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Federalismo, desarrollo y democracia en la Argentina contemporánea
Investigaciones y Ensayos, vol.. 72, 2021
Academia Nacional de la Historia de la República Argentina

Dossier

Investigaciones y Ensayos
Academia Nacional de la Historia de la República Argentina, Argentina
ISSN: 2545-7055
ISSN-e: 0539-242X
Periodicidad: Semestral
vol. 72, 2021

Recepción: 04 Octubre 2021

Aprobación: 20 Octubre 2021


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Resumen: El artículo presenta una interpretación amplia del federalismo argentino, concebido como un elemento clave del síndrome de debilidad institucional que aqueja al país. Se destacan sus distorsiones, inequidades y complejidades, y sus perjudiciales consecuencias. Especificidades de nuestro federalismo político y fiscal, como la incongruencia entre el tamaño demográfico-económico de las provincias y su peso político (con extrema sobre-representación legislativa de las escasamente pobladas), el alto desequilibrio fiscal vertical, y la arbitraria e inequitativa distribución de los recursos fiscales entre provincias, son normativamente indeseables y obstaculizan el desarrollo económico e institucional. Se presenta un modelo en que unas pocas provincias económicamente “productivas” y políticamente democráticas, que concentran la mayor parte de la población (como Buenos Aires), pierden legislativa y fiscalmente frente a una alianza entre la presidencia y numerosas (pero demográficamente minoritarias) provincias “rentísticas”, económicamente dependientes de las transferencias federales y políticamente autoritarias (como Formosa). La crónica inestabilidad macroeconómica argentina, las agudas desigualdades territoriales en el desarrollo, y la persistencia de “feudos” provinciales se explican en parte por la peculiar configuración de nuestro federalismo, que además viola la Constitución en lo que hace a la coparticipación federal (artículo 75, inc. 2) y a la cantidad de diputados asignados a cada provincia (artículo 45).

Palabras clave: Federalismo, Democracia, Desarrollo, Argentina, Provincias, Federalismo Fiscal, Coparticipación.

Abstract: I present a broad interpretation of Argentine federalism, conceived as a key element of the institutional weakness syndrome that afflicts the country. Its distortions, inequities and complexities are highlighted, as well as its harmful consequences. Specificities of our political and fiscal federalism, like the incongruence between provinces’ demo-economic size and their political weight (with extreme legislative over-representation of those sparsely populated), the high vertical fiscal imbalance, and the arbitrary and inequitable distribution of fiscal revenues among provinces, are normatively undesirable and hinder economic and institutional development. A model is introduced in which a few economically “productive” and politically democratic provinces, which contain most of the population (like Buenos Aires), lose legislatively and fiscally to an alliance between the presidency and many (but demographically minoritarian) “rentier” provinces, economically dependent on federal transfers and politically authoritarian (like Formosa). Argentina’s chronic macroeconomic instability, the acute territorial unevenness of its development, and the persistency of “feudal” provinces are partly explained by the peculiar configuration of our federalism, which also violates the Constitution with regard to the tax revenue sharing system (article 75, inc. 2) and the number of deputies allotted to each province (article 45).

Keywords: Federalism, Democracy, Development, Argentina, Province, Fiscal Federalism, Tax revenue sharing.

Este artículo presenta una visión amplia del federalismo argentino basada en mis propias investigaciones y en el trabajo de otros académicos, especialmente politólogos y economistas, que hace tiempo identifican al federalismo argentino como una clave de bóveda de los crónicos problemas de nuestro país. Clave que, debido a las interrupciones de nuestra democracia (y por tanto de las instituciones federales) estuvo oculta durante mucho tiempo. Aunque para los historiadores el federalismo está siempre presente por su rol clave en las primeras décadas de nuestra vida independiente, los politólogos lo re-descubrimos durante el actual período democrático, a medida que su funcionamiento y consecuencias se fueron manifestando durante las décadas posteriores a 1983. La producción académica sobre el federalismo político y fiscal argentino, económica y politológica, ha crecido notablemente en décadas recientes.

En primer lugar, quisiera destacar algunas características de nuestro federalismo que son atípicas y que no siempre se encuentran claramente identificadas en el debate público. En segundo lugar, voy a realizar un diagnóstico (ciertamente pesimista) de nuestro federalismo, y en particular de los problemas que su peculiar configuración acarrea al desempeño económico e institucional del país. De allí el ambicioso título de este artículo, que relaciona federalismo, desarrollo y democracia. Asumo que estas tres cosas son deseables, pero destaco más abajo que sus relaciones no son siempre armónicas y de mutuo refuerzo como a menudo se imagina. Puede haber, y hay en la Argentina, tensiones y conflictos entre federalismo, desarrollo y democracia.

Se hará énfasis no tanto en el federalismo en general como en las particularidades del argentino. Esta aclaración resulta importante dado que a menudo los debates se enfocan en los diseños institucionales “macro”, como si ello agotara la cuestión. No es tan informativo como a menudo se cree decir “tal país es federal”, o “es presidencialista”, o “tiene reglas electorales mayoritarias” o “tiene un estado de bienestar”: al interior de cada una de estas macro-instituciones hay enorme variabilidad. Por ejemplo, el presidencialismo argentino y el estadounidense son muy diferentes, como también lo son el federalismo alemán y el nigeriano. Las consecuencias de estos grandes diseños institucionales dependen en buena medida de sus detalles, y también de las muchas interacciones que tienen con otras instituciones. Por ejemplo, y como se elabora más abajo, las consecuencias de una institucionalidad federal parecen ser más negativas cuando su diseño implica elevados desequilibrios fiscales verticales o cuando interactúa con altos niveles de malapportionment legislativo.

Posibles consecuencias negativas del federalismo

Destacados politólogos que han estudiado las consecuencias macroeconómicas del federalismo a nivel mundial llegan a conclusiones pesimistas. En varios influyentes trabajos, Erick Wibbels y Jonathan Rodden señalan que las complejas interacciones entre múltiples gobiernos (nacional y subnacionales) que intervienen o influyen en las políticas y resultados fiscales complican el manejo macroeconómico (Rodden 2002, 2003; Rodden y Wibbels 2010, 2011; Wibbels 2000). La consecuencia es que, ceteris paribus, los países federales tienen mayor déficit fiscal, mayor nivel de inflación, mayor deuda pública y mayor propensión a las crisis económicas. También una más marcada tendencia a la pro-ciclicidad fiscal. Estas consecuencias se registran en particular en federalismos que comparten algunas características con el argentino, como, por ejemplo, el mencionado alto nivel de desequilibrio fiscal vertical.

Estos aportes implicaron un fuerte contraste con la literatura más temprana de economistas del federalismo y la descentralización que presentaban una visión optimista del mismo, entre otras cosas porque creían que la competencia entre unidades subnacionales autónomas generaría condiciones favorables para la retención y atracción de inversiones productivas y de trabajadores calificados, o porque asumían gobernantes locales benevolentes (nadie que viva en el país de Vicente y Ramón Saadi, Carlos y Nina Juárez, Raúl Othacehé o Gildo Insfrán cometería esa ingenuidad). Este enfoque, más bien deductivo, esperaba que la gente, “votando con los pies”, y las empresas, localizándose en los distritos que mejores condiciones ofrecieran para la inversión, contribuirían a generar un capitalismo dinámico y competitivo. Sin embargo, los mucho más empíricos estudios citados en el párrafo anterior muestran que a menudo las cosas no suceden de este modo en los “federalismos reales”. Estas sucesivas visiones han sido clasificadas por economistas como la “primera generación” y la “segunda generación” de estudios sobre el federalismo fiscal (Oates 2005; Weingast 2009).

Otra línea de investigación paralela de politólogos como Beramendi, Rogers y Diaz Cayeros (2017) y economistas como Ardanaz y Scartascini (2013), enfatiza los aspectos económicamente inequitativos del federalismo, y en particular como su propensión a complicar tanto la progresividad en la asignación del gasto público como la adopción de políticas impositivas progresivas.

Entre los politólogos que estudiamos la Argentina –nos centremos en el federalismo o no– hay un énfasis en un marcado “síndrome de la debilidad institucional” del país (Brinks, Levitsky y Murillo, 2019). Este enfoque no argumenta simplemente que hay instituciones políticas que funcionan defectuosamente, sino que la Argentina sufre de una enfermedad institucional considerablemente más aguda que la de otros países de desarrollo similar. Un ejemplo: los datos más recientes del Corruption Perception Index de Transparency International[1] muestran a la Argentina en el ranking 78, con un puntaje de 42, similar al de Ghana o China (el listado es encabezado por Dinamarca y Nueva Zelanda con 88 puntos y cerrado por Somalía y Sudán del Sur en el puesto 179 con 12 puntos). Uruguay (71 puntos) y Chile (67 puntos), en cambio, aparecen en los puestos 21 y 25, respectivamente, destacando por contraste el pobre desempeño argentino.

Esta patología se manifiesta en síntomas como la dificultad de los presidentes para culminar su mandato, los muy frecuentes colapsos de la democracia durante el siglo XX (frecuencia que casi ningún otro país del mundo experimentó), y las numerosas anomalías macroeconómicas que van desde la persistente alta inflación a la sucesión de defaults y la acumulación récord de años de recesión (Argentina acumuló 24 entre 1951 y 2021, solo detrás de los 27 de Libia, empatando con Iraq, y levemente por delante de Congo, Chad, Siria, Venezuela y Sudán[2]). Para poner estos síntomas en perspectiva: no es que sean anómalos en relación a Suiza o Canadá, lo son en relación a Chile, Costa Rica o Uruguay, que gozan de sistemas políticos significativamente más estables, administraciones públicas más transparentes y macroeconomías mucho más virtuosas que los nuestros. La inflación provee una ilustración especialmente clara y contundente de la gravedad y atipicidad de nuestros problemas: Argentina es prácticamente el único país de ingresos medios que tiene inflación. Hoy casi todas las naciones de América Latina tienen tasas anuales de un dígito. Los países que empardan o superan el nivel de aproximadamente 50% anual de Argentina son en general paupérrimos, y/o dictatoriales y/o se debaten entre la anarquía y la guerra civil (por ejemplo, Siria, Sudán, Venezuela y Zimbabwe). La Argentina es el único país de mundo que sufre de elevada inflación hace ya 70 años (con excepción de los años noventa). Que es lo mismo que decir que es el único estado que no logra proveer a sus ciudadanos de un bien público absolutamente clave para el desarrollo y el bienestar: una moneda estable y sana que pueda ser usada, entre otras cosas, para ahorrar. Paradójicamente, los ciudadanos y líderes políticos argentinos se muestran mayoritariamente cercanos al nacionalismo económico y críticos del poder estadounidense, pero son prácticamente los únicos en todo el mundo que ahorran en la moneda de otro país, y justamente en la del país que dicen rechazar (dos ejemplos notorios de esto son los ex presidentes Néstor y Cristina Kirchner[3]).

