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La “mala versación” de Osandavaras. Sobre la gobernabilidad en tres reducciones de la frontera chaqueña de Salta a comienzos del siglo XIX
Investigaciones y Ensayos, vol.. 69, 2020
Academia Nacional de la Historia de la República Argentina

Artículos

Investigaciones y Ensayos
Academia Nacional de la Historia de la República Argentina, Argentina
ISSN: 2545-7055
ISSN-e: 0539-242X
Periodicidad: Semestral
vol. 69, 2020

Recepción: 09 Marzo 2020

Aprobación: 16 Julio 2020


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Resumen: El trabajo se ocupa de tres reducciones franciscanas situadas en la frontera chaqueña de Salta –Miraflores, Balbuena y Ortega-, cuyas temporalidades quedaron al cuidado de un administrador particular, a comienzos del siglo XIX. Juan Antonio Osandavaras, designado para ello, había sabido tejer oportunos vínculos entre las autoridades salteñas, aunque su llegada no fue bien recibida por doctrineros y caciques. Proponemos que el buen gobierno de dichos pueblos dependía de acuerdos establecidos cotidianamente entre los frailes y los jefes étnicos, que pautaban una forma de vida consensuada. Pero si en esa dinámica se introducía una figura que resquebrajaba tal vínculo, aparecía el conflicto como síntoma de que la gobernabilidad y hasta la continuidad de las reducciones, peligraban. Así que curas y caciques comenzaron una secuencia de denuncias ante el cabildo, el gobernador, protectores de indios y el virrey. El artículo analiza su actuación frente al nombramiento de Osandavaras, para lograr su remoción y recuperar el gobierno efectivo de las reducciones, y sostiene que esta tuvo incidencia decisiva en las determinaciones que se tomaron. Mostramos, además, que en el desarrollo del pleito se manifestaron las alianzas que había urdido el administrador y que le permitieron salir airoso en un primer momento, sin impedir su destitución final.

Palabras clave: Osandavaras, Reducciones, Curas, Caciques.

Abstract: The work deals with three Franciscan reductions located in the Chaco border of Salta –Miraflores, Balbuena and Ortega-, whose temporalities were left to the care of a private administrator, at the beginning of the XIX century. Juan Antonio Osandavaras, appointed for this, had known how to weave appropriate links between the Salta authorities, although his arrival was not well received by doctrineros and chiefs. We propose that the good government of these peoples depended on agreements established on a daily basis between the friars and the ethnic leaders, which established a consensual way of life. But if a figure was introduced into that dynamic that broke that bond, the conflict would appear as a symptom that governability and even the continuity of reductions were in danger. So priests and chiefs began a sequence of complaints before the council, the governor, protectors of Indians and the viceroy. The article analyzes his performance in the face of the appointment of Osandavaras, to achieve his removal and recover the effective government of the reductions, and maintains that this had a decisive impact on the determinations that were taken. We also show that in the course of the lawsuit, the alliances that the administrator had forged were manifested and that allowed him to succeed at first, without preventing his final dismissal.

Keywords: Osandavaras, Shortening, Priest, Chieftains.

Introducción

Era una mañana de enero de 1804, cuando Mariano de Gordaliza emprendió la marcha. Iba acompañado del comandante del tercer escuadrón del regimiento provincial de caballería de Salta, Nicolás Severo de Isasmendi, y su hermano, Vicente Anastasio –cura y vicario de aquella ciudad. Los había comisionado el gobernador intendente Rafael de la Luz, para que visitaran San Esteban de Miraflores, San Francisco Solano de Ortega y San Juan Bautista de Balbuena, tres reducciones de indios ubicadas en la frontera chaqueña, jurisdicción de la ciudad. Las tres tenían algo en común: Juan Antonio Osandavaras administraba sus bienes temporales. Los doctrineros, separadamente, habían hecho llegar al intendente varias denuncias sobre su “mala versación”, sus malos tratos y su conducta escandalosa. No contentos con ello, hicieron que las noticias alcanzaran al virrey. Joaquín del Pino ordenó intervenir rápidamente: se iniciaría una investigación para comprobar la veracidad de las acusaciones.

Mientras los religiosos hacían sus reclamos y los comisionados recorrían los pueblos, iban tomando cuerpo cuatro expedientes, tres de los cuales arman el núcleo documental que analizaremos en este trabajo. El primero tuvo lugar para la creación de la administración secular de dichas reducciones; el segundo fue obrado sobre la visita a éstas, que ejecutó Nicolás Isasmendi en 1804, y sobre la separación de Osandavaras del cargo que se le había otorgado; y el tercero fue promovido por Fray Narciso Xerez –doctrinero de Miraflores- y los indios de allí y de Balbuena, contra aquel. Los tres dan cuenta del pleito surgido a partir del nombramiento de ese administrador, pero también nos permiten pensar en cómo se desarmaba una cotidianeidad hasta entonces concertada al interior de esos pueblos.

Como punto de partida, en este trabajo sostendremos que el gobierno efectivo de Miraflores, Ortega y Balbuena, dependía de acuerdos casi siempre implícitos, establecidos todos los días entre los frailes y los caciques –en tanto interlocutores visibilizados de los indígenas [1]. Cuando utilizamos la expresión “gobierno efectivo”, nos referimos a la posibilidad de alcanzar una forma de convivencia consensuada entre doctrineros e indios, que sería particular de cada reducción y permitiría, pese a las disposiciones emanadas de las autoridades coloniales, la supervivencia y la reproducción relativamente ordenada de estos pueblos. Pero si en esa dinámica se introducía una figura externa, cuyo accionar resquebrajaba ese vínculo, aparecía el conflicto como síntoma de que la gobernabilidad y hasta la continuidad de esas reducciones, peligraban. Tal fue lo sucedido cuando se puso la gestión de los asuntos temporales a cargo de Osandavaras.

Uno de los efectos más notables de la imposición de administradores seculares, observó Guillermo Wilde para el caso de Misiones, fue la ruptura del relativo equilibrio existente. La superposición contradictoria de actores con capacidad de intervención en la negociación de las decisiones y de otros que se arrogaban la facultad de tomar determinaciones pese a aquellos, sumergió a los pueblos en un estado de anomia extendido. Se produjo, entonces, una dinámica compleja de relaciones de enfrentamiento y alianza, en que las partes desplegaron estrategias más o menos efectivas. La pugna más feroz tuvo lugar entre los doctrineros y los administradores (Wilde, 2001).

El caso aquí estudiado no fue excepcional. Superado el momento de confusión inicial, los curas y los caciques comenzaron una secuencia de denuncias y reclamos ante distintas instancias de autoridad: el gobernador intendente de Salta, el protector partidario de indios, el protector general de naturales y el virrey. Se trataba de acomodar el estado de situación vigente y de construir una nueva convivencia concertada. Cabe advertir que los Padres no pedían que las temporalidades volvieran a sus manos. Se reclamaba la destitución del administrador y su reemplazo por otro. La posibilidad misma de ese cambio implicaba el regreso a cierta negociación de la gobernabilidad, en la que curas y jefes étnicos habrían tenido una intervención decisiva [2].

En este trabajo analizaremos la actuación de frailes y caciques de Miraflores, Ortega y Balbuena ante el nombramiento de Juan Antonio Osandavaras, para lograr su remoción y recuperar el gobierno efectivo de las reducciones. Sostendremos que la intervención de los doctrineros y los jefes étnicos tuvo una incidencia decisiva en las determinaciones que se tomaron. Mostraremos, además, que en el desarrollo del conflicto se pusieron de manifiesto las alianzas que había sabido tejer el administrador y que acudieron en su ayuda. Para ello, nos valdremos de los expedientes mencionados y atenderemos a los acontecimientos que tuvieron lugar desde de su llegada a los pueblos, en 1801; hasta su destitución por parte del gobernador intendente de Salta, en 1805. Pero antes recorreremos algo de la historia de dichas reducciones y de las vinculaciones que se pusieron en juego en la designación de Osandavaras para la gestión temporal de éstas.

MIRAFLORES, BALBUENA, ORTEGA Y OSANDAVARAS

Al este de las ciudades que los españoles fundaron en la gobernación del Tucumán y de los espacios ocupados en sus inmediaciones, había grupos indígenas con los que se establecieron relaciones cambiantes. Algunos se mostraron progresivamente dispuestos a la paz, pero con otros solían recordarse vínculos hostiles. Tal fue el caso de los guaycurúes.

Como durante el siglo XVII, sus incursiones llegaron hasta muy cerca de Salta y Jujuy, los españoles elaboraron una estrategia que combinó modalidades defensivas y ofensivas. Por un lado, construyeron fuertes-presidios, que pretendían proteger a las poblaciones. Por otro, llevaron a cabo “entradas” al Chaco, que procuraban intimidar a los indios ante la imagen de las fuerzas militares, a la vez que alejarlos de los espacios ocupados por los hispanocriollos.

Sumadas a los fuertes y las “entradas”, los historiadores coinciden en que las misiones también resultaron piezas clave para la penetración española en territorio indígena. Inicialmente en manos de la orden jesuita, estas no sólo ganaron almas para la fe, sino que posibilitaron la ocupación de grandes extensiones en la frontera oriental del Tucumán y la obtención de mano de obra barata para trabajar en las estancias y haciendas de la zona (Gullón Abao, 1993; Teruel, 1994; vitar, 1997; y Mata, 2005).

El primer grupo de indios reducidos se instaló cerca del Real Presidio de Balbuena, en 1711. Eran lules que habían acordado la paz luego de la primera campaña del gobernador Esteban de Urízar y Arespacochaga [3]. Tres años después, se trasladaron al valle de Miraflores y se fundó allí la misión de San Esteban. El lugar era propicio, pero las invasiones de grupos enemigos hicieron que se despoblase promediando la década siguiente. La reducción se refundó definitivamente en 1752, y fue una de las más pujantes (Furlong, 1941).

San Juan Bautista de Balbuena se ubicó inicialmente, en las inmediaciones del viejo Fuerte San Luis de Pitos, en 1751. Pero dos años después, el pueblo se mudó a la que sería su instalación definitiva: próxima al presidio de Balbuena, que había sido abandonado con la fundación del fuerte del Río del Valle (Furlong, 1941).

