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Del Covid-19 a la fiebre amarilla del siglo XIX: algunas reflexiones sobre las epidemias
Claves. Revista de Historia, vol.. 6, núm. 10, 2020
Universidad de la República

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Claves. Revista de Historia
Universidad de la República, Uruguay
ISSN-e: 2393-6584
Periodicidad: Semestral
vol. 6, núm. 10, 2020


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Que esta epidemia es un evento mundial como pocos, no hay duda. El impacto que la covid-19 está produciendo en todo el mundo, en diferentes niveles y escalas, es realmente difícil de sopesar, excede el análisis de expertos, y seguramente será recordado por gran parte de la comunidad internacional. La pandemia, aún en curso, abre un período de profunda incertidumbre, y eso motiva un abanico inacabable de preguntas. Una de ellas, recurrente, es si hubo algún evento histórico similar, si alguna otra vez hemos estado frente a un conflicto de estas características. Desde el año 2009 comencé a estudiar epidemias ocurridas en la ciudad de Buenos Aires, en especial la epidemia de fiebre amarilla de 1871, pero luego amplié mi campo de estudio para otras epidemias ocurridas a finales del siglo xix y principios del siglo XX (como las de cólera, gripe española y poliomielitis), siempre en diálogo con episodios similares ocurridos en América y Europa. En todos los casos, mi objetivo fue estudiar no solo la llegada de una enfermedad, sino preguntarme cómo una sociedad atraviesa un evento crítico tan profundo. En esa línea mi pregunta me llevó a investigar sobre aquellos elementos nuevos que surgían y cuáles otros eran tradicionalmente utilizados para dar sentido a la llegada de enfermedades que trastocaban todos los espacios de la vida social. Parte de esas indagaciones también consistió en concebir estos eventos conectados con otros, e incluso pensar que las epidemias se retroalimentan, produciendo relatos, acciones de parte de los gobiernos y representaciones colectivas vinculadas entre sí.

Lugares y focos: antes y ahora

Al momento de pensar alguna comparación entre la covid-19 y el cólera o la fiebre amarilla, debemos tener en cuenta que son enfermedades muy diferentes. Las tasas de mortalidad y morbilidad eran mucho más elevadas para estas enfermedades en el siglo XIX: alrededor de un 30 % de los contagiados fallecían en el mejor de los casos, y en ocasiones se llegaba al 50 % de los contagiados. También las formas de contagio no son similares, ya que la fiebre amarilla es transmitida a través del Aedes Aegypti, y para el cólera la forma más usual era al consumir agua o alimentos contaminados por la bacteria. Sin embargo, teniendo en cuenta estas diferencias, podemos encontrar algunos aspectos compartidos, que acontecen una vez que una enfermedad se presenta en forma epidémica en una comunidad.

En primer lugar, estas pandemias transforman rápidamente dos nociones estructurales de cualquier sociedad: sus concepciones sobre el tiempo y el espacio. En relación con este último aspecto, tanto antes como ahora las categorías espaciales vinculadas a la enfermedad comparten un patrón similar, dividido en tres tipos de escalas, que se conectan a la dinámica de la enfermedad. En principio, podemos establecer una primera escala de carácter regional muy amplia, dado que el cólera y la fiebre amarilla llegaban como ciclos pandémicos mayores, de escala mundial. Así, en los meses previos al estallido de ambas epidemias aparecían noticias breves sobre el desarrollo de estas enfermedades en otros países, principalmente de Europa occidental (Francia, Inglaterra y en menor medida España) y Latinoamérica (Brasil casi exclusivamente). El enemigo externo se encuentra lejos, y en general se habla del fenómeno en tono casi anecdótico. El segundo nivel de escalas surgía cuando se confirmaban los primeros casos en la ciudad. La aparición de enfermos locales modificaba las concepciones sobre la enfermedad, y surgían denuncias de focos de infección que producían los contagios. Los periódicos se referían en especial a una serie de lugares específicos: el Riachuelo, al sur de la ciudad de Buenos Aires y los saladeros, que eran detectados como potenciales peligros sobre los que se debían actuar desde las autoridades municipales. Por último, el tercer nivel de escala lo conformaban las denuncias dentro de la ciudad. Estas comienzan a reproducirse cuando los casos crecen en cantidad y difusión en las distintas parroquias. Al multiplicarse los enfermos y difuntos, se denunciaron como insalubres las esquinas, las veredas, los terrenos baldíos, las calles y hasta el suelo de la ciudad será considerado un foco de infección. Así, la metáfora de los focos de infección se disemina por toda la ciudad y es ella la que se vuelve un foco, en concomitancia con el aumento de casos y el agravamiento de la crisis social.