La debilidad institucional se manifiesta también en frecuentes y abruptos cambios de política económica. Sirvan de ejemplo las sucesivas privatizaciones y estatizaciones del sistema de seguridad social o de YPF que, muy informativamente, fueron llevadas a cabo por gobiernos del mismo partido político.

En esta línea, argumento que nuestro federalismo es un aspecto clave de esta debilidad institucional, y ciertamente una de las múltiples ventanas a través de las cuales podemos mirar al interior del problema. Mucho de lo que sigue fundamentará este punto de vista, pero como anticipo basta aquí decir que, aunque la Constitución nacional reformada en 1994 ordenó al Congreso el establecimiento, “antes de la finalización del año 1996” de un “régimen de coparticipación conforme lo dispuesto en el inc. 2 del Artículo 75” (que exige “criterios objetivos de reparto”), y también “la reglamentación del organismo fiscal federal” establecido en el mismo inciso[4], a un cuarto de siglo de cumplido el plazo, el Congreso no ha hecho ni una cosa (nuevo régimen de coparticipación) ni la otra (organismo fiscal federal). En otras palabras, nuestro federalismo fiscal opera en abierta violación la ley fundamental.

Antes de abordar el tema en más detalle, quisiera hacer referencia a una comunidad académica a la que pertenezco y en cuya producción baso buen parte de mis afirmaciones. Está constituida por un grupo de economistas, politólogos y abogados argentinos que organizamos desde hace muchos años el Seminario de Federalismo Fiscal, que este año (2021) realizará su vigesimocuarto encuentro. Fue impulsada por Alberto Porto (Universidad de La Plata y la Academia Nacional de Ciencias Económicas), un destacadísimo economista de las finanzas públicas y el federalismo fiscal argentino, y quién inició este seminario hace un cuarto de siglo, justamente cuando la Constitución (recién reformada) le ordenó al Congreso aprobar una nueva ley de coparticipación federal antes del fin de 1996. En dicha oportunidad, Porto pensó en organizar un seminario académico vinculado a esta cuestión para proveer insumos desde las ciencias sociales a los legisladores que deberían diseñar la ley. Como queda dicho, es 2021 y la ley no sólo no fue aprobada, sino que nunca fue tratada ni propuesta (y de allí que el Seminario de Federalismo Fiscal vaya ya por su vigesimocuarta edición). Hace 25 años, entonces, que el Congreso (y la actual legislación sobre coparticipación) está en violación de la Constitución nacional en lo que hace al federalismo fiscal.

Este grupo incluye o incluyó, entre otros, también a Marcelo Capello (IERAL y U. N. de Córdoba), Oscar Cetrángolo (U. de Buenos Aires), Luciana Díaz Frers (ex CIPPEC), Rogelio Frigerio (Economía y Regiones), Marcelo Garriga (U.N. de La Plata), Antonio María Hernández (U.N. de Córdoba y Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba), Juan Llach (U. Austral y Academia Nacional de Ciencias Económicas), Ernesto Rezk (U.N. de Córdoba), Ángel Sciara (U.N. de Rosario) y quien esto escribe (U. Torcuato Di Tella). Quien revise los papers y libros surgidos de estos seminarios verificará que en general presentan una visión crítica del federalismo argentino de las últimas décadas (ver por ejemplo Gervasoni y Porto 2013; Hernández, Rezk y Capello 2014; Rezk y Porto 2016).

Características atípicas del federalismo político y fiscal argentino

Para introducir la temática es preciso señalar una serie de características relevantes y a la vez atípicas –y con consecuencias mayormente negativas– del federalismo argentino. En primer lugar, la Argentina es una federación muy incongruente (Gervasoni 2017). Se recurre a esta palabra para describir un país en el que hay una distribución geográfica muy diferente de la población y la actividad productiva, por un lado, y del poder político, por el otro. Bélgica ilustra el caso de una federación bastante congruente: tiene tres regiones (la Valona, la Flamenca y la capital Bruselas) sin grandes disparidades en términos de población y producción, y esa relativa paridad se refleja en su representación parlamentaria. La incongruencia es la situación contraria, y la Argentina es la federación que mejor la ilustra: hay cinco provincias (o distritos, incluyendo el caso de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires) que concentran la mayor parte de la población (el 66%) del país y del PBI (aproximadamente el 75%), y porcentajes similares o incluso mayores en lo que respecta a exportaciones y recaudación impositiva. Sin embargo, estos cinco distritos (Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba, Mendoza y la CABA) poseen sólo el 55% de los diputados nacionales (esto es, sus habitantes están bastante subrepresentados en la cámara baja) y apenas el 21% de los senadores nacionales. Además, reciben sólo el 48% de las trasferencias federales. Esto último sucede fundamentalmente porque la provincia de Buenos Aires se constituye en la gran perdedora del federalismo fiscal argentino, ya que aporta mucho en impuestos nacionales y recibe poco en transferencias federales, y porque otras provincias como Mendoza, Córdoba y Santa Fe también pierden (aunque en mucho menor medida que Buenos Aires). La contracara de estos son las 13 provincias demográficamente más pequeñas, que concentran sólo el 14% de la población, pero tienen poder de veto en el Senado, ya que eligen la mitad más tres de los senadores nacionales (o el 54%). Más aún, extraña, irritante e inconstitucionalmente, eligen el 27% de los diputados (esto es, tienen una representación en la Cámara Baja que casi duplica la que les corresponde en relación a su población). Además de estos beneficios legislativos, gozan de grandes ventajas fiscales: aunque explican aproximadamente el 12% del PBI (y esto en buena medida gracias al aporte de los recursos naturales de las provincias patagónicas), reciben el 28% de las transferencias federales.

Esta marcada incongruencia del federalismo argentino a menudo escapa a la visión de analistas, periodistas y ciudadanos. El componente legislativo de la incongruencia implica que ninguna ley puede ser aprobada si no cuenta con el apoyo de los senadores de las provincias demográficamente pequeñas. Esto a su vez explica que las leyes sobre federalismo fiscal (y sobre distribución geográfica de los diputados nacionales) sean tan difíciles de reformar: la situación actual favorece fuertemente a las provincias menos pobladas (según las cifras que se mostraron arriba y se elaborarán más abajo) y entonces es casi seguro que estas se opondrían a un cambio que reduzca la incongruencia fiscal y legislativa. Aquí reside buena parte del por qué el Congreso no ha realizado en un cuarto de siglo lo que la Constitución le ordenaba que hiciera en dos años. Si el lector buscara justificar la incongruencia fiscal pensando que es “distributivamente progresiva”, debería notar que entre las provincias demográficamente más pequeñas están las más ricas del país (Tierra del Fuego y Santa Cruz) y algunas que están lejos de estar entre las más pobres (como La Pampa y San Luis).

La siguiente característica de nuestro federalismo a destacar es que, contra ciertos estereotipos, las provincias tienen mucho poder y autonomía. O, dicho de otra forma, la Argentina es un país “muy” federal. Aquí es preciso hacer referencia a algunas facultades que nuestras provincias tienen (que no existen en todas las federaciones): dictan sus propias constituciones, reglas electorales y regímenes municipales, y tienen una representación fuerte en un Senado que es tan poderoso como la Cámara de Diputados, ejecutan alrededor del 40% del gasto público del país.

El gasto público nacional es algo mayor a este 40% y se compone fundamentalmente de jubilaciones y, en menor medida, de pago de deuda pública, subsidios a las tarifas servicios públicos, gasto en fuerzas armadas y fuerzas de seguridad federales, el financiamiento de las universidades nacionales y de la cobertura del crónico déficit de las empresas públicas. Por su parte, las provincias ejecutan las políticas públicas que afectan más directamente a la mayoría de la población (educación primaria y secundaria y la mayor parte de los servicios de salud, seguridad –policía– y justicia). Este diferente perfil del gasto público nacional y provincial implica que, de los tres millones de empleados que tiene el sector público argentino, dos tercios sean empleados provinciales (médicos, enfermeras, maestros, policías, funcionarios de la burocracia del poder ejecutivo y judicial), porque las mencionadas políticas públicas son mucho más intensivas en mano de obra que el pago de jubilaciones, deuda pública o subsidios energéticos.

En esta pandemia muchas provincias tomaron decisiones claramente autónomas de cualquier directiva nacional. En Mendoza, por ejemplo, hubo un sistema para acceder a lugares públicos de acuerdo al número de DNI que no existió en otras partes del país. El gobernador formoseño Gildo Insfrán tomó medidas inusualmente drásticas en su provincia, incluyendo atropellos a derechos básicos como impedirles a miles formoseños “varados” regresar a sus hogares, o confinar a otros cientos en centros de internación aun sin test positivos. El nivel de concentración de poder y autonomía del gobierno formoseño le permitió detener, en enero de 2021, a dos concejalas opositoras que denunciaban estos abusos. Es difícil sostener que las provincias no tienen poder en la Argentina, lo que ocurre es que hay una concentración muy fuerte de la actividad económica en el eje La Plata-Buenos Aires-Rosario-Córdoba y en la región pampeana, y una concentración de la burocracia del gobierno nacional en la CABA, y eso a veces confunde. Pero el poder político de las provincias, de sus gobernadores y de los senadores y diputados que a menudo controlan es muy grande (sobre esto último ver Gervasoni y Nazareno, 2017).

Hay, sin embargo, una excepción importante, un aspecto en que las provincias sí son débiles: lo relativo a la recaudación impositiva, que está mucho menos descentralizada que el gasto público. Así como las provincias ejecutan buena parte de las erogaciones del sector público argentino, la recaudación impositiva es mayoritariamente nacional (aproximadamente el 80% de los recursos tributarios totales del sector público son nacionales, mientras que el otro 20% es recaudado por provincias y municipios). La nación tiene a su cargo los impuestos principales (en los que la mayor parte de los países basan sus ingresos: ganancias e IVA), otros habituales en el mundo pero de menor magnitud (gravámenes a las importaciones y a los bienes personales) y también varios impuestos atípicos, como los que gravan las exportaciones (que no existen en prácticamente ninguna parte del mundo), el impuesto inflacionario (recaudado vía emisión monetaria del Banco Central), e incluso tributos especiales “por única vez” como el correspondiente a “las grandes fortunas” que se implementó en 2021. Todos estos son impuestos recaudados por la AFIP, más allá de que algunos se coparticipan. Las provincias recaudan impuestos menos relevantes, fundamentalmente ingresos brutos, y otros como los que gravan la propiedad de inmuebles y automóviles, que tienen pequeña incidencia en la recaudación provincial total. Pareciera, además, que muchas provincias ni siquiera realizan grandes esfuerzos para recaudar estos impuestos.