Entre ambas misiones, surgiría Nuestra Señora del Buen Consejo de Ortega –también San Francisco Solano de Ortega-, hacia 1763. Distaba de Salta cuarenta leguas y la integraban grupos Omoampas. La reducción contaba con tierras aptas para la siembra del maíz, que los indios cosechaban con su trabajo; y también para la cría de ganado vacuno y caballar, cuyos rodeos poseían comunitariamente [4].

Tras la expulsión de los jesuitas en 1767, la evangelización de los indios se dejó a los franciscanos y los asuntos económicos de las antiguas misiones quedaron en manos de administradores seculares. Pero éstos se apropiaron de gran parte de sus recursos, secuestraron bienes y robaron numerosas cabezas de ganado, destruyendo las viejas estructuras productivas. Cuando Gerónimo de Matorras las visitó en 1773, encontró a los pueblos visiblemente desmejorados. A la falta de animales y el desarreglo de las haciendas, se sumaba la ruina de las iglesias, y el poco o ningún cuidado de las acequias. Los indios salían de las reducciones, incluso internándose en el Chaco. A veces volvían, otras fugaban definitivamente. El entonces gobernador de Tucumán estableció una normativa para el gobierno de esos pueblos en la que se disponía, entre otras cuestiones, el reemplazo de los particulares por doctrineros con intervención en los asuntos económicos de las reducciones (Gullón Abao, 1993).

Cinco años después, Andrés Mestre recorrió los pueblos y halló que bajo la gestión franciscana, las cabezas de ganado en Miraflores, Ortega y Balbuena habían crecido. Aunque poco significativo, el aumento se debía al celo y empeño de los frailes, alegaba el gobernador. Las existencias materiales y las construcciones, en cambio, acusaban notable desmejora. El resto de las reducciones se hallaba en franca decadencia. Los visitadores sugirieron, entonces, que los indios de Santa Rosa de Lima y Petacas, se agregaran a Ortega, que tenía recursos suficientes para ello; y que los pasaínes de Nuestra Señora del Pilar de Macapillo se sumaran a Miraflores [5]. El 4 de noviembre de 1779, el rey aprobó dicha reagrupación. Cuando en 1787, José de Medeiros volvió a recorrerlas, la situación no había cambiado.

Sin embargo, hacia mediados de la década de 1790, Miraflores empeoraba y lo mismo parecía suceder con Balbuena. El protector partidario de indios de Salta denunció la mala administración de Fray Narciso Xerez –doctrinero de la primera- y el gobernador intendente pidió informe al tesorero principal de Real Hacienda. Gabriel Güemes Montero fue terminante: todo anunciaba “mala versación y deterioro” y estas eran las resultas “de los que toman a su cargo manejos extraños de su profesión” (Güemes Montero, 1796). Lo mejor, afirmaba, era nombrar un administrador secular capaz de ordenar y multiplicar exitosamente los bienes y producciones de los pueblos, y sujetar a la obediencia a los indígenas.

Ramón García Pizarro desoyó sus recomendaciones y le pidió que elaborase un reglamento para la administración y gobierno de las reducciones. El tesorero principal de real hacienda lo redactó al año siguiente. Constaba de más de treinta capítulos y abarcaba un amplio espectro de asuntos. En primer término, planteaba la necesidad de que los doctrineros llevasen inventarios de las existencias, y libros de cuentas donde consignaran entradas y salidas de bienes. En segundo lugar, se instaba a los religiosos al desarrollo de la agricultura, y se los obligaba al establecimiento de algodonales y telares para la ocupación de indios e indias. Con idéntico propósito, se sugería esquilar las ovejas en primavera -lo cual permitía, simultáneamente, su conservación y multiplico-, a la vez que atenderse a la cría de cabras, para instalar fábricas de cordobanes en los pueblos. Donde hubiera vacas, añadía, debían contratarse capataces aparentes para su cuidado y vigilancia, y hacer “la yerra de ganado vacuno, yeguas y caballos todos los años”. Los indios habían de recibir ración semanal de carne. El religioso a cargo tenía que conminarlos a trabajar para ganar su sustento, negándoselo a quienes no se sujetasen a ello. Además, Güemes Montero ordenaba que no se matasen vacas hembras para raciones, “porque estas deben salir de los novillos y torunos, y en las ocasiones oportunas de los ganados cimarrones que abundan en los montes”. Todos los cueros de vacas “que no sean necesarios para coyundas, petacas y otros útiles de su especie” se reducirían a suelas, “que vendidas pueden producir considerables beneficios en favor del común”. Los doctrineros estaban autorizados a comercializar éstos y otros bienes producidos en las reducciones para obtener especies necesarias al vestido de los indios, “para el trabajo y cultivo de los campos o para el aseo y servicio del templo” [6].

Por otra parte, los curas tenían que estimular a sus neófitos a conchabarse en haciendas y cañaverales cercanos. Para esto llevarían un padrón de los indios del pueblo, discriminado por edades, a fin de diferenciar a quienes cobraban “conchabo entero” –indios de catorce años para arriba-, de quienes recibían “medio conchabo” –muchachos de siete a catorce años y mujeres. El empadronamiento ayudaría, también, a dividirlos en grupos, de manera que mientras algunos trabajaban fuera de la reducción, otros mantenían la producción al interior de ésta. El hacendado pagaría la mitad del jornal, dando la otra mitad al cura administrador para fondos del común. Los últimos, por su parte, estarían a la mira del buen trato a dispensar a los indígenas mientras permanecieran en los establecimientos productivos: vigilarían que recibieran su porción de maíz y carne, que tuvieran capilla para misa y el rezo en los días festivos, que no se les vendiera aguardiente u otro licor capaz de embriagarlos, y velarían para que los neófitos fueran tratados conforme al espíritu de las leyes de Indias (Güemes Montero, 1797).

Por si todo esto fuera poco, los frailes cuidarían de que “por ningún circunvecino ni extraño, se los disipe a los pueblos reducidos, ni aun en su menor parte ninguna de las tierras que ocupan y les fueron concedidas en sus primitivos establecimientos”, pudiendo acudir al gobierno si eso sucediese. Educarían a los indios en los principios de la fe y la vida cristiana, y les enseñarían la lengua castellana, además de instruirlos en la música. Finalizado el año, “rendirían sus cuentas los curas administradores” [7]. Así, cerraba el reglamento que tendría vigencia en todas las reducciones de Salta del Tucumán, exceptuando a Nuestra Señora de las Angustias de Zenta –con instrucción particular- y San Ignacio de indios Tobas –sin bienes de comunidad (Gullón Abao, 1993).

Pese a tan metódica normativa, Miraflores –y también Balbuena y Ortega- experimentaría una notable desmejora en su economía y una llamativa disminución en el número de indios reducidos. Así que aprovechando tales circunstancias, Juan Antonio Osandavaras presentó un escrito al intendente. En él denunciaba el estado ruinoso de los pueblos de frontera bajo la gestión franciscana y se proponía como administrador con “competente fianza” para “contribuir a la felicidad de las tres reducciones contiguas que son San Esteban de Miraflores, San Joaquín de Ortega y San Juan Bautista de Balbuena, con tal […] que de los frutos de unas y otras se compense anualmente mi trabajo con quinientos pesos”. Además, se ofrecía a construir una barca para facilitar el cruce del río Pasaje, que en épocas de lluvia solía cobrarse víctimas fatales (Osandavaras, s. f.).

El protector partidario de indios, primero en analizar la solicitud, sugirió aceptar su propuesta, con la condición de que se ciñera a la instrucción redactada por Güemes Montero y se le señalara el diez por ciento de los frutos que produjeran el ganado y las chacras de comunidad. También lo hicieron el síndico procurador general y Gabriel Güemes Montero, que hacía cinco años había marcado la necesidad de contratar un administrador particular.

A la vista de estos informes, Rafael de la Luz dirigió su recomendación al protector general de naturales. Ya porque los religiosos no se esforzaran, porque su vocación los apartara de los asuntos mundanos, porque eligieran destinar el tiempo a la instrucción cristiana de los indios, o por todo junto, “es que las temporalidades decaen, o no prosperan a pesar de varios auxilios que en diferentes ocasiones se les han subministrado”. A todo podía ponerse remedio “si a los religiosos se dexa lo espiritual, y se encarga lo temporal a un secular que pueda responder de lo que recibe”. Para el intendente, Osandavaras era “ciertamente a propósito”, porque era “activo, laborioso, ingenioso y de no vulgares conocimientos” Rafael de la Luz (1801) [8].

Ahora bien, Juan Antonio Osandavaras era un comerciante de Salta, pero no parece haber sido un personaje destacado. Los doctrineros de las reducciones que finalmente administró, refieren a él como un “mercader quebrado” o “sin un peso”. No obstante, supo tejer relaciones que le fueron útiles. Por las recomendaciones que citamos recién, al igual que por las denuncias que hicieron los frailes, sabemos que sirvió como mayordomo en la construcción del hospital de la ciudad de Salta; esto es, en el cuidado de maestros y peones de aquella obra. Así, se ganó el favor del gobernador intendente y de Nicolás Severo de Isasmendi [9]. El caso es que un año antes de sugerirlo para hacerse cargo de los pueblos en cuestión, el cabildo de Salta –del que entonces formaba parte el último- solicitó para Osandavaras la subdelegación del partido de la Puna. Los méritos esgrimidos se vinculaban a su labor en la “reedificación del hospital de San Andrés de esta ciudad, cuyo adelantamiento se acrese de día en día, por el mañoso celo que incesantemente se advierte en este sugeto, desde que se le nombró mayordomo del dicho hospital” (Cabildo de Salta a Rafael de la Luz, 1800) [10].

