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Carta a mi abuelo (de Fabrizio Catalano1 a Leonardo Sciascia)
El hilo de la fábula, vol.. 19, núm. 21, 2021
Universidad Nacional del Litoral

Tres, testimonios tangibles (un lugar para el Convivio)

El hilo de la fábula
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 1667-7900
ISSN-e: 2362-5651
Periodicidad: Anual
vol. 19, núm. 21, 2021

Recepción: 20 Julio 2021

Aprobación: 21 Julio 2021

Querido abuelo, doy vueltas por el departamento en el que vos moriste y yo crecí, y todo me regresa a una infancia distinta de las otras. El tiempo, en esta casa, parece haberse detenido; así como a veces —más aún, a menudo— intento bloquearlo en mi cabeza, leyendo un libro, contemplando un cuadro, perdiéndome en un ilusionismo o en dos ojos de mirada asombrada. «Tal como en sí mismo al fin la eternidad lo convierte»: estos versos de Mallarmé, grabados sobre una imaginaria tumba de Poe y en la historia de la poesía, describen de la mejor manera las sensaciones que pruebo paseando por estas habitaciones, sentándome en uno de estos sofás, palpando uno de los sellos que tocábamos juntos, en la época de la inconsciencia y de los sueños, que me regalaste y que están todavía aquí, silenciosos testimonios de un mundo que solamente la memoria mantiene vivo.

El mundo de afuera, en cambio, quizás todavía más que el de ayer, está hecho de abusos y de injusticias; es un mundo vacío —de ideas, de espíritu de independencia, de coraje— un mundo en el que, hoy más aún que treinta años atrás, «el poder está siempre en otro lugar». La tierra es áspera, aquí alrededor, e Italia es siempre más infeliz, como lo habías previsto. Tan infeliz que los males de los que sufre esta nación tan diversa —única y escuálida— parecen no tener ya una solución. Quisiera que estuvieses aquí, para pedirte un consejo. Me enseñaste que es necesario luchar por la libertad, por la justicia, por la razón; pero ni siquiera Don Quijote osaría cabalgar en la infinita llanura de molinos de viento en que se han transformado la isla y el país que amabas y que, antes que vos, habían amado personas capaces de consumir vidas y cerebros para defenderlos. Intentaríamos responder que la verdad está en los libros, en la literatura. ¿Es esta una esperanza vana? Me obstino en creer que no, pero siempre con menos convicción; y querría tu aliento. No puedo ya tenerlo —no en esta dimensión, al menos— y me consuelo imaginándolo, vagando en este departamento donde di mis primeros pasos. El olor es siempre el mismo: madera y papel. El escritorio está como lo dejaste, como la abuela, por tantos años, lo conservó: la foto de Pirandello —el padre que, para ciertos versos, te habías elegido—, la máquina de escribir, el abrecartas, las lechuzas. Una fecha, 19 de noviembre: el día antes de tu muerte. Detrás de tu sillón, otros retratos de escritores queridos: Voltaire, Stendhal, Victor Hugo… Dijiste, en una vieja entrevista, que aquel poco de cristianismo que sobrevive en Europa se debe a Victor Hugo más que a la Iglesia. Querido abuelo, creo que aquello de bueno que nosotros los laicos nos esforzamos en ver en el cristianismo —«ama a tu prójimo como a ti mismo»— está en agonía. Nadie escuchó la admonición lanzada por Victor Hugo en Melancholia: los hombres parecen haber cedido su propia alma a máquinas más o menos útiles, más o menos inútiles, de las cuales dependen. Pocos se conmoverían frente a los versos del Noël des bêtes de Charles Van Lerberghe —un autor que leo a menudo, desde hace unos años, con el cual siento una arcana empatía y del cual me hubiera gustado hablar con vos— así como pocos se conmueven frente al grito acongojado y desgarrador de los explotados de este planeta.