En los últimos veinte años se ha visto una creciente proliferación de impuestos nacionales y un frecuente aumento de alícuotas: el impuesto al cheque (creado por el Ministro Cavallo en reacción a la crisis del 2001), las retenciones a la exportaciones que empezaron con Duhalde (habían existido antes pero fueron eliminados durante el gobierno de Carlos Menem) y crecieron mucho bajo el kirchnerismo (la Argentina, a pesar del unánime consenso sobre la falta de dólares, es uno de los pocos países del mundo que castiga con impuestos a sus exportadores, y no sólo los agropecuarios). Además, ha habido recientes aumentos en el impuesto a los bienes personales, y se agregó en 2021 el de las grandes fortunas. A esto es preciso sumarle que el Estado Nacional recauda una enorme suma vía el subrepticio, distorsivo, regresivo y no legislado impuesto inflacionario que, además, no se coparticipa.

Este equilibrio extraño en el que la Nación recauda mucho y las provincias muy poco, pero estas últimas ejecutan gran parte del gasto, genera lo que técnicamente se llama “desequilibrio fiscal vertical”, es decir, una diferencia entre lo que gasta y lo que recaudan los dos niveles de gobierno. Así, las provincias no llegan a cubrir su presupuesto con impuestos propios, y entonces lo cubren con recursos transferidos desde el nivel de gobierno federal. Este esquema comienza en la década del treinta durante la presidencia de Agustín P. Justo, con el objeto de coparticipar con las provincias el recientemente creado “Impuesto a los Réditos” (el actual impuesto a las ganancias), y de allí hasta el presente, el gobierno nacional y las provincias se pusieron de acuerdo en un sistema de coparticipación de buena parte de los impuestos recaudados a nivel nacional.

El muy elevado nivel de desequilibrio fiscal vertical es otra de las características clave de nuestro federalismo (fiscal), y una que ha sido identificada en la literatura como especialmente problemática. La centralización de la mayor parte de la recaudación fiscal en el nivel nacional es común en el mundo, como lo es también la descentralización de buena parte de las responsabilidades del gasto a gobiernos subnacionales (especialmente en contextos federales). Eso significa que el desequilibrio fiscal vertical es ubicuo. Lo que tiene de particular la Argentina es que este desequilibrio es muy elevado y muy desparejo. Hay provincias cuya recaudación es pequeñísima en relación a su gasto, en las que más del 90% de lo que gastan es dinero transferido por la Nación. Sería normal y defendible en base a criterios de escala, eficiencia y equidad, que las transferencias del gobierno central financien el 20% o 30% del gasto público provincial, quizás el 50% en algunos casos extremos, pero en Argentina tenemos varias provincias en las que las transferencias financian entre el entre el 85% y el 90% de sus erogaciones (Jujuy, Chaco, Corrientes y San Juan), e incluso en algunas más del 90% (Formosa, La Rioja, Catamarca y Santiago del Estero). O sea que un tercio de nuestras provincias son altísimamente dependientes de las transferencias federales. La Ciudad Autónoma de Buenos Aires, en el otro extremo, es el único distrito que financia la mayor parte de su gasto público con recaudación propia. La provincia de Buenos Aires se acerca al 50%, mientras que Córdoba, Santa Fe, Mendoza y Neuquén rondan el tercio de autofinanciación.[5] Esta diferencia entre el importante nivel de gasto que ejecutan las provincias y su escasa recaudación se cubre con un complejísimo y cambiante conjunto de regímenes de transferencias inter-gubernamentales (la coparticipación propiamente dicha es el principal, pero hay otros como el Fondo Nacional de la Vivienda o los Aportes del Tesoro Nacional, o ATN). El sistema es tan intrincado que analistas y policy-makers lo llaman desde hace tiempo “el laberinto de la coparticipación”[6]. Muy justificadamente porque realmente es casi imposible comprender la cambiante maraña normativa que regula nuestro federalismo fiscal.

Aunque hay en el sistema algunas transferencias sujetas a la discrecionalidad presidencial (como los mencionados ATN), es preciso señalar contra cierta idea dominante, que la mayor parte de las transferencias no son discrecionales: están establecidas por ley y cada provincia cobra lo que le corresponde automáticamente en forma diaria. Naturalmente, esa porción discrecional que el presidente puede asignar es políticamente muy importante, pero no es cuantitativamente dominante.

Un Federalismo Fiscal ineficiente, inequitativo y arbitrario

Nuestro federalismo fiscal supone también una serie de ineficiencias, inequidades y arbitrariedades. La distribución de los recursos entre provincias (lo que se denomina distribución secundaria) no sigue criterios objetivos (exigidos por la Constitución reformada en 1994), lo cual es muy atípico. En prácticamente todas las federaciones del mundo hay algún tipo de criterio o combinación de criterios mensurables y mensurados que determinan que monto recibe cada provincia o estado. Algunos son la población, el nivel de desarrollo o la recaudación propia. La Argentina también tuvo leyes de ese estilo hasta la década del setenta, con criterios objetivos de reparto. Al vencer la vigencia de la ley anterior, el Presidente Alfonsín y los gobernadores (mayormente peronistas) negociaron un nuevo régimen que se plasmó en la ley 23.548 de 1988, que aumentó la participación de las provincias en la distribución primaria (pasando del 50% de la ley anterior al 56,36%) y reemplazó los criterios establecidos en esa ley (la población, la brecha de desarrollo entre provincias y la dispersión geográfica de la población) por porcentajes fijos sin justificación clara. Así, la Provincia de Buenos Aires, con el 35% de la población, obtenía solo el 21,5% de los recursos asignados a las provincias, mientras que Catamarca, Formosa, La Rioja, San Luis o Santa Cruz obtenían el 2,86%, 3,78%, 2,15%, 2,37% y 1,52%, respectivamente, lo que representaba aproximadamente 3,5 veces más que sus proporciones poblacionales en el total nacional[7] (que iban del 0,41% de Santa Cruz al 1,06% de Formosa). Estos coeficientes se han mantenido inalterados hasta el día de hoy a pesar del tercio de siglo transcurrido, y de los varios y a veces importantes cambios demográficos y económicos inter-provinciales ocurridos desde entonces. Uno no menor es que la Provincia de Buenos Aires ha crecido hasta el 39% de la población nacional, acentuándose el desajuste entre su tamaño demográfico y su participación en la distribución secundaria de recursos fiscales. Debido a variados niveles de transferencias discrecionales y a cambios del valor de fondos especiales como el del “Conurbano bonaerense”, la participación efectiva de la provincia de Buenos Aires en el total de las transferencias ha oscilado en los últimos treinta años entre un mínimo de 18,5% (2014) y un máximo de 26% (1996)[8]. Este estado de cosas hace que en 2020 la mayor provincia argentina haya recibido transferencias federales automáticas por unos 29.000 pesos per cápita, mientras que Catamarca recibió 133.000, Formosa 124.000, La Pampa 109.000, La Rioja 107.000 y Tierra del Fuego, no incluida en la ley de 1988 por no ser aun provincia, el récord de 147.000 pesos per cápita (Alvarado y Capello, 2021). En otras palabras, estas pequeñas provincias recibieron en 2020 entre 3,7 y 5,1 veces más dinero por habitante que la de Buenos Aires (y esto siendo 2020 el segundo de más alta participación de ésta en la distribución secundaria luego del récord de 1996: 25,4%). Nótese también que todas aquellas provincias tienen una extensión bastante inferior a la bonaerense, y algunas cuentan con indicadores sociales y de desarrollo bastante más favorables (claramente La Pampa y Tierra del Fuego).

Otra forma de ver las inequidades del actual sistema consiste en comparar provincias de nivel de desarrollo, ubicación y tamaño comparable, y verificar que algunas son mucho más favorecidas que otras. Compárese las citadas cifras de transferencias de Formosa y Catamarca (recordemos, 124.000 y 133.000 pesos per cápita, respectivamente), con las de Misiones y Salta, con 56.000 y 57.000 pesos por habitante, respectivamente. Estas últimas reciben bastante menos de la mitad que aquellas. Otro ejemplo, a pesar de su similar nivel de desarrollo, San Luis recibe 91.000 pesos per cápita y su vecina Mendoza, bastante más extensa, solo 43.000.

Estas arbitrariedades e inequidades contradicen el artículo 75 (inciso 2) de la Constitución nacional, que no solo exige una ley convenio de coparticipación que distribuya los recursos fiscales con “criterios objetivos de reparto”, si no que agrega que esa distribución “será equitativa, solidaria y dará prioridad al logro de un grado equivalente de desarrollo, calidad de vida e igualdad de oportunidades en todo el territorio nacional”. Aunque la Argentina no es un país muy desigual (en el contexto latinoamericano) en términos de la distribución individual del ingreso, sí lo es territorialmente, de hecho más desigual que Brasil, con sus grandes contrastes Norte-Sur. Las diferencias en nivel de desarrollo que se observan entre las prósperas Tierra del Fuego, Santa Cruz o CABA y las retrasadas Catamarca, Formosa o Santiago del Estero es enorme. Aunque no existen estadísticas confiables y actualizadas de producto o ingreso per cápita por provincia, otros datos disponibles evidencian el contraste. Por ejemplo, en las dos provincias más australes y la CABA se patentan unos cinco veces más automóviles por habitante que en las provincias del Noroeste Argentino[9]. Algo no está funcionando como se espera, porque hace décadas que nuestro federalismo fiscal subsidia fuertemente a la mayoría de estas últimas (según se expuso más arriba) y aun así, lejos de converger hacia el nivel promedio de desarrollo nacional (como predice buena parte de la teoría económica cuando –como al interior de un país democrático y capitalista– hay escasas barreras a la movilidad del capital y la fuerza de trabajo), se mantienen en una situación de atraso. Muchos observadores consideran este estancamiento como resultado de condiciones estructurales que impiden el progreso, generalmente asociadas a características de la población o la geografía de esas provincias. Hace unos años un destacado economista dijo en un seminario sobre federalismo, cito de memoria, “Formosa es como Paraguay, nunca se va a desarrollar”. Aunque no quedó claro por qué pensaba que el desarrollo no es posible en Paraguay, la realidad es que la economía de ese país viene creciendo en las últimas dos décadas a tasas interesantes y desarrollando sectores dinámicos e internacionalmente competitivos como la producción de hidroelectricidad, soja y carne vacuna. Que Formosa y otras provincias similares no logren usar las generosas transferencias federales que reciben para generar un dinamismo económico similar no se explica ni por la composición étnica o cultural de su gente, ni por su localización geográfica, ni por la fertilidad de sus suelos (ciertamente mejor que la de la desértica pero mucho más desarrollada Mendoza). Como se elaborará más abajo, la paradoja en cuestión se explica en buena medida por dos efectos colaterales de los subsidios fiscales que reciben, uno estrictamente económico (una suerte de “enfermedad holandesa”, producida por la abundancia de transferencias federales) y uno de carácter más político: la conveniencia para las elites políticas locales de un equilibrio en el que buena parte de sus votantes, y ellas mismas, viven de esas transferencias federales y no de actividades productivas que generen valor agregado –y por tanto ingresos fiscales para el gobierno provincial– como ocurre en otras provincias.