Por otra parte, se dice que Osandavaras tenía probadas fianzas, lo cual es cierto. Sus fiadores eran José de Ibazeta y José Ignacio de Gorostiaga, ambos miembros de la elite salteña. El primero era un comerciante destacado, oriundo de Córdoba, que se avecindó en Salta tras contraer matrimonio con una hija de Antonio de Figueroa [11]. Suponemos que su conexión con Ibazeta se produjo a través de Apolinario Javier Osandavaras –cuyo vínculo con Juan Antonio desconocemos-, que se casó con Vicenta de Figueroa -también hija de Antonio- y por consiguiente, era concuñado de Ibazeta. El segundo era otro importante comerciante, sobrino político de Nicolás Severo de Isasmendi y ahijado de Ángela –hermana de éste. Es posible que su relación con Gorostiaga se trazara a partir de su vínculo con aquel, además de que su posición de administrador de las tres reducciones le habría permitido a Osandavaras, negociar la fianza a cambio del usufructo de tierras de los pueblos, como veremos luego.

A la vista del deterioro de Miraflores, Balbuena y Ortega, y con tan importantes recomendaciones y garantes, el protector general de naturales no pudo menos que avalar el nombramiento de Osandavaras. Le pareció apropiado que se le retribuyera con un porcentaje de la producción agrícola y el ganado existente, porque entonces el administrador estaría interesado en el multiplico de los bienes. Así que agregó sus recomendaciones a las anteriores, y el resultado fue un decreto del virrey en el que

se aprueba en todas sus partes la propuesta hecha por el citado Don Juan Antonio de Osandavaras […] y se le nombra por administrador de las tres reducciones […] y de las temporalidades correspondtes a ellas, con calidad de que por el premio de su comisión únicamte se le hade abonar un diez por ciento de los productos líquidos de los bienes sujetos a su admn. […] bajo de las competentes fianzas y con precisa sujeción a la instrucción que formó en 20 de dizre de 1797 el ministro tesorero Don Gabriel Güemes Montero. (Decreto del virrey Joaquín del Pino, 1801)

Había una única excepción: el nuevo administrador no podía

vender, trocar, ni en ninguna manera enagenar ninguno de los bienes de dichas temporalidades que se le entregasen por inventario, ni los frutos de esto, sin el consentimiento del gobernador de la Intendencia, contrariamente a lo dispuesto en el artículo 12 de la instrucción anterior. (Gullón Abao, 1993)

Osandavaras estaba obligado a repartir las raciones a los indios -de carne, maíz y legumbres- en presencia del doctrinero; tenía que llevar libros separados para cada reducción, donde consignara sus gastos e ingresos; debía estar presente en las yerras de terneros que se hacían anualmente en los pueblos; se ocuparía de perseguir a las alimañas que diezman los ganados; y vigilaría que no faltara alimentación a los neófitos y que trabajaran, promoviendo el arreglo de las edificaciones, cercas y rastrojos –aunque esto no se consideraría aumento en las reducciones. Los frailes, por su parte, veían reducida su intervención económica a certificar ciertas actuaciones del administrador; controlarían que la repartición de las raciones se hiciera de manera proporcional al número de almas; debían custodiar los arreglos de las estructuras de los pueblos; confeccionar los padrones y matrículas de indios; dar cuenta del ganado que se herraba anualmente; y por último, persuadir a los reducidos para que acatasen las órdenes del nuevo gestor en el campo laboral, haciéndose responsables de las desobediencias de sus neófitos (Gullón Abao, 1993). La noticia no fue bien recibida en ninguna de las tres reducciones y el conflicto no se hizo esperar.

CURAS Y CACIQUES CONTRA JUAN ANTONIO OSANDAVARAS

1

Un 27 de marzo de 1802, Fray Narciso Xerez escribía a Joaquín del Pino, protestando el nombramiento de Juan Antonio Osandavaras. Este, decía, es un mercader quebrado. De su paso frente a las temporalidades de Miraflores no podían esperarse sino ruinas. El nuevo administrador entraba a las reducciones desfalcándolas en un diez por ciento de frutos o productos, se quejaba, y seguramente señalaría el ganado con su marca. Se sabía que tenía previstos mayordomos y capataces para cuando se recibiera de su nuevo cargo y que dichos gastos correrían a cuenta del pueblo. Por si esto fuera poco, agregaba el cura que Osandavaras era conocido en Salta por un amancebamiento escandaloso, del cual había tenido hijos. Parecía consiguiente que para mantener a su numerosa prole, arrastrara con buena porción de los productos de las reducciones.

El Protector General de Naturales explicó al fraile que la administración secular reportaría ventajas y que sus consideraciones sobre Osandavaras pecaban de falsas pues, si fuesen ciertas -le advertía-, serían de pública voz. Seguro de sus presunciones, pidió informe al Cabildo de Salta, que se expidió en virtud de los vínculos que llevamos expuestos, para salvaguardar a Osandavaras. Desde allí se dijo que “con sus modales gratos”, Osandavaras había “sabido captarse la benevolencia de los indios”. En la sala capitular no se encontraba riesgo alguno “en que con la mudanza de administrador se alteren los indios, ni que se auyenten”. Muy por el contrario, ahora los doctrineros podrían dedicarse exclusivamente “al objeto de religión en el que están los indios mal instruidos”, y el administrador al de “comodidad y subsistencia, del que están bien necesitados” (Informe del cabildo de Salta, 1802). El virrey confirmó a Juan Antonio Osandavaras en el cargo, no sin advertir al gobernador intendente que estuviera muy a la mira de su conducta y manejo; y previniéndole a Xerez que en sus representaciones y recursos procediera con más veracidad, sin difamar a ningún vecino.

Un mes después, Fray Blas Martínez –cura doctrinero de Balbuena- elevaba sus reclamos a Joaquín del Pino. A lo expuesto por Xerez, Martínez agregaba que Osandavaras se hallaba en “la última indigencia” y “se acogió al amparo del señor intendente gobernador de esta provincia por medio de la adulación y ofreciéndose a servir de gracia en la obra material del hospital […]. Con este motivo recabó de este gefe el proyecto de esta administración que tiempos hacía era el objeto de su codicia”

Osandavaras había persuadido a los oficiales de Real Hacienda para que planteasen la utilidad que prometía el establecimiento de administrador secular; y el protector partidario, que debía aclamar la falsedad del supuesto –agregaba el cura-, no lo hizo así. Con estas diligencias, se había sostenido la idoneidad de Osandavaras para el puesto. Pero además, Martínez explicaba que cuando Osandavaras supo del informe de Xerez, se trasladó a la capital “y es de presumir haya sido a efecto de allanar los tropiesos que podía haver entre aquellos cabildantes pues ninguno de ellos ignora su perversa conducta”. El administrador tenía de su lado al “gefe de la Provincia”, añadía, “y este según vos común es amigo de llevar adelante su capricho”; así que ponía en duda los argumentos de los capitulares, que informarían “a medida de su gusto” (Fray Blas Martínez, 1802).

A esas denuncias, Fray Martínez sumaba un balance de los primeros meses de su gestión. En primer lugar, señalaba que Osandavaras tenía invernada de mulas de su marca en tierras de la reducción, a las que cuidaba con el trabajo de los indios y mezclaba con las haciendas que estaban a cargo del cura, porque este no había rendido cuentas todavía. Un día, explicaba, los indígenas notarían que además de servirlo, debían propinarle el diez por ciento del producto de su esfuerzo, tal como se había establecido, y entonces se volverían al Chaco, arruinando una obra de tantos años. El fraile también se lamentaba porque sus neófitos se burlaban de él y abandonaban los ejercicios espirituales. El administrador les decía “que aún que falten al rezo no los podrían reprehender, ni corregir los referidos curas sin su licencia, ofreciéndoles su amparo en esta parte; con cuya perniciosa descomunal política ha conseguido Osandavaras el que los incautos indios lo conozcan a él por superior absoluto (Martínez a del Pino, 1802)”.

Y es que como señalamos, uno de los efectos más notables de la introducción de administradores seculares en los pueblos fue la ruptura del gobierno concertado entre los doctrineros y los indios, y la superposición y confusión de autoridades.

Pese a lo que sostuviera Martínez, es posible suponer que producida esta fractura en el acuerdo de convivencia alcanzado, la tensión experimentada por los frailes impactaría también en los caciques, generando cierta animadversión de los neófitos con el administrador. Sin embargo, Osandavaras puso de su parte para ganar este encono. Al año siguiente, comenzó una nueva etapa de reclamos en su contra, que ahora incluyó a Fray Ignacio Cabral –cura de Ortega- y que evidenció algunas conductas del administrador, que excedían las cuestiones temporales –aunque estas no desaparecieran- y las disputas sobre ámbitos de competencia entre las autoridades hispanocriollas de las reducciones.

Con poco menos de una semana de diferencia entre sí y dirigidas al Protector Partidario de Indios, las cartas de los tres doctrineros hacían foco en asuntos semejantes: el estado ruinoso de los templos que, aunque heredado de la gestión franciscana, Osandavaras debía arreglar; la disipación de los bienes de la reducción -el ganado se alzaba, y él vendía mulas de los pueblos en Salta y el Alto Perú-; y el mantenimiento de invernadas ajenas en tierras de Ortega y Balbuena –cuando según el reglamento de Güemes Montero, al que debía sujetarse, le estaba prohibido. En este marco, los indios andaban como “ovejas descarriadas”, decía Fr. Martínez. Tenían escasa ración –que de acuerdo al instructivo, debían recibir semanalmente- y vestuario, internándose en el monte a recolectar frutas silvestres, con el consiguiente riesgo de que huyeran o robaran en las inmediaciones. Xerez protestaba porque sus suministros también eran míseros, y por tener que comprar de su peculio el vino para la misa y harina para las hostias. Además, el administrador entretenía a los indios en labores que les impedían cumplir con sus ejercicios espirituales, instándolos a no obedecerle. Ello atentaba contra el empeño de los curas para instruirlos en la fe, pero más lo hacía la vida licenciosa que llevaba Osandavaras dentro de los pueblos y que aparecía, por primera vez, en las denuncias. Decía Fray Ignacio Cabral que aquel tenía una mujer casada en la reducción, con quien vivía en “ilícita amistad”, convirtiendo al doctrinero en un consentidor del hecho y dando un pésimo ejemplo a los indios reducidos. Por último, el administrador se arrogaba la facultad de castigar a los indígenas. El mal trato era tal, decían los frailes, que sus neófitos le habían tomado terror [12].

