen heroica de Walsh al identificar su legado con el denominado ‘periodismo militante’: « (…) el verbo “militar”, verbo taimado que define la acción ante un enemigo, que en su forma sustantiva es la misma palabra (militar)» (Moreno, 2018:36). Al proclamarse «hija de un matrimonio igualitario entre Puig y Walsh» (Moreno: 2020) declara su disidencia. Oración se inscribe en la tensión productiva Puig/Walsh cuando sexualiza los viajes de Walsh a La Habana tanto como cuando propone que los relatos de películas hollywoodenses entre las cautivas de la ESMA pasen a formar parte del género testimonio.
Glosando al manifiesto comunista, podríamos decir que un fantasma ronda la narrativa argentina: ese fantasma es el testimonio. Ronda en las narraciones sobre el pasado de las agrupaciones armadas de los sesenta y setenta, tanto como en las escrituras y performances disidentes de las H.I.J.A.S. que escriben en contra de los clichés y los estereotipos sociales que abonan las narrativas sobre los militantes. Eso mismo sucede en Oración si decidimos entrar por «Nota al pie», fragmento estratégicamente situado en el centro mismo del libro, donde se expone el eje que activa la escritura:
Muchas veces me pregunté por qué no formé parte de ellos. Si no me las había arreglado para sobrevivir mediante la coartada de no darles la razón. O si esa especie de azar que me había ubicado en la universidad bohemia de los bares, en lugar de la que iniciaba en la disidencia y la politización a ritmo de ráfaga, me había diseñado un destino alejado de la militancia, ese donde las palabras, al menos en la imaginación eran sustituidas por las armas. (Moreno, 2018:143)
Optar por la palabra la lleva a escribir y dar noticias de la coartada mediante la cual pudo sobrevivir al mismo tiempo que declararse heredera: ser fiel a Walsh y a la idea del testimonio. Pero heredar incluye la posibilidad de elegir qué se reafirma y qué no: testimoniar pero con el derecho a la metáfora. Sobrevivir también implica devenir tertius como el poeta Vallejo ante los muertos en los campos de batalla de España. Si Oración cumple con la responsabilidad de testimoniar es porque se instala entre la experiencia íntima de las sobrevivientes y el secreto de quien escribe, entre las voces de las militantes y su don de escuchar. El sobrevivir dice algo sobre el vivir. El sentido del término sobrevivir remite a los que están muertos al tiempo que responsabiliza, a quien permanece en el mundo, de dar testimonio por ellos (Derrida, 1996b). Preguntando por su vida pasada (¿por qué no formé parte de ellos?), Moreno hace hablar a las voces de los que ya no están.
En esa especie de zona liberada, intermedia, incierta, entre las palabras y las armas o entre la pluma y el fusil, para decirlo con el título del libro de Claudia Gilman, Oración… apuesta a la dimensión espectral. Un padre que se duele por la muerte de su hija, la muchacha de la metralleta, Oficial 2º de Montoneros, que en setiembre de 1976 no dudó en enfrentar a una formación de 150 hombres asumiendo una libertad fatal. Y la otra muchacha, la joven Moreno (o Forero) que en aquel tiempo se probaba capelinas, ese complemento frívolo del look hippie chic de los setenta. En el detalle de la capelina, metáfora de cierta exaltación hedonista del cuerpo, aflora lo elidido entre los y las militantes de la época: la dimensión personal, las formas en que la militancia tramitaba las sexualidades, las maternidades, las políticas de los afectos obliteradas o negadas por la urgencia revolucionaria. Lo personal empalma con la cuestión del feminismo y la invisibilización, en aquella época, de las primeras mujeres preocupadas por las políticas de la diferencia en la Argentina, en particular, un sector minoritario y excéntrico de militantes del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) al que la muchacha de capelina frecuentaba. A esas primeras lecturas feministas se sumaron los aprendizajes en la universidad bohemia de los bares, lejos de la militancia y próxima al lumpenaje intelectual, el periodismo burgués y la peste del psicoanálisis que resultaron ser una experiencia decisiva para la formación literaria de la autora de Oración… Esa experiencia se traduce en un modo de escuchar, que se ofrece como un don, a las ex combatientes, a las militantes sobrevivientes y cautivas a la salida de los chupaderos y de las cárceles o a las exiliadas cuando retornaron al país. A la hora de reflexionar sobre el sexo y sus mitologías, esa zona ajena a las discusiones militantes de los setenta, Moreno parece haber recuperado y resignificado su experiencia de «perejila» y disidente en aquella época en que miles de jóvenes ofrecían la vida para la revolución.