La Tabla 1 pertenece a un estudio sobre regímenes políticos provinciales (Gervasoni, 2018a, 148) que, justamente, asigna a nuestro federalismo fiscal un rol clave en explicar la diferencia entre provincias democráticas (como Mendoza o Santa Fe) y provincias con marcados rasgos autoritarios (como Formosa o Santiago del Estero). La última columna de la tabla corresponde al porcentaje del gasto público de cada provincia que es cubierto con recaudación propia (es decir, por impuestos provinciales)[10]: se destaca la CABA con 82%, seguida por Buenos Aires con el 47%, y por Córdoba. Mendoza y Santa Fe en torno al 30%. Si se observa la parte baja de la Tabla 1, donde se ubican las “provincias rentísticas”, vemos que Catamarca, Chaco, Formosa, Jujuy, La Rioja y Santiago del Estero cubren apenas entre el 5% y el 10% de su gasto público con ingresos propios. Son “rentísticas” porque sus gobiernos se financian fundamentalmente a través de las “rentas del federalismo fiscal” (Gervasoni 2011, 2018a), que funcionan como las rentas petroleras lo hacen para los emiratos del Golfo Pérsico, esto es, como políticamente convenientes sustitutos de los impuestos. El grado de “correspondencia fiscal” es aquí bajo en extremo: cientos de miles de habitantes de estas provincias reciben servicios públicos, se benefician de planes sociales, o cobran salarios gubernamentales o jubilaciones provinciales por las que prácticamente no pagan vía impuestos: esto es, son financiados por los contribuyentes de la CABA, Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe y Mendoza. Es importante subrayar que la baja cobertura del su propio gasto propio de las provincias rentísticas es en parte consecuencia de su bajo esfuerzo fiscal y/o pobre base tributaria (es decir, consecuencia de un numerador pequeño), pero en parte también originado por la generosidad de las transferencias que reciben (lo cual agranda al denominador). Un federalismo fiscalmente más equilibrado (con mayor correspondencia fiscal y menor desequilibrio fiscal vertical) debería alcanzarse con mejoras en ambos factores: las provincias rentísticas recibirían un subsidio fiscal menor al que reciben hoy y, al mismo tiempo, realizarían un mayor esfuerzo para aumentar sus bases tributarias (vía políticas pro-desarrollo) y su propia recaudación (vía una mejor administración impositiva). Esta doble estrategia permitiría reducir el desequilibrio fiscal vertical de estas provincias desde sus actuales extremos niveles de 80% a 95% a niveles razonables, en torno al 50%.


Tabla 1
Indicadores Demográficos, Económicos y Fiscales de las Provincias Argentinas y sus Niveles de Rentismo Fiscal
Gervasoni 2018ª, pág. 148

La séptima columna de la Tabla 1 corresponde a las transferencias federales per cápita. Aquí es posible constatar la enorme diferencia que hay entre provincias como Santa Cruz, Tierra del Fuego o La Rioja que recibían, en el cuatrienio 2003-2007, 3.000 o 4.000 pesos corrientes anuales per cápita[11], y los 579 pesos de la provincia de Buenos Aires o los 888 de Mendoza (que, excluyendo a la CABA, era la segunda que menos recibía después de Buenos Aires). Esta situación en que algunas provincias reciben transferencias per cápita cinco o seis veces mayores que las menos beneficiadas es una anomalía del federalismo fiscal argentino. Y esta enorme disparidad ni siquiera obedece a atendibles motivos redistributivos. No es que se le esté otorgando recursos a Santa Cruz por ser una provincia pobre o sin recursos: Santa Cruz es bastante más rica que Buenos Aires y Mendoza gracias su significativa dotación de recursos naturales (petróleo, minería, pesca, atractivos turísticos) y el importante nivel de gasto público nacional ejecutado en su territorio (bases militares, obras de infraestructura eléctrica y vial, el gasto de la empresa pública Yacimientos Río Turbio, etc.). Todas estas fuentes de ingresos privados y públicos en una provincia de poca población generan uno de los ingresos per cápita más altos del país, y aun así nuestro federalismo fiscal favorece a Santa Cruz con un muy alto nivel de transferencias fiscales per cápita y con el 100% de las regalías provenientes de sus significativos recursos petroleros, gasíferos y minerales[12]. Algo de esto se explica porque los datos de la Tabla 1 corresponden a la presidencia de Néstor Kirchner (que benefició a la provincia que gobernó durante 12 años con significativas trasferencias discrecionales), pero la mayor parte de los recursos federales que recibe corresponde a transferencias automáticas. No existen federaciones en las que las diferencias inter-provinciales sean tan grandes como en la Argentina. Y las diferencias que sí existen en ellas, en general, están destinadas a brindarle más recursos fiscales a los distritos más pobres y/o con mayores necesidades de gasto (Béland y Lecours 2014, 304). Aunque aparentemente el efecto agregado del total de las transferencias federales a provincias en Argentina es el de lograr alguna igualación fiscal inter-provincial (Porto y Rosales 2008), las cifras de la Tabla 1 muestran que nuestro federalismo fiscal está lejos de tener un diseño distributivamente progresivo. Por el contrario, asigna más recursos (per cápita) a algunas provincias ricas en desmedro de otras mucho más pobres y también en desmedro de las demográficamente más grandes, en particular la provincia de Buenos Aires.

La Figura 1 clarifica el enigma de la distribución secundaria (entre provincias). Aquí se presenta la misma variable mencionada, transferencias federales per cápita, en el eje Y (que van desde los 579 pesos corrientes per cápita de Buenos Aires, a los aproximadamente 4.000 pesos de Santa Cruz y Tierra del Fuego). En el eje X del gráfico superior (a) se encuentra el índice de Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI) (que no refleja con exactitud lo que se pretende medir porque, por ejemplo, Tierra del Fuego aparece con niveles intermedios de NBI a pesar de que su ingreso per cápita es de los más altos del país). Más allá de esta imprecisión en la medición, la Figura 1 arroja resultados destacables. Existen provincias como La Pampa, Tierra del Fuego o Santa Cruz, que están entre las más prósperas, pero también entre las más beneficiadas por las transferencias federales (reciben muy por arriba del promedio de uno 1500 pesos per cápita), y por otro lado se encuentran provincias como Salta, que es la segunda de mayor NBI del país, pero que recibe magros 1200 pesos per cápita. Los ejemplos que destaco enfatizan los aspectos más regresivos del sistema (esto es, la rica Santa Cruz recibiendo más que el triple de lo que recibe la pobre Salta), pero si consideramos el panorama general, lo que surge es que no hay relación clara entre transferencias per cápita y nivel desarrollo. De hecho, la correlación reportada en el gráfico 1.a entre NBI y trasferencias per cápita es prácticamente cero (R2=0,01), cuando un sistema progresivo debería arrojar una correlación claramente positiva (es decir, mayores transferencias por habitante para las provincias con más necesidades básicas insatisfechas).


Figura 1
Determinantes de las transferencias federales per cápita (2003 -2007)
Gervasoni 2018a, pág. 145

Estos datos demuestran que no se está efectuando una redistribución progresiva del ingreso entre las provincias, como a menudo se cree. Y ello se debe a que el criterio principal de distribución es, de hecho, el que se presenta en el segundo gráfico, el 1.b. Cuando se efectúa una trasformación matemática de la población (la recíproca, es decir, 1/población), lo que realmente explica cuánto dinero per cápita recibe una provincia es el tamaño de su población. Acorde al criterio vigente, cuanta menos población tiene una provincia más dinero recibe. Así, resultan beneficiadas las demográficamente pequeñas como Catamarca, Formosa, La Pampa, La Rioja, San Luis, Santa Cruz y Tierra del Fuego. Por su parte, Buenos Aires, donde viven la mayor parte de los argentinos (y también la mayor parte de los pobres argentinos), recibe mucho menos recursos, lo que también ocurre (en menor medida) con las que siguen en tamaño poblacional: Santa Fe, Córdoba y Mendoza. Este criterio poblacional, a diferencia de las NBI, da cuenta de casi tres cuartos de la variabilidad en el reparto de recursos per cápita entre las provincias argentinas (R2=0,74). Esto es muy atípico y, a la vez, poco conocido por políticos, funcionarios, analistas y ciudadanos. Es cierto que existe un argumento razonable para asignar más recursos per cápita a los distritos con menos población, las economías de escala: debido a la incidencia de costos fijos y otros factores, el costo por habitante de proveer servicios públicos disminuye a medida que aumenta el tamaño de la población servida. Pero esto no puede justificar las enormes diferencias mostradas en la Tabla 1 y la Figura 1.

La Economía Política del Federalismo Argentino: Provincias Rentísticas vs. Provincias Productivas

Lo que sigue no es una descripción objetiva como la realizada hasta aquí, sino que es una interpretación personal (basada en significativa evidencia empírica). Comencemos. La falta de correspondencia fiscal entre gasto y recaudación provincial descripta en la sección anterior genera un equilibrio que le resulta especialmente conveniente para los gobernantes de las provincias rentísticas. Recaudar es siempre difícil e impopular, exige un gasto de capital político y un esfuerzo burocrático que tiene sentido sólo allí donde no hay disponibilidad de ingresos fiscales alternativos. Es entonces posible suponer que las provincias están cómodas con esta división del trabajo en que el gobierno nacional se aboca a la antipática tarea de aprobar impuestos y recaudarlos, mientras que las provincias se ocupan de la mucho más popular tarea de gastar el dinero recaudado por otro gobierno (y mayormente en otros territorios).

Esta interpretación resulta especialmente plausible para las (muchas) provincias demográficamente pequeñas y fiscalmente híper-dependientes de las generosas transferencias federales que reciben. Sus gobernadores encuentran políticamente poco conveniente aumentar la presión tributaria para recaudar sumas relativamente modestas, cuando estas pueden ser mucho más fácilmente conseguidas con gestiones y negociaciones políticas por transferencias discrecionales en Buenos Aires. En cambio, los pocos distritos poblados y menos dependientes de transferencias (CABA, las grandes provincias pampeanas y Mendoza) suelen tener políticas y agencias tributarias mucho más dinámicas, ya que les resulta imposible financiarse solo en base a transferencias[13].