Es necesario advertir varias cuestiones antes de continuar. La primera es que pese a las insistentes protestas de los frailes, sólo Blas Martínez pidió para sí la administración de Balbuena. Lo hizo porque pretendía agrandar y componer el templo con sus ahorros, y entonces solicitaba se le diera la gestión de los asuntos temporales mientras durara la obra. Después se retiraría a los claustros. Pero ni Xerez, ni Cabral, pidieron que se les devolviese la intervención en la vida económica de la reducción. En esta instancia, el problema parecía ser la presencia de Juan Antonio Osandavaras al frente de los pueblos, por las razones que llevamos expuestas. Los dos solicitaron el nombramiento de otro individuo capaz de hacerlo, con probada conducta y mejor preparado. Luego, vale advertir que aunque motorizada por los frailes, la causa nunca contó con la intervención de tribunal ni autoridad eclesiástica alguna. Desarrollada contra el administrador secular e involucrando a los religiosos y a los neófitos, implicó a diferentes instancias de la justicia colonial que fuimos mencionando y reunió, más bien, características propias de un “pleito de indios” [13]. Por último, dijimos que frente al conflicto generado, doctrineros y caciques actuarían juntos en defensa de la concertación del gobierno dentro de las reducciones; y que el reemplazo del administrador por otro habilitaría, cuando menos, nuevas posibilidades de negociación en las que aquellos tuvieran protagonismo. Con su actuación, habrían logrado imponerse tanto a las relaciones que sostenían a Osandavaras, como a las determinaciones tomadas en las más altas instancias gubernamentales. Sin embargo, por ahora no parece oírse la voz de los indios. Ello se debe a que en su condición jurídica de menores, sus reclamos sólo podían leerse en la letra de los frailes, que funcionando como “padres”, les hacían de “cabeza”. De todas maneras, más adelante los veremos participar activamente en la causa.

El caso es que el protector partidario de indios dio cuenta de lo informado al protector general de naturales, sin prestar demasiada atención a las denuncias de los doctrineros. Pero este último reparó en lo representado por ellos y sugirió –después el virrey dio la orden- que pasase todo al gobernador intendente de Salta, para que tomase el debido conocimiento. Si se acreditaba la certeza de las acusaciones, debía proceder

a la separación del pueblo de Ortega de la mujer casada […] como a la de los demás que sin título legítimo se hayan establecido en las tierras de los mismos pueblos, y aun a la del Admor. Osandavaras poniendo al cuidado de otra persona de su confianza la administración de dichas temporalidades (Genaro de Villota, 1803).

Así que Rafael de la Luz tuvo que tomar cartas en el asunto y envió una visita que tenía por cometido recabar información y esclarecer la conducta del administrador. Sin embargo, comisionó para ésta a Nicolás Severo de Isasmendi, a quien acompañaban su hermano, Vicente Anastasio, y Mariano de Gordaliza –cuñado de ambos. Las comunicaciones producidas por éstos, ponen de manifiesto el juego de alianzas que apoyaba a Osandavaras y que le permitiría salir airoso en esta contienda específica con los frailes. Pero también mostrarán –particularmente el informe de Gordaliza- la veracidad de las acusaciones realizadas por los tres doctrineros y la anuencia de los caciques en el reclamo. Por último, evidencian una variedad de situaciones propias de la cotidianeidad de estas reducciones, que transitaba por fuera de las normas.

Respecto de los vínculos tejidos por el administrador, recordemos que Nicolás Isasmendi era uno de sus principales promotores, al igual que el propio gobernador intendente. Que este último comisionara al primero para llevar adelante la investigación, indicaría la voluntad de algunas autoridades salteñas de no comprometer a Osandavaras y garantizar su continuidad al frente de los pueblos. Un episodio ocurrido durante el procedimiento parece confirmar estas sospechas.

Una lluviosa tarde de enero, mientras los hermanos Isasmendi y Gordaliza cumplían su cometido en Miraflores, alguno perdió una nota que no debía llegar a manos de Fray Xerez. Un indiecito la encontró mojada en el suelo y se la entregó al cura. En ella, Ángela Isasmendi recomendaba a Juan Antonio Osandavaras a los primeros, pidiendo que procurasen reivindicarlo de tantas acusaciones y que no dejaran “de hacer las cosas de espacio y satisfacción de mi ahijado […] y por tres a cuatro días no den las comisiones defectuosas (Ángela Isasmendi, s. f.)”. Su sobrino y ahijado era José Ignacio de Gorostiaga, y tenía invernadas de mulas en tierras de Ortega y Balbuena, además de ser uno de los fiadores de Osandavaras. Los procedimientos de los Isasmendi se acomodaron a su solicitud y varias de las irregularidades que signaron las actuaciones nos son confirmadas por el informe que a finales de ese año, elaboró Mariano de Gordaliza. Nicolás Isasmendi fue selectivo a la hora de registrar lo que observó y lo que escuchó, pero Gordaliza tenía una comisión específica del gobernador intendente: en su comunicado debía ser sincero fuera contra quien fuese. Rafael de la Luz procuraría proteger a Osandavaras. No obstante, los informes provistos por los visitadores se adjuntarían al expediente y más temprano que tarde, llegarían al virrey, así que también debía tomar recaudos para no ser corresponsable de las faltas o delitos que pudiera cometer el administrador.

Por otra parte, la intervención de los caciques junto a los doctrineros se pondrá de manifiesto aquí, evidenciándose en distintos momentos de la visita. Fuera del contexto de interrogatorios formulados a modo de prueba por el Padre Xerez –que los convocó y propuso como testigos juramentados- y en las ocasiones en que pudieron hablar a solas con el protector partidario, las quejas de los indios se hicieron escuchar, replicando y ampliando las acusaciones que aparecían en las cartas de los religiosos.

Las actuaciones de los comisionados se llevaron a cabo durante el mes de enero de 1804. Estos se presentaron primero en Miraflores, donde se entrevistaron con su doctrinero y el administrador. El fraile elaboró una serie de preguntas para que contestaran los caciques –Juan Capistrano, Bernardino Malet y Norberto Colla- y Tomás Valle –carpintero y alarife, pero también mayordomo sin sueldo de Osandavaras-, que debía dar cuenta del estado del templo, a la vez que informar como testigo ocular sobre otros asuntos [14].

Las declaraciones de Valle no fueron, en esta ocasión, demasiado favorables a fray Narciso Xerez. Dijo que no notaba a la iglesia más arruinada que antes de ingresar Osandavaras a la reducción; que siempre que hubo, se le dieron al fraile pan y vino para la misa; y

que por lo que hace a la manutención de carne, velas y cera, que ha corrido por su mano en las ausencias del administrador, tiene mui presente haversele subministrado al doctirnero todas las semanas la suficiente perdiéndose estas las más veces por las continuas ausencias que hace del pueblo dicho Pe. Doctrinº, saliendo este el domº y volviendo a él, el jueves, como es pubco y notº (Declaración de Tomás Valle, s/f)

Sin embargo, Valle responderá años después a otro interrogatorio de Xerez, alegando que Nicolás Isasmendi no sólo no le había tomado juramento, sino que lo había instado a no incriminar en nada a Osandavaras.

Los “mandones” –caciques-, por su parte, fueron cuidadosos con sus testimonios [15]. Los tres coincidieron en que Osandavaras había invertido varios meses en la siembra del año anterior, porque de ello obtenía el diez por ciento, lo que no sucedía si trabajaba materiales para la iglesia o continuaba la acequia que Xerez había iniciado [16]. Así que esta última estaba enteramente abandonada, mientras nada se hacía por reparar el templo. Xerez también había mandado a indagarlos acerca de los impedimentos que ponía el administrador para la asistencia de los indios a la doctrina y a la misa. Los jefes indígenas negaron la pregunta del religioso. Osandavaras, dijeron, solía venir a “arriarlos” para que concurrieran al llamado del Padre. No obstante, el informe de Gordaliza habilita algunas observaciones sobre sus respuestas.

Mientras los hermanos Isasmendi se entrevistaban con Xerez y el administrador, el protector partidario se acercó a los ranchos de los indios y se presentó ante ellos haciéndoles saber que estaba allí para defenderlos y que quería escucharlos. Entonces comenzaron a desahogarse. Dijeron que Osandavaras los trataba mal, que los castigaba con violencia y que junto a Valle, también abusaban de las indiecillas del colegio. De esto resultó que Gordaliza pidiera que, cuanto antes saliera Valle de la reducción, ya que en ausencia del administrador quedaba al cuidado de un lugar en el que se alojaban cerca de veinte mujeres doncellas. A continuación, el protector partidario relataba una de las anécdotas que incriminaban al administrador. Al parecer, Osandavaras cortejaba a Gregoria, una indiecita de la nación pasaín de las que se hallaban puertas adentro del colegio, y a la que había embarazado. Gregoria tuvo una niña a la que “por blanca” todos la llamaban “la niñita hija del administrador” y, poco después, huyó a la antigua reducción de Petacas, “escapando del cariño” de Osandavaras. También se quejaron de que este les reducía las raciones, que tenían hambre y estaban desnudos; hablaron de la acequia inconclusa, de los sembradíos a tanta distancia, de la mujer casada con la que aquel disfrutaba de “ilícita amistad” dentro del pueblo; le contaron de la iglesia destechada y casi arruinada por las lluvias; y añadieron, por último, que ya no le hacían caso al Padre por no disgustar al administrador[17] (Informe de Mariano Gordaliza, 1804). La resultante de la suma era que los indios huían a Petacas, al viejo pueblo de Macapillo, para los abipones –suponemos que a la reducción de Concepción, en la frontera chaqueña de Santiago-, o directamente al Chaco. Este pueblo, concluía el protector, estaba muy enconada con el Administrador y con su Mayordomo Valle.

Mariano de Gordaliza pidió a Isasmendi que tuviera a bien oír a los mandones y se les dio audiencia en el colegio. Comenzó a hablar el alcalde de lules, Norberto Colla, reiterando las quejas expuestas. Entonces, el comisionado les hizo saber que él no podía sacar a Osandavaras, porque había sido nombrado para el cargo por el Virrey, pero sí podría separar a Valle. El protector cuenta que con esto, se acobardaron los indios. Al día siguiente, el visitador los llamó a declarar con el interrogatorio propuesto por Xerez y el resultado fueron las respuestas que consignamos antes. Gordaliza dejó a consideración de Rafael de la Luz si la variación provendría de la fuerza del juramento que se les explicó, o del temor que les infundió la esperanza perdida de ver salir al Administrador.