El lapso que va de la conmoción ante la imagen de las militantes fusiladas en Trelew el 22 de agosto de 1972 al sobrecogimiento por la lectura de las cartas de Walsh a inicios de los ochenta, cuando María ya era secretaria de redacción del diario Tiempo Argentino y su estilo «había logrado un precio razonable» (Moreno, 2018:28), coincide con sus comienzos, es decir, los años en los que forja su nombre de escritora. Escribir Oración…, entonces, es otro modo de volver, cuando ya se tiene la «edad para morir» (28), al proceso de su autofiguración y a las circunstancias que desembocaron en la invención de su imagen estrechamente ligada a la invención de un periodismo para las mujeres en Argentina.3 Retrospectivamente, y con afán genealógico, Moreno imagina líneas de filiación y fabula un linaje en la zona de escritura de Rodolfo Walsh, ya no como un precursor de la non fiction estadounidense sino como heredero de la tradición del Facundo de Sarmiento, Una excursión a los indios ranqueles de Lucio V. Mansilla, y Viaje al país de los matreros de Fray Mocho, una zona donde no interesa trabajar en
la tensión entre ficción y realidad, entre hechos narrados con las prerrogativas de la ficción, o sobre ficciones referidas a materiales reales, o híbridos perfectos (…), sino en textos que fueran capaces de liquidar esas cuestiones de fronteras, al intervenir en lo real modificándolo. (Moreno, 2018:92)
Derribando fronteras, despegándose de la retórica de la historia de vida y las coordenadas expresivas de lo autobiográfico, Oración… se opone a las narrativas que ofertan en el «supermercado de la memoria» (Moreno, 2018:178) y a las terapéuticas que reparan mediante la homologación de literatura, verdad y justicia. Entre la sangre derramada y la voz de la sangre traza un hilo rojo en clave testimonial para ejercer la crítica radical del testimonio. Trabaja con documentos, como postula Cristoff, a los que expone por montaje promoviendo vertiginosas asociaciones. El modo de escuchar de María Moreno y su posterior trabajo de posproducción recuerda a la cinematografía de Alexander Kruge y su figura de entrevistador como apuntador testigo que interviene en los films con estímulos e incentivos. El montaje de Kruge tanto como el de María Moreno no propone la unión o la fusión de los materiales recolectados porque estos nunca pierden su autonomía. Más que la amalgama, lo que importa es que entre los fragmentos conectados pueda existir la distancia necesaria para que, en el entredós, lectores y espectadores, se topen con el espacio en blanco, un vacío, un hueco del que suele surgir una tercera vía, invisible, que es lo real (Kruge, 2014:299).
En paralelo a la línea de la escucha, Oración… trabaja otra dimensión: la escritura de la voz, desinteresándose notoriamente de la trama. Moreno transcribe los testimonios de la mujeres que no publican (Patricia Walsh, las de la familia Mainer, las vecinas del barrio, las militantes) en cuyas voces, en sordina, anida el detalle omitido o que puede leerse en las entrelíneas de los documentos. También trabaja con los testimonios y las obras de las que publican haciendo saltar la frontera de lo políticamente correcto. Desde este modo de escribir, en Oración… retorna, 26 años después, El affair Skeffington, la novela río que ignora cualquier separación entre ficción y documento. A excepción de la vida de Dolly Skeffington, todo lo narrado en El affair… sobre la bohemia de los veinte de la rive gauche está basado en datos que la autora compiladora extrajo de archivos y testimonios, aún en los detalles más nimios. El montaje de los materiales desatiende la pretensión de totalidad (el sentido de una vida) que alienta el género biográfico al tiempo que fortalece el carácter documental de la narración. El affair… recusa tanto al realismo como a la demanda intimista de la literatura de mujeres para adoptar la estrategia del dato comprobable en el fichero del archivo junto con la ficción novelesca de un personaje (Bernabé, 2017:123). En el «Posfacio», agregado en la edición de 2013, Moreno refiere a las vicisitudes de la recepción del libro en su primera edición y los comentarios de sus destinatarios privilegiados, los legendarios maestros del café La Paz: «Algunos imaginaron que todos los nombres eran apócrifos, otros que Dolly Skeffington había existido y criticaban que la edición no incluyera el nombre del traductor de sus poemas» (Moreno, 2013:169).
La comunidad de mujeres de la novela está ficcionalizada a partir de la reescritura de la copiosa información extraída de diversas fuentes desentendiéndose del conflicto que suscita la cuestión de la autoría. El affair… debe ser leído en contigüidad con las once entregas de «La mujer pública», su columna en la Revista Babel entre 1988 y 1989, donde practica la co-autoría en términos de comunidad y desapropiación en el sentido que Cristina Rivera Garza lo describe en Los muertos indóciles. De algún modo Oración… consolida la poética de la «novela río» iniciada en el primer libro que, no es de extrañar, permaneció invisibilizado en la república de las letras hasta no hace mucho tiempo.