La interpretación que propongo postula, entonces, que se ha generado en nuestro país una bifurcación entre dos tipos de provincias, las “productivas” y las “rentísticas” (interprétese este esquema como hechos estilizados, donde las típicas provincias productivas son Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe y las típicas rentísticas Catamarca, Formosa y La Rioja; hay desde ya una zona gris de provincias como Misiones, Salta, Río Negro o Tucumán). Las “productivas” cuentan con un sector privado robusto, producen bienes y servicios con valor agregado para el mercado interno y la exportación, y combinan en diversas proporciones un sector agroindustrial competitivo y tecnológicamente avanzado, con una industria manufacturera razonablemente dinámica y un sector importante de servicios sofisticados y/o basados en el conocimiento. Como consecuencia de todo esto, sus empresas y trabajadores generan significativos recursos fiscales para los estados nacional, provinciales y municipales. Las provincias “rentísticas” tienen economías políticas esencialmente iguales a las de los clásicos rentier states petroleros, en el sentido de que en buena medida “viven” de los recursos generados por el sector público. Las rentas no provienen en este caso de la explotación de recursos naturales de alto precio (con la excepción de las regalías en provincias como Santa Cruz) sino de las generosas transferencias remitidas por el gobierno nacional, esto es, de las “rentas del federalismo fiscal” (Gervasoni 2011, 2018a). Estas provincias cuentan con sectores primarios poco desarrollados y/o basados en recursos minerales (Catamarca) o hidrocarburíferos (Santa Cruz), escaso desarrollo industrial, y servicios de bajo valor agregado, con alguna excepción como el turismo. El núcleo dinámico de sus economías, y el empleador de la mayor parte de la población económicamente activa, es el estado provincial.

La literatura económica y politológica sobre estados rentísticos señala que los fiscos que en lugar de financiarse mediante impuestos al sector privado lo hacen vía apropiación de las rentas de los recursos naturales, generan estructuras económicas en las que empresas, trabajadores y medios de comunicación dependen del Estado, como ocurre emblemáticamente en Formosa o La Rioja. Cualquier conversación con los habitantes de estas provincias refleja esta situación: la mayoría dice vivir de un salario o subsidio gubernamental, o convivir con algún familiar que lo hace. La economía provincial gira en torno a “que se paguen los sueldos” en tiempo y forma (dándose por sentado que “los sueldos” son los que paga el estado provincial a sus muchísimos empleados). Las estadísticas confirman el punto: Entre el 60% y el 69% de empleo formal en Catamarca, Formosa, Jujuy, La Rioja, Santiago del Estero corresponde a empleados públicos, la gran mayoría de ellos provinciales (y el resto nacionales y municipales)[14]. Este desequilibrio entre el sector público y privado no existe prácticamente en ningún estado subnacional del mundo, en buena medida porque es imposible de financiar en ausencia de grandes subsidios como los que el federalismo fiscal argentino les otorga a estas provincias. La visión convencional es que necesitan ser subsidiadas porque son pobres; la visión que presento aquí es la opuesta en dos sentidos: a) varias de las subsidiadas no son pobres y b) las que sí lo son permanecen en ese estado justamente porque son subsidiadas. La “enfermedad holandesa” producida por las rentas del federalismo fiscal y la falta de interés de los gobernadores –cómodos fiscal y políticamente con el status quo– en promover una actividad económica independiente, explican que décadas de subsidios no hayan producido la deseable convergencia de las provincias más pobres y rentísticas con las más desarrolladas.

La consecuencia política del rentismo es la hegemonía política, la persistencia en nuestra Argentina democrática de “feudos” (como los tiende a llamar el periodismo) o, en jerga politológica, regímenes provinciales poco democráticos o “híbridos” (Gervasoni 2018a). La manifestación más visible de esa hegemonía es la de gobernadores reelectos indefinidamente (o reemplazados por algún familiar) con mayorías imposibles de conseguir en Buenos Aires, Córdoba, Mendoza, o incluso a nivel nacional en la Argentina. La pregunta es: ¿cómo ha logrado durante casi 40 años de democracia el PJ formoseño ser reelegido en nueve ocasiones consecutivas al frente de la provincia más pobre de la Argentina? ¿Por qué ha podido Gildo Insfrán ejercer la gobernación durante más de un cuarto de siglo, siendo reelegido habitualmente con más del 70% de los votos? ¿Están los formoseños mucho más satisfechos que los mendocinos, o incluso que los chaqueños, quiénes han negado a los oficialismos provinciales la reelección varias veces desde 1983? ¿Más satisfechos que los alemanes, quienes reeligieron a Angela Merkel solo tres veces (un verdadero récord en contextos auténticamente democráticos), y en su mejor elección solo con el 41,5% de los votos? Si alguien pensara que por algún factor cultural o histórico los formoseños (o los catamarqueños) son abrumadoramente peronistas, debería saber que en 1983 la fórmula Luder-Bittel obtuvo solo el 45% de los votos en Formosa (y el 44% en Catamarca). Los niveles de hegemonía electoral descripta reflejan otra cosa: niveles de “ventaja del oficialismo” incompatibles con una verdadera democracia. Ocurre que, simplificando solo un poco, “no country in which a party wins 60 percent of the vote twice in a row is a democracy”, según reza la efectiva fórmula del eminente politólogo Adam Przeworski (1991, 95): cualquier predomino electoral extremo y prolongado refleja no una democracia con votantes satisfechos, sino la famosa “cancha inclinada” donde el oficialismo tiene tantos recursos fiscales, tantos votantes que dependen económicamente de él, tantos medios que viven esencialmente de la pauta gubernamental, y tantas empresas cuyas ganancias dependen de venderle bienes y servicios al Estado, que nadie quiere aparecer como opositor. Y cuando esto ocurre, es muy difícil que exista una oposición robusta en condiciones de ponerle límites al oficialismo y derrotarlo electoralmente.

La Figura 2 muestra los resultados de varias formas de medir la democracia subnacional en la Argentina entre 1983 y 2015. Los tonos más oscuros corresponden a las provincias menos democráticas. De acuerdo al conjunto de indicadores utilizado Formosa, La Rioja, San Luis, Santa Cruz y Santiago del Estero aparecen como las provincias con mayor evidencia “incriminatoria” en el período analizado, seguidas por Catamarca, Jujuy, La Pampa, Misiones, Salta y Tucumán. Este degradé correlaciona (aun después de controlar estadísticamente por otros potenciales factores explicativos) con la magnitud de las “rentas del federalismo fiscal” (y/o rentas provenientes de regalías) que recibe cada provincia (Gervasoni 2018a).


Figura 2
Nivel de democracia en las provincias argentinas (1983-2015)
Gervasoni 2018a, página 16

Por ejemplo, Santa Cruz recibe un muy alto nivel de transferencias federales per cápita, y además recauda abundantes regalías petroleras, gasíferas y minerales, lo cual la convierte claramente en un estado subnacional rentístico. A poco de asumir como gobernadora de Santa Cruz a fines 2015 Alicia Kirchner se refirió “al agotamiento del modelo del empleo público”[15] (en ese momento en crisis por los bajos precios del petróleo y la gran reducción de las transferencias discrecionales que la provincia recibía durante los gobiernos kirchneristas). Es decir, la propia gobernadora reconoce que hasta allí la “estrategia de desarrollo” (en buena medida heredada de su hermano) consistió mucho más en pagar sueldos de empleados públicos con los recursos de la coparticipación federal y las regalías, que en promover la inversión para la producción de bienes y servicios nacional o internacionalmente competitivos. Una estimación de Capello (2020) basada en la EPH indica que el 21% de la población total de Santa Cruz está constituida por empleados públicos, el nivel más alto del país. No sorprende entonces que un mismo partido, el Justicialista, se haya impuesto en todas las elecciones para gobernador desde 1983, y que sea una de las tres provincias (junto con Catamarca y Formosa) cuya Constitución todavía autoriza la reelección indefinida del gobernador (gracias a una reforma impulsada por el ex gobernador Néstor Kirchner).[16]

La organización de nuestro federalismo fiscal no sólo ha generado la dualidad producción-rentismo, sino que también parece haber consolidado una distribución territorial del desarrollo desequilibrada. Varios estudios econométricos muestran que las provincias argentinas no convergen en su nivel de desarrollo, y/o que el sistema de transferencias federales no contribuye a tal convergencia (Figueras et al. 2014; Grotz y Llach 2013; Llach y Grotz, 2013; Russo y Delgado, 2000), y/o que hay una tendencia a la convergencia en salarios e ingreso familiar pero no en producto bruto (Garrido, Marina y Sotelsek 2002). Esto último es consistente con la interpretación rentística: los estados subsidiados pueden sostener salarios relativamente altos (mayormente públicos) sin una contraparte en la producción de bienes y servicios dentro de la provincia.