Ahora bien, vale la pena reparar en la estrategia de silenciar a los indios que eligió Nicolás Isasmendi. Al momento de registrar sus reclamos, el comisionado se sujetó al interrogatorio propuesto por el fraile, omitiendo cada una de las declaraciones de los caciques fuera del marco indagatorio. Las quejas que los jefes étnicos hicieron al protector y repitieron después, estaban en perfecta sintonía con las denuncias que habían corrido a cuenta de los doctrineros, pero no encontraron expresión en la letra. En este sentido, la opción del visitador fue deliberada, como también lo fue la de decirles que él no podía destituir a Osandavaras, que sólo podía sacar a Valle. Recordemos la orden que Joaquín del Pino dio al gobernador intendente: Isasmendi estaba ahí para comprobar la veracidad de las acusaciones y si eso sucedía, Rafael de la Luz debía separar del cargo a Osandavaras, entretanto se expidiera el virrey.

Terminada la declaración juramentada de los caciques, Fray Xerez debió responder a un interrogatorio pedido por el administrador. Allí sostuvo las denuncias que llevaba hechas y sin más, Isasmendi pasó en compañía de Tomas Valle –en calidad de carpintero y alarife- al reconocimiento de la iglesia, comprobando su estado de destrucción. Antes de abandonar Miraflores, Mariano de Gordaliza sugirió sacar del pueblo a Valle y arreglar las acequias, para lo que el juez comisionado libró la orden correspondiente. Luego, haciendo aparecer a los indígenas en un pleito que hasta aquí parece promovido únicamente por los curas, pidió que se notificara la determinación a “los indios querellosos”, aclarando que se trataba “de los indios alcaldes de las tres parcialidades de este pueblo” (Gordaliza, 1804).

La visita en Balbuena fue expeditiva. Fray Blas Martínez había muerto el año anterior y su sucesor, Roque Jayme, no se hallaba en el pueblo por haber pasado a la frontera del Río del Valle. Así que Isasmendi procedió de oficio, comprobando los puntos que contenía la presentación de Martínez. Para ello, comenzó por recabar la información que pudieran proporcionarle los indios principales. El visitador quiso saber si tenían alguna queja, si Osandavaras disipaba los bienes de la reducción y si estaban contentos con el trato que se les daba. Selectivamente, omitió preguntar –o registrar- si era cierto que el administrador los hacía trabajar para él y que tenía invernadas de mulas en tierras de la reducción, como había expuesto Martínez. Los caciques respondieron que no tenían reclamo alguno; que nunca se les habían dado raciones; y que debían alejarse siete leguas del pueblo para sembrar, viviendo en los bosques y sin volver por varios meses. Así que Isasmendi los mandó reunir y los instó a componer la acequia, explicándoles que de ello podían esperarse grandes beneficios. Luego, pasó al reconocimiento de la iglesia y los edificios, y dejó atrás Balbuena.

Pese a que todo parecía estar tranquilo allí y que los indios no abundaron en denuncias sobre Osandavaras, Gordaliza informaría que cuando conversó a solas con ellos, protestaron por los malos tratos recibidos. El administrador había llegado, incluso, a mandar azotar al indio Lorenzo, alcalde de la reducción. Además, dos años después, algunos caciques de Balbuena se sumaron a los de Miraflores y se trasladaron a Buenos Aires a entrevistarse con el Protector General de Naturales, para exponerle sus reclamos.

En San Francisco Solano de Ortega eran pocos los indios. Muchos habían dejado la reducción para volverse a los viejos pueblos de Petacas y Macapillo, que fueron abandonados cuando el reagrupamiento de indígenas, pero sus tierras eran usufructuadas por algunos hispanocriollos. Las familias que quedaban resultaron, no obstante, informantes críticos de Osandavaras. Protestaron porque hacía un mes que no recibían raciones de carne, sal y maíz; porque había vendido ganado de la reducción, con cuyos ingresos podía haberlos vestido, pero estaban desnudos; porque la invernada de mulas que tenía Osandavaras perjudicaba la cría de potros; y finalmente, porque los castigaba con dureza, exponiendo a dos chinas lacradas hasta los muslos por los azotes. Entonces Isasmendi quiso saber si el administrador les impedía concurrir a la doctrina y prolijamente registró lo que los indios respondieron: que como eran pocos se iban al campo y volvían de noche [18].

El Padre Ignacio Cabral, entretanto, insistió en el perjuicio que representaba la vida licenciosa del administrador para los indígenas. Así que para que funcionara como prueba, presentó un interrogatorio a contestar por tres testigos juramentados que propuso: nuevamente Tomás Valle, Ignacio Moreno y Manuel Burgos. El doctrinero de Ortega mandaba a preguntar por la mujer casada con la que Osandavaras tenía “ilícita amistad” -Ana María Pasyba-, que solía quedarse a dormir en su cuarto, y a la que el mayordomo le suministraba maíz, carne y grasa de los bienes del pueblo. Por si esto fuera poco, Osandavaras la alzaba en ancas de su caballo y se paseaba con ella por los campos. El escandaloso romance había alcanzado extremos insólitos. Como la mujer vivía del otro lado del Río del Pasaje, cuando no venía a la reducción, el administrador cruzaba el río a nado y desnudo. Dejando sus pertenencias en el caballo ensillado, la visitaba en su casa y regresaba por la noche. Pero en una oportunidad, se escapó el caballo y Osandavaras se perdió buscándolo, sin ropa y descalzo. Cuando llegó la noticia a Tomás Valle, mandó a su capataz con los peones, para que lo trajeran de vuelta. Al momento del interrogatorio, Pasyba vivía en tierras de la reducción. Por eso Cabral ordenaba preguntar sobre ella. No olvidaba en su cuestionario el romance del administrador con Gregoria y agregaba una pregunta sobre la relación que también lo involucraba con otra india del pueblo, llamada Andrea. Al parecer, diariamente se encerraba con ella a la hora de la siesta y para poder festejarla, sacaba botellas de vino de la bodega, que le daba para que emborrachase a los indios. Con pocas variaciones, los testigos confirmaron las denuncias que, en esa oportunidad, Cabral presentaba como interrogatorio.

Terminada la visita, los comisionados redactaron sus informes. Anastasio de Isasmendi se refirió a cuestiones que concernían estrictamente a la vida religiosa de las reducciones. Habló de la falta de conocimiento de la doctrina entre los indios y del estado de destrucción en que se hallaban los templos y el colegio. Su hermano Nicolás también advirtió estos asuntos, pero se concentró en los aspectos materiales de los pueblos. Se refirió a la necesidad de reparar los edificios y las acequias, y remarcó la importancia de que los neófitos se convirtieran en tributarios. De allí, sostenía, podían obtenerse el obvencional y el sínodo para los doctrineros, aliviando al real erario de esos gastos. Claro que habría que organizar el tiempo de un modo que les permitiera trabajar en la reducción, sembrando, cuidando el ganado y colaborando en la composición de los edificios. Era menester, además, la expulsión de los agregados y arrendatarios [19]. Por último, se instaba al administrador a contratar un mayordomo asalariado y un maestro de enseñanza para los muchachos.

Colocando el acento sobre estas cuestiones, Isasmendi no hacía más que marcar los incumplimientos de Osandavaras. Si volvemos sobre la letra del instructivo de Güemes Montero al que el administrador debía ceñirse o de las indicaciones precisas que se dieron al momento de su nombramiento, notaremos que el informe del visitador -aun con los reparos que pudiera tener-, evidenciaba que Osandavaras no había hecho nada de aquello para lo que se había comprometido. Sin embargo, Isasmendi recomendaba confirmarlo en el puesto: era un hombre de “genial empeño”, sostenía, a quien “concibo a propósito para el adelantamiento de los intereses puestos a su cargo en que no se conoce deterioro, para la conclusión de las indicadas obras, y para el manejo de los indios” (Informe de Nicolás Severo de Isasmendi, 1804).

El texto producido por el protector partidario tiene un acento distinto a los anteriores. Ya advertimos que él tenía que informar con absoluta sinceridad, sin importar contra quién fuese, así que además de lo planteado, pueden señalarse otras cuestiones. Los neófitos se hallaban faltos de doctrina y el colegio no tenía maestros. El indio que lo fue de Miraflores, por ejemplo, había fugado huyendo del administrador. Osandavaras contrató a Manuel Bernardet, pero como no le pagaba, también se fue y hasta el momento no le buscaba reemplazo. Así que aunque esto no apareciera entre las denuncias urgentes de los religiosos y los indios, la escuela no funcionaba. El administrador parecía no percibir que su necesidad era imperiosa.

Las reducciones se iban destruyendo a pasos largos, añadía Gordaliza. En los dos años transcurridos desde que Osandavaras se hiciera cargo de los pueblos, no se veía la menor obra. La acequia de Miraflores estaba igual que cuando este llegó. El colegio se hallaba expuesto al campo. La responsabilidad no era únicamente de Osandavaras, señalaba, sino también del Padre Xerez, que antes tuvo la administración. Se preguntaba, sin embargo, qué se había adelantado con el nuevo administrador. Y la respuesta era difícil de asumir:

nada más que la despoblación de reducciones, y el diez p% de intereses en los frutos q. tiene q. percibir, sin q. hasta el presente se sepa si hay un aumto o no en sus temporalidades por no haver rendido cuentas de la administon. desde que entró en ella; y si en el ganado hay la misma falla q. en los indios desde luego q. será muy sensible. Por lo q. he visto me parece q. la habrá (Gordaliza, 1804).

Si a ello se agregaba que el administrador y los curas se enfrentaban permanentemente, la destrucción era inminente. Y es que además de responsabilizar a los indígenas por el estado de las reducciones, Gordaliza creía que el conflicto entre Osandavaras y los doctrineros ayudaba a que en nada se progresara. El protector partidario planteaba que la enemistad entre ellos se debía a que Osandavaras no proveía al cura con lo suficiente y afirmaba que si junto con el administrador, se hubiera colocado un cura nuevo, no existiría tal inconveniente. Y abonando la idea que sugerimos en este trabajo acerca de la importancia del consenso establecido entre los actores para la supervivencia de las reducciones, Gordaliza concluía que “de la discordia y enemistad en que se hallan el cura y el administrador redunda el que los indios estén displicentes e incapaces de trabajar la más mínima obra en la reducción. Ella se va despoblando […], y en breve la veremos aniquilada (Gordaliza, 1804)”.