Me siento incapaz de desear la inconsciencia, pero, a veces, anhelo la posibilidad de infringir las barreras del espacio y del tiempo. Y regreso a mi infancia distinta, a los primeros recuerdos de esta casa. La abuela y yo, solos, en este dormitorio. La luz encendida, sobre la mesa de luz, y el ambiente inmerso en la penumbra. Y, a propósito: ¿te acordás de nuestros paseos, a Villa Sperlinga, aquí cerca? Una tarde —tenía tres años, quizás— tomándome de la mano, me invitaste a entrar. Esperemos que caigan las primeras sombras de la tarde, te respondí. Contento y orgulloso, narraste este episodio a todos. Y, un par de años después, te gustaba —nos gustaba— que yo recitara, en público, el Canto I de la Divina Commedia, que conocía de memoria. Par coeur. ¿Y el tratado de etnología que llevaba siempre conmigo, y que llamaba «El libro de las máscaras horrendas»? ¿Y las violetas moradas en la litografía de Giuseppe Viviani, que me observaban mientras comía? ¿Y cuando, pocos días antes de morir, una mañana que no había ido a la escuela, te dije que me gustaría ser director de cine? Había visto el film Per qualche dollaro in più, de Sergio Leone; había quedado impresionado por Lee Van Cleef… Buscaste libros sobre cine que recordabas tener, sepultados entre los miles de volúmenes de esta casa. No encontramos demasiado: aquellos libros pertenecían a otra época, y estabas ligado a otro cine. Pero, en la vida —lo aprendí después— no cuenta lo que ames sino cómo lo amás.

También nuestro campo está cambiado: no más poblado de monstruos, como en Nero su nero, pero casi totalmente deshabitado, abandonado, lúgubre. El ir y venir de los visitantes —gratos o no— de hace tantos años no es más que una lejana reminiscencia. Alrededor, la tierra está reseca por el sol, plantas y árboles se consumen en silencio: si no fuese por estas colinas y por las fachadas descuidadas de muchas casas, podría parecer la ambientación ideal para una novela gótica. Se extraña aquel ambiente sano, en el que era posible aislarse del resto de la humanidad pero donde, a veces, la humanidad convergía: la calle no asfaltada aún, el huerto, el agua sulfurosa, los largos paseos, las visitas a los vecinos —sin aviso previo— y aquel teléfono —el único en todo el paraje— ubicado dentro de un establo, gracias al cual se estaba en contacto con el mundo. Por algún tiempo, hace varios años, comencé a frecuentar estos campos, y Racalmuto y los pueblos vecinos. En Racalmuto dirigí el teatro que amabas y que lograste hacer restaurar. Fue una experiencia exultante, para mí y para quien trabajaba conmigo; terminada, como a menudo sucede en esta tierra, a causa de la envidia y de la estupidez. En las mañanas de verano, me sentaba, sobre la terraza delante de la puerta de mi casa y desayunaba: soñaba, reflexionaba, me perdía y reencontraba la medida del pasado, intentaba programar el futuro y esperaba —no siempre en vano— ver pasar una abubilla o un arrendajo. Una parte decisiva de mi infancia y de mi adolescencia se desarrolló alrededor de esta casa. Si nunca fumé verdaderamente, quizás lo debo a aquellas mañanas en que me despertaba sobre las notas excesivas de tu tos. Enseguida, mi hermano y yo descendíamos a jugar y vos subías a tu estudio, con la ventana hacia occidente, de frente al gran pino que aparece casi como el estandarte de este paraje, para escribir, sin cuidado de los rumores domésticos, de los juegos, del ruido: los dos índices, a un ritmo no demasiado inconstante, con tu Olivetti Lettera 22. Pero los momentos que recuerdo con más precisión tienen que ver, una vez más, con las sombras de la tarde. Estábamos sentados delante de la casa; la escasa luz de la lámpara sobre la puerta no era más que un adversario irrisorio para las tinieblas que nos circundaban. En el muro de la vieja casa construida por tu padre, frente a nosotros, relucían las minúsculas piedras de sal. Más allá de aquel muro, cada inocente sonido de la naturaleza se transformaba, en la fantasía del niño, en un peligro inminente, un monstruo, un misterio. A veces, me limitaba a escuchar las conversaciones de los grandes; otras, te divertías leyendo las poesías de Trilussa o narrando alguna anécdota de tu juventud; otras veces en cambio, yo te hacía preguntas. ¿Por qué vivimos? ¿Existe una vida después de la muerte? Desde que tengo consciencia de mi existencia, estos interrogantes me obsesionan tenazmente. Y recuerdo muy bien que, una de aquellas tardes de verano, delante de la casa de la Noce, a esta segunda pregunta, me respondiste que «de frente a este gran dilema, la única cosa sensata es la duda». Y he aquí que di muchas vueltas alrededor de este argumento, pero esta es de verdad la gran pregunta que querría hacerte: ¿qué es el más allá? ¿Existe de verdad? ¡Si supieses con cuánta aprensión busco entender! Me aferro a los libros de mis autores preferidos, pero todo lo que leo fue pensado por gente viva. ¿Qué hay después de la muerte? «Lo sabré en un instante, y en el mismo instante no sabré más que lo sé», escribió angustiado Bufalino. Y de nuevo Van Lerberghe: «Todo estaba todavía en él, pero las cosas no eran más para siempre. Y vos, en el final de Il cavaliere e la morte: Pero era ya, eterno e inefable, el pensamiento de la mente en el cual la suya se había disuelto». ¿Qué se esconde detrás de estas frases? ¿Hay de verdad un secreto a descubrir, o esta carta es un vano ejercicio que, después de todo, me servirá para llamar a la memoria algunos bellos recuerdos? Pero en tanto estos interrogantes me atormenten, también por ello creo que te debo agradecer. No soportaría vivir sin dudas. No toleraría vivir sin tener que buscar alguna cosa. Sin aspirar a alguna cosa. Gracias, entonces, abuelo, por haber hecho una contribución determinante haciendo de mí un inadaptado. Te debo también agradecer que a veces encuentre la fuerza para abstraerme del vacío que me rodea. Debo agradecerte —y este pequeño, íntimo universo que creaste y que maltrecho se conserva en estas dos casas— si puedo conmoverme frente a un relato o a una poesía, o dejarme capturar por el encanto de un cuadro. Por décadas, sentí esta diversidad como un peso. Ahora, esta diversidad la expongo con orgullo. No sé si todo esto me llevará a ser feliz; pero seguramente estaré en paz conmigo mismo.