Estos resultados econométricos varían dependiendo del tipo de convergencia que se estudia (beta o sigma), de las variables cuya convergencia se analiza (ingresos, salarios, producción, etc.), de las técnicas estadísticas utilizadas y los períodos temporales analizados. Pero hay evidencias a la vista del observador que son contundentes. Por ejemplo, hace décadas que nuestro federalismo fiscal asigna generosísimos recursos fiscales a provincias como Catamarca, Formosa, La Rioja y Santa Cruz, y sin embargo ni las muy retrasadas (las tres primeras) ni la más prospera (la patagónica) han experimentado un desarrollo económico especialmente destacado. De hecho, cuesta distinguir actividades económicas de alta productividad en estas provincias fuera de enclaves mineros o petroleros (que contribuyen a su rentismo vía regalías) o actividades favorecidas por alguna promoción impositiva nacional. Esto sugiere que las transferencias federales a estas provincias no se están empleando para construir rutas, promover la inversión productiva, educar a la fuerza de trabajo, o cualquier otra política tendiente a favorecer el desarrollo económico. Por el contrario, se asigna esencialmente al sostenimiento de un elevado nivel de empleo público y otras formas de dependencia económica del estado provincial (Capello y Figueras, 2007). Como se señaló con anterioridad, se cree que este tipo de provincias sufren de inherentes dificultades para desarrollarse y por eso hay que remitirle abundantes recursos federales, pero Capello y Figueras (2007) señalan que más bien ocurre lo contrario: como se las subsidia con generosas transferencias federales, los gobernantes de estas provincias no tienen incentivos para promover el desarrollo económico, y las empresas buscando dónde invertir no encuentran ventajas de instalarse allí (porque, entre otras cosas, la fuerza de trabajo está cómodamente empleada en el estado provincial). La Rioja y Catamarca son geográficamente similares a Mendoza, fundamentalmente economías de riego dotadas de algunos recursos minerales, pero en Mendoza hay una economía privada dinámica y diversificada (agricultura por riego, industria vitivinícola, minería, explotación y refinación de petróleo, turismo, etc.) mientras que en sus pares norteñas el sector privado es muy pequeño. Formosa tiene mucha más tierra regada naturalmente por ríos y lluvias que Mendoza, y un acceso privilegiado a mercados externos en Bolivia, Paraguay y el enorme Brasil, y sin embargo no tiene ninguna producción primaria, secundaria o terciaria destacable, ni ningún sector exportador relevante. No es que estas provincias no tuvieron opciones, podrían haber construido una económica agropecuaria dinámica que eventualmente se hiciera agro-industrial (como en Mendoza), podrían haber explotado sus bellezas naturales para el turismo (como lo hacen Misiones y Salta), podrían haber aprovechado su contigüidad con otros países para promover la radicación de empresas exportadoras, podrían haber generado un régimen de promoción de software y de servicios basados en el conocimiento (como hace Córdoba). Ocurre que no hay incentivos para promover el desarrollo económico en la medida que el gobernador y su partido pueden pagar muchísimos sueldos públicos con dinero de la coparticipación federal sin tener que lidiar con la ingrata tarea de cobrarle impuestos a consumidores, trabajadores y empresas del sector privado y, en consecuencia, puedan lograr una cómoda reelección cada cuatro años.

Con mayor o menor nivel de conciencia, los gobernantes de estas provincias entienden (correctamente) que la existencia de un amplio sector de empleados, gerentes y dueños de empresas privadas que no dependen económicamente del estado provincial amenazaría su predominio político: estas personas típicamente nutren de líderes, activistas, dinero y know how a las organizaciones de la sociedad civil y a los partidos opositores, presentan demandas al poder, constituyen un mercado clave para la prensa independiente y cuestionan las versiones oficiales de los hechos, todo lo cual resulta políticamente inconveniente para el oficialismo (Gervasoni 2018).

En esta visión de las cosas hay, entonces, una Argentina dual donde, por un lado, existen provincias “productivas”, que gozan de la configuración típica de las democracias capitalistas contemporáneas. Hay allí un sector privado robusto que paga impuestos que financian a un estado y una burocracia que, a su vez, produce una serie de servicios públicos necesarios para el desarrollo (educación, salud, justicia, infraestructura, defensa de la competencia, etc.). En estas provincias hay sistemas políticos esencialmente democráticos, alternancia de partidos en el poder, pesos y contrapesos, pluralismo mediático, y libertad de expresión. Aun si hay escasa alternancia (como en la provincia de Buenos Aires, donde el PJ gobernó 28 años consecutivos), el oficialismo triunfa por escaso margen y/o no logra mayoría propia en la legislatura (como a menudo le ocurre los oficialismos en provincias como Buenos Aires, Córdoba, Mendoza, o Santa Fe), lo cual dificulta reformas electorales o constitucionales que otorguen ventajas adicionales al oficialismo (sintomáticamente, en las provincias nombradas o no hay reelección inmediata del gobernador o se permite una sola). En el otro extremo hay provincias “rentísticas” (Gervasoni 2011, 2018a), o “fiscales” (Cao, Francés, y Vaca 1997), que viven de los subsidios del resto del país que reciben vía trasferencias federales, que tienen sectores privados débiles, y que sostienen sectores públicos hipertrofiados a pesar de recaudar escasos recursos tributarios del sector privado. Los verdaderos financiadores de estos estados rentísticos son los taxpayers de las provincias más grandes y productivas, que pagan altos impuestos a la AFIP. Sus regímenes políticos no llegan a ser abiertamente autoritarios, pero sí son claramente menos democráticos que los de las provincias productivas.

En este esquema los distritos que subsidian son básicamente cinco (Buenos Aires, la CABA y en menor medida Córdoba, Mendoza y Santa Fe). La mayoría de las demás provincias son subsidiadas (Neuquén, Chubut, y en menor medida las demás patagónicas cubren un porcentaje relativamente alto de su gasto público con impuestos propios y regalías). No todos los casos son tan extremos como los de Formosa o La Rioja, pero existen una serie de provincias que están en una situación similar y, de este modo, no tienen demasiados incentivos para cambiar la situación vigente. Un sistema de reparto con criterios objetivos, como tuvo la Argentina antes de la ley 23.548 de 1988 (que estableció un “Régimen Transitorio de Distribución de Recursos Fiscales entre la Nación y las Provincias”; énfasis mío), y como ordena el artículo 75 inciso 2 de la Constitución de 1994, eliminaría o reduciría las grandes distorsiones e inequidades indicadas arriba. Esto redundaría en un beneficio para las provincias en las que vive la mayor parte de la población y también para el país como un todo, pero perjudicaría fiscalmente a los gobernantes de las provincias rentísticas, con pocos habitantes, pero con muchos diputados y muchísimos senadores.

La Sobre-Representación Institucional de las Provincias Rentísticas y su Alianza con el Gobierno Nacional

En efecto, una característica institucional clave del federalismo argentino es que tiene el Senado más desproporcional del mundo. No porque el diseño de nuestro Senado tenga alguna particularidad, sino por la incongruencia señalada en las primeras páginas: Argentina concentra, como ninguna otra federación, la enorme mayoría de su población en unos pocos distritos, y dispersa al minoritario resto entre muchas provincias (recuérdese, las 13 demográficamente más chicas contienen sólo al 14% de la población, pero eligen el 54% de los senadores). Si se lograra una redistribución de la población desde el eje La Plata- Buenos Aires- Rosario-Córdoba hacia las provincias escasamente pobladas del Norte y la Patagonia, la desproporcionalidad senatorial se reduciría automáticamente.

El clásico estudio de Snyder y Samuels (2001) sobre el malaportoinment presenta una suerte de índice de Gini de desproporcionalidad legislativa, que va de cero (=legislatura perfectamente proporcional a la población) a uno (todos los legisladores pertenecen a una sola provincia). Como se aprecia en Tabla 2, la Argentina tiene el mayor índice de desproporcionalidad senatorial del mundo.


Tabla 2
Malapportionment en las cámaras Altas
Snyder y Samuels (2001)

A esta sobre-representación de las provincias pequeñas en el Senado se suma la que tienen en la Cámara Baja. Esto se debe al decreto-ley de la dictadura militar N° 22.847 (Julio de 1983), que establece que “el número de diputados nacionales a elegir será de uno por cada 161.000 habitantes o fracción no menor de 80.500”. Hasta aquí la norma es consistente con la proporcionalidad establecida por el artículo 45 de la Constitución nacional, pero tal consistencia desaparece cuando añade “a dicha representación se agregará, por cada distrito, la cantidad de tres (3) diputados, no pudiendo en ningún caso ser menor de cinco (5) diputados”. En otras palabras, las provincias demográficamente pequeñas (y en este caso también la CABA) tienen más diputados que los que le correspondería en proporción a su población. Esto es abiertamente inconstitucional, ya que ninguna norma, y mucho menos una emanada de un gobierno de facto, puede imponerse sobre la Constitución, que manda que los diputados se distribuyan de acuerdo al principio de “un ciudadano, un voto”, es decir, proporcionalmente a la población de las provincias. La Cámara Nacional Electoral ya señaló (en decisión del 5 de julio de 2018) la necesidad de corregir otro aspecto de esta distorsión: la falta de actualización de la distribución de los diputados en base a los datos de cada nuevo censo (según manda también el artículo 45). La actual distribución corresponde al censo de 1980, habiendo el Congreso omitido la actualización que hubiera correspondido luego de los censos de 1991, 2001 y 2010. El Congreso no ha reaccionado a este fallo, y cabe suponer que sólo un pronunciamiento de la Corte Suprema de Justicia lo llevaría a actuar.

En la Tabla 3 puede observarse que dentro de las cámaras bajas (o únicas) que hay en el mundo, la Argentina tiene la decimosegunda más desproporcional, es decir, que las provincias pequeñas se encuentran más sobre-representadas en Argentina que en la mayor parte de los países del mundo[17]. Si se promedia la desproporcionalidad senatorial con la de diputados, Argentina es, por buen margen, el país donde las provincias pequeñas tienen más poder legislativo en todo el mundo.


Tabla 3
Los 20 Países con Mayor Nivel de Malapportionment en las Cámaras Bajas
Snyder y Samuels (2001)

or este y otros motivos las provincias poco pobladas tienen una influencia en la política nacional mucho mayor a la que se imagina desde la dominante visión del “centralismo porteño”. Esto se puede apreciar en varias características de nuestro sistema político. La primera se relaciona con los cargos más importantes del gobierno nacional. Hoy en día, en lo que constituye un hecho poco conocido, la segunda persona en la línea de sucesión presidencial después de Cristina Fernández es Claudia Ledesma Abdala, la esposa del gobernador Gerardo Zamora de Santiago del Estero, que es la presidenta provisional del Senado por decisión de Cristina Kirchner. En los últimos años de la presidencia de Cristina Fernández, dicho cargo fue ocupado por el propio Zamora, quien al no poder ser reelegido gobernador de su provincia (debido a un fallo de la Corte Suprema nacional), se postuló para Senador. Antes de eso la presidenta provisional del Senado había sido Beatriz Rojkés de Alperovich (la esposa del exgobernador tucumano, José Alperovich). E incluso antes el cargo fue desempeñado durante diez años por el riojano Eduardo Menem (hermano del expresidente). Todos ellos pertenecen a provincias demográficamente pequeñas, fiscalmente dependientes y políticamente poco democráticas (aunque en todas estas dimensiones La Rioja y Santiago del Estero más que Tucumán).

Por su parte, el jefe de bloque del Frente de Todos en la Cámara Alta es el senador por Formosa José Mayans, hombre de Gildo Insfrán. Al inicio del actual período democrático lo fue el catamarqueño Vicente Saadi, mientras su hijo Ramón era gobernador. Raúl Alfonsín tuvo que negociar leyes, acuerdos para jueces federales, y otras importantes decisiones con Saadi, quien lideraba el bloque mayoritario en el senado. Algunos atribuyen el origen de la pésima calidad de nuestra justicia federal a los jueces que Alfonsín negoció con Saadi en los albores de la democracia. Todo indica que las prácticas autoritarias, clientelares, corruptas y patrimonialistas que caracterizan a la política catamarqueña o formoseña se proyectan a nivel nacional a través del rol clave que sus elites tienen en la política nacional.