La patria desde el secretaire
Psicoanálisis, memoria, barroco, testimonio son las variables del juego que comenzó a jugar en los ochenta. Son cuatro palabras recias imperantes en el orden patriarcal de la cultura que Moreno aprendió a declinar desde el tono singular de su oración extensa. También a través de la sistemática reescritura de su archivo íntimo, activado en cada una de sus notas o artículos para los suplementos o espacios marginales de los diarios. Ese es su método, ese también el ritmo que marca su escritura: en la repetición, que insiste como en una oración, aspira a captar el énfasis de los modulados y los tonos de la recitación de la voz que escribe.
Oración. Carta. Elegía política. (L)a he leído. Recitado como una oración (…) Un réquiem (…) Hay que leer en voz alta esta letanía (…) Repetición, repetición (…) Son epinicios en prosa donde los hechos demandan una literatura que supere a la novela por el peso de la historia (…) una carta abierta, una necrológica revolucionaria y la despedida privada de un padre. (El subrayado es mío)
En su sentido primero y literal, oración es discurso, palabra, facultad de habla. El latín tardío amplía su significado hacia la dimensión sagrada enlazándola con la acción de rezar o decir plegarias. Estas son las entradas de los diccionarios comunes. Sin embargo, el Ernout-Meillet (Dictionnaire étymologique de la langue latine) es más preciso: «orare» como término de la lengua religiosa es «pronunciar una fórmula ritual, una plegaria», y como término de la lengua jurídica, «formular un alegato, una defensa». Los autores añaden una etimología popular: «orare» denominativo de «os» que designa la boca en tanto órgano de la palabra. En la oración, entonces, no solo se juega el discurso de la retórica literaria o la judicial, sino que también suenan las voces que circulan de boca en boca como la de los pastores de Edipo, o la del colimba que termina en los oídos de Patricia Walsh por un interminable «dijo que (…) dijo que (…) dijo que (…) dijo que (…) dijo que (…) dijo que (…) dijo…» (Moreno, 2018:94) en la que se multiplican las voces de los amenazados de insignificancia y que Moreno, eximida del deber de denunciar, aprovecha para dar rienda suelta al derecho a la ficción y para liberar al documento de la condena de ser para siempre prueba legal.
Orar, rezar, recitar son formas de decir que precisan de la materialidad de una voz, de la performance del recitado, en su doble sentido de citar y repetir (re-citar), una y otra vez para que la carta se lea y se escuche en sintonía con ciertas figuras de la retórica y el ritual clásicos como la elegía, el réquiem, el epinicio. Incesantes e insistentes, como una larga y prolongada letanía, tramitan el duelo y la melancolía: llanto y dolor según Horacio, estilo de desdichados según Dante. De este modo, la retórica clásica empuja al testimonio hacia la zona que prescribe la tradición poética para honrar a los muertos. Esos tonos altos del patriarcado de la voz, del canto guerrero del orden masculino y del vigor marcial que acompaña a la violencia política son convocados por Moreno para desafiarlos con su lengua libertaria, desembarazada de la moral, para contraponerlos a la potencia cuir4 de las voces de las herederas que vienen derritiendo el duelo desde comienzos del siglo XXI. Así como, decíamos más arriba, la lengua vallejiana, su testimoniar en oxímoron, logró desentumecer las formas cristalizadas de tradición poética de la épica guerrera, María Moreno trastorna al testimonio al fisurar su monumentalidad y desobedecer la orden de interpretación de los hechos que había dispuesto en su carta el padre de Vicki.
El detalle en las cartas, lejos del efecto de lo real, es prueba de ficción. Aquí ya no importa la reconstrucción precisa de una escena como en Operación masacre sino que asistimos a la fabulación que nunca será «falsificación de evidencia cuando la suspensión de la ley ha sido atroz» (Moreno, 2018:140). El detalle es la vía regia para ingresar a la zona de montaje del propio Walsh, indicios de su trabajo de ficción sobre los materiales que recolectó en los diarios sobre la masacre de la calle Corro (las voces de las vecinas, la información sobre el operativo, los planos de la ciudad, el dato biográfico) y que, desplegando su maestría en el arte del ensamblaje, ficcionalizó omitiendo, trastocando, modificando, silenciando (la hora, las posiciones de los cuerpos, la ropa que llevaba puesta su hija, lo que se dijo, lo que no se dijo, lo imposible de haber sido escuchado).