Mi querido abuelo, quién sabe si corresponde esperar que respondas a esta carta un poco desordenada. Quiero tener fe. Espero recoger pronto algún signo, algún símbolo. La tarde antes de morir, extendido en tu lecho —la voz triste y cansada y una tierna sonrisa en tu rostro— me saludaste con un «arrivederci». Quién sabe si esta promesa se pueda conservar.

Fabrizio

Apéndice



1. Leonardo Sciascia. Foto de Nino Catalano



2. Fabrizio Catalano en Buglione, donde vivió el poeta Charles Van Lerbergue, del cual está traduciendo el poema «La chanson d’Ève» para la EV Edictrice. (foto de Concinta Guastella).



3. Escritorio de Leonardo Sciascia.



4. Pirandello en el escritorio de Sciascia.



5. Máquina de escribir



6. Sciascia, Bufalino y Fabrizio.



7. Sciascia y Bufalino. Foto de Nino Catalano.

Notas

1 Director de cine y dramaturgo, después de haber dirigido distintos documentales y cortometrajes se dedicó preferentemente al teatro, recogiendo un notable éxito de público y de crítica. Se desempeñó como director artístico del Teatro Regina Margherita de Racalmuto por tres años. Es autor de novelas, entre las cuales: Una goccia d’ambra nella neve (Nerosubianco, 2015), La profanazione del pudore (Scrittura a tutto tondo, 2017) y Le viole dagli occhi chiusi (Ex Libris Edizioni, 2020). Entre sus ensayos recordamos L'mmaginario rubato (Rogas, 2019) y las dos recientes obras dedicadas al abuelo Leonardo Sciascia: Il tenace concetto. Leonardo Sciascia: la letteratura, la conoscenza, l'impegno civile (Rogas Editore, 2021) y Sciascia e il cinema (Rubbettino, 2021). Ha traducido además del francés líricas y textos teatrales de Charles Van Lerberghe, Georges Rodenbach, Émile Verhaeren, Auguste de Villiers de l’Isle-Adam.

Notas de autor

Sobre la traductora Profesora en Letras y Docente de Lengua Italiana. Integra las Comisiones Directivas del Centro Piemontés de Santa Fe y de la Asociación Civil de Mujeres Piemontesas de la Argentina (AMPRA). Colabora con el Portal de la Memoria Gringa de la UNL. Recibió el Premio Piemontés Nacional otorgado por la Federación de Asociaciones Piemontesas de la Argentina (2017) y la distinción del Circolo dei Cavalieri di Rosario. Ha publicado El malón y otros relatos. Il malón ed altri brevi racconti, en edición bilingüe (Dunken, 2015) y Árbol de lluvia (Dunken, 2017). Editora del libro online Conversaciones. Historias de Mujeres Italianas en la Argentina para AMPRA. Ha recibido distinciones por sus escritos literarios.


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