El desproporcionado poder de las provincias poco pobladas se manifiesta, finalmente, en el máximo nivel político del país. La presidencia argentina fue, durante el presente período democrático, dominada por políticos de La Rioja y Santa Cruz, y hasta hubo un ex gobernador de San Luis que fue presidente durante una semana. Desde el retorno del orden constitucional los líderes de Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe o Mendoza no han logrado ganar elecciones presidenciales[18], pero durante 23 de esos 37 años de democracia sí han gobernado los ex gobernadores (y la esposa de uno de ellos) de las demográficamente minúsculas La Rioja y Santa Cruz. Argumento que esto no es meramente una casualidad estadística, sino una manifestación más de la importancia política de las provincias pequeñas en nuestra federación.

La configuración fiscal y política descripta hasta aquí genera una lógica de “distritos de bajo mantenimiento” que fue identificada hace más de veinte años en un artículo de Edward Gibson y Ernesto Calvo (2000). Allí, los autores encuentran que, durante las reformas económicas de la década del noventa, el presidente Menem crea una coalición política entre la presidencia y las provincias poblacionalmente pequeñas (y, agrego yo, rentísticas). En este sentido, los mayores costos de las reformas económicas, del ajuste fiscal y de las privatizaciones fueron afrontados por las provincias más pobladas, mientras que las más pequeñas fueron compensadas de muchas formas y, en virtud de ello, apoyaron las reformas, lo cual fue estratégicamente importante dada su sobre-representación en el Congreso. La lógica descripta para los años noventa tiene un alcance más general: es claro que al presidente le conviene usar sus atribuciones fiscales para favorecer a provincias pequeñas porque, con porciones reducidas del presupuesto nacional asignadas a transferencias discrecionales, o gasto público nacional en las provincias o condonaciones de deuda, puede “comprar” a bajo precio la buena voluntad de gobernadores que típicamente controlan a sus “sobre-representados” senadores y diputados , un control que es mayor en las provincias rentísticas y poco democráticas (Gervasoni y Nazareno 2017). Esta lógica de los “distritos de bajo mantenimiento” aplica a cualquier presidente de cualquier partido: a menudo estos no tienen mayoría legislativa en ambas cámaras y, aún si la tienen, la disciplina de los bloques en Diputados y Senadores no es totalmente segura. Cuando la aprobación de una iniciativa legislativa se torna compleja el presidente o alguno de sus funcionarios puede llamar al gobernador o la gobernadora de Catamarca, Formosa, Jujuy, La Pampa o Tierra del Fuego y decirle: “¿Qué necesitas? ¿En qué puedo ayudarte para que tus senadores me ayuden a mí con esta ley?”.

Esta situación produce un equilibrio donde no solamente las provincias grandes y productivas están subrepresentadas legislativamente, sino que enfrentan además una poderosa alianza (no necesariamente explícita o incluso consciente) entre el presidente y las provincias poblacionalmente pequeñas, legislativamente sobre-representadas y fiscalmente dependientes.

La alianza gobierno nacional-provincias pequeñas le resulta conveniente a ambas partes ya que los aliados comparten un rival común. Esta idea aparece en la literatura sobre relaciones internacionales, que argumenta que las potencias regionales aspirantes (digamos China o Brasil) probablemente se verán contrarrestadas por una alianza de la superpotencia global (EUA) y potencias regionales más pequeñas (digamos India o Argentina) (Huntington 1999; Wohlforth, 1999). Con la misma lógica, no debiera sorprender que en la segunda mitad del siglo XIX las provincias del interior hayan unido fuerzas con el gobierno nacional para contrarrestar el predominio demográfico, militar y especialmente económico de la provincia de Buenos Aires (para detalles y fuentes, ver Gervasoni 2017, 120).

Así, la provincia de Buenos Aires en particular, y las demás provincias fiscal y legislativamente perjudicadas, quedan “atrapadas” entre dos grandes fuerzas. La politóloga María Matilde Ollier escribió un libro sobre la historia política de la provincia de Buenos Aires que se titula, justamente, Atrapada sin Salida (2010). La visión de esta obra es parecida, la de una Buenos Aires que hace décadas se encuentra aprisionada entre el poder nacional y el de las demás provincias.

Buenos Aires es la gran perdedora en términos fiscales y legislativos (tiene tres senadores de setenta y dos y setenta diputados en vez de los aproximadamente cien que debería tener proporcionalmente a su población). Aporta aproximadamente el 35% de los impuestos nacionales pero la ley 23.548 le asigna sólo el 21,5% de los fondos coparticipables[19], perdiendo así una cantidad enorme de recursos fiscales en favor de otras provincias. La situación de Buenos Aires es paradójica. Cuenta con un sector agropecuario muy moderno, una dinámica agroindustrial, las principales industrias manufactureras del país (automotriz, farmacéutica, petroquímica, siderúrgica), puertos importantes (Bahía Blanca, Buenos Aires, La Plata, Quequén), un importante desarrollo del turismo y varias ramas de servicios sofisticados como banca y software. Además, se beneficia del “derrame” de la riqueza generada en la CABA por el sector privado y los altos y muchos sueldos del sector público nacional. Finalmente, desde los inicios del kirchnerismo hasta el presente, la mayoría de sus habitantes (los del GBA) reciben importantes subsidios a sus consumos de electricidad, gas, agua y transporte, Y a pesar de todas estas bendiciones, Buenos Aires contiene la mayor concentración de pobres del país, en particular en los partidos del Sur y el Oeste del Gran Buenos Aires, y también en los conurbanos de Mar del Plata, La Plata y otras ciudades. El 51% de los habitantes de los partidos del GBA es pobre, cifra sólo superada por el Gran Resistencia de entre los 31 aglomerados urbanos relevados por la Encuesta Permanente de Hogares del INDEC (2021) en el segundo semestre de 2020. ¿Por qué? Porque el gobierno de la provincia de Buenos Aires está fuertemente subfinanciado, logrando apenas pagar los sueldos de maestros, médicos, enfermeros y policías, y poco más. El gobierno de esta relativamente rica provincia es el que dispone de menos recursos fiscales per cápita del país. En 2020 fueron 65.000 pesos por habitante, contra los 143.000 a 227.000 de Catamarca, Formosa, La Pampa, La Rioja, Santa Cruz y Tierra del Fuego (todas beneficiadas por generosas transferencias, y algunas por regalías). Esta “pobreza fiscal” bonaerense se ve en las estadísticas, pero puede también escucharse de gobernadores (o ex), como Felipe Solá, que en un seminario hace varios años relataba que luego de pagar todos los sueldos prácticamente no quedaba presupuesto para nada más, y esto a pesar del importante esfuerzo recaudatorio que realiza la ARBA (la AFIP bonaerense).

La visión estilizada que opone provincias “productivas” a provincias “rentísticas” tiene una manifestación político-electoral nacional, en el sentido de que una de las dos coaliciones partidarias principales, la liderada por el Partido Justicialista, representa en mucho mayor medida al país “estatal” (empleados públicos, beneficiarios de planes sociales, empresas contratistas del estado y provincias subsidiadas). En consecuencia, es especialmente potente en el interior rentista. La otra coalición, formada por la alianza entre el PRO, la UCR y la CC, es en buena medida la que representa al sector privado (empleados privados, cuentapropistas, empresarios no dependientes del estado, provincias que subsidian), y es electoralmente mucho más robusta en el centro productivo del país. Esto se puede apreciar en la Figura 3, que presenta mapas de la Argentina “de Boca” (que circularon luego de la elecciones presidenciales de 2019): se ve allí la franja amarilla central (victorias de Juntos por el Cambio) de la CABA, el interior de la provincia de Buenos Aires, Entre Ríos, Santa Fe, Córdoba y Mendoza, y las dos grandes franjas azules (triunfos del Frente de Todos) en el Norte mayormente rentístico vía federalismo fiscal, y el Sur, con gran incidencia del rentismo de los recursos naturales y también del federalismo fiscal (debe sumarse el electoralmente clave GBA, con un alto porcentaje de la población dependiente de planes sociales nacionales, provinciales y municipales). Cuanto más dependiente o rentística es la provincia o el municipio, más proporción de votos obtiene la colación peronista. En resumen, existen dos tipos de coaliciones que compiten en la Argentina: una que representa, en lo territorial, a las mayoritarias provincias rentísticas, dependientes, menos democráticas y, por ende, favorables al status quo de nuestro federalismo fiscal, y otra coalición que representa a las minoritarias provincias productivas, que aportan la gran mayoría del valor agregado, las exportaciones y los impuestos, pero que son las que pierden en el reparto fiscal federal y legislativo. Naturalmente, esto constituye una simplificación, pero una que, como todo modelo razonable, revela algo importante de la realidad. De hecho, estas tendencias electorales no son nuevas: si se observa la distribución geográfica del voto de la Alianza y el PJ en 1999 (fórmulas De la Rúa-Álvarez y Duhalde-Ortega, respectivamente) se verá que fue bastante similar al mapa de la Figura 3. La coalición peronista, por su parte, se hizo crecientemente “periférica” durante el presente siglo, con diferencias cada vez mayores entre su notable desempeño en las provincias periféricas rentistas y su débil apoyo en las provincias centrales productivas (Gervasoni 2017, 2018b).


Figura 3
La Argentina “de Boca” (Elecciones Presidenciales de 2019). Coalición Ganadora por Provincia y Departamento (Azul Frente de Todos; Amarillo Juntos por el Cambio).
Resultados electorales 2019

Conclusión

Termino con dos observaciones, una más contemporánea (relativa a la pandemia del Covid-19) y otra más histórica. La primera de ellas nos permite apreciar que lo que está sucediendo hoy (mediados de 2021) en la Argentina se puede interpretar en la clave de las páginas anteriores. Así, por ejemplo, el nivel de limitación de derechos que aplicaron Formosa o San Luis durante la pandemia es notable para un estado subnacional. Todos los países del mundo implementaron algún tipo de restricción, pero casi ninguno llegó al extremo de negarle durante meses el regreso a sus hogares a miles personas como hizo el gobernador Insfrán en Formosa, quien también obligó a muchísimos ciudadanos a permanecer prolongadamente en centros de internación provincial, incluso sin tener un resultado positivo en un test. Cuando líderes opositores se manifestaron en protesta por estos abusos, la policía provincial detuvo a dos de ellas (las concejales Gabriela Neme y Celeste Ruiz Díaz[20]). Este tipo de prácticas autoritarias ocurren en Formosa hace mucho tiempo, pero en general bajo el radar de los medios de comunicación nacionales. La policía de Formosa ha reprimido violentamente a indígenas, al punto que se han atribuido algunas muertes a tal represión (se recordará que en 2015 el cacique Félix Díaz acampó durante meses en la avenida 9 de Julio intentando infructuosamente que la presidenta Cristina Fernández de Kirchner lo recibiera). Aparece aquí la “lógica de bajo mantenimiento”: Cristina Fernández e Insfrán no sólo provienen del mismo partido y de provincias demográficamente pequeñas, sobre-representadas, rentísticas y autoritarias, sino que comparten los intereses coalicionales ya señalados: él se beneficia de la generosidad fiscal nacional y ella logra un apoyo electoral y legislativo fiscalmente “barato” (aunque costoso en lo simbólico, al tomar partido por el autoritario caudillo provincial en desmedro de los sometidos pueblos originarios de Formosa).