La trama de Oración se juega en el contrapunto agónico entre el tono elegíaco de la patria monumental y la patria torcida de los tonos cargados de ironía y erotismo del experimentalismo de las HIJAS artistas y escritoras en red: Albertina Carri, Marta Dillon, Lola Arias, Mariana Eva Pérez. Corriéndose del lugar de la víctima, ellas eligen salir del género tragedia y renegar de los legados del denuncialismo testimonial sin abandonar el documento ni evadir el ejercicio de la memoria. La erotización del canon de los derechos humanos conecta con otras redes, otras alianzas que forman parte del «plan de operaciones» de Moreno que, como el del patriota homónimo, se presenta como cuerpo textual incierto e inestable. Mientras la iconoclasia de Walsh residía en que su palabra alcanzara más valor que su firma, Moreno recicla ese postulado, aunque desviando su performance hacia la cuestión del género.
Testimoniar con ficción pone en valor un archivo alternativo al acervo general del Archivo de la Nación. Desde sus comienzos Moreno trabaja con/contra el mal de archivo restituyendo las escenas perdidas o desatendidas por el relato de la nación argentina aunque sin pretensión de totalidad. Reescribe algunos detalles insignificantes, esos que provocan los subrayados en sus lecturas, para configurar un archivo marginal, privado y bárbaro. Reescribe, por ejemplo, Una excursión a los indios ranqueles cuando repara en la caja de pino con tapa corrediza, versión artesanal del archivo personal, en la que el cacique ranquel Pantigruz Guor guardaba las notas del periódico sobre la creación del ferrocarril interoceánico para argumentar contra las propuestas del coronel Lucio V. Mansilla (Moreno, 2013:13). Leyendo entre líneas el periódico del poder dominante, Pantigruz se adelantaba a las estrategias de Walsh y su agencia clandestina ANCLA. Los subrayados de escenas de archivo se continúan en las obras de las HIJAS desde los que fabula una política del secretaire, ese mueble afín a las cortesanas del siglo XVIII donde guardaban, bajo llaves, su correspondencia personal.
Una polera azul, una Bugatti de juguete, una carta, pueden ser, como los reyes, los padres, pero no dejan de ser documentos materiales más afines al secretaire que a las mesas judiciales. (Moreno, 2018: 230)
El secretaire, antecedente en miniatura del woolfiano cuarto propio, consigna, es decir, asigna una residencia a documentos de la intimidad para problematizar la topología del archivo estatal y su principio arcóntico, poniendo a resguardo las cartas íntimas con las que, durante siglos, se entrenaron las mujeres en el artesanado de la escritura. Como dispositivo, el secretaire abre al testimonio hacia otras zonas, desplaza la denuncia y el reclamo por la justicia hacia la zona del secreto, del deseo y la invención. Si bien es cierto que no hay archivo sin consignación, sin un lugar exterior que asegure la memorialización, la reproducción y repetición, el secretaire ofrece un soporte más afín con lo femenino, una matriz de guardado y ordenamiento que construye su autoridad basada en la relación, la democratización y dispersión de los documentos. El secretaire, como la caja negra de un proceso de subjetivación, es la figura que María Moreno encontró para describir la muestra que en julio de 2018, justo en el mismo año de la publicación de Oración…, realizó en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti (ex Esma) bajo el nombre «Células madres. La prensa feminista en los primeros años de la democracia», un montaje de piezas gráficas y audiovisuales, artículos y fanzines, volantes y objetos para «inventar a nuestras precursoras» y también para «proponer legados a discutir, astillar, pervertir» (Moreno, 2018). La propuesta fue pensada desde la idea de «un secretaire político abierto de par en par» (Moreno, 2018: s/r). La contigüidad entre escritura y montaje de documentos que propone el activismo de María Moreno se encuentra muy próxima al impulso (an)archivístico tal como lo nominó Hal Foster y que su traductora Renata Defelice analiza sugiriendo que la condensación entre los prefijos an-, aná- y la raíz de la palabra ‘archivo’ habilita una serie de asociaciones con el significante ‘anarquía’ para referir a un arte que apuesta a un uso no jerárquico de los materiales, a la ausencia de orígenes absolutos, al trabajo con fuentes desconocidas y familiares, a la dispersión y a la repetición. Si «Células madres» aproxima a Moreno a las artistas archivistas y artista-como-curadora, podríamos extender esas figuras hacia el ejercicio narrativo de Oración… para postular la figura de autora-curadora, pero si tomamos nota de su modo oblicuo, torcido, perverso y raro de tratar al documento, mejor sería nombrarla autora-cuir/adora de los archivos insumisos de la nación.
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Notas
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