En la actualidad, la pandemia de covid-19 tiene un juego de escalas similar, pero con la particularidad de que ha circulado a una velocidad inédita. Desde el 20 de enero, cuando el gobierno de la República Popular China decidió poner en cuarentena a toda la provincia de Hubei, ya habían casos confirmados en Estados Unidos y Europa. Esta rápida expansión, así como también el impacto tan agudo en Italia, el Reino Unido, Francia y España, centros culturales e identitarios gravitantes, produjo las primeras señales de alarma en toda la comunidad latinoamericana. Más allá de los heterogéneos caminos que han tomado los gobiernos de la región (con solo mirar la actualidad de Brasil, Ecuador, Chile o Uruguay podemos darnos una idea de ello), si esta pandemia hubiera quedado circunscripta a Asia o África, es muy probable que se hubiera vivido como el brote de ébola del 2014-2016, como un peligro posible pero latente, mesurable, controlado, aún si las defunciones se produjeran por miles. En otras palabras, la llegada de la covid-19 a Europa no fue solo un acercamiento físico del virus, sino —y sobre todo— un impacto cultural, que puso a nuestra región en alerta, y nos mostró que ese peligro era real y tangible.

La llegada de las epidemias también define lugares peligrosos. En el pasado eran los hospitales, lazaretos y cárceles, zonas que hoy también son consideradas de riesgo. Pero actualmente la novedad es que por la particularidad del virus, los geriátricos se han vuelto un lugar predilecto de su reproducción. En todos los gobiernos que hayan decidido actuar para frenar el avance de la covid-19 debieron tomarse medidas muy estrictas para vigilar tanto al personal como a los residentes de estos establecimientos, y no deja de sorprender que los geriátricos, surgidos en el siglo XX al calor de cambios sociocultulares profundos, se recorten en la agenda pública como un elemento central, cuando en general son instituciones con escasa visibilidad, tanto en el espacio público como en los medios de comunicación. Por otra parte, tanto antes como ahora, los hogares de los sectores populares fueron objeto de preocupación e intervención de las autoridades públicas. Antes se denominaba «conventillos» a estos establecimientos, en donde la población con menores recursos de la ciudad debía vivir hacinada, sin agua potable ni red de cloacas, pero ubicados en el centro mismo de la ciudad, conviviendo con otros establecimientos conspicuos. En la actualidad son las llamadas villas de emergencia (favelas en Brasil o cantegriles en Uruguay) las zonas que las autoridades detectan como peligrosas, debido a la aglomeración de personas y a las carencias estructurales de habitabilidad. La falta de agua potable, el hacinamiento y las condiciones extremas de pobreza material, repercuten en los medios masivos de comunicación, que en algunos casos denuncian estas condiciones indignas y precarias. Pero tanto antes como ahora, los cambios en las formas materiales de vida de los sectores populares, quedará sujeta más a la agenda de los gobiernos que a la virulencia de la epidemia. Dicho de otro modo: en toda epidemia aparecen estas denuncias de un estado que no cuida a sus habitantes, pero no es un mecanismo automático que las epidemias transformen la vida de ellos. Una vez pasado el evento crítico, en general la vuelta a la normalidad es también un regreso a las inequidades que estamos habituados.

La vida en cuarentena

Una vez que la epidemia se expandía, en general la población del siglo XIX obedecía a un patrón de comportamiento bastante estandarizado. En primer lugar, los gobiernos cancelaban cualquier actividad que implicara aglomeraciones o reuniones masivas. Se cerraban establecimientos educativos, cafés, teatros e incluso las iglesias tenían prohibido realizar sus ceremonias. La actividad del puerto también quedaba cancelada, ya que los buques provenientes de otras regiones evitaban fondear en puertos con casos declarados. Como complemento, todo aquel que podía huía del «foco de infección» en el que se había convertido la ciudad. Así, durante la epidemia de fiebre amarilla de 1871, por ejemplo, los porteños comenzaron un éxodo que, según algunos cálculos estimativos, trasladó a miles de ellos a los pueblos circundantes de la ciudad. En segundo lugar, para aquellos que quedaban en la ciudad, debían hacer frente a una enfermedad mucho más letal que la actual covid-19, y en general eran asistidos por agrupaciones vecinales que administraban fondos y recursos del estado municipal. Estos vecinos ofrecían alimento y cobijo, así como también realizaban la ingrata tarea de enterrar los difuntos y dar algún paliativo a los enfermos.