Todo este desorden podía remediarse retornando al manejo que tenían los jesuitas, decía. Con ellos las reducciones se fundaban a espaldas de los fuertes y había que pasar por éstos para entrar en cualquiera de los pueblos. Los soldados cuidaban la frontera y vigilaban el comportamiento de los indios reducidos, a la vez que los auxiliaban si resultaba necesario. Poner hombres armados a su cuidado y dejar la atención de los asuntos espirituales y temporales en manos de los Padres, podía ser la solución. La sugerencia se hacía rescatando del caos a Osandavaras, pues aunque Gordaliza debiera ser sincero, participaba de los intereses que movían a los hermanos Isasmendi.

No negaré jamás la buena elección de VS hecha en Osandavaras pª admor. –decía- por q. verdaderamte. apenas se encontrará hombre de la actividad, vijilancia, y fortaleza en el trabajo por ser de naturaleza privilegiada, como la de Osandavaras, segun lo acreditó en esta ciud. en la obra del Hospital, y lo que he visto en el tiempo de la visita q. quería volverse quatro pª asistir a las reducs. Pero con todo, afirmo, q. aunque Osandavaras se partiera en dos de la misma actividad q. él, no serían capases de asistir a las tres reducciones a no ser que se vilocara. Por q. el tpo de las siembras es uno, y las reducs. son tres. Las distancias son dilatadas y los indios como salvajes, no mueven pie, sin q. se les esté mirando (Gordaliza, 1804).

En dichas circunstancias, el protector partidario afirmaba que los pueblos darían un estallido.

Si los [indígenas] de las reducciones de Miraflores, Balbuena y Ortega qe. también han ayudado a nras armas se observan quejosos de su adminsitor. según se desahogaron conmigo, y por este motivo hay en el día la notable diferencia del numero de indios existentes […] ¿Qué podrá resultar de esta falla? Que internados al Chaco conmuevan las fronteras de Jujuy y Salta (Gordaliza, 1804).

El ejemplo más claro era, en este sentido, el indio Cun Cun, que iba y venía de la reducción de Balbuena. Lo habían encontrado allí durante la visita, pero para cuando Gordaliza escribía su informe, estaba nuevamente en el Chaco. En sus varias deserciones, Cun Cun optaba por refugiarse en un paraje llamado Valde Grande, “donde se ha mantenido muchos tiempos, acogiendo otros foragidos del mismo pueblo”. Desde allí, había sido parte de ataques y amenazas a la frontera. El peligro de que estos grupos huyeran de las reducciones y ganaran el Chaco, era justamente que “tienen práctico conocimiento del terreno como que han vivido en él (Fernández Cornejo, 1802)”. En última instancia, este era el efecto más grave que implicaba el encono de los indios con el administrador y Gordaliza podía leerlo con claridad. Quizás por eso, sugiriera que cada pueblo quedara en manos de su doctrinero.

2.

Poco después de que los comisionados dejaron Miraflores, el Padre Xerez se dirigió a Salta para entrevistarse con el gobernador intendente. Llevaba consigo la carta de Ángela Isasmendi. Necesitaba dar cuenta de que la visita estaba viciada de irregularidades, comenzando por la trama de intereses que a su entender, conectaba a sus ejecutores con Juan Antonio Osandavaras y José Gorostiaga, su fiador, por intermedio de aquella mujer. Pero Rafael de la Luz lo recibió de muy mal modo, relató el religioso después, en el zaguán de su casa y desestimando sus acusaciones. Así que Xerez decidió interponer una denuncia criminal ante un alcalde de primer voto, a través de su sobrino, Pedro Arias Rengel [20]. A él le estaba prohibido por derecho.

En el escrito, Arias Rengel sostenía que el fraile había expuesto sus quejas ante las autoridades, sin que su informe fuera inspeccionado con la debida eficacia y escrúpulo. Solicitaba, entonces, una nueva indagatoria de testigos juramentados y ahora, secretos. Arias dejaba preguntas para realizar a Juan Francisco Echaiz, a Juan Antonio Quebedo y a Juan Antonio Fernández. Desde ese momento, se iniciaría una nueva causa que correría en otro expediente. En este, Fray Narciso Xerez, los indios de Miraflores y los de Balbuena aparecerían como querellantes contra Juan Antonio Osandavaras. Debe observarse, además, que los caciques de este último pueblo, cuyo doctrinero no estaba enfrentado con el administrador, se sumaron al reclamo del cura de la otra reducción. Siguiendo el documento de su sobrino, Xerez también dejó un interrogatorio. Pedía que se escuchara un nuevo testimonio de Tomás Valle e incluía el de Fernando de la Corte, que vivía en inmediaciones de Miraflores y había sido comisionado por el gobierno para estar a la mira de la conservación material de los pueblos.

Las declaraciones abonaron las denuncias del Padre: el deterioro de las temporalidades; los malos tratos que el administrador propinaba a los indios –tales que los de Balbuena habían llegado a echarlo de la reducción, poniendo en riesgo la vida de Osandavaras-; que no abastecía al fraile de raciones, ni del vino y la harina para las hostias de la misa; y que tenía poblada una estancia con ganado de su marca en tierras de Miraflores, en la que hacía uso de los caballos de la reducción y de la mano de obra de los indios. A las respuestas de los testigos, el doctrinero adjuntó la lista de neófitos fugados desde la asunción de Osandavaras y las cuentas de cuando había estado en sus manos la administración del pueblo –aprobadas por las autoridades competentes. Con todo esto, elevó dos notas al protector general de naturales. En una pedía el nombramiento de juez imparcial, para que se probase la veracidad de sus acusaciones. En la otra reclamaba por su honor, vapuleado en la desconsideración de sus denuncias sobre la conducta escandalosa y desviada del administrador, relativa a su amancebamiento con María Legarribay –la viuda con la que tenía hijos en Salta.

Por su parte, Fray Ignacio Cabral siguió el camino que había iniciado. Enterado de la nota de la hermana de los visitadores hallada en Miraflores, escribió nuevamente al virrey, reiterando las viejas acusaciones y protestando solapadamente la nulidad del procedimiento ordenado por Rafael de la Luz, teñido de arbitrariedades.

La acción conjunta de los frailes y los caciques comenzó a dar los primeros resultados. Rápidamente, el virrey escribió al gobernador intendente de Salta recordándole que esperaba noticia de sus averiguaciones sobre las denuncias que habían interpuesto los Padres en 1803 y que mientras tanto, había venido a saber de las viciadas actuaciones de Isasmendi. Lo conminaba a poner pronto remedio a todo y lo corresponsabilizaba de lo que pudiera suceder.

No obstante, el 24 de junio de 1805, ocho indios de Balbuena y Miraflores se presentaron en Buenos Aires ante el protector general de naturales.

Se han personado a quexarse del administrador secular de aquellas reducciones Don Juan Antonio Osandavaras –decía éste al virrey-, de quien expresan haber recibido los mayores ultrages, exponiendo que los tiene desnudos y que muchos se han profugado a los infieles por aquellos motivos y por haberles quitado sus hijos para servicio de españoles, dando por último una idea muy triste del estado de las termporalidades de las expresadas reducciones acausa de la mala versación del dicho administrador Osandavaras

Venían desde Salta y traían la nota de Ángela Isasmendi a sus hermanos, además de los reclamos iniciados por los frailes, que ahora hacían oír como propios. El protector agregaba que “sus expresiones condicen con lo representado por el Pe. Xerez y lo resultibo de la información que acompaño con una carta que también es interesante”. Así que

por más que el cabildo de Salta a quien como queda dicho se pidió informe por esta superioridad abonase a Osandabaras, no puede despreciarse ahora lo que el dicho Padre Xerez ha vuelto a representar, probándolo con la información, con la carta, y con lo que los indios han expuesto al Oydor General

Si habían venido de tan lejos “llenos de miseria y buscando alivio a tantos males”, añadía, fue porque no habían tenido justicia ni del gobernador ni del cabildo (El oidor al virrey, 1805).

Después de escucharlos pacientemente, el oidor que hacía de protector juzgó “preciso y necesario” que se remitiese nuevamente todo a Salta, para que volvieran a declarar los testigos, citándose al protector partidario para que hiciera las peticiones convenientes y que se hiciera reconocer la carta por “la persona que la suscribe y solicitándose saber quién fue el escribiente para inquirir el, lo que convenga a los fines del procedimiento (El oidor al virrey, 1805)”. El virrey dio la orden y se instó al gobernador intendente al más pronto cumplimiento.

Entretanto, el expediente obrado para el nombramiento y remoción de Juan Antonio Osandavaras seguía su curso. Desde tiempo atrás debía revisarlo y expedirse el oidor de la real audiencia de Buenos Aires, José de Medeiros, que lo había dejado sobre su escritorio a la espera de la rendición anual de cuentas que Osandavaras tenía que presentar y venía demorando. Durante ese tiempo, Medeiros reunió documentación asociada a la causa y cansado de esperar al administrador, hizo su parte. Sugirió que se hiciera la recogida del ganado, que este último presentara las cuentas de la totalidad del período en que había administrado las reducciones; que se lo separara del cargo; y que se comisionara a José Francisco Tineo –sargento mayor y comandante de frontera- para que cuando hiciera la visita de Río del Valle, pasase por las reducciones a verificar si Osandavaras había ejecutado las reformas ordenadas por Isasmendi. Entonces Rafael de la Luz dio la orden y Tineo cumplió su cometido. Sin pérdida de tiempo, notificó que todo estaba en peores condiciones que antes [21].