Algunas de las violaciones de derechos humanos más importantes durante la pandemia ocurrieron en otras provincias rentísticas y poco democráticas, como la Santiago del Estero del gobernador Gerardo Zamora. Allí ocurrió el caso de la niña Abigail Jiménez que, enferma de cáncer, volvía de una consulta médica en Tucumán. Un policía santiagueño impidió el ingreso a la provincia en automóvil, quedando en la memoria de muchos la imagen de su padre cargándola en brazos. En San Luis se registró el caso de Martin Garay, también enfermo de cáncer: sus hijas quisieron viajar a la provincia para visitarlo, pero el gobierno de Alberto Rodríguez Saá le negó en diez oportunidades la autorización. Lamentablemente Abigail y Martín han fallecido, con sus sufrimientos innecesariamente agravados por la acción de gobiernos provinciales que les negaron derechos básicos (que la Constitución garantiza, como el libre tránsito por el territorio). No es casualidad que los abusos más intensos hayan ocurrido en este tipo de provincias, donde los funcionarios y la policía han naturalizado disponer sobre las personas sin temor al escrutinio de la prensa, el electorado o el poder judicial, porque todos ellos dependen allí del poder político: los medios de la pauta publicitaria gubernamental, los votantes de dádivas clientelísticas, planes sociales o sueldos, y los jueces del beneplácito del gobernador y su mayoría legislativa capaz de removerlos. En tales condiciones de rentismo y centralidad económica y política del estado provincial, pocos tienen el coraje de pedirle cuentas al gobierno. La dificultad de tal accountability aumenta en la medida en que los ciudadanos están condicionados por el sesgo pro-oficialista de buena parte de los medios de comunicación.

La segunda observación es histórica, y refiere a las décadas tempranas de la formación del Estado federal argentino. Con posterioridad a su separación del país en dos estados (el de Buenos Aires y la Confederación Argentina, 1852-1861), se lleva adelante un proceso de reunificación inicialmente liderado por la provincia de Buenos Aires (en la persona de su gobernador y luego presidente de la Nación, Bartolomé Mitre, triunfador en la batalla de Pavón), pero que con el tiempo pasó a manos de políticos del interior: los presidentes Sarmiento (1868-1874), Avellaneda (1874-1880) y Roca (1880-1886). En esos años Buenos Aires se debilita en relación a un estado federal que va ganando poderes y atribuciones, e incluso es derrotada electoral y militarmente dos veces, esto es, en ocasión de las candidaturas perdidosas (y posteriores insurrecciones militares) de Mitre (1874) y del gobernador Carlos Tejedor (1880). Como consecuencia de esta última, el gobierno nacional federaliza la ciudad de Buenos Aires, desprendiéndola así de la provincia. Luego de ello la provincia de Buenos Aires sigue siendo económica y demográficamente dominante, pero queda políticamente derrotada (Gerchunoff, Rocchi y Rossi 2008). Dicha configuración sobrevivió en buena medida al advenimiento del radicalismo y los golpes militares, lo que se manifestó en las intervenciones federales de Buenos Aires por parte de Yrigoyen, en los frecuentes “roces” entre el gobierno nacional y la provincia, y en las reiteradas tensiones entre presidente y gobernador, aun perteneciendo al mismo partido (y que en algunos casos llevaron a la renuncia del segundo): Yrigoyen-Crotto, Perón-Mercante, Perón-Bidegain, Menem-Duhalde, Kirchner-Solá, Fernández de Kirchner-Scioli, e incluso Fernández-Kicillof.

Desde la década de 1950 en adelante se acentúa el retroceso legislativo de Buenos Aires, ya que las provincias pasan de ser 14 hasta 1950, a 22 en 1956 (y 23 en 1991), aumentando correspondientemente la cantidad de senadores y diluyéndose aún más le representación bonaerense en la cámara alta (mientras que en la cámara baja también pierde porque su proporción de diputados se mantiene básicamente estable a pesar de su creciente peso poblacional en el total nacional (Gervasoni 2017, 126-7). Un episodio clave en el retroceso político y fiscal de Buenos Aires ocurre en los primeros años del actual período democrático. En la negociación que llevó a la ley de 1988 la provincia cedió seis puntos porcentuales de coparticipación (pasando del 27,5% al 21,5% del total correspondiente a las provincias), perdiendo una vez más frente a la negociación del presidente (Alfonsín) con los gobernadores (mayormente peronistas de provincias poco pobladas) y contribuyendo con su sacrificio de recursos fiscales al rentismo de las provincias que aumentaron sus coeficientes de reparto.

A raíz de todo lo señalado, cabría investigar en qué medida hay una continuidad subyacente ante una estructura institucional y de incentivos políticos que genera esta alianza entre provincias pequeñas con mucho poder legislativo y político, y el presidente (que también detenta mucho poder político), a expensas de las pocas provincias donde está concentrada la mayor parte de la población y la actividad económica. La obcecada persistencia del Congreso en violar la Constitución de 1994 en lo que hace a la sanción de un nuevo “régimen de coparticipación con “criterios objetivos de reparto” (conforme lo dispuesto en el inc. 2 del artículo 75) y también en lo relativo a la actualización de la base de cálculo y de la cantidad de diputados por provincia con cada censo (artículo 45) es la manifestación más visible y enojosa del diagnóstico de nuestro federalismo ofrecido en este artículo, y más en general, de la marcada debilidad institucional que la Argentina sufre hace décadas.

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Notas

[1] www.transparency.org/en/cpi/2020/index
[2] www.statista.com/chart/19301/countries-with-most-years-in-recession/
[3] Ver “Reconocen que Kirchner compró US$ 2 millones”, La Nación, 2 de febrero de 2010 (en www.lanacion.com.ar/politica/reconocen-que-kirchner-compro-us-2-millones-nid1228622) y “Cristina Kirchner blanqueó que dolarizó sus ahorros”, Perfil, 6 de julio de 2016 (en www.perfil.com/noticias/politica/el-contra-relato-cristina-kirchner-blanqueo-que-dolarizo-sus-ahorros-0064.phtml),
[4] Ver Disposición Transitoria Sexta de la Constitución nacional.
[5] Si a los impuestos propios agregamos las regalías de recursos naturales, las provincias petroleras patagónicas emergen con una proporción importante de cobertura propia del gasto público: Neuquén casi dos tercios, Chubut en torno de 50%, y Santa Cruz un 45% aproximadamente.
[6] Para una presentación gráfica del “laberinto” y una genealogía del concepto, ver www.cfi.gov.ar/Coparticipacion/Laberinto.aspx. Un organismo oficial vinculado a la temática, la Comisión Federal de Impuestos, ha adoptado el concepto. Ver www.cfi.gov.ar/Coparticipacion/Laberinto.aspx.
[7] De acuerdo a las cifras del censo de 1980.
[8] Fuente: IERAL de Fundación Mediterránea en base a datos de la DNAP y Presupuesto Abierto.
[9] Economías Regionales. Indicadores Socioeconómicos. Disponible en www.senado.gob.ar/upload/12312.pdf (consultado el 2 de septiembre de 2021).
[10] Los datos corresponden al período 2003-2007, pero la situación no ha variado mayormente desde entonces.
[11] Estas cifras incluyen lo que las provincias reciben automáticamente en base a los coeficientes de la ley 23.548 de “coparticipación federal de recursos fiscales” y los demás regímenes automáticos de nuestro federalismo fiscal, y también las transferencias federales discrecionales. Los datos corresponden al cuatrienio 2003-2007, ver nota anterior.
[12] En la Tabla 1 (correspondiente al período 2003-2007) Santa Cruz es la provincia que más transferencia per cápita recibe, mientras que en las cifras de 2020 citadas más arriba (Alvarado y Capello 2021) aparece todavía privilegiada pero detrás de otras cinco provincias (Catamarca, Formosa, La Pampa, La Rioja y Tierra del Fuego). Buena parte de la diferencia se debe a que la población de Santa Cruz viene creciendo a una tasa mucho más alta que la del promedio nacional, lo cual hace que el porcentaje fijo de coparticipación que recibe se distribuya entre una proporción mayor de personas, reduciéndose así su nivel per cápita de transferencias. En 2003-2007 Santa Cruz tenía también el mayor nivel de regalías per cápita, mientras que en 2020 ocupaba el segundo lugar detrás de Neuquén.
[13] Y además no se benefician de regalías de recursos naturales, con la excepción de Mendoza que goza de modestas regalías de petróleo y gas.
[14] Pozzo, Estafanía. “Nación, Provincias y Municipios: Cuánto Empleo Público Hay en la Argentina.” El Cronista, 26 April 2017.
[15] www.infobae.com/2015/12/29/1779568-alicia-kirchner-declaro-la-emergencia-administrativa
[16] La Rioja y San Luis también reformaron sus constituciones para permitir la reelección indefinida, pero en 2007 dieron marcha atrás hacia un sistema de una sola reelección consecutiva, el más habitual en las provincias argentinas.
[17] Es preciso destacar que nuestro país presenta valores similares con respecto a otros países latinoamericanos, región del mundo donde la desproporcionalidad legislativa es un aspecto frecuente.
[18] Más suerte han tenido los ex Jefes de Gobierno porteños, ya que los dos presidentes no peronistas del período, De la Rúa y Macri, ocuparon ese cargo anteriormente. El actual Presidente Fernández también es porteño, pero nunca ocupó un cargo electivo de alto nivel.
[19] Tomando en cuenta todos los tipos de transferencias federales (incluyendo las discrecionales), Buenos Aires de hecho ha recibido en los últimos años entre el 18,5% y el 25,4% de ellas (estimación de IERAL de la Fundación Mediterránea en Alvarado y Capello 2020).
[20] www.infobae.com/politica/2021/01/21/detuvieron-en-formosa-a-gabriela-neme-la-abogada-y-concejala-que-habia-denunciado-a-gildo-insfran


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