En la actualidad, para aquellos países que adoptaron la estrategia del confinamiento social como método preventivo, no fue posible ese desplazamiento que hacían los antiguos habitantes. Por el contrario, la población fue conminada a permanecer en sus hogares, trastocando todas las rutinas cotidianas como trabajar, estudiar o desplazarse por el espacio público. Incluso se prohibieron las reuniones de pocas personas, produciendo un evento casi inédito en torno a estas crisis. En otras palabras, siempre las epidemias han imposibilitado el normal desarrollo de eventos y reuniones, sobre todo porque en el siglo XIX la muerte de gran parte de la población producía un temor muy particular y un desgarro del tejido social. Pero incluso en esos episodios tan críticos, la población sana lograba reunirse, compartir una charla, un momento de interacción social cara-a-cara. De hecho, los periódicos de la época mencionaban que por las noches los porteños se reunían en torno a fogatas, realizadas en algunas esquinas de la ciudad, para compartir un momento de esparcimiento, bebiendo y cantando para exorcizar a la peste. La actual pandemia en cambio, atraviesa otra modulación, mucho más restrictiva de esos espacios (al menos para el caso de la ciudad y la región metropolitana de Buenos Aires), confinando a millones de personas en sus hogares, y produciendo la reapropiación de los balcones de los edificios, transformados en una sala de estar para conversar con los vecinos a distancia prudencial y hasta, quizás, propiciar pequeños actos de desobediencia al orden establecido, al visitar parientes cercanos o desplazándose en cortos tramos a visitar personas y afectos. En los barrios populares, la consigna para fomentar el aislamiento, que el gobierno argentino articuló en el lema «quedate en tu casa», tuvo que ser adecuada al contexto de la precariedad e insuficiencias que mencionábamos previamente. Se les pidió que se «quedaran en sus barrios».

Los saberes del Estado y la virtualidad como forma esencial de sociabilidad

Una diferencia fundamental entre ambos períodos es que el gobierno que combatió las epidemias del siglo XIX no disponía de una comunidad científica tan desarrollada y conectada, que permitió compartir los avances y logros producidos en diferentes regiones del mundo. El laboratorio aún no era un arma para los médicos de 1860. La etiología del cólera se descubrirá en 1883 con los estudios de Robert Koch, y recién iniciado el siglo xx se conseguirá un tratamiento que permita al paciente un horizonte de recuperación ante esta temida enfermedad. La fiebre amarilla tendrá un camino un poco más largo en el descubrimiento del virus, y aún hoy no existe una vacuna que logre erradicarla. De manera que si bien en el pasado los gobiernos actuaban asistiendo a los enfermos y gestionando el entierro de cadáveres, lo hacían con total desconocimiento de la enfermedad, ya que para mediados del siglo XIX existía una división profunda entre las teorías contagionistas y anticontagionistas. La falta de esa información esencial, volcaba al estado a actuar siempre en desventaja. En la actual pandemia la enorme cantidad de conocimientos en materia de microbiología, epidemiología y virología (por citar solo algunas áreas) así como la conexión tan fluida entre instituciones y especialistas a nivel mundial, ha logrado que se conozca parte de la secuenciación del genoma del virus en un período muy breve, e incluso los pronósticos menos optimistas vaticinan la posibilidad de una vacuna en un lapso de algunos años.

La simultaneidad mundial también adquiere otras modulaciones. Si bien en la actualidad varios países han ingresado en una fase de desconfinamiento, toda América comienza a compartir la experiencia de la covid-19 en simultáneo. Por supuesto que los escenarios son muy distintos, y la experiencia de Argentina no parece asemejarse a la de Estados Unidos, Brasil, Perú o Uruguay, pero se produce un efecto de simultaneidad, que es provisto también por la posibilidad de acceder a esos contextos tan lejanos. Fotos, videos (tanto provistos por los medios de comunicación como subidos a las redes sociales), audios e imágenes enviados a través de portales de noticias, confluyen y se retroalimentan, reproducidos en los medios de comunicación y en nuestros celulares, configurando una forma de vivir la epidemia sin duda muy particular. La virtualidad, que también se vive a través del boom de plataformas de videoconferencias, el trabajo a domicilio y la educación de nuestros hijos a través de las pantallas, se complementa con la ciudad vacía y el aislamiento individual. Todos los que vivimos lo que ya podemos bautizar como la «gran cuarentena», estamos confinados en nuestras casas, observando a través de dispositivos móviles la realidad trastocada por la covid-19.

Las preguntas se suman, y también las hipótesis y elucubraciones. Los intelectuales de todo el mundo han opinado sobre la posibilidad de que la pandemia mundial traiga cambios profundos, no solo en torno a la salud. Algo de estas modificaciones radicales se pueden percibir al observar las medidas ambiciosas en torno al control del espacio público que algunos países han comenzado a implementar. Podemos ver que en San Francisco se han delimitado espacios regulados para reunirse al aire libre. También en Alemania, los bares y restaurantes han dictaminado estrictas medidas de distanciamiento. En Corea del Sur, el regreso a las aulas está milimétricamente mesurado para los estudiantes. ¿Quedará algo de este distanciamiento social impuesto «desde arriba»? ¿Lo obedeceremos sin ningún cuestionamiento, o buscaremos negociar estos espacios, o incluso, quizás, desobedecerlos? Y una última pregunta: si se consigue una vacuna, algo que incluso los más cautelosos parecen ver como posible ¿quedará algo de este distanciamiento social una vez que la pandemia pase?♦



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