Sepárase desde luego a Dn. Juan Antonio Osandavaras del cargo de administrador de temporalidades de las Reducciones de indios de Miraflores, Ortega y Balbuena –rezaba el decreto de Rafael de la Luz-, encargándose de recibirlas y administrarlas provisionalmente, sin replica, ni escusa alguna, el teniente retirado Dn. Manuel Peña, hasta nueva determinación del Exmo. Sr. Virrey (Decreto de Rafael de la Luz, 1805)

Peña se apersonaría sin demora en Miraflores e intimaría a Osandavaras ante dos testigos, para que recogiera, numerara y entregara las haciendas de los pueblos, junto con el resto de los bienes de las reducciones. El nuevo administrador lo recibiría y con intervención de los curas, se haría un inventario formal. A su vez, debía notificar a Osandavaras para que dentro de los quince días siguientes, se presentara en Salta “a estar a derecho en el juicio de su cuenta de administración pendiente, y a rendir la que devio ia del año proxmo. pasado, con inclusión de los meses corridos hta el día de su separación” (Decreto de Rafael de la Luz, 1805).

Pero el virrey había cambiado y Sobremonte parecía no estar al tanto de la facultad otorgada a Rafael de la Luz por Joaquín del Pino, para destituir a Osandavaras si se probaran por ciertas las denuncias. Disgustado, acusó al gobernador intendente de Salta de actuar precipitadamente y de tomarse atribuciones que no le competían. Si Osandavaras había sido nombrado por el virrey, sostenía, sólo él podía apartarlo del puesto. Además, Manuel Peña no había presentado las fianzas correspondientes.

Tal como se ordenó, los testigos volvieron a declarar. Cada uno de ellos ratificó sus viejas respuestas y después de informar que la destitución del administrador se había hecho cumpliendo órdenes de Joaquín del Pino, Medeiros envió una nota a Sobremonte, con la que acompañaba dos expedientes. Uno era el obrado para la creación del cargo de administrador secular, nombrando a Osandavaras para ocuparlo y, finalmente, su destitución. El otro era el que contenía la causa abierta por el doctrinero y los indios, representados por Pedro Arias Rengel. Ambos, afirmaba, convencían de los justificados crímenes por los que se lo denunciaba.

El caso seguiría con un juicio iniciado por Osandavaras y sus fiadores. Los tres protestaban la decisión de Rafael de la Luz, a quien acusaban de tomarse potestades que no le competían, y solicitaban que se les diese acceso a los informes de la visita y las denuncias de los frailes. La causa criminal iniciada por Xerez, entretanto, quedaría pendiente de resolución.

CONCLUSIONES

En este trabajo partimos de afirmar que el gobierno efectivo de las reducciones dependía de acuerdos establecidos cotidianamente entre los frailes y los caciques. En virtud de éstos se lograba una forma de convivencia concertada que hacía posible la existencia y la reproducción de los pueblos dentro de ciertos parámetros de orden negociado. Con esta base, propusimos que cuando en dicha dinámica se introdujo una figura externa cuyo accionar fracturó ese vínculo, apareció el conflicto como síntoma de que la gobernabilidad y hasta la propia viabilidad de las reducciones, estaban amenazadas. Tal situación se presentó en Miraflores, Ortega y Balbuena al implementarse la administración secular de sus bienes temporales y designarse para ello, en diciembre de 1801, a Juan Antonio Osandavaras.

Siguiendo a Wilde, dijimos que la consecuencia inmediata de la llegada del administrador fue la alteración del relativo equilibrio conseguido en los pueblos mencionados. Planteamos que, de manera contradictoria, se superpusieron actores con capacidad de tomar determinaciones –los doctrineros, por ejemplo- y otros que pretendían hacerlo pese a aquellos –Osandavaras y su mayordomo Tomás Valle-, sumergiendo a las reducciones en un extendido desorden. Pero superado el momento de confusión inicial, se puso en juego una dinámica compleja de relaciones de conflicto y alianza, en que las partes desplegaron estrategias tendientes a construir un nuevo orden en el que tuvieran una decisiva intervención. En efecto, doctrineros y caciques iniciaron una secuencia de denuncias y reclamos ante distintas instancias de autoridad colonial. El administrador, por su parte, puso en juego una trama de vinculaciones hábilmente tejida, que le resultó útil frente a los primeros embates de aquellos.

Los reclamos de los frailes fueron sumando argumentos contra Osandavaras. Dirigiéndose a los protectores de indios o al virrey, denunciaron su atropello de los bienes temporales y también se desplegaron en el terreno de lo moral: el administrador no era un individuo apto para estar al frente de los pueblos por su conducta escandalosa, previa incluso, a su designación para el puesto. Señalamos que en la letra de tales acusaciones resulta muy difícil encontrar la voz de los caciques, pero planteamos su connivencia con los religiosos a partir de la participación que tuvieron después.

Ante las acusaciones iniciales, Osandavaras se trasladó a Salta para reactivar sus vínculos entre los miembros de la élite, que le permitieron un informe del cabildo “a su medida”, se quejaron los curas. La visita realizada a las reducciones en el mes de enero de 1804, entretanto, puso de manifiesto algunas cuestiones que tratamos a lo largo de estas páginas.

La primera fue el accionar conjunto de doctrineros y caciques, que se evidenció en las quejas de los mandones sobre el administrador. Sus exposiciones se produjeron en una clave distinta de la que tuvieron los escritos de los curas. Mientras estos referían a los bienes temporales y las depravadas conductas de Osandavaras, en los indios se construía la queja desde la experiencia: los malos tratos, el abuso de sus mujeres, el hambre, la desnudez y la incitación a la desobediencia a los Padres. Sin embargo, el contenido de sus reclamos encastra perfectamente con las denuncias previas de los frailes. Por otra parte, el procedimiento ordenado por Rafael de la Luz evidenció una vez más, las estrategias de Osandavaras: las vinculaciones que cuidadosamente había urdido acudieron en su ayuda. El gobernador intendente nombró a Nicolás Isasmendi como juez comisionado. Los doctrineros sostenían que los dos eran “promotores” del administrador. El visitador fue acompañado de su hermano y su cuñado llevando, además, una solicitud de Ángela Isasmendi para no incriminar a Osandavaras. José Ignacio de Gorostiaga, fiador de este último, era sobrino de los comisionados y ahijado de aquella, y tenía invernadas de mulas en tierras de Ortega y Balbuena. Los tres informes fueron favorables al administrador.

Entonces los Padres y los caciques redoblaron la apuesta. En ese momento, la estrategia de los frailes se dividió. Mientras Cabral continuó por la vía de la presentación de escritos al virrey, Xerez interpuso una denuncia criminal ante un alcalde de primer voto, representado por su sobrino –Pedro Arias Rengel. Esta instancia daría lugar a un nuevo expediente en el que, explícitamente, el cura y los indios de Miraflores y Balbuena actuarían como querellantes contra Osandavaras. Fue entonces cuando la acción conjunta de los frailes entre sí y de los caciques con los doctrineros, definió la batalla a favor de éstos.

Luego de ser reprendido por el virrey –que había tenido conocimiento de las irregularidades de las actuaciones de Nicolás Isasmendi-, el gobernador intendente ordenó una nueva inspección a las reducciones, para la que comisionó a José Francisco Tineo. Poco después, ocho caciques de Balbuena y Miraflores se dirigieron a Buenos Aires, a presentarse ante el protector general de naturales y exponerle sus quejas. Sumaban la carta de Ángela Isasmendi como prueba. En la capital del virreinato los escucharon y el oidor que hacía de protector notificó al virrey que la presencia de los indios, sus reclamos y la misiva que conducían, evidenciaban las denuncias que en algún momento hiciera Xerez, pese a lo que pudiera decir el cabildo de Salta en favor de Osandavaras.

La visita de Tineo se cruzó con el viaje de los indígenas a Buenos Aires y los acontecimientos se definieron. Cuando este informó que los pueblos se hallaban en iguales o peores condiciones que antes del arribo del administrador, en agosto de 1805, Rafael de la Luz decidió separarlo del cargo. Sería reemplazado por Manuel Peña. Los curas y los jefes étnicos habían logrado su cometido.

Así que centrándonos en el análisis de la actuación de los religiosos y los caciques de Miraflores, Ortega y Balbuena para lograr la remoción de Osandavaras y recuperar su protagonismo en el gobierno efectivo de las reducciones, sostuvimos y mostramos que pese al beneplácito de importantes autoridades salteñas hacia éste, el accionar conjunto de aquellos fue determinante en la toma final de decisiones. Supieron imponerse a los vínculos que el administrador tenía con influyentes miembros de la élite local, tras obtener la intervención del protector general de naturales y el virrey a su favor. Rafael de la Luz se vio compelido a destituir y reemplazar a Osandavaras. La posibilidad misma de este cambio, implicaba el regreso a cierta concertación de la gobernabilidad, en la que curas y “mandones” volverían a tener una participación central.

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Notas

[1] En un artículo sobre las misiones jesuíticas de la pampa a mediados del siglo XVIII, Eugenia Néspolo plantea que éstas –y lo mismo ocurría con las del Chaco salteño- se insertaron en un espacio en disputa, en el que los hispanocriollos no tenían una presencia poblacional y defensiva capaz de asegurar la ocupación. En parte por ese motivo, afirma, en aquellas se gobernaba en la negociación y la concertación entre los padres y los jefes etnicos. Y al igual que sugirió Ariel Morrone para los corregimientos del lago Titicaca en el siglo XVI, además de funcionar como terminales del dispositivo evangelizador, las reducciones constituyeron espacios de articulación política a escala local. Caciques y doctrineros operaban como intermediarios entre las instancias superiores del poder colonial –cabildo, gobernador, audiencia, virrey, orden religiosa y obispo- y los indios que integraban cada pueblo; y en nuestro caso, también lo hacían entre los primeros y los grupos autónomos. Véanse Néspolo (2007) y Morrone (2017).
[2] Utilizamos la voz “jefe” como sinónimo de líder o cacique, con fines estrictamente narrativos, sin aludir a ningún tipo de formación política.
[3] Compuesta por mil trescientos hombres y asociada a las milicias de Santa Fe, Corrientes y Asunción, la expedición se realizó en 1710 e inauguró un ciclo de “entradas” que, con resultados variables, jalonaron el siglo XVIII. Su propósito era empujar a los guaycurúes al interior del Chaco, para evitar que siguieran asolando los asentamientos del oriente tucumano. Se pretendía, por otra parte, que la presencia de las fuerzas españolas infundiera terror en los indios más próximos, conduciéndolos a pedir Reducción. Aquí residió uno de los principales logros de la campaña.
[4] En sus comienzos, la habían formado parcialidades chunupíes y omoampas, pero acabó por ser únicamente de los últimos. A los pueblos mencionados, se sumarían hacia finales del siglo XVIII, San José de Petacas –edificada en 1735, en jurisdicción de Santiago del Estero-, San Ignacio de indios tobas –fundada en 1756, en Jujuy-, Nuestra Señora de la Concepción (de abipones) –también en Santiago-, Nuestra Señora del Pilar de Macapillo y Santa Rosa de Lima –ambas en términos de Tucumán-, y Nuestra Señora de las Angustias de Zenta –erigida en 1779, en jurisdicción de Jujuy.
[5] Una junta reduccional celebrada en San Miguel de Tucumán, en 1778, estableció un nuevo acuerdo para el arreglo de las reducciones. Se dispuso entre otras cosas, que se encargarían de los pueblos las jurisdicciones en que estuviesen instalados. Cf. Gullón Abao (1993).
[6] Aquí presentamos una apretada síntesis del reglamento. El documento completo en (Güemes Montero, 1796)
[7] El protector partidario de indios de Salta realizó algunas observaciones relativas al trabajo en haciendas y cañaverales –disponiendo que sólo debía permitirse en la etapa de corte y acarreo de la caña, mientras ello no resultase perjudicial para la salud de los indígenas-, sobre el servicio personal al doctrinero y algunas regulaciones sobre el castigo dispensable a los neófitos. Por último, debía dejarse el gobierno de los pueblos a los alcaldes y regidores de indios, conforme a las ordenanzas de Alfaro.
[8] Rafael de la Luz (1801), al protector general de naturales. A esta altura, es conveniente precisar algunas cuestiones sobre los protectores de indios. Como instancia articuladora de la población indígena y los españoles, estos funcionarios tenían por tarea primordial la representación legal de los naturales en los juicios o litigios que surgieran o se mantuvieran con integrantes de sus comunidades, o con los hispanocriollos. Los había de diferentes categorías. En las distintas jurisdicciones de la Audiencia o en los partidos, actuaban los protectores partidarios de indios. Estos no eran titulados y solían proceder bajo la supervisión de un abogado.Intervenían en causas de menor importancia, que luego podían llevarse en apelación ante el tribunal superior. Su desconocimiento del derecho y su inexperiencia en el manejo de problemas de los naturales, los volvían frecuentes blancos de quejas por parte de sus defendidos, que también protestaban por las vinculaciones que solían tener con otras autoridades locales y con los españoles ricos de la región –en detrimento de su desempeño. A nivel de la audiencia, en cambio, actuaba el protector general. Se trataba de abogados titulados que eran, en primer término, fiscales del máximo tribunal. Debían estar presentes en todos los acuerdos y juntas que tuvieran relación con pleitos de indígenas, con la atribución de nombrar solicitadores que acudieran a las causas o protectores de partido para todo el distrito. Véase Bonnett Velez (1992).
[9] Nicolás Severo de Isasmendi era un personaje de lo más encumbrado de la elite salteña. Pertenecía a una familia que descendía de los primeros conquistadores y de los más destacados vecinos que participaron de las guerras en el Valle Calchaquí –en el siglo XVII- o de las entradas al Chaco en el siglo XVIII, lo cual les valió el acceso a tierras y encomiendas de indios; de ahí que pudiera recibir el calificativo de “vecino feudatario”. Se vinculó activamente con el cabildo, aunque prefirió hacerlo a través de los miembros de su familia, ya que personalmente, ocupó cargos durante pocos años. La coronación de su carrera política llegó cuando se convirtió en el único vecino designado como intendente interino, en 1809. Por lo demás, Nicolás Isasmendi formaba parte del sector de hacendados que apoyaba a los funcionarios borbónicos y en varias ocasiones conflictivas, se manifestó abiertamente a favor del intendente Rafael de la Luz. Cf. Mata (2000) y Marchionni (2000).
[10] El Cabildo de Salta a Rafael de la Luz, (1800) Cabe advertir que la Puna era un espacio estratégico. A su riqueza mineral –plata en el cerro del Espíritu Santo de Cochinoca y oro de origen aluvial en la zona de la Rinconada- y la concentración de mano de obra indígena con que contaba, se sumaban la actividad ganadera y el transporte. Además, tenía vinculaciones comerciales con el Alto Perú, Chile, con el puerto de Buenos Aires, las zonas vecinas y el Tucumán. Por otra parte, al subdelegado de la Puna se le encargaban las cuatro causas, con facultades de juez ordinario, a la vez que mantener a los naturales en buen orden, obediencia y civilidad, ya que reunía las características de pueblo de indios. Las labores de este funcionario en hacienda y guerra, correspondían en su mayor parte a las del intendente; mientras que en su condición de subdelegado, debía vigilar todos los organismos en el área de administración financiera de su partido. En cuanto a justicia, era responsable de ésta en primera instancia. En el caso particular de la Puna, el subdelegado también debía actuar como alcalde de minas en los asuntos tocantes a esa actividad. Véase Aramendi (2017).
[11] Antonio de Figueroa también había llegado desde Córdoba y casado en Salta con una hija de Francisco Toledo Pimentel –estanciero procedente de la misma ciudad y emparentado con una vieja familia salteña. Desarrolló una importante actividad como operador comercial de ganaderos cordobeses. En la década de 1770, actuó únicamente como intermediario; luego fue fletador y, finalmente, concentró las actividades de invernador, apoderado, fletador y dueño de tropas. Su considerable fortuna le permitió alcanzar la posesión de tierras, algunas de las cuales habían pertenecido a la Compañía de Jesús. También reunió cargos militares y políticos. Cf. Mata (1994) y Marchionni (2000).
[12] Cabe advertir que la mujer casada a la que se refiere Cabral, no es aquella con quien tenía hijos en Salta.
[13] Según Diana Bonett, estos litigios incluían 1) la presentación de un memorial del indio o del cacique a nombre de su comunidad –especificando el motivo que daba lugar al conflicto- ante el protector partidario de indios, que establecía si el hecho ameritaba su defensa. En nuestro caso, las denuncias de los curas funcionaban como tales; 2) la representación del protector: el protector partidario –o el general, si la causa se elevaba directamente a él o por apelación a la audiencia- reproducía el memorial indicado casi sin introducir variaciones; 3) petición de la audiencia para la ampliación de las pruebas a través de la documentación y de la observación tangible del hecho, que implicaba, si el caso constituía una apelación, la solicitud de todas las pruebas recogidas hasta el momento o, incluso, su ampliación a través de nuevos testimonios y de “vistas de ojos”; 4) presentación de pruebas y testificaciones: se exigía la declaración de los vecinos y testigos, y por lo general, se hacía una visita presencial al lugar del conflicto; 5) la vista del fiscal, para que diera su posición ante el pleito una vez reunidas las pruebas; 6) el auto o sentencia final; y 7) las diligencias finales del protector, realizadas por éste una vez cerrada la causa. De todos estos aspectos, los primeros cuatro están presentes en el pleito que tratamos.
[14] Juan Capistrano [Colompotop] y Bernardino Malet habían sido trasladados de Macapillo a Miraflores, mientras que Norberto Colla era jefe de los Lules, agrupación con la que se había fundado el pueblo. Es posible que, por esta razón, su participación en el caso haya sido más marcada que la de Malet y Capistrano [Colompotop].
[15] Conviene realizar una advertencia relativa al uso de las voces “mandón” y “cacique”. Según advierte Roxana Boixados, “la condición de mandón no era equivalente a la de cacique”. Dice la autora que mientras los primeros eran indígenas del común que en algún momento habían sido promovidos a un cargo de cierta autoridad en un pueblo de indios, los segundos eran “señores naturales” de sus pueblos y de su gente –y sus descendientes eran considerados sucesores legítimos, de acuerdo a la legislación española. Sin embargo, esta distinción no parece operar en las fuentes consultadas para nuestros casos, donde la categoría de “mandón” y “cacique” se confunden, y hasta se emplean como sinónimos. Véase Boixados (2008).
[16] La acequia era de fundamental importancia, dado que las tierras de la reducción tenían estupendas condiciones para la agricultura; pero sin esta obra, los indios debían trasladarse a varias leguas de allí para sembrar y no regresaban hasta concluida la cosecha. Los meses que pasaban en el monte, daban lugar a robos en los alrededores y fugas al interior del Chaco. Con pocas variaciones, los tres pueblos tenían el mismo problema y los visitadores insistieron en la necesidad de terminarla.
[17] A la iglesia la había destechado Osandavaras alegando que, de no hacerlo, su techumbre caería al suelo.
[18] Juan Antonio Romero, un mulato agregado en tierras de Miraflores y que criaba en ellas ganado vacuno y bestias mayores, informaría más adelante que había servido a Osandavaras en la extracción de ganado de los pueblos para el Alto Perú.
[19] Las fuentes consultadas señalan a Tomás Valle y Juan Antonio Romero en Miraflores, pero en Balbuena se consignan diez familias en calidad de tales.
[20] Pedro Arias Rengel también pertenecía a las más importantes familias de la elite salteña. Instalados en Salta desde las primeras décadas del siglo XVII, los Arias Rengel basaron su economía en la agricultura de subsistencia y la ganadería extensiva. Sin embargo, obtuvieron sus mayores beneficios con el comercio de mulas. Primero fueron fletadores y ya en el siglo XVIII, se destacaban como invernadores. Consolidaron su fortuna a través de ventajosos matrimonios, ocuparon cargos capitulares y políticos. Su participación en las entradas al Chaco –aunque fuera proveyendo recursos y animales para la campaña- y en episodios como la represión de los partidarios de la rebelión de Tupac Amaru en Jujuy, por ejemplo, les valieron la obtención de altas gradaciones militares.
[21] Mientras tanto, Fr. Ignacio Cabral elevó un nuevo escrito al virrey. Insistía con sus denuncias, porque consideraba una lamentable pérdida “que un pueblo reducido se pervierta y azote por particulares intereses”. Fray Ignacio Cabral al virrey, (s/f).


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